Capítulo veintitrés

Con Quenthel a la cabeza, la Academia descendió de Tier Breche como una gran cascada. Algunos maestros y alumnos bajaron tras ella por la escalera, mientras que otros levitaban por el precipicio. Los pocos que poseían magia para volar, revoloteaban de un lado a otro como murciélagos.

—Si la dama matrona quisiera detenerse un momento… —dijo Pharaun. En algún momento se había escabullido a sus aposentos personales para lavarse la cara, peinarse y ponerse un nuevo y elegante conjunto. Regresó solo, afirmando no tener ni idea del paradero de Gomph—. Éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para observar la situación. Aunque ya hemos penetrado en la humareda, desde donde nos encontramos aún podemos efectuar una inspección aérea.

Puesto que Gomph seguía desaparecido o se había desentendido de lo que ocurría, el Mizzrym actuaba en nombre del archimago, y se notaba que estaba entusiasmado. Desde luego era una afrenta tanto para la casa Baenre como para el mismo archimago, aunque había sido ella quien había dado la orden. Hasta que su hermano regresara o la crisis acabara, necesitaba un interlocutor que hablara en nombre de Sorcere. Además, sería divertido ver la cara que pondría Gomph al verse sustituido por ese dandi en un asunto tan grave.

La gran sacerdotisa se detuvo, obligando a sus desprevenidas subordinadas a que también se detuvieran bruscamente detrás de ella. Las víboras del látigo se irguieron para estudiar el paisaje urbano junto con su dueña. Por el rabillo del ojo percibió una fugaz sonrisa del mago, como si le divirtiera el comportamiento de los bífidos.

—Mirad allí —señaló Quenthel—, en Hacinas. Parece que la casa Auvryndar ha exterminado a sus propios esclavos, pero la turba les impide salir de su castillo.

—Ya lo veo, santa madre —dijo Malaggar Faen Tlabbar, situado en el escalón inmediatamente superior. El primera espada de Melee-Magthere era un joven de aspecto risueño y rostro redondo, con gran afición a vestir de verde y adornarse con esmeraldas—. Con vuestro permiso, creo que sería un buen lugar para empezar. Podemos levantar el sitio y sumar a nuestro ejército las fuerzas de los Auvryndar.

—De acuerdo —concedió Quenthel.

Cuando los residentes de la Academia llegaron al suelo de la caverna, los instructores, especialmente los guerreros de la pirámide, formaron a los estudiantes en escuadrones en los que los espadachines y los lanceros debían proteger a los magos. Luego tuvieron que disponer a las unidades en un remedo de orden de marcha.

Como cualquier princesa de una de las principales casas, Quenthel tenía un conocimiento práctico de los asuntos militares, por lo que contempló ese intento de imponer un orden con ojo crítico.

—Ojalá tuviéramos un ejército de verdad —masculló.

No pretendía que nadie la oyera, pero Pharaun asintió.

—Comprendo lo que sentís, dama matrona, pero es todo lo que tenemos, y estoy seguro de que si los hemos entrenado como es debido, tendremos una oportunidad. Al menos —añadió con una tosecilla—, contra los esclavos.

—¿Qué quieres decir?

—La principal amenaza es esta cortina de humo. Creo que Syrzan, pese a su astucia, ha calculado mal. Si los magos que hemos dejado arriba no extinguen las llamas, todos moriremos asfixiados: mujeres y varones, drows y orcos, con lo que el alhún sólo tendrá una necrópolis sobre la que gobernar. No obstante, supongo que debemos concentrarnos en nuestra tarea y no preocuparnos por nada más.

—¿Qué alhún? —quiso saber Quenthel.

Pharaun vaciló.

—Es una historia muy larga, dama matrona, y en estos momentos no es crucial.

—Yo decidiré qué es crucial, mago. ¡Habla!

Antes de que Pharaun pudiera obedecer, la gran sacerdotisa vio al primera espada que se aproximaba, probablemente para informarle de que la compañía estaba lista para partir.

Mientras caminaban escuchó el relato del mago sobre el desollador mental no muerto y sus planes respecto a Menzoberranzan. Quenthel estaba segura de que había más, de que el mago se guardaba parte de la información, pero se consoló pensando que podría arrancársela mediante la tortura más tarde.

Maestros y alumnos hallaron el camino sembrado de cadáveres destrozados de elfos oscuros, algunos de ellos decapitados y otros parcialmente devorados. La luz de las llamas doraba sus ojos sin vida. El penetrante olor de la sangre competía con el acre hedor del humo.

Desde luego, ningún drow se rasgaba las vestiduras ante el espectáculo de una muerte violenta, pero la cantidad de cuerpos mutilados combinado con el deslumbrante fulgor de los fuegos y la insólita imagen de la piedra ardiendo convertía a Menzoberranzan en una especie de infierno y, al menos para Quenthel, eso era algo inquietante.

La dama matrona de Arach-Tinilith pensó que si fuese más débil se sentiría como si estuviera en una pesadilla, o interpretaría esta carnicería como una prueba concluyente de que Lloth había dado definitivamente la espalda a Menzoberranzan. Pero se consoló pensando que, al menos esa vez, el enemigo era visible y muy material.

