Capítulo cinco
Ryld tomó un sorbo del vino frío y agrio con la satisfacción que le daba el saber que, aunque técnicamente la partida aún continuaba, ya había ganado. Tres movimientos más y su mago y su orco de ónice atraparían y matarían a la madre de cornalina de su rival.
Como siempre, había logrado la victoria sin necesidad de recurrir a los dados. A decir verdad, si algo le disgustaba en el juego de sava eran esos ruidosos dados de marfil con imágenes mágicamente grabadas en sus caras, pues introducían el azar en lo que debería ser una prueba de pura astucia.
El adversario de Ryld era un joven, escuálido y zafio, perteneciente a un clan de mercaderes, que cada vez que bebía dejaba que gotas de licor se le escaparan por la comisura de los labios. Muy al principio de la partida había lanzado los dados, lo cual le dio la oportunidad de comerse a uno de los sacerdotes de su rival, cosa que hizo con delectación.
El joven observaba el tablero encorvado sobre la mesa y con la frente perlada de sudor, como si en esa partida se jugara el alma. Un jugador experimentado se habría dado cuenta casi instantáneamente que solamente podía hacer un movimiento. De hecho, tres movimientos antes habría previsto ya el inevitable mate y habría abandonado.
Sin olvidar qué le había llevado a El Joyero, Ryld retomó el hilo de la conversación que él y el achispado mercader habían mantenido a trancas y barrancas, haciendo un esfuerzo por no demostrar demasiado interés.
—¿Tu primo te dio algún indicio de que se proponía huir?
—No —respondió secamente el mercader—. ¿Por qué había de hacerlo? Él y yo nos despreciábamos. ¡Cierra el pico de una vez! Estás tratando de distraerme.
Ryld suspiró y se recostó de nuevo en la larga y delgada silla de piedra caliza que ocupaba y que no parecía muy sólida. Por el rabillo del ojo percibió algo que le hizo sentarse más erguido, asegurarse bien de la posición exacta de Tajadora contra la pared y, sigilosamente, soltar la espada corta en la lubricada vaina que le colgaba del cinto.
Ni siquiera él sabía qué había hecho sonar la alarma en su cabeza. Ése no era el primer grupito de juerguistas que había visto levantarse y desenvainar las armas, ya fuese para batirse en plan de broma o iniciar una pelea que no tenía nada que ver con el embozado varón que derrotaba a cualquiera que jugara a sava con él. De hecho, en El Joyero era muy habitual oír el áspero ruido de las espadas al ser desenvainadas. A simple vista ese cuarteto no era distinto, pero una voz interior advertía a Ryld que sí lo era. Efectivamente, los cuatro se dirigieron directamente hacia Ryld y su adversario, aún absorto en el juego, a través de la fragante neblina de incienso. Otros parroquianos percibieron asimismo el propósito de los espadachines y rápidamente se apartaron.
Una espada de adamantina que despedía un rojo resplandor, tal vez un espíritu prisionero, efectuó un veloz barrido horizontal por encima del tablero. Ryld la agarró y la apartó antes de que tumbara las piezas de sava o desordenara los alineados montones de monedas que llevaba ganadas. Pese a que la espada era tan afilada como sólo podía serlo un arma encantada, el guerrero logró asirla sin cortarse la mano. El escuálido rival, arrancado bruscamente de su ensueño, miró a su alrededor con alarma.
—¿En qué podemos ayudaros? —inquirió Ryld.
—Hemos oído lo que hablabais —respondió el poseedor de la espada.
Para ser varón, el recién llegado era muy alto y fornido, aunque no tanto como Ryld, y tenía unas prominentes orejas con unas puntas que parecían más largas que la cabeza, como las de un murciélago. Era el mejor vestido del cuarteto y obviamente el líder, aunque su ancha y hosca faz exhibía moretones. El maestro de armas supuso que alguna mujer noble debía de haberle propinado una paliza. Sin embargo, sus compañeros no le respetaban menos por ello.
