Capítulo diez

Convertido en un orco retacón de piel curtida, con una pierna contrahecha que lo incapacitaba para el servicio en una casa noble o incluso una casa de mercaderes, Pharaun dio un cauteloso bocado al panecillo con una salchicha dentro. La carne picada sabía rancia, era cartilaginosa y por dentro estaba fría. A saber de qué era.

—¡Por el Laberinto de los Demonios! —exclamó.

—¿Qué pasa? —replicó Ryld.

El maestro de armas se había transformado asimismo en un vil orco de aspecto demacrado vestido con mugrientos harapos. Por increíble que pudiera parecer estaba devorando esa repugnante comida sin mostrar ningún signo de disgusto.

—¿Que qué pasa? —El maestro de Sorcere agitó el panecillo—. Pasa esta abominación, esta farsa.

Inmediatamente, se dirigió hacia el quiosco del culpable —una deprimente construcción alzada con huesos a modo de postes y paredes de pellejo—, procurando no andar demasiado rápidamente. Gracias a la ilusión creada parecía que cojeaba, pero alguien podría extrañarse de que un orco cojo avanzara tan deprisa como cualquier otro con dos piernas sanas.

El propietario, un goblin de largos brazos y cara chata, sacó una porra de debajo del mostrador. Tal vez estaba acostumbrado a que los clientes reclamaran.

—Vengo en son de paz —dijo Pharaun, levantando una mano—. De hecho, quiero ayudarte.

—¿Ayudarme? —repitió el goblin con recelo.

—Sí. Y estoy dispuesto a pagarte otro penique para que me dejes hacerlo —anunció, mientras se sacaba una moneda de cobre de la bolsa—. Sólo quiero enseñarte algo.

El cocinero vaciló, pero finalmente extendió una mano de mugrientas uñas y repuso:

—Dame. Pero nada de trucos.

—Nada de trucos.

Pharaun le entregó la moneda y, para asombro del goblin, se escurrió por el extremo del mostrador y se situó en la diminuta cocina. Entonces se cubrió una mano con un pliegue de la capa, deslizó la parrilla de hierro caliente junto con su carga de carne de sus soportes y la dejó a un lado.

—Primero —empezó a decir— debes extender uniformemente los carbones en el fondo del brasero. —Cogió un atizador y le hizo una demostración—. Luego, aunque ahora no tenemos tiempo para empezar desde cero, debes dejar que ardan hasta que se pongan grises. Sólo entonces puedes empezar a cocinar, con la parrilla colocada aquí.

El orco colocó el instrumento en un soporte más alto.

—Pero así las salchichas tardarán más en asarse —protestó el goblin.

—¿Acaso tienes una cita urgente? Bueno, sigamos. Supongo que compras estas dudosas exquisiteces en algún otro lugar y, por tanto, nada puede hacerse respecto a su calidad. Pero al menos puedes ablandarlas dándoles golpes con ese mazo de ahí, hacerles algunos agujeros con el tenedor para que se asen mejor y esparcir encima estas especias. —El mago sonrió—. Apuesto a que nunca las has probado. ¿Qué hiciste? ¿Asesinar al verdadero cocinero y tomar posesión de esta empresa?

El goblin esbozó una mueca.

—Qué más da cómo la conseguí, ¿no te parece?

—Supongo que no. Una última cosa: asa la salchicha justo cuando el cliente te la pida y no horas antes. Es mucho menos sabrosa si se prepara, se deja enfriar y luego se calienta otra vez. Que tengas buena suerte.

Pharaun dio una palmada al goblin en el hombro y salió del quiosco.

—¿A qué ha venido eso? —inquirió el guerrero.

—Estaba realizando un servicio público: evitar que se declare una plaga de dispepsia en el Braeryn.

Pharaun alcanzó a Ryld, y ambos siguieron adelante.

—Lo has hecho para divertirte un poco, y ha sido una estupidez. Primero te tomas la molestia de disfrazarnos y luego te arriesgas a revelar tu verdadera identidad jugando al gourmet.

—Dudo mucho que ese breve episodio sea nuestra perdición. Es muy poco probable que uno de nuestros enemigos interrogue a ese vendedor ambulante o, si eso llega a ocurrir, le haga las preguntas apropiadas. Recuerda que nuestro disfraz es excelente. ¿Quién imaginaría que este orco deforme y cojo sea el elegante y apuesto Pharaun Mizzrym? Aunque admito que tu metamorfosis no se aparta tanto del original.

Ryld frunció el entrecejo y luego tragó el último bocado de salchicha y pan.

—¿Por qué no nos disfrazamos cuando abandonamos Tier Breche? Déjalo, puedo adivinarlo. Un buen espadachín no revela todos sus trucos en los primeros momentos del asalto.

—Más o menos. Greyanna y sus secuaces nos han visto con nuestro aspecto normal, por lo que, con un poco de suerte, no esperarán que cambiemos tan radicalmente de apariencia. No los engañaremos para siempre, aunque tal vez el tiempo suficiente para completar la misión y regresar a nuestras tranquilas y retiradas vidas.

—¿Significa eso que tienes otro plan?

—No es un plan. Ya sabes que suelo actuar guiándome por súbitos estallidos de inspiración.

Los maestros llegaron a un abarrotado tramo de la calle frente a lo que a todas luces era una popular taberna. Los parroquianos aullaban y ladraban una canción gnoll que hacía temblar los muros de piedra caliza. Pharaun nunca había tenido ocasión de mezclarse de incógnito con las clases más bajas. Le resultaba extraño zigzaguear, detenerse y girar para evitar encontronazos y empellones. De haber conocido su verdadera identidad los demás peatones se hubieran apartado a todo correr para dejarle paso.

