DOCE
Quedó confirmado en cuanto pusimos el pie de vuelta en la corte real.
Claro, que yo no era la única que estaba en un lío. A Lissa la convocaron ante la reina para recibir una reprimenda, aunque yo sabía que no le caería un verdadero castigo. No como Eddie y como yo. Podríamos haber salido ya de la academia, pero ahora nos encontrábamos técnicamente bajo la jurisdicción de los guardianes oficiales, lo que significaba que nos enfrentábamos a un problema tan grave como el de cualquier subordinado desobediente. Solo Adrian se libró de las consecuencias. Gozaba de libertad para hacer lo que quisiera.
Y, la verdad, mi castigo tampoco fue tan malo como podía haber sido. Sinceramente, llegados a ese punto, ¿qué tenía yo que perder? Mis posibilidades de ser el guardián de Lissa ya eran ridículas, y, aun así, nadie me quería como guardián aparte de Tasha. Un fin de semana loco en Las Vegas —que era nuestra tapadera— no iba a ser suficiente para disuadirla de aceptarme. Sin embargo, sí que era suficiente para que algunos de los candidatos de Eddie retirasen sus solicitudes para que él fuese su guardián. Aún le quedaban bastantes como para no estar en peligro de perder una buena posición, pero yo me sentía terriblemente culpable. No le dijo una sola palabra a nadie al respecto de lo que habíamos hecho, pero cada vez que me miraba, podía ver la acusación en sus ojos.
Y eso que nos vimos mucho en los dos días siguientes. Resultó que los guardianes tenían instaurado un sistema para ocuparse de los desobedientes.
—Lo que habéis hecho ha sido tan irresponsable que tendríais que volver al instituto. Qué demonios, a primaria, incluso.
Nos encontrábamos en uno de los despachos del cuartel general de los guardianes, aguantando los gritos de Hans Croft, el tipo que estaba al mando de todos los guardianes de la corte y que tenía un papel decisivo en la asignación de los destinos de cada uno de nosotros. Era un dhampir de cincuenta y pocos años con un poblado bigote entre gris y blanquecino. También era un capullo. Iba siempre envuelto en el olor del tabaco. Eddie y yo estábamos dócilmente sentados mientras él se paseaba con las manos en la espalda.
—Podríais haber conseguido que matasen a la última de los Dragomir… por no hablar del joven Ivashkov. ¿Cómo creéis que habría reaccionado la reina ante la muerte de su sobrino nieto? ¡Y qué oportunos, además! Os escapáis de fiesta justo cuando anda libre por ahí el tío que intentó secuestrar a la princesa. Pero claro, cómo lo ibais a saber, viendo lo ocupados que probablemente estaríais jugando a las tragaperras y utilizando vuestros carnés falsos.
Hice un gesto de dolor ante la mención de Victor, aunque supongo que me debería haber aliviado el hecho de estar libres de sospecha al respecto de su fuga. Hans interpretó mi mueca como un reconocimiento de culpa.
—Puede ser que te hayas graduado —dijo de manera contundente—, pero eso no significa que seas invencible.
Todo aquel encuentro me recordó el momento en que Lissa y yo regresamos a St. Vladimir, cuando nos regañaron por hacer lo mismo: escaparnos de forma insensata y ponerla a ella en peligro. Solo que esta vez no había un Dimitri para defenderme. Aquel recuerdo me formó un nudo en la garganta, al rememorar su cara, tan seria y tan maravillosa, aquellos intensos y apasionados ojos castaños mientras hablaba en mi defensa y convencía de mi valía a los demás.
Pero no. Allí no había un Dimitri. Eddie y yo solos, enfrentándonos a las consecuencias del mundo real.
—Tú —Hans señaló a Eddie con un dedo regordete— tal vez seas lo bastante afortunado como para salir de esta sin demasiadas repercusiones. Desde luego que llevarás una mancha en tu expediente para siempre, y has fastidiado por completo tus posibilidades de conseguir alguna vez un puesto con la élite de la realeza y con el apoyo de otros guardianes. No obstante, se te asignará a alguien, y es muy probable que trabajes solo con algún personaje menor de la nobleza.
