Capítulo dieciocho
A poca distancia del pie izquierdo de Faeryl se veía una dama de hierro moldeada como un bufón regordete con su característica gorra y cascabeles. Éstos parecían reales, y era evidente que tintineaban mientras la víctima se retorcía en el interior. Por la rendija que dejaba la puerta no se distinguían los pinchos que había dentro.
Justo enfrente, una cadena y un gancho colgaban de su polea esperando un prisionero al que alzar, mientras que un potro de tortura esperaba para descoyuntarlo. A la izquierda, un brasero irradiaba un deslumbrante calor, y una colección de sondas, cuchillos y tenazas colgaban de sus respectivas clavijas. Su némesis, el menudo varón adornado con las horrendas chucherías, estaba repantigado en una silla de hierro con grilletes sujetos a los reposabrazos.
Eso era todo lo que la embajadora podía ver, desnuda y atada a un poste modelado en piedra caliza. Tenía hambre y sed, y le dolía el cuerpo por llevar tantas horas de pie en la misma posición. Las cuerdas le rozaban, y tenía un terrible dolor de cabeza. No obstante, aún no había sufrido de veras en esa asfixiante cámara de tortura, y adivinaba por qué. Un mensajero había ordenado a los verdugos que no empezaran la diversión hasta que llegara Triel.
Faeryl había tratado de entablar conversación con el menudo varón y los carceleros, pero sin obtener respuesta ni de uno ni de los otros. Su último recurso era luchar por dominar sus pensamientos; no quería ni imaginar todo lo que la matrona Baenre podría hacerle, aunque había asistido a tantas sesiones de tortura que costaba no visualizar las posibilidades.
Rodeados y superados en número, las hijas e hijos de Ched Nasad habían ido muriendo uno tras otro. Mientras Faeryl contemplaba la carnicería los ojos le dolían por el esfuerzo de contener las lágrimas. Naturalmente no «amaba» a sus servidores, pero estaba acostumbrada a ellos, incluso apreciaba a algunos, y sabía que sin su séquito no era nada, tan sólo una sacerdotisa en desgracia en un país de enemigos despojada de su diosa y de su hogar.
Fue entonces cuando el menudo varón la atacó y usó magia para confundirla y dejarla fuera de combate. Cuando despertó estaba ataca a la estaca de piedra.
Se oyó el crujido de una puerta y el murmullo de voces. Un sexto sentido avisó a la embajadora de que por fin había llegado Triel. Cerró los ojos, inspiró profundamente y exhaló con lentitud, tratando de calmarse. No mostraría temor. Lo único que le quedaba era la dignidad, al menos durante un rato, hasta que sus captores se la arrebataran a fuerza de golpes y fuego.
Triel y su draegloth aparecieron por la entrada que, al parecer, comunicaba con espacios más salubres de Gran montículo. La matrona Baenre sonreía enseñando los colmillos, al igual que Jeggred, que andaba a saltos junto a su madre sobre sus cabrunas piernas.
El menudo varón se levantó y ejecutó una reverencia.
—Buen trabajo, Valas —le felicitó Triel—. ¿Os dieron problemas los Zauvirr?
—Trataron de escapar disfrazados. Casi lograron engañar al vigía pero una vez éste se dio cuenta de lo que ocurría todo salió según lo planeado.
Triel sacó una repleta bolsa que parecía demasiado grande y pesada para la diminuta mano del elfo.
—Cuando necesite de nuevo los servicios de Bregan D’aerthe os enviaré un mensajero —dijo la matrona.
Valas cogió la bolsa y se retiró con otra reverencia. Entonces Triel y su monstruoso hijo centraron su atención en la prisionera.
—Buenas noches, matrona —la saludó Faeryl—, ¿o debería decir buenos días?
Extendiendo las manos en pose de lucha, con las garras prestas y las fauces abiertas, Jeggred arremetió contra la prisionera. A su pesar Faeryl se estremeció. Garras y colmillos se detuvieron a pocos centímetros de su piel. El draegloth se alzaba imponente ante ella, muy cerca como un amante que quisiera abrazarla. Le pasó una afilada uña por mejilla, acercó el dedo a su bestial hocico y lo chupó; sobre la frente de Faeryl goteó un poco de baba caliente y viscosa mezclada con gotas de su propia sangre.
—Cuidado —dijo la embajadora con la mayor despreocupación posible—. Si vuestro hijo me mata rápidamente, arruinará la diversión.
