Capítulo nueve
Al asir el picaporte, Drisinil notó un punzante dolor en el muñón del dedo meñique, que llevaba vendado. La novicia aún no había asimilado que después de estar a punto de perder la vida a manos del demonio con forma de araña, Quenthel hubiera retomado de inmediato el asunto del intento de fuga de algunas novicias y las hubiera obligado a automutilarse. Ello indicaba una personalidad calmada y meticulosa. Aunque eran cualidades que Drisinil admiraba, no por ello odiaba menos a su poseedora.
Echó un último vistazo al corredor desierto. No había nadie, pues a esas horas de la noche nadie tenía nada que buscar en ese pasillo de esa ala en concreto de Arach-Tinilith.
Se deslizó por la puerta de arenisca y la cerró a su espalda. A diferencia de la mayor parte del templo, en esa sala no ardían lámparas, antorchas ni velas. Era deliberado, para evitar que por debajo de la puerta se filtrara un resplandor que las delatara.
Las otras conjuradas la esperaban. Algunas eran novicias, con las manos vendadas como ella, otras eran maestras. Deseosas de conservar su dignidad, las sumas sacerdotisas no acababan de hallar acomodo entre las cajas apiladas al azar y la maraña de muebles que atestaban ese almacén medio olvidado. Desde luego tampoco ayudaba que no osaran rasgar el velo de sucias telarañas que lo cubría todo por temor a molestar a una posible araña.
Drisinil se preguntó si tenía sentido seguir acatando esa prohibición en particular. Tal vez las arañas ya no eran sagradas.
Entonces, enfadada consigo misma, alejó de sí ese blasfemo pensamiento. Estaba fuera de toda duda que Lloth seguía existiendo y que castigaría a todas las que hubiesen dudado aunque sólo hubiera sido por un instante.
Una vez que centró su mente en sus preocupaciones más inmediatas, se sintió momentáneamente perpleja al verse el blanco de todas las miradas. ¿Acaso esperaban que ella presidiera la reunión?
Pensándolo bien, ¿por qué no? Tal vez fuese una simple novicia, pero también era una Barrison Del’Armgo, y justamente cuando a las más poderosas sacerdotisas les fallaba la magia, la posición social de la familia contaba más que nunca. Y esa reunión secreta había sido idea suya.
—Buenas noches —saludó—. Gracias a todas por venir y por no haberme denunciado a Quenthel Baenre —añadió con una irónica sonrisa.
—Todavía podemos hacerlo —replicó Vlondril Tuin’Tarl con una extraña sonrisa en sus arrugados labios—. Tu tarea consiste en darnos una buena razón para que no lo hagamos.
La maestra era tan vieja que había empezado a encogerse como una bruja humana. Muchos creían que sus contemplaciones místicas del caos supremo la habían vuelto un poco loca. Nadie, ni siquiera otra maestra, había querido sentarse cerca de ella.
—Con todo respeto, santa madre, ¿acaso la razón no es evidente? La diosa, que ha cuidado y ensalzado nuestra ciudad desde su fundación, nos ha abandonado.
Drisinil no pudo evitar pensar en otras posibilidades, pero aunque no todas le parecían disparatadas jamás hubiera osado mencionarlas. Nadie lo haría delante de tal público.
—Y la culpa es de Quenthel —afirmó Molvayas Barrison Del’Armgo.
Aunque era más baja y fornida que Drisinil, Molvayas tenía la misma nariz aguileña y los poco habituales ojos verdes de la familia. Iba suntuosamente vestida y llevaba un anillo de jade con el alma de un enemigo atrapada dentro. Cuando el silencio era absoluto podía oírse cómo el espíritu se lamentaba y suplicaba que lo liberasen. Eterna segunda de Quenthel, del mismo modo que la casa Barrison Del’Armgo debía conformarse con ser la segunda casa de Menzoberranzan, Molvayas había ayudado a su sobrina a convocar la reunión, y su apoyo le había dado una cierta credibilidad.
—¿En qué te basas para afirmar tal cosa? —espetó T’risstree T’orgh.
Su esbeltez era engañosa, pues en realidad era una avezada guerrera además de sacerdotisa, y era célebre por llevar siempre consigo un simple alfanjón en vez de maza o látigo de serpientes —armas ambas más habituales—. Cualquier alumna que la disgustara recibía un rápido pero preciso tajo en el rostro. —La maestra habló con la corta y curva arma sobre las rodillas.
Drisinil esperó un segundo para asegurarse de que realmente Molvayas pretendía que fuese ella quien contestara. Todo indicaba que así era, y con toda la razón, puesto que era la joven novicia la autora del razonamiento.
—Mientras Triel fue la dama matrona, todo fue bien —comenzó a explicar—. Pero poco después de que Quenthel la sustituyera, Lloth nos rechazó.
—«Poco después» es un término relativo —apuntó una sarcástica voz desde el fondo de la sala.
—Tal vez, pero así sucedió —se defendió Drisinil—. Tal vez la diosa quiso darnos tiempo para que rectificásemos el error. Pero, como no lo hicimos, ahora nos castiga.
—La situación afecta a todo Menzoberranzan, no sólo a Tier Breche —objetó T’risstree T’orgh.
—¿Quién esperaría justicia de la reina araña? Una sacerdotisa de Lloth tendría que conocerla mejor. Su ira es ilimitada, al igual que su poder. Además, Arach-Tinilith es la depositaría de los misterios más insondables y, por tanto, el corazón místico de Menzoberranzan. Es perfectamente lógico que cualquier mal que nos aflija a nosotras también aflija a la ciudad.
»Sea como sea, Lloth ha expresado su voluntad. Pese a todas las salvaguardas dos espíritus invadieron el templo: el primero un demonio con forma de araña, y el segundo oscuridad viva. Ésas son las esencias mismas de la diosa: araña y oscuridad. Ambos espíritus hirieron a todo aquél que se les puso por delante; golpearon y rompieron huesos, pero no trataron de matar a nadie ¿cierto? Es evidente que buscaban a Quenthel y sólo a ella querían matar.
