Capítulo siete
Por un instante el mundo se tornó ardiente y brillante, y Pharaun notó cómo la piel se le chamuscaba. No obstante, cuando el fuego se extinguió no dejó tras de sí más que una memoria táctil de dolor. El jadeante mago evaluó su estado: dejando de lado una o dos ampollas, estaba perfectamente. La combinación de los hechizos protectores tejidos tanto en el chaleco como en el piwafwi, su resistencia —innata en los drows— a la magia hostil, y el anillo de plata que llevaba con la insignia de Sorcere habían impedido que sufriera quemaduras fatales.
Ryld había desenvainado a Tajadora. Una flecha disparada desde un tejado al otro lado de la calle pasó zumbando, pero el fornido guerrero la apartó en el aire de una estocada. En lo alto, una enorme montura daba vueltas, aunque desapareció de la vista antes de que Pharaun pudiera verla mejor.
—¿Estás bien? —preguntó Ryld.
—Sólo un poco chamuscado.
—Bueno, aquí están los descastados que buscas, y resulta que después de todo no son tan astutos. Tendremos que perseguirlos en el aire u obligarlos a bajar a la calle.
—No haremos ni una cosa ni la otra. Sígueme.
—¿Quieres que huyamos? —inquirió el maestro de armas mientras que con la espada cortaba la trayectoria de otra flecha—. Creía que queríamos atrapar a uno de ellos.
—Tú sígueme.
Pharaun echó a andar por la calle sin dejar de lanzar fugaces miradas hacia arriba, buscando posibles atacantes. Ryld frunció el entrecejo, pero lo siguió.
El maestro de Sorcere percibió movimiento por el rabillo del ojo, e inmediatamente giró sobre sí mismo. Agachado en el borde de un tejado, un hechicero movía las manos en fluidos místicos pases.
Pharaun recitó de un tirón su propio conjuro, gesticulando y hablando rápidamente. Él y el otro mago disputaban una carrera que finalmente Pharaun ganó. De las yemas de sus dedos salieron disparados hacia el hechicero cinco dardos de luz azul celeste que se hundieron en el pecho de su enemigo. Pharaun estaba demasiado lejos para evaluar los daños, pero sí vio cómo su colega agitaba bruscamente los brazos por el dolor. El ataque del maestro de Sorcere había trastocado su propio hechizo.
Ryld desvió otra flecha, y sólo entonces se dio cuenta Pharaun de que la saeta iba dirigida contra él. Un instante después, una maza, que parecía hecha de sombras, apareció de la nada y trató de golpearle la cabeza. Con un rápido movimiento Tajadora bloqueó la trayectoria del golpe. Como solía ocurrir con los objetos conjurados, la maza se disolvió al entrar en contacto con la poderosa espada.
—Entremos —dijo Pharaun.
Los dos maestros corrieron hacia la arqueada puerta de arenisca de una de las humildes moradas que flanqueaban la calle. El mago suponía que sus ocupantes habrían atrancado la puerta al primer indicio de pelea, y evidentemente Ryld había pensado lo mismo, pues ni siquiera intentó accionar el picaporte. Lo que hizo fue abrirla de un puntapié, con lo que rompió el cerrojo. El maestro de armas entró como pudo.
La habitación delantera estaba atestada. Era de esperar: la población de Menzoberranzan había crecido considerablemente desde su fundación, mientras que el número de estalagmitas disponibles era naturalmente limitado, y los más pobres vivían hacinados.
Por consiguiente, un gran número de indigentes vivían en aquel tugurio, y muchos de ellos se hallaban reunidos en esa sala común, ya fuere para relajarse o para comer del caldero de hierro lleno de estofado de rote colocado encima de la primitiva mesa. Sorprendentemente, el aroma era apetitoso. A Pharaun se le hizo la boca agua y cayó en la cuenta de que llevaba muchas horas sin probar bocado.
Ryld blandió a Tajadora contra los ocupantes de la casa con una ostentosa facilidad calculada para sofocar cualquier impulso agresivo.
—Pedimos disculpas por esta intrusión —dijo Pharaun.
—¿Quieres decirme de una vez por qué huimos? —inquirió el maestro de armas, iracundo.
