Capítulo dos
El tenue, suave y resplandeciente vestido de Quenthel Baenre —dama matrona de Arach-Tinilith— susurraba mientras la elfa daba vueltas empuñando un látigo de víboras que se retorcían. Sus iras iban dirigidas a un grupo de mujeres más jóvenes que se apiñaba en el centro de la sala con paneles de mármol e iluminada por la luz de las velas.
Quenthel siempre había sabido cómo inspirar temor en aquéllos que la contrariaban, y esas estudiantes no eran una excepción. Algunas temblaban y hacían esfuerzos por no prorrumpir en sollozos, e incluso las más hurañas y rebeldes no osaban mirarla a los ojos.
Quenthel prolongó su silencioso escrutinio gozando del temor de las jóvenes hasta que éste llegó a un extremo insoportable, momento que eligió para hacer restallar el látigo. Algunas de las estudiantes se sobresaltaron, lanzaron gritos ahogados y dieron un brinco.
Mientras las cinco largas víboras con anillos negros y carmesíes que constituían las trallas del látigo se alzaban desde el adamantino mango, enroscándose e investigando, Quenthel habló:
—Vuestras madres os han repetido durante toda la vida que cuando una estudiante asciende a Tier Breche debe permanecer aquí, recluida y alejada de la ciudad durante diez años. El día que entrasteis en la Academia yo misma os lo recordé.
La gran sacerdotisa se aproximó con paso majestuoso a una de las estudiantes, atrapada al frente del grupo. Gaussra Kenafin era algo regordeta, de rostro pleno y con unos dientes tan negros como su rostro. Adivinando la voluntad de Quenthel, las víboras exploraron el cuerpo de la novicia y se deslizaron por sus curvas agitando la lengua. La directora de Arach-Tinilith observó los ímprobos esfuerzos de Gaussra para permanecer inmóvil y evitar así que los reptiles la mordieran.
—Tú también lo sabías, ¿no es cierto? —inquirió Quenthel con voz ronroneante.
—Sí —respondió Gaussra entrecortadamente—. Lo siento. Por favor, alejad de mí las serpientes.
—Qué impertinencia la tuya. Todas habéis perdido el derecho a pedirme nada. Podéis besarla.
Estas últimas palabras iban dirigidas a las víboras, que al instante hundieron sus largos colmillos en mejilla, garganta, hombro y pecho. Gaussra se desplomó al borde de un ataque; echaba espumarajos por la boca y se mordía su propia lengua con los negros incisivos.
Pero no murió. Temblando aún por el dolor de las mordeduras, Gaussra se incorporó en el suelo, totalmente aterrorizada y claramente humillada.
—Regresarás a tu casa —declaró Quenthel, gozando de la expresión que se pintó en el rostro de la novicia al comprender las implicaciones—. Si vuelves a ponerte al alcance de mi látigo, las víboras te morderán con su veneno.
Dicho esto se alejó de Gaussra, la cual se puso dificultosamente en pie y salió corriendo de la sala.
—Todas sabíais qué se esperaba de vosotras —dijo al resto de novicias—, y no obstante tratasteis de huir. ¡Tal comportamiento supone una afrenta para la Academia, para vuestras familias, para Menzoberranzan y para la misma Lloth!
—Sólo queríamos alejarnos un tiempo —dijo Halavin Symrywin, que llevaba encima la mitad de la mísera fortuna de su insignificante familia en forma de vulgares ornamentos de oro—. Pensábamos regresar.
—¡Mientes! —gritó Quenthel. Halavin se estremeció.
Las víboras del látigo retrocedieron y repitieron sus palabras.
—¡Mientes!
—¡Mientes!
—¡Mientes!
En otras circunstancias, Quenthel habría sonreído, pues se sentía orgullosa de esa arma. Muchas sacerdotisas poseían un látigo de serpientes, pero el suyo era muy especial. Las víboras eran venenosas, poseían una inteligencia demoníaca y estaban dotadas con el don de la palabra. Era la última herramienta mágica que había conjurado antes de que todo se estropeara.
