Capítulo dieciséis
En los corredores iluminados por velas de Arach-Tinilith resonaron unas risas. Quenthel frunció el entrecejo. Había esperado que algo ocurriera, o mejor dicho, lo ansiaba. Pero desde luego no esperaba una explosión de júbilo y no adivinaba a qué podía deberse.
La gran sacerdotisa echó a andar seguida por la patrulla. Sus componentes tenían los nervios a flor de piel, aunque ya no mostraban la misma renuencia que la noche anterior. El destino de Drisinil, Molvayas y las demás conspiradoras las había convencido de que Quenthel seguía gozando del favor de Lloth, al menos el mismo dudoso favor que el resto de sacerdotisas despojadas de sus poderes.
Las risas siguieron sonando sin descanso hasta que por fin la patrulla encontró su fuente: una novicia arrodillada ante uno de los pequeños altares dedicados a la diosa. Estaba encorvada, y los hombros se le agitaban. Con un dedo índice firme pese a los paroxismos de regocijo, la joven pintaba líneas de elegante caligrafía en el suelo. Hasta que la novicia no se llevó una mano a la cara, como un artista que sumerge un pincel en un bote de pintura, Quenthel no supo qué estaba usando como pigmento. La joven se había sacado los ojos, aunque ello no le impedía escribir.
La dama matrona se acercó para inspeccionar las letras escritas en sangre. Pese a su erudición fue incapaz de leer los caracteres, aunque percibió el poder que contenían. La atraían y la repelían al mismo tiempo, como si fuesen capaces de arrancarle el espíritu o un pedazo del cuerpo.
Con esfuerzo, apartó la mirada de los símbolos e hizo restallar el látigo sobre la espalda de la novicia. Las serpientes mordieron con sus venenosos colmillos, y la joven sin ojos se desplomó muerta o simplemente inconsciente. Quenthel no se molestó en comprobarlo.
—¿Qué estaba escribiendo, dama matrona? —preguntó Jyslin.
—No lo sé —admitió Quenthel, borrando los glifos con un pie—, supongo que es una de las lenguas secretas del Abismo. Podría ser un modo de lanzar un hechizo, por lo que me he asegurado de que no lo acabara.
—¿Qué le ha pasado? —quiso saber Minolin.
A Quenthel aún le sorprendía que la Fey-Branche no fuese una de las traidoras, como ella esperaba.
—Tampoco lo sé. —En realidad sí tenía una idea pero todavía no estaba segura—. Vamos, sigamos.
Quince minutos más tarde, una mensajera enviada por una brigada estacionada en la tercera pata de la araña les informó de que una de sus camaradas se había vuelto loca. Quenthel fue a comprobarlo por sí misma, esperando encontrar más ojos arrancados y palabras escritas con sangre.
Pero la locura había adoptado otra forma. La víctima se había refugiado, por decirlo de algún modo, en una pequeña biblioteca que albergaba en su mayor parte mohosos manuales del arte de la guerra en todos sus aspectos. La demente se había sentado en un rincón delimitado por dos altas librerías de piedra arenisca, se balanceaba y gimoteaba en voz queda.
Quenthel se inclinó y la obligó a levantar la cabeza empujándola por el mentón.
—¡Rilrae Zolond! ¿Qué te ocurre? ¿Qué ha pasado?
Rilrae la miró inexpresivamente, como si no hubiera comprendido ni una palabra. De sus ojos se escapaban lágrimas. Olía a moco, y al respirar resoplaba. En lugar de responder a la pregunta de Quenthel, simplemente hizo un ligero y vano esfuerzo por volver la cabeza.
Quenthel suspiró y la soltó. Había visto casos como el de Rilrae anteriormente, sobre todo en mazmorras o cámaras de tortura. La joven sacerdotisa había sufrido una experiencia tan traumática que se había refugiado en lo más profundo de su mente. Si todavía poseyera los poderes que le otorgaba Lloth o llevara consigo los instrumentos necesarios, hubiera podido arrancar a Rilrae del delirio, pero tal como estaban las cosas, esa desgraciada no podría decirles nada útil. Irritada, la dama matrona a punto estuvo de descargar su frustración en Rilrae y golpearla con el látigo, pero no deseaba mostrarse alterada ni nerviosa frente a sus seguidoras.
