Capítulo once
La patrulla de Quenthel llevaba tantas horas recorriendo los umbríos pasillos de Arach-Tinilith, iluminados solamente por la luz de las candelas, que hasta los lugares que la gran sacerdotisa conocía como la palma de la mano empezaron a parecerle sutilmente diferentes e irreales, y sus subordinadas perdían visiblemente los nervios a causa de la espera. Así pues ordenó una parada para que sus ayudantes descansaran y se serenaran. El grupo se detuvo en una pequeña capilla con imágenes de calaveras, dagas y arañas en bajorrelieve en las paredes así como los huesos de las sacerdotisas muertas mucho tiempo atrás y sepultadas bajo el suelo. Corría el rumor de que una sacerdotisa se había cortado a sí misma la garganta en aquel lugar y que su fantasma rondaba de vez en cuando por allí. Pero Quenthel jamás había visto la aparición, ni tampoco entonces se estaba manifestando.
Sacerdotisas y novicias se sentaron en los bancos de la capilla. Durante un rato nadie habló, hasta que Jyslin, una estudiante de segundo año con rostro en forma de corazón y aretes de plata en las orejas, rompió el silencio.
—Tal vez no pase nada.
Quenthel lanzó una gélida mirada a la novicia. Como el resto del grupo tenía un aspecto realmente guerrero, armada con maza, malla y escudo, pero el miedo se reflejaba en sus inquietos ojos granate y en su sudorosa frente.
—Esta noche nos enfrentaremos con otro demonio —afirmó la dama matrona—. Lo presiento. Así pues, es inútil desear lo contrario. En vez de eso te sugiero que te concentres en permanecer alerta y recordar todo lo que has aprendido.
—Sí, dama matrona —susurró Jyslin, bajando la mirada.
—Desear imposibles es cosa de cobardes —sentenció Quenthel—, y si sois tan estúpidas como para haber caído en ese error, es que nos hemos entretenido demasiado. Vamos, arriba.
Las subordinadas de Quenthel se alzaron de mala gana. Los eslabones de la flexible cota de malla negra de una de ellas tintineó de manera casi imperceptible. Con Quenthel a la cabeza la patrulla reanudo la marcha.
En vista de las dos intrusiones previas y de que las barreras mágicas alzadas por los magos de Sorcere habían demostrado ser inútiles Quenthel había puesto en alerta a Arach-Tinilith, y había organizado al personal y a las estudiantes en patrullas de ocho. La mayor parte de las patrullas vigilarían puestos determinados, mientras que otras, las menos, se dedicarían a recorrer el complejo. La princesa Baenre había decidido acompañar a una de estas últimas.
Asimismo, había decidido abrir de par en par los almacenes y arsenales para distribuir las poderosas herramientas y las armas encantadas que allí se guardaban. Incluso las alumnas de primer año llevaban armas mágicas y talismanes dignos de una gran sacerdotisa.
Pero todo ese equipo no parecía haber ayudado mucho a subir la moral ni a Jyslin ni a las otras novicias. Si la misma Quenthel no hubiese estado tan ocupada ocultando la angustia que la embargaba, el abatimiento general la hubiese divertido. Todas esas muchachas habían visto demonios en su infancia y luego, en Arach-Tinilith, habían alcanzado un cierto grado de familiaridad con ellos, pero ésa era la primera vez que uno de esos entes representaba una auténtica amenaza para ellas, y sólo entonces se dieron cuenta que en realidad conocían muy poco a tan feroces criaturas.
Sin duda, alguna de ellas también se había dado cuenta que hasta que Quenthel no las había reclutado en lo que a fin de cuentas era su defensa personal, en realidad habían corrido un peligro muy relativo. En ese caso, su resentimiento era tan irrelevante como su inquietud. Como subordinadas su deber era servirla.
—Sufrimos la ira de Lloth —susurró Minolin Fey-Branche, una estudiante de quinto curso que llevaba el pelo peinado en tres largas trenzas. Evidentemente no pretendía que su voz llegara hasta la primera fila de la patrulla—. Primero nos despoja de nuestra magia y ahora nos envía a sus demonios para matarnos.
Quenthel giró sobre sus talones. Notando su furia, las víboras del látigo se alzaron, retorciéndose y silbando.