Especialmente porque, tal como se fijó Ryld, dos de ellos también estaban heridos y se movían con una cierta rigidez o procurando apoyar más el peso en una pierna que en la otra. Tal vez todos pertenecían a la misma familia y habían sufrido las iras de una de las sacerdotisas de la casa, como tantas veces ocurría.
—Has estado haciendo muchas preguntas sobre fugitivos —dijo el que empuñaba la espada en tono de amenaza, arrastrando las palabras.
—¿De veras?
Ryld pensó que era una lástima que los tres músicos acabaran de abandonar el escenario. Seguramente las estridentes notas del cuerno largo habrían tapado su voz, y nadie lo habría oído.
—¿Por qué? —insistió el otro varón, frunciendo el entrecejo.
—Simplemente por ganas de charlar. ¿Sabes tú algo sobre esos bribones?
—No, pero sí sé que en El Joyero no nos gustan los tipos demasiado curiosos. No nos gustan aquéllos que persiguen a los fugitivos. No nos gustan los chivatos que escuchan nuestros secretos para revelárselos a las madres matronas.
—Yo no soy un espía.
Tal vez sí lo era, pero no iba a admitirlo delante de ese estúpido.
—¡Ja! —se mofó el espadachín—. Aunque lo fueras tampoco lo admitirías.
—Piensa lo que quieras. Te aconsejo que tú y tus amigos volváis a vuestra mesa y nos dejéis a mí y a este muchacho terminar la partida en paz.
El drow que empuñaba la espada roja se hinchó como una vejiga tan llena que estuviera a punto de reventar.
—¿Tratas de despedirme como a un sirviente? ¿Tienes idea de quién soy yo?
—Pues claro, eres Tathlyn Godeep. Yo te entrené. ¿Me recuerdas?
Ryld apartó la capucha que hasta ese momento le ocultaba el rostro. Tathlyn y sus amigos miraron con ojos desorbitados a su antiguo maestro como si ante ellos acabara de aparecer un antiguo y legendario dragón.
—Ya veo que sí. Así pues, adiós y buenos días.
Tathlyn buscaba desesperadamente alguna réplica que le permitiera poner fin a ese enfrentamiento con su dignidad intacta, pero los espectadores empezaron a reír. Ante eso, el orgullo se impuso al temor, y nuevamente adoptó una actitud despectiva.
—Sí —dijo alzando la voz para ser oído por encima de las risas—. Te conozco, maestro Argith, pero tú no me conoces a mí, no sabes en quién me he convertido. En la actualidad soy el maestro de armas de la casa Godeep.
La casa Godeep era una de las casas de menor importancia en Narbondellyn, donde las familias que ocupaban los últimos escalones de la jerarquía social se enzarzaban en luchas a muerte que apenas eran tomadas en consideración por los nobles de verdadera importancia. Ryld pensó que los Godeep no mejorarían mucho de posición si Tathlyn dirigía a los guerreros de la casa. Durante el entrenamiento, el mozalbete había aprendido a blandir la espada con razonable pericia, aunque siempre hizo gala de una inaceptable temeridad y una total falta de juicio cuando mandaba un escuadrón.
—Felicitaciones —dijo Ryld.
—Tal vez, de haber sabido que llegaría a ocupar una posición tan destacada no habrías disfrutando tanto machacándome los nudillos y haciéndome papilla los hombros.
—No lo hice para divertirme. Quería enseñarte a cerrar la línea exterior y mantenerte erguido. Traté de explicártelo con palabras, pero no me escuchabas.
»Ya he dicho que no pienso delatar ante las matronas nada de lo que pueda enterarme en este lugar. ¿Te basta con mi palabra? Si es así, no deberíamos pelear.
—Eso es lo que tú dices.
—Muchacho, perdón… maestro de armas, descansa, respira y reflexiona. Tengo la impresión de que estás furioso por esos moretones y esas heridas, y seguramente deseas descargar esa furia en alguien. Pero te recuerdo que no he sido yo quien te ha dado la paliza.
Tras un momento de silencio, Tathlyn replicó.
—No, no has sido tú, y supongo que si me castigaste durante el entrenamiento fue por mi bien. No te guardo rencor, maestro de armas. Disfruta del juego.