Algunas de las sacerdotisas fruncieron el entrecejo o asintieron en actitud pensativa.
—Eso parece —dijo Vlondril—, pero ¿por qué crees que Lloth no acepta a Quenthel? ¿Acaso no hace lo mismo que Triel?
—Nosotras no sabemos todo lo que hace, ni tampoco lo que piensa. Lloth sí.
—No obstante, no sabes con certeza si fue la diosa quien envió a los demonios —objetó T’risstree. Pese a sus humildes orígenes T’risstree había logrado ascender a una posición de poder y prestigio, por lo que no se mostraba deferente con la nobleza—. Quizá los envió uno de los enemigos mortales de Quenthel.
—¿Qué enemigo mortal posee magia de tal poder y astucia como para derribar todas las barreras de protección del templo? —replicó Drisinil.
—¿El archimago, tal vez? —sugirió Vlondril mientras se pellizcaba la piel del dorso de la mano. Había hablado con ligereza, como si fuese una broma.
—Es posible, pero Gomph es un Baenre, y el hecho de que Quenthel dirija la Academia refuerza la posición de su casa. No tiene ninguna razón para matarla. Si no es él, ¿quién puede ser sino la diosa?
—Quenthel sigue viva —intervino una sacerdotisa de la casa Xorlarrin. Se había presentado al cónclave con un largo velo, para que cualquiera que la viera caminar por los pasillos la creyera sumida en necromántica meditación—. ¿Debemos creer que Lloth fracasó en el intento?
—Tal vez —respondió Drisinil. Algunas de las reunidas fruncieron el entrecejo o se pusieron tensas, pues las palabras de la novicia podían interpretarse como una blasfemia—. Lloth es todopoderosa, pero sus agentes no lo son. No obstante, estoy convencida de que la diosa quería que sus dos primeros sicarios fallaran para dar a las sacerdotisas una oportunidad de reflexionar sobre lo que está ocurriendo. Para que comprendamos cuál es su voluntad, cumplamos con nuestro deber y recuperemos su favor.
—¿Y lo lograremos si asesinamos a Quenthel? Muy bien, muchacha, muy bien —dijo Vlondril con una sonrisa.
—Nosotras o, si eso no es posible, que ayudemos en lo que podamos al próximo demonio que trate de matarla.
T’risstree sacudió la cabeza.
—Todo eso no es más que pura especulación. No sabes si la muerte de la directora traerá de vuelta a Lloth.
—Vale la pena intentarlo. Al menos, si damos a los demonios lo que quieren, dejarán de invadir Arach-Tinilith. Aún no han matado a ninguna de nosotras, pero si no los ayudamos y Quenthel sigue con vida, es posible que decidan eliminarnos a nosotras también, pues matar forma parte de su demoníaca naturaleza.
—Quizá los demonios sean menos peligrosos que la casa Baenre —dijo T’risstree.
—Los Baenre no sabrán quién ayudó a los demonios —afirmó Drisinil—. ¿Qué pueden hacer? ¿Vengarse de todas y cada una de las sacerdotisas de Arach-Tinilith? No pueden. Nos necesitan para que eduquemos a sus hijas y ejecutemos sus ritos secretos.
—Si Quenthel muere —dijo una sacerdotisa apoyada en la pared—. Molvayas tiene muchas probabilidades de convertirse en la nueva dama matrona de Arach-Tinilith. Y las demás ¿qué ganamos?
—Mi sobrina ya os ha explicado que todas renovaremos nuestro vínculo con la diosa y recuperaremos la magia divina —repuso la aludida—. Además, si me convierto en la dama matrona, prometo que recordaré a todas aquéllas que me han ayudado a encumbrarme. Sumas sacerdotisas, vosotras seréis mis lugartenientes y estaréis por encima de las demás maestras. Novicias, el tiempo que pasaréis en Arach-Tinilith será mucho más agradable de lo que es costumbre, y también vosotras tendréis autoridad sobre las otras novicias. Disfrutaréis de lujos, quedaréis exoneradas de las tareas más pesadas y aprenderéis secretos que la mayor parte de las alumnas nunca aprenden.
—No olvidaremos tus promesas —dijo otra voz desde el fondo—, y si reniegas de ellas, te denunciaremos.
—Exactamente —replicó Molvayas—. Siempre estaréis en posición de denunciarme a la casa Baenre. Sois demasiadas para que pueda mataros a todas, por lo que podéis estar seguras de que mantendré mis promesas. Teniendo en cuenta que necesito partidarias leales, sería una necia si os engañara.
—Es una oferta muy tentadora. Estoy dispuesta a correr casi cualquier riesgo para recuperar mi magia, pero no olvidemos que hablamos de la casa Baenre —advirtió la Xorlarrin bajo el velo.
—¡Al diablo con los Baenre! —exclamó Drisinil—. Tal vez la muerte de Quenthel sea el primer aviso del derrumbe que sepultará a todo el clan.
—¿De qué derrumbe hablas? —quiso saber T’risstree.
—No lo sé exactamente —fue la respuesta de la novicia—. Pero tened en cuenta una cosa: las casas ascienden y se hunden. Así lo quiere Menzoberranzan, y así lo quiere Lloth. Hasta el momento la casa Baenre ha sido la excepción, pues lleva siglo tras siglo en lo más alto. Tal vez, tras la muerte de la vieja matrona, por fin la familia ha perdido el favor de la diosa. ¿Por qué no? —Drisinil vaciló, pues sabía que pisaba terreno resbaladizo—. Todo el mundo sabe que a Triel el puesto le queda grande. Ya es hora de que también la casa Baenre acate la ley universal. En ese caso, ¿no sería glorioso que su declive comenzara ahora mismo, en esta sala?
—Sí —declaró T’risstree.
—¿Estás de acuerdo? —inquirió Drisinil, muy sorprendida.
T’risstree dejó a un lado el afilado alfanjón y se levantó.
