Capítulo veinticuatro

Con el agua goteándole del dobladillo de la capa, Pharaun descubrió que el trazado de la fortaleza de los renegados no era tan desconcertante si no tenía que esquivar a sus perseguidores ni sufría las secuelas mentales de un ataque psiónico. Sin embargo, las salas y los corredores vacíos, en los que el sonido reverberaba, le parecieron igual de ominosos; el lugar perfecto para espectros y maldiciones.

Pharaun observó a Welverin y a los demás guerreros de la casa Freth para comprobar si esa fortaleza los ponía nerviosos. No lo parecía. Tal vez eran demasiado valientes. O tal vez los cadáveres con sangre aún fresca que sembraban el suelo alejaban sus pensamientos de los terrores tenebrosos hacia la violencia normal y corriente que era su profesión.

Mientras recorrían el castillo iban hallando más cuerpos, a menudo partidos en dos o más piezas. Eran tantos que Pharaun se quedó asombrado. Al parecer, el pobre y herido Ryld había dado rienda suelta durante mucho rato a sus instintos homicidas antes de que los conspiradores acabaran con él. Quizás había sido preciso que Syrzan en persona lo matara.

Pharaun se preguntó por qué el alhún no había participado en la búsqueda de los prisioneros fugados desde un buen principio. Tal vez se había quedado temporalmente sin fuerzas tras lanzar la llamada.

El maestro de Sorcere condujo a los soldados a un salón largo y espacioso con un gran estrado en el fondo donde, sin duda, la madre matrona recibía y, a juzgar por los bancos y las mesas de caballete apiladas en un hueco, también comía. Por todas partes se veían arañas esculpidas y talladas. Era una tapadera, pues en privado los antiguos ocupantes del castillo adoraban a otras deidades. Varias capas de verdaderas telarañas cubrían las obras de arte.

—Mirad —advirtió Welverin.

Pharaun volvió la cabeza y aguantó la respiración debido a la impresión que se llevó. Ryld Argith acababa de salir de un pasillo para la servidumbre situado aproximadamente en la mitad de la pared izquierda.

El maestro de armas caminaba con paso seguro y firme pese a la pierna herida. No obstante, se veía bastante más delgado, como si su cuerpo consumiera energía a una velocidad extraordinaria. Asimismo había recuperado a Tajadora.

Los soldados apuntaron con las ballestas.

—¡No! —los detuvo Pharaun. Al menos, no todavía.

Ryld puso bruscamente rumbo hacia los recién llegados y fue directamente hacia ellos. Sus ojos miraban con fijeza, pero de algún modo estaban vacíos, tenía un rostro totalmente inexpresivo y no parecía darse cuenta de las armas que lo apuntaban. Uno de los guerreros masculló algo, intranquilo, como si pensara que el maestro de Melee-Magthere era un fantasma. Pharaun adivinó la verdad; reconocía a alguien sumido en un profundo trance cuando lo veía. Era evidente que su amigo había puesto en práctica una disciplina esotérica marcial para sobrevivir.

—¡Ryld! —lo saludó el mago—. ¡Qué alegría! Sabía que eras capaz de vencer a Houndaer y al resto de esos bufones. De otro modo jamás te hubiera dejado solo.

Incluso a él le sonó una mentira muy poco convincente.

Desde luego no hizo mella en Ryld. Era posible que en el alterado estado de conciencia en el que se encontraba no hubiese oído a su compañero ni lo hubiera reconocido. Simplemente siguió avanzando.

—¡Despierta! —gritó el mago—. Soy yo, Pharaun, tu amigo. He regresado para rescatarte. Estos muchachos pertenecen a la casa Freth y son nuestros aliados.

Ryld dio otro fluido paso de espadachín. Iba directo hacia Pharaun.

«Lo siento —pensó el mago— pero esta vez tú lo has querido». Ya inspiraba para dar la orden de disparar, cuando de las altas entradas en forma de arco situadas detrás del estrado surgieron unas figuras.

En cabeza avanzaban dando brincos varias criaturas de tamaño humano envueltas en cadenas. Eran kytons, espíritus infernales que los magos podían convocar y controlar. Les seguían los conspiradores supervivientes y Syrzan, vestido aún con harapos.