Ya empezaba a darse media vuelta cuando giró bruscamente el cuerpo. La punta de la larga espada roja apuntaba directamente al cuello de Ryld.
Antes de que el cuarteto pudiera siquiera llegar al tablero de sava, Ryld centró su peso discretamente y colocó los pies de manera que pudiera levantarse de la silla con rapidez. Al mismo tiempo se alzó de un salto y apartó la espada de un manotazo, pero no golpeó en el ángulo apropiado y el agudo filo de la espada roja le hizo un poco de sangre.
El maestro de armas cayó en la cuenta de que ésa era su primera lucha real en casi un año. Tenía intención de acompañar a uno de los escuadrones que patrullaban el Bauthwaf y matar a algunos de los depredadores que acechaban por allí procedentes de regiones más alejadas de la Antípoda, pero por alguna razón no había llegado a hacerlo.
No importaba, pues no albergaba ningún temor de haber perdido práctica. Era sólo que, mirando atrás, se sorprendía de su falta de motivación.
Todos estos pensamientos pasaron por su mente en un instante sin afectar a su velocidad de reacción.
Tathlyn saltó hacia atrás para ponerse fuera de su alcance mientras uno de sus compañeros arremetía contra Ryld. Era como si todos ellos pretendieran luchar, lo cual probablemente significaba que todos eran parientes y subordinados del maestro de armas de la casa Godeep. De otro modo, uno o más se hubieran mantenido en un segundo plano.
Ryld esquivó rápidamente la salvaje estocada que su rival le dirigía a la cabeza, desenvainó su espada corta en forma de hoja y atacó. El impulso que llevaba Godeep en su embate, la fuerza y la habilidad de Ryld, así como el filo mágico de su espada, dieron como resultado que el arma de Ryld se clavara profundamente en la parte interior del codo derecho de su rival. Aunque la espada corta no era su arma favorita —estaba encantada para herir incluso a espíritus incorpóreos—, era una buena espada. Del pinchazo empezó a manar la sangre y, trastabillando, Godeep dejó caer el alfanje que empuñaba. De hecho, hubiese sido más sencillo matar a ese mequetrefe que tan sólo herirlo, pero Ryld se hallaba en misión secreta, y un homicidio descarado atraería mucha más atención que una simple reyerta de taberna.
Tathlyn y sus otros dos compañeros vieron su oportunidad y se lanzaron al ataque. Ryld sabía que no tenía tiempo para liberar la espada corta del brazo de su víctima. Lo que hizo fue envolver al herido en un irregular globo de oscuridad y empujarlo hacia sus compañeros.
Ryld era tan incapaz de penetrar el campo de oscuridad como sus adversarios, pero asomándose por los bordes vio cómo el herido chocaba contra sus compañeros y los hacía trastabillar. El susto que les dio se sumó a la súbita ceguera. Eso dio al maestro de armas el tiempo que necesitaba para girar sobre sus talones, hacerse cargo del estorbo que representaban los numerosos muebles, observar a los jugadores de sava, que lo miraban boquiabiertos, y subirse de un salto a la mesa sobre la que descansaba el tablero con su propia partida. Sus pies destruyeron la trampa que tan astutamente había tendido al comerciante. Las piezas se esparcieron ruidosamente por el tablero y cayeron al suelo.
Se bajó por el otro lado, asió a Tajadora y giró para hacer frente a sus enemigos. En un movimiento demasiado rápido para poder ser seguido por el ojo, desenvainó la más fiable de sus armas y se puso en guardia. Era una espada de tamaño mayor que el habitual, pero tan bien equilibrada, que la notaba ligera como una daga.
Ryld oyó cómo los parroquianos empezaban a gritar palabras de ánimo o insultos a los combatientes. Un par de espabilados recogían apuestas.
Los tres adversarios que aún quedaban en pie se quitaron de encima sin miramientos a su pariente envuelto en el globo de oscuridad y avanzaron con seguridad, confiando en poder acorralar al maestro de esgrima contra la pared. El situado más a la izquierda se retrasó un poco, reacio a luchar, aunque no daba la impresión de que daría media vuelta y echaría a correr a menos que Tathlyn se lo ordenara, o que viera a su jefe caer bajo la afilada Tajadora.