Cuando los dos drows llegaron a la periferia de la muchedumbre, Ryld giró sobre sus talones y propinó un puñetazo corto y directo. Una criatura jorobada, con manchas blancas y negras —seguramente un cruce de goblin y orco— se tambaleó hacia atrás y aterrizó sobre el trasero.

—Un ratero —explicó el guerrero—. Odio este lugar.

—¿No sientes ni pizca de nostalgia?

—A mí no me parece divertido —replicó Ryld, fulminando con la mirada a su amigo.

—¿No? En ese caso te pido perdón —se disculpó Pharaun con una sonrisa burlona—. Me pregunto por qué este distrito siempre parece tan sórdido, incluso en las raras ocasiones en las que uno se encuentra una plaza o una avenida solitarias. Supongo que es por el olor; después de todo, no es por nada que las llamamos las calles apestosas. No obstante, aunque los edificios son más modestos que los que vemos en otros distritos, conservan las gráciles formas que nuestros antepasados tallaron en la roca viva.

Los maestros se detuvieron para dejar pasar a una araña con patas tan largas como espadas que cruzaba la calle. Era de todos sabido que en el Braeryn vivían auténticas hordas de tales criaturas sagradas. Sagradas o no, Pharaun repasó mentalmente la lista de hechizos de los que disponía, sin embargo el arácnido no prestó atención a los drows disfrazados.

—Es una consideración estúpida —espetó Ryld—. ¿Por qué el Braeryn parece tan repugnante? ¡Por sus habitantes!

—Ah, ¿pero ha sido el rechazo de nuestra sociedad lo que ha generado la atmósfera de este distrito, o acaso desde el principio existía aquí un espíritu maligno que ha atraído a estos desgraciados?

—A mí no me hables de metafísica. Todo lo que sé es que alguien debería limpiar esta zona de carroñeros.

Pharaun se rió entre dientes.

—¿Y si te dijera que ya se hizo cuando tú no eras más que un mocoso?

—No me refiero a exterminarlos, excepto los casos perdidos, pero ¿por qué permitimos que vivan aquí, en su propia porquería, como una llaga purulenta en la ciudad? ¿Por qué no les buscamos una ocupación?

—Pero si ya son útiles. El estatus lo es todo, ¿verdad? Lo cual implica que ningún menzoberranio puede sentirse satisfecho si no tiene alguien al que mirar con desprecio.

—Tenemos esclavos.

—No sirven para eso. Si predicas que también ellos deben sentir respeto por su propia existencia, estás reconociendo de manera tácita que tú mismo sólo eres un poco mejor que un esclavo. Por suerte las calles apestosas están atestadas de populacho que se muere de hambre; seres asquerosos, sin un penique, plagados de enfermedades, que viven hacinados veinte o treinta en una sola habitación y, no obstante, teóricamente son libres. El más humilde plebeyo de Hacinas o incluso de Myr Este puede mirarlos por encima del hombro con petulancia.

—¿Crees realmente que ésa es la razón por la cual la matrona Baenre no ha ordenado que se limpie la escoria de esta barriada?

—Bueno, si esa posibilidad te parece inverosímil, tengo otra. Corren rumores de que, de vez en cuando, alguien se encuentra con la diosa en el Braeryn. Se supone que le gusta venir aquí en su disfraz de mortal. Es posible que las matronas piensen que, por tanto, este distrito está más o menos bajo la protección de Lloth.

El mago vaciló antes de añadir:

—Claro que, si Lloth ha desaparecido, tal vez ahora ya no deban preocuparse por eso.

Ryld no se mostraba nada convencido.

—Me cuesta creer que…

—Mira —señaló Pharaun.

Ryld se volvió.

En un muro combado alguien había pintado por debajo del nivel de los ojos de un drow un dibujo, en esta ocasión de color azul. Consistía en tres óvalos superpuestos, que probablemente simbolizaban una cadena.

—Es una marca distinta —comentó Ryld—. Hobgoblin tal vez, aunque no puedo decirte de qué tribu.

—No te hagas el tonto. Es el mismo crimen peculiar, temerario e inútil.

—Cierto, y no tiene nada que ver con nuestra misión.

—Una mente lenta nunca penetra en los aspectos más pragmáticos. Encontramos dos signos que representan dos razas, ¿y tú supones que dos especímenes de las razas inferiores se han vuelto locos justamente del mismo modo? Lo dudo. No obstante, ¿qué razón podría tener un único artista para pintarrajear un símbolo que no le pertenece?

—¿Coincidencia?

—No creo, pero de momento no se me ocurre ninguna respuesta mejor.

—Un rompecabezas para resolver más adelante, ¿recuerdas?

—Pues claro.

Continuaron caminando.

—No obstante —insistió Pharaun—, ¿no te intriga pensar en todos los signos garabateados que quizás hemos dejado atrás sin fijarnos en su forma exacta?

Ryld hizo caso omiso de la pregunta.

—Mira —dijo— ya hemos llegado.

La puerta de piedra caliza de la casa estaba abierta, probablemente para ventilarla, pues del interior irradiaba el calor generado por el hacinamiento de sus ocupantes. Asimismo se oía un confuso zumbido y un intenso hedor, más nauseabundo que el que reinaba en el Braeryn.

Ryld había nacido en una madriguera parecida a ésa y había luchado como un demonio para escapar de ella, por lo que sentía una extraña renuencia a aventurarse en el interior, como si temiera que la miseria no lo dejara escapar una segunda vez. Como no quería parecer tímido y estúpido a los ojos de su camarada, ocultó sus sentimientos bajo su máscara impasible de guerrero.

Por el contrario, Pharaun expresó sin tapujos su desagrado. Los ojos porcinos de su falso rostro de orco se llenaron de lágrimas y tragó saliva, sin duda para reprimir un acceso de náuseas.