Un poco más adelante encontraron en el pasillo el cuerpo de una suicida con espuma en la boca, aferrando aún una botella vacía de veneno en una mano.
Una de las alumnas de segundo año apareció tambaleándose en el umbral de una puerta, unos metros más allá; miró a la patrulla con odio y, agitándose, desenrolló un pergamino, seguramente uno de los que la misma Quenthel había repartido procedentes del arsenal del templo. La novicia empezó a leerlo a gritos. Quenthel reconoció las palabras del hechizo para conjurar a un cierto tipo de demonio de la peste.
Inmediatamente, empuñó la ballesta de mano y disparó. Otras hicieron lo mismo. Una lluvia de dardos envenenados se clavaron en el pergamino y en la novicia. La joven cayó de espaldas y se rompió el cráneo contra el suelo de piedra. El poder del conjuro, que no se había activado por una o dos sílabas, se disipó en un inofensivo chisporroteo de luz roja.
Quenthel empezó a reconocer un patrón. Algún tipo de poder atacaba a una drow y más o menos la volvía loca. La afectada se separaba de sus compañeras esgrimiendo una excusa o simplemente echando a correr, y manifestaba su locura a través de un comportamiento insólito.
Lo curioso era que las compañeras de la afectada no se dieran ni cuenta del ataque, y que el demonio asaltara sólo a una componente de cada grupo y no a todas, aunque también era extraño que atacara, pues los intrusos anteriores solamente habían atacado a las sacerdotisas que trataban de detenerlos.
Asimismo, el patrón de búsqueda del invisible demonio era peculiar. La ubicación y la secuencia de los ataques indicaban que vagaba sin rumbo por el templo.
—Ama —dijo Yngoth—, sé lo que está ocurriendo.
—Yo también —replicó Quenthel—. Tal sólo quería confirmarlo. Fey-Branche —dijo, dirigiéndose a Minolin.
—¿Sí?
—Te dejo al mando de la patrulla. Quiero que evacuéis el templo. Sacad a todas las que sigan cuerdas, y a las dementes si es que podéis hacerlo rápidamente.
La princesa Fey-Branche parpadeó.
—Dama matrona, nosotras creemos en vuestra autoridad y no nos asusta luchar a vuestro lado.
—Me siento conmovida —se mofó Quenthel—, pero no se trata de una prueba. Quiero que os marchéis.
—Excelsa madre, ¿qué ocurre? —inquirió Jyslin—. ¿Qué demonio ha invadido el templo esta noche? ¿El asesino? ¿Ha envenenado a nuestras hermanas para volverlas locas?
—No, no del modo que sugieres.
—Entonces…
—¡Idos! —gritó Quenthel—. Minolin, te he ordenado que las sacaras de aquí.
—¡Sí, dama matrona!
Rápidamente, Minolin Fey-Branche hizo formar a sus compañeras y se las llevó. Una vez que se hubieron ido el pasillo se quedó muy silencioso.
—Ama —siseó Hsiv—, ¿ha sido prudente alejarlas?
—¿Cuestionas mi decisión? —espetó Quenthel.
La víbora se estremeció.
—¡No!
—No te lo tendré en cuenta, pues sé que habla tu deseo de protegerme. He alejado a las novicias porque no pueden ayudarme, y me gustaría que quedara alguna cuerda cuando toda esta tontería acabe.
—Os podrían haber defendido de otro posible asesino mortal.
—Si Minolin evacúa el templo, es de esperar que no quede ninguno más. Además, ¿para qué, en nombre del Laberinto de los Demonios, os he creado?
Cuando Yngoth se alzó y torció el cuerpo para mirar a Quenthel a los ojos, la luz de las velas se desplazó sobre sus escamas negras en ondas verdosas.
—Ama, nos merecemos la reprimenda —siseó—. Nosotras vigilaremos. ¿Qué haréis vos?
—Esperar y prepararme.
