VEINTITRÉS
No me hizo falta el vínculo para saber dónde estaba. El gentío me guio hacia el lugar donde se hallaba Lissa, y también Dimitri.
Lo primero que se me ocurrió fue que se trataba de alguna lapidación o un linchamiento medieval. Entonces me di cuenta de que la gente que había alrededor se limitaba a presenciar algo. Me abrí paso entre ellos sin hacer caso de las miradas asesinas que recibí, hasta que llegué a la primera fila de espectadores. Lo que me encontré me hizo detenerme en seco.
Lissa y Dimitri estaban sentados en un banco, el uno junto al otro, con tres moroi y —mira tú por dónde— Hans sentado frente a ellos. A su alrededor había desperdigados varios guardianes, en tensión, con pinta de estar listos para intervenir si las cosas iban mal. No había oído una sola palabra, pero ya sabía qué estaba sucediendo allí. Era un interrogatorio, una investigación para determinar qué era Dimitri exactamente.
En la mayoría de las circunstancias, aquel sitio habría resultado bastante extraño para una investigación formal. Mira por dónde, se trataba de uno de los jardines en los que habíamos estado trabajando Eddie y yo, el que quedaba a la sombra de la estatua de la joven reina. La iglesia de la corte estaba cerca. No es que aquella zona de césped fuera suelo sagrado, pero se hallaba lo bastante próximo a la iglesia como para que la gente pudiese correr hasta ella en caso de emergencia. A los strigoi no les hacían nada los crucifijos, pero no podían entrar en una iglesia, en una mezquita, ni en cualquier otro lugar sagrado. Entre aquello y el sol de la mañana, probablemente se tratase del lugar y el momento más seguros que los funcionarios pudieron encontrar para interrogar a Dimitri.
Reconocí a uno de los interrogadores moroi, Reece Tarus. Era pariente de Adrian por parte de su madre, pero se había mostrado favorable al decreto de la edad. Sentí una inmediata animadversión hacia él, en parte también a causa del tono altanero con el que se dirigía a Dimitri.
—¿Le parece el sol cegador? —preguntó Reece. Tenía delante un portapapeles, y parecía estar siguiendo una lista de preguntas.
—No —dijo Dimitri con voz sosegada y bajo control. Su atención se centraba por entero en sus interrogadores. No tenía ni idea de que yo me encontraba allí, y podría decirse que me gustó que fuera así. Quería poder mirarle durante un rato y admirar sus facciones.
—¿Y si mira fijamente al sol?
Dimitri vaciló, y no estoy segura de que alguien más aparte de mí captase el brillo repentino que apareció en sus ojos, o que alguien más supiese lo que significaba. La pregunta era una estupidez, y creo que Dimitri —tal vez, solo tal vez— quiso echarse a reír. Mantuvo la compostura con su habitual destreza.
—Cualquiera que mirase de forma directa al sol durante el tiempo suficiente se quedaría ciego —respondió—. A mí me pasaría lo mismo que a cualquier otro.
Se diría que a Reece no le gustó la respuesta, pero aquel razonamiento era del todo correcto. Frunció los labios y pasó a la siguiente pregunta:
—¿Le quema la piel?
—De momento no.
Lissa miró hacia el gentío y me vio. Ella no podía sentirme a mí tal y como yo podía hacerlo con ella a través del vínculo, pero a veces era como si dispusiese de una percepción extraordinaria de cuándo me encontraba cerca. Tal vez captase mi aura si me acercaba lo suficiente, dado que todos los manipuladores del espíritu afirmaban que el campo de luz que rodeaba a los bendecidos por la sombra era muy distinto.
Dimitri, siempre vigilante, captó su minúsculo movimiento. Dirigió la mirada en busca de lo que la había distraído, me localizó y titubeó un poco en la siguiente pregunta de Reece, que fue:
—¿Se ha fijado en si los ojos se le ponen de color rojo de manera ocasional?
