El rapé del profesor Bingo
Las diez de la mañana y ya había música de baile. A todo volumen. Bum, bum. Bum, bum, bum. El control de tono tenía los bajos al máximo. Casi hacía temblar el suelo. Vibraba en los suelos y paredes por encima del ronroneo de la máquina de afeitar eléctrica que Joe Pettigrew pasaba de arriba abajo de su cara. Le parecía que la sentía con los dedos de los pies. Le parecía que le corría piernas arriba. Los vecinos debían de estar encantados.
Las diez de la mañana y ya estaban los cubitos de hielo en el vaso, las mejillas sonrosadas, la mirada un poco vidriosa, la sonrisa tonta, la risa fuerte sin ningún motivo.
Tiró del enchufe y el ronroneo de la maquinilla cesó. Mientras se pasaba las puntas de los dedos por el ángulo de la mandíbula, sus ojos se encontraron con los ojos del espejo y su mirada sombría.
—Estás acabado —dijo entre dientes—. A los cincuenta y dos años estás senil. Me sorprende que sigas vivo. Me sorprende poder verte.
Sopló los pelillos del cabezal de la máquina, le puso la tapa protectora, enrolló con cuidado el cordón a su alrededor y la guardó en el cajón. Sacó la loción para después de afeitar, se frotó la cara con ella, se echó polvos de talco y se limpió cuidadosamente el polvo con una toalla de mano.
Miró con mal gesto la cara un tanto macilenta del espejo, dio media vuelta y miró por la ventana del cuarto de baño. No había mucha contaminación aquella mañana. Un día despejado y soleado. Se podía ver el ayuntamiento. ¿Quién demonios quiere ver el ayuntamiento? Al infierno el ayuntamiento. Salió del cuarto de baño y se puso la chaqueta mientras empezaba a bajar las escaleras. Bum, bum. Bum, bum, bum. Como en un garito barato, donde huele a humo y a sudor y a algún tipo de perfume. La puerta del cuarto de estar estaba entreabierta. Pasó por ella y se quedó mirando a la pareja que se deslizaba despacio por la habitación, mejilla con mejilla. Bailaban muy pegados, con ojos soñadores, en un mundo propio. No estaban borrachos. Solo lo bastante alegres para que les gustara la música alta. Se quedó allí plantado mirándolos. Cuando ellos se volvieron y lo vieron a él, apenas lo miraron. Los labios de Gladys se fruncieron un poco, en un leve gesto de desprecio. Porter Green tenía un cigarrillo en la comisura de la boca, y los ojos medio cerrados a causa del humo. Un tipo alto y moreno, con salpicaduras grises en el pelo. Bien vestido. Con ojos un poco escurridizos. Podría ser un vendedor de coches de segunda mano. Podría ser cualquier cosa que no exigiera mucho trabajo ni mucha honradez. La música paró y alguien empezó a radiar un anuncio. La pareja de bailarines se separó. Porter Green dio unos pasos y bajó el volumen de la radio. Gladys se quedó en medio de la habitación, mirando a Joe Pettigrew.
—¿Hay algo que podamos hacer por ti, cariñito? —le preguntó con una voz claramente despreciativa.
Él negó con la cabeza sin responder.
—Pues tú sí que puedes hacer algo por mí. Muérete.
Abrió mucho la boca y estalló en una risa estruendosa.
—Basta —dijo Porter Green—. Deja de meterte con él, Glad. Vale, no le gusta la música de baile. ¿Y qué? A ti hay cosas que no te gustan, ¿no?
—Pues claro que las hay —respondió Gladys—. Él.
Porter Green echó a andar, agarró la botella de whisky y empezó a llenar los dos vasos largos que había sobre la mesa de café.
—¿Una copa, Joe? —preguntó sin levantar la mirada.
Una vez más, Joe Pettigrew negó ligeramente con la cabeza y no dijo nada.
—Sabe hacer trucos —dijo Gladys—. Es casi humano. Pero no sabe hablar.
—Anda, cállate —dijo Porter Green, algo cansado. Se enderezó con los dos vasos llenos en la mano—. Mira, Joe, el licor lo compro yo. Tú no te tienes que preocupar por eso, ¿verdad? ¿A que no? Pues muy bien.
Le pasó un vaso a Gladys. Los dos bebieron, mirando a través de los vasos a Joe Pettigrew, que seguía callado en el umbral de la puerta.
—Y pensar que me casé con eso —dijo Gladys, pensativa—. De verdad que lo hice. Me pregunto qué clase de narcótico habría tomado.
Joe Pettigrew retrocedió al pasillo y entornó la puerta. Gladys se quedó mirándola. Con un tono distinto, dijo:
—A pesar de todo me da miedo, Se queda ahí plantado sin decir nada. Nunca se queja. Nunca se enfurece. ¿Qué supones que pasa dentro de su cabeza?
El locutor terminó de recitar el anuncio y puso otro disco. Porter Green se acercó y subió el volumen, después lo volvió a bajar.
—Yo creo que puedo adivinarlo —dijo—. Al fin y al cabo, es una historia muy vieja.
Subió de nuevo el volumen y extendió los brazos.
Joe Pettigrew salió al porche delantero, echó el pestillo a la pesada y anticuada puerta principal y la cerró tras él, para amortiguar el estruendo de la radio. Mirando la fachada de la casa vio que las ventanas delanteras estaban cerradas. Allí afuera no había tanto ruido. Aquellas viejas casas de madera tenían una construcción muy sólida. Estaba empezando a pensar en si habría que cortar el césped cuando un tipo raro se acercó a él por la acera de hormigón. De vez en cuando se veía un hombre con capa de ópera. Pero no en aquella manzana de la avenida Lexington. Y no a media mañana. Y menos con un sombrero de copa. Joe Pettigrew se quedó mirando el sombrero de copa. Desde luego, no era nuevo, y desde luego estaba más bien andrajoso. El fieltro estaba un poco raído, como el pelo de un gato cuando el gato no se encuentra muy bien. Y la capa de ópera no era una pieza que Adrian hubiera querido firmar. El hombre tenía la nariz afilada y ojos oscuros y hundidos. Estaba pálido, pero no parecía enfermo. Se detuvo delante de los escalones y alzó la mirada hacia Joe Pettigrew.