Ryld no tenía ninguna intención de dejarse atrapar, por lo que se apartó de la pared del mismo modo que se había acercado a ella: saltando a otra mesa para bajar por el otro lado.
Al llegar al borde opuesto se encontró con un estoque preparado para ensartarlo cuando se bajara de la mesa. El Godeep que lo empuñaba —el más osado de los dos parientes de Tathlyn— era rápido y había concebido una buena táctica. Ryld llevaba tanto impulso que probablemente no podría detenerse para evitar ir derecho hacia el estoque.
Pero sí que podía ejecutar con Tajadora una amplia parada baja. La gran espada chocó contra el acero, más ligero, del otro varón, y lo apartó aproximadamente quince centímetros.
A continuación saltó casi encima del luchador del estoque y aterrizó tan cerca, que necesitaría un segundo para esgrimir a Tajadora y otro de sus rivales podría aprovechar ese momento. Para evitarlo, el maestro de armas descargó el pomo de la espada —una pesada bola de acero— en el mismo centro de la frente del varón con el estoque. Se oyó un impacto, y el guerrero cayó hacia atrás.
Algo se estrelló con fuerza en el peto de Ryld sin causarle ningún daño. Bajó la vista y comprobó que alguno de los espectadores, seguramente alguien que había apostado por los Godeep, le había disparado un dardo. Sin embargo, no tenía tiempo de buscar al culpable, pues inmediatamente tuvo que girar sobre sí mismo para encararse con los espadachines.
Como era de esperar, Tathlyn iba en cabeza. Ryld blandió a Tajadora contra la cabeza de su rival, e instantáneamente su antiguo alumno se echó hacia atrás, justo fuera del alcance de la espada. Su movimiento de piernas era mejor de lo que Ryld recordaba. Había aprendido algunas cosas desde que dejara la Academia.
Acercándose y alejándose alternativamente, el joven varón amagaba y provocaba, pavoneándose. Mientras tanto, el otro Godeep —el renuente— había dado un rodeo para tratar de sorprender a Ryld por la espalda.
El maestro de armas permitió que el muchacho recorriera la mitad de la distancia antes de lanzarse contra Tathlyn en un feroz ataque, fingiendo luchar a contrapié y con excesivo entusiasmo.
Así pues, el muchacho quedó detrás de Ryld en un momento en el que el maestro parecía ser totalmente incapaz de volverse y defenderse. Renuente o no, no podía dejar escapar esa oportunidad y atacó.
Ryld giró sobre sí mismo desplazando a Tajadora en un barrido horizontal. Por su mayor longitud, la gran espada inició el movimiento un momento antes de que el muchacho iniciara el asalto. Pero, gracias a su agilidad, el filo encantado de la espada no cercenó la mano del rival sino que únicamente le dio un tajo en la muñeca. El humilde noble dejó caer su arma y tuvo la mala idea de desenvainar una daga. El maestro de armas reaccionó propinándole otro tajo en la pierna que lo hizo caer al suelo.
Ryld sabía que al darse la vuelta para atacar al muchacho había dado la espalda a Tathlyn, el cual seguramente se disponía a descargar un golpe mortal. Giró para comprobarlo y, efectivamente, Tathlyn había salvado rápidamente la distancia que los separaba y apuntaba a su cabeza. Ryld paró el golpe con el borde de Tajadora con la esperanza de arrancarle de las manos la espada larga del mismo modo que había hecho con el estoque. El acero carmesí chocó con fuerza contra el espadón justo por encima del gancho de darada, resonó y rebotó, intacta. Había sido forjada con metal de calidad y fortalecida con encantamientos.
No obstante, las virtudes del arma no bastarían para salvar a su propietario. Ryld hizo una finta baja para obligar a la espada roja a descender e inmediatamente ejecutó un contragolpe. Tajadora cortó la frente de Tathlyn, y la sangre cegó al varón, haciéndolo retroceder.