—Pues… —Dimitri se me quedó mirando unos instantes y giró después la cabeza de golpe hacia Reece—. No he tenido muchos espejos en los que mirarme, aunque supongo que mis guardias se habrían percatado, y ninguno de ellos ha dicho nada al respecto.
Muy cerca, uno de los guardianes hizo un leve ruido. Se las arregló por los pelos para mantener el rostro serio, pero me dio la sensación de que él también tenía ganas de reírse de aquella línea tan ridícula que llevaba el interrogatorio. No me acordaba de su nombre, pero, cuando estuve en la corte tiempo atrás, él y Dimitri charlaban y se reían bastante cuando estaban juntos. Si uno de sus viejos amigos estaba empezando a creer que Dimitri volvía a ser un dhampir, eso tenía que ser una buena señal.
El moroi que había al lado de Reece echó un vistazo a su alrededor en un intento por descubrir de dónde había procedido la interrupción, pero no halló nada. Prosiguió el interrogatorio, ahora en referencia a si Dimitri entraría en la iglesia si se lo pidiesen.
—Puedo hacerlo ahora mismo —les dijo—. Iré a misa mañana si así lo quieren.
Reece anotó algo más, preguntándose sin duda si el sacerdote podría empapar a Dimitri de agua bendita.
—Todo esto es una distracción —me dijo al oído una voz que me resultaba familiar—. Humo y artificio. Eso es lo que dice mi tía Tasha —tenía ahora a Christian a mi lado.
—Hay que hacerlo —le respondí entre murmullos—. Tienen que ver que ya no es un strigoi.
—Claro, pero apenas acaban de firmar la ley de rebaja de la edad. La reina ha dado su visto bueno para esto en cuanto ha terminado la sesión del Consejo, porque es algo muy llamativo que centrará la atención de la gente en algo novedoso. Es como se las han arreglado para sacar a todo el mundo del salón de sesiones: «¡Eh, vamos todos a ver el espectáculo de feria!».
Casi pude oír a Tasha diciendo aquello palabra por palabra. No obstante, había algo de verdad en ello. Sentía un conflicto en mi interior. Deseaba que Dimitri estuviese en libertad, lo quería tal y como era antes. Sin embargo, no me hacía ninguna gracia que Tatiana llevase aquello a cabo en su propio beneficio político y no por que de verdad le importase. Tal vez aquello fuese lo más grandioso que había sucedido en nuestra historia, y había de ser tratado como tal. El destino de Dimitri no debía ser un «espectáculo de feria» muy oportuno para apartar la atención de la gente de una ley injusta.
Reece le pedía ahora a Lissa y a Dimitri que describiesen con exactitud lo que habían experimentado la noche del rescate. Me daba la sensación de que se trataba de algo que ya habían contado bastantes veces. Por mucho que Dimitri había mostrado hasta ahora una compostura inofensiva, yo aún sentía en él un pálpito plomizo, la culpa y el tormento por todo lo que había hecho como strigoi. Sin embargo, cuando se volvió hacia Lissa para escuchar cómo contaba su versión de la historia, su rostro se iluminó maravillado. Sobrecogido. Un rostro de adoración.
Me invadieron los celos. Sus sentimientos no tenían nada de romántico, pero daba igual. Lo importante era que a mí me había rechazado, y a ella la consideraba lo más grande del mundo. A mí me había dicho que no le volviese a dirigir la palabra, y había jurado que haría cualquier cosa por ella. Volví a sentir aquella irascibilidad de cría caprichosa por haber sido tratada de forma injusta. Me negaba a creer que ya no pudiese quererme. No era posible, no después de todo cuanto habíamos pasado juntos él y yo. No después de lo que habíamos sentido el uno por el otro.
—Desde luego que parecen tener una relación muy estrecha —apuntó Christian con un tono de voz suspicaz. No tuve tiempo de decirle que sus preocupaciones eran infundadas, porque quería escuchar lo que Dimitri tenía que decir.