—Oh, sí, claro que hubierais regresado, pero solamente si vuestras madres os lo hubieran ordenado, si es que no os mataban por haberlas avergonzado. Por suerte, ellas tienen el sentido suficiente para respetar las sagradas tradiciones de Menzoberranzan, aunque sus degeneradas hijas no lo hagan.
»Vuestras madres no protestarían si os matara a todas. Más bien me darían las gracias por limpiar el honor de su casa. Pero Lloth desea nuevas sacerdotisas y, pese a todo, existe una posibilidad, aunque remota, de que una o dos de vosotras seáis dignas de servirla. Así pues, os cortaréis un dedo de cada mano y los quemaréis ante el altar de la diosa para suplicar su perdón. Ordenaré que me traigan un cuchillo y un tajo.
Quenthel comprobó con placer que la expresión de las novicias era de congoja, y que se encogían de miedo. Y sabía que contemplar las mutilaciones aún le causaría más placer. Seguramente lo más divertido sería cuando ya se hubiesen cercenado un dedo y tuviesen que emplear esa mano ensangrentada, pese al dolor, para cortarse un dedo de la otra mano.
—¡No!
Sorprendida, Quenthel buscó con la mirada a la culpable de tal arrebato. El grupo de novicias que había tratado de escabullirse de la escuela se dividió por el centro y abrió un pasillo que conducía hacia la esbelta mujer del fondo. Era Drisinil Barrison Del’Armgo, la de nariz afilada, ojos verdes y largas piernas, y de quien Quenthel había sospesado desde el principio como instigadora del intento de fuga. La novicia se las había arreglado para introducir a escondidas en la sesión disciplinaria una daga tan grande que más bien podía considerarse una espada corta, y que mantenía baja, en guardia.
Quenthel reaccionó como cualquier drow en su misma situación. El anhelo de aceptar el reto y matar a su rival era tan intenso como un impulso sexual que clamara ser liberado de manera explosiva. Ya fuese en respuesta a las impetuosas emociones de su ama o porque la temeridad de Drisinil las había ofendido, las víboras del látigo se alzaron y sisearon.
El problema era que, pese a que Quenthel acababa de afirmar justo lo contrario, esas novicias no eran elfas insignificantes. Pese a su falta de experiencia eran valiosas, y la misión de la Academia consistía en refinarlas y convertirlas en herramientas útiles. Nadie le buscaría las cosquillas por unos cuantos meñiques amputados, pero las madres matronas esperaban que sus hijas, al menos la mayoría, sobrevivieran a la etapa de formación. Era por ello por lo que el renegado Mizzrym se encontraba en un apuro. Cierto que Pharaun solamente había perdido a varones, pero por su culpa la Academia había cubierto el cupo de muertes admisibles en unos años.
En esa coyuntura sería una estupidez que Quenthel matara a una de sus estudiantes, especialmente si se trataba de un vástago de la poderosa familia Barrison Del’Armgo. La drow no deseaba encender la llama de la discordia entre la Academia y las casas nobles cuando Menzoberranzan se hallaba al borde del desastre.
Además, le preocupaba la posibilidad de que el resto de fugitivas frustradas se sumaran a la lucha para apoyar a su cabecilla.
Quenthel tranquilizó mentalmente a las víboras, fijó en Drisinil su mirada más dura y repuso:
—Piensa.
—Ya he pensado —replicó Drisinil—. He pensado por qué tenemos que pasarnos diez años de nuestra vida encerradas en Tier Breche, cuando aquí no hay nada para nosotras.
—Aquí lo tenéis todo —dijo Quenthel sin suavizar ni un ápice la mirada—. Aquí es donde aprendéis a ser todo lo que una dama de Menzoberranzan debe ser.
—¿Qué? ¿Qué estoy aprendiendo?
—En estos momentos, paciencia y sumisión.
—No es por eso por lo que vine.