—Ya te puedes ir acostumbrando —comentó Ryld.

—Estoy bien, estoy bien. He estado bastantes veces en el Braeryn y ya tenía una cierta idea de cómo son estos pequeños infiernos, aunque confieso que es la primera vez que entro en uno.

—En ese caso no te separes de mí y déjame hablar. Procura no quedarte mirando fijamente a nadie ni tampoco mires a nadie a los ojos; seguramente se lo tomarían como un insulto o un reto. Y procura no tocar nada ni a nadie; la mitad de los residentes están enfermos y seguramente lo que tienen es contagioso.

—¿De veras? ¿Quién lo hubiera imaginado, teniendo en cuenta que en su palacio se respira un aire tan saludable? Vale, ve tú delante.

Ryld así lo hizo. Al cruzar el umbral penetró en la claustrofóbica pesadilla que tan bien recordaba: kobolds, goblins, orcos, gnolls, osgos, hobgoblins y un puñado de representantes de razas menos comunes se apiñaban en todo el espacio disponible. El guerrero sabía que algunos de ellos eran esclavos huidos, y otros habían entrado al servicio de viajeros de Menzoberranzan que los reclutaron en remotos lugares, regresaron con ellos a la ciudad drow y los abandonaron sin proporcionarles medios para que regresaran a sus hogares. El resto eran los descendientes de los desafortunados miembros de las dos primeras categorías.

Fuese cual fuese su origen, todos los indigentes acababan atrapados en el Braeryn. Para sobrevivir mendigaban, robaban, hurgaban en las basuras y se atacaban unos a otros, a veces para devorarse. Asimismo eran contratados para realizar todos aquellos trabajos peligrosos o desagradables que nadie más quería hacer. Ése era su único modo de supervivencia.

Aquel grupo en concreto había aprendido a vivir apretujado en ese espacio común sin el más mínimo vestigio de intimidad. Las desgraciadas criaturas parloteaban, cocinaban, comían, bebían, manejaban una destilería, se peleaban, se agitaban y gemían en la agonía de la enfermedad, vapuleaban y daban coscorrones a sus hijos para que dejaran de llorar, jugaban a los dados, fornicaban, hacían sus necesidades y, lo más sorprendente de todo, dormían a la vista de cualquiera que tuviera la mala suerte de mirar en su dirección.

Tal como Ryld esperaba, apenas entraron, un par de matones —en ese caso osgos— los interceptaron. Con su tosca y enmarañada melena y una mandíbula cuadrada y prominente, los osgos eran la especie de goblin más grande y fuerte, por lo que descollaban sobre los demás, incluyendo a los elfos oscuros. En relación con el resto de residentes, ese par se veía bastante bien alimentado y adecuadamente vestido. Seguramente obligaban a los demás a pagarles un tributo.

—Vosotros dos no vivís aquí —dijo el más alto de ambos con su fuerte vozarrón.

Alrededor del grueso cuello le colgaba lo que parecía ser la mano cercenada de un goblin. También los drows llevaban de vez en cuando ese tipo de adorno, por lo general recuerdos de odiados enemigos, pero antes pasaban por un taxidermista. Por desgracia, el osgo no lo había hecho, pues eso habría evitado el hedor a podredumbre y carroña.

—No —repuso Ryld, al tiempo que lanzaba al osgo una delgada moneda; el peaje para entrar y volver a salir de la casa—. Hemos venido a ver a Smylla Nathos.

Los descomunales osgos simplemente lo miraron, al igual que un puñado de las demás criaturas. Un escamoso kobold desnudo se echó a reír entre dientes como un loco.

Algo iba mal, aunque el maestro de Melee-Magthere no sabía el qué. Para librarse de la súbita tensión que lo embargaba espiró profundamente. Debía evitar por todos los medios parecer nervioso.

—¿No es ésta la casa de Smylla? —preguntó.

—No, ya no —se rió el osgo más bajo, que pese a ello era casi tan inmenso como un ogro—, aunque aún vive aquí… más o menos.

—¿Podemos verla? —pidió el guerrero.

—¿Para qué? —quiso saber el osgo de la mano cercenada.

El maestro de armas vaciló. Iba preparado para decir que Pharaun y él deseaban consultar con Smylla en busca de información. Ésa era en esencia la verdad, aunque tampoco importaba. Lo que sí importaba era que no había esperado provocar una actitud tan hostil. Ése fue el momento en que Pharaun intervino.

—Smylla vendió a nuestra hermana Iggra el secreto de cómo introducirse en la cámara acorazada de un mercader, de cómo evitar todas las trampas… —dijo el mago imitando la voz áspera y hosca de un orco—. Pero se olvidó de una, ¿entendéis? La trampa derramó ácido sobre nuestra hermanita y la quemó hasta morir. Lentamente. Casi morimos también nosotros. Es culpa de Smylla, y hemos venido para «hablar» con ella sobre eso.

El osgo de menor tamaño asintió.

—No sois los únicos que quieren «hablar» con ella. Nosotros también queremos, pero no podemos llegar hasta esa zorra.

—¿Por qué? —preguntó Pharaun, ladeando la cabeza.

—Hace cosa de dos semanas —explicó el otro osgo—, decidimos que ya estábamos hartos de que nos mangoneara, y de que sus lámparas nos hirieran los ojos. Así que saltamos sobre ella y la golpeamos, pero Smylla nos tiró una de esas piedras que lanzan luz. Nos cegó y subió corriendo a su habitación. —El goblinoide señaló con la cabeza hacia la base de una escalera de caracol—. Y ahora no podemos atravesar la puerta. La ha cerrado con magia o algo así.

