Capítulo veinte
—Déjame a mí —gruñó Houndaer.
Con la cimitarra presta, se acercó a Ryld.
El maestro de Melee-Magthere trató de levantarse y no pudo. Desde sus tiempos de estudiante en la Academia y durante todos los años siguientes había estudiado técnicas para trascender el dolor, pero nunca había sentido nada comparable al golpe invisible que el alhún le había propinado. Era como si una lanza le hubiera atravesado la cabeza.
—No —ordenó Syrzan, que acababa de salir del trance.
—¿No? —Houndaer se volvió hacia él—. Estabas en lo cierto sobre ellos. Eso es obvio.
—Confío en que recordarás que mi criterio es superior —le replicó el ilita, agitando los tentáculos—. Pero, ya que están aquí, servirán a nuestra causa, tal como tú esperabas que hicieran. Sólo hay que remodelar sus mentes.
El bardo enarcó una ceja.
—¿Puedes hacer eso? —inquirió.
—Sí, pero no instantáneamente ni ahora. Necesito ahorrar fuerzas para lanzar la llamada.
Acto seguido, le quitó al inconsciente Pharaun el anillo de plata de uno de sus dedos.
—De momento encerradlos —ordenó.
—De acuerdo —dijo Tsabrak—. Espero que hagas lo necesario para que podamos controlarlos.
Dicho esto, también él avanzó hacia Ryld.
El maestro de armas pugnó una vez más por levantarse, pero alguien le dio en la cabeza con la parte plana de una espada, con lo que las fuerzas le abandonaron del mismo modo que el vino se vierte de una copa volcada.
Los siguientes minutos fueron imágenes borrosas. Houndaer, Tsabrak, el bardo y otro renegado los llevaron a una celda. Tenía la misma mugre y el mismo aire de desolación que el resto del castillo, pero alguien, haciendo gala del adecuado sentido de las prioridades de los drows, se había tomado la molestia de cambiar los cerrojos y los grilletes.
Los descastados despojaron a Ryld de su capa y armadura y luego lo encadenaron al muro. Tal como esperaba, tomaron muchas más precauciones con el mago, pese a que Pharaun había sufrido un violento ataque poco después de que Syrzan lo aturdiera y se hallaba en un estado de completa inconsciencia sin mostrar signos de que pudiera recuperarse pronto. Además de encadenarlo, los renegados le colocaron una brida de acero alrededor de la cabeza y le introdujeron un freno en la boca para impedir que pronunciara un hechizo o hablara. A continuación, le metieron los antebrazos en los dos extremos de un tubo de metal con bisagras, una especie de manguito o guante doble que le impediría mover los dedos o flexionarlos para ejecutar signos cabalísticos.
Cuando acabaron, Ryld notó que empezaba a recuperar las fuerzas al menos lo suficiente para hablar.
—Os va a traicionar —advirtió con voz ronca.
—¿Qué dices? —Houndaer se volvió, frunciendo el entrecejo.
—El liche. No quiere compartir el poder. Planea convertir a todos los menzoberranios, vosotros incluidos, en sus esclavos mentales. Eso es lo que hacen los ilitas.
—¿Acaso crees que confiamos en ese engendro? —se mofó el noble renegado—. No somos estúpidos. Cuando ya no nos sirva, nos libraremos de él.
—Ésa es vuestra intención, pero ¿y si Syrzan está trabajando ya para someteros de manera tan sutil que no os dais cuenta? ¿Y si cuando llegue el momento…?
Houndaer descargó un puñetazo en la boca de su antiguo maestro, y la cabeza de Ryld golpeó contra el muro de piedra caliza.
—Cierra el pico —le ordenó—. Ya me has engañado una vez y me hiciste quedar como un idiota. No pasará dos veces.
Los renegados se marcharon. Tsabrak tuvo que estrujar la parte inferior de su cuerpo de araña para poder pasar por la puerta. El último en salir, el bardo, dirigió a Ryld una sonrisa y un encogimiento de hombros. La puerta se cerró de golpe. Ryld se lamió la sangre, que sabía salada, del tajo en el labio inferior.
—Pharaun —dijo en voz baja—. ¿Estás de verdad inconsciente o es un truco?
Desmadejado y con la brida de acero alrededor de la cabeza, el mago no respondió. De no ser porque veía cómo su pecho subía y bajaba, Ryld hubiera creído que estaba muerto.