—¡Silencio! —ordenó—. Tal vez la reina araña nos está probando para eliminar a las menos aptas, sin embargo jamás condenaría a todo el templo.
Minolin bajó la mirada.
—Sí, dama matrona —dijo inexpresivamente.
Quenthel se dio cuenta de que sus palabras no habían logrado tranquilizar a nadie.
—Me dais asco. Todas vosotras —sentenció la princesa Baenre.
—Os pedimos perdón, maestra —se disculpó Jyslin.
—Cuando yo era novicia, si una de nosotras mostraba el más mínimo indicio de cobardía o desobediencia, mi hermana Triel la obligaba a ayunar durante diez días y comer asquerosa bazofia durante los diez días siguientes. Yo debería hacer lo mismo, pero, por desgracia, Arach-Tinilith está sitiada. Os necesito con fuerzas. Así pues, aunque deberíais avergonzaros, haremos otro descanso. Podéis llenar el estómago, y será mejor que eso os dé coraje. De otro modo comprobaremos a cuántas de vosotras tengo que azotar antes de que el resto deje de lamentarse y encogerse de miedo. Seguidme.
Quenthel las condujo a un aula en la que el personal de cocina había montado una mesa. Siguiendo sus indicaciones habían preparado una cena fría y la habían dejado dispuesta en diferentes lugares del templo para que las cansadas centinelas pudieran al menos reponer fuerzas comiendo. Las cocineras habían hecho un buen trabajo. En una bandeja de plata habían dispuesto tajadas rosa y marrones de rote marinadas en una salsa color pardo rojizo cuyo aroma rivalizaba con el omnipresente incienso. Otras bandejas y cuencos contenían setas crudas troceadas con una espesa salsa así como una ensalada de setas negras, blancas y rojas cortadas a dados. En cuanto a las jarras, Quenthel supuso que contendrían vino aguado, tal como había ordenado. Esperaba que el alcohol animara a aquéllas de sus subordinadas que estaban aterrorizadas por la ausencia de Lloth y las incursiones de las dos noches pasadas, aunque no quería que ninguna de las defensoras del templo se emborrachara y quedara incapacitada.
Algunas de las acompañantes de Quenthel se lanzaron sobre la comida como si creyeran que iba a ser la última, mientras que otras, igualmente convencidas de la suerte que les aguardaba, estaban tan nerviosas que se limitaron a picotear de aquí y allí.
La dama matrona de la Academia supuso que, pese a su determinación de sobrevivir a esa noche, debía de pertenecer al segundo grupo, pues notaba el estómago revuelto y las largas horas de tensa espera le habían estropeado el apetito.
«Vamos, demonio —pensó—, ven y acabemos con esto de una vez».
Pero el demonio no respondió a su silenciosa invocación.
Notaba la garganta algo seca, por lo que cuando su mirada se topó con los ojos de Jyslin, le ordenó:
—Sírveme un vaso.
—Sí, dama matrona.
La novicia de segundo año obedeció con una presteza encomiable aunque llenó más la copa de plata de lo que se consideraba de buen tono. Quenthel se dijo que era lo que podía esperarse de una plebeya sin refinamiento. La dama Baenre aceptó la copa con una inclinación de cabeza y se la acercó a los labios.
El látigo de serpientes le colgaba de la muñeca mediante una lazaca de piel de wyvern que atravesaba el mango. De repente, la drow sintió que el vínculo psiónico que la unía a las serpientes le enviaba un mensaje de alarma. En ese mismo instante las víboras se empinaron y le arrancaron la copa de la mano. Quenthel las miró con asombro.
—Veneno —le explicó Yngoth. Los ojos de alargadas pupilas relucieron en sus escamosas cuencas—. Lo hemos olido.
Quenthel miró alrededor. Sus seguidoras habían oído la declaración de la serpiente y la miraban, a ella y a los reptiles, totalmente consternadas. De momento parecían en perfecto estado, pero Quenthel confiaba en las víboras y sabía que no duraría.
—Vomitad. Deprisa —ordenó.
No tuvieron oportunidad. La toxina las afectó casi al mismo tiempo; se balanceaban, trastabillaban y caían al suelo. Algunas vomitaban involuntariamente por efecto del veneno, pero no servía de nada: también ellas perdieron el sentido. Al final toda la patrulla quedó fuera de juego.