—¡Bah! —resopló Pharaun—. No hay puerta que se nos resista a mi hermano y a mí.

Los osgos intercambiaron una mirada. El más bajo, al que tal como se fijó Ryld le faltaban varios dientes de la hilera inferior, se encogió de hombros.

—Podéis intentarlo —declaró el más grandote—. Pero dejad algo para nosotros: pegadle, hacedla sangrar, cortadle un pedazo de carne y coméoslo, pero recordad que debéis dejar algo para nosotros.

—Trato hecho —dijo Pharaun.

—En ese caso, seguidnos.

Los osgos los guiaron por la atestada sala hacia la escalera, por donde subieron sorteando a más indigentes. A medio camino, el bruto que llevaba la mano podrida colgada del cuello se la llevó a la boca y empezó a sorberla y chuparla.

La escalera desembocaba en un pequeño descansillo y una puerta de piedra caliza rematada en arco. Dos centinelas —un orco y un gnoll de rostro canino con llagas en el hocico— estaban sentados en el suelo con aspecto de aburrimiento.

Los maestros disfrazados examinaron la puerta de manera muy ostentosa.

—¿Puedes echarla abajo? —susurró Pharaun.

—Ni lo sueñes; si los osgos no han podido, menos podré yo. ¿Puedes abrirla tú con magia?

—Lo intentaré. Está mágicamente sellada, por lo que supongo que un contrahechizo bastará, pero no quiero que nuestros amigos me vean lanzándolo. Comprometería mi disfraz. Ponte delante y procura distraerlos.

—De acuerdo. —Ryld se colocó de manera que tapara al mago y miró iracundo a los dos osgos—. La abriremos. ¿Qué tesoro hay dentro?

El osgo más grande frunció el entrecejo, y farfullando a causa de la asquerosa mano que tenía en la boca, replicó.

—Hicimos un trato. Nadie dijo nada de tesoro.

—Smylla robó el tesoro de nuestra hermanita —repuso Ryld—. Lo queremos, y un extra en concepto de indemnización.

—Y un cuerno.

El osgo desdentado echó mano al cuchillo que llevaba al cinto. Ryld vio que se trataba de un cuchillo de carnicero y no de un arma de combate, aunque no por ello era menos peligroso.

—Si quieres pelea, la tendrás —amenazó el guerrero mientras posaba una mano sobre la empuñadura de la espada corta, el arma más adecuada para el combate cuerpo a cuerpo—. Te arrancaré la cara y la usaré como fondillo de pantalones. Mi hermano y yo hemos venido para matar a Smylla, no a vosotros. Hablemos. Si nunca lográis abrir la puerta…

—Ya está —anunció Pharaun.

Una luz blanca relució a la espalda de Ryld. Los osgos se estremecieron. Con los ojos entornados el guerrero giró sobre los talones y se lanzó hacia la puerta.

—¡Hey! —gritó el osgo más pequeño.

Ryld notó una manaza que le toqueteaba la espalda para tratar de agarrarlo, pero el bruto había tardado un segundo de más en reaccionar. El guerrero cruzó el umbral en pos de Pharaun y cerró la puerta con fuerza.

—Mantenla cerrada —le ordenó el mago.

—No podré contenerlos mucho tiempo.

Ryld se inclinó hacia adelante, plantó ambas manos sobre la losa de caliza y empujó.

La puerta se combó hacia adentro. Por un breve instante los pies del elfo oscuro se deslizaron por el suelo de calcita, pero se detuvo y aguantó la barrera a duras penas.

Mientras tanto, Pharaun recorría la habitación con la mirada. Por fin lanzó una exclamación de satisfacción, cogió una pequeña barra de hierro y la colocó de manera que solapara la jamba y el borde de la puerta, a media altura de ésta. Cuando apartó las manos, la barra encantada aguantó.

—Un dispositivo muy ingenioso, sí señor —comentó—. Oh, ahora ya puedes soltarla.

Pharaun echó rápidamente los cerrojos mecánicos que su encantamiento de apertura había retirado. De hecho, hasta entonces era la barra de hierro encantada la que había cerrado el paso a los goblinoides, pero le pareció conveniente aumentar la seguridad pensando en él mismo y en Ryld, además de ser un gesto de cortesía.

Pero su anfitriona no lo supo apreciar.

—¡Fuera de aquí! —graznó—. ¡Largo u os destrozaré con mis artes de brujería!

Ambos maestros se volvieron. Smylla Nathos había iluminado la habitación, apenas amueblada, con un par de esbeltas varillas de latón cuyos extremos emitían un continuo resplandor mágico. Las varillas sobresalían del cuello de unas botellas de vino recubiertas de cera, como velas colocadas en un candelabro. Tal vez Smylla echaba de menos la tradicional forma de iluminación de los hechiceros que estaba ya fuera de su alcance.

La mujer se encontraba fuera del límite de la luz, en un camastro situado en las sombras, en el extremo más alejado de la habitación. Pharaun apenas pudo distinguirla.

—Buenas noches, señora —la saludó, e hizo una reverencia—. Lamento muchísimo no poder complacerte. Si el caballero que me acompaña y yo cruzamos de nuevo esa puerta, los osgos y sus sucios secuaces entrarán en tromba, y no creo que eso te gustara.

—¿Quién eres? No hablas como un orco.

—Sois una maravilla de perspicacia. De hecho somos nobles drows que hemos venido a consultarte sobre un asunto de importancia.

—¿Por qué vais disfrazados?

—Por la razón de siempre: para confundir a nuestros enemigos. ¿Podemos acercarnos? Es un fastidio conversar de punta a punta de la habitación.

Smylla vaciló, aunque al fin accedió.

Pharaun y Ryld echaron a andar. Tras ellos, los osgos maldecían, lanzaban amenazas y gritaban sin dejar de aporrear la puerta.