Jeggred emitió un sonido grave y chirriante. Faeryl fue incapaz de decidir si gruñía o reía.
—Lo subestimas —replicó Triel—. Lo he visto matar a ocho prisioneros en ocho segundos, pero también lo he visto pasarse días y días despedazando a una pequeña hada, arrancándole un pedacito de carne cada día. Depende de su humor y, por supuesto, de lo que yo le ordene.
—Naturalmente. —El corte superficial en la mejilla empezaba a escocerle. Jeggred le resiguió los labios con una garra sin llegar a cortar, no todavía—. Espero que la mocosa apreciara tal honor.
—No sabría decírtelo. ¿Y tú? ¿Lo apreciarás?
—Desgraciadamente, excelsa madre, no podré gozar con un honor que sé que no merezco.
Sin dejar de acariciar el rostro de la prisionera con una garra, Jeggred levantó una de las manos pequeñas que, excepto porque estaban cubiertas de un fino vello, en nada se diferenciaban de las de un elfo oscuro normal. Agarró una oreja de Faeryl y se la retorció, causándole una punzada de dolor tan brutal que la embajadora no pudo reprimir un grito ahogado. Cuando al fin la soltó, la oreja le seguía doliendo y le zumbaba el oído. Se preguntó si el draegloth le habría causado un daño permanente, aunque en realidad poco importaba; en adelante la sordera iba a ser el menor de sus problemas.
—Preferiría que no negases tu culpabilidad —suspiró la delicada y menuda matrona—. La verdad, ya me aburre.
—¿Incluso cuando es verdad? —Faeryl sintió un corte que le sangraba bajo un ojo. Cuando Jeggred le había retorcido la oreja, sin querer ella misma se había cortado con la garra.
—No seas pesada —la reconvino Triel—. Estabas huyendo, lo cual prueba tu culpabilidad.
—Lo único que prueba es que alguien ha envenenado vuestra mente contra mí —replicó Faeryl. Jeggred le cogió un mechón del pelo y tiró de él con fuerza—. Odio ser condenada injustamente.
—¿Creías que ibas a escapar de mí si regresabas a Ched Nasad? —preguntó Triel—. Mi palabra es ley también allí.
—¿Cómo lo sabéis?
Jeggred la abofeteó con una de sus enormes manos de guerrero, haciendo oscilar su cara a un lado y a otro. Por un momento el dolor paralizó su mente. Cuando recuperó los sentidos, notó el sabor de la sangre en la boca.
El draegloth se agachó, y acercando su bestial faz a la de Faeryl gruñó:
—Respeta a la elegida de Lloth.
—No era mi intención faltaros al respeto —se defendió Faeryl—. Lo único que digo es que, por lo que sabemos, podría estar sucediendo cualquier cosa en Ched Nasad, por ejemplo que la hubieran invadido señores de los mantos, o estuviera sepultada bajo un mar de lava. Lo dudo y espero que nada de eso haya pasado, pero no lo sabemos con certeza. Debemos averiguarlo, y por ello trataba de regresar. No para revelar la debilidad de las sacerdotisas de Menzoberranzan a alguno de nuestros numerosos enemigos. Nada más lejos de mi intención. ¡Por la madre de las bajas pasiones! Yo también comparto esa debilidad. Mi intención era conseguir información, restablecer la comunicación…
—Ya te he dicho que estoy en comunicación con Ched Nasad —la interrumpió Triel.
—Para restablecer una comunicación fiable —insistió Faeryl, haciendo hincapié en la última palabra—. Para seros útil y demostraros que soy una fiel súbdita vuestra, nunca una traidora.
—Bah, mis fieles súbditas me obedecen —declaró la matrona con desdén.
Faeryl tenía ganas de llorar, no de miedo —aunque estaba aterrada—, sino de frustración. Jeggred le acarició la arteria carótida con la garra.
—Matrona, os lo suplico: permitidme encararme con la persona que me ha difamado. Dadme una oportunidad para demostraros mi lealtad. ¿Tanto os cuesta imaginar que alguien os mienta? Vuestros cortesanos se calumnian unos a otros sin cesar para ganar vuestro favor. ¿Tan imposible es que alguien o algo en Ched Nasad os esté mintiendo incluso ahora y os asegure que todo va bien pese a que pasan las semanas y los meses sin que llegue una sola caravana?