—La columna de fuego era magia divina, no arcana. —Pharaun levantó la mano en la que llevaba el anillo de plata de Sorcere. Con ese gesto pretendía recordar a su amigo que no sólo poseía el poder de protegerlo de la magia, sino también de identificarla—. Nos atacaban sacerdotisas. Si las hubiésemos matado habríamos llamado la atención, y el consejo aún se mostraría más ansioso de detener nuestra investigación. Incluso podrían decidir matarnos independientemente de cuál sea el resultado de nuestra misión o de lo que Gomph decida.
»Sé que te prometí acción —agregó el mago con una sonrisa—, pero eso tendrá que esperar.
—No es tan fácil escabullirse cuando el enemigo ataca desde arriba —replicó Ryld.
—Soy una fuente inagotable de trucos, ¿aún no te has dado cuenta? —Pharaun saludó con una radiante sonrisa a los indigentes y dijo—: Apuesto a que os encantaría ayudar a dos maestros de la Academia que realizan una misión de vital importancia. Os aseguro que el archimago Baenre en persona os demostrará toda su gratitud cuando le informe de vuestra colaboración.
Los congregados se limitaron a mirarlo fijamente con el miedo reflejado en sus ojos. Una de las mujeres sacó una maza que tenía el mango de hueso y la cabeza de granito y se la arrojó. Ryld la cogió y la lanzó contra su dueña. La improvisada arma impactó en la frente de la plebeya, la cual se desplomó.
—¿Alguno más desea expresar sus objeciones? —Pharaun aguardó respuesta un segundo antes de proseguir—. Espléndido. En ese caso estaos quietos. Os aseguro que esto no os va a doler.
El maestro de Sorcere sacó un mechón de lana de un bolsillo y recitó un encantamiento. Por la habitación se extendió una siseante onda de trémula energía mágica que al tocar a los indigentes los iba transformando en una copia perfecta de Ryld o de Pharaun. Al único al que no afectó fue a un niño.
—Excelente —declaró Pharaun—. Ahora todo lo que tenéis que hacer es salir afuera y, por vuestro propio bien, dispersaros. Con suerte, algunos de vosotros, o quizá todos, sobreviviréis.
—¡No! —protestó uno de los dobles de Ryld con voz aguda y agitada—. No podéis obligarnos a…
—Claro que sí —le interrumpió el mago—. Puedo llenar la casa de gas venenoso, o mi amigo puede haceros pedazos con la espada… Así que, por favor, sed razonables y salid afuera. Si el enemigo irrumpe en la casa, vuestras posibilidades empeorarán.
Los indigentes lo contemplaron con resentimiento. Pharaun se encogió de hombros y sonrió, mientras que Ryld alzaba a Tajadora. Los plebeyos corrieron hacia la puerta.
Los dos maestros se mezclaron con ellos, dispuestos a meterles prisa si era necesario.
—Por las sombras del Abismo —murmuró Pharaun—. No estaba del todo seguro de que accedieran. Pero soy endemoniadamente persuasivo, ¿no crees? Debe de ser por mi cara de honestidad.
—No es mala idea utilizar señuelos —dijo Ryld—. Pero, pensándolo bien, ¿no hubiera sido mejor volvernos invisibles?
—¿Acaso te digo yo por qué extremo tienes que coger la espada? —resopló el mago—. La invisibilidad es un truco vulgar, y estoy seguro de que nuestros enemigos se lo esperan. No obstante, es posible que la ilusión funcione. Se trata de uno de mis hechizos particulares y privados, y los Mizzrym somos célebres por este tipo de engaños. Cuando salgamos, no me pierdas de vista o acabarás huyendo con un falso Pharaun.
La mayor parte de los plebeyos ya había salido. Pharaun inspiró hondo para tranquilizarse, y él y Ryld se lanzaron al exterior.
Los plebeyos se estaban dispersando tal como Pharaun les había indicado. Al parecer, nadie había atacado a ninguno de ellos. Tal vez el truco había desconcertado completamente al enemigo.