Periódicamente, la compañía se iba encontrando con pequeños grupos de goblins que saqueaban o asesinaban a desventurados plebeyos, o incluso les arrojaban piedras y flechas. Los estudiantes más jóvenes ansiaban atacar a los esclavos, pero sus maestros les ordenaban a gritos que no lo hicieran. Si querían vencer, la Academia debía actuar como una unidad y ceñirse estrictamente al plan.

Malaggar levantó una mano para que la columna se detuviera.

Estamos ya muy cerca, advirtió con las manos en el lenguaje de signos drow.

Esperaron hasta que un explorador volador, un guerrero de la pirámide con una capa que se transformaba en alas de murciélago, descendiera en picado para informar.

Dama matrona, dijo Malaggar con las manos, sugiero que diez escuadrones avancen en línea recta y el resto rodeemos ese bloque de casas. Atacaremos a los orcos desde dos lados.

De acuerdo, contestó Quenthel. Todos, desde la cabeza de la columna hasta la entrada a ese callejón, seguidme. El resto id con el maestro Faen Tlabbar. Procurad no hacer ruido.

El mensaje se fue transmitiendo por la columna mediante el lenguaje de los signos para todos aquéllos que no habían visto las manos de la gran sacerdotisa.

La compañía se dividió, y las tropas lideradas por Quenthel avanzaron con el mayor sigilo posible hacia una vociferante turbamulta que muy posiblemente los superaba en número. Por suerte, los esclavos no habían reparado en la llegada de la Academia, y Quenthel pensaba aprovechar al máximo el factor sorpresa. Rápidamente dispuso las tropas en formación irregular pero práctica y lanzó el ataque.

El poder mágico aulló y destelló, quemando, haciendo estallar y devorando masas de goblins. Los dardos volaban por el aire hacia los orcos y los osgos. Las infracriaturas caían a docenas.

No obstante, tras la sorpresa inicial la lucha se igualó, y los esclavos se lanzaron contra las tropas drow con estruendoso frenesí. Los drows sustituyeron rápidamente las ballestas de mano por espadas y lanzas. Los magos y las sacerdotisas se asomaban por detrás de las líneas de los guerreros, tratando de ver qué ocurría en medio del tumulto para dirigir sus conjuros contra el enemigo y no contra sus camaradas.

Quenthel pudo haberse refugiado detrás de sus guardaespaldas, pues era una gran sacerdotisa y además la líder de las tropas, pero creyó que si luchaba en primera línea daría valor a las novicias de primer y segundo año. Además, quería matar de cerca y ver el dolor y el miedo en el rostro de sus víctimas. Las víboras del látigo silbaban y se retorcían mientras su ama se abría paso hacia el frente. Mató a varios goblinoides, y a su alrededor estalló y crepitó una deslumbrante luz amarilla, pero sus defensas místicas aguantaron, por lo que el fuego mágico no le hizo ningún daño. No obstante, algunos de quienes tenía cerca, drows y goblins por igual, lanzaron un grito y se desplomaron.

Momentáneamente, todos los supervivientes que se hallaban en las inmediaciones quedaron aturdidos, pero enseguida los orcos corrieron hacia los huecos que el fuego había creado en la línea drow, al mismo tiempo que los miembros de la Academia corrían a llenarlos. Nadie prestó atención a sus camaradas quemados en el suelo, excepto para maldecirlos si tropezaban con ellos.

Quenthel se retiró unos pasos, dejando que un alumno de Melee-Magthere perteneciente a la casa Despana ocupara su lugar, y miró a su alrededor para tratar de descubrir el origen del fuego mágico. Tenía la impresión de que se había abatido sobre ella desde arriba, por lo que alzó la vista hacia los pisos superiores de los edificios a ambos lados.

Lo que vio la sorprendió. Como si se tratara de verdaderos arácnidos, las drañas se arrastraban por los muros y los tejados de los edificios. Muchos de esos envilecidos seres conservaban sus habilidades mágicas, y uno de ellos debía de haber conjurado el fuego.

Quenthel no tenía ni idea de cómo los esclavos y los parias podían haber conspirado juntos, y éste no era el momento para hacer conjeturas. Tenía que detener a las drañas antes de que destruyeran a sus tropas desde arriba. Así pues, levitó hacia arriba por el aire lleno de humo, mientras trataba de localizar al mago responsable del ataque.

Sobre ella se abatió una verdadera lluvia de flechas con lengüeta y relámpagos. La sacerdotisa se cubrió el rostro con un pliegue de su piwafwi, con el resultado de que los proyectiles rebotaron o se disolvieron al entrar en contacto con las capas de protecciones mágicas. Quenthel sólo notó pinchazos sin importancia.

Cuando ascendió hasta su mismo nivel, pese a los colmillos, reconoció ciertos rostros contraídos por la rabia. Ella en persona había ayudado en la transformación de algunas de esas drañas. Tal vez ello explicara por qué la atacaban aunque esto supusiera matar también a muchos de sus aliados orcos.

Rápidamente, desplegó otro rollo y leyó la frase encantada escrita en él. Al instante se materializaron frente a ella y entre las drañas varias espadas que empezaron a girar alrededor de un punto central. Las afiladas hojas de metal giraban tan rápidamente que eran invisibles, y en su avance chocaban con los cuerpos de las drañas. Las espadas cortaban y atravesaban a los híbridos sin reducir su velocidad, convirtiendo a los embrutecidos seres en amasijos de carne y sangre.