—Es evidente que no. En ese caso, considera lo siguiente: Actualmente todas las sacerdotisas de Menzoberranzan participan en un juego cuyo objetivo es convencer a los demás de que todo va bien. Si una estudiante abandona Arach-Tinilith antes de tiempo, cosa que nunca había sucedido desde la fundación de la ciudad, parece extraño y apunta a que algo no va bien.
—Tal vez es que ese juego no me importa en absoluto.
—Pero a tu madre sí. Ella lo juega tan diligentemente como el resto de nosotras. ¿Crees que te dará la bienvenida a casa si pones en peligro todos sus esfuerzos?
Los ojos color esmeralda de Drisinil parpadearon. Era el primer indicio de que la mirada de Quenthel estaba surtiendo efecto.
—Bueno… sí, estoy segura de que me daría la bienvenida.
—¿De veras? ¿Acogería con los brazos abiertos a una traidora a su casa, a la ciudad, al sexo femenino y a la misma diosa?
—La diosa…
—¡Silencio! —ordenó Quenthel—. O ahora mismo morirás, y tu alma sufrirá el tormento eterno. No sólo hablo como la dama matrona de Arach-Tinilith sino como una Baenre. ¿Sabes quiénes somos, Barrison Del’Armgo? Somos la primera casa, y vosotros sólo la segunda. Incluso si consiguieras huir de Arach-Tinilith, incluso si tu zafia y burda madre cometiera la estupidez de abrirte las puertas de ese antro al que llamáis casa, no sobrevivirías ni un mes. Mi hermana Triel, la madre matrona Baenre, te destruiría personalmente.
Era la pura verdad. Aunque las dos hermanas Baenre no se tenían ningún cariño, cuando se trataba de defender la supremacía de la familia se apoyaban la una a la otra por completo.
Drisinil tragó saliva y bajó ligeramente la mirada.
—No pretendía ofenderos, dama matrona. Es sólo que no quiero mutilarme.
—Pues lo harás, novicia, y ahora mismo. No te queda otra opción… y por una feliz casualidad resulta que empuñas ya un cuchillo.
Drisinil volvió a tragar saliva, pero con mano trémula colocó la daga en posición para cortarse el dedo meñique. Quenthel pensó que le sería más fácil si la novicia se aproximaba a una mesa vecina y colocaba el meñique encima, pero se había tomado al pie de la letra lo de «ahora mismo», y la suma sacerdotisa no pensaba intervenir. Mentalmente disfrutaba ya del primer corte cuando un estruendo semejante a un centenar de cuernos metálicos que tocaran una nota desafinada hendió el aire.
Por un momento, Quenthel vaciló, no porque estuviera asustada sino desorientada. Sabía qué significaba ese ruido, pero era la primera vez que lo oía. De hecho, que ella supiera, nadie lo había oído nunca.
Las sacerdotisas de Menzoberranzan disfrutaban de una compleja relación con los moradores del Abismo. Algunos entes infernales eran caballeros o las siervas de Lloth, y en las ceremonias eran venerados como tales. Pero en otras ocasiones, las sacerdotisas no tenían ningún escrúpulo en atrapar a los espíritus con hechizos de invocación y obligarlos a cumplir sus órdenes. A veces, esos seres se desplazaban por voluntad propia al plano físico y masacraban a cualquier mortal que se les cruzara por delante, drows incluidos, pese a que de algún modo compartían una misma naturaleza.
Las fundadoras de la Academia habían protegido Tier Breche en general, y Arach-Tinilith en particular, con conjuros que impedían la entrada a todos los espíritus, menos los que fuesen expresamente convocados. Innumerables generaciones de sacerdotisas habían considerado que las barreras eran inexpugnables, pero a juzgar por la estridente alarma, las barreras estaban cayendo una tras otra.