Quenthel encontró un aula con una butaca de piedra caliza, destinada a quien impartía la clase, razonablemente cómoda. El alto respaldo estaba tallado en la forma estilizada de una araña de patas cortas. La drow se sentó, dejó el látigo a sus pies, sacó de la bolsa una delgada vara de hueso blanco pulido, se la colocó en el regazo y la asió por ambos extremos.
Entonces cerró los ojos y comenzó un ejercicio de respiración. Apenas necesitó uno o dos segundos para sumergirse en un estado de trance meditativo. Necesitaría estar muy lúcida para enfrentarse al demonio de esa noche, pues Jyslin se había equivocado. El intruso no personificaba un asesino, ni el espíritu de la raza drow, sino que era la encarnación del concepto de maldad.
Los infames elfos del mundo de arriba afirmaban odiar el mal, aunque, en opinión de Quenthel, en realidad temían aquello que no entendían. Gracias a la tutela de Lloth los drow sí lo entendían y, tras comprenderlo, lo habían adoptado.
El mal, al igual que el caos, era una de las fuerzas fundamentales de la creación, presente tanto en el macrocosmos del ancho mundo como en el microcosmos de las almas individuales. Mientras que el caos generaba posibilidad e imaginación, el mal engendraba fuerza y voluntad. Por él, los seres sensibles aspiraban a las riquezas y el poder; les permitía someter, asesinar, robar, engañar y, en definitiva, hacer lo necesario para mejorar su situación sin sentir jamás ni una punzada de remordimiento.
Así pues, al mal se debía la existencia de civilización y de cualquier gran hazaña realizada por cualquier héroe de cualquier época. Sin el mal, los pueblos del mundo vivirían como animales. Era asombroso que tantas razas, cegadas por falsas religiones y filosofías, ignoraran una verdad tan evidente. Por el contrario, los elfos oscuros habían basado su sociedad en el mal, y éste era uno de los factores que explicaban su superioridad respecto a todas las demás razas.
Paradójicamente, no obstante, una pizca del corazón de pura negrura de ese poder, el más oscuro de todos, podía ser letal, al igual que el reconfortante calor del fuego llevado al extremo era destructor. Incluso los pueblos que adoraban al mal por lo general no eran capaces de aprehender el infinito y abrasador mar de maldad que rugía por debajo del mundo material y más allá de él. Desde luego era mejor así, pues incluso un fugaz atisbo transmitiría secretos demasiado grandes y temibles para una mente común. El simple contacto podía aniquilar la cordura e incluso la identidad. Conscientes de la amenaza, la mayor parte de los hechiceros no osaban contemplar directamente esa fuerza y preferían tratar con el mal a través de intermediarios, es decir los demonios y los espíritus que lo encarnaban.
Pero el desconocido enemigo de Quenthel parecía ser la excepción, pues se había sumergido directamente en el virulento manantial para invocar el poder que moraba en él.
El demonio era una presencia intangible, una criatura puramente mental. Ello explicaba que se desplazara y actuara erráticamente, pues no se movía en el espacio físico —un medio en el que no existía— sino que pasaba de conciencia a conciencia, de mente a mente. Y bastaba ese contacto para, involuntariamente, envenenar la mente que lo acogía: la sumergía en una oscuridad tan grande y poderosa, que la pobre mente no podía soportarlo.
Saltaba de una mente a otra en busca de Quenthel, para mostrarle toda su perversidad.
La drow rezó para ser capaz de resistir el veneno sólo un segundo, que era el tiempo que necesitaría para activar la magia de los Xorlarrin. No había otro modo. Puesto que el demonio era invisible e insustancial, no sabría que se había acercado lo suficiente para que el talismán lo afectara hasta que sintiera que la estaba infectando.
Para asegurarse de que lo detectaría, se sumergió aún más profundamente en el estado de trance en el que era plenamente consciente de cómo su pecho subía y bajaba al tiempo que el aire entraba y salía de los pulmones, notaba el constante latido del corazón y la fuerza de la sangre que recorría las arterias, percibía la presión de las nalgas contra la butaca así como de la columna vertebral, sentía una débil corriente de aire que le acariciaba y le refrescaba la parte izquierda de la cara y, pese a llevar botas, se daba cuenta de que las serpientes no dejaban de moverse y le rozaban tobillos y piernas.