Apenas había dado cuatro pasos cuando Pharaun olió algo que le revolvió el estómago; era un hedor húmedo y gangrenoso. Ya esperaba algo por el estilo, aunque no por esperado era más soportable. Incluso el flemático Ryld mostró fugazmente su malestar.

—No os acerquéis más —ordenó Smylla, para alivio del mago.

No deseaba aproximarse más a ese cuerpo consumido, lleno de forúnculos y pústulas, pese a que los hechizos de su manto de mago, y los de la capa y armadura enana de Ryld seguramente los protegerían de una posible infección.

—¿Puedes ayudarnos? —preguntó Ryld.

La enferma lo miró con malicia.

—¿Me pagarás con esa magnífica espada que llevas a la espalda?

Pharaun se quedó impresionado. A los ojos de cualquiera su amigo parecía un orco de cara porcina, y Tajadora un hacha de batalla. Pero esa ilusión no había engañado a la mujer de ojos legañosos y hundidos.

Una vez recuperado de la sorpresa, el guerrero negó con la cabeza.

—No, no te daré la espada. He trabajado demasiado duro para conseguirla y la necesito para seguir con vida. Si quieres, puedo emplearla para abrirte paso entre los goblinoides de ahí fuera. O, si no, tenemos oro.

Smylla se apoyaba contra un montón de cojines manchados y mohosos, con el reseco cabello blanco diseminado alrededor de la cabeza. Trató de incorporarse, pero abandonó. Era evidente que ya no le quedaban fuerzas.

—¿Oro? ¿Sabes quién soy, soldado? ¿Conoces mi historia?

—Yo sí —repuso Pharaun—. Al menos, lo más importante. Sucedió después de que dejara de participar en los asuntos de las grandes casas, por decirlo de algún modo.

—¿Qué es lo que sabes? —le interrogó la mujer.

—Una expedición organizada por la casa Faen Tlabbar se aventuró hasta las tierras de la luz para asesinar y saquear. De regreso trajeron una hermosa bruja y clarividente humana, no en calidad de esclava sino de invitada.

»¿Por qué quisiste venir? Tal vez para huir de un enemigo implacable o porque te sentiste fascinada por la gracia y la sutileza de mi gente así como por la idea de vivir en la exótica Antípoda Oscura. Tengo la corazonada de que deseabas aprender magia drow, aunque no es más que pura especulación. Nadie ajeno a la casa ha llegado a averiguarlo.

»¿Y por qué accedieron los Faen Tlabbar? Ése es un enigma aún mayor. Es posible que uno de ellos albergara sentimientos amorosos hacia ti o que también tú tuvieras secretos para enseñarles.

—Hallé el modo de convencerlos —dijo Smylla.

—Es evidente. Una vez en Menzoberranzan prestaste servicios a la casa Faen Tlabbar, como tantos otros de razas inferiores habían hecho antes que tú. La diferencia estribaba en que tú gozabas de un cierto estatus, casi podríamos decir de una cierta familiaridad. La matrona Ghenni permitía que cenaras con la familia y que asistieras a los actos sociales donde, al decir general, te desenvolvías con una elegancia y un encanto dignos de una drow.

—Era su mascota —recordó Smylla con aire despectivo—; un perro disfrazado con un vestido de gala, adiestrado para que bailara sobre las patas traseras. Pero entonces no me daba cuenta.

—Estoy seguro de que muchos te veían de ese modo, pero creo que otros veían más. Según me han contado, la matrona Ghenni te trataba como si fueras su pupila, casi como una hija. Siendo la favorita de la madre matrona de la cuarta casa, muy pocos cuestionaban tu derecho a comportarte como una drow noble de Menzoberranzan. De hecho, nadie lo hizo hasta que la matrona se volvió contra ti.

—Sí, hasta que enfermé —confirmó Smylla.

—Exactamente. Una enfermedad posiblemente causada por la falta de la cegadora luz del sol que es la condición natural para los de tu raza. Aunque también es posible que una enemiga te infectara con veneno o magia. En ese caso tuvo que tratarse de alguien de dentro de la casa Faen Tlabbar que estaba celosa del favor que gozabas con la matrona Ghenni, o del agente de una familia rival que trataba de privarle un recurso a sus adversarios.

—Nunca logré averiguarlo. Resulta divertido viniendo de mí, ¿no crees?

—Irónico, quizá. Sea como fuere, varias sacerdotisas trataron de curarte pero, por alguna razón, su magia falló, por lo cual la matrona te expulsó de la ciudadela.

—De hecho, envió a un par de trolls, soldados esclavos, a que me asesinaran. Pude escapar de ellos y del castillo. Luego ofrecí mis servicios a otras casas, nobles y mercaderes, pero ninguna puerta se abría a una humana que había caído en desgracia con los Faen Tlabbar.

—Si te sirve de consuelo, recibiste justo el mismo tratamiento que hubiésemos dado a uno de nuestra raza. Ningún elfo oscuro toleraría la presencia de alguien afectado por un mal incurable. La reina araña nos enseñó que los débiles deben morir. Además, ¿y si la enfermedad era contagiosa?

—No es ningún consuelo.

—Ya lo supongo. Bueno, continuemos: en vista de que todas las puertas se te cerraban, acabaste en el Braeryn. Pese a la enfermedad conservabas algo de magia, y con ella atemorizaste a los residentes de esta madriguera en particular para que te proporcionaran espacio privado para vivir. Me atrevo a decir que no debió de ser una tarea fácil. Luego, mediante rituales adivinatorios, tus dones psiónicos naturales y todos los secretos que descubriste durante tu estancia en la casa Faen Tlabbar, montaste un negocio como agente informadora. Al principio sólo acudían a ti las razas inferiores, pero luego también mi gente empezó a consultarte. No podíamos permitir que vivieras entre nosotros, pero algunos corrían el riesgo de contagiarse en un breve contacto a fin de sacar algún beneficio.