El estrépito parecía provenir del sur. Olvidando los goces del castigo, Quenthel corrió en esa dirección. Pasó velozmente por delante de innumerables capillas, altares e iconos de Lloth en sus dos formas —de elfa oscura y de araña—, por delante de las aulas en las que se impartían las lecciones de dogma, ritual, magia divina, tortura, sacrificio y todas las demás artes que las novicias debían conocer. Olvidando los libros, las pizarras y los esclavos a medio diseccionar, algunas maestras y estudiantes parecían dispuestas a investigar la fuente de la alarma, mientras que otras simplemente parecían sobresaltadas y confusas.
El ruido cesó. O bien el demonio había cejado en su intento de abrirse paso, o bien había superado ya todas las barreras. Quenthel apostaba por la segunda posibilidad, y al oír los chillidos supo que estaba en lo cierto.
—¿Sabéis qué está tratando de entrar? —preguntó entre jadeos.
—No —siseó Yngoth, que tal vez fuera la más sabia de las víboras que formaban el látigo—. El intruso se oculta de la Visión.
—Pues qué bien.
El eco de los gritos condujo a Quenthel a un espacioso pasillo iluminado por velas, lleno de impresionantes esculturas de mármol negro que representaban arañas colocadas allí para que la entrada del templo fuese realmente imponente. Las vapuleadas hojas de la enorme puerta doble adamantina que se abría en el curvado muro oriental se veían torcidas y colgaban de sus goznes, permitiendo ver la meseta exterior. En el suelo yacían varias sacerdotisas golpeadas e inconscientes. Por un instante Quenthel no fue capaz de discernir qué había causado el estropicio, pero entonces vio cómo el culpable de todo eso se dirigía hacia otra desventurada servidora de Lloth.
La intrusa era una araña gigante muy semejante a las relucientes efigies negras que la rodeaban y, al verla, Quenthel sintió una familiar e inoportuna punzada de duda.
Por una parte, el demonio —si es que realmente era eso— estaba atacando a sus pupilas y al personal de Arach-Tinilith, pero por otra parte era una especie de araña y, por tanto, sagrada para Lloth. Era posible que fuese una emisaria enviada por la diosa para castigar a los drows débiles y heréticos. Tal vez debería hacerse a un lado y dejar que continuara causando estragos.
De algún modo, el demonio presintió su presencia, se volvió y corrió hacia ella, como si la hubiera estado buscando desde el principio.
Aunque muchas arañas poseían varios ojos, ésa en concreto era tan insólita que rebasaba la frontera de la deformidad. Detrás de las recortadas mandíbulas comenzaba una cabeza que no era nada más que una masa de ojos protuberantes, y otros se abrían aquí y allí a lo largo del bulboso y reluciente cuerpo negro de la criatura.
A pesar de sus peculiaridades, la actitud inequívocamente hostil de la araña disipó la vacilación de Quenthel en un instante; mataría al estrafalario monstruo.
La cuestión era cómo. La drow no se sentía débil —esa sensación siempre le había sido ajena y siempre lo sería—, pero era consciente de que no era el mejor momento para ella de librar esa batalla. Además de muchas otras desventajas, ni siquiera llevaba su túnica de malla ni el piwafwi. La mayor parte de sus subordinadas la temían demasiado para tratar de asesinarla, por lo que raramente llevaba esas protecciones entre los muros de Arach-Tinilith, y siempre había estado segura de que no necesitaba armadura para disuadir a las más osadas.
Mientras se alejaba de las arremetidas de la araña, las delicadas y relucientes manos negras de la drow abrieron la bolsa que llevaba al cinto, extrajeron un rollo de pergamino y lo desplegaron. Todos estos movimientos fueron ejecutados con una pericia fruto de la práctica y también con cierta irritación, pues el rollo mágico era un tesoro y estaba a punto de utilizarlo. No obstante, era necesario, y además, el pergamino no era ni mucho menos el único objeto mágico que se guardaba en el templo.
Rápidamente, pero con una cadencia y una pronunciación perfectas, leyó los versos escritos en letras doradas. A medida que las leía iban desapareciendo de la página. Una llama fría y oscura saltó del pergamino al suelo y se propagó por la pulimentada superficie más rápidamente que un fuego incontrolado por un bosquecillo de hongos secos y muertos, trazando un sendero que iba de la elfa al demonio.