Era evidente que ninguno de los Godeep tenía más ganas de lucha. Una vez más se volvió y escrutó la sala. Fuese quien fuese el autor del disparo muy prudentemente ocultaba la ballesta.
—Bien hecho —dijo Pharaun, repantigado en la barra copa en mano.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —le preguntó Ryld, mientras se encaminaba a recuperar su espada corta. Su víctima se la había arrancado y la había arrojado al suelo—. Me podrías haber ayudado, ¿no?
—Estaba demasiado ocupado apostando por ti. —El mago abrió su monedero para que los perdedores depositaran, de mala gana, sus monedas—. Sabía que no necesitabas ayuda contra un par de borrachos.
Ryld lanzó un gruñido y limpió sus armas con un trapo que encontró a mano.
—¿Quieres la espada roja? —inquirió—. Es una buena arma; tal vez una reliquia de la familia Godeep.
—Lo cual equivale a decir que la adquirieron ¿cuándo? ¿Hace diez días tal vez? —replicó el mago, risueño—. No, gracias. De todos modos, ¿para qué quiere una espada un hechicero? Pesa tanto que me deformaría y me rozaría la ropa.
—Tú mismo.
El maestro de Sorcere se acercó a Ryld y bajó la voz para preguntarle:
—¿Estás listo ya? Yo preferiría salir de aquí antes de que a Nym se le ocurra bajar al sótano.
—Ya casi estoy preparado —respondió Ryld, preguntándose qué trastada habría hecho Pharaun abajo—. Dale algo a Nym por los desperfectos.
El guerrero fue hasta las mesas de sava, cogió la funda de Tajadora así como sus ganancias, y luego buscó con la vista a su adversario. El joven se había retirado de la mesa de juego tan pronto como comenzó la lucha, pero no había ido muy lejos; a todos los drows les atraían los espectáculos sangrientos.
Ryld le lanzó una moneda de oro con el emblema de la casa Baenre grabada.
—Éstas son tus ganancias.
El joven mercader se quedó de una pieza, tal vez había bebido demasiado.
—El jugador que modifica la disposición de las piezas sobre el tablero, pierde —le explicó Ryld—. Es una regla del juego.
—No te imaginas cómo me he alegrado al subir y comprobar que llevabas a cabo nuestras indagaciones confidenciales con tu habitual tacto —comentó Pharaun.
Se detuvo para dejar pasar un arcón volador guardado por un mercader drow y seis descomunales osgos. La caja de piedra parecía un sarcófago, y tal vez lo era. En el Bazar se podía comprar casi cualquier cosa, inclusive cadáveres y momias embalsamadas con extrañas especias y enterradas en místicos ritos. Tales mercancías se vendían enteras o por piezas.
—No fue culpa mía —se defendió Ryld—. Yo no hice nada para provocar la pelea. Bueno —vaciló—, quizá fui un poco brusco cuando Tathlyn se acercó a la mesa.
—¿Brusco tú? ¡Imposible!
—Ahórrame tus bromas. De todos modos, ¿qué sacamos interrogando a la gente? —El maestro de Melee-Magthere se agachó bajo la esquina de un toldo confeccionado con pellejo de rote y añadió—: No se por qué no miras en tu bola de cristal y localizas a los fugitivos.
Pharaun sonrió.
—Porque sería mucho más aburrido, ¿no crees? Hablando en serio, ¿cómo te explicas que los Godeep se ofendieran por tus preguntas, los cuales no dudo fueron de una sutileza impecable? ¿Estarán acaso aliados con los fugados?
—Creo que, en realidad, no saben nada. La explicación es tan simple como que simpatizan con la idea de la huida y, en general, estaban de un humor de perros. Parece que una de las mujeres de la casa Godeep los castigó con los puños o una porra, y buscaban a alguien para descargar todo el resentimiento acumulado.
—¿Me estás diciendo que una hipotética sacerdotisa propina una paliza nada más y nada menos que al maestro de armas de la casa como si no fuera más que un esclavo o, a lo sumo, el más inútil de sus parientes varones? ¿No te parece raro?
—Bueno, ahora que lo dices…
—Además, El Joyero estaba insólitamente lleno hoy.
