Capítulo veintiuno

Cuando los maestros doblaron la esquina, Pharaun vio a un renegado a aproximadamente cinco metros de distancia. Iba bien armado y caminaba resueltamente, tal vez para unirse a uno de los escuadrones asesinos que se abatirían sobre la ciudad cuando la rebelión goblin la sumiera en el caos.

Tenía buenos reflejos. Apenas vio a los fugitivos se aproximó a la pared, sin duda para ocultarse tras una cortina de oscuridad.

Pharaun alzó las manos para lanzar dardos de fuerza —le quedaban dos hechizos que no requerían un objeto focal—, pero Ryld fue más rápido al disparar con la ballesta. El proyectil se hundió en un ojo del renegado, que cayó.

Los maestros se aproximaron al cadáver y se agacharon para inspeccionarlo. Pharaun no se extrañó de que no llevara encima ningún componente para hechizos, aunque fue una pequeña decepción.

Aunque el maestro de Sorcere estaba seguro de sí mismo, se daba cuenta de que debido a un exceso de confianza y ambición Ryld y él se hallaban en una situación desesperada, en las mismas fauces del enemigo. Necesitaba ingredientes para poder lanzar la mayor parte de encantamientos que conocía, y el maestro de armas acusaba los efectos del golpe en la cabeza y del ataque psiónico de Syrzan. Casi nadie se habría dado cuenta, pero Pharaun lo conocía muy bien y no se le escapaban las sutiles indicaciones en el modo en que se movía.

Bueno, al menos Ryld ya no estaba aburrido.

Pharaun arrebató al caído su ballesta de mano, el puñal y el piwafwi, incluyendo la insignia de una casa poco importante que seguramente estaría encantada del mismo modo que todas las demás. La capa no le sentaba del todo mal, aunque se sentía extraño sin el peso de los bolsillos ocultos al que estaba acostumbrado. Al menos esperaba que le permitiera levitar. Ryld cambió el estoque que llevaba por el sable de su segunda víctima.

El maestro de Melee-Magthere alzó la ballesta y colocó un nuevo proyectil en el surco. Al ponerse de nuevo en marcha, las paredes gritaron. Era un grito tan intenso, que tanto Pharaun como Ryld hicieron una mueca de dolor. De las paredes y el techo llovieron chispas azules mágicas, y el aire se llenó del cálido y crudo hedor del poder.

El alarido cesó tan bruscamente como había empezado, aunque sus ecos se oyeron por toda la ciudadela.

—¿Un hechizo de alarma? —preguntó Ryld sin detenerse.

—Sí —contestó Pharaun, que tuvo que correr para no quedara atrás. Los oídos aún le zumbaban—. De haberlo visto lo habría disipado, pero…

—Pero como no ha sido así, los renegados se nos echarán encima. —Pharaun puso ceño—. A no ser que estén demasiado ocupados preparándose para matar sacerdotisas.

—No. Se darán cuenta de que tienen que detenernos a cualquier precio. Si un espía se escapa e informa de sus planes al Consejo, todo acabará para ellos.

—Tienes razón, maldita sea.

Desde que escaparon de la celda ambos maestros avanzaban con sigilo y, por consiguiente, lentamente, pero después de eso tendrían que extremar aún más las precauciones, retroceder y dar un rodeo cada vez que percibieran la presencia de enemigos cerca. Debido a ello sería más sencillo perderse. La familia noble exterminada había construido la fortaleza siguiendo una estrategia defensiva que aún se empleaba de vez en cuando en Menzoberranzan. El resultado era una especie de laberinto. Quien hubiera crecido allí podría orientarse sin problemas pues conocería hasta el último recodo y pasillo sin salida, pero para alguien de fuera —como Pharaun y Ryld— no sería nada fácil hallar una salida.

Tal vez, se dijo el mago, los renegados también tendrían dificultades para orientarse.

Aunque habían ocupado el castillo, era probable que no lo conocieran tan bien como sus ocupantes originales. Seguramente se habrían familiarizado con unas pocas áreas clave y los principales pasillos, dejando de lado otras zonas del supuestamente embrujado y maldito castillo.

No obstante, el mago sabía que sólo era cuestión de tiempo que los cazadores cayeran sobre sus presas. Tenía razón. Él y Ryld atravesaban una galería adornada con mohosos tapices fosforescentes cuando oyeron un crujido a su espalda. Ambos giraron bruscamente. Media docena de guerreros habían aparecido sorpresivamente, silenciosos gracias a sus botas drows, y los apuntaban con las ballestas.