El guerrero trató de llegar hasta él, pero las cadenas eran demasiado cortas. Examinó sus grilletes: las esposas ajustaban a la perfección a sus muñecas, y las cerraduras eran sólidas. Los eslabones de la cadena eran pesados, bien forjados y estaban anclados con seguridad a la pared. Ryld se había liberado de cadenas una o dos veces en sus turbulentos primeros años, pero necesitaría herramientas o un milagro para romper éstas.
Y sin poder hablar ni mover las manos, tampoco Pharaun podría liberarse. No obstante, el guerrero sospechaba que el mago era su única esperanza. Pharaun era muy listo, y tal vez se le ocurriera un plan viable. Pero antes debía despertar.
—¡Despierta! —gritó Ryld con todas sus fuerzas—. Despierta, maldita sea. ¡Tienes que sacarnos de aquí!
Para armar más jaleo golpeó un trozo de cadena contra el muro.
Fue inútil. Ryld gritó hasta quedarse ronco sin que Pharaun moviera un solo músculo.
—¡Por todos los demonios!
Se puso en cuclillas y trató de segregar saliva para humedecerse la garganta, que notaba seca. En vista de que los renegados no se habían molestado en dejarles una jarra con agua, tendría que conformarse con su propia saliva.
—Tienes que despertar —repitió en tono más suave—. Si no, nos habrán ganado, y nunca hemos permitido que nadie nos ganara. ¿Recuerdas cuando perseguimos a aquel señor de los mantos? Descubrimos demasiado tarde que tenía, nada más y nada menos, que sesenta y siete rayos abismales en su grupo de asalto, muchos más de los que nuestra pequeña patrulla formada por estudiantes de tercer año estaba preparada para contrarrestar. Pero tú dijiste: «No pasa nada. Con los hechizos adecuados igualaremos las proporciones». Primero conjuraste una pared de fuego…
Ryld siguió divagando durante horas hasta quedarse ronco, rememorando todas las experiencias conjuntas que podía recordar. Tal vez esas historias encenderían una chispa en la mente inconsciente de Pharaun y, en cualquier caso, era mejor que quedarse sentado, pensando en las consecuencias de lo que Syrzan le había hecho a su amigo.
Por fin, el mago separó bruscamente el mentón del pecho, abrió los ojos de par en par y trató de gritar. Pero el bocado convirtió el grito en un estrangulado gorgoteo mientras se le clavaba en las comisuras de la boca. Gotas de sangre manaron de las heridas.
—No pasa nada —lo tranquilizó Ryld—. Sea lo que sea lo que el liche te hizo, ya pasó.
Pharaun inspiró hondo y soltó el aire lentamente. Sus ojos recuperaron la racionalidad. Ryld tuvo la sensación que, de no ser por la brida, su amigo hubiese esbozado su habitual sonrisa alegre. Con una inclinación de cabeza agradeció al maestro de armas sus palabras tranquilizadoras e inmediatamente inspeccionó el tubo que le constreñía las manos. Lo golpeó varias veces contra el suelo para tratar de abrir los seguros a la fuerza, pero éstos aguantaron sin siquiera vibrar. Entonces meneó la cabeza, se quedó quieto unos segundos, cerró los ojos y se recostó contra el muro, sin duda reflexionando sobre la situación en la que se encontraban.
Transcurridos unos minutos se enderezó y empezó a frotar el talón de una bota contra el costado de la otra.
Ryld se animó. Suponía que su compañero guardaba un talismán escondido dentro de una de las botas. Era extraño que Pharaun no lo hubiera recordado antes, aunque ese olvido debía achacarse al ataque.
Como todas las botas drows, las de Pharaun eran de caña alta y ceñidas. Cuando logró quitársela, Ryld miró con ávida curiosidad, pero allí no había nada excepto pantalones de tartán y un calcetín.
El mago emprendió la tarea de desembarazarse de la otra bota. Ryld no imaginaba qué debía de tener en mente su amigo, aunque también sabía que de nada serviría preguntar. Si no podía mover las manos, el mago era incapaz de comunicarse con el lenguaje de signos drow.
Por fin logró quitarse la segunda bota, tras lo cual Pharaun se quitó asimismo los calcetines. Sus pies desnudos eran similares a sus manos: esbeltos y de largos dedos.
El mago levantó el pie derecho, lo observó muy atentamente y empezó a mover y cruzar los dedos. Ejecutó torpemente una secuencia de movimientos y luego la repitió. A Ryld le costó un momento más comprender qué hacía y entonces no supo si echarse a reír o llorar.
En realidad, en la Antípoda Oscura abundaban las criaturas, incluido Syrzan, cuyas extremidades diferían notablemente de las de un elfo oscuro pero con las que eran capaces de conjurar magia. Así pues Pharaun tenía una oportunidad. Tal vez sería capaz de lanzar un encantamiento que tan sólo requiriera movimiento, sin palabras ni componentes materiales.