Quenthel rió y empezó a darse media vuelta para dar el mismo tratamiento a las drañas encaramadas en los edificios tallados en las estalagmitas del otro lado de la calle. Una especie de cuerda pegajosa la golpeó y se enrolló alrededor de su torso, inmovilizándole la mano que tenía libre contra el pecho.

Era hilo de telaraña. Algunas drañas eran capaces de producirlo, y estaban tratando de atraerla hacia ellas. Quenthel levitó una vez más y se resistió al tirón, como un pez en el anzuelo. Al mismo tiempo, y pese a que apenas podía mover el brazo, trataba de coger otro rollo. Las víboras mordían el hilo para romperlo.

Pharaun levitó a su vez. De sus dedos brotó un ululante rayo de luz blanca que atravesó a una draña, saltó hacia otra y a otra más, hasta que todas ellas quedaron unidas por el deslumbrante y ondulante poder como perlas en un collar. Las drañas se agitaron espasmódicamente hasta que la magia se agotó, y entonces cayeron muertas. Sus restos emanaron un hediondo humo.

—Muchas veces me he preguntado por qué la diosa no transforma a nuestros parias en algo inofensivo —dijo Pharaun a Quenthel con una sonrisa—. Supongo que las drañas son una herramienta más para sacrificar selectivamente a los más débiles.

Sin hacer caso a su parloteo, Quenthel bajó la vista para comprobar cómo se estaba desarrollando la batalla.

El contingente de Malaggar había llegado y causaba estragos en el flanco enemigo. En ese mismo instante, los Auvryndar abrieron de par en par las puertas y, montados en sus lagartos, se lanzaron contra los sitiadores.

Apretando los dientes por el esfuerzo, la gran sacerdotisa se arrancó la pegajosa telaraña y flotó hasta el suelo para unirse a sus tropas. Con un total desdén por las flechas enemigas, Pharaun continuó flotando por encima de las cabezas de los guerreros, desde donde podía apuntar más fácilmente sus conjuros.

La batalla solamente se prolongó unos minutos más, pues, atacada desde tres lados, la masa de goblins se derrumbó sobre sí misma. La implosión dejó el suelo cubierto de cadáveres. Quenthel únicamente dio a sus tropas unos minutos para recuperarse antes de formarlas de nuevo y marchar hacia la siguiente de las numerosas batallas que deberían librar.

—¡Fuera! —gritó Greyanna—. ¡Largo de aquí ahora mismo!

El constructor de canoas la miró con la boca abierta y osó preguntar:

—Pero ¿y… y mis mercancías?

Los artículos a los que se refería estaban diseminados por el suelo del taller o colgaban sostenidos por correas sujetas al techo.

—Los goblins las destruirán —repuso la princesa con la cara marcada—. Así. —Greyanna descargó la maza en un kayak a medio terminar, una embarcación de frágil aspecto hecha con costillas y pellejo—. Ya harás más, pero sólo si sobrevives. Vamos, fuera de aquí o yo misma te mataré.

El artesano se apresuró a bajar del taburete, y la drow lo empujó hacia la puerta. Su media docena de sicarios recorrían la calle, obligando a los dueños de los talleres y de las tiendas a abandonar sus establecimientos.

Una turba formada por greñudos hobgoblins, todos ellos bien armados y más altos que un drow de estatura media, doblaron una esquina y entraron en la calle. Al ver a los elfos oscuros, lanzaron sus burdos gritos de guerra y atacaron en masa.

Tras el desastroso encuentro con Ryld Argith, uno de los gemelos había muerto, y tanto el otro gemelo como Relonor se debatían entre la vida y la muerte en la casa Mizzrym después de recibir heridas muy graves. Vivirían o morirían sin recibir más dosis de magia curativa, pues la matrona Miz’ri se negaba a derrochar los escasos recursos de la casa en unos incompetentes. Greyanna se mostró totalmente de acuerdo.

Tras trasladar a los heridos a la casa, Greyanna, con la dudosa ayuda de Aunrae, seleccionó a cinco varones nuevos para que se unieran a la caza. Tendrían que perseguir a Pharaun a pie, pues Greyanna se había dado cuenta, aunque con retraso, que los engendros alados no le traían suerte.

La rebelión sorprendió a Greyanna y sus sicarios en la calle, buscando a sus presas. Una vez que comprendió la magnitud de la insurrección, se preguntó si el detonante no habría sido la salvaje incursión orquestada por ella en el Braeryn para tratar de sacar a su hermano de su escondite. Era una idea que de un modo perverso y demente la complacía, aunque decidió que sería mejor guardarse esta hipótesis para sí. Pocos drows le verían la gracia.

Sin embargo, la mayor parte de su mente se centraba en cuestiones prácticas. Seguramente su partida de caza podía ayudar a sofocar la rebelión, pero únicamente si se unía a un ejército en toda regla. De otro modo, las turbas los harían pedazos.

Durante los primeros minutos de carnicería y destrucción, Greyanna esperaba que en cualquier momento un clan noble saldría de su castillo para ahuyentar a los goblins. Pero, para su consternación, eso no ocurrió, al menos no en las inmediaciones de donde ella se encontraba. Ella y su pequeña tropa se habían quedado solos.