Ryld se agachó y se protegió el rostro con la capa. Pharaun lo imitó. Dos puntas de flecha atravesaron el improvisado escudo, que al parecer no poseía unos hechizos tan potentes como el piwafwi que Houndaer le había arrebatado. Un proyectil quedó atrapado en el tejido, mientras que el otro lo atravesó y rozó el hombro del mago produciéndole un corte superficial. Pharaun rezó para que no estuviera envenenado.

Entonces oyó un repiqueteo irregular y apartó la capa. Los renegados habían dejado de lado las ballestas y cargaban contra ellos. Ya no tenía tiempo de lanzar contra ellos el conjuro que hubiera elegido, por lo que tuvo que limitarse a arrojarles rayos de luz que derribaron a dos de ellos. Disparó con la ballesta, y falló.

Ryld soltó un grito de batalla y se lanzó hacia adelante para interceptar a los rivales. Su sable destellaba de un lado a otro clavándose, cortando y parando con la precisión de movimientos que caracterizaban a un auténtico maestro. Pharaun se unió a la lucha puñal en mano, pero no tuvo oportunidad de usarlo. Todos los enemigos habían muerto antes de poder llegar hasta ellos.

El mago examinó su estado y decidió que el dardo que le había alcanzado no estaba envenenado, pero Ryld gruñó, hizo una mueca y se apretó una sien.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Pharaun.

Tal vez uno de los enemigos le había alcanzado, aunque no veía sangre en los dedos de su amigo, y las heridas en la cabeza solían sangrar copiosamente.

—Un dolor de cabeza insoportable —contestó el guerrero—. Supongo que por culpa de Houndaer y Syrzan, y ha empeorado cuando el corazón ha empezado a latir con más fuerza. Pero ahora estoy bien.

—Me alegra oírlo. —Pharaun se volvió y vio una segunda lluvia de proyectiles. No tuvo tiempo de levantar la capa, apartarse ni hacer nada aparte de mirar con la boca abierta a un segundo grupo de rebeldes que se habían aproximado a ellos con todo sigilo desde la dirección contraria. Milagrosamente todas las flechas fallaron.

—¡Están aquí! —gritó uno de los rebeldes.

Los guardias se lanzaron a la carga. Pharaun blandió un trozo de telaraña, el único ingrediente mágico que no le costaba nunca encontrar, y en torno a los rebeldes apareció una red formada por gruesos hilos tensos y luminosos. Dichos hilos estaban anclados en la pared, eran tan resistentes como sogas y tremendamente pegajosos. La red atrapó a los renegados… Excepto a los dos que iban en cabeza.

O bien habían sido muy ágiles y se habían alejado de un salto de la red mientras aún se materializaba, o su innata resistencia a la magia hostil los había protegido.

Sin amilanarse por la desgraciada pérdida de sus camaradas, ambos guerreros continuaron con el ataque. El que se había fijado como objetivo a Pharaun tenía una marca de nacimiento en el lado izquierdo del rostro.

Pharaun disparó un rayo que dio al varón en el pecho, pero rebotó en su armadura. El feo guerrero lanzó la espada en una estocada por el flanco. Pharaun la esquivó y empezó a conjurar.

Tuvo que eludir dos estocadas más antes de finalizar el hechizo. De las yemas de sus dedos salieron disparados rayos de luz. Sólo le quedaba un conjuro más de ese tipo y una oportunidad más de tejer una trampa telaraña.

Los proyectiles atravesaron la armadura del rebelde y lo hicieron trastabillar hacia atrás. Herido, pero aún con vida, sacudió la cabeza. Pharaun desenvainó su nuevo puñal, se abalanzó sobre el soldado y, sin darle tiempo a recuperarse de su aturdimiento, le hundió la hoja bajo el mentón.

Inmediatamente, se dio la vuelta. Ryld ejecutó una finta, lanzó una estocada alta y su arma alcanzó el cuello del rival. El rebelde se desplomó, y su cabeza cercenada rodó por el suelo. El alivio de Pharaun se extinguió al reparar en la mueca de su amigo, en la sangre que manaba de un muslo y al oír más gritos perseguidores que se acercaban.

—Parece que todos los renegados se dedican a buscarnos —comentó el mago—. ¡Qué halagador!

—Supongo que habrán oído los ruidos de la batalla. Ahora saben más o menos por dónde andamos y, gracias a ti, este pasillo se ha convertido en un callejón sin salida. Tenemos que seguir. ¡Vamos!

—¿Hubieras preferido que el resto de soldados se nos echara encima?

