TRES
Los siguientes dos días resultaron extraños. Puede que los demás novicios y yo hubiéramos tenido la graduación más llamativa, pero no éramos los únicos que finalizaban su formación en la Academia St. Vladimir. Los moroi celebraban su propia ceremonia, y el campus se llenó de gente de visita. A continuación, y casi tan rápido como habían llegado, los padres desaparecieron y se llevaron consigo a sus hijos. Los moroi de la realeza se marcharon a pasar el verano con sus padres en fincas lujosas, muchas de ellas en el hemisferio sur, donde los días eran más cortos en esta época del año. Los moroi «comunes» también se marchaban con sus padres, a unos hogares más modestos, probablemente a trabajar en verano antes de entrar en la universidad.
Y, por supuesto, al cerrar la academia en verano, todos los demás estudiantes se marchaban igualmente. Algunos que no tenían familia con la que regresar, dhampir por lo general, se quedaban internos y daban asignaturas optativas especiales, pero se trataba de una minoría. El campus se iba quedando más vacío a cada día que pasaba mientras mis compañeros y yo aguardábamos la fecha en que nos llevarían a la corte real. Nos despedimos de los demás, los moroi que pasaban de curso o los dhampir más jóvenes que pronto seguirían nuestros pasos.
Una de las personas de las que me entristeció separarme fue Jill. Dio la casualidad de que me la encontré cuando me dirigía al edificio de Lissa el día antes de mi viaje a la corte. Había una mujer con Jill —su madre, presumiblemente—, y ambas cargaban con cajas. A Jill se le iluminó la cara al verme.
—¡Eh, Rose! Ya me he despedido de todo el mundo, y no he sido capaz de encontrarte —dijo emocionada.
Sonreí.
—Bueno, pues ya has dado conmigo.
No podía contarle que yo también me había estado despidiendo. Había pasado mi último día en St. Vladimir paseando por todos los sitios familiares para mí, empezando por el campus de primaria donde Lissa y yo nos conocimos, en el jardín de infancia. Había recorrido los pasillos y los rincones del edificio donde yo dormía, había pasado por mis aulas favoritas, e incluso visité la capilla. Pasé también mucho tiempo en otras zonas que estaban llenas de recuerdos agridulces, como las zonas de entrenamiento donde fui conociendo a Dimitri. La pista donde él me obligaba a dar vueltas corriendo. La cabaña donde por fin nos entregamos el uno al otro. Esa había sido una de las noches más increíbles de mi vida, y pensar en ella siempre me producía tanto gozo como dolor.
Sin embargo, no tenía por qué descargar en Jill nada de aquello. Me volví hacia su madre y fui a ofrecerle la mano, hasta que me di cuenta de que le resultaba imposible estrechármela al tiempo que maniobraba con la caja.
—Soy Rose Hathaway. Démela, deje que se la lleve.
Cogí la caja antes de que protestase, porque estaba segura de que lo haría.
—Muchas gracias —dijo. Volvieron a echar a andar y me puse a su lado—. Soy Emily Mastrano. Jill me ha hablado mucho de ti.
—Ah, ¿sí? —le pregunté, con una sonrisa burlona dirigida a Jill.
—No es para tanto. Solo que a veces voy por ahí con vosotros —en los ojos verdes de Jill había una leve advertencia, y se me ocurrió que era probable que su madre no supiese que su hija en su tiempo libre se dedicaba a practicar formas prohibidas de magia para matar strigoi.
—Nos encanta que Jill se venga con nosotros —dije, sin cargarme su tapadera—. Y uno de estos días, le enseñaremos a domar esos pelos.
Emily se rio.
—Yo llevo casi quince años intentándolo, así que buena suerte.
La madre de Jill resultaba sorprendente. No se parecían mucho, al menos no a simple vista. El lustroso cabello de Emily era de color negro, los ojos de un azul oscuro y con las pestañas muy largas. Se movía con una esbelta elegancia muy distinta de los siempre tímidos andares de Jill. A pesar de ello, aquí y allí veía el rastro de los genes compartidos, el rostro con la silueta de un corazón y la forma de los labios. Jill aún era muy joven, y algún día, cuando se fueran formando sus rasgos, sería toda una rompecorazones, algo a lo que tal vez fuera ajena ahora. Con un poco de suerte, ganaría seguridad en sí misma.
—¿Y dónde decís que tenéis vuestra casa? —pregunté.
—En Detroit —dijo Jill con cara de fastidio.
—No está tan mal —se rio su madre.
—No hay montañas, solo autopistas.
—Formo parte de una compañía de ballet allí —me explicó Emily—. Así que nos quedamos allá donde podemos pagar las facturas.
Creo que me quedé más sorprendida de que la gente fuese al ballet en Detroit que del hecho de que Emily fuese bailarina. No era de extrañar, al verla; y sí, con aquella complexión física tan alta y delgada, los moroi eran bailarines ideales a los ojos de los humanos.
—Oye, es una ciudad enorme —le dije a Jill—. Disfruta del jaleo mientras puedas, antes de volver al aburrimiento de estar en medio de la nada —era evidente que lo del entrenamiento prohibido de combate y los ataques de los strigoi distaban mucho de ser aburridos, pero solo quería hacer que Jill se sintiese mejor—. Y tampoco es que vaya a ser tanto tiempo.
Las vacaciones de verano de los moroi duraban apenas dos meses. A los padres les faltaba tiempo para enviar de regreso a sus hijos a la seguridad de la academia.
—Ya me imagino —dijo Jill, que no sonó muy convencida. Llegamos a su coche y cargué las cajas en el maletero.
—Te mandaré un e-mail cuando pueda —le prometí—. Y apuesto a que Christian hará igual. A lo mejor soy capaz de convencer a Adrian para que él también lo haga.
Jill resplandeció, y me sentí feliz al verla regresar a su habitual estado de nervios de emoción.
—¿En serio? Eso estaría genial. Quiero enterarme de todo lo que pasa en la corte. Es probable que tengas oportunidad de hacer un montón de cosas alucinantes con Lissa y con Adrian, y estoy segura de que Christian va a descubrir todo tipo de cosas… sobre otras cosas.