Pharaun se fijó en un orco con los ojos vendados que hacía malabarismos con dagas para divertimento de la muchedumbre y se detuvo unos momentos para contemplar el espectáculo. Ryld lanzó un suspiro en señal de impaciencia por esa interrupción en sus reflexiones.
El mago contó hasta cinco afiladas dagas que el esclavo cogía en sus manos surcadas de cicatrices y volvía a lanzar con total precisión. Una actuación laudable, si bien carente de brío. No obstante, Pharaun arrojó una moneda al amo del orco antes de seguir adelante, seguido por Ryld.
—Veamos —prosiguió el maestro de armas—, Tathlyn recibe una tunda y los clientes desbordan el burdel. ¿Qué relación tiene una cosa con la otra?
—¿Y si todos esos varones recibieron una paliza u otro tipo de castigo a manos de sus parientes femeninas? ¿Y si ésa es la razón por la que acudieron en bandada a su triste santuario en busca de refugio, lamerse las heridas y vengarse con una de las cautivas de Nym?
Ryld reflexionó con el entrecejo fruncido.
—Así que tu hipótesis es que las sacerdotisas de muchas casas distintas se han vuelto más severas e intratables. Desde luego eso podría provocar una avalancha de huidas entre los varones. Pero ¿por qué crees que todas esas sacerdotisas se comportan todas a la vez de manera mucho más cruel?
—Tengo el palpito de que cuando lo averigüemos, estaremos llegando a alguna parte.
Los dos maestros dieron un rodeo alrededor de un ciclópeo caracol que arrastraba un carro de doce ruedas. La boca de la criatura se abrió formando una O, y Pharaun, que en una ocasión se salvó por los pelos de ser devorado por uno de esos moluscos gigantes en estado salvaje, se estremeció sin importarle perder su dignidad, aunque era consciente de que ese espécimen en concreto ya no era capaz de segregar baba cáustica. Y así era, pues de las fauces del caracol sólo escapaban unas pocas gotas transparentes totalmente inofensivas. El carretero fustigó al hostil molusco con un látigo de largo mango.
—¿Qué has averiguado en el sótano? —preguntó el guerrero.
—En realidad nada que no hubiésemos deducido. Sin embargo, hice un favor a una antigua camarada, lo cual fue bastante agradable, más o menos.
—Si ni tú ni yo hemos descubierto nada significativo, nuestra visita a El Joyero ha sido una absoluta pérdida de tiempo.
—Nada de eso. La pelea te ha levantado el ánimo, ¿verdad? No has dejado de sonreír desde que salimos de allí.
—No seas ridículo. Admito que fue una escaramuza interesante pues…
Ryld empezó a narrar el duelo de manera ordenada, realizando un amplio análisis de cada acción con sus diversas alternativas y la estrategia que siguió en cada una. Pharaun asintió e hizo lo posible por no poner cara de aburrimiento.
Triel, madre matrona de la casa Baenre, una elfa oscura de color del ébano realmente diminuta para los estándares de su raza, caminaba a buen paso por el pasillo, avanzando rápidamente pese a su baja estatura. Por su parte, Jeggred, con poco más de dos metros de altura y piernas de macho cabrío más ágiles incluso que la mayoría de los drows, no tenía ninguna dificultad en seguir el ritmo de su madre. Pero la agotada secretaria que corría tras ellos parecía en peligro inminente de dejar caer la pila de pergaminos que acarreaba con ambos brazos.
Cuando la matrona oyó voces en plena conversación unos metros más adelante, sintió el impulso de avanzar más rápidamente, pero se reprimió al recordar que una drow de su augusta posición no debía rebajarse corriendo.
—Yo opino que es una prueba —dijo una suave voz femenina.
—Pues yo temo que sea un signo de desaprobación —replicó la otra voz ligeramente más grave y un poco nasal—. Tal vez hemos hecho algo para ofender a…
Triel y sus acompañantes doblaron una esquina y se dieron de frente con un par de primas Baenre holgazaneando. Ambas se quedaron sobrecogidas al ver a la madre matrona.