La realeza de mayor rango contaba con más de un guardián por persona, algo que siempre facilitaba la protección. El argumento de Hans era que la asignación de Eddie sería a alguien más bajo, que implicaría trabajar más y un mayor peligro para él. Le miré con el rabillo del ojo y volví a ver en su rostro su expresión determinada y dura, que parecía decir que le daría igual tener que proteger a una familia entera, o a diez familias. Es más, irradiaba la sensación de que podrían soltarle a él solo en un nido de strigoi y se los cargaría a todos.
—Y tú —la voz cortante de Hans hizo que mi atención regresara de golpe sobre él—, tú tendrás suerte si es que alguna vez consigues un trabajo.
Como siempre, abrí la boca sin pensar. Debería haber aceptado aquello en silencio, tal y como había hecho Eddie.
—Por supuesto que conseguiré uno. Tasha Ozzera me quiere, y vais demasiado justos de guardianes como para dejarme por ahí sin hacer nada.
En los ojos de Hans brillaba una amarga diversión.
—Sí que vamos justos de guardianes, pero los tipos de trabajo que tenemos que hacer son muy variados, esto no consiste solo en protección personal. Alguien tiene que haber en nuestras oficinas. Alguien tiene que quedarse sentado vigilando la verja de la entrada principal.
Me quedé helada. Un trabajo de despacho. Hans me estaba amenazando con un trabajo de despacho. Mis peores pesadillas habían consistido en verme protegiendo a algún moroi cualquiera, alguien a quien no conociese y a quien pudiese odiar, aunque en todos esos escenarios me veía ahí fuera, en el mundo exterior. Me veía en acción. Me veía luchando y protegiendo.
Pero ¿aquello? Hans tenía razón. Hacían falta guardianes para los empleos administrativos de la corte. Cierto, no eran más que unos pocos —tan valiosos éramos—, aun así alguien tenía que hacerlo. Y era demasiado horrible darse cuenta de que yo sería una de esas personas. Todo el día sentada, durante horas y horas… como los guardianes de Tarasov. En la vida de los guardianes había todo tipo de tareas carentes de glamour aunque necesarias.
Entonces comprendí de verdad que me encontraba en el mundo real. El miedo cayó sobre mí como una losa. Había recibido el título de guardián cuando me gradué, pero ¿realmente entendía lo que significaba? ¿Me había estado dedicando a interpretar una fantasía, a disfrutar de las ventajas y a ignorar las consecuencias? Ya había terminado el instituto, no me quedaría castigada por aquello. Era el mundo real. Aquello era cuestión de vida o muerte.
La expresión de mi cara debió de delatar mis sentimientos, y Hans mostró una leve y cruel sonrisa.
—Eso es. Tenemos todo tipo de opciones para domar a los problemáticos. Por fortuna para ti, tu destino final aún se está decidiendo, y entre tanto por aquí tenemos un montón de trabajo por hacer y con el cual nos vais a ayudar los dos.
Ese «trabajo», a lo largo de los siguientes días, resultaron ser labores manuales de baja categoría. Sinceramente, aquello no era muy distinto de un castigo, y estaba bastante segura de que se lo acababan de inventar con tal de darnos algo penoso que hacer a un par de infractores como nosotros. Trabajábamos doce horas al día, gran parte del tiempo al aire libre, cargando con piedras y con tierra para preparar un precioso jardín nuevo destinado a un conjunto de viviendas de la realeza. A veces nos enviaban a labores de limpieza, a fregar suelos. Sabía que tenían trabajadores moroi para ese tipo de tareas, y era probable que en ese momento les hubieran dado unas vacaciones.
Aun así, era mejor que el otro trabajo que nos encargaría Hans: ordenar y archivar montañas y montañas de papeles. Aquello me hizo valorar con un aprecio nuevo el hecho de que la información se fuese convirtiendo en digital… y de nuevo me hizo preocuparme por el futuro. No dejaba de pensar una y otra vez en la primera conversación con Hans, en la amenaza de que esa pudiera ser mi vida, en que jamás llegase a ser un guardián —en su verdadero sentido— para Lissa o para cualquier otro moroi.
Durante todo mi entrenamiento, habíamos tenido un mantra: «Ellos son lo primero». De haberme cargado verdadera y definitivamente mi futuro, mi mantra sería otro nuevo: «La A es la primera. Luego viene la B, luego la C…».