—Muévete y calla.

Se alejaron del campo de batalla, mientras que los atrapados en la red les lanzaban todo tipo de imprecaciones. Pharaun se dio cuenta de que Ryld hacía esfuerzos por no cojear ni dar ninguna muestra de dolor, aunque no conseguía ocultarlo por completo.

El mago contempló la posibilidad de dejar tras de sí globos de oscuridad para entorpecer la persecución, y si no lo hizo fue porque ello equivaldría a dejar un rastro. Sólo se le ocurría un truco para eludir a los renegados y esperaba que no fuese necesario recurrir a él.

En dos ocasiones los maestros percibieron la proximidad de un grupo de perseguidores y se escondieron en una habitación hasta que éstos pasaron de largo. Finalmente hallaron una escalera que descendía. Pharaun esperaba que si bajaban un nivel lograrían despistar a los renegados, aunque pronto se dio cuenta de que no era así; tal vez porque iban dejando un rastro de sangre. El pequeño corte de Pharaun ya no sangraba, pero el tajo de Ryld en una pierna no se había restañado.

Muy a pesar suyo, el fornido guerrero empezó a caminar de manera irregular dando un paso más corto que el siguiente. Pharaun oyó un murmullo de voces que provenía de un pasadizo lateral, por detrás de ellos.

—Quédate donde estás —dijo al guerrero—. Tengo una idea.

Ryld se encogió de hombros.

El mago retrocedió sobre sus pasos, alzó el fragmento de telaraña y salmodió. El poder gimió en el aire, y una red de cables selló el corredor. El grupo que había oído quedó al otro lado, y Ryld también.

El espadachín miró a su amigo entre los intersticios de la red y dijo:

—No lo entiendo.

—Y afirmas ser un maestro táctico… De veras lo lamento, pero la alternativa es quedarme junto a ti y permitir que tus heridas me retrasen, o dejarte atrás como retaguardia de modo que frenes a mis perseguidores. Considerando lo vulnerable que soy ahora mismo, la elección es bastante obvia.

—¡Maldito seas! ¿Cuántas veces te he salvado yo la vida?

—He perdido la cuenta. Sea como sea, ésta será una más, en el curso de la cual te librarás para siempre de la melancolía que te aqueja. Adiós, viejo amigo.

Con estas palabras, dio media vuelta y echó a andar.

Entonces oyó el disparo de una ballesta y se apartó a un lado. El dardo pasó rozándole. Ryld había necesitado mucha puntería para evitar que el dardo se quedara trabado en la pegajosa telaraña.

—Buen disparo —dijo el mago mirando atrás—, pero te recomiendo que guardes los dardos para defenderte de los renegados.

Siguió adelante y aceleró el paso cuando oyó gritos a su espalda y el entrechocar de metal.

Ryld no tardó en darse cuenta de que uno de los rebeldes era un mago, y además bastante bueno, pues lanzaba sin ninguna dificultad sus hechizos a través de la línea que sus camaradas habían formado de un lado al otro del pasillo sin causar ningún daño a ninguno de ellos mientras descargaba sobre el maestro de armas un ataque tras otro.

Hasta entonces los estallidos de energía habían chamuscado primero y helado después al maestro de Melee-Magthere, pero sin herirlo de gravedad. No obstante, su suerte no podía continuar. Tenía que detener como fuese los ataques mágicos antes de que el mago lograra colarle uno pese a su resistencia innata. Ello significaba romper la línea.

Fingió evadirse a la izquierda pero se lanzó a la derecha. Notaba un dolor punzante en la pierna herida, y su mente arrastraba aún les efectos del retorcido ataque mental de Syrzan. El dolor ralentizó apenas el movimiento, aunque fue suficiente para estropear el engañe.

La posición de la derecha la defendía Urlyn, un renegado de brazos largos a quien le faltaban varios dientes y que había sido estudiarle de Ryld. El maestro recordaba que era bueno con la espada. Urlyn reaccionó con una maligna estocada dirigida al abdomen de su antiguo maestro.

Como cualquier guerrero sabe, es imposible retirarse cuando ya se está avanzando. Así pues, a Ryld no le quedó más remedio que defenderse con la espada, y blandió su arma de un lado a otro para efectuar una parada lateral. Urlyn trató de meter la punta del arma por debajo y en esa ocasión fue él quien pecó de una ligera lentitud, lo cual permitió a Ryld alejar el acero del contrario con tanta fuerza que casi se lo arrancó de la mano.