Ésta alzó la mirada hacia el rostro de su hijo, que con ese hocico ligeramente alargado, la boca llena de colmillos largos y afilados, así como unos ojos sesgados y orejas puntiagudas, parecía una mezcla de drow y lobo. Esa silenciosa mirada bastó para transmitirle sus deseos.
Jeggred saltó, y su larga e hirsuta melena se extendió a modo de abanico tras él. Agarró a ambas por el cuello con sus enormes manos, equipadas con garras para la lucha, y las alzó contra el muro de piedra caliza. Al mismo tiempo, sus otras dos manos, más pequeñas y semejantes a las de un drow, se flexionaron como si ansiaran sumarse a la violencia.
Y tal vez era así.
Triel concibió a su hijo en un apareamiento ritual con el glabrezu Belshazu. El fruto de esa unión fue Jeggred, un semidemonio conocido como draegloth, un valioso regalo de la reina araña. Su madre estaba convencida de que la crueldad y la sed de sangre ardían en todas y cada una de las partículas y células de su cuerpo. Lo único que impedía que Jeggred asesinara inmediatamente a las prisioneras o a cualquiera que se le cruzara por delante, era su sumisión ciega a Triel, no porque ésta le hubiera dado la vida sino porque era la primera entre las sacerdotisas de Lloth.
De vez en cuando la pequeña estatura de Triel era una ventaja, como entonces, pues no le acometió ninguna sensación de incomodidad ni claustrofobia al penetrar en el círculo circunscrito por los dos largos brazos de su hijo para plantarse ante sus primas. Desde tan cerca podía olerse el miedo de las dos drows así como oír los débiles sonidos de ahogo que emitían o los golpes sordos de sus talones al golpear contra la superficie tallada a su espalda.
—Os prohibí que hablarais de la situación en público —dijo Triel entre dientes.
La prima que estaba situada en la izquierda empezó a hacer más ruido; una especie de agónico gorgoteo. Tal vez trataba de decir que ambas estaban solas.
—Nos hallamos en un lugar público del castillo —repuso Triel—. Cualquiera, cualquier varón podría haber pasado por aquí y oíros.
La matrona blandió el látigo de colmillos procurando apuntar bajo a fin de no azotar accidentalmente las manos o los brazos de Jeggred. Las cinco víboras vivas mordieron a sus víctimas, aunque no lo suficiente como para satisfacer a su ama. Triel golpeó una vez y otra. La ira que sentía fue aumentando más y más hasta convertirse en una especie de éxtasis, una sensación placentera y simple en la que únicamente existía la paliza que estaba dando a sus primas, el olor y el sabor de su sangre que le salpicaba en la cara, y el agradable esfuerzo que realizaba el brazo que blandía el látigo.
Nunca supo qué la arrancó de ese gozoso arrebato. Tal vez simplemente se agotó. El hecho fue que cuando recuperó la calma las dos cotorras pendían de las garras de Jeggred inmóviles y silenciosas.
Tanto el draegloth como la escriba sonreían; ambos se lo habían pasado en grande contemplando la atroz tortura de ambas primas. Sin embargo, Triel se recordó que tenía mucho que hacer y había desperdiciado su tiempo al perder los estribos.
Lo cual era mala señal. La madre matrona Baenre, soberana de facto de toda la ciudad de Menzoberranzan, debería ser capaz de gobernarse a sí misma.
La inestabilidad emocional de Triel era de origen relativamente reciente. Durante todo el tiempo que dirigió Arach-Tinilith se había mostrado tranquila y competente. Esa posición de prestigio, sólo por debajo de la de su propia madre, le iba como anillo al dedo, y Triel nunca aspiró a más.
Sinceramente, no creía que pudiera haber más. Su madre parecía inmortal e indestructible. Pero, de repente, ya no estaba ahí, y en su corazón despertó la ambición que más pronto o más tarde afectaba a todos los elfos oscuros. ¿Debía renunciar acaso al trono de su madre? ¿Debía permitir que Quenthel o alguna otra mujer de la familia ascendiera por encima de ella, desde donde le daría órdenes para siempre jamás?