—Buenos días —dijo, tocándose el ala del sombrero de copa.
—Buenos días —saludó Joe Pettigrew—. ¿Qué vende usted hoy?
—No vendo revistas —dijo el hombre de la capa.
—Aquí no, amigo.
—Ni le voy a preguntar si tiene una fotografía que quiera colorear con magníficas acuarelas, tan transparentes como la luz de la luna en el Matterhorn. —El hombre metió una mano bajo su capa de ópera.
—No me diga que lleva una aspiradora debajo de esa capa —dijo Joe Pettigrew.
—Y tampoco —continuó el hombre de la capa— llevo una cocina de acero inoxidable en el bolsillo de la chaqueta. Podría tenerla, si quisiera.
—Pero vende algo —dijo Joe Pettigrew secamente.
—Concedo algo —dijo el hombre de la capa—. A las personas adecuadas. Cuidadosamente seleccionadas…
—Un club del traje —dijo Joe Pettigrew con tono de disgusto—. No sabía que todavía los hubiera.
El hombre alto y delgado sacó la mano de debajo de la capa, con una tarjeta en ella.
—Unos pocos, cuidadosamente seleccionados —repitió—. No sé. Estoy perezoso esta mañana. Puede que solo elija uno.
—Me ha tocado el premio —dijo Joe Pettigrew—. A mí.
El hombre le tendió la tarjeta. Joe Pettigrew la cogió y leyó: PROFESOR AUGUSTUS BINGO, y en letras más pequeñas en una esquina: POLVOS DEPILATORIOS ÁGUILA BLANCA. Había un número de teléfono y una dirección en North Wilcox. Joe Pettigrew le dio un golpecito a la tarjeta con una uña y negó con la cabeza.
—Yo no uso eso, amigo.
El profesor Augustus Bingo sonrió muy levemente. O más bien, sus labios se estiraron una fracción de centímetro y se le arrugaron las comisuras de los ojos. Llamémoslo una sonrisa. No merece la pena discutir por eso. Volvió a meter la mano bajo la capa y la sacó con una cajita redonda, aproximadamente del tamaño de una caja de cinta de máquina de escribir. La sostuvo en alto y, efectivamente, en ella ponía POLVOS DEPILATORIOS ÁGUILA BLANCA.
—Supongo que usted sabe lo que son los polvos depilatorios, señor…
—Pettigrew —dijo Joe Pettigrew amablemente—. Joe Pettigrew.
—Ah, mi instinto no me engañaba —comentó el profesor Bingo—. Tiene usted problemas. —Dio un golpecito en la caja redonda con su largo y puntiagudo dedo índice—. Esto, señor Pettigrew, no son polvos depilatorios.
—Un momento —dijo Joe Pettigrew—. Primero son polvos depilatorios y después no lo son. ¿Y tengo problemas? ¿Por qué? ¿Porque me llamo Pettigrew?
—Todo a su tiempo, señor Pettigrew. Permita que defina la situación. Este es un barrio venido a menos. Ya no es atractivo. Pero su casa no está venida a menos. Es vieja, pero bien conservada. Por lo tanto, es usted el dueño.
—Digamos que soy dueño de una parte —dijo Joe Pettigrew.
El profesor levantó la mano izquierda, con la palma hacia fuera.
—Silencio, por favor. Continúo con mi análisis. Los impuestos son altos y usted es el propietario. Si pudiera, se habría mudado. ¿Por qué no lo ha hecho? Porque no puede vender esta propiedad. Pero la casa es grande. Por lo tanto, tiene usted huéspedes.
—Un huésped —dijo Joe Pettigrew—. Solo uno —suspiró.
—Tiene usted cuarenta y ocho años —aventuró el profesor Bingo.
—Cuatro más o cuatro menos —dijo Joe Pettigrew.
—Está afeitado y bien vestido. Pero tiene una expresión triste. Por lo tanto, infiero una esposa joven. Consentida, exigente. También infiero… —Se interrumpió de pronto y empezó a quitar la tapa de la caja de aquello que no eran polvos depilatorios—. No haré más inferencias —dijo tranquilamente—. Esto —extendió la caja destapada, y Joe Pettigrew vio que estaba medio llena de polvo blanco— no es rapé de Copenhague.
—Soy un hombre paciente —dijo Joe Pettigrew—, pero deje de decir lo que no es y dígame qué es.
—Es rapé —dijo el profesor en tono frío—. Rapé del profesor Bingo. Mi rapé.
—Tampoco uso rapé —dijo Joe Pettigrew—. Pero le diré una cosa. Calle abajo hay un edificio de estilo Tudor llamado Lexington Towers. Está lleno de actores secundarios, extras y gente por el estilo. Cuando no están trabajando, que es la mayor parte del tiempo, y cuando no están pegándole a licores de sesenta y cinco grados, que es casi nunca, les podría venir bien esnifar un poco de lo que lleva usted ahí. Si puede usted conseguir que paguen, claro. Deberá tener eso en cuenta.
—El rapé del profesor Bingo —dijo el profesor con gélida dignidad— no es cocaína.
Se envolvió en la capa con gesto airoso y se tocó el ala del sombrero. Todavía sostenía la cajita en la mano izquierda al dar media vuelta y alejarse.
—¿Cocaína, amigo mío? —dijo—. ¡Bah! Comparada con el rapé de Bingo, la cocaína es polvo de talco para bebés.
Joe Pettigrew lo miró alejarse por el sendero de hormigón y doblar para seguir la acera. Las calles viejas tienen árboles viejos. La avenida Lexington tenía hileras de alcanforeros. Estaban cubiertas de follaje nuevo, y las hojas todavía tenían manchas rosas por aquí y por allá. El profesor se alejó bajo los árboles. Desde la casa seguía sonando el bum-bum. Ya debían de ir por la tercera o cuarta copa. Estarían tarareando la música, con las mejillas juntas. Dentro de un rato empezarían a caerse sobre los muebles, dándose golpes el uno al otro. Bueno, ¿qué importaba? Se preguntó cómo sería Gladys cuando tuviera cincuenta y dos años. Por el camino que llevaba, no tendría pinta de cantar en el coro de la iglesia.