La vida se convirtió entonces en una exasperante secuencia de correr y esconderse, nada más y nada menos que de viles orcos, mientras tenía que contemplar cómo unas bestias que no eran mejores que ganado destruían una belleza y una complejidad que ni siquiera eran capaces de percibir. De vez en cuando mataban a un pequeño grupo de goblinoides que vagaba en solitario, pero ello no podía frenar la desintegración de las mejores cosas de su mundo.

¿Dónde estaba la reina araña? Tal vez, pese a la magnificencia de Menzoberranzan, ya se había cansado de su juguete, o tal vez pretendía destruirla para construir otra ciudad.

Después de dar muchos rodeos y volver sobre sus propios pasos, por fin Greyanna llegó a una calle que reconoció o, para ser más precisos, una doble hilera de prósperas tiendas. Se trataba de establecimientos regentados por comerciantes que gozaban de la protección de la casa Mizzrym. No era la primera vez que la drow se dejaba caer por ahí para recaudar arriendos y tasas, para castigar a algún que otro insensato que se demoraba en el reembolso de un préstamo o que había incurrido en el desagrado de la madre matrona Miz’ri.

Entonces se le ocurrió que si los comerciantes morían, ya no contribuirían a las arcas de la casa Mizzrym, mientras que si los llevaba a un lugar seguro, tal vez se congraciaría con su madre. Miz’ri empezaba a impacientarse ante su palmaria incapacidad para matar a Pharaun, e incluso había soltado la indirecta de que quizá Greyanna no era la más adecuada para ser primera hija de la casa.

Además, preservar los intereses de la casa Mizzrym sería más constructivo y mucho menos frustrante que limitarse a eludir a los sublevados, por lo que Greyanna ordenó a sus esbirros que sacaran a la fuerza a los asustados comerciantes y artesanos de sus hogares.

La elfa disparó su ballesta contra los hobgoblins, y sus soldados la imitaron. El mago conjuró la enorme y gélida sombra de una mantis, la cual despedazó a varios esclavos con sus descomunales pinzas antes de desvanecerse. En total, al menos una docena de brutos perdieron la vida, pero fueron reemplazados por otros con la misma mirada asesina.

«Por las voces del tormento —pensó Greyanna—, ¿tantas infracriaturas hay en Menzoberranzan?».

Hasta aquel día ni Greyanna ni ningún otro drow se habían percatado de que fuesen tantos.

Los hobgoblins se lanzaron a la carga.

—¡Pared de oscuridad! —gritó la princesa Mizzrym.

Tres de sus servidores, los más cercanos a los esclavos, se inclinaron y tocaron el suelo para conjurar una cortina de sombras entre ellos y las infracriaturas, e inmediatamente retrocedieron.

Uno de los guerreros drows alejó a los tenderos del campo de batalla, mientras que el resto, Greyanna incluida, formaban rápidamente una línea en un punto estrecho, a unos tres metros por detrás de la intangible barrera. La princesa sacó una pequeña ampolla de plata de una bolsa que llevaba al cinto y apuró de un trago el líquido amargo y tibio que contenía. Se estremeció y se dobló sobre la cintura cuando los músculos se le agarrotaron, pero el dolor dejó paso a un hormigueante calorcillo.

Los hobgoblins emergieron de la oscuridad. Llevaban demasiado tiempo viviendo entre elfos oscuros como para que el truco los frenara más que unos pocos segundos.

Como mínimo, el velo de oscuridad impidió que las infracriaturas avanzaran en algo semejante a una formación coherente: arremetieron en una oleada sin forma reconocible y llena de fisuras, gritando y con una furia asesina perfectamente discernible.

El primer hobgoblin que atacó a Greyanna era especialmente grandote y, en craso contraste con sus compañeros, sin pelo de hombros para arriba. Su ama, o amo, había ordenado depilar al esclavo para preparar una superficie sobre la que ejecutar una obra de arte con las marcas de centenares de diminutas quemaduras redondas que formarían un complejo dibujo de líneas curvas.

El esclavo dirigió la gran espada que empuñaba contra la cabeza de la drow. En otras circunstancias Greyanna se hubiese retirado lejos del alcance del arma, pero eso hubiese roto la línea. Deseando haber ido a la batalla equipada con un escudo, levantó la maza para interceptar la espada. El acero del hobgoblin golpeó el mango de piedra de la maza y se deslizó de la mano de quien lo empuñaba.

Inmediatamente, Greyanna contraatacó con una estocada por el flanco que la infracriatura detuvo con su pequeño escudo redondo. El golpe abolló el escudo de acero y obligó al hobgoblin a retroceder tambaleándose. Los sesgados ojos del esclavo se desorbitaron por la sorpresa. No sospechaba que Greyanna había tomado una poción que le otorgaba la fuerza de un ogro.

La drow atacó a un lado, acabando con el esclavo que amenazaba a su vecino, y volvió a encararse con su rival sin pelo, que regresaba hacia ella cautelosamente. Por un momento dudó, luego amagó a un lado y lanzó la estocada hacia el pecho de su adversaria. Pero Greyanna no cayó en la trampa, dio un breve paso a un lado dentro del arco del ataque y descargó la maza contra la mandíbula del hobgoblin. Se oyó el crujir del hueso, y el esclavo cayó de espaldas con el mentón destrozado y sangrante y el cuello roto.