Quenthel asió el látigo, escrutó en todas direcciones y ordenó a las serpientes que hicieran lo mismo. Era consciente de que sus demoníacos asaltantes adoptaban formas que evocaban las características específicas de la diosa, por lo que más pronto o más tarde aparecería un tipo u otro de «asesino». Había sido una tonta al suponer que atacarían de un modo obvio, como la «araña» o la «oscuridad». No esperaba que el nuevo enemigo usara el sigilo y tratara de envenenarla, aunque, visto en retrospectiva, era perfectamente lógico.
La pregunta era si el ataque acababa allí, con el intento de envenenarla, o si, en vista de que había fallado, intentaría otra cosa.
En la parte oeste alguien gritó, y el sonido reverberó por los pasillos de piedra. Quenthel ya tenía la respuesta, que era la que esperaba.
El corazón le latía aceleradamente, tenía la boca seca y no tenía ningunas ganas de enfrentarse al nuevo intruso sin el apoyo de su guardia personal. No obstante, ella era quien mandaba en Arach-Tinilith, por lo que no pensaba poner pies en polvorosa y ceder al enemigo sus dominios.
Además, si huía, muy posiblemente el maldito demonio la perseguiría. Así pues abandonó a la patrulla fuera de combate, con todos los inútiles tesoros mágicos desparramados por el suelo, y se dirigió hacia el ruido. Mientras caminaba llamó a voz en grito a otras subordinadas, pero nadie respondió.
Apenas un minuto después penetraba en una larga galería con esculturas que relataban la historia de Lloth tal como había ocurrido y como anunciaban las profecías: cómo sedujo a Corellon Larethian, el dios principal de los aborrecibles elfos de la superficie, su unión y el primer intento de Lloth para derrocarlo, su descubrimiento de la forma araña y su descenso al Abismo, su conquista del Laberinto de los Demonios y la adopción de los drows como pueblo elegido, y finalmente su triunfo sobre todos los otros dioses y su dominio total de la creación.
Una silueta se recortó en la entrada en forma de arco situada en el otro extremo de la galería. Era algo que cambiaba continuamente de color y de forma —humanoide, cuadrúpedo, mancha, gusano, racimo de pinchos. Al percibir la presencia de Quenthel, lanzó un grito que sonó como una trémula y estruendosa mezcolanza de todos los sonidos que la drow había escuchado en su vida, y otros que desconocía. En el primer discordante aullido reconoció la aguda nota de una flauta, el gruñido de un rote, el llanto de un bebé, la salpicadura del agua y el crepitar de un fuego.
Aunque se daba cuenta de la peligrosa amenaza que representaba ese demonio, en un primer momento no sintió inquietud por su propia seguridad ni tampoco sintió la furia guerrera que esperaba. El veneno sugería la mano de un asesino, pero el demonio que tenía ante ella era evidentemente una encarnación del caos.
El demonio echó a andar hacia ella. Alrededor del ser las paredes se abombaban, se difuminaban y cambiaban de color. Quenthel buscó en la bolsa de cuero que le colgaba al cinto y sacó un pergamino. Justo entonces algo la golpeó con fuerza en la nuca.
Ryld escudriñó la sala. A juzgar por el ruedo situado a un nivel más bajo en el centro del suelo, ese ruinoso lugar en otro tiempo había sido uno de esos rudos establecimientos a los que los elfos oscuros de todas las clases sociales acudían para olvidarse de castas y refinamientos por unas horas, empaparse de alcohol puro y contemplar cómo las criaturas de razas inferiores se mataban las unas a las otras en competiciones a las que se solía dar una vis cómica.
En otras palabras, en la elegante Menzoberranzan debía de haber sido considerado un establecimiento bárbaro, y había empeorado desde que los goblinoides se habían apropiado de él. Decenas o centenares de ellos se apiñaban en ese espacio, y el hedor de tantos cuerpos sin lavar de razas malolientes, cada una de un modo propio, era nauseabundo. La fuerte barbulla de sus diferentes lenguas, a cual más áspera y gutural, era casi igual de desagradable que el hedor, y ahogaba el sordo golpeteo del tambor que se filtraba por el techo. Claro que el peludo gnoll del tejado no tocaba el tambor para los que ya estaban dentro, sino para guiar a otros hacia su destino.