No obstante, ninguna de esas sensaciones era de importancia. Las percibía de manera muy vivida, porque había entrado en un estado de quietud totalmente objetiva y, por tanto, de receptividad. En ese estado sería igualmente consciente de su mente y su cuerpo.
Había adquirido esa habilidad cuando no era más que una novicia en Arach-Tinilith. Quenthel aprendió todas las artes divinas muy fácilmente, lo cual fue uno de los signos de que Lloth la había elegido para realizar grandes cosas. Pero, hablando en términos relativos, esa habilidad en especial le había costado más de dominar que a la mayoría de las novicias. Según Vlondril, que todavía mostraba un cutis terso pero ya daba muestras de locura, era porque Quenthel poseía un carácter demasiado dinámico, y la pasividad le era totalmente ajena.
De pronto, la princesa Baenre se dio cuenta de que los pensamientos la estaban alejando del estado de trance. Vlondril también decía que eso era lo que solía ocurrir, que a la mente no le gustaba estar callada, sino que parloteaba sin fin. Quenthel volvió a inspirar profunda y lentamente, soltó el aire por la boca y al mismo tiempo exhaló la molesta voz interior.
El tiempo pasó. La gran sacerdotisa no tenía ni idea de cuánto, e inmersa en ese estado de meditación, tampoco le importaba. Un silencio total se había adueñado del templo, lo cual sin duda significaba que casi todo el mundo lo había abandonado o, en algunos casos, habían sucumbido.
Gradualmente fue cayendo en la cuenta de que su estado de trance no era tan perfecto. Esa quietud de muerte, prueba de que las clases, oraciones y rituales habían cesado, la irritaba un poco, y dudaba ser capaz de eliminar esa última traza de emoción. Le importaba demasiado su puesto de directora de Arach-Tinilith. Había llegado a la Academia decidida a hacerla más grande y más efectiva que nunca antes en el pasado. De ese modo honraría a Lloth y demostraría que era capaz de gobernar toda la ciudad cuando llegara el día. Pero, en vez de eso, se encontraba dirigiendo un perfecto desastre, con las actividades interrumpidas y las residentes heridas o muertas.
Le daba rabia pensar en cuántas de sus hermanas nobles la culparían a ella, aunque no era culpa suya. En gran medida las culpables fueron las maestras y las mismas alumnas. La mayor parte de las que habían perecido se lo merecían por haber organizado un estúpido motín en su contra, y así debía ser. Las traidoras habían violado los preceptos de Lloth.
No obstante, al pensarlo mejor se dijo que la verdadera desgracia era que blandengues como Jyslin y Minolin siguieran vivas. Eran cobardes, quejicosas e ineptas, y solamente habían sobrevivido porque la manifestación del mal no había pasado por ellas y porque la misma Quenthel las había enviado a lugar seguro. Quizás eso había sido un error.
Quenthel se dio cuenta de que nuevamente estaba rumiando. Con un esfuerzo de voluntad detuvo el monólogo interior, aunque sólo durante unos segundos.
Pero, tal como Vlondril le había enseñado, resultaba diabólicamente difícil alcanzar la pasividad por el esfuerzo. Además, estaba reflexionando sobre asuntos importantes, nuevos puntos de vista que guiarían sus pasos en los días venideros.
Si el hecho de preservar incluso a los especímenes menos útiles de su rebaño fue un error, al menos podría remediarlo. Ya había matado a las amotinadas. Qué fácil le sería masacrar a aquéllas que ni siquiera tenían espíritu para rebelarse. Quenthel se imaginó paseando lentamente entre sus subordinadas, mirándolas a los ojos y golpeando con el látigo cuando percibía debilidad. El trance facilitaba la visualización, por lo que la fantasía se le antojaba tan vívida como la realidad. Incluso olía la sangre y notaba cómo le salpicaba en la cara. Los músculos del brazo con el que blandía el látigo se tensaban y se relajaban.
En caso necesario, mataría a todo el mundo. Disfrutaría haciéndolo, y tal vez de ese modo, cuando las sacerdotisas fuesen de nuevo puras y fuertes, Lloth se dignaría a hablarles.