Mató a dos hobgoblins más y notó un pinchazo en la espinilla: una estocada que no había logrado atravesar la bota. Miró hacia abajo y vio a un kobold, armado con un atizador, que se había abierto paso correteando entre las piernas de los esclavos de mayor estatura. Greyanna mató al insolente reptil con un puntapié circular.

Miró alrededor en busca de su próximo rival. No quedaba ninguno. La lucha había acabado, y los pocos hobgoblins supervivientes huían.

—¡Formad! —gritó—. Quiero una columna con los comerciantes en el centro. ¡Vamos!

Una vez que el grupo se puso en marcha, Aunrae, que caminaba al lado de Greyanna, inquirió:

—¿Puedo preguntar adónde vamos? ¿Al castillo de una casa aliada?

—No. Me temo que no podríamos entrar. Vamos a ocultarlos en el Bauthwaf.

Caminaron en dirección a la pared de la caverna pasando junto a cadáveres y piedra ardiendo. Al verlos, otros plebeyos salieron corriendo de sus casas para unirse al destacamento. El primer impulso de Greyanna fue rechazar a todos aquéllos que no tenían ninguna vinculación con la casa Mizzrym, pero luego se lo pensó mejor. Muchos de los recién llegados empuñaban espadas, por lo que, en caso necesario, podrían luchar.

De vez en cuando alguien se desplomaba, tosiendo débilmente, intoxicado por el humo que tanto escocía. El resto pasaba por encima y seguía adelante.

De pronto, alguien lanzó un débil grito agudo, como si sufriera un dolor inesperado. Greyanna giró sobre sus talones. Ningún goblin atacaba. Uno de los comerciantes, el maestro constructor de canoas, simplemente había aprovechado la oportunidad para apuñalar a otro varón por la espalda.

—Un competidor —explicó el artesano.

La laberíntica fortaleza conocida como el Gran montículo contenía varias áreas mágicamente selladas. Todas las demás, por increíble que pudiera parecer, habían sido invadidas por las tropas esclavas rebeldes. Los Baenre combatieron a los goblinoides en las torres de las estalagmitas, en los puentes aéreos que las conectaban, en los túneles abiertos bajo ellas e incluso en las balconadas y paseos aéreos de los bastiones de estalactitas, recuperando terreno centímetro a centímetro y dejándose la piel en el empeño.

Los esclavos opusieron la resistencia final en el patio, una espaciosa área rodeada por una verja de hierro similar a una telaraña. Era una poderosa barrera mágica, pero, como los Baenre acababan de descubrir, resultaba totalmente inútil si el enemigo estaba ya dentro de la fortaleza.

Triel flotó al patio desde las almenas para tomar parte en la lucha final. Jeggred, el cual no se había alejado de su lado en toda la batalla, asimismo levitó hacia abajo. Madre e hijo estaban profusamente salpicados de sangre ajena.

En realidad, la matrona podría haber dejado en manos de sus guerreros la tarea de despejar el patio, pero se estaba divirtiendo. En parte era por la sed de sangre típica de los drows, aunque también porque la acción de matar goblins era de una simplicidad y una franqueza que, por desgracia, nada tenía que ver con el gobierno de una ciudad. Por primera vez desde que accedió al trono de su madre, sentía que sabía exactamente qué hacía.

Media docena de minotauros, unos formidables brutos que había empleado a menudo como guardias personales, gritaban «¡Libertad! ¡Libertad!», al tiempo que blandían las hachas o se agachaban para cornear a un enemigo. Triel leyó la última línea de runas de un pergamino que al inicio de la rebelión contenía siete hechizos.

Las llamas brotaron con ímpetu del suelo bajo los cascos de los minotauros. Cuatro de ellos cayeron chillando y revolcándose. Los otros dos se salvaron de las llamas saltando. No obstante, no salieron ilesos; sufrieron quemaduras en el enmarañado pelaje y en la carne, pero las heridas no los detuvieron. Bramaron y se lanzaron a la carga.

Si cualquier minotauro era mucho más alto que un drow de estatura media, a su lado Triel parecía un insignificante duendecillo. No obstante, sonrió mientras avanzaba para enfrentarse al monstruo mitad hombre mitad toro. Uno de los minotauros fue a por ella, y el otro a por Jeggred.

La madre matrona sabía que a los minotauros les gustaba aplastar a sus rivales sirviéndose del impulso inicial. Por esa razón esperó hasta tenerlo casi encima y luego se apartó. El minotauro fue incapaz de detenerse ni de rectificar la trayectoria, y la madre matrona le destrozó una rodilla con la maza cuando pasó a su lado.

El esclavo cayó de bruces, e inmediatamente la drow le privó del uso de las extremidades propinándole tal golpe en el espinazo, que lo quebró. Mientras tanto, Jeggred hundía los colmillos en el cuello de su rival y le clavaba las garras en el torso para sacarle las entrañas.

Después de eso, Triel y el draegloth mataron a unos cuantos gnolls antes de quedarse sin enemigos. Jadeando, la matrona Baenre se aproximó a la base de un muro y flotó de nuevo hacia arriba hasta alcanzar una altura suficiente para contemplar, más allá del alto de Qu’ellarz’orl, la escena de la ciudad en llamas. Jeggred la siguió.