Emily no pareció percatarse del lastimoso intento de Jill de corregir su frase y, en cambio, se me quedó mirando con una bonita sonrisa.
—Gracias por tu ayuda, Rose. Ha sido un placer conocerte.
—Lo mismo digo… ¡ah!
Jill se me había tirado encima para darme un abrazo.
—Buena suerte con todo —me dijo—. Qué suerte tienes… ¡qué vida más genial que vas a llevar ahora!
Le correspondí al abrazo, incapaz de explicarle la envidia tan grande que tenía de ella. La suya seguiría siendo una vida de seguridad e inocencia. Podía molestarle la idea de pasar un verano en Detroit, pero aquella estancia sería breve, y pronto estaría de regreso en el conocido y sencillo universo de St. Vladimir. Ella no tenía que salir a lo desconocido y sus peligros.
Hasta que Jill y su madre se hubieron marchado en el coche, no me vi capaz de responder a su comentario.
—Eso espero —murmuré, pensando en lo que se me venía encima—. Eso espero.
Mi promoción y algunos moroi muy selectos despegamos temprano al día siguiente y dejamos atrás las escarpadas montañas de Montana camino de las interminables y suaves colinas de Pensilvania. La corte real era prácticamente tal y como la recordaba, con ese aire ancestral e imponente que St. Vladimir intentaba transmitir en sus altos edificios y su complicada arquitectura en piedra. Sin embargo, la academia también pretendía desprender un aire de sabiduría, de estudio, mientras que la corte resultaba más ostentosa. Era como si los propios edificios tratasen de asegurarse de que todos nosotros supiéramos que aquella era la sede del poder y la realeza de entre los moroi. La corte real quería vernos asombrados y quizá un poco intimidados.
Y, aunque ya había estado allí antes, me volví a quedar impresionada. Las puertas y las ventanas de los edificios de piedra oscura estaban repujadas y enmarcadas en motivos dorados decorativos impecables. No estaban a la altura del resplandor que había visto en Rusia, pero ahora me daba cuenta de que los arquitectos de la corte habían trazado aquellos edificios siguiendo el modelo de las antiguas construcciones europeas: las fortalezas y palacios de San Petersburgo. En los patios interiores y en los jardines de St. Vladimir había bancos y senderos, mientras que en la corte habían ido un paso más allá. Las extensiones de césped estaban adornadas con fuentes y complejas estatuas de los antiguos gobernantes, exquisitos trabajos en mármol que antes ocultaba la nieve. Ahora, en pleno fulgor del verano, resplandecían bien a la vista. Y por todas partes, por todos lados, había flores en los árboles, en los arbustos, en los senderos… Era deslumbrante.
Parecía lógico que los recién graduados hicieran una visita a la sede de la administración central de los guardianes, pero se me ocurrió que había otra razón para traernos aquí en verano a los nuevos. Querían que mis compañeros de clase y yo viésemos todo esto, que nos quedáramos sobrecogidos y que apreciásemos la gloria por la que estábamos luchando. Al ver las caras de los recién graduados, me di cuenta de que la táctica funcionaba. La mayoría no había estado aquí nunca.
Lissa y Adrian habían venido en mi vuelo, y nos juntamos los tres mientras caminábamos con el grupo. Hacía tanto calor como en Montana, pero la humedad aquí era más densa. Ya estaba sudando después de un leve paseo.
—Esta vez sí que te habrás traído un vestido, ¿no? —me preguntó Adrian.
—Por supuesto —le dije—. Aparte de la recepción principal, sé que hay algunos eventos de postín a los que quieren que asistamos. Aunque a lo mejor para eso me obligan a estar de servicio.
Hizo un gesto negativo con la cabeza, y reparé en que empezó a mover la mano hacia el bolsillo justo antes de vacilar y retirarla. Por muchos progresos que hubiera hecho en lo de dejar de fumar, yo tenía muy claro que era muy difícil librarse tan rápido del impulso inconsciente de buscar el paquete de cigarrillos al encontrarse al aire libre.
—Me refiero a esta noche, para la cena.
Miré a Lissa con expresión interrogante. Su agenda en la corte siempre incluía actos sociales diversos a los que no asistía la «gente normal». Con mi nuevo e incierto estatus, no tenía muy claro que yo fuese a ir con ella. Sentí su perplejidad a través del vínculo y supe que ella no tenía la menor idea de ningún plan especial para la cena.
—¿Qué cena? —pregunté.
—La que he organizado con mi familia.
—La que has… —me detuve de forma abrupta y le miré con los ojos abiertos como platos. La sonrisita de suficiencia que había en su rostro no me gustaba un pelo—. ¡Adrian!
Algunos de los nuevos guardianes me miraron extrañados y continuaron caminando a nuestro alrededor.
—Venga, si llevamos saliendo un par de meses. Conocer a los padres es parte del ritual. Yo he conocido a tu madre. Incluso he conocido a tu padre, que da un miedo que te cagas. Ahora te toca a ti. Te garantizo que ninguno de los miembros de mi familia va a hacer sugerencias del estilo de las de tu padre.
La verdad es que, más o menos, ya había conocido al padre de Adrian. O, más bien, le había visto en una fiesta. Dudaba que él tuviese alguna idea de quién era yo, aparte de mi alocada reputación. No sabía prácticamente nada de la madre de Adrian; él hablaba muy poco sobre los miembros de su familia…, bueno, de la mayoría de ellos.
—¿Solo con tus padres? —le pregunté con cautela—. ¿Algún otro miembro de la familia que yo deba saber?
—Bueno… —la mano de Adrian volvió a temblar. Creo que en ese momento deseaba un cigarrillo como una especie de protección contra el tono de advertencia en mi voz. Me di cuenta de lo mucho que Lissa parecía estar divirtiéndose con todo aquello—. Quizá se pase mi tía abuela favorita.
—¿Tatiana? —exclamé. Por enésima vez, me pregunté cómo había tenido la fortuna de estar con un tío emparentado con la líder de todo el mundo de los moroi—. ¡Me odia! Ya sabes lo que pasó la última vez que hablamos —su alteza real se había ensañado conmigo, me había dicho a gritos que yo era muy cutre como para enrollarme con su sobrino y que tenía grandes «planes» para él y para Lissa.