Finalmente, consiguió reclamar para sí el título de madre matrona, y aunque no tardó en sentirse abrumada por el alcance y las complejidades del cargo, en un principio las cosas no fueron tan difíciles. Todo se desarrollaba dentro de una cierta normalidad, y los acontecimientos no exigían una intervención espectacular desde lo más alto para corregir el rumbo.
Además, contaba con Quenthel y Gomph para que la aconsejaran. Cierto que su hermana y su hermano siempre discrepaban, pero Triel comparaba sus respectivas sugerencias y elegía la que más le convenía a ella. Eso era mucho más sencillo que tener ideas propias.
No obstante, debía enfrentarse a una crisis, tal vez la mayor crisis en la larga historia de los elfos oscuros, y todo apuntaba a que debería hacerlo sola. Obviamente no podía confiar en Gomph, y la insolente Quenthel afirmaba que tenía que ocuparse de la seguridad de Tier Breche antes de poder concentrarse en ningún otro asunto.
La madre matrona sacudió la cabeza para tratar de olvidarse de sus dudas y Preocupaciones.
—Bájalas ya —ordenó a Jeggred, el cual obedeció—. Cuando tengas un momento —dijo a la secretaria, alzando la voz para hacerse oír pese a los ahogados jadeos de las dos primas— busca a alguien que las lleve a Arach-Tinilith para que les hagan un apaño, y que alguien les limpie la sangre. Pero de momento seguiremos adelante; creo que llegamos tarde.
El trío siguió caminando. Al doblar la última esquina se encontraron frente a la puerta tras la cual se hallaba el estrado elevado desde el que se dominaba la sala de audiencias de mayores dimensiones de la casa Baenre. Un par de centinelas custodiaban la puerta para asegurarse que nadie se colaba para apuñalar a la madre matrona por la espalda. Al verla, ambos se pusieron en actitud de firmes.
Triel atravesó majestuosamente la puerta, seguida por Jeggred y la secretaria. La sala estaba tenuemente iluminada con luz mágica para facilitar la lectura de los documentos. Un dulce aroma perfumaba el aire, y el techo estaba adornado con un fresco de Lloth. Los guardias dispuestos a lo largo de las paredes —elfos oscuros cerca del estrado, y más allá esclavos ogros y minotauros— saludaron, mientras que suplicantes y solicitantes le dirigían la reverencia adecuada según su posición social: desde inclinar la cabeza y extender las palmas de las manos sin perder ni un ápice de dignidad, hasta arrojarse vilmente al suelo.
Mientras los observaba desde la plataforma elevada, Triel pensaba que era increíble la cantidad de drows que acudían a la audiencia que la matrona celebraba cada diez días. Cuando dirigía la Academia tenía la impresión de que siempre había alguien que requería su atención, pero eso no podía compararse con las hordas de idiotas que constantemente acosaban a la matrona Baenre, muchas veces para pedirle que resolviera asuntos triviales o incluso disparatados.
Triel tomó asiento en el trono de su madre, una pieza que valía el rescate en oro de una emperatriz, con un ancho y llameante respaldo tallado de modo que se asemejara al arco de una telaraña. Su predecesora había sido una mujer alta y fornida, por lo que ella siempre se sentía un poco infantil y perdida en ese trono. No obstante, tenía el suficiente espíritu irónico para comprender el accidental simbolismo.
Entre la multitud que esperaba descubrió en primera fila a Faeryl Zauvirr con un voluminoso rollo de papeles bajo el brazo. La madre matrona sonrió, pues al menos sabía cómo iba a tratar a esa solicitante en concreto. Gracias a la diosa, para variar, Waerva, una de las mujeres de menos importancia de la casa, había demostrado su utilidad. Le había proporcionado información importante sobre Faeryl y le había sugerido qué hacer con ella.
Triel decidió que sería una buena idea empezar con una exhibición de autoridad y sagacidad. Tal vez eso marcaría la pauta para el resto de la sesión. Esperó a que el heraldo concluyera con los ceremoniales y que la multitud se levantara. Entonces, manchada aún de sangre y sintiéndose segura por la presencia de Jeggred tras el trono, indicó con un gesto a Faeryl que se acercara.