Pero para ello debía ejecutar los signos correctos con pies y dedos; esos pases precisos e intrincados que le había costado años aprender a realizar con las manos.
Cuando los dedos del pie derecho se le cansaron, empezó a practicar con los del pie izquierdo. Luego se apoyó contra la pared, levantó ambas piernas y trató de combinar los movimientos. Si su vida no hubiese dependido de que el mago lo lograra, a Ryld le habría parecido un espectáculo ciertamente cómico.
Al poco tiempo, Pharaun sudaba y de vez en cuando temblaba, por lo que se veía obligado a parar y descansar unos minutos. Transcurrida una hora, pasó a la siguiente fase del experimento: juntar todos los elementos del hechizo, mover todo al mismo tiempo en la secuencia y el ritmo adecuados.
Ryld observaba el proceso con gran atención. Pese a que no era mago, al cabo de un rato le pareció, a sus ojos de lego, que Pharaun repetía exactamente la misma secuencia dos veces de cada tres. Las otras veces se hacía un lío con los movimientos.
Por fin, jadeando, el mago miró al maestro de armas y se encogió de hombros.
—A mí me parece que ya está bien —replicó el guerrero—. Dos de tres es una buena proporción.
Pharaun se dejó ir y descansó unos minutos. Cuando volvió a incorporarse, sin importarle la sangre que le manaba de las comisuras de la boca, gruñó algo, golpeó dos veces contra el suelo el dispositivo que le cubría las manos y miró a Ryld.
—Entiendo. Quieres que haga ruido para atraer a alguien.
Pharaun asintió, y la brida que le constreñía la cabeza tintineó.
—¡Eh! —gritó Ryld—. ¡Que venga alguien! ¡Soy un maestro de Melee-Magthere! Conozco secretos sobre las defensas de las principales casas, secretos que debéis saber si queréis tener éxito. ¡Os lo diré todo a cambio de mi libertad!
Continuó gritando varios minutos más, al tiempo que estrellaba las cadenas contra el muro para dar más énfasis a sus palabras. Mientras tanto, Pharaun permanecía inmóvil en el suelo, como si aún estuviera inconsciente.
Por fin, unos ojos asomaron por el ventanuco con barrotes de la puerta.
—¿Qué pasa? —gruñó el drow. Era una voz desconocida para Ryld.
—Tengo que hablar contigo.
—Ya te he oído decir que guardas secretos. El alhún te los arrancará. No necesitamos hacer tratos contigo.
—Syrzan ha dicho que llevará su tiempo esclavizarnos. Tengo información que necesitáis antes de sublevar a las infracriaturas. La rebelión no os servirá de nada si los maestros de armas los masacran a todos antes de que puedan hacer ningún daño real.
—¿Cómo podrían hacer eso los maestros de armas? —preguntó el renegado.
—Es un secreto que los hermanos de la pirámide tan sólo revelamos a unos cuantos elegidos.
—No te creo.
—Llevamos milenios estudiando el arte de la guerra. ¿De veras crees que enseñamos todo lo que sabemos a los zopencos que ingresan en la Academia? ¿No te parece más probable que guardemos en secreto los misterios más mortíferos?
El carcelero vaciló.
—De acuerdo, dímelo. Si es de utilidad, te soltaré.
Ryld se encogió de hombros, con lo que sus cadenas repiquetearon. Los grilletes le estaban dejando las muñecas en carne viva.
—¿Quieres que grite mis secretos a través de una puerta cerrada? ¿Es eso lo que de verdad quieres? —preguntó el maestro de armas.
—Espera.
El desdén con el que había hablado el prisionero había recordado al renegado un principio básico: no compartas la información con nadie si no estás seguro de obtener un beneficio con ello. Era evidente que ese drow no quería que nadie más oyera lo que Ryld tenía que decirle.
La puerta tableteó cuando una llave giró en la cerradura y se abrió con un crujido. El renegado entró. Era un tipo bajo y fornido, con una nariz rota que destacaba en una cara angulosa. Había adornado su anodina ropa con ornamentos chillones, entre los que se incluía una cinta plateada sembrada de granates. Del cinto le colgaba un estoque, mientras que de la parte superior de las botas sobresalía la empuñadura de sendas dagas, y además llevaba colgando una ballesta de mano.
El drow se quedó plantado en el umbral, donde todo parecía indicar que estaría seguro. La celda era relativamente grande y los grilletes de los prisioneros lo suficientemente cortos como para que no pudierais llegar hasta él. El carcelero cerró la puerta tras de sí pero sin correr los cerrojos.