—Supongo que vendrá.
—Venga ya, tío.
—No, en serio —casi parecía que estuviese diciendo la verdad—. Hablé con mi madre el otro día, y… no sé, no parece que la tía Tatiana te odie tanto.
Fruncí el ceño, y los tres arrancamos a caminar de nuevo.
—Tal vez sienta admiración por tu reciente trabajo de vigilancia —murmuró Lissa.
—Quizá —le dije, aunque en realidad no lo creía. Si acaso, mis locuras habrían hecho de mí alguien más despreciable aun a ojos de la reina.
Me sentí en cierto modo traicionada por el hecho de que Adrian me hubiese montado aquella cena por sorpresa, pero ya no se podía hacer nada al respecto. Lo único bueno es que me daba la impresión de que me estaba tomando el pelo en lo de que su tía fuera a presentarse. Le dije que iría, y mi decisión le puso de un buen humor suficiente como para que no hiciera demasiadas preguntas aquella tarde, cuando Lissa y yo nos fuésemos a dedicar a «nuestras cosas». Todos mis compañeros de promoción estaban haciendo una visita por la corte y sus alrededores como una parte de su adoctrinamiento, pero yo lo había visto todo ya, y me las ingenié para librarme de ello. Lissa y yo dejamos las cosas en nuestras habitaciones y nos marchamos a la parte más alejada de la corte, donde vivía la gente no tan de la realeza.
—¿Me vas a contar ya cuál es esa otra parte de tu plan? —preguntó Lissa.
Desde el momento en el que Abe me habló de la prisión de Victor, me había dedicado a hacer un repaso mental de los problemas que tendríamos para entrar en ella. Principalmente, eran dos, lo que suponía uno menos de los que tenía en principio desde que hablé con Abe. Tampoco es que las cosas fueran mucho más fáciles. Primero, no teníamos la menor pista de en qué parte de Alaska estaba. Segundo, no sabíamos qué defensas ni qué disposición tenía la cárcel. No teníamos ni idea de lo que nos tocaría atravesar.
Aun así, algo me decía que todas esas respuestas se podían encontrar en un único sitio, y eso significaba que solo tenía un problema de carácter inmediato. Por fortuna, conocía a alguien que tal vez pudiese ayudarnos a llegar hasta allí.
—Vamos a ver a Mia —le dije.
Mia Rinaldi era una moroi antigua compañera de clase nuestra; una antigua enemiga, en realidad. Era también el máximo exponente de un vuelco de personalidad total. Había pasado de ser una zorra calculadora dispuesta a machacar a —y acostarse con— cualquiera en sus ansias de popularidad, a ser una chica sensata y segura de sí misma deseosa de aprender a defenderse y a defender a los demás de los strigoi. Vivía aquí, en la corte, con su padre.
—¿Crees que Mia sabe cómo colarse en una prisión?
—Mia es buena, pero no tanto. Sin embargo, es probable que pueda darnos información de inteligencia.
Lissa soltó un gemido.
—No me puedo creer que acabes de hablar de «información de inteligencia». Esto se está convirtiendo de verdad en una peli de espías —hablaba con un aire frívolo, aunque podía sentir la preocupación en su interior. El tono alegre enmascaraba su temor, la inquietud que aún sentía al respecto de liberar a Victor a pesar de habérmelo prometido.
Los moroi comunes que trabajaban y se dedicaban a cosas ordinarias en la corte vivían en apartamentos alejados de las estancias de la reina y del salón de recepciones. Había conseguido la dirección de Mia con antelación, así que nos pusimos en marcha a través de unos jardines arreglados a la perfección, refunfuñándonos la una a la otra por el camino a causa del calor. La encontramos en su casa, vestida de manera informal, con unos vaqueros y una camiseta, y con un polo en la mano. Los ojos se le abrieron de par en par cuando nos vio ante su puerta.
—La madre que me parió —dijo.
Solté una carcajada. Ese era el tipo de respuesta que yo habría dado.
—También nos alegramos de verte. ¿Podemos pasar?
—Claro —se echó a un lado—. ¿Queréis un polo?
Ya te digo. Cogí uno de uva y me senté con ella y con Lissa en el pequeño salón. Aquel lugar distaba mucho de la opulencia del alojamiento real de invitados, pero era mono, estaba limpio y sin duda bien cuidado por Mia y por su padre.
—Sabía que venían los graduados —dijo Mia mientras se apartaba los rizos rubios de la cara—, pero no estaba muy segura de que tú vinieras con ellos. Así que te has graduado, incluso, ¿eh?
—Así es —le dije—. Ya tengo la marca de la promesa y todo —me levanté el pelo para que pudiese ver el vendaje.
—Me sorprende que te readmitieran después de que te largases a matar todo cuanto se te pusiera por delante. ¿O es que te han subido la nota por hacerlo?
Todo apuntaba a que Mia había oído el mismo cuento chino que todo el mundo al respecto de mis aventuras. A mí me parecía perfecto. No me apetecía contar la verdad. No quería hablar de Dimitri.
—¿Se te ocurre alguien capaz de evitar que Rose haga lo que quiere? —le preguntó Lissa con un gesto sonriente. Estaba intentando evitar que entrásemos en demasiados detalles al respecto de mis andanzas en el pasado, lo cual le agradecía.
Mia se rio y dio un buen mordisco a la lima helada. Me parecía increíble que el frío no le diese dolor de cabeza.
—Cierto —su sonrisa se desvaneció cuando se tragó el hielo. Sus ojos azules, siempre astutos, me estudiaron en silencio por unos instantes—. Y ahora, Rose quiere algo.
—Oye, que nos alegramos mucho de verte, solo eso —le dije.
—Te creo. Pero también creo que tienes algún otro motivo oculto.
Lissa sonrió todavía más. Le divertía verme atrapada en mi juego de espías.
—¿Qué te hace decir eso? ¿Es que eres capaz de interpretar así de bien a Rose, o es que siempre asumes que hay motivo oculto?
Mia volvió a sonreír.
—Ambas cosas —se incorporó de golpe en el sofá y me miró fijamente, con una expresión seria. ¿Desde cuándo se había vuelto tan perceptiva?—. Muy bien. No tiene sentido perder el tiempo. ¿Con qué necesitas que te ayude?