Ambos maestros huían con el resto del grupo, doblando una esquina tras otra. Pharaun empezaba sentir la petulancia de haber burlado al adversario cuando notó algo que vibraba y crujía por encima de su cabeza. Alzó la vista, y lo que fuera le golpeó en pleno rostro y lo tumbó. Desde tan arriba, las gruesas y bastas hebras que formaban la red golpeaban con la fuerza de una cachiporra.
Ryld, igualmente atrapado, maldecía, usando un lenguaje tan vulgar que podría escucharse en el Braeryn.
Pharaun necesitó un segundo para reponerse del impacto y darse cuenta de que se hallaba en una situación peor incluso que lo que había imaginado. La pesada red, tejida a modo de telaraña, tenía vida propia: le arañaba la piel, se movía y se apretaba contra su cuerpo para inmovilizarlo.
Un engendro alado aterrizó en la calle montado por una sacerdotisa que habría sido hermosa de no ser por una cicatriz en la cara. Era la cara de una Mizzrym —delgada, inteligente y sarcástica— pero extrañamente tapada por un antifaz. Pharaun adivinó por qué.
—Sabía que tratarías de engañarme con una ilusión —dijo la elfa, sonriente—, y por eso me he traído un talismán de visión verdadera.
—Pues tenías razón. Hola, Greyanna —replicó Pharaun, y sonrió deliberadamente, aunque dudaba que ella pudiera ver su sonrisa desde fuera de la red.
Quenthel era inmune al miedo y jamás se dejaba llevar por el pánico. Al menos eso había creído siempre. En esa ocasión tampoco se estaba dejando llevar por el pánico, pero se encontraba en un estado de desesperación y desconcierto que complacería a cualquiera de sus enemigos.
No estaba segura, aunque suponía que había despertado del estado de ensoñación por el silbido de las víboras, un golpe y un repiqueteo. Al abrir los ojos no vio nada. Era evidente que alguien había conjurado un globo de oscuridad a su alrededor o, aún peor, le había echado un maleficio de ceguera. Cuando abrió la boca para impartir órdenes a las serpientes del látigo, algo frío y viscoso se introdujo en ella.
Notaba la garganta obstruida y no podía respirar. Al mismo tiempo, otra cosa, algo semejante al frío y hábil extremo del tentáculo de un demonio, la enlazó por la cintura.
Quenthel apartó bruscamente la mano antes de que ese tentáculo invisible se la inmovilizara, y se revolvió para impedir que otros tentáculos que ya notaba en su cuerpo le sujetaran las extremidades. Ninguno de esos movimientos la ayudaba a respirar mejor.
La gran sacerdotisa golpeaba furiosamente el espacio que la rodeaba, la lógica le decía que su atacante tenía que estar allí, pero sus puños se limitaban a barrer el espacio vacío. El pecho le dolía por la falta de aire, y se sentía próxima a perder el sentido.
Hizo lo único que le quedaba por hacer: morder.
En un principio, sus dientes no lograron atravesar la masa. No obstante, Quenthel redobló esfuerzos, lanzó un gruñido gutural y por fin clavó los dientes en algo correoso y grasiento.
Un instante después ese algo había desaparecido; no la soltó, sino que simplemente se fundió. Los dientes de Quenthel entrechocaron emitiendo un chasquido.
Se puso de rodillas dificultosamente, inspiró profundamente un par de veces y gritó:
—¡Látigo!
—¡Aquí! —respondió Yngoth desde algún punto en el suelo—. No vimos al demonio hasta que ya era demasiado tarde. ¡Es la oscuridad!
—Comprendo.
Al menos no se había quedado ciega. Quenthel había oído hablar de los demonios hechos de oscuridad, aunque nunca había tenido ocasión de invocar a ninguno. Se decía que costaba mucho atraparlos y someterlos.
—¡Guardia! —llamó.
Como esperaba, nadie respondió. La presencia del invasor sugería que la centinela o bien era una traidora o había muerto.
La gran sacerdotisa percibió algo que se aproximaba a ella a gran velocidad. Rápidamente se zambulló a un lado, y algo se estrelló contra la porción de pared situada justo detrás del espacio que la drow acababa de dejar libre. Quenthel acusó el frío del suelo de piedra a través de la camisola de vaporosa gasa que llevaba.