—Dudaba, pero tus palabras me han convencido. —Por un instante sonrió—. De todas maneras, no me gusta Quenthel. De acuerdo, enviaremos a la dama matrona a su tumba, recuperaremos el favor de la reina araña y gobernaremos la Academia a nuestro antojo.
Dicho esto, extendió las manos. Drisinil sonrió y se las estrechó, a pesar de que la presión le causó dos lanzazos de dolor que le subieron por los brazos. Luego se volvió hacia las demás mujeres y dijo:
—¿Y las demás? ¿Estáis con nosotras?
Se oyó un discordante coro de asentimientos. Drisinil se dijo que aunque algunas dudaban que el suyo fuese el camino correcto para propiciar a la diosa, deseaban fervientemente ascender en la jerarquía del templo o, al menos, les disgustaba Quenthel. Otras tal vez satisfacían el innato deseo drow por la sangre y la traición.
En cuanto a Drisinil, estaba firmemente convencida de que había dado con la solución metafísica a la desgracia general, aunque en lo más profundo de sí se sentía excitada por la oportunidad de vengarse de su torturadora. Era comprensible. En lo que le quedara de vida sus manos mutiladas anunciarían a cualquiera que las viera que alguien la había derrotado y humillado.
—Os doy las gracias —dijo a las demás sacerdotisas—. Y ahora debemos aunar esfuerzos; hay mucho que planificar y disponemos de poco tiempo antes de que las otras nos echen en falta.
Y vaya si planificaron: susurrando, peleando y sonriendo cuando una de ellas proponía algo especialmente imaginativo y cruel. Drisinil sabía que algunas de sus maquinaciones, si no todas, eran impracticables, pues su éxito dependía de que Quenthel hiciera exactamente lo que las conspiradoras preveían dónde y cuándo ellas lo preveían. Pero el esfuerzo sirvió para cimentar su compromiso con la conspiración y, al menos, dibujar el armazón del complot.
Finalmente, acabaron de pulir los detalles. Las sacerdotisas abandonaron la sala sigilosamente, tal como habían llegado, de una en una o de dos en dos. Las más impacientes se agrupaban alrededor de la salida, esperando turno. Entre ellas se contaba T’risstree.
Drisinil cruzó la sala con paso relajado y despreocupado, de modo que nadie se apercibiera de sus intenciones y lanzara una exclamación de sorpresa.
Nadie se dio cuenta. Todos los elfos oscuros eran excelentes actores, pues estaban acostumbrados a mentir, y Drisinil era una verdadera maestra en el arte del disimulo. La novicia se acercó a T’risstree, asió el puñal que ocultaba dentro de su largo chal con flecos y hundió el arma en la columna vertebral de la gran sacerdotisa. En esa ocasión, inexplicablemente, los muñones de ambos dedos meñiques no le dolieron en absoluto.
T’risstree arqueó la espalda en un agónico espasmo y, para sorpresa de Drisinil, pugnó por darse la vuelta y mirarla a la cara. Con un tembloroso brazo alzó el alfanjón.
La novicia se dio media vuelta arrastrando a la gran sacerdotisa. La agarró bruscamente por el pelo, le echó la cabeza hacia atrás y la degolló. El alfanjón cayó al suelo ruidosamente.
Las otras miraban boquiabiertas.
—T’risstree T’orgh iba a traicionarnos —dijo Drisinil—. Lo vi en sus ojos cuando nos estrechamos las manos. Podemos dejar su cuerpo aquí. Con suerte, nadie lo descubrirá hasta que Quenthel esté muerta.
Las demás conspiradoras la creyeron o, más probablemente, no les importaba que hubiera asesinado a la maestra. Unas pocas incluso la felicitaron por su astucia y, sin echar una segunda mirada al cadáver tendido en el suelo, siguieron saliendo.
Drisinil recogió el alfanjón y lo examinó. Cuando Quenthel hubiera muerto quedaría muy bien colgado de la pared de sus aposentos.
Faeryl rondaba por las redondeadas y traicioneras superficies de lo más alto de su residencia. Trataba de vigilar los cuatro lados del edificio, para lo cual debía trepar y saltar con cierta celeridad. Al mismo tiempo procuraba esconderse de cualquiera que casualmente mirara por una ventana de la mansión vecina o mirara hacia arriba desde las tranquilas avenidas de la próspera Pared Oeste, y cuanto más rápidamente se movía, más difícil resultaba mantener el sigilo. Faeryl había subido a hurtadillas dos horas antes, cuando todo el mundo la imaginaba reuniendo o quemando documentos. La embajadora aún no estaba segura de haber hallado el equilibrio entre ambas cosas, igualmente necesarias. Ojalá contara con uno o dos criados para ayudarla a vigilar, pero teniendo en cuenta que cualquiera de la casa podía ser quien andaba buscando, no hubiese sido muy inteligente hacerlo.
También deseó contar con más cobertura. Excepto por algunos adornos en las pasarelas y unas almenas tan pequeñas que necesariamente eran sólo ornamentales, el vértice del castillo tallado en una estalagmita no contaba con fortificaciones ni superficies planas en las que poder apoyarse. Fijándose mejor, Faeryl descubrió sutiles signos que indicaban que, en el pasado, cuando el castillo servía a otros propósitos, habían existido defensas en abundancia. Sin embargo, un mago las había fundido con el resto de piedra caliza. Era lógico; los habitantes de Menzoberranzan no veían ninguna razón para alojar a una extranjera como ella en una mansión que era capaz de resistir un sitio.
Encaramada en el lado noreste del tejado contempló los hogares de sus adinerados vecinos que brillaban con una tenue luz azul o verde, o relucían con violenta fosforescencia. Si pudiera observar su propia residencia desde lejos, comprobaría que asimismo brillaba. Por suerte, la luminiscencia únicamente definía la silueta de la torre y resaltaba varias esculturas de arañas en bajorrelieve. Mientras no se acercara a las tallas, permaneciera en silencio y tuviera la suerte de cara, nadie se apercibiría de su presencia.