Suspiré, cazada.
—Necesito acceder a la oficina principal de seguridad de los guardianes.
Sentada junto a mí, Lissa hizo una especie de ruido ahogado. Me sentí un poco mal por ella. Aunque era capaz de ocultarme sus pensamientos de tanto en tanto, eran muy pocas las cosas que ella hacía o decía que fuesen una verdadera sorpresa. ¿Y yo? Yo la engañaba continuamente. La mitad de las veces no tenía la menor idea de lo que se avecinaba, aunque la verdad, si estábamos planeando ayudar a fugarse de la cárcel a un conocido criminal, colarnos en una oficina de seguridad no debería haber supuesto tanta sorpresa.
—Guau —dijo Mia—. No pierdes el tiempo con bobadas —la sonrisa se le torció un poco—. Claro, que no vendrías a mí con una bobada. Con eso te las apañas sola.
—¿Puedes colarme… colarnos… ahí dentro? Algunos de los guardianes de aquí son amigos tuyos… y tu padre tiene acceso a muchos lugares… —no sabía con exactitud cuál era el trabajo del señor Rinaldi, pero tenía entendido que estaba relacionado con el mantenimiento.
—¿Qué es lo que buscas? —preguntó. Alzó una mano cuando abrí la boca para quejarme—. No, no. No necesito que me des detalles, solo una idea general que me sirva para entenderlo. Sé que no te vas a meter ahí para darte una vuelta.
—Necesito unos expedientes.
Arqueó las cejas.
—¿Del departamento de personal? ¿Buscas trabajo?
—Eh… no —vaya, eso no era mala idea teniendo en cuenta lo precario de mi situación para que me asignaran a Lissa. Pero no, demasiadas cosas a la vez—. Necesito los informes sobre la seguridad exterior de otros lugares: escuelas, hogares de la realeza, cárceles —intenté mantener una expresión despreocupada en el rostro al mencionar la última categoría. Mia no tenía ningún problema con algunas locuras, pero incluso ella tenía sus límites—. Me había imaginado que guardarían allí ese tipo de cosas, ¿no?
—Así es —dijo ella—. Pero la mayoría está en formato electrónico, y, no te ofendas, pero eso tal vez se encuentre fuera del alcance de tus habilidades. Aun en el caso de que lográsemos llegar hasta uno de sus ordenadores, todo está protegido con contraseñas. Y si es que se alejan de ellos, bloquean los ordenadores. Estoy dando por supuesto que no te has convertido en una hacker desde la última vez que nos vimos.
No, desde luego que no. Y, al contrario que los protagonistas de las películas de espías con las que Lissa me tomaba el pelo, no tenía ningún colega informático que estuviese ni siquiera cerca de ser capaz de descifrar ese tipo de encriptación y de seguridad. Mierda. Bajé la mirada a los pies con desánimo y me pregunté si me quedaba alguna posibilidad de sacarle más información a Abe.
—Pero —dijo Mia— si la información que necesitas no es muy actual, es posible que aún tengan una copia en papel.
Alcé la cabeza de golpe.
—¿Dónde?
—Tienen almacenes escondidos en uno de los sótanos. Archivos y más archivos. Siguen estando bajo llave, pero es probable que resulte más fácil cogerlos que pelearse con los ordenadores. De nuevo, depende de lo que necesites, de lo antiguo que sea.
Abe me había dado la impresión de que esa prisión Tarasov existía desde hacía un tiempo. Tenía que haber un expediente suyo en aquellos archivos. No me cabía la menor duda de que los guardianes lo habrían digitalizado hace mucho, lo que significaba que podríamos encontrarnos algo desfasados los detalles de la seguridad, pero me conformaba con un plano de las instalaciones.
—Quizá sea lo que necesitamos. ¿Puedes meternos allí?
Mia guardó silencio durante unos segundos, y podía oír el runrún de su cabeza.
—Posiblemente —miró a Lissa—. ¿Aún eres capaz de obligar a los demás a que se comporten como tus esclavos?
Lissa hizo una mueca.
—No me gusta verlo de esa manera, pero sí, sí que puedo —otra de las ventajas del espíritu.
Mia se quedó pensando unos instantes más e hizo un rápido gesto de asentimiento.
—Muy bien. Volved hacia las dos y veremos qué podemos hacer.
Lo que para el resto del mundo eran las dos de la tarde venía a ser noche cerrada para los moroi, que llevaban un horario nocturno. Moverse a plena luz del día no parecía particularmente sigiloso, pero tuve que imaginarme que aquella idea de Mia se basaba en el hecho de que a esa hora también habría menos gente por ahí.
Estaba intentando decidir si debíamos seguir haciendo algo más de vida social o si sería mejor marcharnos cuando un toque en la puerta interrumpió mis pensamientos. Mia dio un respingo y pareció incomodarse de pronto. Se levantó para abrir la puerta, y una voz familiar nos llegó hasta el salón por el pasillo.
—Perdona que venga temprano pero es que…
Christian entró en el salón. Cerró la boca de manera abrupta al vernos a Lissa y a mí. Fue como si todos nos quedásemos paralizados, así que tenía pinta de tocarme a mí fingir que aquello no constituía una situación terriblemente incómoda.
—Qué pasa, Christian —dije animada—. ¿Cómo va eso?
Sus ojos estaban posados en Lissa, y le costó un rato arrastrarlos hacia mí.
—Genial —miró a Mia—. Puedo volver luego…
Lissa se apresuró a ponerse en pie.
—No —dijo con calma y con voz de princesa—. Rose y yo tenemos que marcharnos de todas formas.
—Sí —coincidí yo para seguirle el juego—. Es que tenemos… cosas… que hacer. Y tampoco queremos interrumpir vuestro… —demonios, no tenía la menor idea de lo que iban a hacer. Tampoco estaba segura de querer saberlo.
Mia había recobrado la voz.
—Christian quería ver algunos de los movimientos que he estado practicando con los guardianes del campus.
—Genial —mantuve la sonrisa en la boca mientras Lissa y yo nos dirigíamos hacia la puerta. Ella pasó tan lejos de Christian como pudo—. Jill se va a poner celosa.