A los demás les resultó complicado seguir el relato de su transformación, en gran medida por lo desconocido que era aún el espíritu. Reece extrajo de allí cuanto pudo y, acto seguido, entregó el testigo del interrogatorio a Hans. El guardián, siempre práctico, no necesitaba de una serie extensa de preguntas. Era un hombre de acción, no de palabras. Tomó una estaca en la mano y le pidió a Dimitri que la tocase. Los guardianes se pusieron alerta a su alrededor, probablemente por si Dimitri intentaba hacerse con ella y liarse a golpes a diestro y siniestro.
En cambio, Dimitri extendió con calma la mano y agarró la parte superior durante varios segundos. Los espectadores contuvieron la respiración a la espera de que se pusiese a gritar de dolor, ya que los strigoi no podían tocar la plata hechizada. Por el contrario, Dimitri parecía aburrido.
Entonces dejó a todo el mundo de una pieza. Retiró la mano y ofreció a Hans el revés de su musculoso antebrazo. Con el tiempo veraniego, Dimitri llevaba una camiseta de manga corta que dejaba aquella porción de piel a la vista.
—Hazme un corte con ella —le dijo a Hans.
Hans arqueó una ceja.
—Si te hago un corte con esto, te va a doler seas lo que seas.
—Sería insoportable si fuese un strigoi —señaló Dimitri. En su rostro había una mirada de dureza y determinación. Era el Dimitri que yo había visto en la batalla, el Dimitri que jamás retrocedía—. Hazlo, y no tengas miramientos conmigo.
Al principio, Hans no reaccionó. Estaba claro que aquel proceder resultaba inesperado. Su semblante se mostró por fin decidido, se lanzó y deslizó la punta de la estaca por la piel de Dimitri. Tal y como él le había pedido, Hans no se contuvo, la punta llegó hondo, y la sangre manó a borbotones. Varios moroi que no estaban acostumbrados a ver la sangre (a menos que se la estuviesen bebiendo) dejaron escapar un grito ahogado ante tanta violencia. Todos nos inclinamos al frente al unísono.
El rostro de Dimitri mostró sin duda que estaba sintiendo dolor, pero la plata sometida a un hechizo no le dolería sin más a un strigoi, le quemaría. Yo había hecho cortes con una estaca a muchos strigoi, y les había oído chillar a causa del sufrimiento. Dimitri hizo un gesto de dolor y se mordió el labio mientras la sangre le corría por el brazo. Juro que vi en sus ojos el orgullo por su capacidad para mantenerse fuerte al pasar todo aquello.
Cuando resultó obvio que no iban a darle estertores, Lissa extendió la mano hacia él. Sentí cuáles eran sus intenciones: quería sanarle.
—Espera —dijo Hans—. A un strigoi se le curaría esto por sí solo en cuestión de minutos.
Tuve que reconocerle el mérito a Hans. Había llevado a cabo dos pruebas en una sola. Dimitri le miró con cara de agradecimiento, y Hans le correspondió asintiendo con la barbilla. Me di cuenta de que Hans sí lo creía. A pesar de sus fallos, Hans creía de verdad que Dimitri era de nuevo un dhampir. Con eso se había ganado mi afecto eterno, por muchos papeles que me obligase a archivar.
De modo que todos nos quedamos mirando cómo sangraba el pobre Dimitri. Lo cierto es que fue un poco de mal gusto, pero el test funcionó. Resultó obvio para todo el mundo que aquel corte no desaparecía de ninguna de las maneras. Por fin le dieron permiso a Lissa para que lo curase, y eso causó una mayor reacción entre el gentío. Me vi rodeada de murmullos de asombro y de aquellas caras de adoración de una diosa que ponía la gente.
Reece observó a los espectadores.
—¿Quiere alguien añadir alguna pregunta a las nuestras?
Nadie habló. Estaban todos estupefactos ante lo que habían presenciado.