Ryld giró sobre sí mismo para hacer frente a los conspiradores. Los rebeldes lanzaron una andanada de siseantes proyectiles, y los guerreros Freth reaccionaron del mismo modo. Aunque los renegados jugaban con la ventaja de estar situados en una plataforma elevada, los soldados eran superiores en número. De todos modos, los proyectiles de uno y otro lado tan sólo acabaron con una ínfima parte de los rivales. Los combatientes iban demasiado bien armados, ya fuese con acero, magia o ambas cosas.

Ansiosos por comprobar si las espadas tendrían éxito donde los dardos habían fallado, los soldados Freth soltaron un grito de batalla y cargaron. Al menos, la mayoría de ellos. Con voz grave y resonante Welverin ordenó a parte de sus tropas que salieran y trataran de localizar las entradas que los renegados habían usado para atacarlos desde atrás. No era mala idea, aunque Pharaun temía que los guerreros se perderían.

Ocho kytons, armados con cadenas que hacían girar en el aire, saltaron desde el estrado para enfrentarse al enemigo que cargaba. Cada uno de esos kytons podía competir con una docena de guerreros comunes. Los renegados permanecieron encima de la plataforma junto a Syrzan y empezaron a cargar de nuevo las ballestas, con la evidente intención de disparar.

Pharaun no iba a permitirlo, por lo que levitó por encima de sus camaradas a fin de tener una visión clara de los ocupantes del estrado.

Entonces sintió una punzada en el centro de la frente, aunque sólo duró un segundo. Como había supuesto, Syrzan había iniciado la ofensiva empleando sus poderes psiónicos sin darse cuenta de que el mago drow se había procurado las defensas necesarias en forma de talismanes y hechizos.

«Esta vez —pensó Pharaun— lucharemos conjuro contra conjuro y hechizo contra hechizo».

Para su sorpresa recibió respuesta: una voz telepática que chirrió y zumbó dentro de su cabeza:

Sea, mamífero. De un modo u otro me vengaré de ti por haberme condenado de nuevo al exilio.

Aunque una parte de su mente escuchaba la amenaza del alhún, al mismo tiempo Pharaun murmuraba un encantamiento y manipulaba un pequeño tubo de acero abierto por un extremo. Por allí salió disparada una bolita de fuego que fue creciendo mientras volaba hasta alcanzar el tamaño de una esfera del tamaño de un cráneo. Alcanzó a uno de los renegados del estrado, rebotó e impactó en otro. La esfera fue rebotando y golpeando en todas direcciones dejando una estela en zigzag así como imágenes residuales. Ningún ocupante del estrado se libró. Antes de que por fin se desvaneciera mató a una buena parte de los renegados o los convirtió en antorchas vivientes que se tambaleaban y agitaban, y a los que sus propios aliados tuvieron que matar por miedo a que les prendieran también fuego a ellos. Pero Syrzan salió ileso.

Pharaun vislumbraba bajo sus pies el entrechocar de espadas, dagas y cadenas que pinchaban, cortaban y giraban. Los kytons —semejantes a cuerpos rezumantes y purulentos dentro de una armadura de cadenas arrolladas— empezaron a transformarse sin dejar de atacar. Esas diabólicas criaturas tenían la capacidad de adoptar la forma de un ser querido del enemigo que hubiera fallecido. Tal vez ello afectara profundamente a los svirfneblins y otras razas inferiores, pero para los representantes de una raza que no conocía el amor solamente resultaba algo molesto.

Ryld luchaba en primera línea blandiendo entusiásticamente a Tajadora con su habitual fuerza y destreza. Al mago le alegró comprobar que su amigo únicamente arremetía contra los demonios.

Syrzan alzó las manos de tres dedos para conjurar. Los tentáculos de la boca se retorcían, y sus bulbosos ojos despedían chispas. A su alrededor, muchos de los rebeldes que seguían vivos bajaron de un salto de la plataforma. Era evidente que preferían batirse contra los guerreros Freth en el suelo que permanecer junto al alhún mientras Pharaun le lanzaba hechizos.

Al maestro de Sorcere le sorprendió que tan pocos de ellos trataran de huir. Desde luego si se quedaban no era por lealtad —una cualidad totalmente ajena a los drows—, sino porque una vez que la conjura se había descubierto y sus planes habían fracasado, sabían que se habían convertido en proscritos, marginados de todo aquello que codiciaban y apreciaban. Tal vez estaban tan enfurecidos por ello que ponían la venganza por encima de la supervivencia.