Y no solo Jill. Tras otra ronda de despedida, Lissa y yo nos marchamos y regresamos a través de los jardines. Podía sentir cómo el vínculo irradiaba su ira y sus celos.
—No es más que su club de la lucha, Liss —le dije sin que me hiciese falta su parte de la conversación—. Ahí no hay nada. Van a charlar de dar puñetazos, patadas y otras historias aburridas —la verdad es que esas historias estaban bastante bien, pero no tenía ninguna intención de darle lustre al hecho de que Christian y Mia hubiesen quedado.
—Tal vez no haya nada ahora —gruñó ella con la mirada fija y perdida al frente—, pero ¿quién sabe lo que puede ocurrir? Pasan tiempo juntos, practican algunos movimientos físicos juntos, una cosa lleva a la otra…
—Eso es ridículo —le dije—. No hay ningún romanticismo en ese tipo de actividades —otra mentira, teniendo en cuenta que fue exactamente así como había comenzado mi relación con Dimitri. De nuevo, era mejor no mencionar eso—. Además, Christian no puede estar liado con todas las tías con las que queda. Mia, Jill…, sin ánimo de ofender, pero él no es tan mujeriego.
—Es muy guapo —replicó con el bullir de aquellos oscuros sentimientos aún en su interior.
—Claro —admití cuidándome de no apartar la mirada del camino—, pero hace falta algo más que eso. Y además, yo creía que no te importaba lo que hiciese.
—No me importa —coincidió sin convencerse a sí misma, y no digamos a mí—. Lo más mínimo.
Mis intentos por distraerla durante el resto del día resultaron bastante inútiles. Me volvieron a la cabeza las palabras de Tasha: ¿Por qué no has solucionado esto aún? Pues porque Lissa y Christian estaban siendo condenadamente irracionales, ambos atrapados en su sentimiento de cabreo, que a su vez me estaba empezando a cabrear a mí. Christian me habría resultado muy útil en mis aventuras al margen de la ley, pero me tocaba guardar las distancias por el bien de Lissa.
Acabé por dejarla a solas con su mal humor cuando llegó la hora de la cena. Comparada con su situación sentimental, mi relación con un playboy medio consentido de la realeza procedente de una familia que la censuraba me parecía optimista a más no poder. Qué mundo más triste y atemorizador se estaba volviendo el nuestro. Aseguré a Lissa que volvería directa después de la cena y que nos marcharíamos juntas a ver a Mia. No es que su mención hiciera muy feliz a Lissa, pero la idea de una posibilidad de colarnos en la prisión la distrajo de Christian momentáneamente.
El vestido que llevaba para la cena era de color granate, de una tela ligera parecida a la gasa que resultaba perfecta para el clima veraniego. El escote era decente, y unas mangas de casquillo le daban un toque de clase. Con el pelo recogido en una coleta baja que ocultaba de un modo bastante adecuado el tatuaje en proceso de curación, tenía casi el aspecto de una novia respetable, algo que solo servía para demostrar lo mucho que engañaban las apariencias si teníamos en cuenta que formaba parte de un disparatado plan para traer de vuelta a mi último novio de entre los muertos.
Adrian me echó un vistazo de la cabeza a los pies cuando llegué a la casa unifamiliar adosada en que vivían sus padres. Mantenían en la corte su residencia permanente. La leve sonrisa en su rostro me decía que le gustaba lo que veía.
—¿Me das el visto bueno? —le pregunté dando una vuelta.
Me pasó un brazo por la cintura.
—Por desgracia, sí. Esperaba que aparecieses con algo mucho más de putilla. Algo que escandalizase a mis padres.
—A veces es como si yo ni siquiera te importase como persona —observé mientras entrábamos—. Es como si solo me estuvieses utilizando para fastidiar a los demás.
—Ambas cosas, pequeña dhampir. Me importas, y te estoy utilizando para fastidiar a los demás.
Oculté una sonrisa mientras el ama de llaves de los Ivashkov nos conducía hasta el salón. En la corte había sin duda restaurantes y cafés en lugares apartados dentro de los edificios, pero los miembros de la realeza como los padres de Adrian consideraban que tenía más clase dar una cena elegante en su casa. Yo hubiera preferido salir y estar en público: más posibilidades de escape.
—Tú debes de ser Rose.
Mi evaluación de las salidas se vio interrumpida cuando una mujer moroi muy alta y muy elegante entró en la habitación. Lucía un vestido largo de satén verde oscuro que de inmediato me hizo sentir fuera de lugar, y que iba perfectamente a juego con el color de sus ojos… y con los de Adrian. Llevaba el cabello oscuro recogido en un moño. Bajó la mirada hacia mí y me sonrió con una amabilidad genuina mientras me cogía la mano.
—Soy Daniella Ivashkov —dijo—. Me alegro mucho de conocerte por fin.
¿En serio se alegraba? Mi mano estrechó la suya de manera automática en respuesta.
—Encantada de conocerla también, Lady Ivashkov.
—Llámame Daniella, por favor —se volvió hacia Adrian, chasqueó la lengua y le enderezó el cuello de la camisa—. Sinceramente, querido —le dijo—, ¿te miras siquiera en un espejo antes de salir por la puerta? Llevas el pelo hecho un desastre.
Adrian la esquivó cuando ella estiró la mano hacia su cabeza.
—¿Estás de broma? Me he pasado horas delante del espejo para conseguir que tenga este aspecto.
Ella dejó escapar un suspiro atormentado.
—Hay días en los que no sé si soy afortunada o no por no tener más hijos.
A su espalda, el servicio llevaba en silencio la comida a la mesa. Las fuentes humeaban, y a mí me rugía el estómago. Esperaba que nadie más lo hubiese oído. Daniella echó una mirada por el pasillo que tenía detrás.
—Nathan, ¿te importaría darte prisa? La cena se enfría.
Unos instantes después se oyó el sonido de unos pasos pesados sobre el ornamentado suelo de madera, y Nathan Ivashkov entró en la habitación con aire regio. Al igual que su esposa, llevaba un atuendo formal, con el azul satén de su corbata que destacaba luminoso contra la austeridad de su chaqueta negra y pesada. Me alegré de que tuvieran aire acondicionado allí dentro, porque si no, se habría derretido vistiendo un tejido tan grueso. La característica que más destacaba en él era lo que ya recordaba de antes: el inconfundible aire plateado de su pelo y su bigote. Me pregunté si el pelo de Adrian tendría ese aspecto cuando fuese mayor. Bah, nunca lo sabría. Lo más probable era que al primer síntoma Adrian se lo tiñese de un color gris… o plata.