Si no, eso significaría que era preciso emprender una limpieza a fondo de Menzoberranzan, empezando por la primera casa. Quenthel derrocaría a la patética y pusilánime Triel, no dentro de cien años sino ya mismo. ¡Al cuerno con los preparativos! Luego, al día siguiente, ella y su familia iniciarían una guerra de exterminio de los miles que servían a la diosa y a su profeta —Quenthel— con un corazón falso o sin excesivo celo.
Qué glorioso sería, y todo ello empezaría cuando eliminara a la primera blandengue. Sus dedos se cerraron alrededor del mango del látigo, o al menos lo intentaron, pues al hacer el gesto se acordó de que en realidad lo que asía era la varita de hueso.
Se había olvidado por completo del artefacto mágico así como del demonio, lo cual sólo tenía una explicación: pese a su vigilancia, el espíritu había logrado apoderarse de su mente, pues, sin su influencia esos pensamientos jamás se le habrían ocurrido. ¿Destruir a sus propias seguidoras? ¿Tratar de matar a Triel sin ningún plan previo y enfrentarse al mismo tiempo a todas las casas de Menzoberranzan?
La perspectiva de un derramamiento de sangre colectivo no la desanimaba —guerra y tortura eran sus derechos de nacimiento, y muy a menudo también su solaz—, pero lo que estaba pensando era maldad sin sentido, un delirio que sin duda la destruiría a ella y muy probablemente también a la casa Baenre.
Claro que… ¿acaso importaba? Quenthel sintió por un momento el éxtasis de la rendición. Si lo permitía, el demonio la ensalzaría, e incluso si moría una hora después, ¿qué más daba? Disfrutaría más en ese breve lapso de tiempo que en siglos de vida anodina.
Durante lo que le pareció mucho tiempo titubeó, tratando de decidir entre usar la varita o desecharla, empuñar el látigo y comenzar la caza. Al final, un pensamiento decantó la balanza hacia la primera opción: por dulce que fuera la tentación de convertirse en un ser puro y trascendente, si sucumbía a ella también estaría sucumbiendo a la voluntad de su enemigo invisible, al que permitiría que la dominara, transformara y finalmente destruyera. Quenthel Baenre no podía aceptar la derrota.
Así pues, partió la varita de hueso en dos trozos.
Inmediatamente, una sensación de extraordinaria ligereza y claridad inundó su mente, señal de que el demonio había salido de ella. En efecto, sus propios ojos se lo confirmaron. Por fin la entidad era vagamente visible: una sombra deforme que flotaba frente a ella. Luego, sin volverse ni mover sus amorfas extremidades, retrocedió rauda como una flecha, se fue haciendo más y más pequeña hasta convertirse en un punto, y desapareció.
Quenthel sintió una punzada de pesar, pero fue muy fugaz. Entonces sonrió.
Gomph estaba sentado ante una de las ventanas encantadas de su cámara secreta, con los pies cruzados sobre un escabel y una copa de cristal llena de vino tinto en una mano. Había abierto de par en par la ventana con marcos de marfil extrañamente tallados y componía la perfecta imagen de alguien que espera completamente relajado un acontecimiento agradable.
Al menos, ésa era su esperanza, porque, muy a su pesar, el archimago de Menzoberranzan se empezaba a acostumbrar a llevarse buenos chascos.
Su búsqueda de los varones fugados había sido infructuosa; los resultados de las adivinaciones eran tan confusos y contradictorios que no le servían para nada. Seguramente un hechicero muy experto se había anticipado a sus esfuerzos. Sus espías tampoco habían descubierto nada, y lo único que habían conseguido fue morir estrangulados a manos de desconocidos en Myr Este. La única satisfacción, si así podía llamarse, era que su señuelo seguía en libertad y atraía la atención de las sacerdotisas. No obstante, no le cabía en la cabeza por qué Pharaun Mizzrym había considerado necesario masacrar a una patrulla de la Academia.