Con gran sorpresa, el guerrero comprobó que un número considerable de las criaturas que se reunían procedían de fuera del Braeryn. Veía prendas sencillas pero relativamente limpias e intactas que apuntaban a Myr Este, e incluso libreas, collares de acero, grilletes, marcas de latigazos y quemaduras que los estigmatizaban como esclavos que huían de casas prósperas. Obviamente, quienes llegaban de fuera del distrito no podían haber oído el tambor, pues los amortiguadores mágicos lo impedían. Alguien debía de haberles avisado.
Los maestros de Tier Breche, disfrazados aún de orcos, aunque no los mismos que habían burlado a los osgos, se abrieron paso a empellones hasta una esquina dispuestos a no perderse detalle.
Seguro de que nadie lo oiría en medio del barullo ambiental, Ryld acercó su cabeza a la de Pharaun y le dijo:
—Creo que no es más que una fiesta.
—¿Ves que celebren algo? —El nuevo rostro porcino de Pharaun mostraba la nariz y un colmillo rotos—. Yo creo que no. Armarían mucho más jaleo. Observa a esas hembras goblins charlando y pasándose una botella. —Pharaun señaló con la cabeza a un trío de mugrientas y patizambas criaturas de rostro chato y frente muy inclinada—. Están expectantes. Si siguen igual de atolondradas cuando acabe la reunión, tal vez hallemos consuelo por nuestras frustraciones en sus peludos brazos.
Ryld lanzó un resoplido, totalmente convencido de que su amigo bromeaba… pero de pronto estuvo menos seguro.
—No me digas que has tenido relaciones con una goblin.
—Un verdadero estudioso busca siempre nuevas experiencias. Además, ¿de qué sirve ser un elfo oscuro, un señor de la Antípoda Oscura, si no explotas en todos los aspectos a las razas inferiores?
—Hummm. Admito que seguramente no son peores que una de esas sacerdotisas que exigen que te humilles y te comportes como…
—¡Chsss!
El tambor había enmudecido.
—Algo pasa —añadió Pharaun.
Ryld vio que su amigo estaba en lo cierto. Se produjo un revuelo en la multitud, que empezó a gritar:
—¡Profeta! ¡Profeta! ¡Profeta!
El maestro de Melee-Magthere no sabía qué esperaba ver, pero desde luego no esa figura envuelta en una sencilla capa con capucha y cuyo tronco asomaba por encima de las cabezas de los reunidos. Tal vez se había subido a un banco o a una mesa, o tal vez levitaba, pues ese «profeta» al que las razas inferiores idolatraban era un apuesto elfo oscuro.
El profeta dejó que sus seguidores cantaran y gritaran durante un minuto antes de alzar una de sus esbeltas manos. Gradualmente se hizo el silencio.
—Es posible que ese tipo no sea realmente uno de nosotros —susurró Pharaun al guerrero—. Está envuelto en un conjuro, tal vez como el nuestro, que hace que todos lo vean bajo una luz favorable. Me imagino que los goblins lo ven como un goblin, los gnolls como un gnoll, y así sucesivamente.
—¿Quién se oculta dentro de la ilusión?
—No lo sé. Se trata de un conjuro muy peculiar. Nunca había visto nada igual. No puedo penetrar en él, pero sospecho que pronto vamos a conocer sus intenciones.
—Hermanos y hermanas —dijo el profeta.
Su voz provocó nuevos vítores, y el profeta esperó a que enmudecieran por sí mismos.
—Hermanos y hermanas —repitió—, desde la fundación de esta ciudad, los menzoberranios han convertido a nuestra gente en esclavos o los mantienen en condiciones igualmente degradantes. Nos obligan a trabajar hasta que morimos de cansancio, nos torturan y nos asesinan por placer, nos condenan a morir de hambre, de enfermedad y a vivir en la miseria.
El público expresó su conformidad con gruñidos.