Mientras Syrzan conjuraba, su homólogo drow hacía lo mismo a toda prisa. El liche acabó primero. De una de sus manos, reseca y escamosa, partió un cegador rayo que nada tenía que envidiar a los que seguían estallando y bifurcándose en el exterior de la fortaleza, atravesó el torso de Pharaun y provocó una quemadura en el techo.

El mago drow notó que los músculos se le tensaban y el pelo de la cabeza se le ponía de punta, pero las protecciones que llevaba impidieron que sufriera daños serios. De hecho, ni siquiera le impidió acabar su propio conjuro. Al pronunciar la palabra final extendió una mano hacia adelante y liberó una andanada de frías sombras que revoloteaban como una bandada de murciélagos espectrales.

Chillando y cotorreando, los espectros planeaban, daban vueltas alrededor del alhún y trataban de hundirle las zarpas. El desollador mental se limitó a gruñir una palabra en una lengua infernal, y una zigzagueante grieta ascendió por una de las paredes. Los espectros conjurados por Pharaun se desvanecieron.

En vista de ello, extrajo cinco canicas de cristal de un bolsillo, las hizo girar diestramente en la palma de la mano y recitó de un tirón un terceto. Cinco esferas luminosas se materializaron en el aire y volaron hacia Syrzan, al que atacaron respectivamente con fuego, sonido, frío, ácido y rayo. El mago drow estaba convencido que alguna de esas fuerzas lograría atravesar las defensas del alhún.

Syrzan lanzó un grito agudo, áspero y repiqueteante, agitó las manos en el aire, e inmediatamente las esferas giraron y volaron hacia el mago drow.

Pillado por sorpresa, Pharaun trató de eludirlas de la única manera posible: recuperó el peso del cuerpo y cayó al suelo a plomo. Dos de los luminosos proyectiles le pasaron rozando y estallaron contra el techo, otros dos se desvanecieron al entrar en contacto con el piwafwi y el quinto le dio en el pecho.

El grito más intenso que hubiera oído en toda su vida le penetró los huesos, le perforó los oídos con atroces punzadas de dolor y le destrozó los pensamientos. Aturdido, siguió cayendo hasta aterrizar pesadamente en medio de la refriega.

Momentáneamente se quedó tirado en medio de docenas de pies que se movían y golpeaban pesadamente el suelo, hasta que se centró de nuevo y comprendió la absoluta necesidad de levantarse si no quería que lo pisotearan. Empezaba a ponerse de pie cuando una cadena le golpeó en la sien.

Aunque solamente le dio de refilón, lo tumbó de nuevo. Inmediatamente vio a un kyton de pie junto a él haciendo girar las flexibles cadenas, preparado para el siguiente ataque. El espíritu tenía el rostro de Sabal.

Pharaun apuntó con un dedo y pronunció apresuradamente un hechizo. Iba ya por la mitad cuando se percató de que no oía sus propias palabras, ni cualquier otra cosa. Segundos antes la batalla se desenvolvía en medio de un martilleante fragor y de pronto se había vuelto silenciosa.

Afortunadamente no necesitaba oír su voz para recitar un conjuro. De la punta del dedo con el que apuntaba brotó una descarga de energía que impactó en el cuerpo del demonio. En un abrir y cerrar de ojos la carne del kyton empezó a pudrirse dentro de la armadura de cadenas. Los eslabones resbalaban y caían a su alrededor, hasta que se desplomó.

Una mano lo agarró por un hombro y lo levantó. Pharaun se dio la vuelta y vio a Welverin. El oficial movía los labios, pero el hechicero no comprendía qué le decía. Meneó la cabeza y se señaló las orejas que, aunque ya no oían nada, no habían perdido la sensibilidad ni mucho menos: le dolían y sangraban. El dolor comprendía también el oído interno, lo cual alimentaba el deseo de destruir a Syrzan.

Pharaun levitó y se topó con algo que el iliciliche debía de haber conjurado mientras él se tambaleaba en el suelo. Se trataba de una enorme y fosforescente cabeza de ilita que no estaba unida a ningún cuerpo, con unos tentáculos en la boca más largos que la propia estatura del drow. Los tentáculos se agitaron, y esa especie de testa de calamar se proyectó hacia adelante. De cerca despedía olor a pescado.