Dejó de pensar en esto y miró al profesor Bingo, que se había detenido bajo uno de los alcanforeros y se había vuelto para mirar atrás. Se llevó la mano al ala del raído sombrero de copa, lo levantó quitándoselo de la cabeza e hizo una reverencia. Joe Pettigrew lo saludó educadamente con la mano. El profesor se puso de nuevo el sombrero y, muy despacio, para que Joe Pettigrew pudiera ver exactamente lo que estaba haciendo, tomó una pizca de polvo de la cajita redonda, que seguía abierta, y se la metió por la nariz. Joe Pettigrew casi pudo oírle aspirar con esa inhalación lenta que utilizan los que toman rapé para hacer subir el producto a lo alto de las membranas.
Por supuesto, en realidad no lo oyó, solo se lo imaginó. Pero lo vio con toda claridad. El sombrero, la capa de ópera, las piernas largas y flacas, el rostro blanco de vivir en interiores, los ojos oscuros y hundidos, el brazo alzado, la caja redonda en la mano izquierda. No podía estar a más de quince metros, como máximo. Justo delante del cuarto alcanforero desde la entrada del sendero.
Pero aquello no podía ser, porque si hubiera estado de pie delante del árbol, Joe Pettigrew no habría podido ver todo el tronco del árbol, la hierba, el bordillo de la acera, la calle. Algo de todo esto habría quedado oculto tras el flaco y estrafalario cuerpo del profesor Bingo. Pero no era así. Porque el profesor Augustus Bingo ya no estaba allí. Allí no había nadie. Nadie en absoluto.
Joe Pettigrew giró la cabeza a un lado y miró calle abajo. Estaba muy quieto. Apenas oía la radio dentro de la casa. Un coche dobló la esquina y siguió a lo largo de la manzana. Tras él se levantaba humo. Las hojas de los árboles no llegaban a susurrar, pero hacían un sonido leve, apenas audible. Entonces, alguna otra cosa hizo ruido.
Unos pasos lentos venían hacia Joe Pettigrew. No se oían tacones. Solo unas suelas de cuero deslizándose sobre el hormigón del sendero. Los músculos de la nuca empezaron a dolerle. Podía sentir los dientes muy apretados. Los pasos se acercaron despacio. Estaban muy cerca. Después hubo un momento de completo silencio. Luego, los pasos arrastrados se apartaron de nuevo de Joe Pettigrew. Y entonces, la voz del profesor Bingo dijo, saliendo de la nada:
—Una muestra gratis con mis saludos, señor Pettigrew. Pero, por supuesto, estaré disponible para futuros suministros sobre una base más profesional.
Los pasos se arrastraron de nuevo, alejándose. Al poco rato, Joe Pettigrew dejó de oírlos. No tenía muy claro por qué exactamente bajó la mirada a lo alto de los escalones, pero lo hizo. Y allí, sin que la hubiera puesto ninguna mano, junto a la punta de su zapato derecho, había una cajita redonda como las de cinta de máquina de escribir. En la tapa, escrito a tinta con clara caligrafía de estilo Spencer, decía RAPÉ DEL PROFESOR BINGO.
Muy despacio, como un hombre muy viejo o como en un sueño, Joe Pettigrew se agachó y recogió la cajita, la cubrió con la mano y se la guardó en el bolsillo.
Bum, bum. Bum, bum, bum, hacía la radio. Gladys y Porter Green no le prestaban atención. Estaban enredados, uno en brazos del otro, en un rincón del sofá, con los labios pegados. Con un largo suspiro, Gladys abrió los ojos y miró al otro lado de la habitación. Después se puso rígida y se soltó de un tirón. La puerta de la habitación se estaba abriendo muy despacio.
—¿Qué pasa, nena?
—La puerta. ¿Qué querrá ese ahora?
Porter Green volvió la cabeza. La puerta estaba ya abierta de par en par. Pero allí no había nadie.
—Vale, la puerta está abierta —dijo con voz un poco pastosa—. ¿Y qué?
—Es Joe.
—Y aunque sea Joe, ¿qué? —dijo Porter Green en tono irritado.
—Está escondido ahí afuera. Algo se propone.
—Me cago en… —dijo Porter Green. Se levantó y cruzó la habitación. Sacó la cabeza al pasillo—. Aquí no hay nadie —dijo por encima del hombro—. Habrá sido la corriente.
—No hay corriente —dijo Gladys.
Porter Green cerró la puerta, comprobó que estaba bien cerrada, la sacudió. Estaba cerrada, sí. Echó a andar para cruzar la habitación. Cuando estaba a mitad de camino del sofá, la puerta dio un chasquido detrás de él y poco a poco se fue abriendo de nuevo. Gladys soltó un chillido estridente sobre el fuerte ritmo de la radio.
Porter Green dio unas zancadas, apagó la radio y después se volvió, furioso.
—No te pongas histérica conmigo —dijo entre dientes—. No me gustan las chicas histéricas.
Gladys se quedó sentada, atónita, mirando la puerta abierta. Porter Green fue hasta la puerta y salió al pasillo. Allí no había nadie. No se oía nada. Durante un largo momento la casa estuvo en completo silencio.
Después, en el piso de arriba y en la parte de atrás de la casa, alguien empezó a silbar.
Cuando Porter Green volvió a cerrar la puerta, la dejó sin el pestillo echado. Habría sido más prudente echar también el pestillo. Puede que así se hubiera ahorrado un montón de problemas. Pero no era un hombre muy sensible y tenía otras cosas en la cabeza.
Y de todos modos, puede que hubiera dado igual.