Triel vaciló, y Faeryl sintió una chispa de esperanza. Pero la reina nominal de Menzoberranzan dijo al fin:
—Eres una mentirosa, y tus mentiras no te servirán de nada. Si quieres que me muestre clemente contigo dime para quién trabajas: ¿para los svirfeneblins, los aboleths, otra ciudad drow?
—Sólo os sirvo a vos, santa madre.
Faeryl pronunció estas palabras sin ninguna esperanza, pues se daba cuenta de que jamás convencería a la matrona Baenre de su inocencia. Para Triel era demasiado duro tratar de estar a la altura de sus predecesoras, demasiado duro gobernar en estos tiempos desesperados, demasiado duro tomar decisiones. Así pues, no iba a reconsiderar una de las pocas que había conseguido tomar, por absurda que fuese.
Jeggred golpeó y golpeó a Faeryl hasta que la drow perdió la cuenta de los golpes. Finalmente, el tiempo pareció desvanecerse, y el draegloth ya no le pegaba. ¿Para qué? Ya la había dejado sin fuerzas. De no ser por las cuerdas que la sostenían, se habría desplomado. Notaba bajo la lengua un diente roto y todo lo que pudo hacer fue escupirlo.
—¡Ya te lo advertí! —gruñó el draegloth—. ¡Respeto!
—Soy respetuosa —dijo Faeryl sin aliento—. Es por eso por lo que digo la verdad cuando sería más sencillo mentir.
—Espero que la princesa Zauvirr no te distraiga de tus obligaciones —dijo Triel a su hijo, mucho más alto que ella.
—No, madre —repuso Jeggred, inclinando la cabeza.
—Pero cuando no te necesite, puedes hacer con la espía lo que gustes —prosiguió la matrona—. Si te dice algo de interés, comunícamelo, pero tu objetivo es castigarla, no interrogarla. Dudo que tenga nada importante que confesar. Ya sabemos quiénes son nuestros enemigos.
—Sí, madre. —El semidemonio se agachó y miró maliciosamente a Faeryl—. Te demostraré que sé cómo prolongar la diversión —le dijo.
Jeggred sacó su larga y puntiaguda lengua y lamió la sangre del rostro de la drow. La lengua del draegloth era tan áspera como la de un animal.
La figura que apareció en el umbral de la capilla poseía una cabeza bulbosa con enormes y protuberantes ojos, piel seca y arrugada, y cuatro tentáculos que no cesaban de retorcerse que rodeaban y oscurecían la boca. Tenía unas manos nudosas de sólo tres dedos, un cuerpo de formas y proporciones diferentes de las de un drow, así como un amplio surtido de talismanes y amuletos que ardían con extraños hechizos.
Pharaun no tuvo ninguna duda de que Syrzan era miembro de una raza con poderes psiónicos llamada ilitas, más concretamente uno de los pocos ilitas que se dedicaba a la magia y que, en último término, se transformaba en un ente no muerto llamado alhún. Seguramente Syrzan poseía unos poderes prodigiosos, era inmune al paso del tiempo y era perfectamente capaz de leer las mentes de ambos maestros y descubrir sus intenciones traidoras.
Al igual que Pharaun, Ryld se levantó de un salto del banco. El fornido guerrero se abalanzó sobre Houndaer, sin duda para tratar de recuperar sus armas. Pharaun, sintiendo una necesidad igualmente acuciante de recuperar sus componentes de hechizos, siguió a su amigo.
El maestro de armas derribó de un puñetazo a Houndaer sobre el banco y empuñó a toda prisa a Tajadora. Entonces giró sobre sí mismo, presto para repeler cualquier amenaza, y a punto estuvo de llevarse por delante a su camarada.
Pharaun iba a recuperar su capa cuando se dio cuenta de que el discreto compañero de Houndaer entonaba un arpegio sin palabras.
De haber llevado el piwafwi con todos sus conjuros protectores tal vez hubiera podido resistirse a la tonada, pero el poder de la música se le clavó en la mente. El mago se echó a reír de manera convulsiva e incontrolable y se tambaleó hacia atrás. Finalmente, cayó de hinojos; reía tanto que los músculos del estómago se le agarrotaron y le dolían.
Ya había sospechado que el anodino y menudo varón era más de lo que parecía, que era un formidable combatiente que fingía un aspecto inofensivo para que los enemigos bajaran la guardia, y había tenido razón. El «artesano» era, en realidad, un bardo, un hechicero que conjuraba magia mediante la música.