El drow se sacó rápidamente de la capa un guante blanco de piel y una esquirla de cristal transparente y empezó a recitar. La afilada punta de un tentáculo se le arrolló en el antebrazo, tiró de él y a punto estuvo de arruinar el pase final, pero el mago logró soltarse y completar el movimiento adecuadamente.

Una inmensa mano de hielo apareció junto a la cabeza del desollador mental, la rodeó con los dedos, le clavó las zarpas y la inmovilizó.

La única pega era que la espectral cabeza de ilita le impedía ver, por lo que simultáneamente tejió otro hechizo y descendió hasta que pudo ver a Syrzan.

Con la última palabra mágica, del reseco cuerpo del alhún brotó una llamarada de fuego blanco, que lamentablemente se extinguió casi al instante. La magia debería haber transformado al mago no muerto en un cuerpo inanimado, pero el único efecto había sido chamuscar ligeramente la raída túnica del mago ilita. Hasta ese momento Pharaun no había conseguido herir ni causar un solo rasguño a su contrincante. De no tener una confianza en sí mismo absolutamente inquebrantable, el drow hubiese empezado a pensar que el iliciliche era mejor mago que él.

Por mucho que Pharaun aborreciera el combate cuerpo a cuerpo, tal vez se imponía un cambio de táctica. Así pues, agarró un hueso pequeño y delicado que perteneció a un demonio menor al que había matado en clase para hacer una demostración y empezó a conjurar.

Syrzan ejecutó un pase y le arrojó una docena de flechas llameantes. Fallaron, pues rebotaron en las protecciones mágicas del drow. Pharaun completó su hechizo, que desencadenó un centenar de dolorosos pinchazos en su propio cuerpo.

Su cuerpo se hizo más grande, como el de un ogro, y la piel se hizo más gruesa hasta convertirse en una dura cubierta de escamas. Los dientes se tornaron colmillos, y las uñas, zarpas; mientras que en la frente le nacían cuernos curvos, de la base de la espalda le brotaba una cola lampiña y un látigo aparecía en su mano.

La transformación se completó en un segundo, y el dolor cesó. Batiendo sus nuevas y correosas alas, Pharaun se lanzó contra su enemigo. Levantó sus monstruosos brazos y gritó un hechizo con voz estentórea. Inmediatamente le invadió una súbita oleada de vértigo. La escena que tenía delante pareció girar y distorsionarse y, muy a su pesar, se apartó del rumbo. Se estrelló pesadamente contra el estrado, y el tiempo pareció detenerse.

Cuando recuperó el sentido había vuelto a su forma original y se sentía tan débil y enfermo como Smylla Nathos. El liche lo miraba de pie junto a él.

—Has sido un idiota al volver —sentenció—. Sabías que no eres rival para mí.

Pharaun se dio cuenta de que oía de nuevo, aunque en los oídos resonaba un sonido metálico. No moriría sordo, aunque eso era un pobre consuelo.

—Deja ya de vanagloriarte —replicó—. Estás ridículo. No estamos en un patético mundo particular sino en la realidad, en la que yo soy un príncipe de una gran ciudad, y tú no eres más que una especie de molusco, muerto y putrefacto.

Mientras hostigaba al iliciliche trataba de reunir fuerzas para lanzar un hechizo final, aunque estaba convencido de que sería tan poco efectivo como todos los anteriores.

Entonces, ¿por qué molestarse en atacar? ¿Por qué no intentar otra cosa? Temblando por el esfuerzo que le suponía, lanzó un conjuro a un lado de la plataforma. En el aire brillaron fugazmente pequeñas chispas azules.

—¿Tú me llamas patético a mí? ¿Cómo te atreves? —resopló Syrzan.

«Si llevaras el anillo que me robaste —pensó Pharaun—, lo sabrías, pero supongo que no te cabe en uno de esos dedos abotargados».

El alhún lo levantó del suelo y a continuación le rodeó la cabeza con sus resecos y escamosos tentáculos.

Al final vas a servirme de algo, dijo Syrzan mentalmente, y levantó un nudoso dedo para que viera el anillo de plata. Cuando devore tu cerebro descubriré todos tus secretos.

—Es posible incluso que te cure la estupidez, aunque supongo que nunca lo sabremos —se burló Pharaun—. Mira a tu alrededor.