Las negras llamas bañaron los finos y afilados extremos de las patas del demonio. Asimismo debería haberlo dejado fuera de combate y lanzarlo hacia atrás, pero no fue así. El arácnido siguió avanzando con la misma agilidad, lo cual equivalía a decir a bastante más velocidad de la que podía alcanzar una elfa oscura.
—¡El espíritu tiene defensas contra la magia! —gritó K’Sothra, tal vez la menos inteligente de las víboras de su látigo y, desde luego, la más inclinada a decir obviedades.
Quenthel no tenía tiempo para otro hechizo antes de que la araña la alcanzara y tampoco podía huir. Tendría que ser más hábil que el arácnido. Dejó caer el inútil pergamino, se dio media vuelta y se zambulló bajo el abdomen de una de las estatuas. A no ser que el demonio fuese capaz de encogerse o cambiar de forma, no podría meterse en un espacio tan pequeño.
La gran sacerdotisa se arrastró por el suelo, despellejándose los codos. Una de las serpientes maldijo furiosamente cuando su cabeza cubierta de escamas y en forma de cuña rascó contra la piedra. La elfa giró sobre sí misma y comprobó que únicamente había ganado un segundo. Ciertamente el demonio no podía deslizarse bajo la estatua, pero, con sus aglomerados ojos llameando de furia, estaba trepando por ella rápidamente. De cerca era perceptible el hedor a carroña que despedía.
Quenthel sabía que si permitía que la araña le saltara encima, la inmovilizaría contra el suelo y la despedazaría con las mandíbulas. Así pues, se puso rápidamente en pie y blandió el látigo.
Las víboras se retorcieron en el aire, preparándose para morder. Sus venenosos y afilados colmillos se hundieron profundamente y desgarraron algunos de los protuberante ojos del demonio antes de soltarlos. De los órganos manó fluido, y se desinflaron. Las serpientes se agitaron de alegría.
Quenthel sintió su júbilo gracias al vínculo psiónico que la unía con ellas, aunque sabía que era un júbilo prematuro. La araña tenía montones de ojos, y el latigazo solamente la había frenado un instante. Se preparaba para saltar.
Aunque la lucha la había sorprendido sin algunas de sus protecciones al menos llevaba el collar de pálidas perlas negras. Quenthel alzó una mano, deslizó una de las cuentas encantadas fuera de la fina cadena de oro forjada de un modo muy especial y se la arrojó a la araña.
Una esfera de potente luz blanca rodeó al demonio. Gracias a Lloth en esa ocasión su magia había dado resultado. La araña se agitaba dentro de una invisible esfera de fuerza mágica, totalmente aterrada. La explosión le había provocado atroces heridas en todo el cuerpo aunque, por desgracia, no acusaba el dolor y seguía tratando de romper la esfera que la mantenía prisionera. De los extremos de sus patas brotaban chispas blancas y azules, lo cual indicó a Quenthel que el monstruo estaba usando algo más que la fuerza bruta y el pánico para liberarse.
Háblame, le dijo Quenthel mentalmente, segura de que la araña oiría esas palabras. Notó una conexión muy débil, tal vez atenuada por la esfera de fuerza.
Al mismo tiempo que la esfera se desvanecía Quenthel sacudió de nuevo el látigo con la intención de que los colmillos de las víboras atravesaran la horrenda faz de la araña y llegaran al cerebro que presumiblemente estaba detrás.
La araña se alejó de un salto de manera tan brusca como una de sus diminutas primas saltarinas, dibujó un alto arco y aterrizó al otro extremo de la sala, detrás de una hilera de estatuas. Inmediatamente se escabulló entre las sombras y aunque Quenthel miraba muy atentamente, la perdió de vista.
¿Dónde estás?, le preguntó mentalmente.