Aquellos días de trabajo me mantuvieron apartada de Lissa, y el personal de recepción de nuestros respectivos edificios hizo también lo imposible para mantenernos alejadas. Resultaba frustrante. Yo podía seguirle la pista por medio del vínculo, pero quería hablar con ella. Quería hablar con alguien. Adrian también se mantuvo al margen y no se entrometió en mis sueños, dejando así que me preguntase cómo se sentiría. Nunca llegamos a tener nuestra «charla» después de Las Vegas. Eddie y yo trabajábamos juntos con frecuencia, aunque no me dirigía la palabra, lo que me dejaba atrapada durante horas en mis propios pensamientos y mi sentimiento de culpa.
Y créeme, disponía de una gran cantidad de elementos con los que intensificar mi sentimiento de culpa. En la corte nadie prestaba atención a los trabajadores, de manera que, estuviese yo al aire libre o en interiores, la gente siempre hablaba como si yo no estuviese delante. El gran tema era Victor, el peligroso Victor Dashkov que andaba suelto. ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Acaso contaba con poderes de los que nadie sabía nada? Todo el mundo estaba asustado, y algunos andaban convencidos incluso de que aparecería por la corte e intentaría matar a diestro y siniestro mientras estuviesen durmiendo. La teoría del «trabajo desde dentro» corría como la pólvora, lo cual continuaba situándonos más allá de toda sospecha. Por desgracia, aquello significaba que ahora la gente estaba agobiada por que hubiese traidores entre nosotros. ¿Quién sabía quién podría estar trabajando para Victor Dashkov? Podría haber espías y rebeldes acechando la corte, planeando todo tipo de atrocidades. Sabía que todas aquellas historias eran exageraciones, pero daba igual. Todas ellas procedían de una verdad central: Victor Dashkov caminaba por el mundo como un hombre libre, y solo yo —y mis cómplices— sabíamos que todo era gracias a mí.
El hecho de que nos viesen en Las Vegas seguía siendo nuestra coartada de cara a la huida de la cárcel, y hacía que nuestra escapada pareciese aún más irresponsable. A la gente le horrorizaba que hubiéramos permitido una salida a la princesa Dragomir cuando andaba suelto un hombre tan peligroso, ¡el hombre que ya la había atacado! Gracias a Dios —decía todo el mundo—, la reina nos había sacado de allí antes de que Victor diese con nosotros. El viaje a Las Vegas había abierto también toda una línea de especulaciones que me implicaba a mí a título personal.
—Pues a mí no me sorprende nada viniendo de Vasilisa —oí decir a una mujer a una cierta distancia un día que me encontraba trabajando al aire libre. La mujer iba con unas amigas dando un tranquilo paseo camino del edificio de los proveedores, y ni siquiera me vieron—. Ya se había escapado antes, ¿verdad? Esos Dragomir son bien capaces de desmelenarse. Es probable que esa chica se vaya directa a la primera fiesta que encuentre en cuanto atrapen a Victor Dashkov.
—Te equivocas —le dijo su amiga—. Ese no es el motivo por el que se marchó, porque ella es una chica bastante sensata. Es esa dhampir que va siempre con ella, esa tal Hathaway. Me han dicho que Adrian Ivashkov y ella se fugaron a Las Vegas a casarse. La gente de la reina llegó allí justo a tiempo de impedírselo. Tatiana está furiosa, sobre todo porque Hathaway ha dicho que nada los va a separar a Adrian y a ella.
Vaya. Menuda sorpresa. Vamos a ver, imagino que era mejor que la gente creyese que Adrian y yo nos estábamos fugando a que me acusaran de ayudar y alentar a un fugitivo, pero aun así… Lo que me tenía maravillada era cómo habrían llegado a aquella conclusión. Esperaba que nuestra supuesta fuga matrimonial no hubiese llegado a oídos de Tatiana, porque estaba bastante segura de que eso arruinaría cualquier avance que se hubiera producido entre nosotras.
Mi primera oportunidad real de charlar con alguien tuvo una procedencia verdaderamente inesperada. Estaba echando palas de tierra en un lecho elevado de flores y sudando como una loca. Ya era casi la hora de acostarse para los moroi, lo cual significaba que el sol brillaba radiante en toda su gloria veraniega. Por lo menos, el enclave en el que estábamos trabajando resultaba agradable: la gigantesca iglesia de la corte.