El liche se volvió y dio un respingo de sorpresa.

Bajo la lente de ilusión que el mago drow había conjurado frente al estrado, Syrzan parecía exactamente un cierto mago de Sorcere muy guasón, y Pharaun un humilde orco. Tras crear esa ilusión Pharaun había ordenado que la mano de hielo soltara la cabeza de ilita, la cual descendía directamente hacia su conjurador.

Syrzan soltó a Pharaun y se encaró con su propia creación. Seguramente, de gozar de tranquilidad la hubiese podido evitar, pero Pharaun halló fuerzas para conjurar otro hechizo. El encantamiento tan trabajosamente tejido sacudió el suelo del estrado, Syrzan se tambaleó y perdió la concentración.

Los enormes tentáculos lo levantaron en el aire y se lo acercaron a las fauces. Acto seguido la boca de extraña forma empezó a sorber y masticar. El alhún fue vencido por su propia magia, cosa que la magia de Pharaun no hubiera logrado. El liche desapareció un instante, tras el cual se volvió de nuevo opaco y sólido. Era evidente que trataba de huir a otro plano de existencia pero el agónico dolor no se lo permitía.

Al rato, la enorme cabeza se desvaneció, dejando caer al suelo trozos inertes del desollador mental momificado.

Pharaun empezó a recobrar fuerzas muy lentamente. Rebuscó entre los hediondos restos del alhún hasta hallar su anillo de plata, y luego volvió dispuesto a dirigir su magia contra los renegados, aunque ya no era realmente necesario. Ryld, Welverin y sus cohortes tenían la situación controlada.

Cuando el último de los rebeldes pereció, el guerrero en trance se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, inclinó el mentón hasta tocarse el pecho y empezó a roncar. Con la pierna de plata traqueteando como si un golpe la hubiese afectado, Welverin cojeó hasta él para comprobar su estado y atenderlo adecuadamente.

El mago se dijo que también él debería echarle un vistazo, pero cuando trató de ponerse en pie la cabeza empezó a darle vueltas y tuvo que volver a sentarse en el suelo.

Triel contemplaba la ciudad desde la balconada. La vista que se le ofrecía era casi idéntica a la de la noche del levantamiento de los esclavos; el espectáculo de las llamas que la había alertado de que Menzoberranzan se hallaba sumida en el caos.

El fuego había sido apagado. En su lugar, grandes charcos de agua helada salpicaban las calles y obstaculizaban el tráfico. La lluvia había inundado bodegas y mazmorras, y llevaría tiempo librarse de ella. Nadie había previsto un chaparrón en un lugar tan profundo como la Ciudad de las Arañas, con kilómetros de rocas entre ella y el cielo abierto, por lo que ningún constructor había pensado en sistemas de drenaje.

Alguien tosió discretamente para llamarle la atención. Triel se volvió. Gomph, situado en la entrada, inclinó la cabeza.

—Matrona.

Triel se sintió muy complacida y aliviada al mismo tiempo al ver a su hermano, el cual se había apresurado a ir a verla cuando ella le había dado autorización. No obstante, se cuidó muy mucho de revelar lo que sentía.

—Archimago, acércate.

—Por supuesto.

Moviéndose un tanto rígidamente, Gomph se aproximó a la balaustrada.

Jeggred estaba repantigado en una silla demasiado pequeña para él situada en un extremo de la terraza y se dedicaba a roer un pedazo de rote crudo. Parecía totalmente absorto en su tentempié, aunque Triel sabía que vigilaba los movimientos de Gomph. Ésa era su tarea: protegerla de cualquier enemigo potencial, incluyendo a la propia familia.

En especial a la propia familia.

El archimago contempló las cúpulas y las torres de la ciudad. Algunas habían perdido su luminiscencia, como si la lluvia la hubiese borrado, y muchas otras se habían deformado y retorcido por el abrazo del fuego, con lo que las tallas de arañas o bien habían desaparecido o se habían convertido en figuras grotescas. El mago torció el gesto.

—Podría haber sido peor —comentó Triel—. Los canteros repararán los daños.

—Tendrán trabajo para rato sin esclavos que los ayuden.

—Nos quedan algunos. Unas cuantas infracriaturas se negaron a rebelarse o fueron capturadas con vida. Los obligaremos a trabajar duro y compraremos y capturaremos más.