La respuesta fue un estallido de furia imposible de expresar con meras palabras. Quenthel dejó de tratar de comunicarse con ella, aunque si era una servidora de Lloth debería haberle respondido.
—¿Por qué no huís ahora, ama? —sugirió Hsiv, el primer diablillo al que Quenthel había confinado dentro de un látigo de serpientes—. Si corréis hacia la puerta, no os podrá alcanzar.
—¡No digas tonterías! —replicó Quenthel—. Esa bestia ha perturbado mi Academia y ha osado amenazarme. Tendrá su merecido.
Contagiadas de su furia las víboras se alzaron y silbaron hasta que la drow les ordenó mentalmente que se callaran.
Una de las sacerdotisas tumbadas en el suelo gemía de dolor. Quenthel se acercó a la víctima del demonio-araña y la golpeó en la cabeza, silenciándola al instante.
Pese a haber eliminado cualquier sonido superfluo, no conseguía localizar a la araña. En la sala reinaba un absoluto silencio roto únicamente por su propia respiración.
La gran sacerdotisa se volvió lentamente y, con el corazón latiéndole aceleradamente, examinó las numerosas efigies de arañas. ¿No acababa de moverse un poco la articulación de esa pata? Y esa cabeza ¿no acababa de volverse levemente para que no pudiera verle la cara y comprobar que tenía demasiados ojos? ¿Acaso la figura de la derecha no se había acercado un poco aprovechando que ella no miraba?
No, no y no. No era más que su imaginación que trataba de suplir lo que la observación no captaba.
Quenthel olisqueó unas cuantas veces sin éxito. Notaba en el aire el hedor de la araña, pero era incapaz de decir de qué dirección procedía.
¡Por el Laberinto de los Demonios, esa maldita araña tenía que estar en alguna parte!
Sí, era cierto, aunque no necesariamente en el suelo, si es que era capaz de trepar por superficies verticales como sus congéneres de menor tamaño.
Sí, suponía que el demonio se aferraba a la parte superior de los muros o al techo. Le habría costado un poco superar el shock provocado por la esfera y el dolor de las profundas heridas, aunque no dudaba que se estaba arrastrando hacia la mejor posición desde la que lanzarse sobre su rival.
Quenthel alzó la vista. Los artistas no se habían olvidado de decorar también el alto techo de la sala, que quedaba en las sombras. El techo era una telaraña octogonal llena de arañas pintadas, lo cual proporcionaba un espléndido camuflaje al demonio. Si realmente estaba agazapada en medio del techo, Quenthel no podía verla.
Sin dejar de escrutar el fresco, mientras las víboras vigilaban, retrocedió hacia uno de los apliques de la pared y leyó la frase de otro hechizo. La llama de la tea se avivó bruscamente y rugió, tornándose negra. La elfa introdujo un brazo en el oscuro fuego, y la sutil tela de la manga prendió al instante.
Aunque se hallaban al otro extremo del brazo que no ardía, las serpientes silbaron y se retorcieron, alarmadas. Quenthel las puso firmes con una brutal descarga mental. Parte del fuego mágico fluyó por su brazo hacia la palma de la mano, donde se congeló en forma de una suave bola semisólida. Quenthel la arrojó, y su magia salió disparada como un guijarro de una honda, hacia el fresco del techo. Allí estalló en una turbia llamarada.
La drow siguió arrojando proyectiles mágicos al techo. Allí donde el fuego oscuro impactaba, el fresco ardía con llamas amarillas, que llenaban el aire de un humo que picaba en los ojos y de un horrible hedor que se transformaba en un desagradable sabor que se pegaba al fondo de la boca.
Quenthel disparaba a ciegas, pero mientras el fuego se propagase por el fresco, no importaba. La araña no se quedaría allí quieta, sino que tendría que moverse para huir del fuego, y entonces Quenthel la vería.
A no ser que se ocultara en otro sitio. Tal vez se le estaba acercando sigilosamente por detrás mientras ella miraba fijamente el fresco que ardía, y las serpientes estaban tan nerviosas e inquietas por la proximidad del fuego negro que no vigilaban como deberían.