—Dondequiera que miréis, veréis nuestra miseria —prosiguió el orador—. Ayer, mientras caminaba por Hacinas vi a una niña hobgoblin de no más de cinco o seis años que recogía un pedazo de seta de la calle, ¡con los dientes! No podía hacerlo con las manos, pues algún drow se las había unido mágicamente en la espalda, condenándola así a vivir y morir tullida, convertida en un monstruo.
La multitud gruñó enseñando los dientes, indignada, pese al hecho de que esas razas solían practicar torturas igualmente crueles, si bien menos variadas e imaginativas.
El profeta continuó.
—Paseando por Narbondellyn vi a un orco paralizado de algún modo, tendido en el suelo. Un elfo oscuro le dio un tajo en el pecho, separó los pliegues de piel, le aserró algunas costillas y llamó con un silbido a su montura lagarto para que se alimentara con los órganos del esclavo aún vivo. El drow explicó a un compañero que cada diez días alimentaba al reptil de ese modo para que corriera más rápidamente.
El público aulló frenéticamente. Una hembra orco, enajenada por la furia que la embargaba, se cortó las mejillas y la frente con un fragmento de cristal roto.
Mientras el profeta continuaba desgranando una atrocidad tras otra, Ryld notó que una extraña emoción se iba apoderando de él. Sabía que no podía tratarse de un sentimiento de culpa —sería ridículo en un elfo oscuro—, pero tal vez sí una especie de vergüenza y de repugnancia hacia el puro desperdicio y la actitud infantil que se evidenciaba en el maltrato que Menzoberranzan infligía a las razas inferiores, así como el deseo de rectificar la situación, si podía.
Era un sentimiento irracional, por supuesto. Los goblins y otros de su mismo pelaje solamente existían para el placer de los drows, y si un elfo oscuro destruía uno, simplemente tomaba otro o lo compraba. El maestro de armas sacudió la cabeza para aclararse los pensamientos y se volvió hacia Pharaun.
Pese a la máscara de orco, era evidente que el mago se lo estaba pasando en grande.
—¿Has decidido enmendarte, perverso drow?
—Supongo que también tú notas la influencia —repuso Ryld—. ¿Qué está pasando?
—El profeta utiliza magia para apoyar su oratoria, aunque una vez más de un modo que no llego a comprender.
—Vale, pero ¿a qué viene quejarse tanto?
—No tardará en decírnoslo, supongo.
El profeta prosiguió en la misma línea un rato más, aguijoneando a la multitud hasta llevarla al borde de la histeria.
—¡Pero nosotros podemos cambiarlo! —gritó al fin.
Las infracriaturas aullaron, y por un instante, hasta que se sobrepuso a sus sentimientos, Ryld sintió ganas de traducir en un salvaje derramamiento de sangre la repugnancia provocada en él por medios mágicos.
—¡Podemos vengarnos! ¡Por cada injusticia que los drows han cometido, nosotros les devolveremos mil! ¡Los drows serán nuestros esclavos! ¡Vestiremos sedas y ropajes de oro mientras ellos van desnudos! ¡Comeremos deliciosas viandas mientras ellos comen basura! ¡Saquearemos Menzoberranzan, y luego, aquéllos de nosotros que lo deseen, regresarán junto a su gente cargados de tesoros, y el resto gobernaremos la caverna!
«Lo dudo», pensó Ryld, y cuando se volvía para decírselo así a Pharaun, se quedó de una pieza al darse cuenta de que el mago parecía tomarse esa diatriba muy en serio.
—Simplemente dan rienda suelta a su resentimiento imaginando fantasías —susurró el guerrero—. Nunca se atreverán, y si lo hicieran, los aplastaríamos en cuestión de minutos.
—Supongo —repuso el mago—. Vamos, echemos un vistazo más de cerca.
Ambos maestros empezaron a abrirse paso hacia adelante entre la soliviantada multitud. Algunos de los espectadores no se tomaron a bien sus codazos, por lo que Ryld tuvo que derribar a un hobgoblin. Sin embargo, nadie encontró extraño que trataran de acercarse más al carismático líder. De hecho, ellos dos no eran los únicos que lo intentaban.
El profeta seguía pronunciando su discurso.