—De acuerdo, dime lo que sea —ordenó.
—Primero suéltame.
Ryld se dijo que tenía que mantener al drow ocupado unos segundos más para dar tiempo a Pharaun a lanzar el hechizo.
Pero el guardián se echó a reír.
—No seas absurdo —replicó.
—¿Por qué no?
—Ya sabes por qué.
—No me fío de que me sueltes después de escuchar los secretos —objetó Ryld, que por el rabillo del ojo miraba a Pharaun. Consternado, comprobó que el mago no sólo no estaba conjurando sino que no se movía en absoluto. ¿Habría vuelto a desmayarse?
—Resulta que el prisionero eres tú y no yo. Así pues, tendrás que confiar en mí —dijo el renegado.
Ryld frunció el entrecejo mientras se exprimía el cerebro en busca de inspiración. Con Pharaun inmóvil tendría que inventarse una historia para distraer al renegado y confiar en que el mago hiciera algo rápidamente.
—De acuerdo. No tengo elección. No lejos del Bauthwaf hay la entrada a un túnel que conduce a los niveles más profundos de la Antípoda Oscura, donde ni siquiera los drows…
—¿Qué tiene eso que ver con que los maestros de armas maten esclavos? —le interrumpió el guardián.
—Escucha y lo sabrás. Al fondo del túnel hay un mineral que no he visto en ningún otro lugar… —Por fin Pharaun movía los pies. Ojalá que el renegado no se diera cuenta—. Pues bien, si aplastas la roca hasta convertirla en polvo…
—¡Eh!
Evidentemente, la visión periférica del guardián era casi tan buena como la de Ryld, pues se volvió bruscamente hacia Pharaun. Pero ya era tarde. Una mano incorpórea de pálida luz amarilla se materializó a un lado del renegado y le dio un empujón.
Por efecto del impulso trastabilló hacia Ryld. El maestro de armas lo agarró y le golpeó la cabeza contra el muro hasta que en la piedra apareció una mancha pegajosa. Entonces registró el cadáver y encontró un manojo de llaves metido en el cinturón.
El guerrero descubrió la que abría sus grilletes y los de su amigo. El mago flexionó los dedos para activar de nuevo la circulación, se sacó un pañuelo de seda de la manga y se limpió con pequeños toques la sangre que tenía a ambos lados de la boca.
—Creo que voy a establecer una nueva escuela de magia —comentó—. Podomancia: hechicería con los pies.
—¿Por qué has esperado tanto antes de lanzar el conjuro?
—Buscaba las llaves. Hubiera sido inútil atacarlo si no tenía las llaves para liberarnos de las cadenas. La capa las ocultaba, y por eso me ha costado localizarlas.
—Estaba seguro de que te había pasado algo. ¿Estás listo para sacarnos de aquí?
—Enseguida lo estaré —replicó Pharaun, mientras se ponía los calcetines y las botas—. Todo ha salido a pedir de boca, ¿no te parece? Hemos obtenido la información que buscábamos y nos escaparemos, tal como teníamos planeado.
—No planeamos tener que escapar sin nuestro equipo.
—Por favor, no insistas en lo evidente, o la conversación será muy aburrida. Por cierto, ¿dónde estamos exactamente? ¿Dónde está la salida más próxima?
—No lo sé. Me dieron un porrazo en la cabeza antes de traernos aquí. Creo que estamos dentro del techo de la caverna.
—Así pues, tendremos que descender bastante para encontrar una ventana o un balcón, aunque es posible que demos con una puerta o un túnel.
Ryld se apropió de las armas y el piwafwi del renegado muerto. La capa le quedaba muy pequeña, pero de todos modos le proporcionaría algo de protección. Por desgracia, la cota de malla, por su tamaño, no le serviría de nada.
—¿No me dejas nada a mí? —inquirió Pharaun.
—El guerrero soy yo, y yo iré delante.
—Bueno, si es así…
—Vámonos.
Ambos maestros se levantaron. Ryld se sintió mareado y se tambaleó, pero logró recuperar el equilibrio. Al dirigirse hacia la puerta, algo sucedió. Era como un clarín de trompeta y una luz blanca, y al mismo tiempo no lo era. El guerrero no sabía qué era eso, sólo que lo dejó clavado en el suelo hasta que cesó.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—La llamada —contestó Pharaun—. Estamos tan cerca de la fuente que, aunque no seamos goblins, incluso nosotros la hemos sentido. Los esclavos se sublevan.