Había pasado mucho tiempo en la capilla de la academia, pero rara vez me había dejado caer por aquella iglesia ya que se encontraba alejada de los principales edificios de la corte. Se trataba de una iglesia ortodoxa rusa —la religión predominante entre los moroi— y me recordaba mucho a algunas de las catedrales que de verdad había visto en Rusia, aunque ni de lejos tan grande. Estaba hecha de una piedra roja muy bonita, sus torres culminadas con unos domos de tejas verdes, coronados a su vez por cruces doradas.
Dos jardines marcaban los límites exteriores de los extensos terrenos de la iglesia, y estábamos trabajando en uno de ellos. Cerca de nosotros se encontraba uno de los monumentos más destacados de la corte: una estatua gigantesca de una ancestral reina moroi, de una altura que era casi diez veces la mía. En el lado opuesto de los terrenos había otra estatua de un rey, en el mismo estilo. Nunca me acordaba de sus nombres, pero estaba segura de haberlos dado en una de mis clases de historia. Habían sido visionarios, habían cambiado el mundo moroi de su tiempo.
Alguien apareció en la zona periférica de mi ángulo de visión, y di por sentado que se trataba de Hans, que venía a encargarnos alguna otra tarea horrible. Levanté la vista y me quedé estupefacta al ver a Christian.
—Ya estabas tardando —dije—. Sabes que te meterás en un lío si alguien te ve hablando conmigo.
Christian se encogió de hombros y se sentó en un murete de piedra que estaba a medio levantar.
—Lo dudo. Eres tú quien se metería en un lío y, la verdad, no creo que las cosas puedan empeorar mucho para ti.
—Cierto —gruñí.
Permaneció unos instantes sentado en silencio, observando cómo yo daba una palada de tierra detrás de otra. Finalmente, preguntó:
—Muy bien. Dime, ¿cómo y por qué lo hiciste?
—¿Hacer qué?
—Lo sabes perfectamente. Tu pequeña aventura.
—Nos metimos en un avión y volamos hasta Las Vegas. ¿Por qué? Mmm, déjame pensar… —hice una pausa para secarme el sudor de la frente—. ¿Porque en qué otro sitio íbamos a encontrar hoteles decorados con temática pirata y unos camareros que no diesen mucho la lata con el carné?
Christian soltó un bufido.
—Rose, a mí no me vengas con chorradas. Vosotros no os fuisteis a Las Vegas.
—Tenemos los billetes de avión y la factura del hotel para demostrarlo, por no mencionar a la gente que reconoció a la princesa Dragomir dándole caña a las tragaperras.
Mi atención se centraba en mi trabajo, pero sospechaba que Christian estaría exasperado y diciendo que no con la cabeza.
—En cuanto me enteré de que tres personas habían sacado a Victor Dashkov de la cárcel, supe que teníais que haber sido vosotros. ¿Con tres de vosotros desaparecidos? Estaba claro.
No demasiado lejos, vi cómo Eddie se ponía tenso y miraba a su alrededor con inquietud. Yo hice lo mismo. Quizá estuviese deseando una charla con todas mis fuerzas, pero no a costa de correr el riesgo de que alguien nos escuchara. Si se descubrían nuestros delitos, los trabajos de jardinería me parecerían unas vacaciones. Estábamos a solas, pero aun así bajé la voz e intenté adoptar una expresión de honestidad.
—Yo he oído que fueron unos humanos pagados por Victor —esa era otra de las teorías que se estaban extendiendo, tanto como esta otra—. En realidad, creo que se transformó en strigoi.
—Claro —dijo Christian con malicia. Me conocía demasiado bien como para creerme—. Y yo también he oído que uno de los guardianes no se acuerda de nada de lo que le hizo atacar a sus amigos. Jura que se hallaba bajo el control de alguien. Cualquiera con tal nivel de coerción, probablemente sería capaz de lograr que los demás viesen humanos, payasos, canguros…
No quise mirarle, y golpeé con fuerza la pala contra el suelo. Me mordí la lengua para contener cualquier contestación airada.
—Lo ha hecho porque cree que se puede revertir a los strigoi a su estado original.
Levanté la cabeza de golpe y me quedé mirando a Eddie con cara de incredulidad, sorprendida con que hubiese hablado.
—¿Qué haces?
—Decir la verdad —respondió Eddie sin dejar su trabajo un instante—. Es nuestro amigo. ¿Acaso crees que nos va a delatar?
No, el rebelde Christian Ozzera no nos iba a delatar, pero eso no significaba que yo quisiese que aquello se supiera. Es un hecho en la vida: cuanta más gente conoce un secreto, mayores son las probabilidades de que este se sepa.