Algunas cosas había que pensarlas con cuidado. El ruido… pero eso se podía tapar subiendo la radio. Y tampoco habría que subirla mucho. Tal vez nada. Maldita sea, si tal como estaba casi hacía temblar el suelo. Joe Pettigrew le dirigió una sonrisa burlona a su reflejo en el espejo del cuarto de baño.
—Tú y yo pasamos mucho tiempo juntos —le dijo a su reflejo—. Somos muy amiguetes. De ahora en adelante, deberías tener un nombre. Te voy a llamar Joseph.
—No te pongas extravagante conmigo —respondió Joseph—. No me gustan las frivolidades. Soy un tipo triste.
—Necesito tu consejo —dijo Joe—. Aunque nunca ha valido gran cosa. Hablo muy en serio. Es sobre ese rapé que me ha dado el profesor. Funciona. Gladys y su amiguito no me han visto. Dos veces me he plantado en la puerta abierta y ellos me miraban directamente. No han visto nada. Por eso ha gritado ella. Si me hubiera visto no se habría asustado lo más mínimo.
—Le habría dado risa —dijo Joseph.
—Pero yo puedo verte, Joseph. Y tú puedes verme a mí. Supongamos que el efecto del rapé se pasa al cabo de un rato. Tiene que ser así, porque si no, ¿cómo iba el profesor a ganar dinero? Así que necesito saber cuánto dura.
—Ya lo sabrás —dijo Joseph—, si alguien te está mirando cuando pase el efecto.
—Eso —dijo Joe Pettigrew— podría ser muy inconveniente, si sabes lo que estoy pensando.
Joseph asintió. Lo sabía muy bien.
—A lo mejor no se pasa —sugirió—. A lo mejor el profesor tiene otro polvo que anula el efecto de este. Puede que ese sea el truco. Te da lo que te hace desaparecer, pero cuando quieres volver tienes que ir a verlo con un fajo de billetes.
Joe Pettigrew pensó en ello, pero dijo que no, que eso no podía ser, porque la tarjeta del profesor tenía una dirección en Wilcox, que estaría en un edificio de oficinas. Tendría ascensores, y si el profesor estaba esperando a clientes que nadie podía ver, pero que era de suponer que se podían sentir al tacto… bueno, tener esa clase de negocio en un edificio de oficinas no sería práctico a menos que el efecto se pasara.
—De acuerdo —reconoció Joseph en tono un poco agrio—. No me pondré testarudo.
—Lo siguiente es —continuó Joe Pettigrew— hasta dónde alcanza esto de la invisibilidad. Quiero decir… Gladys y Porter Green no me han visto. Por lo tanto, no pueden ver la ropa que llevo, porque un traje vacío de pie en el umbral de la puerta les habría asustado mucho más que no ver nada allí. Pero tiene que haber algún tipo de sistema. ¿Afecta a todo lo que toco?
—Podría ser —dijo Joseph—. ¿Por qué no? Todo lo que tocas desaparece lo mismo que tú.
—Pero he tocado la puerta —dijo Joe—. Y no creo que haya desaparecido. Y no toco, lo que se dice tocar de verdad, toda mi ropa. Mis pies tocan los calcetines, y mis calcetines tocan los zapatos. Toco la camisa, pero no toco la chaqueta. ¿Y qué pasa con las cosas que llevo en los bolsillos?
—Puede que sea tu aura —dijo Joseph—. O tu campo magnético, o simplemente tu personalidad, la poca que tienes… todo lo que cae dentro de ese campo desaparece contigo. Cigarrillos, dinero, todo lo que es efectivamente tuyo, pero no cosas como las puertas, las paredes y los suelos.
—No me parece muy lógico —dijo Joe Pettigrew muy serio.
—¿Estaría un hombre lógico en tu situación? —preguntó Joseph fríamente—. ¿Querría ese profesor chiflado hacer negocios con un hombre lógico? ¿Qué tiene de lógico todo este asunto? El tío elige un completo desconocido, un tipo al que nunca ha visto y del que no ha oído hablar nunca, y le da una muestra gratis de ese mejunje, y el tío al que se lo da es tal vez el único tío de todo el bloque que tiene un buen uso inmediato para ello. ¿Tiene esto algo de lógica? Y unas narices es lógico.
—Eso nos lleva —dijo Joe Pettigrew despacio— a lo que voy a llevar al piso de abajo. Ellos tampoco lo verán. Es muy posible que ni siquiera lo oigan.
—Podrías probar con un vaso de cóctel —sugirió Joseph—. Podrías coger uno justo cuando alguien vaya a agarrarlo. Sabrías al instante si desaparece cuando tú lo tocas.
—Podría hacer eso —dijo Joe Pettigrew. Hizo una pausa y parecía muy pensativo—. Me pregunto si vuelves poco a poco —añadió— o de golpe. Bang.
—Yo voto por bang. El viejo caballero no se hace llamar Bingo porque sí. Yo diría que la cosa es rápida en las dos direcciones, al salir y al entrar. Lo que tienes que averiguar es cuánto dura.
—Lo haré —dijo Joe Pettigrew—. Tendré mucho cuidado. Es importante.
Saludó con la cabeza a su reflejo, y Joseph le devolvió el saludo. Cuando empezó a moverse para darse la vuelta, añadió:
—Me da un poco de pena Porter Green. Todo el tiempo y el dinero que ha gastado en ella. Y si sé distinguir una silla de un guante de béisbol, no ha conseguido más que excitarse.
—De eso no puedes estar seguro —dijo Joseph—. A mí me parece un tipo que consigue lo que paga, o la arma.
Fin de la conversación. Joe Pettigrew pasó a la alcoba y sacó una maleta vieja del estante de un armario. Dentro había una cartera de mano gastada, con una correa rota. La abrió con una llavecita. En la cartera había un bulto duro, envuelto en un guardapolvo de franela. Dentro del guardapolvo había un calcetín viejo de lana. Y dentro del calcetín, bien limpia y engrasada, había una automática del calibre 32 cargada. Joe Pettigrew se la metió en el bolsillo derecho de la chaqueta y le pareció que pesaba más que un pecado. Volvió a guardar la cartera en el armario y bajó a la planta baja, caminando con cuidado y pisando los escalones por los lados. Entonces pensó que aquello era una tontería, porque aunque crujieran, nadie podría oír un ruido tan débil con la radio encendida.