—Yo nunca he oído hablar de ti —admitió Ryld—, pero dentro del Braeryn gozas de una reputación considerable. Hemos estado haciendo preguntas todo el día, y nos han sugerido varias veces que acudiéramos a ti.

Los golpes en la puerta sonaron especialmente fuertes, por lo que miró atrás para asegurarse de que los osgos no conseguían entrar.

—Eso es todo lo que sé de tu historia —dijo Pharaun—, pero por la hostilidad de tus compañeros de residencia deduzco que estamos en un nuevo capítulo.

—No podía engañarlos indefinidamente —repuso Smylla—. Mis poderes de brujería y psiónicos se han desvanecido, devorados por la enfermedad. Cuando empecé, obtenía la información mediante adivinaciones, bolas de cristal y otras artes mágicas. Pero en los últimos años extraía los secretos de una red de informadores que se traicionaban los unos a los otros.

La marchita mujer sonrió.

—Bueno —dijo Ryld—. Espero que lograras sonsacar a uno de ellos el secreto que necesitamos.

La risa de Smylla sonó como un acceso de tos.

—Si así fuera, ¿qué te hace creer que te lo revelaría, elfo oscuro?

—Ya te lo he dicho. Podemos protegerte de los osgos y los goblins.

—Para eso ya tengo la barra de hierro.

—Pero si te quedas aquí, morirás de hambre y de sed.

—De todos modos me estoy muriendo. ¿No lo ves? No soy una anciana. Si fuese elfa, me consideraríais una niña aún, pero parezco una vieja bruja. No quiero morir a manos de esas miserables y repugnantes criaturas. Durante quince años he impuesto mi ley aquí y si muero lejos de su alcance, habré ganado. ¿No lo entendéis?

—En ese caso, señora —intervino Pharaun— te propongo un trato: tú nos das la información que buscamos y nosotros no abrimos la puerta a los osgos.

Smylla lanzó un sonido de fastidio, y replicó:

—Déjalos entrar si quieres. Aborrezco a esos brutos, pero aún odio más a los elfos oscuros. Si estoy así es por vuestra culpa. Mientras tuve algo que ganar, vendí información, pero ahora que me estoy muriendo, por mí os podéis ir todos al Abismo, donde vive vuestra diosa, y morir abrasados.

Pharaun quiso replicar que, en realidad, fue la propia Smylla quien firmó su condena el día que decidió descender a la Antípoda Oscura, aunque con ese argumento no lograría convencerla.

—No te culpo —le dijo con una simpatía fingida que no hubiera engañado a ningún drow. Pero aunque la humana había convivido varias décadas con los elfos oscuros, era posible que todavía conservara instintos humanos—. A veces yo también odio a los de mi raza. Y si me hubiesen tratado como te trataron a ti, desde luego los despreciaría.

—Ya —repuso Smylla en actitud incrédula—. ¿Quieres hacerme creer que tú eres distinto a todos los demás?

—Lo dudo. Soy un hijo de Lloth y sigo sus leyes. No obstante, he estado en los reinos que ven el sol, donde averigüé que otras razas piensan y viven de otro modo. Según los principios de tu gente, sé que te hemos tratado de una manera abominable.

Por un momento, la humana lo miró como si nadie le hubiera mostrado un poco de sensibilidad desde aquella lejana temporada en la que fue la reina de fiestas y bailes o, al menos, una curiosidad codiciada.

—¿Crees que bastan unas cuantas palabras amables para que te ayude?

—Claro que no. Pero no quiero que la amargura que sientes interfiera con la sensatez. Sería una lástima que no aceptases tu propia salvación.

—¿Qué estás diciendo?

—Puedo curarte tu enfermedad.

—Mientes. Las sacerdotisas no lo consiguieron.

—Pero yo soy un mago. —Pharaun hizo chasquear los dedos y disolvió la máscara de ilusión—. Me llamo Pharaun Mizzrym. Tal vez hayas oído hablar de mí. Si no, seguro que has oído hablar de los maestros de Sorcere.

La humana estaba impresionada, aunque trataba de no demostrarlo.

—No son sanadores —protestó.

—No, pero somos transformadores. Puedo convertirte en drow o, si lo prefieres, en un miembro de otra raza. De un modo u otro, tu nuevo cuerpo no sufrirá la enfermedad que ahora te aflige.

—Si eso es cierto, ¿por qué tu gente teme a la enfermedad?

—Porque ellos jamás aceptarían el remedio que te ofrezco. Los drows se consideran una raza elegida por la diosa, por lo que para ellos adoptar de manera permanente la forma de una raza inferior es un castigo. Además, la mayor parte de los magos no son capaces de lanzar ese hechizo con la suficiente maestría como para purgar la enfermedad. Para ello se requiere una habilidad que, afortunadamente, yo poseo.

El mago sonrió.

—¿Y la usarás para ayudarme?

—Bueno, más bien para ayudarme a mí mismo.

La adivina seguía mostrándose recelosa, aunque al fin accedió.

—No tengo nada que perder.

—Exactamente.

—Pero primero debes transformarme.

—No, primero debemos asegurarnos de que posees la información que mi camarada y yo necesitamos. Estamos buscando a un número considerable de varones fugados pertenecientes tanto a familias nobles como plebeyas.

—Muchos drows buscan refugio en el Braeryn. Algunos están enfermos, como yo. Otros han sido expulsados de sus casas por otros motivos. Y un par se toman simplemente un largo descanso de sus responsabilidades y de sus parientes femeninas. Puedo indicaros el paradero de la mayoría de esos drows.