En el noroeste se alzó un tenue e indefinible sonido. Dando gracias por llevar al menos el broche que la volvía ingrávida, la embajadora corrió por la pronunciada pendiente del tejado sin miedo alguno, pues sabía que aunque resbalara no caería.
En pocos segundos llegó al extremo noroeste. Se asomó por el borde y descubrió que el sonido provenía de la plaza inferior.
Dos varones con el torso desnudo, empuñando un estoque en una mano y una daga para esquivar golpes en la otra, se batían en duelo. Ambos se mantenían bien derechos y se movían con ligereza, como dos avezados espadachines. Los piwafwis, las armaduras y las camisas yacían en el suelo, donde las habían dejado, junto con dos odres vacíos. Un tercer varón contemplaba el duelo a cierta distancia desde debajo de una balconada; seguramente los combatientes no lo habían visto.
Faeryl suspiró. La escena la intrigaba, pero era evidente que no tenía nada que ver con su situación.
Tras su frustrante entrevista con la madre matrona Baenre había sabido que tenía un enemigo; alguien que la había difamado, seguramente para impedir que abandonara Menzoberranzan, aunque a la elfa no se le ocurría por qué. Luego, fue sencillo inferir que el enemigo contaba con un agente en su propia casa. Eso era lo que cualquiera con un mínimo de inteligencia haría, y también explicaría cómo el enemigo había sabido que Faeryl pretendía regresar a su ciudad natal y había convencido a Triel de que no se lo permitiera.
Furiosa, Faeryl había comprendido que debía ser más lista que el enemigo, por lo que había ideado una estratagema para desenmascarar al espía. Inesperadamente, ordenó a sus criados que embalaran sus cosas, pues esa misma noche abandonarían Menzoberranzan a escondidas. Sus leales vasallos obedecerían, pero el traidor trataría de escabullirse para avisar de su inminente huida. Desde el tejado, Faeryl lo vería.
Ése era el plan, aunque la misma embajadora reconocía que no era un plan perfecto. La mansión disponía de salidas en los cuatro lados, y ella no podía vigilar los cuatro a la vez a menos que flotara por encima del tejado, pero esa opción presentaba problemas: casi todos los drows llevaban botas silenciadoras y capas oscurecedoras. Tampoco podía descartarse que el traidor dispusiera de un talismán de invisibilidad o un objeto mágico similar para escapar. Si flotaba muy por encima del suelo le sería imposible detectar la subrepticia salida del espía.
Desde luego, también era posible que pudiera comunicarse con sus cómplices por clariaudición o mediante un conjuro de transporte instantáneo, en cuyo caso el plan de la embajadora estaba condenado al fracaso. No obstante, permanecería encaramada en el tejado hasta que alguna autoridad, por ejemplo una compañía de soldados de la casa Baenre, hiciera acto de presencia para detenerla a ella y a sus servidores. Pero al menos debía intentarlo.
Siguió arrastrándose dejando atrás a los duelistas. Uno de ellos gruñó cuando el estoque del enemigo se le hundió en el torso. Inmediatamente se produjo un crepitante parpadeo mágico, y el vencedor se desplomó a su vez. El mago, que había presenciado el combate desde lejos, se aproximó para inspeccionar los humeantes cadáveres.
Encima de Faeryl sonó un crujido. La drow levantó la vista. Cuatro o cinco jinetes montados en wyverns volaban hacia el este. Sobre ellos, proyectándose desde el techo de la caverna, las fortalezas de las estalactitas relucían con fuegos fatuos. En opinión de Faeryl ésa era una imagen mucho más hermosa que las minúsculas y monocromas estrellas que tachonaban el cielo nocturno en las llamadas tierras de la luz.
Entonces oyó una especie de roce tan débil que pensó haberlo imaginado. Sonaba por el noroeste. Faeryl corrió a gatas hacia esa parte del tejado y se asomó para mirar abajo. A primera vista todo parecía igual que la última vez que había mirado en esa dirección. Tal vez los nervios le estaban jugando una mala pasada. No obstante, siguió mirando.
Unas rejas octogonales de acero protegían las ventanas redondas abiertas en la pared por debajo de donde se encontraba, pero cualquier drow que conociera el truco podía descorrer el pestillo y apartarla para entrar o salir levitando. Al parecer, eso había hecho alguien, pues la embajadora se fijó en que una de las rejas en forma de telaraña estaba ligeramente entornada. Guiándose por ese indicio, detectó la embozada figura que corría hacia la boca de un callejón.
La aristócrata de Ched Nasad era una excelente ballestera, por lo que podía disparar al traidor por la espalda; sin embargo, en ese caso no podría interrogarlo. Resultaba que no tenía a mano ningún hechizo escrito para interrogar a los muertos. Así pues tenía que atrapar al espía vivo.
Tras leer el hechizo de otro pergamino que había cogido, se colocó en el borde de la torre y pisó el espacio vacío.
Claro que para ella no estaba vacío: las suelas hollaban una superficie tan firme como la roca. Dio dos pasos adelante y luego, obedeciendo sus deseos, la superficie invisible descendió como una rampa igualmente invisible. Faeryl corrió por ella sin ningún miedo de caerse por el borde, pues allí donde pisara encontraría la rampa. Ése era el hechizo que había leído.
Avanzaba en absoluto silencio, por lo que adelantó al traidor sin que éste se diese cuenta. Un pensamiento bastó para disolver la superficie invisible y, con la ballesta presta, aterrizó delante del espía.
Éste se llevó un buen susto. También Faeryl se sobresaltó, pues aunque le gustaba pensar que nunca llegaba a confiar plenamente en nadie, jamás hubiera imaginado que el espía fuese ese rostro transido y agrio medio oculto por una capucha.
—Umrae —dijo la embajadora, apuntándola con la ballesta.
—Señora —respondió la secretaria, e hizo una reverencia con su habitual rigidez.
—Lo sé todo, traidora. No tengo ninguna intención de partir esta noche. No era más que un truco para descubrir quién se escabullía de la casa para informar al enemigo.