No, su intuición no la había engañado, pues descubrió a la araña que se preparaba para saltarle encima. Después de hacerla salir del escondite, ya sólo tenía que sobrevivir a ese nuevo ataque.
La elfa se zambulló para esquivar el cuerpo que caía sobre ella y giró sobre sí misma, dejando en el suelo una negra estela de fragmentos de tela chamuscados. La araña, con los destrozados ojos rezumando, aterrizó con un golpe sordo y flexionó las ocho patas para absorber el impacto.
Quenthel se puso de pie rápidamente y se alejó del arácnido. Tenía el vestido encendido y casi todo el cuerpo envuelto en fuego negro. Arrojó una nueva bola de fuego que estalló en la espalda del demonio y se extendió por los flancos. Por suerte, la magia volvió a surtir efecto, y también la araña quedó envuelta en un manto de oscuras llamas. El calor creaba ondas en el aire por encima de ella.
¿No debería desplomarse o, al menos, tambalearse de un lado a otro en impotente agonía? Desde luego el fuego la estaba afectando, pues Quenthel percibía el olor a carne quemándose a pesar del omnipresente hedor que despedía la pintura que se quemaba, pero el demonio se volvió y corrió hacia ella.
Quenthel apuntó el siguiente proyectil incendiario contra el conglomerado de ojos que parecían ser, de un modo que no comprendía, el corazón mismo del demonio. La araña se tambaleó y vaciló cuando la ardiente oscuridad se le derramó sobre los ojos, pero sólo duró un segundo y enseguida siguió avanzando.
Aunque sabía que no podría ganarla en velocidad, la drow gritó el nombre de la diosa, confiando en que al menos la hubiera debilitado un poco. Envuelto en fuego oscuro, todo su cuerpo era un arma, y quemaría a la araña con sólo tocarla. Las llamas oscuras en las extremidades del monstruo se convertían en amarillas, lo que indicaba que su cuerpo podía arder, pero para ello debía alcanzarla. La ferocidad natural de las víboras pudo más que su terror al fuego, por lo que mordían y desgarraban la carne frenéticamente, invadidas por la sed de sangre.
Al principio, sacudiendo el látigo, agachándose y esquivando, Quenthel logró mantenerse lejos de las mandíbulas de la araña. No obstante, se movió a la izquierda cuando debería haber saltado a la derecha, y las afiladas pinzas se dispusieron a cerrarse con un chasquido alrededor de la elfa.
A punto estuvieron de hacerlo. Pero la idea de quemarse al tocarla resultaba tan aborrecible, que la araña vaciló sólo un instante. Antes de que pudiera hacer acopio de voluntad para seguir, Quenthel le propinó el golpe de gracia.
Las víboras del látigo atravesaron el rostro carbonizado y destrozado del arácnido y se hundieron en los tejidos inferiores. La araña se sacudió, se quedó quieta, agitó dos patas de manera incontrolada y, lentamente, la ardiente mole cayó al suelo, al mismo tiempo que el conjuro de Quenthel se eclipsaba y el fuego oscuro que aún crepitaba en la sala, se extinguía.
La drow lanzó gritos de júbilo. Igualmente jubilosas y sólo ligeramente chamuscadas, las víboras se agitaron alegremente al final del látigo. Pero el buen humor de todo el mundo duró lo que la princesa Baenre, cubierta de humo y cenizas, tardó en volverse hacia la puerta.
Aunque había estado demasiado ocupada para darse cuenta, varias maestras y novicias se habían apiñado en el umbral para observar la batalla. Aún contemplaban a Quenthel con ojos muy abiertos y la duda pintada en sus rostros.
—Era una profanación. Una farsa —declaró Quenthel, mirándolas a todas con actitud arrogante.
Ellas le aguantaron la mirada únicamente un instante, luego unieron las manos y humillaron la cabeza tributándole homenaje.