—Incluso así, ¿recuerda alguien el aspecto exacto de todas y cada una de las murallas y esculturas? ¿Puede alguien recrear Menzoberranzan tal y como era antes? No. Hemos cambiado, estamos marcados y… —Se estremeció y se frotó el pecho.

»Perdóname. No he venido a lamentarme sino en calidad de consejero, para compartir contigo mis ideas de cómo afrontar los retos que nos esperan.

Triel apoyó una mano sobre la piedra fría y pulida de la barandilla e inquirió:

—¿Nos esperan más retos?

—Es obvio, ¿no te parece? Acabamos de sufrir la primera de una serie de calamidades. Cualquiera que os viera en el combate, cualquier menzoberranio con dos dedos de frente ya sabe que las sacerdotisas habéis perdido el poder. Puedes estar segura de que, sean cuales sean las medidas que tome el Consejo, la noticia se propagará más allá de nuestras fronteras. Tal vez alguno de los esclavos que escaparon lo está proclamando a los cuatro vientos en estos mismos instantes. Muy pronto otro enemigo nos atacará o, si tenemos mala suerte, se unirán para formar una gran alianza.

Triel tragó saliva.

—Ninguno de nuestros enemigos sueña siquiera con tomar Menzoberranzan.

—Syrzan lo hizo. Cuando sus congéneres y otras razas descubran que hemos perdido nuestra magia divina, una parte importante de los guerreros drows y casi todas nuestras tropas de esclavos, verán las puertas abiertas. Pero ellos no son la mayor amenaza.

—Somos nosotros mismos —suspiró Triel.

—Exactamente. En Menzoberranzan nunca nos hemos quedado cortos en asesinatos y rencillas. De vez en cuando una casa extermina a otra por completo, y así es como debe ser. Es nuestra manera de ser, y nos hace fuertes. No obstante, no resistiríamos una guerra constante y abierta. Crearía demasiado… caos y acabaría por desintegrar Menzoberranzan. Hasta ahora el temor a la reina araña y a sus sacerdotisas ha preservado un cierto orden, pero a partir de ahora ya no será así. —El mago escupió—. Es una pena que nuestros nuevos héroes no tuvieran una muerte heroica en la defensa de Menzoberranzan.

—¿Te refieres a Quenthel y al renegado Mizzrym?

—¿A quién si no? ¿Los crees menos ambiciosos que el resto de nosotros? Ayer defendieron el orden establecido, pero, sabiendo que muchos se unirían a su casa, mañana se les puede ocurrir derrocar ese mismo orden. Es posible que Quenthel trate de apoderarse de tu trono, no dentro de cien años sino ya mismo. Y Pharaun podría aspirar a vestir la túnica de archimago. ¡Por las seiscientas sesenta y seis capas! Estuvo a punto de conseguirlo, pues no invirtió ningún esfuerzo en encontrarme antes de correr a vuestro lado. ¡Qué desastre sería eso! Dejando de lado las molestias personales que nos causaría a ti y a mí, en el presente estado de debilidad de la ciudad, Menzoberranzan no puede permitirse tal alteración.

—Sí, podrían estar planeando lo que dices. Tal vez deberíamos haber matado al menos al maestro Pharaun.

—Por mucho que desee arrancarle la piel a tiras, si ejecutamos a uno de los salvadores de Menzoberranzan, la casa Baenre dará una imagen de debilidad y miedo. —El archimago esbozó una sonrisa torcida—. Lo cual sería la pura verdad, pero no debemos permitir que se note.

—En ese caso, ¿qué aconsejas?

Bajo la balconada un lagarto siseó, y unas ruedas crujieron cuando un carro se puso en marcha.

—Propongo que los utilicemos de un modo que nos beneficie a nosotros y al mismo tiempo neutralice la amenaza de lo que representan. Convendrás conmigo en que la presente situación no puede continuar. Debemos hallar el modo de restituir la magia de las sacerdotisas.

Triel asintió y apartó la vista de su maltrecho reino.

—Como primer paso —prosiguió el mago— sugiero que enviemos agentes a otra ciudad, preferentemente Ched Nasad, para averiguar si sus clérigos están igualmente afectados y si saben por qué. Pon a Quenthel al frente de la expedición. Después de todo, es un asunto que afecta muy especialmente a Arach-Tinilith. Y yo estaré encantado de prestarte los servicios del maestro Pharaun. Si la historia que he oído es correcta, su amigo maestro de armas debería ir también, aunque sólo sea para poner a Pharaun nervioso.