Se disponía a lanzar una estocada contra el pecho de Urlyn cuando notó un movimiento en el flanco y giró bruscamente. Creyéndolo desprevenido, el soldado situado al lado de Urlyn lanzó un golpe de hacha contra su rodilla. Ése era el modo de luchar en formación de línea: mientras el adversario luchaba con el vecino, el compañero aprovechaba para matarlo.

El maestro de armas saltó para eludir el golpe. Al aterrizar, la pierna lanzó una oleada de dolor y a punto estuvo de fallarle. Lanzando a su vez un grito, Ryld se obligó a aguantar y arremetió con la espada contra el abdomen del renegado armado con el hacha.

El arma de Ryld seguía hundida en las entrañas del rebelde cuando Urlyn y el otro soldado superviviente cargaron contra él. El maestro de armas se tambaleó hacia atrás liberando la espada. Pese a que el ataque lo había pillado con la guardia baja, logró esquivar las veloces estocadas que le lanzaban aunque acabó sentado sobre el trasero.

Los renegados avanzaron hacia él dispuestos a rematarlo. Ryld sorprendió al soldado que no conocía propinándole un tremendo puntapié en el tobillo y rompiéndoselo. El varón se tambaleó hacia atrás y cayó. Inmediatamente, Ryld hincó una rodilla en el suelo y alzó la espada en guardia alta, pues sabía qué se avecinaba.

Urlyn descargó la espada con todas sus fuerzas contra el arma de Ryld, y éste sintió la sacudida que se le transmitía hasta el hombro. Teniendo ambos pies firmemente plantados en el suelo el renegado podía golpear con toda su potencia, mientras que Ryld no.

No obstante, era más fornido y más fuerte que su adversario y además se encontraba en una posición inmejorable para atacar el tendón de la corva del otro drow. Apretando los dientes, mantuvo la defensa hasta que el enemigo vaciló, momento en el que lanzó la espada por detrás de la pierna del rebelde.

Urlyn lanzó un agudo chillido y se tambaleó hacia un lado. Ryld se levantó para encararse con el mago, pero resultó que ya no podía verlo. Privado de los soldados armados, el hechicero había conjurado otro defensor: una criatura con cierta apariencia de oso, con alas de murciélago plegadas y luminosos ojos carmesíes, tan enorme que casi ocupaba todo el pasillo.

Ryld había visto cómo Pharaun utilizaba el famoso talento de la casa Mizzrym para conjurar ilusiones, y esa experiencia le fue muy útil. De algún modo percibía que el demonio oso no era más que un fantasma. Avanzó hacia él cojeando, lo golpeó ligeramente con la espada y la ilusión estalló en el aire como un hongo que liberara una nube de esporas. Irónicamente, de haber creído que era real, el demonio podría haberlo hecho pedazos.

El mago huyó. Ryld lo persiguió, pues no quería que el maldito brujo volviera a aparecer para tratar de matarlo otra vez. La cabeza y la pierna herida parecían quejarse al unísono, por lo que tuvo que detenerse. El hechicero dobló una esquina y desapareció.

Mientras esperaba que el dolor pasara, Ryld se dio cuenta de que no podría sobrevivir a más luchas en el estado en que se encontraba. Tenía que escapar de sus enemigos de inmediato o superar sus incapacidades.

Lamentablemente, acababa de llegar a la conclusión de que estaba condenado a vagar por el castillo, esquivando a sus enemigos hasta que por pura suerte encontrara la salida. Podía tardar horas.

Tenía buenas razones para pensar que no necesitaría tanto tiempo para recuperar la vitalidad, pero durante el proceso sería vulnerable; si detectaba un grupo de perseguidores, no podría escabullirse en dirección contraria. Tendría que quedarse quieto en un sitio. No obstante, parecía la mejor opción.

Recorrió sigilosamente el pasillo, asomándose por las puertas. Una de ellas conducía a una sala de entrenamiento desierta. Los maniquíes de práctica parecían fantasmas cubiertos por telarañas.

Cerca de la pared de la derecha se habían dispuesto hileras de asientos desde los cuales los espectadores podían contemplar el entrenamiento de los guerreros. Si Ryld se agazapaba detrás de la estructura, nadie lo vería salvo que registrara a fondo la sala.

Además, esconderse en un gimnasio podría traerle buena suerte, y los poderes oscuros sabían que la necesitaba.

El guerrero cojeó hasta colocarse detrás de los asientos tallados, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, apoyó las manos en los muslos, cerró los ojos y comenzó un ejercicio de respiración.