Bueno, alguien tenía que dar un paso al frente. De manera literal.
—Yo —dije al tiempo que avanzaba hacia ellos a grandes zancadas.
No, Rose, me suplicó Lissa.
Dimitri tenía una cara de disgusto equivalente. La verdad es que la tenían prácticamente todos los que había sentados a su alrededor. Cuando la mirada de Reece cayó sobre mí, me dio la sensación de que me estaba volviendo a ver en el salón del Consejo, llamando a Tatiana «puta mojigata». Apoyé las manos en las caderas sin importarme lo que pensasen. Aquella era mi oportunidad de obligar a Dimitri a hacerme caso.
—Cuando fuiste un strigoi —empecé para dejar claro que aquello pertenecía al pasado— tuviste muy buenos contactos. Conocías el paradero de muchos de los strigoi de Rusia y de los Estados Unidos, ¿no es así?
Dimitri me observó detenidamente con la intención de descubrir hacia dónde iba yo.
—Sí.
—¿Lo conoces aún?
Lissa frunció el ceño. Pensaba que sin darme cuenta iba a acusar a Dimitri de seguir en contacto con otros strigoi.
—Sí —dijo él—, siempre que no se haya trasladado ninguno de ellos.
Aquella respuesta se produjo con mayor rapidez. No estaba muy segura de si había adivinado mi táctica o si confiaba en que mi lógica marca Hathaway fuese a parar a algún fin de utilidad.
—¿Compartirías esa información con los guardianes? —le pregunté—. ¿Nos contarías dónde están todos los escondites de los strigoi para que podamos lanzar una ofensiva contra ellos?
Aquello produjo una buena reacción. La búsqueda activa de los strigoi era otro de los temas candentes de debate en aquel momento, con fuertes opiniones encontradas en ambos sentidos. Oí cómo se reiteraban dichas opiniones a mi espalda, entre la multitud, con algunos que decían que estaba sugiriendo un suicidio mientras que otros reconocían que contábamos con una herramienta muy valiosa.
A Dimitri se le iluminaron los ojos. No era la mirada de adoración que dirigía a Lissa, pero me dio igual. Se parecía a las que solíamos compartir en aquellos momentos en que nos entendíamos tan bien el uno al otro que ni siquiera necesitábamos verbalizar lo que estábamos pensando. Aquella conexión surgió entre nosotros como un fogonazo, igual que lo hizo su aprobación… y también su gratitud.
—Sí —respondió con voz firme y sonora—. Os puedo contar todo cuanto sé acerca de los planes y la situación de los strigoi. Me enfrentaré con ellos, o permaneceré en la retaguardia: lo que vosotros queráis.
Hans se incorporó hacia delante en su silla, con expresión de entusiasmo.
—Eso tendría un valor incalculable —más puntos para Hans: estaba del lado de atacar a los strigoi antes de que ellos vinieran a por nosotros.
Reece se puso rojo, o tal vez se estuviese resintiendo del sol. En sus deseos de ver si Dimitri se calcinaba al sol, los moroi se estaban exponiendo a unas condiciones adversas.
—Un momento —exclamó elevando la voz sobre el ruido creciente—. Esa no es una táctica que nosotros hayamos apoyado nunca. Además, siempre podría estar mintiendo…
Sus protestas se vieron interrumpidas por el grito de una voz femenina. Un niño pequeño moroi, de no más de seis años, había irrumpido desde el gentío y había llegado corriendo hasta nosotros. Era su madre quien había gritado. Me desplacé para cortarle el paso al niño, y lo cogí por el brazo. No me daba miedo que Dimitri le hiciese daño, pero sí temía que a su madre le fuese a dar un ataque al corazón. La mujer salió al frente con cara de gratitud.
—Yo tengo preguntas —dijo el niño en voz baja, en un obvio intento de mostrar valentía.
Su madre alargó el brazo para cogerlo, pero yo levanté la mano para detenerla.