Llegó al pie de la escalera y avanzó hacia la puerta del cuarto de estar. Probó el picaporte con suavidad. La puerta estaba cerrada con llave. Era una cerradura de muelle que se había instalado cuando la mayor parte de la planta baja se había convertido en un apartamento de soltero para alquilar. Joe sacó su llavero y metió despacio una llave en la cerradura. La hizo girar. Sintió que el pasador retrocedía. El cerrojo no estaba echado. ¿Por qué iba a estarlo? Eso solo lo haces de noche, y si eres del tipo nervioso. Sujetó el picaporte con la mano izquierda y abrió con suavidad la puerta, lo suficiente para dejar libre la cerradura. Esta era la parte difícil… una de las partes difíciles. Cuando el pasador quedó suelto, dejó que el picaporte volviera a su posición original y retiró la llave. Sujetando bien el picaporte, empujó la puerta hasta que pudo asomarse al interior. Dentro no se oía nada más que el atronar de la radio. Nadie gritó. Por lo tanto, no había nadie mirando la puerta. Hasta ahí, todo iba bien.
Joe Pettigrew metió la cabeza por la abertura de la puerta y echó una mirada. La habitación estaba caliente y olía a humo de cigarrillos, a humanidad y un poquito a licor. Pero no había nadie en ella. Joe empujó la puerta abriéndola del todo y entró, con un gesto de decepción en la cara. Después, el gesto de decepción se transformó en una mueca de asco.
Al fondo del cuarto de estar había unas puertas correderas que antes habían dado al comedor. Ahora el comedor era un dormitorio, pero las puertas correderas se habían dejado más o menos como habían estado siempre. Ahora estaban completamente cerradas. Joe Pettigrew se quedó inmóvil mirando las puertas correderas. Levantó una mano sin darse cuenta y se alisó el escaso cabello. Durante un largo momento, su cara estuvo completamente inexpresiva; después, una sonrisa que habría podido significar cualquier cosa le levantó las comisuras de la boca. Volvió atrás y cerró la puerta. Se dirigió al sofá y miró el hielo medio derretido en el fondo de dos vasos largos a rayas, y los cubitos de hielo que nadaban en agua en un cuenco de cristal junto a la botella de whisky destapada, y las colillas de cigarrillos en un cenicero, una de las cuales todavía dejaba escapar una fina voluta de humo en el aire inmóvil.
Joe se sentó tranquilamente en un rincón del sofá y miró su reloj. Parecía que había pasado muchísimo tiempo desde que conoció al profesor Bingo. Mucho, muchísimo tiempo, y a un mundo de distancia. Si tan solo pudiera recordar exactamente a qué hora había tomado la pizca de rapé… Debió de ser a las diez y veinte, pensó. Más valía estar seguro, más valía esperar, más valía experimentar. Sería lo mejor. Pero ¿cuándo había hecho lo mejor?
Nunca, que pudiera recordar. Y desde luego, nunca desde que había conocido a Gladys.
Sacó la automática del bolsillo y la dejó en la mesa de cóctel delante de él. Se quedó sentado mirándola con aire ausente, escuchando el rugir de la radio. Después alargó una mano hacia ella y, casi con delicadeza, soltó el seguro. Hecho esto, se echó hacia atrás de nuevo y esperó. Mientras esperaba sin ninguna emoción concreta, su mente recordó. Era el tipo de cosa que muchas mentes se empeñan en recordar. Detrás de la doble puerta cerrada oyó una serie de ruidos que su mente nunca llegó a clasificar, en parte a causa de la radio y en parte por la intensidad de sus recuerdos.
Cuando las puertas correderas empezaron a abrirse, Joe Pettigrew extendió la mano y recogió la pistola de la mesa de cóctel. La apoyó en la rodilla. Fue el único movimiento que hizo. Ni siquiera miró las puertas.
Cuando las puertas se abrieron lo suficiente para que pasara el cuerpo de un hombre, el cuerpo de Porter Green apareció en la abertura. Sus manos se agarraban a la parte alta de las hojas de la puerta, con los dedos brillando por el esfuerzo. Se tambaleó un poco, agarrado a las puertas, como si estuviera muy borracho. Pero no estaba borracho. Tenía los ojos muy abiertos, con la mirada fija, y en la boca tenía un conato de sonrisa tonta. El sudor brillaba en su cara y en su blanco y fofo vientre. Estaba desnudo, excepto por los calzoncillos. Iba descalzo, y llevaba la cabeza despeinada y empapada de sudor. Y en su cara había algo más, que Joe Pettigrew no vio porque Joe Pettigrew seguía mirando la moqueta entre sus pies, sosteniendo la pistola de lado sobre la rodilla, sin apuntar a nada.
Porter Green aspiró hondo y con fuerza, y dejó salir el aire en un largo suspiro. Soltó las puertas y dio un par de pasos desmañados hacia el interior de la habitación. Sus ojos localizaron la botella de whisky que estaba sobre la mesa, delante del sofá, delante de Joe Pettigrew. Se centraron en la botella y su cuerpo giró un poco y se inclinó hacia ella antes de estar lo bastante cerca para alcanzarla. La botella repiqueteó sobre el tablero de cristal de la mesa de cóctel. Ni siquiera entonces levantó Joe Pettigrew la mirada. Olía al hombre que estaba tan cerca de él, sin reparar en él, y su cara macilenta se contrajo de repente de dolor.
La botella se alzó, y la mano con fino vello negro en el dorso desapareció del campo de visión de Joe Pettigrew. El gorgoteo del líquido se oyó incluso por encima de la radio.
—¡Zorra! —exclamó Porter Green con voz ronca y entre dientes—. ¡Maldita zorra asquerosa, puta piojosa! —Había horror y asco vomitivo en su voz.