Pharaun apretó los dientes y luchó contra ese irresistible acceso de risa. Jadeante, alzó la cabeza y miró alrededor; el bardo desenvainaba su daga encantada y al mismo tiempo iniciaba otra canción en falsete. Houndaer se había levantado y se batía con Ryld a espada. En el otro extremo de la capilla, Tsabrak, muy agitado, movía las ocho patas y apuntaba con una flecha a Pharaun, mientras que desde el umbral el alhún se limitaba a mover los tentáculos de la boca y dejaba que fuesen sus camaradas los que lucharan.
El mago se lanzó a un lado para eludir la flecha, que rebotó sonoramente en el suelo varias veces. Entonces golpeó la piedra, y una barrera de oscuridad se alzó entre él y su enemigo, ocultándolo. Moviéndose con una gracia y un silencio fruto de la práctica, avanzó.
De pronto, algo le aplastó la mente, sofocando su voluntad y arrebatándole la capacidad de moverse. Después de todo, el desollador mental no muerto no se mantenía al margen. Syrzan simplemente había optado por usar sus poderes psiónicos antes que sus poderes mágicos, por lo cual no le había sido necesario trazar símbolos arcanos con las manos de tres dedos. La barrera de oscuridad no había sido impedimento para que el profeta localizara el intelecto de Pharaun y le propinara un golpe paralizante.
La barrera se desvaneció. Syrzan debía de haber usado un poco de su magia para disiparla y, al hacerlo, permitió a Pharaun vislumbrar fugazmente el espacio de más allá. Para su sorpresa comprobó que Houndaer seguía con vida, tal vez porque Tsabrak, después de desembarazarse del arco, había empuñado un sable y se había unido a la lucha. Los dos conspiradores trataban de atrapar a Ryld entre ellos utilizando una táctica que solía dar resultado, pero hasta entonces el piwafwi del guerrero, junto con su armadura enana y su maestría lo habían impedido.
Houndaer ejecutó una estocada con notable falta de entusiasmo, y Ryld, dándose cuenta de que no era más que una finta, no reaccionó. La pálida fosforescencia de las tallas refulgía en las desnudas extremidades de Tsabrak, el cual escupió veneno en su arma. El bardo llevó su aguda tonada a un crescendo, cruzó las piernas y ciñó con fuerza los brazos alrededor del torso. Sólo le faltó hacer nudos con su cuerpo.
Con la ayuda del anillo, Pharaun percibió el relumbrante impulso mágico que el cantor enviaba a Ryld y supo incluso qué pretendía con ello: se suponía que su amigo sentiría el irresistible impulso de contorsionarse como lo hacía el bardo. No obstante, Ryld era fuerte de espíritu y resistió sin saber siquiera qué ocurría.
El maestro de armas amagó una estocada contra la cabeza de Houndaer, rápidamente ejecutó un giro y se zambulló entre las patas de Tsabrak. De este modo se libró del ataque conjunto de draña y drow, se levantó de un salto y cargó contra Syrzan. Aunque el alhún no le había atacado todavía, se daba cuenta de que ése era su enemigo más peligroso.
Syrzan sacó de un bolsillo un pequeño frasco de cerámica. Al balancear la botella de derecha a izquierda se fueron materializando a su estela una docena de brillantes esferas de fuego. Todas ellas salieron disparadas hacia Ryld en línea recta y estallaron una tras otra, golpeando rápidamente como el retumbo de un diabólico tambor.
El resplandor fue tan deslumbrante que Pharaun se quedó ciego un momento y vislumbró a Ryld a través de una serie de flotantes imágenes impregnadas en su retina. El guerrero seguía ileso, arremetía y estaba ya muy cerca del alhún.
Syrzan usó sus talentos como desollador mental. Aunque el liche no había dirigido el ataque contra Pharaun, le dio de refilón. Era como una brasa que le quemara el cerebro. Ryld se desplomó.
El ilita miró al guerrero un segundo para asegurarse de que realmente lo había dejado fuera de combate y luego se dirigió hacia Pharaun. Pese a llevar una túnica muy larga, había algo muy extraño en su manera de andar, como si las piernas se le doblaran por diferentes lugares. De cerca exudaba un leve hedor que recordaba a peces en putrefacción. Sus ropajes, antaño dignos de un príncipe, se veían deshilachados y sucios.
Tocó a Pharaun en la frente con un dedo y ambos se transportaron a otro sitio.