—No sé a qué os referís. He salido a comprar algunas cosas para el viaje. Pensé que si me daba prisa aún encontraría un puesto abierto en el Bazar y tendría tiempo de regresar antes de que nadie reparara en mi ausencia.
—¿Crees que no me he dado cuenta de que tengo una enemiga aquí, en Menzoberranzan, alguien que tiene acceso a la matrona Baenre? Hace apenas tres semanas, Triel me consideraba leal y me daba su aprobación. Consintió en buena parte de lo que le pedí a favor de nuestra gente. Pero ahora duda de mí porque alguien le ha hecho desconfiar de mis verdaderas intenciones. ¿Con qué te ha tentado mi enemigo? ¿No te das cuenta de que si me traicionas a mí estás traicionando a Ched Nasad?
—La matrona Baenre tiene guardias que vigilan la residencia —repuso la escriba tras un instante de vacilación—. Seguramente ahora mismo alguien nos vigila.
—Es posible.
Umrae tragó saliva.
—Así pues, no podéis hacerme ningún daño u os atacarán.
Faeryl se echó a reír.
—Tonterías. Los agentes de Triel no revelaran su presencia únicamente para impedirme que castigue a una de mis criadas. No considerarán que sea nada extraño ni perjudicial para Menzoberranzan. Vamos, sé sensata y ríndete.
Tras otra pausa, Umrae dijo:
—Dadme vuestra palabra de que no me haréis ningún daño. Que me dejaréis libre y me ayudaréis a escaparle la ciudad.
—No te prometo nada, excepto que tu insolencia me está enfureciendo cada vez más y que tú única esperanza es una rápida rendición. Dime quién te ha comprado y por qué. ¿Qué tiene que ganar alguien de esta ciudad persiguiendo a una embajadora que no participa en las luchas y las rivalidades de los menzoberranios?
—Debéis comprender que tengo miedo de traicionarlos y permanecer en la ciudad. Me matarán.
—No les daré esa oportunidad. Soy yo quien te está apuntando con un dardo envenenado. ¿Para quién trabajas?
—No diré nada si antes no me dais vuestra palabra.
—Tu compinche no me difamó ante Triel hasta que empecé a plantearme el regreso a Ched Nasad. ¿Para qué mentir sobre mí? ¿Para evitar que me aventurara en la Antípoda Oscura? ¿Por qué?
Umrae sacudió la cabeza.
—Estás loca —sentenció Faeryl—. ¿Por qué te condenas a ti misma para salvar a otro? Ah bueno, veo perfectamente que no estás capacitada para vivir, por lo que tal vez es lo mejor.
De manera excesivamente obvia preparó el disparo con la ballesta.
—¡No! —gritó Umrae—. Tenéis razón. ¿Por qué morir?
—Si respondes a mis preguntas, puedes salvarte.
—De acuerdo.
Temblando ligeramente, pues había perdido el coraje, la secretaria se llevó una mano a la cara, tal vez para masajearse la frente o… ¡No, para acercarse una pequeña ampolla a los labios!
Faeryl disparó y dio en el blanco, pero para cuando el dardo se clavaba en el estómago de Umrae, ésta ya estaba cambiando de forma. Se hizo aún más delgada, se marchitó y creció asimismo en altura. La carne de la drow se enfrió y empezó a oler a podrido, un par de correosas alas le brotaron de los omóplatos, y los ojos se le hundieron en la cabeza. Incluso su ropa se transformó: se desdibujó y se fragmentó en enmohecidos jirones. La herida causada por el dardo envenenado no sangraba y tampoco parecía que le doliera. De hecho, ni siquiera se molestó en arrancárselo.
Faeryl estaba furiosa consigo misma por permitir que Umrae la engañara. La próxima vez recordaría que incluso una elfa oscura, sin belleza, sin gracia, sin especial ingenio y al parecer aterrorizada, seguía perteneciendo a una raza que llevaba la astucia y el engaño en la sangre.
La poción había transformado temporalmente a la secretaria en una especie de zombi, bajo cuya forma no mostraba su torpeza habitual. Si Lloth no hubiera abandonado a sus sacerdotisas, Faeryl podría haber dominado al cadavérico ser con sus poderes clericales, aunque eso ya no era posible. Y tampoco podía esperar que alguno de sus servidores se diese cuenta del apuro en el que se hallaba y acudiera al rescate, pues todos ellos estaban demasiado ocupados haciendo las maletas.
Era una verdadera lástima, porque como la mayor parte de zombis, excepto los humildes cadáveres y esqueletos que los hechiceros revivían para servir como esclavos autómatas, era muy probable que cualquier golpe que Umrae —en su forma de ghoul alado— le propinara, aunque sólo rozándola, le causara graves heridas, y Faeryl ni siquiera contaba con un escudo para defenderse. ¿Quién hubiera imaginado que la espía poseía esa capacidad de transformación?
Umrae dio un paso arrastrando los pies, batió las alas bruscamente y saltó hacia delante. Faeryl retrocedió rápidamente, dejó caer la inútil ballesta y se abrió la capa. Con una mano se apartó la prenda de los hombros mientras que con la otra desenvainaba una varita adamantina. Un simple giro de muñeca bastó para convertir esa varita de inofensivo aspecto en Beso de madre, el martillo de guerra de mango largo y cabeza de basalto que las mujeres de la casa Zauvirr utilizaban desde la fundación del linaje. Tal vez con un arma encantada podría matar a Umrae, ya que el dardo envenenado había fallado.
La embajadora esperaba fervientemente que así fuera. Aunque se conformara con hacerse a un lado y permitir que la traidora escapara, era evidente que Umrae, tal vez influida por la forma de depredador que había adoptado, quería luchar. Faeryl tampoco veía el modo de evitarla. Sería estúpido conjurar un globo de oscuridad y echar a correr, pues, en su forma no muerta, Umrae se movería por la penumbra con más facilidad incluso que una drow. Tampoco serviría de nada levitar o elevarse usando el hechizo que le permitía caminar por el aire, cuando la transformada espía simplemente podía extender sus desiguales alas y seguirla.