—No lo dudo, pero supongo que hace tiempo que residen en el Braeryn ¿no? —repuso Pharaun—. Estamos buscando descastados de época más reciente. En las últimas semanas Menzoberranzan ha sufrido una huida en masa.

Smylla frunció el entrecejo. Por un sutil cambio de expresión, el mago se dio cuenta de que estaba decidiendo si mentir o no.

—El Braeryn ha recibido la visita de más varones drows de lo que es habitual —dijo por fin la humana—. Yo supuse que venían para dar rienda suelta a sus más sórdidos impulsos, pero, por lo que sé, no se quedaron. Si lo hicieron, no sé dónde se esconden.

Ryld suspiró. Pharaun supo cómo se sentía. Por lo general, al mago le encantaba hincar el diente en rompecabezas desconcertantes que ponían a prueba su inteligencia, pero incluso él empezaba a impacientarse por la falta de progresos.

En ausencia de pistas fiables, decidió dejarse guiar por la intuición. Fingiendo simpatizar con la situación de la humana, osó acercarse hasta el camastro y darle palmaditas en el huesudo hombro. La mujer ahogó una exclamación. Era muy probable que nadie la hubiera tocado desde hacía mucho tiempo.

—No te des por vencida —la animó Pharaun—. Tal vez aún podamos hacer un trato. Por suerte, mi camarada y yo buscamos información sobre otros asuntos. ¿Ha ocurrido algo fuera de lo normal en el Braeryn, recientemente?

La clarividente se rió de nuevo con su áspera y dolorosa risa.

—¿Quieres decir aparte del hecho de que esos brutos se alzaran en mi contra?

—Eso es muy interesante. Como tú misma has confesado, tus poderes mágicos se agotaron hace ya bastante tiempo. No obstante, dominabas a los goblins mediante el engaño y tu personalidad hasta hace unos días. ¿Qué pasó? ¿De dónde sacaron esas miserables criaturas el coraje para alzarse contra ti? ¿Cómo te lo explicas?

—Bueno, es posible simplemente que me vieran cada vez más débil por la enfermedad, pero… —Los agrietados labios de la mujer se curvaron en una sonrisa—. Eres bueno, maestro Mizzrym. Una sonrisa tuya, unas palabras amables, una palmadita cariñosa en la espalda, y yo me voy de la lengua. Hay que ver lo que hace la soledad. Pero exijo mi cura antes de revelar nada de importancia.

—Muy sensata. —Pharaun se sacó un capullo vacío de uno de sus bolsillos—. ¿En qué deseas convertirte?

—En una de vosotros, claro —contestó ella con mirada maliciosa—. En una ocasión oí decir a un filósofo que todos nos convertimos en aquello que más odiamos.

—Vaya, qué tipo tan optimista. Ahora prepárate. Será cosa de un segundo, pero es posible que te duela un poco.

Con mayor cuidado del que ponía normalmente, el hechicero recitó el encantamiento y trazó un símbolo en el aire con el arrugado envoltorio de seda.

En el aire sonó el estridente chillido de la magia, y la temperatura descendió en picado. Por un momento la alcoba rieló y brilló hasta que la distorsión se concentró en el marchito cuerpo de Smylla. En su cuello se marcaron los tendones, y la mujer gritó.

—¡También nosotros queremos vengarnos! ¡Teníamos un trato! —gritó uno de los osgos al otro lado de la puerta.

Las llagas de Smylla desaparecieron, y su escuálida figura empezó a rellenarse hasta adquirir la cualidad de saludable esbeltez. Su piel cenicienta se oscureció y ganó brillo, los ojos azules se tornaron rojos, y las orejas se le aguzaron. Sus facciones se hicieron más delicadas, el pelo cano cobró fuerza; ya no era quebradizo y apagado, sino ondulado y brillante.

—Ya no siento dolor —afirmó—. Me siento más fuerte.

—Pues claro —replicó el mago.

Smylla se quedó mirando fijamente las manos, tras lo cual se incorporó, se levantó del camastro y trató de caminar. Al principio se movía con la cautela de una inválida, pero lentamente, a medida que se daba cuenta de que no iba a caer, su vacilación desapareció. A los pocos segundos caminaba ya a grandes zancadas, saltaba y giraba sobre sí misma como una niña desbordante de vida y entusiasmo que pusiera a prueba sus fuerzas. El mugriento camisón que llevaba le ondeaba alrededor del cuello.

—¡Lo has conseguido! —exclamó con una mirada de gratitud sincera y espontánea en sus ojos carmesíes, que revelaba que dentro de ese cuerpo de doncella drow seguía latiendo un corazón humano.

Pese a que la gratitud era un sentimiento totalmente ajeno a su naturaleza, a Pharaun le pareció muy gratificante. Sin embargo, no la había transformado para deleitarse con el ingenuo sentimentalismo de la mujer sino para arrancarle algunas respuestas.

—Ahora habla, te lo ruego —le pidió.

—De acuerdo. —Smylla inspiró profundamente para calmarse—. Estoy convencida de que algo envalentonó a los goblins. Y lo que es más, afectó a todas las infracriaturas del Braeryn.

—¿Qué cosa? —inquirió Ryld.

—No lo sé.

El guerrero esbozó una mueca.

—¿Cómo has llegado a tal convencimiento? —preguntó Pharaun—. Me había parecido entender que incluso antes de que te atrincheraras en esta habitación la enfermedad te impedía salir de la casa.

—Percibí un cambio en los brutos que viven aquí; se mostraban hoscos, insolentes y con un humor de perros, listos para matarse o dejarse lisiados a la más mínima provocación.