Siguiendo un plan, había ido a parar contra el estante en el que guardaba algunos de sus ropajes. La elfa se levantó de un salto y buscó a tientas por el tablero rectangular de piedra. Por desgracia, algunos objetos cayeron ruidosamente al suelo, pero sus dedos dieron con un hermoso medallón de cristal tallado.
Quenthel entrecerró los ojos e invocó el poder del medallón. Un resplandor cegador inundó toda la habitación. La elfa tuvo que protegerse los ojos mientras esperaba que esa terrible luz destruyera a la oscuridad viva.
La pugna entre la luz mágica y la oscuridad sobrenatural retornó por un breve instante a la habitación la iluminación que tenía antes del ataque del demonio. Por fin Quenthel pudo abrir los ojos.
Su atacante, que no parecía verse afectado por la luz, era una mancha irregular con largos brazos como jirones que serpenteaban por toda la habitación, tan omnipresente como el humo. Absorbía toda la luz sin reflejar ninguna, era de una total negrura y de aspecto engañosamente plano. El ente acercó cautelosamente uno de sus brazos, largos y delgados, al medallón, pero Quenthel lo apartó bruscamente. La saeta de oscuridad cambió de dirección y golpeó el medallón con tanta fuerza que se lo arrancó de la mano. Cuando la joya se hizo pedazos contra el suelo la luz se extinguió inmediatamente.
Por suerte, la iluminación había durado lo suficiente para que Quenthel pudiera localizar otros objetos en el estante. Obedeciendo sus instintos se agachó, el tentáculo le pasó por encima de la cabeza y le alborotó el pelo. La sacerdotisa asió un rollo. Como en la anterior ocasión lamentaba tener que gastar uno de los hechizos que contenía, pero aún lamentaría más morir.
Como ya estaba familiarizada con esos hechizos no necesitaba ver la frase para leerla. Recitó las palabras de memoria, e inmediatamente una llamarada amarilla cayó desde el techo al lugar donde suponía que el núcleo del demonio seguía flotando. La luz del fuego le demostró que seguía allí. La llamarada atravesó de parte a parte al demonio, y todos sus brazos y franjas de oscuridad sufrieron convulsiones.
La columna de fuego se desvaneció enseguida y, pese a que la drow se había protegido los ojos, dejó tras de sí vestigios de una imagen que seccionaba su visión. Tardó un segundo en comprender que esa apagada franja ondulante era lo único que podía ver. La oscuridad había sobrevivido y, una vez más, había cuajado su esencia en torno a ella para impedirle ver.
Eres duro de pelar, dijo mentalmente, y envió esas palabras a la mente del demonio tal como había aprendido a hacer en calidad de emisaria divina de Lloth.
No hubo respuesta, y Quenthel no sintió que se estableciera ninguna conexión entre su mente y la conciencia del demonio. No se trataba de un servidor de Lloth.
Sin duda, viva como estaba e imposible de dominar, la oscuridad trataría de atraparla o golpearla, y en esa ocasión Quenthel sabía que la intuición le fallaba. No podía intuir de dónde llegaría el ataque, ni tampoco hacia qué lado apartarse para esquivarlo. No tenía otro remedio que adivinar, saltar hacia algún lado y no permitir que el hecho de no ver retardara sus decisiones. Giró sobre sus talones, y algo la golpeó en el hombro.
Al principio no fue más que una sacudida, pero luego notó un ardiente dolor en el punto del impacto, y empezó a sangrar. O bien la oscuridad era capaz de endurecer sus miembros para convertirlos en garras o había cogido un arma.
Quenthel dio gracias de que sus maestras le hubiesen enseñado a soportar una herida sin que la impresión la dejase totalmente paralizada e incapaz de evitar el siguiente ataque enemigo. Decidió no dejar de moverse con la esperanza de ser así un blanco menos fácil.
Se oyó un siseo que surgía casi de debajo mismo de sus pies. Era evidente que las víboras habían logrado localizarla en la negrura y habían reptado hasta ella arrastrando el mango del látigo. Quenthel se inclinó, palpó brevemente los cuerpos fríos y sinuosos de los reptiles, dio con el mango y lo levantó.