Al principio, cuando se dio cuenta de que todos los esclavos de Menzoberranzan se habían sublevado, usó un diamante mágico para instar a los varones de Bregan D’aerthe a salir de su escondite secreto. Los mercenarios habían atendido la llamada y luchaban.

Un distrito al sur de la ciudad hervía de goblins. Incluso desde el Gran montículo podía distinguir el movimiento en las calles. De pronto, en cuestión de pocos segundos, la agitación cesó y los goblins cayeron todos al mismo tiempo, muertos al parecer.

Había sido una espectacular carnicería, pero los mercenarios tan sólo habían limpiado una pequeña parte de Menzoberranzan. Si era posible reconquistar la ciudad, ellos solos no podrían hacerlo.

—Reunid todas las tropas. Salimos a luchar —gritó la matrona en dirección al patio para que la oyera el mayor número de oficiales.

Jeggred se había quedado mudo de felicidad. Ésa había sido la mejor noche de su aún corta vida y se sentía borracho de sangre. Había matado, matado y matado sin cesar, experimentando un éxtasis que no podía compararse con el placer que le reportaba atormentar a Faeryl Zauvirr.

¡Y su madre decía que habría más! Descenderían a la ciudad para seguir asesinando a placer. Para un semidemonio no podía existir una dicha mayor. Lo único que debía recordar era no matar a elfos oscuros.

Jeggred apretó el hombro de Triel con una trémula mano, una de las pequeñas.

Valas Hune dobló discretamente una esquina y parpadeó. Una torre obstruía la calle allí donde no debía alzarse ningún bastión. Entonces la mole se movió.

No era una torre, sino el mayor gigante de piedra que había visto en toda su vida. El explorador sabía que algunas casas poseían no sólo goblinoides y ogros como esclavos, sino también gigantes. A la luz de las llamas este espécimen parecía gris, tenía una cabeza larga, ojos negros y hundidos, y aún llevaba brazaletes de hierro de los que pendían cadenas. Se había procurado una enorme hacha fabricada para alguien de su inmenso tamaño y la usaba para hacer papilla a todos los drows que veía.

Valas había perdido a sus camaradas hacía rato. No le importaba, pues estaba acostumbrado a recorrer regiones salvajes totalmente solo, aunque lo cierto era que ninguno de los túneles que había explorado era tan peligroso e impredecible como Menzoberranzan esta noche.

Había matado orcos y gnolls, primero con el arco corto y, una vez se le acabaron las flechas, en combate cuerpo a cuerpo con los kukris. Pensaba que hacía verdaderos progresos hasta que se topó con el gigante.

Era una visión sobrecogedora, pero, si Menzoberranzan quería sobrevivir y Bregan D’aerthe pretendía cobrar por los servicios prestados, alguien tenía que ocuparse de matar también a las infracriaturas de mayor tamaño.

Valas rozó con un dedo una estrella de latón de nueve puntas sujeta a la camisa y murmuró una palabra en el lenguaje de otra raza de la que pocos menzoberranios conocían la existencia. En un abrir y cerrar de ojos se encontró posado sobre uno de los hombros del gigante de piedra.

La superficie era lisa y redondeada, y, en consecuencia, resbaladiza. No obstante, el explorador reaccionó como el excelente escalador que era, anuló su peso y se agarró. A continuación trepó al cuello del leviatán y empezó a dar tajos a las arterias con ambos kukris.

En vano. Sin disponer de un apoyo firme, Valas no podía aprovechar al máximo su fuerza y peso, por lo que sus golpes rebotaban contra la piel dura como la roca del gigante sin causarle daño alguno.

Pero el leviatán acusó los golpes. Giró bruscamente la cabeza, de modo que con el mentón a punto estuvo de lanzar a Valas al suelo. El gigante bajó la mirada hacia él, totalmente furioso, y en el segundo intento el drow tuvo más éxito. Acompañado del crepitar de un rayo, el arma encantada rajó el labio inferior del esclavo.

El gigante de piedra, agitando la testa, gritó de dolor y furia en graves tonos que Valas sintió en los huesos. Una manaza gris trató de atrapar al drow, que se escabulló hacia adelante y empezó a dar tajos contra el cuello del coloso.

Un chorro de sangre oscura y espesa manó de las heridas y arrastró a Valas al vacío. El explorador aterrizó duramente sobre un tejado, desde el que contempló cómo el gigante trastabillaba, agarrándose la garganta con ambas manos. Apenas pudo dar unos pasos antes de caer de espaldas y aplastar a unos hobgoblins que tuvieron la mala suerte de pasar por ahí justo en ese momento.

Gomph estaba de un humor de perros mientras ascendía por el aire hacia la meseta de Tier Breche. Había encendido la base de Narbondel, como de costumbre, cuando el mundo pareció volverse loco. Un grupo de orcos apareció de repente y atacó a sus guardias. Sus propios ogros porteadores dejaron caer de golpe la lujosa litera y se sumaron al motín.

El archimago trató de eliminar a los sublevados lanzándoles un hechizo de muerte que no funcionó. Alguien había conjurado una zona mágica muerta a su alrededor. O bien uno de los orcos era un chamán con poder suficiente para crear ese efecto o, más probablemente, uno de los brutos había robado un talismán a su propietario.