Ryld alzó los hombros, bien porque los notaba tensos o para mover ligeramente a Tajadora hasta una posición más cómoda en la espalda.

—¿Y ése no es su comportamiento normal? —inquirió.

—Todo es relativo —le contestó Smylla, ceñuda—. Llevaban ese comportamiento hasta un extremo insólito hasta entonces, y todos los rumores que me llegaban de fuera de estas paredes sugerían que todos los goblinoides del distrito estaban del mismo talante truculento.

—¿Oíste algo sobre emblemas tribales pintados en las calles? —quiso saber Pharaun.

—Sí. Lo cual indica que se han vuelto locos, ¿no crees?

—Tal vez uno o dos esclavos —replicó Ryld—. ¿Y qué? Le prometiste a mi amigo información. Dinos algo que no sepamos ya, y me refiero a hechos, no sólo a tus impresiones personales.

—Vale, vale —sonrió la clarividente—. A eso iba. Cada pocas noches retumban tambores en algún lugar del Braeryn para convocar a las razas inferiores a una especie de reunión. Muchos ocupantes de esta casa responden a la llamada. Con lo poco que me queda de mis poderes adivinatorios percibo a muchos otros avanzando sigilosamente por las calles hacia el mismo destino.

—Tonterías. ¿Por qué ninguna patrulla drow ha oído las señales y ha ido a investigar? —objetó el maestro de armas.

El mismo mago le dio la respuesta.

—Porque la ciudad posee encantamientos que enmascaran todos los ruidos.

—Es posible. ¿Adónde van las infracriaturas, y por qué? —pregunto Ryld a la mujer.

—No lo sé, pero ahora que he recuperado la salud y mis poderes ocultos, creo que lo averiguaré. Me encantará intentarlo. He cumplido mi parte del trato, pero soy consciente de que no os he dado mucho a cambio del inestimable regalo que tú me has hecho —afirmó, lanzando una radiante sonrisa hacia el mago.

—Tus palabras nos remiten a la cuestión de tu futuro —dijo Pharaun—. No creo que tengas dificultades en recuperar tu autoridad en las calles apestosas, pero ¿por qué conformarte con una vida tan modesta? A mí me sería muy útil contar con la ayuda de alguien de tu calibre. O, si lo prefieres, podría organizar una repatriación segura al mundo de arriba.

Mientras hablaba, movía subrepticiamente los dedos de la mano izquierda, usando el mudo lenguaje de signos de los elfos oscuros, un sistema de gestos tan eficaces y comprensibles como la palabra hablada.

—Creo que… —empezó a decir Smylla, pero de pronto abrió mucho los ojos y lanzó un gemido.

Ryld extrajo su espada corta de la espalda de la mujer, la cual cayó al suelo. Pharaun tuvo que dar un saltito hacia atrás para evitar que el cuerpo le cayera encima.

—Pese a toda su experiencia en Menzoberranzan, no pudo aprender a no confiar en un drow —comentó el desgarbado mago—. Supongo que eso demuestra que es posible alejar a un humano de la luz del sol pero que a la inversa es imposible. —Pharaun sacudió la cabeza—. Ésta es la segunda mujer que he matado con mis propias manos o por mediación de otro desde que comenzó nuestra aventura, y de eso hace muy poco tiempo. Y resulta que no deseaba especialmente matar a ninguna de las dos. ¿Crees que tiene algún significado metafísico subyacente?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? Supongo que querías que la matara porque nos estaba endilgando un montón de mentiras.

—Oh no. Estoy convencido de que decía la verdad. El problema era que la había engañado; la metamorfosis no la había curado. No era más que un truco que solamente se aguantaría unos minutos.

Pharaun retrocedió unos pasos más para evitar que el charco de sangre que se iba extendiendo le manchara las botas, mientras que Ryld limpiaba la espada corta en las sábanas de la mujer muerta.

—No querías dejarla aquí con vida y furiosa, porque hubiera corrido a informar a Greyanna —dijo el maestro de armas.

—Es muy poco probable que se hubieran encontrado, aunque ¿por qué correr el riesgo?

—Y además le preguntaste sobre los dibujos en las paredes. Eres demasiado curioso para olvidarte de eso, ¿no?

—No seas tonto —repuso el mago con una sonrisa—. Soy de los que cuando siguen un rastro no se dejan distraer por nada. Si pregunté fue pensando en nuestra misión.

Ryld echó un vistazo a la puerta y a la barra de hierro. Todavía aguantaban.

—¿Qué tiene que ver el extraño comportamiento de los goblins con los varones fugados?

—Aún no lo sé, pero tenemos dos hechos singulares que suceden al mismo tiempo y en el mismo lugar. ¿No crees que tiene sentido relacionarlos?

—No necesariamente. En Menzoberranzan suceden simultáneamente multitud de complots y conspiraciones, y no todos están conectados.

—Cierto. No obstante, si esas dos situaciones están relacionadas, si preguntamos sobre una de ellas hallaremos asimismo respuestas sobre la otra. Hasta ahora no hemos tenido éxito en la busca de los fugados. Por consiguiente, investigaremos el extraño comportamiento de las razas inferiores y veremos adonde nos conduce el rastro.

—¿Cómo haremos tal cosa?

—Seguiremos los tambores, por supuesto.

Los osgos volvieron a aporrear la puerta.

—Primero tenemos que salir de aquí —dijo el guerrero.

—Eso es fácil. Retiraré la barra encantada de la puerta y emplearé una ilusión para confundirnos con las paredes. En uno o dos minutos los brutos echarán la puerta abajo. Mientras ellos se ensañan con el cuerpo de Smylla y le roban todo lo que poseía, nosotros recuperaremos la apariencia de orcos y nos marcharemos aprovechando la confusión.