No resultó sorprendente que la reacción de Christian no fuese muy distinta de la de todos los demás.
—¿Qué? Eso es imposible. Todo el mundo lo sabe.
—No, según el hermano de Victor Dashkov —dijo Eddie.
—¿Te importa dejarlo ya? —exclamé.
—O se lo cuentas tú, o lo hago yo.
Suspiré. Los ojos de color azul claro de Christian nos miraban fijamente, abiertos como platos y desconcertados. Igual que a la mayoría de mis amigos, a Christian le iban las locuras, pero aquello traspasaba la línea de la locura.
—Pensé que Victor Dashkov era hijo único —dijo Christian.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—No. Su padre tuvo un lío, del cual Victor obtuvo un medio hermano ilegítimo, Robert. Y es un manipulador del espíritu.
—Solo tú —dijo Christian—. Nadie más que tú podría enterarse de algo así.
Hice caso omiso de lo que aparentaba ser un retorno a su habitual cinismo.
—Robert afirma haber sanado a una strigoi, haber matado la parte no muerta de ella y haberla devuelto a la vida.
—El espíritu tiene sus límites, Rose. Puede que a ti te trajesen de vuelta, pero los strigoi se van para siempre.
—No conocemos el verdadero alcance del espíritu —le señalé—. La mitad sigue siendo un misterio.
—Sí sabemos de San Vladimir. De haber sido capaz de revertir a los strigoi, ¿no crees que un tío como él se habría dedicado a hacerlo? Es decir, si eso no es un milagro, dime, ¿qué lo es entonces? Algo así habría sobrevivido entre las leyendas —me discutió Christian.
—Tal vez sí, tal vez no —me rehíce la coleta mientras revivía mentalmente por enésima vez nuestro encuentro con Robert—. Quizá Vlad no supiese cómo hacerlo. No es tan fácil.
—Ya te digo —coincidió Eddie—. Ahora viene lo bueno.
—Oye —le solté como contestación—. Ya sé que estás enfadado conmigo, pero con Christian aquí, no nos hace falta más gente que suelte comentarios retorcidos.
—Pues no sé yo —dijo Christian—. Para algo como esto, tal vez te hagan falta dos personas. A ver, explica cómo se supone que se hace ese milagro.
Suspiré.
—Añadiéndole el espíritu a una estaca, junto a los otros elementos.
Los amuletos impregnados del espíritu eran también una idea novedosa para Christian.
—Jamás se me había ocurrido. Me imagino que el espíritu alteraría las cosas… pero no soy capaz de imaginarme que el hecho de que tú le claves a un strigoi una estaca impregnada con el espíritu sea suficiente para traerlos de vuelta.
—Bueno… esa es la cuestión. Según Robert, yo no puedo hacerlo. Lo tiene que hacer un manipulador del espíritu.
Más silencio. Había vuelto a dejar a Christian sin habla.
Dijo por fin:
—No conocemos a muchos manipuladores del espíritu, y no digamos ya uno capaz de enfrentarse a un strigoi o de clavarle una estaca.
—Conocemos a dos manipuladores del espíritu —fruncí el ceño al recordar a Oksana, en Siberia, y a Avery, encerrada… ¿Dónde? ¿En un hospital? ¿En un lugar como Tarasov?—. No, a cuatro. Cinco, si contamos a Robert. Pero desde luego, ninguno de ellos puede hacerlo realmente.
—Eso no importa, porque no puede hacerse —dijo Eddie.
—¡Eso no lo sabemos! —me sorprendió la desesperación de mi propia voz—. Robert lo cree. Incluso Victor lo cree —vacilé—. Y Lissa lo cree también.
—Y quiere hacerlo —dijo Christian pillándolo al vuelo—, porque haría cualquier cosa por ti.
—No puede.
—¿Porque no tiene la capacidad o porque tú no se lo permitirías?
—Por ambas cosas —grité—. No voy a permitir que se acerque lo más mínimo a un strigoi. Lissa ya… —solté un gruñido porque odiaba contar algo que había descubierto a través del vínculo durante nuestro periodo de aislamiento—. Ya se ha hecho con una estaca y está intentando hechizarla. Gracias a Dios, hasta ahora no ha tenido mucha fortuna.