El archimago tampoco había logrado matar a Quenthel. Las noches pasadas le había enviado demonios y luego se había acomodado delante de la ventana para presenciar cómo cumplían sus órdenes. Por imposible que pudiera parecer, incluso sin su magia su hermana había derrotado a los tres primeros demonios así como a las conspiradoras que Gomph había inspirado. Como si de una broma de mal gusto se tratara, Gomph sólo había logrado matar a un puñado de sacerdotisas menores contra las que no tenía nada y que, de haber seguido vivas, hubieran contribuido a fortalecer Menzoberranzan y a la primera casa. ¡Era para volverse loco!
Pero esta noche las cosas serían distintas, o eso esperaba él. Quenthel había demostrado ser capaz de derrotar a espíritus con algún tipo de forma material, aunque sin duda sucumbiría ante un demonio que se introdujera subrepticiamente en su mente.
La ventana encantada ofrecía a Gomph una visión del interior de Arach-Tinilith como si se hallara a pocos metros de distancia. Así vio cómo su hermana y la patrulla encontraban a las desgraciadas a las que el demonio había enajenado al inundarlas con un mal más profundo de lo que cualquier mortal, por muy drow que fuera, podía soportar. El archimago buscaba en su hermana algún signo de temor. Sin duda sería un signo muy sutil, aunque tal vez siendo él su hermano podría percibirlo.
No fue así, y finalmente Quenthel ordenó a sus subordinadas que evacuaran el templo y se sentó a meditar.
El archimago frunció el entrecejo. Era evidente que la arrogante arpía había adivinado lo que ocurría y, en cierto modo, había reaccionado adecuadamente, aunque de nada le serviría. Gomph había sobrevivido al contacto con la esencia misma del mal, pero él era el mayor mago del mundo y había tomado precauciones, mientras que Quenthel no tendría ninguna de las dos ventajas.
Al cabo de un rato, los rasgos de la gran sacerdotisa se contrajeron en un rictus de sublime crueldad. Gomph lanzó una exclamación de triunfo al comprender que el espíritu infernal se había adueñado de ella. Evidentemente no iba a caer muerta víctima de un aneurisma, ni tampoco iba a suicidarse, pero de todos modos estaba condenada.
Con su personalidad borrada, consumida por el irresistible impulso de degradar y destruir, más pronto o más tarde provocaría a alguien para que la matase.
Pero entonces, Quenthel partió la delgada varita de hueso y desató una magia que expulsó al espíritu infernal de su mente. Pese a su impresionante caudal de conocimientos, Gomph jamás había visto nada igual. Su agente adoptó algo similar a una forma palpable y huyó.
El archimago se levantó de repente y estrelló la copa contra la pared, al tiempo que lanzaba las más terribles maldiciones. Por efecto de sus malignas interjecciones, que martilleaban en el aire saturado con el aroma de loto negro, las llamas verdosas de las velas incombustibles parpadearon.
Luchando por recobrar la compostura se dijo que no importaba. Más pronto o más tarde Quenthel caería. Le enviaría un demonio tras otro hasta que…
¿Qué le habría ocurrido al espíritu infernal? Debería haber obedecido las órdenes de Gomph y atacar una y otra vez hasta derribar los pilares que sostenían la cordura de Quenthel o destruirlos. En vez de eso había huido.
La extraña magia empleada por la drow había roto el vínculo, eso era evidente, pero ¿adónde habría ido el demonio? ¿De regreso a su propio mundo? Probablemente, pero algo, una leve aceleración del corazón o un débil cosquilleo en la nuca, impulsó a Gomph a comprobarlo.
La ventana respondió a su voluntad. Contempló al espíritu infernal enmarcado en ese espacio rectangular, aún visible y tan tangible como el humo, que avanzaba por uno de los pasillos de Sorcere medio volando medio dando tumbos. La presencia del intruso activó una defensa mágica, y sobre la sombra se abatió una lluvia de relámpagos de luz amarilla. No obstante, el demonio se libró y siguió adelante. Un maestro ataviado con una túnica azul se asomó por la puerta de su estudio, vio al espectro y empezó a conjurar, pero el intruso lo detuvo golpeándolo con una de sus informes zarpas. El zarpazo no empujó al mago hacia atrás, ni le dejó ninguna marca, pero se desplomó como un bloque de piedra.