De un modo u otro las bestias atacaban, y en la mente de Gomph los encantamientos no eran más que versos inconexos; su túnica y la capa, endebles prendas de vestir; y sus armas, bastones inertes y adornos. Bueno, seguramente todas no, pero no era tan temerario como para quedarse allí e ir probándolas todas mientras los orcos se le echaban encima blandiendo espadas robadas. Olvidando su dignidad, el archimago huyó con el rabo entre piernas. El pecho le dolía por el esfuerzo allí donde K’rarza’q lo había corneado.

Al llegar al borde de la plaza se dijo que probablemente había salido ya de la zona muerta. Ojalá, porque oía los gruñidos de los ogros que, gracias a sus largas piernas, le estaban dando alcance. Así pues, se volvió, apuntó con una varita y pronunció entre dientes la palabra clave.

Del extremo de la varita salió disparada una gota de líquido que impactó en el abdomen del ogro que iba en cabeza, estalló y se convirtió en una abundante mancha de ácido.

Dueño de nuevo de su magia, Gomph aniquiló a cualquier rebelde que no tenía el suficiente sentido común para echar a correr al verlo. Sus ayudantes drows habían perecido, por lo cual debería regresar solo a Tier Breche.

La rebelión de los esclavos era general, por lo que el regreso no iba a ser nada sencillo. Por un momento consideró la posibilidad de refugiarse en algún castillo o casa, pero al ver cómo las llamas consumían la piedra supo que debía regresar.

Sucio, dolorido y tosiendo, por fin lo logró. Cuando coronó la pared de piedra caliza, lo que vio le levantó el ánimo, aunque desgraciadamente sólo un poco.

Ocho maestros de Sorcere, reunidos al aire libre, salmodiaban, hacían gestos y trataban de ejecutar un ritual, mientras que un número igual de aprendices miraban. Los hechiceros se habían procurado en la torre gran parte del equipo necesario, supuso Gomph. No obstante, el encantamiento era una auténtica chapuza.

El mago Baenre se impulsó y aterrizó de cuatro patas, otra fastidiosa afrenta a su dignidad. Inmediatamente se puso en pie y gritó:

—¡Basta ya!

Los maestros y estudiantes se volvieron para mirarlo con la boca abierta. Los cantos enmudecieron.

—¡Archimago! —exclamó Guldor Melarn, del que se suponía que era su igual en el aspecto de la magia elemental; aunque su actuación de esta noche desmentía tal fama—. ¡Estábamos muy preocupados por vos!

—Ya me he dado cuenta —replicó Gomph acercándose más—. Ya he visto todas las patrullas de búsqueda que habéis enviado.

Guldor vaciló.

—Archimago, la dama matrona de la Academia ordenó…

—Silencio. —Gomph se aproximó lo suficiente para ver que los maestros habían tomado posiciones en un complejo pentáculo trazado en el suelo en rojo fosforescente—. Lamentable.

El gran mago extendió el dedo índice y escribió en el aire. Las palabras mágicas y los sellos adoptaron nuevas formas.

—Mi señor archimago, hemos dibujado este círculo para apagar los fuegos de abajo. Si lo rompéis…

—No lo estoy rompiendo —replicó Gomph—, sino arreglándolo. —Miró a uno de los aprendices, un mozalbete plebeyo que se estremeció—. Tráeme un trozo de pelaje, una varita de ámbar y uno de los pequeños gongs de bronce que los cocineros tocan para llamarnos a comer. ¡Corre!

—Archimago, como veis tenemos ya todos los ingredientes necesarios para conjurar —dijo Guldor, y señaló un brasero con carbones encendidos—. Estoy susurrando a las llamas de abajo, ordenándoles que se extingan.

—Lo único que vas a conseguir es crear más humo, que es lo último que necesitamos. —De una patada Gomph volcó el brasero, y las ascuas se desperdigaron por la roca—. Tu enfoque es equivocado, simplista. Debería exiliarte durante unas cuantas décadas a los reinos que ven el sol para ver si así aprendes cómo extinguir un fuego de esta magnitud.

El mozalbete regresó a todo correr llevando los objetos que le había pedido Gomph. El Baenre susurró una palabra mágica y el tentáculo pasó de rojo a azul.

—Muy bien —dijo a los otros magos—, supongo que sabéis dónde debéis colocaros, por lo que empezaremos enseguida. Repetid lo que yo diga y copiad mis gestos, si sois capaces de ello.

Para un hechicero con la adecuada formación, por lo general, la magia era un arte sencillo. Se basaba en un arsenal de conjuros, muchos de ellos creados por sus predecesores, y unos pocos tal vez de su propia invención. En cualquier caso eran hechizos perfeccionados que conocía al dedillo, sabía que podía conjurarlos adecuadamente y qué efectos exactos tendrían.

Un ritual improvisado era algo muy distinto. Basándose en sus conocimientos arcanos y en sus talentos naturales, un círculo de magos trataban de generar precipitadamente un nuevo efecto. Por lo general no sucedía nada. Cuando sucedía, el poder solía volverse en contra de quienes lo habían generado o se manifestaba en alguna forma contraria a los designios de los hechiceros. Pero, de vez en cuando, tales ceremonias funcionaban. Estando en juego su posición, su riqueza y su ciudad natal, Gomph estaba decidido a que ésta fuese una de tales ocasiones.