—Muchas gracias por vuestro trabajo y vuestra paciencia, que muy pronto tendrán su recompensa. Las noticias de nuestra revuelta se extienden ya por todas las calles y callejones. Tenemos guerreros en todas partes, y cada uno de ellos sabe qué debe hacer cuando oiga la llamada. Mientras, los drows no sospechan nada. Es tal su arrogancia que se han dormido sobre los laureles. No sospecharán hasta que sea demasiado tarde, hasta que suene la llamada y nos alcemos todos para no dejar ni uno con vida.
Desde donde estaban, Ryld y Pharaun vieron cómo el profeta recogía del suelo una vara de piedra arenisca y ungía el extremo con aceite procedente de una botella de cerámica. La vara estalló en una chisporroteante llama amarilla, como si estuviera hecha de leña seca; el aceite era un exótico combustible procedente del mundo de arriba. El maestro de Melee-Magthere entrecerró los ojos para protegerse de la súbita llamarada.
—¡Por los ojos de la diosa! —exclamó Pharaun.
—Es un buen truco, pero seguro que para ti no es nada —comentó Ryld.
—No me refiero al fuego, sino a esos dos osgos de pie detrás del profeta.
—Serán sus guardaespaldas, imagino. ¿Qué pasa con ellos?
—Son Tluth Melarn y Alton el zapatero, dos de nuestros fugados. También ellos se ocultan bajo velos de ilusión, aunque los suyos son más sencillos y puedo penetrarlos.
—¿Lo dices en serio? ¿Por qué unos drows, aunque sean renegados ayudan a instigar una revuelta de los esclavos?
—Tal vez lo descubramos cuando sigamos al profeta y su entorno.
—Os he enseñado cómo usar botes de fuego, y mis amigos y yo os hemos traído muchos —prosiguió el orador, señalando varios arcones que flotaban en el aire—. Cogedlos y escondedlos hasta el día del juicio final.
En el aire atronaron las claras notas de un cuerno metálico. Por un instante, el confuso Ryld pensó que había llegado «la llamada» —fuese lo que fuese—, pero enseguida una sensación de pánico, o el recuerdo de ella, llevó a su memoria el verdadero significado de esa trompeta. A juzgar por cómo los presentes farfullaban y miraban en todas direcciones frenéticamente, también ellos lo sabían.
—¿Qué pasa? —preguntó Pharaun.
—Tú eres de noble cuna —replicó Ryld, y en su voz notó vestigios de una antigua amargura—. ¿Nunca fuiste de cacería al Braeryn, para matar a todo lo que encontraras?
El mago sonrió.
—Ahora que lo mencionas, sí, pero de eso hace mucho tiempo. Se me ocurre que esto debe de ser obra de Greyanna. No es mala táctica, aunque implica un importante derroche de fuerzas. Debido al velo mágico nuestros cazadores no pueden localizarnos, pero sabían que nuestra misión nos traería al Braeryn. Por esa razón han organizado una cacería para una partida de nobles. La idea es que la confusión nos obligará a salir de nuestro escondite para correr por las calles, y entonces nos localizarán.
—Y lo que es más —replicó Ryld, mientras se aseguraba que tenía las espadas prestas para ser desenvainadas—, tu hermana nos da a elegir entre mantener la ilusión y que nos hostiguen los nuestros, o abandonar los disfraces y enfrentarnos a la ira de los goblinoides. De un modo u otro, es probable que alguien nos mate sin que ella tenga que molestarse.
El profeta alzó las manos pidiendo calma, y las criaturas inferiores se tranquilizaron un poco.
—Amigos, dentro de un momento nos dispersaremos, pero no os olvidéis llevaros los botes de fuego. Una vez haya pasado el peligro, compartid las armas y las noticias de nuestra reunión con todos aquéllos que no hayan podido asistir. Recordad cuál es vuestra parte en el plan y esperad la llamada. ¡Ahora idos!
Algunos de los rebeldes salieron corriendo sin mayor dilación, pero al menos la mitad de ellos cogieron antes uno o dos botes de los arcones. Un orco perdió el equilibrio en medio del tumulto y fue pisoteado por sus congéneres. Mientras, el profeta y sus guardaespaldas salieron sigilosamente por una puerta situada en la pared del fondo.
—¿Vamos? —inquirió Pharaun, echando a caminar tras ellos.