—Espere un segundo —le dije a la madre. Miré al niño con una sonrisa—. ¿Qué quieres preguntar? Adelante —detrás de él, el temor se asomaba al rostro de la madre, que miró a Dimitri con cara de angustia—. No dejaré que le pase nada —le susurré, aunque ella no tuviese forma de saber que podía cumplirlo. No obstante, la mujer se quedó donde estaba.
Reece elevó la mirada al cielo.
—Esto es ridíc…
—Si eres un strigoi —le interrumpió el niño en voz muy alta—, entonces, ¿por qué no tienes cuernos? Mi amigo Jeffrey dice que los strigoi tienen cuernos.
La mirada de Dimitri no se dirigió al niño, sino que se fue sobre mí por un momento. Se volvió a encender aquella chispa de complicidad entre nosotros. Acto seguido, con el rostro relajado y serio, Dimitri se giró hacia el niño y le respondió:
—Los strigoi no tienen cuernos. Y, aunque los tuviesen, no importaría, porque yo no soy un strigoi.
—Los strigoi tienen los ojos rojos —le expliqué yo—. ¿Te parece que tiene los ojos de color rojo?
El niño se inclinó hacia delante.
—No, son marrones.
—¿Qué más sabes sobre los strigoi? —le pregunté.
—Tienen colmillos, como nosotros —replicó el crío.
—¿Tienes colmillos? —pregunté a Dimitri con una voz cantarina. Me daba la sensación de que aquella parcela ya estaba superada, pero cobraba un aire nuevo cuando la pregunta se formulaba desde la perspectiva de un niño.
Dimitri le dedicó una sonrisa de oreja a oreja, una maravillosa sonrisa que me sorprendió con la guardia baja. Aquel tipo de sonrisa era tan extraño en él…, incluso cuando era feliz o se estaba divirtiendo, solo sonreía a medias. Aquella era genuina, y mostró todos sus dientes, tan regulares como los de un humano o un dhampir. Sin colmillos.
El niño parecía impresionado.
—Muy bien, Jonathan —dijo su madre con inquietud—. Ya has preguntado. Ahora, vámonos.
—Los strigoi son superfuertes —prosiguió Jonathan, que tal vez aspirase a futuro abogado—. Nada les hace daño —no me molesté en corregirle por miedo a que quisiera ver cómo una estaca le atravesaba el corazón a Dimitri. Es más, resultaba sorprendente que el propio Reece no lo hubiese solicitado aún. Jonathan clavó su mirada en Dimitri—. ¿Eres tú superfuerte? ¿Te pueden hacer daño?
—Ya lo creo que pueden —respondió Dimitri—. Soy fuerte, pero hay un montón de cosas que me pueden hacer daño.
Y, entonces, en mi papel de Rose Hathaway, le dije al niño algo que no le debería haber dicho.
—Yo creo que deberías darle un puñetazo y comprobarlo tú mismo.
La madre de Jonathan volvió a gritar, pero aquel crío fue rápido, el muy cabroncete, y la esquivó. Salió corriendo hasta Dimitri antes de que nadie se lo pudiese impedir —bueno, yo podía haberlo hecho— y le dio un golpe en la rodilla con su minúsculo puño.
Entonces, con los mismos reflejos que le permitían esquivar el ataque de sus enemigos, Dimitri fingió que se caía de espaldas, como si Jonathan lo hubiera tumbado. Se agarró la rodilla y se puso a quejarse como si le doliese de manera terrible.
Varias personas se rieron, y, por entonces, uno de los guardianes ya había atrapado a Jonathan y se lo había devuelto a su madre, que se encontraba al borde de la histeria. Mientras se lo llevaban de allí, Jonathan miró hacia atrás por encima del hombro, hacia Dimitri.
—Pues a mí no me parece tan fuerte. Yo creo que no es un strigoi.
Aquello causó más risas, y el tercero de los interrogadores moroi, que había guardado silencio, soltó un bufido y se puso en pie.