Faeryl agitó el piwafwi adelante y atrás con el brazo extendido para confundir a Umrae y utilizarlo a modo de escudo. Era un sistema de lucha que nadie le había enseñado, sino que lo había aprendido viendo a los guerreros practicar esa técnica, y estaba convencida de que si unos simples varones lo hacían, sería pan comido para toda una gran sacerdotisa.
Umrae arremetió, y Faeryl lanzó la capa en un arco horizontal. Gracias tanto a la suerte como a su habilidad la prenda bloqueó las manos de Umrae, y sus garras se quedaron enganchadas en el tejido.
Sorprendida, Umrae vaciló y pugnó por liberar las manos. La embajadora aprovechó la ocasión para descargar la puntiaguda cabeza de piedra del martillo en pleno centro de la podrida frente de la secretaria. Se oyó el crujir de huesos, y la cabeza de Umrae se inclinó violentamente hacia atrás. Una buena parte de la mitad izquierda de la cara se le desprendió del cráneo.
Convencida de que la lucha había acabado, Faeryl se relajó, lo cual estuvo a punto de costarle la vida. Era evidente que la nueva forma de Umrae era capaz de soportar más daños que casi cualquier otro ser de carne y hueso y sangre caliente. Abrió la boca dejando ver unos colmillos largos y delgados, y lo que le quedaba de cabeza se abalanzó sobre su rival por encima de la capa. La embajadora sólo tuvo tiempo de encogerse hacia atrás para esquivarla.
El tenso piwafwi se extendía entre ambas combatientes como si jugaran al tira y afloja. Ambas tiraron de él simultáneamente, y Faeryl fue la más afortunada. La embajadora pudo recuperar su capa, aunque pese a los encantamientos de refuerzo las garras de la ghoul la habían desgarrado. Un par de desgarrones más y ya no le serviría para nada.
Al liberar la capa, la embajadora se tambaleó hacia atrás. Con un nuevo batir de sus putrefactas alas Umrae brincó y salvó la distancia que las separaba. Sus garras buscaron a la rival.
Lanzando un grito de desesperación Faeryl consiguió plantar los pies y frenar el casi imparable tambaleo. Inmediatamente se defendió con el martillo y golpeó una mano. La ghoul retiró bruscamente el miembro y cejó en el ataque. En vez de arremeter de frente empezó a dar vueltas en torno a su adversaria. Tal como haría un ser vivo, sacudió varias veces la maltrecha extremidad como para sacudirse también de encima el dolor. Luego volvió a levantarlo en posición de guardia.
Faeryl iba girando para no perder de vista la cabeza aplastada y medio arrancada de su rival. ¿Cómo lograría detener a ese monstruo? ¿Sería capaz de acabar con él?
«¡Sí, maldita sea! ¡Claro que sí!». Cuando no era más que una niña, su primo Merinid —maestro de armas de la casa Zauvirr y que murió muchos años atrás, cuando la matrona se cansó de él— le dijo que no existía el enemigo invencible, porque cualquier rival tenía un punto débil.
Umrae embistió. Una vez más agitó los pliegues del frágil y ondeante escudo. El piwafwi se enredó alrededor de una de las manos de la secretaria. La otra mano raspó la cota de fina malla adamantina de la embajadora, tratando de romperla. Ese roce provocó en la embajadora un acceso de náuseas que la paralizó. No obstante, las garras no lograron desgarrar la resistente malla, por lo que la sensación fue fugaz.
Faeryl arremetió con el martillo contra el arrugado pecho de Umrae cubierto por asquerosos harapos a punto de desmenuzarse. Si no podía matar a la traidora aporreándole la cabeza, entonces su punto débil tenía que ser el corazón, como en el caso de los vampiros. Al menos eso esperaba.
Pero, para su sorpresa, Umrae no le dio oportunidad de confirmar esa hipótesis. La traidora se comportaba como si hubiera echado el resto en el ataque y no fuese capaz de defenderse de un contraataque. No obstante, interpuso un marchito brazo a fin de parar el golpe del martillo, tras lo cual se inclinó para clavar las garras en la desprotegida rodilla de su rival.
La embajadora se libró de la acometida que podría haberla lisiado reculando apresuradamente al tiempo que arrebataba la capa a la hedionda ghoul. A esas alturas la prenda parecía más bien un montón de tiras que un trozo de seda con una forma coherente.
Las adversarias siguieron dando vueltas una alrededor de la otra, cada una de ellas buscando una abertura. De vez en cuando, Faeryl dejaba el piwafwi lacio o lo apartaba de sí, invitando a Umrae a atacar. Pero la secretaria resultó ser demasiado cauta para atacar cuándo y cómo su oponente le dictara.
La embajadora se dio cuenta de que jadeaba y se esforzó por controlar la respiración. Sinceramente, no sentía miedo, aunque la pericia que demostraba su servidora gracias a la poción la había impresionado. Desde el mismo momento que la tomó fue una oponente formidable, y a medida que la batalla avanzaba le iba cogiendo el tranquillo a sus nuevas capacidades.
Sin dejar de maniobrar ni perder de vista a Umrae, Faeryl se sumió en un ligero trance. Utilizando un sentido que no era ni vista ni oído ni cualquier otra facultad comprensible para quienes no habían entregado su vida al servicio de una deidad, alcanzó un lugar sin forma, y sin embargo delimitado, en el que antes solía tocar la sombra de su diosa.
Pero Lloth ya no estaba allí, y su marcha había dejado una ausencia que provocaba un punzante dolor, como un diente cariado. No obstante, se le antojó el mejor lugar en el que verter su plegaria.
«Pavorosa reina araña —oró Faeryl en silencio— os lo suplico: mostraos a mí. Devolvedme los poderes aunque sólo sea por un segundo. ¿Acaso Menzoberranzan os ha ofendido? Tened en cuenta de que yo no soy hija de esta ciudad, sino de Ched Nasad. Hacedme como era antes, y os sacrificaré muchas vidas: un esclavo por cada día del año».