Las serpientes se empinaron, silbaron, y cada una de ellas miró en una dirección diferente. Quenthel se dio cuenta de que ellas podían ver algo: la oscuridad se preparaba para atacar.
La sacerdotisa dependía del vínculo psiónico con sus demonios-serpientes. Aunque seguía sin poder ver los tentáculos de su rival, los sentía. Debería conformarse con eso.
La oscuridad fue a por ella. Quenthel giró una y otra vez sin dejar de blandir el látigo. Aunque no podía dirigirlo bien, las mismas serpientes se retorcían en el aire para corregir la posición.
Hacia el final empezaba a jadear, y sus acciones eran cada vez más lentas y feroces, como es natural cuando un combatiente lucha sin tregua. Entonces, algo largo y puntiagudo se le clavó en la parte posterior del muslo.
Por la descarga de dolor y el chorro de sangre, Quenthel supo enseguida que esa herida era más grave que la del hombro. Retrocedió un paso tambaleándose, y la pierna se le empezó a doblar. Las víboras del látigo lanzaron un sibilante grito de alarma.
La drow gritó a su vez para armarse de voluntad, ahogar el dolor y obligar a la pierna a obedecer. Aunque el dolor no cesaba, la pierna volvió a enderezarse.
Inmediatamente, se volvió, arremetió contra el tentáculo que la había herido y lo destrozó a latigazos antes de que pudiera atacarla de nuevo. En ese mismo instante las serpientes detectaron unas manos que se aproximaban al cuello de la elfa. Quenthel giró, las destrozó asimismo, y por fin la oscuridad cesó en sus ataques.
Notando cómo un abundante flujo de sangre le bajaba por la pierna y formaba un charco en el suelo, la drow hizo balance de la situación. Sin duda estaba causándole heridas al demonio, pues de otro modo atacaría sin descanso hasta acabar con ella, pero ello no significaba necesariamente que fuese por el buen camino para matarlo. Por lo que sabía de entes como ése, tenía que causar daño al núcleo que gobernaba los tentáculos, suponiendo, naturalmente, que pudiese alcanzarlo o localizarlo en medio de esa ofuscadora penumbra.
La otra posibilidad era ni siquiera intentarlo, aprovechar ese momento de respiro y huir. No obstante, Quenthel sabía que si ella se movía, el demonio se movería con ella, lo cual significaba que huiría a ciegas. En sus aposentos, la imposibilidad de ver no era una desventaja insalvable, pues los conocía tan bien como la palma de su mano, pero si salía afuera era muy probable que sufriera una mala caída que la incapacitara. Si eso ocurría, o si la pierna le fallaba antes de encontrar ayuda, el demonio la mataría con total facilidad.
No, se dijo, mataría a esa maldita cosa ella misma rápidamente, mientras aún pudiera mantenerse en pie. La pregunta era: ¿cómo?
Una de las armas de la alacena oculta podría servir, pero no tenía modo de alcanzarla. Mientras ella intentara manipular a tientas la cerradura escondida, el demonio la mataría. Tendría que arreglarse con los recursos que tenía a mano, es decir, usar otro hechizo del rollo y arriesgarse.
El demonio volvió a la carga. Quenthel se defendió y apartó de sí un tentáculo con dientes de sierra en el borde. Siguió un brazo que acababa en un bulbo tachonado, semejante a la cabeza de una maza, listo para aplastarle el cráneo. Pero Quenthel esquivó el golpe, y las víboras hundieron los colmillos en ese brazo obligando a la oscuridad viva a retirarlo.
Un simple tentáculo, sin espadas ni porras en su extremo, avanzó serpenteando hacia ella. Todo indicaba que pretendía enroscarse alrededor del brazo con el que Quenthel blandía el látigo e inmovilizárselo. La drow fingió no darse cuenta.
La franja de oscuridad bajó al suelo, se enganchó alrededor de un tobillo de Quenthel —el de la pierna sana— y bruscamente dio un tirón para tirarla al suelo. Ese cambio de táctica cogió a la elfa por sorpresa, se estrelló contra el suelo y se golpeó la cabeza. Una oleada de dolor le recorrió la pierna y el brazo heridos.