—Si eso fuera posible —comenzó a decir Christian lentamente—, podría cambiar nuestro mundo. Si fuese capaz de aprender…
—¿Qué? ¡No! —había tenido verdaderas ansias de que Christian me creyese, y ahora pensaba que ojalá no lo hiciera. Lo único que nos había salvado en todo aquello era que, mientras ninguno de mis amigos lo había creído posible, a nadie se le había ocurrido que Lissa fuera a intentar enfrentarse de verdad contra un strigoi—. Lissa no es un guerrero, ni tampoco lo es ninguno de los manipuladores del espíritu que conocemos, así que, a menos que encontremos uno, prefiero… —hice un gesto de dolor—. Prefiero a Dimitri muerto.
Aquello consiguió por fin que Eddie dejase de trabajar. Tiró su pala al suelo.
—¿En serio? Eso jamás me lo habría imaginado —un sarcasmo a la altura del mío.
Me di media vuelta y me dirigí hacia él a grandes zancadas y con los puños apretados.
—¿Sabes lo que te digo? ¡Que esto no lo aguanto más! Lo siento. No sé qué más puedo decir. Sé que la cagué. Dejé que Dimitri se escapase. Dejé que Victor se escapase.
—¿Que tú dejaste que Victor se escapase? —preguntó Christian sorprendido.
No le hice caso y continué gritando a Eddie.
—Fue un error. Con Dimitri… fue un momento de debilidad. Fallé a pesar de mi entrenamiento. Sé que lo hice. Los dos lo sabemos, pero también sabes que no pretendía causar el daño que hice. Si de verdad eres mi amigo, tienes que saberlo. Si pudiera dar marcha atrás… —tragué saliva, sorprendida del ardor que sentía en mis ojos—. Lo haría. Te juro que lo haría, Eddie.
Su rostro permanecía completamente inmóvil.
—Te creo. Soy tu amigo, y sé… sé que no tenías la intención de que todo acabase como ha acabado.
Me relajé, aliviada: resultaba sorprendente hasta qué punto me preocupaba la pérdida de su respeto y su amistad. Bajé la vista y me quedé desconcertada al ver lo apretados que tenía los puños. Los aflojé, incapaz de creer que me hubiera enfadado tanto.
—Gracias. Muchas gracias.
—¿A qué viene este griterío?
Nos giramos los dos y vimos a Hans, que venía hacia nosotros. Y parecía cabreado. También me percaté de que en ese momento Christian se había desvanecido como por arte de magia. Menos mal.
—¡No es la hora del recreo! —gruñó Hans—. A vosotros dos todavía os quedan un par de horas hoy, y si os vais a distraer, tal vez os tenga que separar —hizo un gesto a Eddie para que se acercase—. Vente para acá, que hay un trabajo de archivo que lleva tu nombre.
Lancé a Eddie una mirada de apoyo mientras Hans se lo llevaba, y aun así me sentí aliviada por no ser yo la que se marchase a hacer el papeleo.
Proseguí con mi trabajo, dándole vueltas en la cabeza a las mismas cuestiones que durante el resto de la semana. Todo cuanto le había dicho a Eddie lo había dicho en serio. Tenía unas ganas desesperadas de que todo aquel sueño de salvar a Dimitri fuese cierto. Lo deseaba más que cualquier otra cosa, excepto por aquello de que Lissa arriesgase su vida. No debería haber vacilado. Tenía que haber matado a Dimitri allí mismo. Victor no se habría escapado. Lissa no se habría parado a pensar en las palabras de Robert.
Pensar en Lissa me llevó a entrar en su mente. Estaba en su habitación, metiendo en la maleta algunas cosas de última hora antes de irse a la cama. Al día siguiente se iría de visita a Lehigh. Como era de esperar, mi invitación a ir con ella había sido revocada a la luz de los acontecimientos recientes. Su cumpleaños —que en aquel desastre había pasado a un lamentable segundo plano— sería también ese fin de semana, y no me hacía sentir nada bien el hecho de pasarlo separadas. Debíamos estar celebrándolo juntas. Había preocupación en sus pensamientos, y estaba tan absorta en ellos que dio un respingo cuando de repente llamaron a la puerta.
Se preguntó quién podría ir a verla a aquellas horas, abrió la puerta y dejó escapar un grito ahogado al ver a Christian allí de pie. Para mí también era algo un poco surrealista. Una parte de mí seguía pensando que estábamos todavía en nuestra residencia de la academia, donde las normas —en teoría— mantenían a chicos y chicas alejados los unos de las habitaciones de los otros. Pero ya no estábamos allí. Ahora se nos consideraba técnicamente adultos. Reparé en que Christian debió de haberse marchado directo a la habitación de Lissa después de verme.