—Ched Nasad… —murmuró Triel.

—Los tres son más que capaces de sobrevivir al viaje hasta Ched Nasad, y mientras estén lejos de la ciudad no podrán tratar de derrocarnos, ¿no te parece? ¿Quién sabe? Tal vez Lloth regrese antes que ellos y, en cualquier caso, con el tiempo su fama se diluirá.

La sugerencia de Gomph dejó a Triel un tanto avergonzada, aunque trató de disimular fingiendo que reflexionaba sobre el plan.

—Faeryl Zauvirr me propuso una expedición a Ched Nasad. Dijo que estaba preocupada porque el tráfico de caravanas había cesado.

Gomph ladeó la cabeza.

—¿De veras? Bueno, la expedición podrá averiguar las causas. Es una suerte que la embajadora esté tan ansiosa por partir. Será una valiosa suma y ayudará a encubrir el verdadero propósito de la empresa.

—Waerva me dijo que Faeryl era una espía y que quería irse de la ciudad para informar de nuestra debilidad a sus aliados. Por eso prohibí a la embajadora que abandonara Menzoberranzan.

—¿Qué pruebas presentó Waerva?

—Me dijo que había averiguado la traición a través de uno de sus informantes.

Gomph se quedó esperando algo más.

—¿Y eso fue todo? —preguntó al fin—. Con todos mis respetos, matrona, debo señalar que si no hablaste tú misma con ese informador, si no has indagado más en el asunto, en realidad sólo tienes la palabra de Waerva para suponer que la embajadora es una traidora.

—No puedo ocuparme de todo personalmente —se defendió Triel, irritada—. Para eso tengo a mis servidores. No he dejado del todo de lado mis… nuestros intereses en Ched Nasad, aunque ciertamente sus explicaciones y sus excusas son endebles.

—Por supuesto, matrona —se apresuró a decir Gomph—. Lo comprendo. Yo tengo el mismo problema con mis servidores, y eso que solamente debo supervisar a los magos de Menzoberranzan y no a toda la ciudad.

—¿Qué razón podría tener Waerva para mentir?

—No lo sé, pero he tratado a Faeryl Zauvirr y nunca me ha dado la impresión de ser tan estúpida como para osar traicionar a los Baenre. Por otra parte, Waerva es temeraria, y alberga tal descontento en su interior que no se echaría atrás ante nada. Por consiguiente, creo que valdría la pena ocuparnos personalmente de este asunto.

Triel vaciló.

—Será un poco difícil. Contraviniendo mis órdenes, la embajadora Zauvirr trató de escapar. Contraté a algunos agentes de Bregan D’aerthe dirigidos por Valas Hune, ¿lo conoces?

—He oído hablar de él.

—Sería una buena adquisición para tu pequeña banda de exploradores. Se dice que es quien mejor conoce las regiones salvajes de la Antípoda Oscura. De hecho, podría decirse que es un guía.

Gomph asintió para expresar su aquiescencia.

—Como te decía, contraté a Valas Hune para traer de vuelta a Faeryl. El explorador cumplió con su cometido, y yo entregué la embajadora a Jeggred.

El archimago se volvió hacia el draegloth.

—¿En qué estado se encuentra la prisionera? ¿Sigue viva?

—Sí —contestó Jeggred, masticando un pedazo de ensangrentada carne—. Me lo he tomado con calma, para demostrar que sé dominarme. Pero no te la daré. Madre me la entregó a mí. Ella misma te lo acaba de decir.

Gomph miró fijamente al semidemonio, que era más alto que él, a los ojos.

—Sobrino, el cuerpo me duele, me siento frustrado y, en general, estoy de un humor de perros. Ahora mismo me importa menos que un saco de desperdicios de rata que seas o no un ser sagrado. Muéstrame un poco de respeto y condúceme ahora mismo a donde está la prisionera o te fulminaré aquí mismo.

Jeggred se levantó de un salto. Aferraba el hueso de rote a modo de porra.

—Haz lo que el archimago te dice —le ordenó Triel—. Yo también lo deseo.

El draegloth bajó la improvisada arma.

—Sí, madre —dijo con un suspiro.