La caída la dejó aturdida un momento. Cuando se recuperó sintió más tentáculos prestos para clavársele en la carne y golpearla. Ya casi no le quedaba tiempo para recitar la frase que activaba el hechizo.
Lo logró. Por lo pelos, pero lo logró.
Quenthel pronunció atropelladamente las tres palabras, e inmediatamente el poder bulló y hormigueó en su interior. La drow lo descargó contra el demonio de oscuridad, lo cual fue muy sencillo porque éste seguía sujetándola. Entonces contuvo la respiración y espero a ver qué ocurría.
Formaba parte del riesgo el permitir que el enemigo la agarrara. Desatada contra un elfo oscuro o casi cualquier otro mortal, esa magia lo debilitaría hasta matarlo. Sin embargo, dependiendo de su naturaleza, podría ocurrir que el demonio —o lo que fuera— no sintiera en absoluto sus efectos. Era posible incluso que se alimentara de la descarga de energía y se hiciera más fuerte que antes.
El plan funcionó. Su enemigo era vulnerable, al menos hasta cierto punto. Lo supo cuando los tentáculos se agitaron espasmódicamente, y el que le sujetaba el tobillo se desenroscó y la soltó. Durante el instante en que el ente perdió el control del entorno, la oscuridad ambiental desapareció.
Un segundo de visión era todo lo que Quenthel necesitaba para localizar el lugar exacto en el que flotaba el irregular núcleo del demonio. Se levantó como pudo y atacó renqueando. Cada paso desencadenaba una sacudida de dolor. No obstante, no permitió que eso la frenara.
La criatura de oscuridad se estaba recuperando. Dos de sus tentáculos buscaron a Quenthel. La drow se agachó para eludir uno y propinó al otro un latigazo que lo hizo retroceder.
Dos pasos más y calculó que se hallaba a la distancia adecuada desde la que atacar el amorfo corazón del demonio. Hizo restallar el látigo y gritó de satisfacción cuando sintió que los colmillos de las víboras desgarraban algo más resistente que el aire.
Prosiguió el ataque con la mayor rapidez y energía; gruñía por el esfuerzo a cada latigazo que propinaba. Las serpientes la alertaron que los tentáculos la rodeaban para atacarla por la espalda, pero Quenthel no hizo caso a la amenaza. Si dejaba de atacar el centro de la oscuridad, era posible que no tuviera otra oportunidad.
La oscuridad que nublaba la habitación parpadeó rápidamente. A la titilante luz los movimientos de Quenthel parecían los de un autómata.
La drow notó los tentáculos que la agarraban por detrás y tiraban de ella. Gritó de frustración y rabia. Como en respuesta a sus gritos, los apéndices se disolvieron y la soltaron. La drow cayó al suelo.
Alzó la cabeza y miró en todas direcciones. Ya nada le impedía ver. La mortífera oscuridad había desaparecido. Probablemente el último golpe había sido mortal, aunque el demonio había tardado uno o dos segundos aún en sucumbir.
—¡Está muerto! —siseó Hsiv—. ¿Y ahora qué, ama?
—Para empezar… voy a sentarme y… me curaré las heridas. Después iremos a… buscar a la centinela —jadeó, atenuando el vínculo con las serpientes. Si la comunión era muy profunda y prolongada, vestigios de identidad podían fluir en una y otra dirección—. Tendrá suerte si ya ha muerto.
Quenthel deseó sentirse tan valerosa como trataba de aparentar, aunque era consciente de que ése no había sido el último de los asesinos demoníacos enviados contra ella. Había confiado en que el ataque del demonio-araña fuese un incidente aislado y que, de aparecer más, las nuevas barreras de protección alzadas alrededor del templo les impedirían la entrada. Obviamente había pecado de optimista.
Al menos en Arach-Tinilith el poder era ella, por lo que podía movilizar un pequeño ejército de servidoras y recurrir a todos los tesoros mágicos para defenderse. No obstante, esos recursos no le habían servido de nada contra el demonio de oscuridad, y Quenthel no podía evitar preguntarse a cuántos más ataques demoníacos podría sobrevivir una sacerdotisa en su condición.