Nada ocurrió.
Umrae saltó sobre ella con las garras extendidas. Faeryl devolvió a su cuerpo esa parte de su espíritu que buscaba a tientas en el vacío. Retrocedió, interceptó las zarpas de la zombi con la capa y le propinó un par de martillazos. Sin embargo, no se retiró con la suficiente rapidez como para salir ilesa del ataque y tampoco había adoptado una posición firme, ni siquiera había golpeado con toda la fuerza de la que era capaz. Quería que la ghoul sintiera que estaba a punto de vencerla y siguiera atacando. Si Umrae se impacientaba, era posible que le ofreciera una abertura para contraatacar.
Las garras de Umrae zumbaron en el aire y desgarraron la capa protectora hasta dejarla del tamaño de una toalla para las manos hecha jirones. Inesperadamente batió las correosas alas, se le acercó de un salto y trató de alcanzar a Faeryl en la cara. Aunque la noble reculó, las garras le pasaron rozando los ojos tan cerca, que sintió el maligno pulso que latía en su interior, como el latido de un dolor de cabeza.
No obstante, ésa era la ocasión que había estado esperando. Faeryl se hizo a un lado y blandió el martillo de cabeza de basalto contra el tórax de Umrae, aunque en vano, pese a que Faeryl no se había equivocado. La ghoul era incapaz de corregir el movimiento y parar el golpe, por lo que dio otro paso y propinó a su rival un golpe de ala que la hizo tambalearse.
A consecuencia del golpe, la cabeza le resonaba y el mundo se desdibujó. Mientras luchaba por liberarse de los efectos aturdidores del golpe de ala, pensó en lo injusto que era que alguien como Umrae —la cual hacía tiempo que había abandonado el entrenamiento en combate por considerarlo una pérdida de tiempo— venciera a alguien como ella, que una vez cada diez días sin falta se presentaba ante el capitán de la guardia para practicar.
Le pareció que transcurría mucho tiempo antes de que la cabeza se le aclarara. Giró sobre sí misma, convencida de que Umrae se disponía a atacarla por la espalda, pero no era el caso. De hecho, la zombi había desaparecido.
La única explicación era que hubiera alzado el vuelo. ¿Había mostrado por fin la sensatez de huir? Faeryl lo dudaba. Umrae la odiaba; la embajadora no sabía por qué, pero lo había leído en los ojos de la traidora, y no huiría cuando tenía toda la razón para creer que llevaba ventaja y que tenía en su mano matar a Faeryl. Ningún drow huiría en esas circunstancias, lo cual significaba que acechaba desde el aire, preparada para lanzarse en picado, coger a su ama por sorpresa y aplastarla contra el suelo.
Con el corazón latiéndole desbocadamente Faeryl alzó la vista y no vio nada. Entonces trató de captar el aleteo de la criatura y sólo oyó el eterno susurro amortiguado de la ciudad. No le sorprendió. Los zombis se distinguían por su sigilo cuando acechaban a su presa.
En la luminiscente línea violeta que adornaba uno de los chapiteles de la casa Vandree se recortó fugazmente una raya plateada, seguramente debida al extremo de una de las alas de Umrae.
Faeryl siguió observando hasta que, sobresaltada, descubrió a su secretaria. Con el piwafwi hecho jirones ondeando entre sus alas, la zombi se abalanzaba sobre ella como haría un ave rapaz del mundo exterior a punto de hundir sus garras en un roedor.
Confiando en que Umrae no se hubiera dado cuenta de que la había localizado, Faeryl continuó girando hacia todos lados y mirando. Cuando notó la perturbación en el aire, o simplemente guiándose por el instinto, saltó a un lado, giró sobre sus talones y alzó el martillo de guerra por encima de su cabeza.
Tenía pocas posibilidades de destrozar el corazón de esa criatura, aunque ya había comprobado que podía sentir dolor. Tal vez con el primer golpe lograría dejarla paralizada un instante, lo cual daría a Faeryl la oportunidad de propinar el que esperaba que fuese el martillazo de gracia.
La embajadora había cronometrado el movimiento a la perfección por lo que la cabeza de basalto se estrelló en el flanco de Umrae. Privada de su presa e inesperadamente golpeada, la ghoul se estrelló contra la lisa superficie de piedra de la calle con estruendo. De su corrupto cuerpo salieron despedidos jirones de carne que llenaron el aire con su hedor.
Faeryl localizó el blanco: el punto en el pecho de su rival donde debía de estar el corazón, y alzó Beso de madre para lanzar el siguiente ataque. Pero la traidora rodó sobre sí misma y se puso de rodillas. Faeryl golpeó, y Umrae extendió una garra, detuvo el martillo de guerra en el aire, lo arrancó de las manos de su rival y lo lanzó contra el suelo a tres metros de distancia.
La embajadora sintió el impulso de dar media vuelta e ir a por él, pero sabía que era una locura: Umrae la despedazaría si lo intentaba. En vez de eso reculó. La espía se puso en pie de un salto y la persiguió. Debido a su sobrenatural delgadez parecía un montón de palos que se hubieran agrupado espontáneamente para formar una burda copia de una persona.
Al tiempo que retrocedía, la noble procuraba acercarse en un curso serpenteante a donde había ido a parar su martillo. Umrae esbozó una sonrisa burlona y avanzó de lado sin perderla de vista de un modo que dejaba bien a las claras que sabía exactamente qué se proponía su ama y que jamás lo permitiría.
A la noble sólo le quedaba otra arma, lastimosamente inadecuada en esa situación: un cuchillo escondido en el cinturón que le ceñía a la cintura la ligera y flexible cota de malla. La hebilla de oro era la empuñadura, y cuando tiraba de ella, la corta y gruesa hoja adamantina salía de su funda. Iba ya a empuñarla cuando vaciló.