Bien podía el padre de Adrian ser exactamente como yo lo recordaba, que estaba claro que él no tenía ni idea de quién era yo. Es más, parecía verdaderamente sorprendido de verme allí.
—Esta es Rose Hathaway, la… amiga de Adrian —dijo Daniella con delicadeza—. ¿Recuerdas? Nos dijo que la traería esta noche.
—Encantada de conocerle, Lord Ivashkov.
Al contrario que su mujer, él no me ofreció que nos tuteásemos, lo cual me alivió un poco. El strigoi que había transformado a Dimitri a la fuerza también se llamaba Nathan, y ese no era un nombre que me apeteciese pronunciar. El padre de Adrian me miró de arriba abajo, pero no con el aprecio con el que lo acababa de hacer su hijo. Fue más como si yo fuera una rareza.
—Oh, la joven dhampir.
Tampoco es que fuese maleducado exactamente, solo falto de interés. Quiero decir que fue como si me hubiera llamado prostituta de sangre o algo parecido. Nos sentamos todos a comer y, aunque Adrian mantuvo su típica sonrisa despreocupada en el rostro, me volvió a dar la sensación de que sí que tenía verdaderas ganas de fumarse un cigarrillo. Es probable que también un aguardiente. Estar con sus padres no era algo con lo que disfrutase. Cuando uno de los criados nos sirvió el vino, Adrian mostró un alivio inmenso y no se contuvo. Le lancé una mirada de advertencia que él ignoró por completo.
Nathan se las arregló para devorar rápidamente sus medallones de solomillo de cerdo glaseados en vinagre balsámico sin perder la elegancia y la compostura.
—Y bien —dijo centrando su atención en Adrian—, ahora que Vasilisa se ha graduado, ¿qué piensas hacer con tu vida? No seguirás yendo con los alumnos de clase baja del instituto, ¿verdad? No tiene ningún sentido que permanezcas allí.
—No lo sé —dijo él con desgana. Sacudió la cabeza y se despeinó aún más un cabello que llevaba meticulosamente despeinado—. Pues no me disgusta lo de ir con ellos. Les parezco más gracioso de lo que soy en realidad.
—Nada sorprendente —replicó su padre—. No tienes ninguna gracia. Ya es hora de que te dediques a algo productivo. Si no vas a volver a la universidad, al menos deberías empezar a asistir a alguna de las reuniones familiares de negocios. Tatiana te consiente demasiado, pero podrías aprender mucho de Rufus.
Sabía lo suficiente sobre las cuestiones políticas de la casa real para que me sonara aquel nombre. El miembro de más edad de cada familia solía ser su «príncipe» o su «princesa», ocupaba un puesto en el Consejo Real y podía ser elegido rey o reina. Cuando Tatiana ocupó la corona, Rufus —que era el siguiente en edad— se había convertido en el príncipe de la familia Ivashkov.
—Cierto —dijo Adrian con cara de póquer. Más que comer, se dedicaba a darle vueltas a la comida por el plato—. Me muero de ganas de saber cómo mantiene ocultas a sus dos amantes ante su mujer.
—¡Adrian! —saltó Daniella con un sonrojo que se extendía por la palidez de sus mejillas—. No hables así cuando estamos sentados a la mesa, y mucho menos delante de una invitada.
Nathan pareció volver a reparar en mí e hizo un gesto de desprecio encogiéndose de hombros.
—Ella no tiene importancia.
Me mordí la lengua al respecto y reprimí las ganas de ver si era capaz de lanzarle el plato de porcelana estilo frisbee y atizarle en la cabeza. Decidí no hacerlo. No solo estropearía la cena, sino que era muy probable que el plato no cogiese la elevación necesaria. Nathan volvió su ceño fruncido hacia Adrian.
—Pero tú sí. No voy a tenerte por aquí sentado sin hacer nada, y utilizando nuestro dinero para financiarlo.
Algo me decía que debía mantenerme al margen de aquello, aunque no podía aguantar el ver a Adrian reprendido por su molesto padre. Adrian, desde luego, se quedaba sentado sin hacer nada, pero Nathan no tenía derecho a reírse de él por ello. A ver, es cierto, sí: yo lo hacía constantemente. Solo que eso era distinto.
—A lo mejor podrías ir a Lehigh con Lissa —sugerí—, seguir estudiando el espíritu con ella, y después… hacer lo que fuera que hicieses la última vez que fuiste a la universidad…
—Beber y saltarse las clases —dijo Nathan.
—Bellas artes —dijo Daniella—. Adrian daba clase de pintura.
—¿En serio? —pregunté volviéndome hacia él sorprendida. En cierto modo, sí que me lo imaginaba como un pintor. Cuadraba con su personalidad errática—. Eso sería perfecto, entonces. Podrías retomarlo.
Se encogió de hombros y remató su segunda copa de vino.
—No sé. Es probable que esa universidad tenga el mismo problema que la última.
Fruncí el ceño.
—¿Qué problema?
—Deberes.
—Adrian —gruñó su padre.
—Así estoy bien —dijo Adrian con aire jovial. Apoyó el brazo en la mesa en un gesto despreocupado—. No necesito un trabajo ni un dinero extra. Una vez que Rose y yo nos casemos, los niños y yo nos mantendremos con su nómina de guardián.
Nos quedamos todos de piedra, incluida yo. Tenía perfectamente claro que estaba bromeando. Es decir, aunque tuviese fantasías con el matrimonio y con niños (y estaba bastante segura de que no las tenía), el escaso salario que ganaba un guardián jamás alcanzaría para mantener la vida de lujos que él requería.
Sin embargo, era obvio que el padre de Adrian no pensaba que estuviese hablando en broma. Daniella no parecía saber qué pensar. Yo me limitaba a sentirme incómoda. Aquel era un tema muy, muy malo para sacarlo en una cena como aquella, y no me podía creer que Adrian hubiese llegado tan lejos. Ni siquiera pensaba que fuese culpa del vino, simplemente que Adrian disfrutaba atormentando a su padre hasta ese punto.