—Ya he visto cuanto necesitaba ver. No creo que deba pasearse por ahí sin vigilancia, pero no es un strigoi. Dadle un lugar donde pueda quedarse y mantened a los guardias con él hasta que se tome una nueva decisión.
Reece saltó.
—Pero…
El otro hombre le hizo un gesto de desprecio.
—No perdamos más tiempo. Hace calor, y quiero irme a la cama. Con esto no quiero decir que entienda lo que ha sucedido, pero ese es el menor de nuestros problemas ahora que tenemos a medio Consejo queriendo arrancarle la cabeza al otro medio por el decreto sobre la edad. De ser algo, lo que hemos visto hoy es bueno… milagroso, incluso. Podría alterar nuestra manera de vivir. Informaré a Su Majestad.
Y, con esas, el grupo comenzó a dispersarse, aunque algunos tuviesen cara de asombro. Ellos también estaban empezando a darse cuenta de que si lo que le había sucedido a Dimitri era real, entonces todo lo que siempre habíamos sabido sobre los strigoi estaba a punto de cambiar. Los guardianes permanecieron con Dimitri, por supuesto, mientras él y Lissa se ponían en pie. Yo me dirigí de inmediato hacia ellos dispuesta a deleitarme con nuestra victoria. Cuando le «tumbó» el puñetazo de Jonathan, Dimitri me dirigió una pequeña sonrisa, y me había dado un vuelco el corazón. Entonces supe que estaba en lo cierto, que él aún sentía algo por mí. Ahora, sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, aquella compenetración había desaparecido. Al verme caminar hacia ellos, la expresión del rostro de Dimitri se volvió fría y prevenida de nuevo.
Rose, me dijo Lissa a través del vínculo. Vete. Déjale en paz.
—Ni de coña —dije, tanto en respuesta para ella en voz alta como dirigiéndome a él—. Acabo de apoyar vuestra causa.
—Ya nos iba muy bien sin ti —dijo Dimitri con aire estirado.
—Ah, ¿sí? —no me podía creer lo que estaba oyendo—. Pues parecías bastante agradecido hace apenas dos minutos, cuando se me ha ocurrido la idea de que nos ayudes contra los strigoi.
Dimitri se volvió hacia Lissa. Mantuvo la voz baja, pero pude oírla.
—No quiero verla.
—¡Tienes que hacerlo! —exclamé. Algunos de los que ya se estaban marchando se detuvieron para ver a qué venía el jaleo—. No puedes ignorarme.
—Haz que se vaya —masculló Dimitri.
—No me v…
¡ROSE!
Lissa gritó dentro de mi cabeza y me hizo cerrar la boca. Aquellos ojos de jade me atravesaron y me obligaron a bajar la mirada. ¿Quieres ayudarle o no? ¡Si te quedas aquí y le gritas, solo vas a hacer que se enfade más! ¿Es eso lo que quieres? ¿Es eso lo que quieres que vea la gente? ¿Quieres que vean cómo se enfada y te contesta a gritos solo para que tú no te sientas invisible? Es necesario que le vean tranquilo. Tienen que verle… normal. Es cierto, acabas de ayudarle, pero si no te vas de aquí ahora mismo, vas a estropearlo todo.
Me quedé mirándolos a los dos aterrorizada, con el corazón que se me salía del pecho. Las palabras de Lissa habían sonado en mi cabeza, pero fue como si se me hubiese acercado airada y me hubiera reñido a gritos. Mi genio se alteró todavía más. Quería ir y ponerme a despotricar contra ellos dos, pero la verdad que había en sus palabras consiguió permear mi ira. Montar una escena no ayudaría a Dimitri. ¿Era justo que me quisieran lejos? ¿Era justo que ahora se aliasen ellos dos y no hicieran el menor caso de lo que acababa de hacer? No, pero no iba a dejar que mi orgullo herido fastidiase lo que había logrado. La gente tenía que aceptar a Dimitri.