La daga nada podría contra las zarpas de Umrae, su amplio campo de acción y su resistencia a las heridas, a no ser que Faeryl se le acercara lo suficiente para usarla y a no ser que atacara por sorpresa. Pero ¿cómo, en nombre del Laberinto de los Demonios, iba a lograrlo? Umrae era capaz de acortar distancias rápidamente, pues cada pocos pasos batía las alas para acercarse un poco más. Durante el tiempo breve y a la vez eterno que la embajadora tardó en retroceder tres pasos buscó desesperadamente la solución.
Entonces recordó que aún agarraba el piwafwi, o mejor dicho lo que quedaba de él, en la mano izquierda. Tal vez podría utilizarlo para evitar que su rival la viera sacar el cuchillo. La capa había quedado convertida en un lamentable montón de harapos, y a ella nunca se le había dado muy bien los juegos de manos. No obstante, si la torpe Umrae había sido capaz de sacar la ampolla con la poción sin que su ama se diese cuenta a tiempo, sin duda ella también podría.
Faeryl no había dejado de mover la capa de un lado a otro todo el tiempo, por lo que no despertaría las sospechas de su rival si se cubría la cintura con ella. Simultáneamente enganchó los dedos de la mano izquierda en el óvalo hueco situado en el mismo centro de la hebilla y tiró. Pese a que nunca se había visto obligada a recurrir a esa última forma de defensa, en los dieciséis años transcurridos desde que un artesano la había confeccionado siguiendo sus instrucciones, la drow había mantenido tanto daga como vaina perfectamente engrasadas, por lo que la hoja salió fácilmente.
La embajadora estudió con atención a la ghoul; ésta no parecía haberse dado cuenta. No obstante, no podría mantenerla escondida más de uno o dos segundos. Si quería tener una oportunidad, se la tendría que fabricar ella misma rápidamente.
Fingió que se tambaleaba. Después de todo Umrae la había alcanzado, por lo que sería creíble que flaqueara y le costara seguir de pie.
La ghoul se tragó el anzuelo: de un salto se colocó frente a ella y la agarró por los antebrazos. En esa ocasión las zarpas de la zombi atravesaron la cota de malla de la embajadora y se le hundieron en la carne. Instantáneamente Faeryl se vio invadida por un intenso acceso de náuseas, seguido de otro. Las ganas de vomitar eran tan fuertes que dudaba poder usar el cuchillo de una manera controlada. Tal vez se acababa de servir a su enemiga en bandeja de plata.
Umrae sonrió ante la aparente o genuina indefensión de su ama. La embajadora notó que la secretaria tensaba los dedos, preparándose para arrancar la carne de los huesos, al tiempo que la atraía hacia sí y abría las mandíbulas para abrirle la cabeza con los colmillos.
Luchando contra la sensación de náusea y debilidad, Faeryl trató de extender la mano hacia adelante. El esfuerzo apartó su carne de las garras de la ghoul y agrandó sus heridas. Pese al dolor liberó el brazo. La daga se hundió en el arrugado pecho de Umrae, se deslizó limpiamente entre dos costillas y siguió clavándose hasta que los nudillos la impidieron seguir adelante.
Umrae se retorció e inclinó la cabeza hacia atrás para lanzar un silencioso grito. Sus manos se agitaban en espasmos, amenazando con hacer pedazos a Faeryl involuntariamente. Finalmente se quedó paralizada y se desplomó hacia atrás, arrastrando consigo a su rival.
En contra de todo lo que la embajadora había oído relatar, la secretaria no recuperó su forma original al morir. Sintiéndose asqueada, Faeryl permaneció un tiempo atrapada en el fétido abrazo del ghoul. Finalmente hizo acopio de todas su fuerzas para liberarse, temblorosa, de las garras clavadas en sus ensangrentadas extremidades y luego se alejó a rastras unos pocos metros del cadáver alado.
Gradualmente, pese al punzante dolor que sentía en pinchazos y verdugones, empezó a sentirse un poco mejor. Al menos físicamente, porque mentalmente se amonestaba duramente por esa conclusión que, en realidad, no podía considerarse una victoria.
Dado que el objetivo era averiguar qué sabía Umrae, no matarla, había metido la pata hasta el fondo. Debería haber accedido a cualquier petición de la traidora, pero en vez de eso se había dejado guiar por la furia y el orgullo. Asimismo debió haber detectado la ampolla y haber luchado con más destreza. De no haber tenido la suerte de cara, hubiese sido ella, y no la secretaria, quien yaciera muerta en el suelo.
La embajadora se preguntó si su estancia en Menzoberranzan tal vez había mermado sus facultades. En Ched Nasad tenía enemigos tanto dentro como fuera de la casa Zauvirr que la obligaban a mantenerse fuerte y precisa, pero en la ciudad de las arañas nadie le deseaba la muerte. ¿Había olvidado ya los hábitos que le habían permitido sobrevivir los primeros doscientos años de su existencia? De ser así, sería mejor que los recordara rápidamente.
Su enemiga aún no había acabado con ella. Faeryl no se había oxidado hasta el punto de olvidar cómo se libraban las guerras encubiertas. Era como una partida de sava, compuesta por muchos movimientos que progresivamente crecían en agresividad. El primer movimiento de su desconocida adversaria había sido ganarse a Umrae y verter mentiras en los oídos de Triel. Faeryl había respondido capturando a la espía y eliminándola del tablero. Cuando Umrae no se presentara a la siguiente cita, su enemiga sabría que había perdido el peón y movería otra ficha. Tal vez la madre. Quizá sugeriría a la matrona Baenre que había llegado el momento de encerrar a Faeryl en un calabozo.
Pero, en realidad, la vida no era una partida de sava. Faeryl podía hacer trampas y mover dos veces seguidas, lo cual en ese caso significaba huir de Menzoberranzan lo antes posible, antes de que la enemiga supiera que su agente había muerto.
Mareada y con un gusto desagradable en la boca por el esfuerzo realizado, la embajadora fue a por Beso de madre, su martillo de guerra, arrastrando los pies, preguntándose cómo se las apañaría para lograr ese pequeño milagro.