Fue impresionante lo rápido que escaló la tensión entre ellos. Un barullo de emociones estalló en el pecho de Lissa, la típica mezcla de ira, dolor y confusión.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.
En el rostro de Christian se leían las mismas emociones.
—Quería hablar contigo.
—Es tarde —dijo ella en tensión—. Además, si no recuerdo mal, a ti no te gusta hablar.
—Quiero hablar sobre lo que ha pasado con Victor y Robert.
Aquello bastó para transformar su ira en sorpresa. Se asomó al pasillo con cara de inquietud y le hizo un gesto para que entrase.
—¿Cómo sabes tú eso? —siseó mientras cerraba la puerta de manera apresurada.
—Acabo de ver a Rose.
—¿Cómo lo has conseguido? Yo no puedo verla —Lissa se sentía tan frustrada como yo por cómo nuestros superiores nos habían mantenido separadas.
Christian se encogió de hombros cuidándose de guardar una distancia segura entre ellos en la reducida sala de estar. Los dos tenían los brazos cruzados, a la defensiva, aunque no creo que se percatasen de cómo el uno se dedicaba a imitar al otro.
—Me he colado en su campo de concentración. La tienen horas cavando.
Lissa hizo una mueca. Dada la forma en que nos habían tenido separadas, ella no había sabido mucho acerca de mis actividades.
—Pobre Rose.
—Se las arregla, como siempre —los ojos de Christian se dirigieron hacia el sofá y su maleta abierta, donde una estaca de plata descansaba sobre una blusa de seda. Dudé que aquella camisa sobreviviese al viaje sin un millón de arrugas—. Un objeto interesante que llevarse de visita a una universidad.
Lissa se apresuró a cerrar la maleta.
—No es asunto tuyo.
—¿De verdad te lo crees? —le preguntó sin hacer caso de su comentario. Christian dio un paso al frente, como si su entusiasmo le hubiese hecho olvidarse de su deseo de mantener las distancias. A pesar de lo distraída que estaba por la situación, Lissa se percató de inmediato de su repentina proximidad, de la manera en que olía, de la forma en que la luz se reflejaba en su pelo oscuro…—. ¿Crees que podrías revertir a un strigoi?
Lissa volvió a concentrarse en la conversación y lo negó con la cabeza.
—No lo sé. De verdad que no, pero lo que siento es… siento que debo intentarlo. Aunque no sea más que eso, quiero saber qué hace el espíritu en una estaca. Eso no hace ningún daño.
—No según Rose.
Lissa le sonrió compungida, se dio cuenta de que lo estaba haciendo, y se apresuró a borrar el gesto de su cara.
—No. Rose no quiere que me acerque siquiera a esa idea… aunque sí desearía que fuese realidad.
—No me mientas —Lissa sentía que le quemaba la mirada de Christian—. ¿Crees que tienes alguna posibilidad de clavarle una estaca a un strigoi?
—No —reconoció ella—. Apenas soy capaz de dar un puñetazo, pero… como te decía, siento que debería intentarlo. Debería intentar aprender. Me refiero a lo de la estaca.
Christian permaneció unos segundos valorando aquello y, acto seguido, volvió a hacer un gesto hacia la maleta.
—¿Te marchas a Lehigh por la mañana? —le preguntó a Lissa, y ella asintió—. Y ¿a Rose la han borrado del viaje?
—Por supuesto.
—¿Te ha ofrecido la reina la posibilidad de llevar a otra persona?
—Así es —reconoció Lissa—. Y, en particular, me ha sugerido a Adrian, pero anda enfurruñado… y yo no tengo muy claro el humor para ir con él.
Christian pareció complacido ante aquello.
—Llévame a mí, entonces.
Mis pobres amigos. No estaba muy segura de cuántas emociones fuertes más iban a ser capaces de asimilar aquel día.
—¿Y por qué coño iba a querer llevarte precisamente a ti? —exclamó ella. Toda su ira regresó ante el atrevimiento de Christian. El taco que había soltado era una buena muestra de su agitación.
—Porque —dijo él con una expresión de calma en el rostro— yo te puedo enseñar a clavarle una estaca a un strigoi.