Lancé a ambos una mirada que dejaba bien claro cómo me sentía y me largué con paso decidido. Los sentimientos de Lissa se transformaron inmediatamente en empatía a través del vínculo, pero les bloqueé el paso. No quería oírlo.
Apenas acababa de dejar atrás los terrenos de la iglesia cuando me encontré con Daniella Ivashkov. El sudor estaba empezando a estropearle su maquillaje tan maravillosamente bien aplicado, y eso me hizo pensar que ella también había estado allí fuera durante un buen rato, presenciando el espectáculo de Dimitri. Al parecer había un par de amigas con ella, pero mantuvieron la distancia y se quedaron charlando entre sí cuando ella se detuvo conmigo. Me tragué la ira y recordé que Daniella no había hecho nada para cabrearme. Forcé una sonrisa.
—Hola, Lady Ivashkov.
—Daniella —dijo con amabilidad—. Nada de títulos.
—Lo siento. Me sigue resultando muy raro.
Señaló con la barbilla en dirección al lugar donde Lissa y Dimitri se estaban despidiendo de sus guardias.
—Te acabo de ver ahí. Creo que le has sido de ayuda. El pobre Reece se ha puesto bastante nervioso.
Recordé que Reece era uno de sus familiares.
—Oh…, lo siento. No pretendía…
—No te disculpes. Reece es mi tío, pero, en este caso, creo en lo que dicen Vasilisa y el señor Belikov.
A pesar de lo mucho que me acababa de enfadar Dimitri, mis instintos se sentían ofendidos por la omisión de su título de guardián. No obstante, teniendo en cuenta la actitud de Daniella, era algo que le podía perdonar.
—¿Que… que crees que Lissa le ha sanado? ¿Crees que se puede revertir a un strigoi? —me estaba dando cuenta de que eran muchos los que lo creían. El gentío lo acababa de manifestar, y Lissa ya se estaba forjando un grupo de devotos seguidores. De algún modo, mi manera de pensar siempre tendía a asumir que toda la realeza estaba en mi contra. La sonrisa de Daniella se volvió sarcástica.
—El elemento que domina mi propio hijo es el espíritu. Una vez aceptado eso, tuve que aceptar muchas otras cosas que no creí que fueran posibles.
—Supongo que sí —admití. Reparé en que, detrás de ella, había un moroi de pie junto a unos árboles. Sus ojos se fijaban en nosotras de vez en cuando, y casi habría jurado que yo lo había visto antes. Las siguientes palabras de Daniella volvieron a atraer mi atención sobre ella.
—Hablando de Adrian… Fue a buscarte hace un rato. Sé que te lo estoy contando con muy poca antelación, pero unos parientes de Nathan van a dar un cóctel nocturno dentro de una hora, y Adrian quería que fueses —otra fiesta. ¿Era eso lo único a lo que se dedicaba todo el mundo en la corte? Masacres, milagros… qué más daba. Todo valía con tal de dar una fiesta, pensé con amargura.
Es probable que estuviese con Ambrose y con Rhonda cuando Adrian me estuvo buscando. Resultaba interesante. Al hacer de intermediaria para pasarme la invitación, Daniella me estaba diciendo también que quería que fuese. Por desgracia, me costaba mucho estar receptiva para aquello. Si era la familia de Nathan, se refería a los Ivashkov, y ellos no se mostrarían tan amigables.
—¿Estará allí la reina? —pregunté con suspicacia.
—No, tiene otros compromisos.
—¿Estás segura? ¿No habrá ninguna visita inesperada?
Se rio.
—No, estoy segura. Se rumorea que teneros a las dos juntas en la misma habitación… no es muy buena idea.
No me podía ni imaginar las historias que correrían por ahí sobre mi actuación ante el Consejo, en particular dado que el padre de Adrian había estado allí para presenciarlo.
—No, no después de aprobar esa ley. Lo que ha hecho… —la ira que había sentido antes volvía a refulgir—. Es imperdonable.