—¿Qué hay de Greyanna y de todos los cazadores?
—Si es necesario, lucharemos, pero que me aspen si voy a esconderme en un agujero mientras dos de los muchachos que tanto nos ha costado encontrar se desvanecen en la oscuridad.
Los maestros salieron a la calle. En el Braeryn resonaban las trompetas, los gritos de júbilo de los elfos oscuros y los chillidos de las desgraciadas criaturas a las que habían ido a cazar.
Pharaun y Ryld siguieron al profeta y a los descastados durante media manzana. El trío avanzaba rápidamente, pero sin traza de pánico. Evidentemente confiaban en su habilidad para eludir a los cazadores. Ryld se preguntó por qué.
De pronto, la noche le dio otras cosas en que pensar.
Él y Pharaun pasaban delante de una casa procurando no llamar la atención de varios goblins que vociferaban y aporreaban la puerta delantera de granito. Como era práctica habitual durante una cacería, los habitantes de la casa se negaban a dejarlos entrar, pues corrían el riesgo de que una avalancha de aterrorizados seres irrumpiera en la ya atestada madriguera y pisoteara o aplastara a algunos de sus residentes, o que el aumento de sus ocupantes hiciera a esa casa en particular especialmente apetecible. Se habían dado casos.
Finalmente, Ryld oyó cómo esos seres de baja estatura y largos brazos se alejaban de la casa. Entonces gritaron algo y echaron a correr. Sus rápidos pasos resonaban contra el suelo.
El guerrero no tenía ni idea de por qué los goblins cargaban contra él y Pharaun. Quizá los habían tomado por residentes de la casa en la que se les había negado el acceso y querían vengarse. O tal vez no querían más que descargar sus frustraciones sobre alguien.
No importaba. Esos brutos no eran rivales para dos maestros de Tier Breche. Los drows los matarían en un abrir y cerrar de ojos.
Ryld desenvainó a Tajadora, se puso en guardia y analizó rápidamente las lastimosas armas improvisadas de sus asaltantes y la ausencia de armaduras. Eran tan patéticos que la lucha iba a ser un aburrimiento.
Dos goblins se desplegaron con la intención de flanquearlo. Ryld movió la espada, primero a la izquierda y luego a la derecha. Las infracriaturas cayeron: una dejó caer la palanca al suelo mientras que la otra siguió aferrando el mazo.
Las otras criaturas con orejas de murciélago vacilaron. Deberían haber dado media vuelta y salido de allí por piernas, pues Ryld no tenía tiempo para esperar a que decidieran si luchaban o no. El profeta y los renegados se estaban alejando.
Así pues, pasó al ataque lanzando una estocada. Un goblin armado con una espada corta —una verdadera arma de guerrero—, y que además había recibido un cierto entrenamiento militar, alzó su acero para efectuar una parada. Fue inútil: Tajadora atravesó la espada corta y se le hundió en el torso.
Cuchillo en mano, el cuarto goblin se colocó detrás de su rival. Pero Ryld de algún modo se dio cuenta y lanzó un puntapié hacia atrás. La bota del guerrero dio en el blanco y quebró un hueso. Cuando Ryld se volvió, el goblin estaba en el suelo, inmóvil, seguramente muerto con la columna vertebral rota.
El maestro de armas inspeccionó el campo de batalla. Lo que vio lo llenó de horror y consternación: Pharaun también estaba en el suelo. Tres goblins se inclinaban sobre él con sus piernas torcidas. Uno de ellos empuñaba una púa de hierro ensangrentada que usaba a modo de puñal.
Ryld lanzó un grito de guerra, se lanzó sobre ellos y los mató antes de que pudieran hacer más daño. A continuación se arrodilló junto a su amigo. Debajo del elegante piwafwi la igualmente magnífica túnica del mago presentaba dos heridas y estaba oscura y húmeda del pecho a las caderas.
—Los oí un segundo después que tú —resolló el mago—. No me volví con la suficiente rapidez.
—No te preocupes. Todo irá bien.
En realidad, lo dudaba.
—El goblin me alcanzó en el agujero que queda entre las dos alas de la capa. Ese pequeño cabrón logró lo que Greyanna y sus secuaces no consiguieron. ¿No es irónico?