El horrible silencio se fue haciendo cada vez más y más denso. Mi instinto de llenar los vacíos en las conversaciones me estaba acuciando, pero algo me decía que guardase silencio. Aumentó la tensión. Entonces sonó el timbre de la puerta, y los cuatro prácticamente dimos un bote en la silla.
El ama de llaves, Torrie, se apresuró a abrir, y yo dejé escapar para mí un suspiro de alivio. Una visita inesperada ayudaría a rebajar la tensión.
O quizá no.
Torrie se aclaró la garganta cuando regresó, a todas luces nerviosa, y su mirada fue de Daniella a Nathan.
—Su Majestad la reina Tatiana está aquí.
No. Me. Fastidies.
Los tres Ivashkov se pusieron en pie de golpe, y, medio segundo después, yo hice lo mismo. No había creído antes a Adrian, cuando me había dicho que tal vez viniera Tatiana. Por la expresión de su rostro, él también andaba bastante sorprendido. Pero allí estaba, desde luego. Entró altiva en la habitación, elegante, con lo que debía de ser un atuendo informal de trabajo para ella. Un traje de chaqueta negro y pantalones de pinzas y una blusa roja de seda y encaje. Unos pequeños pasadores de brillantes lucían en su pelo oscuro, y su mirada imperiosa descendía sobre nosotros mientras le ofrecíamos una apresurada reverencia. Hasta su propia familia seguía las formalidades del protocolo.
—Tía Tatiana —dijo Nathan, forzando en su rostro algo que parecía una sonrisa. No creo que lo hiciese muy a menudo—. ¿Te unirás a nosotros para cenar?
Hizo un gesto despectivo con la mano.
—No, no. No me puedo quedar. Voy de camino a ver a Priscilla, pero pensé en pasarme por aquí al enterarme de que Adrian había regresado —su mirada descendió sobre él—. No me puedo creer que lleves aquí todo el día y no hayas venido a visitarme —su tono de voz era frío, pero podía jurar que había un divertido centelleo en sus ojos. Daba miedo. No era alguien a quien tuviese por cálida y cariñosa. Toda aquella experiencia de verla fuera de una de sus salas ceremoniales me parecía totalmente irreal.
Adrian le sonrió. Estaba claro que él era la persona que más cómoda se sentía en la habitación en aquel instante. Por razones que jamás llegué a entender, Tatiana adoraba a Adrian y lo tenía consentido. Eso no equivalía a decir que no quisiera al resto de los miembros de su familia, simplemente que resultaba obvio que él era su favorito. Aquello no dejaba de sorprenderme teniendo en cuenta lo sabandija que era él a veces.
—Ah, me he imaginado que tendrías cosas más importantes que hacer que verme —le dijo él—. Además, he dejado de fumar, así que ya no podremos echarnos juntos un pitillo a escondidas detrás de la sala del trono.
—¡Adrian! —le reprendió Nathan, que se estaba poniendo rojo como un tomate. Se me ocurrió que podía haber montado un juego de beber chupitos basado en las veces que Nathan exclamaba el nombre de su hijo en tono de desaprobación—. Tía, lo sie…
Tatiana volvió a alzar una mano.
—Oh, Nathan, cállate. Nadie quiere oír eso —dijo ella, y yo casi me ahogo. Era horrible estar en la misma habitación que la reina, pero casi merecía la pena por ver cómo abofeteaba verbalmente a Lord Ivashkov. Se volvió hacia Adrian, relajando el gesto—. Así que por fin lo has dejado, ¿eh? Ya era hora. Supongo que esto es cosa tuya, ¿no?
Me llevó unos instantes darme cuenta de que se estaba dirigiendo a mí. Hasta ese momento, más o menos había albergado la esperanza de que ni siquiera hubiese reparado en mi presencia. Me parecía la única explicación de que no se hubiera puesto a gritarles para que echasen a la pequeña y díscola prostituta de sangre. Resultaba sorprendente. Su tono de voz no era acusador, tampoco. Estaba… impresionada.
—B-bueno, no he sido yo, Majestad —le dije. Mi docilidad distaba mucho del comportamiento de nuestro último encuentro—. Ha sido Adrian quien ha tenido la… mmm… determinación para hacerlo.
Agárrate, Tatiana soltó una carcajada.
—Muy diplomática. Deberían asignarte a un político.
A Nathan no le gustaba que yo atrajese la atención. No estaba segura de que tampoco a mí me gustase, ya fuese en cierto modo agradable o no.
—¿Vais a trabajar esta noche Priscilla y tú? ¿O es solo una cena entre amigas? —le preguntó Nathan.
Tatiana apartó la mirada de mí.
—Ambas cosas. Se están generando ciertos roces entre las familias. No en público, aunque está comenzando a trascender. Se está montando cierto barullo al respecto de la seguridad. Hay algunos que ya están preparados para empezar a entrenarse de inmediato. Otros se preguntan si los guardianes pueden pasar sin dormir —elevó la mirada al techo—. Y esas son solo las sugerencias menos agresivas.
No cabía la menor duda. La visita se había vuelto mucho más interesante.
—Supongo que silenciarás a esos aspirantes a combatiente —gruñó Nathan—. Es absurdo que nosotros luchemos con los guardianes.
—Lo que es absurdo —dijo Tatiana— es que se produzcan riñas dentro de la propia realeza. Eso es lo que yo quiero silenciar —su tono de voz ganó altanería, muy propio de una reina—. Somos los líderes de los moroi y tenemos que dar ejemplo. Tenemos que estar unidos para sobrevivir.
La estudié con curiosidad. ¿Qué significaba aquello? No se había mostrado de acuerdo ni en desacuerdo con la postura de Nathan acerca de que combatiesen los moroi. Ella solo había hablado de mantener la paz entre su gente. Pero ¿cómo? ¿Lo haría apoyando la nueva moción, o aplastándola? Después del ataque, la seguridad era un asunto que tenía muy preocupado a todo el mundo, y le tocaba a ella resolverlo.