Gomph conjeturó que su agente iba a por él. Tal vez estaba furioso por haberlo dominado por la fuerza, o tal vez Quenthel no se había limitado a romper el control de Gomph sobre el demonio, sino que lo había lanzado contra él.
De un modo u otro, el espíritu representaba una amenaza y, lamentablemente, ni siquiera Gomph sabía de qué era capaz. No obstante, no tenía verdaderos motivos para inquietarse; su magia le permitía enfrentarse a cualquier ente como ése, especialmente si se hallaba en su bastión.
El archimago observó cómo el espíritu infernal atravesaba flotando la puerta de mármol negro de su despacho como agua que atraviesa un colador. A continuación, salvó el escritorio de blancos huesos y se dirigió directamente al acceso oculto a su sanctasanctórum. Alrededor del demonio crepitaron mágicas chispas púrpuras y azules, pero logró pasar y comenzó a ascender como una flecha por el pozo.
Gomph sonrió. Tenía a la criatura exactamente donde quería, pues había creado ese pasaje pensando en cómo defenderlo. Con un solo pensamiento lo destruiría.
Aunque el pozo no tenía existencia material, del agujero del suelo emanó un estrépito metálico y un chirrido cuando ese espacio artificial se dobló sobre sí mismo. Si el espíritu rebelde gritó, su voz quedó ahogada por el fragor.
A Gomph le hubiera encantado oírlo chillar, pero lo importante era que se había librado de él. Probablemente el pozo lo había aplastado hasta destruirlo por completo o, si no, lo habría expulsado, mutilado y confuso, hacia un remoto mundo semimaterial. La crisis había pasado, dejando al archimago con la molestia de transportarse dentro y fuera de su refugio mediante un conjuro hasta que pudiera dedicar las seis horas necesarias a recrear el pozo.
Sin embargo, por no perder el hábito de cautela con el que había eludido a un millar de enemigos, se volvió hacia la ventana y miró.
El espacio aún enmarcaba al espíritu y, hasta donde Gomph podía ver, no había sufrido ningún daño. El demonio avanzaba como una flecha, dando vueltas a través de cortinas de pálida fosforescencia que ocupaban los espacios curvados alrededor del refugio del mago.
Era imposible que la criatura lo encontrara. Nadie podía localizar un refugio oculto en una bruma temporal sin la guía de su creador. De todos modos, el archimago corrió hacia uno de los pentáculos dorados de protección que adornaban el suelo de mármol.
Casi instantáneamente, una ventana distinta estalló hacia el interior, y los marcos saltaron de los goznes. El espíritu entró flotando, y en el proceso recuperó la forma que tenía antes de que Gomph lo transformara en un tipo de demonio. En realidad parecía un dragón sin alas con largos cuernos como los de un toro y un único ojo globular. De hecho el archimago no podía ver ese ojo —se confundía con la negra sombra del cuerpo del espíritu—, pero sentía su torva mirada.
Sintiéndose ligeramente angustiado e inseguro, y furioso por sentirse de ese modo, le gritó:
—¡K’rarza’q! Te he nombrado, te he llamado, te he sometido y soy tu amo. ¡Por el príncipe que sueña en el corazón del vacío y por la palabra de Naratyr, te ordeno que te arrodilles!
Del espíritu infernal emanó un hediondo y húmedo olor que de algún modo transmitió la esencia de una despectiva risotada. Luego se abalanzó hacia el mago.
«Muy bien —pensó Gomph—, lo haremos a las malas». El archimago se hundió la hoja curva de su daga ritual en el abdomen.
Tal como había esperado, la criatura se tambaleó, presa de un agónico dolor, pero solamente duró un instante. Entonces él mismo sintió el atroz dolor y se arrancó el athame justo a tiempo de que no le causara una verdadera herida.
K’rarza’q pasó al ataque. Desdeñando el dolor que aún sentía en las entrañas, Gomph recitó un breve encantamiento y extendió un brazo. El aire sonó como una campana, y de sus dedos salió disparada una pequeña bola de fuego roja. La bola se estrelló contra el ente y… nada. El proyectil se desvaneció.