Tras cantar durante quince minutos, el poder empezó a susurrar y arder en el aire. Al archimago tocó el gong y obtuvo un sonido metálico y tembloroso. Inmediatamente, una nota más poderosa respondió y oscureció a la primera. Era un retumbo chirriante. Los subordinados de Gomph se encogieron, pero el archimago sonrió satisfecho, pues ese estruendo era un trueno.

Desde lo alto de la meseta los residentes de Sorcere fueron espectadores de excepción de lo que acaeció a continuación. El aire en el techo de la gran caverna, inundada por una densa humareda, se hizo aún más denso a medida que se materializaban masas de vapor. Esas amorfas sombras titilaron como grandes dragones translúcidos que almacenaran fuego en su interior. A cada relámpago seguía un terrible retumbo digno de la ira de los dioses, como si las llamas los apenaran.

Gomph sabía que la mayor parte de la población de Menzoberranzan no tenía ni idea de qué ocurría, era posible incluso que algunos de sus eruditos colegas tampoco lo supieran, pero tanto si lo comprendían como si no, las nubes, los relámpagos y los fenómenos meteorológicos visitaban por vez primera las hasta entonces inmutables profundidades de la Antípoda Oscura.

Las nubes descargaron al unísono torrentes de agua en gélidas cortinas. El mago Baenre oyó el chisporroteo de las llamas cuando la lluvia golpeó con fuerza las paredes de la caverna.

—Realmente impresionante —comentó Guldor—. ¿Estáis seguro de que extinguirá las llamas? El fuego es mágico, ¿sabéis?

Gomph sintió una punzada en la magulladura.

—Sí, instructor —replicó el archimago con desdén—, estoy seguro, porque no soy un incompetente de una casa sin importancia, sino un Baenre y archimago de Menzoberranzan.

Antes de que acabara, Pharaun perdió la cuenta de todas las batallas que él y sus camaradas libraron. Únicamente sabía que las iban ganando una tras otra, gracias sobre todo a la superioridad táctica, y que, pese a las pérdidas que sufrían, el número de efectivos no paraba de aumentar, alimentados por las guarniciones que rompían los cercos a sus respectivos castillos.

De vez en cuando, el variopinto ejército llegaba a una sección de la ciudad que ya había sido pacificada, y aunque apenas los vio de refilón, el mago sabía que Bregan D’aerthe también luchaba para salvar la ciudad. Si algo podía confortarlo en esta noche feroz y desesperada, era eso.

Finalmente, el ejército de Tier Breche se topó con otro ejército igualmente impresionante liderado por la matrona Baenre. Las dos fuerzas se unieron y marcharon hacia Narbondellyn, donde varios osgos que contaban con una cierta experiencia militar, habían logrado organizar a miles de otras infracriaturas en una fuerza capaz de oponerse a las iras de sus amos.

Alrededor de Narbondel, el enorme pilar de piedra, se libró una batalla salvaje y caótica. Milagrosamente, más o menos en mitad de la batalla, una tormenta se desató en la parte superior de la caverna y disipó los peores temores de Pharaun. Una hora más tarde los drows barrieron y aniquilaron al enemigo, con lo que consumaron la reconquista de su ciudad.

Cuando todo hubo acabado, el mago realizó una visita de inspección bajo el chaparrón. Los mechones de pelo mojado se le pegaban a la frente, y avanzaba chapoteando. Como mago debía admitir que la tormenta era una hazaña gloriosa, que además había salvado Menzoberranzan, pero era una lástima que sus colegas no hubieran sido capaces de conseguir lo mismo sin dejarlos a todos hechos una piltrafa y helados hasta la médula.

Pharaun sonrió. No veía a Quenthel ni a Triel por ninguna parte. Durante toda la noche había aceptado sus órdenes sin rechistar, pero deseaba hacer solo lo que aún le quedaba por hacer. La ausencia de ambas le proporcionaba la excusa perfecta para seguir adelante sin consultarlas.

Echó otro vistazo en torno y vio a Welverin Freth. Welverin era el maestro de armas de la casa novena y un guerrero magnífico pese a llevar una pierna artificial de plata. Pharaun y él habían luchado en tándem varias veces esta noche. El guerrero conferenciaba con dos de sus hombres en el umbral de una puerta.

—¡Maestro de armas! —le llamó Pharaun.

Welverin alzó la mirada y le dirigió una inclinación de cabeza.

—¿En qué puedo ayudarte, maestro Mizzrym?

—¿Te gustaría ayudarme a matar al responsable de esta insurrección?

—¿Es otra de tus bromas? —inquirió el maestro de armas con recelo.

—Nada de eso. Si queremos hacerlo tiene que ser rápido, antes de que nuestra presa huya a la Antípoda Oscura. Supongo que tú y tus tropas sabéis manejar monturas aéreas.

Pharaun señaló hacia los murciélagos gigantes, obra de algún hechicero, encerrados encima de una cúpula enrejada próxima. Parecía un milagro que hubieran sobrevivido a la rebelión sin asfixiarse ni sufrir quemaduras.

—¿Dónde están los arreos? —se limitó a preguntar Welverin mirando la jaula.