—A mí me parece bastante difícil —dijo Adrian, que se hacía pasar por ajeno a la gravedad del asunto—. Si todavía te apetece que nos fumemos un cigarrillo después, haré una excepción.
—Te arreglaré un hueco para que mañana vengas a hacerme una visita como es debido —le dijo cortante—. Y déjate en casa el tabaco —echó una mirada a su copa vacía—. Y lo demás también.
Un fogonazo de férrea determinación se asomó a su mirada, y aunque se desvaneció con la misma rapidez con la que se había formado, casi me sentí aliviada. Ahí estaba la gélida Tatiana que yo conocía.
Él se cuadró ante ella.
—Tomo nota.
Tatiana nos miró al resto de forma breve.
—Que tengáis una buena noche —fue su única despedida.
Volvimos a hacer una reverencia, y ella se marchó de vuelta hacia la puerta principal. Mientras lo hacía, escuché ajetreo y murmullos. Me di cuenta de que se trasladaba con una comitiva, y que había dejado a todos en el vestíbulo mientras ella entraba a saludar a Adrian.
Después de aquello, la cena fue bastante silenciosa. Podía decirse que la visita de Tatiana nos había sorprendido a todos. Al menos, eso significaba que ya no tenía que seguir escuchando cómo discutían Adrian y su padre. Era Daniella, principalmente, la que mantenía la poca conversación que hubo en un intento de interesarse por mis aficiones, y me percaté de que ella no había dicho una palabra durante la breve visita de Tatiana. Daniella había entrado en la familia Ivashkov por su matrimonio, y me preguntaba si se sentiría intimidada por la reina.
Llegado el momento de marcharnos, Daniella se deshizo en sonrisas mientras que Nathan se retiraba a su estudio.
—Tienes que venir más a menudo —le dijo a Adrian, peinándole a pesar de sus protestas—. Y tú puedes venir siempre que quieras, Rose.
—Gracias —le dije anonadada. No dejaba de analizar su rostro para ver si estaba mintiendo, pero no creí que lo hiciese. No tenía sentido. Los moroi no aprobaban las relaciones largas con los dhampir, y en especial los moroi de la realeza. Y menos aún los moroi de la realeza emparentados con la reina, por lo menos en la medida en que la experiencia reciente sirviese como indicación al respecto.
Adrian suspiró.
—Tal vez cuando él no esté en casa. Oh, vaya, eso me recuerda que me dejé aquí el abrigo la última vez que vine… por las prisas que tenía por largarme.
—Tienes algo así como cincuenta abrigos —le dije.
—Pregúntale a Torrie —dijo Daniella—. Ella sabrá dónde está.
Adrian se marchó en busca del ama de llaves y me dejó con su madre. Tendría que haberme dedicado a darle algún tipo de conversación educada, superficial y prescindible, pero mi curiosidad estaba pudiendo conmigo.
—La cena ha estado genial —le dije con sinceridad—, y espero que esto no te siente mal… pero bueno… me refiero a que se diría que te parece bien que Adrian y yo salgamos juntos.
Asintió con calma.
—Así es.
—Y… —bueno, había que mencionarlo— diría que a Tat… a la reina Tatiana también le parece más o menos bien.
—Así es.
Me aseguré de no quedarme tan boquiabierta que me diese con la mandíbula en el suelo.
—Es que… verás, la última vez que hablé con ella, estaba muy enfadada. No dejaba de decirme todo el rato que no nos permitiría estar juntos en el futuro, ni casarnos, ni nada por el estilo —sentí vergüenza al recordar la broma de Adrian—. Me imaginaba que tú pensarías lo mismo. Lord Ivashkov lo piensa. No puedes querer de verdad que tu hijo se quede para siempre con una dhampir.
La sonrisa de Daniella era amable, aunque sarcástica.
—¿Piensas tú en estar con él para siempre? ¿Piensas tú en casarte con él y sentar la cabeza?
Aquella pregunta me pilló fuera de juego por completo.
—¿Yo?… No… Es decir, sin menospreciar a Adrian, es que nunca he…
—¿… pensado siquiera en sentar la cabeza? —asintió con inteligencia—. Eso me imaginaba yo. Créeme, sé que Adrian no hablaba en serio antes. Todos estamos suponiendo cosas que no han sucedido siquiera. He oído hablar de ti, Rose…, todo el mundo sabe de ti. Y te admiro. Y, según lo que yo he oído, he supuesto que tú no eres de las que dejan de ser guardián para ser un ama de casa.
—Tienes razón —reconocí.
—Entonces no veo dónde está el problema. Sois jóvenes. Tenéis derecho a pasarlo bien y hacer lo que queráis ahora, pero yo sé, o tú y yo sabemos, que aunque estés viéndote con Adrian por temporadas durante el resto de tu vida, ni os casaréis ni sentaréis la cabeza. Y eso no tiene nada que ver con lo que diga Nathan o cualquier otro. Es como son las cosas. Tiene que ver con tu forma de ser. Lo veo en tus ojos. Tatiana también se ha dado cuenta, y de ahí que se haya relajado un poco. Tú tienes que estar ahí fuera luchando, y eso es lo que harás, al menos si de verdad tienes intención de ser un guardián.
—La tengo —la miraba maravillada. Su actitud resultaba sorprendente. Era el primer miembro de la realeza que conocía que no perdiese los papeles y se pusiese como un loco ante la idea de una pareja de un moroi y una dhampir. Qué fácil se volvería la vida de tanta gente si hubiera más personas que compartiesen su forma de verlo. Y tenía razón. Daba igual lo que pensara Nathan. Ni siquiera habría importado que Dimitri estuviese con nosotros. La cuestión era que Adrian y yo no estaríamos juntos durante el resto de nuestras vidas porque yo estaría siempre de servicio como guardián, y no pasando el rato como hacía él.
Pude ver cómo Adrian se acercaba por el pasillo a la espalda de su madre. Daniella se inclinó hacia delante y bajó la voz para dirigirse a mí. Al hablar, había en su voz un aire melancólico, el tono de una madre preocupada.
—¿Sabes, Rose? Aunque me parece bien que salgáis juntos y seáis felices, por favor, intenta no hacerle demasiado daño cuando llegue el momento.