Cuando la criatura llegó al borde del pentáculo, surgió una barrera de luz azul celeste que desapareció con un atormentado gemido al ser atravesada por el espíritu. K’rarza’q inclinó la cabeza y dio una sacudida hacia arriba, clavando así el extremo de uno de sus cuernos en el pecho de Gomph.
El espíritu era totalmente sólido. De no ser por su túnica de archimago y sus otras protecciones, la larga y afilada asta de imprecisa materia habría empalado al hechicero. Lo que hizo fue levantarlo del suelo y lanzarlo al otro lado del refugio. Mientras volaba, Gomph luchó por no perder la conciencia y activar los poderes de levitación de la insignia de su casa.
El poder despertó con una especie de punzada de náuseas, pero al menos despertó. Gomph flotó hasta el suelo tan ligero como un hilo de una tela de araña, salvándose de una caída que le habría roto bastantes huesos.
Tan pronto como notó los pies en el suelo, sacó una varita de madera pulida de la funda que pendía de su cadera izquierda, apuntó con ella y murmuró la palabra clave. Del extremo de la varita brotó una burbuja de cáustico ácido color marrón que salió disparada hacia el espíritu. La burbuja impactó en la máscara ciclópea del ente sin causarle ningún daño.
K’rarza’q atacó. Gomph mantuvo la posición hasta que tuvo a su enemigo casi encima, y entonces pronunció una única palabra. El simple hechizo de teleportación lo envió instantáneamente al otro lado de la habitación circular, a la espalda de su enemigo.
El ente se detuvo bruscamente y lo buscó, confundido. Gomph había ganado un segundo, no más. Rápidamente dejó caer la varita del ácido, agarró una bruñida vara de cornelina tallada en forma de espiral de uno de los estantes con sus herramientas de mago, la alzó sobre su cabeza y comenzó a salmodiar. Esa vara poseía virtudes especiales contra seres pertenecientes a otros niveles de la realidad. Tal vez con ella podría conjurar un hechizo que atravesara las defensas de su rival.
Al oír su voz, el espíritu infernal se dio media vuelta y corrió hacia él. En esta ocasión cargaba contra el mago sin mover las extremidades, simplemente flotaba a una velocidad aterradora. Manteniendo la cadencia y la entonación como sólo un gran maestro mago podía lograr, Gomph aceleró el ritmo del conjuro. Tenía que acabarlo antes de que el ente se le echara encima.
Lo consiguió, aunque por los pelos. K’rarza’q casi podía tocarlo cuando el conjuro desató la fuerza mágica. Una lanza de cegador resplandor se hundió en el ojo del espíritu infernal.
La hedionda criatura cayó al suelo, y la materia que lo componía se rompió en fragmentos. Gomph sonrió, pero una docena de hebras de esa materia se alzaron frente a él como las víboras del maldito látigo de su hermana.
El archimago agarró con ambas manos la vara escarlata, tal como un maestro de Melee-Magthere le había enseñado siglos atrás durante los seis meses que todos los aprendices de mago debían pasar obligatoriamente en la pirámide de los guerreros. Blandiendo la vara como si se tratara de una simple lanza, golpeó lo que parecía ser el centro hecho jirones de K’rarza’q, que se retorcía.
El espíritu infernal estalló en manchas inertes de cieno gris y negro. Los hechizos protectores de Gomph impidieron que alguna de esas manchas le salpicara y contaminara su persona.
La victoria le reportó una cierta satisfacción, aunque la sensación se marchitó enseguida al recordar que no había matado al objeto de su odio, sino que únicamente sobrevivió al resultado de otro intento fallido y descubrió que había subestimado los recursos y las capacidades de Quenthel.
¿Qué era esa varita de hueso? ¿De dónde la había sacado y cómo funcionaba? ¿Se había limitado a quebrar el control de Gomph sobre el demonio o lo había sometido a su voluntad?
Apesadumbrado, se dijo que mientras no dispusiera de más datos sería una locura proseguir los ataques contra un enemigo capaz de volver contra él todo el poder de su hechicería.
Así pues, cesaría las hostilidades.
Con un súbito acceso de inquietud pensó que ojalá su hermana no adivinara quién era el responsable de los ataques.