Aquel tipo raro seguía esperando junto al árbol. ¿Por qué?
Daniella no confirmó ni tampoco negó mi afirmación, y me pregunté cuál sería su postura al respecto de la cuestión.
—Sigue sintiendo mucho aprecio por ti.
Me burlé.
—Me cuesta creerlo —por lo general, la gente a la que le gritabas en público no solía sentir «aprecio» por ti, y hasta la fría compostura de Tatiana había comenzado a resquebrajarse hacia el final de nuestra discusión.
—Es cierto. Esto se pasará, y puede que haya incluso una posibilidad de que te asignen como guardián de Vasilisa.
—No lo puedes decir en serio —exclamé. Había sido muy torpe por mi parte. Se diría que Daniella Ivashkov no era muy bromista, pero es que yo estaba convencida de que me había pasado de la raya con Tatiana.
—Después de todo lo que ha ocurrido, no quieren desperdiciar a los buenos guardianes. Además, ella no desea que haya ningún tipo de animosidad entre vosotras.
—¿En serio? ¡Pues lo que yo no deseo son sus sobornos! Si cree que sacando a Dimitri y paseándome por delante de las narices un trabajo con la realeza va a conseguir que cambie de opinión, se equivoca. Es una lianta, una mentirosa…
Me detuve en seco. Había elevado la voz lo suficiente como para que se quedasen mirando las amigas de Daniella, que no estaban muy lejos. Y tampoco quería soltar delante de Daniella todos los calificativos que pensaba que se merecía Tatiana.
—Lo siento —le dije. Me esforcé con la cortesía—. Dile a Adrian que iré a la fiesta… pero ¿de verdad quieres tú que vaya? Después de haber estropeado la ceremonia de anoche, y después de, mmm, otras cosas que he hecho…
Me hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Lo que sucedió en la ceremonia es tan culpa de Adrian como tuya. Sucedió, y Tatiana lo dejó pasar. Esta fiesta es algo mucho más desenfadado, y, si él te quiere allí, yo le quiero a él feliz.
—Voy a darme una ducha y a cambiarme, y le veo en tu casa dentro de una hora.
Tuvo el tacto suficiente como para ignorar mi anterior arrebato.
—Maravilloso. Sé que le hará muy feliz saberlo.
Omití decirle que a mí me hacía feliz la idea de exhibirme delante de unos cuantos Ivashkov con la esperanza de que eso le llegase a Tatiana. Ya no creía ni por un segundo que ella aceptase realmente lo que había entre Adrian y yo, ni tampoco que fuese a permitir que se olvidase mi arrebato. Y, la verdad, tenía ganas de ver a Adrian. Últimamente no habíamos contado con mucho tiempo para charlar.
Una vez se hubieron marchado Daniella y sus amigas, me imaginé que era el momento de llegar al fondo de las cosas. Me fui directa hacia el moroi que había estado merodeando, y me apoyé las manos en las caderas.
—Muy bien —dije con voz firme—. ¿Quién eres tú y qué es lo que quieres?
Solo era unos pocos años mayor que yo, y no pareció inmutarse ante mi actitud de chica dura. Torció el gesto con una sonrisa, y de nuevo me puse a pensar en dónde le había visto.
—Tengo un mensaje para ti —dijo—. Y unos regalos.
Me entregó un bolsón. Miré en su interior y encontré un ordenador portátil, unos cables y varias hojas de papel. Me quedé mirándole con cara de incredulidad.
—¿Esto qué es?
—Algo con lo que te tienes que dar prisa… y que no se entere nadie. La nota te lo explicará todo.
—¡Conmigo no juegues a las películas de espías! No voy a hacer nada hasta que tú… —localicé su cara. Le había visto en St. Vladimir, en los días de mi graduación, siempre merodeando en segundo plano. Solté un gruñido al comprender de repente aquel secretismo… y la actitud chulesca—. Trabajas para Abe.