Joe Pettigrew movió un poco la cabeza y se puso tenso. Entre el sofá y la mesa de cóctel había el espacio justo para que él se pusiera en pie sin retorcer el cuerpo. Se puso en pie. La pistola se alzó en su mano. Sus ojos subieron con ella despacio, despacio. Vio la carne desnuda y blanda sobre la cinturilla de los calzoncillos de Porter Green. Vio el sudor que brillaba en el abultamiento sobre el ombligo. Su mirada se desplazó a la derecha y trepó costillas arriba. La mano se puso firme. El corazón está más arriba de lo que cree la mayoría de la gente. Joe Pettigrew lo sabía. El cañón de la pistola lo sabía también. El cañón apuntó directamente al corazón, y con un firme tirón casi indiferente, Joe Pettigrew apretó el gatillo.
Hizo más ruido que la radio, y fue un sonido diferente. Hubo una sensación de conmoción, un asomo de poder. Si no has disparado un arma en mucho tiempo, siempre te coge por sorpresa: la repentina vida que palpita en el instrumento de muerte, la rapidez con que se mueve en tu mano, como un lagarto sobre una roca.
Los hombres que reciben un tiro caen de muchas maneras diferentes. Porter Green cayó de lado: una rodilla cedió antes que la otra. Cayó con soltura, como sin huesos, como si las rodillas estuvieran articuladas en todas direcciones. En el segundo que tardó en caer, Joe Pettigrew recordó un número de vodevil que había visto mucho tiempo atrás, cuando él también estaba en el mundo del espectáculo. Un número con un hombre alto y flaco, sin huesos, y una chica. En medio de otras payasadas, el hombre alto empezaba a caer de lado muy despacio, con el cuerpo curvándose como un aro, de modo que en ningún momento podías decir que había chocado con el suelo del escenario. Parecía fundirse con él sin esfuerzo ni choque. Lo hizo seis veces. La primera vez fue simplemente gracioso, la segunda vez fue emocionante verlo y te preguntabas cómo lo hacía. La cuarta vez, algunas mujeres del público empezaron a chillar «¡No le dejen que haga eso! ¡No le dejen hacerlo!». Él lo hizo. Y al final del número tenía a todos los espectadores impresionables con los nervios de punta, temiendo lo que iba a hacer, porque era inhumano y antinatural, y no era posible que un hombre construido de manera normal pudiera hacer aquello.
Joe Pettigrew dejó de recordar esto y volvió adonde estaba, y allí vio a Porter Green caído en el suelo, con la cabeza contra la moqueta y nada de sangre, y por primera vez Joe Pettigrew le miró a la cara y vio que estaba cortada y desgarrada por profundos arañazos de las largas, afiladas y frenéticas uñas de una mujer. Aquello le hizo ver claro. Joe Pettigrew abrió la boca y chilló como un caballo destripado.
En sus propios oídos, el grito sonó muy lejano, como si viniera de otra casa. Un sonido débil pero desgarrador que no tenía nada que ver con él. A lo mejor no había gritado. Podían haber sido unos neumáticos tomando una curva demasiado deprisa. O un alma perdida cayendo de cabeza al infierno. No tenía absolutamente ninguna sensación física. Le parecía estar flotando alrededor del extremo de la mesa y alrededor del cadáver de Porter Green. Pero aquella flotación, o lo que fuera, tenía un propósito. Ya estaba en la puerta. Echó el cerrojo. Ya estaba en las ventanas. Estaban cerradas, pero una no tenía echado el cierre; la cerró bien. Estaba en la radio. La apagó. Se acabó el bum-bum. Un silencio como el del espacio interestelar lo envolvió en una larga mortaja blanca. Cruzó la habitación hacia las puertas correderas.
Entró en la alcoba de Porter Green, que había sido el comedor de la casa mucho tiempo atrás, cuando Los Ángeles era joven, calurosa, seca y polvorienta, cuando todavía pertenecía al desierto y a las susurrantes hileras de eucaliptos y palmeras que flanqueaban las calles.
Lo único que quedaba del comedor era un armarito de obra para la vajilla, entre las dos ventanas que daban al norte. Había libros tras sus puertas caladas. No muchos libros. Porter Green no era lo que se dice un amante de la lectura. La cama estaba contra la pared del este, y detrás estaban la antecocina y la cocina. La cama estaba muy revuelta y había algo encima de ella, pero Joe Pettigrew no estaba de humor para mirar qué era. Detrás de la cama había una puerta que había sido de batientes, pero que se había cambiado por una puerta completa, bien encajada en su marco y con un cerrojo. Estaba corrido. A Joe Pettigrew le pareció ver polvo en las rendijas de la puerta. Sabía que no se abría casi nunca. Pero el cerrojo estaba echado y aquello era lo importante.
Salió a un pasillo corto que cruzaba el pasillo principal bajo las escaleras. Había sido necesario para permitir el acceso al cuarto de baño, que antes había sido un cuarto de costura, al otro lado de la casa. Había un armario bajo las escaleras. Joe Pettigrew abrió la puerta y encendió la luz. Un par de maletas en los rincones, trajes colgados de perchas, un abrigo y un impermeable. Un par de zapatos de cabrito blancos y sucios tirados en un rincón. Apagó la luz y cerró la puerta. Entró en el cuarto de baño. Era bastante grande para ser un cuarto de baño, con una bañera de las antiguas. Joe Pettigrew pasó ante el espejo del lavabo sin mirarse en él. No estaba de humor para charlar con Joseph precisamente ahora. Detalles, eso era lo importante, cuidadosa atención a los detalles. Las ventanas del cuarto de baño estaban abiertas y los visillos ondeaban. Las cerró bien y corrió los pestillos a los lados del marco. El cuarto de baño no tenía puerta de salida; solo aquella por la que había entrado. Había habido una que daba a la parte delantera de la casa, pero se había tapiado y empapelado con papel impermeable, como el resto del pasillo.
La habitación de enfrente era prácticamente un cuarto trastero. Había muebles y trastos viejos, y un escritorio de tapa corredera, de aquel espantoso roble claro que tanto gustaba antes a la gente. Pettigrew nunca lo había utilizado y nunca entraba allí. Aquello era todo.