Los hechiceros imaginaban con petulancia que ellos eran los únicos que sabían cómo meditar de verdad. Estaban equivocados. Los hermanos de Melee-Magthere también dominaban esta práctica, que los ayudaba a alcanzar el más alto nivel de maestría marcial.

Pensar en hechiceros le recordó a Pharaun y volvió a revivir la sorpresa y la furia. Pero, por el momento, esos pensamientos eran un impedimento. Tenía que relajarse y vaciar la mente.

Podía sanar la herida que Syrzan le había dejado dentro de la cabeza, podía detener la hemorragia y podía expulsar el dolor y la fatiga, y recurrir a las reservas de energía más escondidas de su cuerpo.

Pero para ello el enemigo debía darle tiempo.

Pharaun continuó avanzando a tientas unos pocos minutos más hasta encontrar otra escalera, era una estrecha escalera de caracol que conducía hacia abajo. Era como si Lloth hubiera abandonado su misterioso silencio y regresado brevemente para recompensarlo por su traición.

De ser así, muy pronto se vio obligado a recordar que Lloth era asimismo una diosa voluble y traicionera. Pharaun llegó a la base de la escalera y echó a andar por un pasillo con un techo alto y arqueado, pero entonces oyó a otro grupo de perseguidores. Sonaba como si estuvieran a punto de doblar la esquina de delante. Pharaun examinó las paredes desnudas; no había ninguna entrada en la que un fugitivo pudiera ocultarse.

Podía correr, claro, pero no quería volver por donde había venido. Podía conjurar una cortina de oscuridad, pero eso alertaría a los renegados de que alguien se ocultaba tras ella. Podía lanzarles dardos de fuerza, pero eso consumiría su magia ofensiva. Finalmente decidió arriesgarse.

El mago se concentró en la insignia familiar robada y se hizo muy ligero, flotó hacia arriba hasta el techo y estiró el cuerpo en horizontal, de modo que la columna vertebral presionara contra lo más alto del techo arqueado.

Los cazadores pasaron por debajo sin percatarse de su presencia. Pharaun los observó atentamente, tratando de discernir si había un mago entre ellos. Si tenía la oportunidad de conseguir nuevos componentes de hechizos, atacaría sin importarle que lo tuviera todo en contra. Pero los varones eran todos guerreros.

Una vez se hubieron alejado, Pharaun flotó de nuevo hasta el suelo y continuó con mucha precaución. Tuvo que dar otra vuelta y, de repente, se encontró delante de una pequeña entrada de servicio a un establo muy semejante al del castillo Mizzrym. Mohosos abrevaderos de piedra, barriles, montaderos y enganches con los anillos de hierro oxidado salpicaban el suelo, mientras que de las paredes colgaban arreos enmohecidos y medio podridos. Puesto que no se veían huesos, era evidente que los conquistadores del castillo robaron los corceles aéreos. Los renegados montaban guardia junto a las enormes puertas correderas.

Pharaun sonrió, lanzó sus rayos y, sin esperar a ver el daño que habían causado, salió de su escondite y corrió a toda velocidad hacia los centinelas.

Uno de ellos tosió sangre y se desplomó, mientras que el otro no parecía afectado. Era un tipo apuesto, con sendos mechones de ensortijado cabello a ambos lados del rostro, lo cual le daba un aspecto muy elegante. Se volvió, vio a Pharaun y alzó la ballesta de mano con toda tranquilidad.

El mago se zambulló, y el proyectil le pasó zumbando por encima de la cabeza. Sin levantarse, disparó a su vez. Su flecha se hundió en el pecho del renegado.

Éste soltó un gruñido, desenvainó la cimitarra y avanzó, pero solamente pudo dar tres pasos. Entonces se detuvo, bajó el brazo, y la cimitarra cayó al suelo con un repiqueteo. Mirando a Pharaun con expresión atónita, se postró de rodillas.

Pharaun se puso de pie y se fijó en que la ropa del moribundo era de tan buen gusto como su peinado.

—¿Quién es tu sastre? —le preguntó, pero el renegado cayó de bruces—. Bueno, qué le vamos a hacer.

El mago se aproximó a una de las puertas exteriores, descorrió los cerrojos y empujó para abrirla. Tal vez las ruedecitas eran mágicas pues funcionaron a la perfección. Los paneles se deslizaron fácil y silenciosamente.

Los palacios refulgían a trescientos metros por debajo de donde se encontraba. Dando gracias en silencio a la casa del centinela muerto, Pharaun rozó la insignia y saltó al abismo.