Volvió atrás y se detuvo delante del espejo del cuarto de baño. No tenía ninguna gana, pero era posible que Joseph hubiera pensado algo que él tenía que saber, de modo que miró a Joseph. Este le devolvió la mirada, una desagradable mirada fija.
—La radio —dijo Joseph, conciso—. La has apagado. Mal hecho. Bajarla, sí. Apagarla, no.
—Ah —le contestó Joe Pettigrew a Joseph—. Sí, creo que tienes razón. Y además está lo de la pistola. Pero de eso no me había olvidado. —Se dio una palmadita en el bolsillo.
—Y las ventanas del dormitorio —dijo Joseph, casi con desprecio—. Y vas a tener que mirar a Gladys.
—Las ventanas del dormitorio, sí —replicó Joe Pettigrew, e hizo una pausa—. A ella no quiero mirarla. Está muerta. Tiene que estar muerta. No había más que verlo a él.
—Esta vez provocó al tipo equivocado, ¿eh? —dijo Joseph fríamente—. ¿Te esperabas algo así?
—No sé —respondió Joe—. No, creo que no llegué tan lejos. Pero la he fastidiado bien. No tenía que haberlo matado.
Joseph lo miró con una expresión peculiar.
—¿Y malgastar el tiempo y el material del profesor? No pensarás que vino aquí solo para hacer ejercicio, ¿verdad?
—Adiós, Joseph —dijo Joe Pettigrew.
—¿Por qué me dices adiós? —saltó Joseph.
—Porque me ha dado por ahí —replicó Joe Pettigrew. Salió del cuarto de baño.
Rodeó la cama y cerró las ventanas con pestillo. Al final miró a Gladys, aunque no quería hacerlo. Ni falta que hacía. Su intuición había acertado. Si alguna vez una cama ha parecido un campo de batalla, era aquella. Si alguna vez una cara ha parecido lívida, torcida y muerta, era la cara de Gladys. Había unos cuantos jirones de ropa sobre ella, y nada más. Solo unos pocos jirones. Parecía apaleada. Tenía un aspecto espantoso.
A Joe Pettigrew se le convulsionó el diafragma y sintió en la boca el sabor a bilis. Salió de allí a toda prisa y se apoyó en las puertas al otro lado, pero tuvo la precaución de no tocarlas con las manos.
—La radio encendida, pero no muy alta —dijo en medio del silencio, cuando volvió a tener el estómago en su sitio—. La pistola en la mano de él. No me va a gustar hacerlo. —Su mirada se dirigió a la puerta exterior—. Será mejor que use el teléfono de arriba. Habrá tiempo de sobra para volver.
Dejó escapar un lento suspiro y se puso en acción. Pero cuando llegó el momento de poner la pistola en la mano de Porter Green, descubrió que no podía mirarlo a la cara. Tenía la sensación, la certeza, de que los ojos de Porter Green estaban abiertos y mirándole, pero él no podía afrontar su mirada, aunque estuviera muerto. Sentía que Porter Green le perdonaba y que no le había importado mucho que le pegaran un tiro. Había sido rápido y probablemente mucho menos desagradable que lo que le habría caído encima por la vía legal.
No era aquello lo que le avergonzaba. Y tampoco estaba avergonzado porque Porter Green le hubiera quitado a Gladys, porque eso habría sido una tontería. Porter Green no había hecho nada que no se hubiera hecho ya, hacía años. Supuso que tal vez fueran los horribles y sangrientos arañazos lo que le avergonzaba. Hasta entonces, Porter Green por lo menos había parecido un hombre. De algún modo, los arañazos le hacían parecer un maldito imbécil. Aun estando muerto. Un hombre con el aspecto y la manera de actuar de Porter Green, que había vivido la vida tan a tope como se puede vivir, que había conocido a muchas mujeres y muy bien, y todas esas cosas… un hombre como aquel debería haber estado por encima de liarse en una pelea de gatos con una zorra como Gladys, una mujer tan vacía como una bolsa de papel, que no tenía nada que darle a ningún hombre, que ni siquiera se daba ella.
Joe Pettigrew no tenía una gran opinión de sí mismo como macho dominante. Pero al menos nunca le habían arañado la cara.
Colocó la pistola en la mano de Porter Green con mucho cuidado, sin mirarle ni una vez la cara. Quizá con demasiado cuidado. Con el mismo cuidado y sin prisas innecesarias, arregló las demás cosas que había que arreglar.
El coche patrulla blanco y negro dobló la esquina y avanzó a lo largo de la manzana. Sin alboroto ni urgencia. Se detuvo sin hacer ruido delante de la casa y, por un momento, los dos agentes uniformados miraron el amplio porche y la puerta y las ventanas cerradas sin decir nada, oyendo el chorro incesante de palabras que salía de su radio y clasificándolo mentalmente sin prestarle ninguna atención consciente.
Después, el que estaba en el lado de la acera dijo:
—No oigo gritar a nadie ni veo vecinos delante de la casa. Parece una falsa alarma.
El policía que estaba al volante asintió y dijo con aire ausente:
—De todas maneras, será mejor tocar el timbre.
Tomó nota de la hora en su libreta de informes y avisó por la radio de que el coche quedaba fuera de servicio. El que estaba junto a la acera salió y recorrió el sendero de hormigón hasta el porche. Tocó el timbre. Lo oyó sonar en alguna parte de la casa. También oyó una radio o un tocadiscos que sonaba discreta pero claramente a su izquierda, en la habitación con las ventanas cerradas. Tocó el timbre otra vez. No hubo respuesta. Caminó a lo largo del porche y dio unos golpecitos en el cristal de la ventana, por encima de la persiana. Después llamó con más fuerza. La música siguió sonando, pero eso era todo. Bajó del porche y rodeó el costado de la casa hasta la puerta trasera. La puerta de rejilla estaba enganchada y la puerta de dentro cerrada. Había otro timbre. Lo tocó. Zumbó cerca de él, bastante fuerte, pero nadie respondió. Golpeó con fuerza la puerta de rejilla y después le dio un tirón. El gancho aguantó. Rodeó la casa por el otro lado. Las ventanas de la cara norte estaban demasiado altas para echar un vistazo desde el suelo. Llegó al césped delantero y caminó en diagonal por el césped hasta el coche patrulla. Era un césped bien cuidado y lo habían regado la noche anterior. En cierto momento se volvió para ver si sus tacones habían dejado marcas. No lo habían hecho. Se alegró de que no las hubieran dejado. Era un policía joven y todavía no estaba endurecido.
—No contestan, pero hay música sonando —le dijo a su compañero, asomándose al interior del coche.
El conductor escuchó la radio un momento y después salió del coche.
—Tú ve por ese lado —respondió, señalando al sur con el pulgar—. Yo probaré en la otra casa. Puede que los vecinos hayan oído algo.
—No pueden haber oído mucho, o a estas horas ya estarían echándonos el aliento en la nuca —dijo el primer policía.
—Aun así, lo mejor es preguntar.
Detrás de la casa situada al sur de la de los Pettigrew, un viejo estaba trabajando la tierra con una rastra alrededor de unos rosales. El policía joven le preguntó qué sabía sobre una llamada a la policía acerca de la casa de al lado. Nada. ¿Ha visto gente salir? No, no había visto que saliera nadie. Los Pettigrew no tenían coche. El inquilino tenía un coche, pero el garaje parecía cerrado. Se podía ver el candado. ¿Qué clase de gente eran? Normal. No molestaban a nadie. ¿Ponían la radio muy alta últimamente? ¿Como ahora? El viejo negó con la cabeza. Ahora no estaba alta. Antes sí que estaba alta. ¿A qué hora la habían bajado? No lo sabía. ¿Cómo demonios lo iba a saber? Una hora, media hora. Por aquí no ha pasado nada, agente. He estado toda la mañana trabajando en el jardín. Pues alguien ha llamado, dijo el policía. Debe de ser un error, dijo el viejo. ¿Hay alguien más en su casa? ¿En mi casa? El viejo negó con la cabeza. No, ahora no. Su mujer había ido al salón de belleza. A que le pusieran esa cosa morada con la que tiñen ahora las canas. Soltó una risita. El policía joven no había pensado que fuera capaz de soltar risitas, viendo como picoteaba en los rosales, con golpes secos y como con mala intención.
Al otro lado de la casa de los Pettigrew, adonde había ido el conductor del coche patrulla, nadie respondió en la puerta principal. El policía fue hasta la parte de atrás y vio un niño de edad y sexo indefinidos intentando arrancar a patadas los barrotes de su corralito. El niño necesitaba que le limpiaran los mocos, pero parecía que prefería estar así. El policía golpeó la puerta de atrás y le salió una mujer desaliñada de pelo lacio. Cuando abrió la puerta, salió a chorro de la cocina un estúpido serial radiofónico, y el policía comprendió que ella lo estaba escuchando con la atención apasionada de un equipo de ingenieros que intenta despejar un campo de minas. No había oído una mierda, le chilló, sincronizando perfectamente su respuesta entre dos frases del majadero diálogo. No tenía tiempo para preocuparse por lo que pasaba en otras partes. ¿La radio de la casa de al lado? Sí, creía que tenían una. Puede que la hubiera oído alguna que otra vez. ¿No podía bajar eso un poco?, le preguntó el policía, haciendo un gesto hacia la radio de mesa colocada en el fregadero de la cocina. Ella dijo que podía, pero que no le daba la gana hacerlo. Una niña morena y delgada, con el pelo tan lacio como el de su madre, surgió de pronto de la nada y se plantó a unos quince centímetros del estómago del agente, mirándole la pechera de la camisa. Él retrocedió, y ella avanzó con él. El poli decidió que en un minuto se iba a cabrear. No ha oído nada, ¿eh?, le gritó a la mujer. Ella levantó la mano pidiendo silencio, escuchó un breve intercambio de ingeniosas tonterías en la radio y después negó con la cabeza. Empezó a cerrar la puerta antes de que él hubiera medio salido. La niña le metió prisa con una breve, fuerte y eficiente pedorreta.
Se sentía un poco acalorado cuando se reunió con el otro policía junto al coche patrulla. Los dos miraron al otro lado de la calle, después se miraron el uno al otro y se encogieron de hombros. El conductor rodeó el coche por detrás para volver a entrar, después cambió de parecer y volvió por el sendero hasta el porche de la casa de los Pettigrew. Escuchó la radio y observó que había luz eléctrica detrás de las persianas. Se agachó y fue encorvado de ventana en ventana hasta que encontró una pequeña rendija por la que podía mirar con un ojo.
Después de forzar la vista hacia aquí y hacia allá, vio por fin algo que parecía el cuerpo de un hombre caído de espaldas en el suelo, junto a la pata de una mesita baja. Se enderezó y le hizo un gesto brusco al otro policía. El otro acudió corriendo.
—Vamos a entrar —dijo el conductor—. Por aquí no se ve bien. Hay un tío ahí adentro y no está bailando. La radio está puesta, las luces encendidas, todas las puertas y ventanas cerradas, nadie responde a la puerta y hay un tío tirado en la moqueta. ¿Qué dice tu manual de todo eso?
En aquel momento, Joe Pettigrew tomó su segunda pizca del rapé del profesor Bingo.
Entraron en la cocina forzando una ventana con un destornillador, sin romper el cristal. El viejo de la casa de al lado los vio y siguió picoteando en sus rosales. Era una cocina ordenada y limpia, porque Joe Pettigrew la mantenía así. Una vez en la cocina, descubrieron que igual habrían podido quedarse fuera. No había manera de pasar a la habitación iluminada de delante sin romper una puerta, lo cual acabó llevándolos de vuelta al porche de entrada. El conductor del coche patrulla rompió una ventana con el pesado destornillador, quitó el pestillo, la levantó lo suficiente para meter el cuerpo y soltó el gancho de la persiana con la punta del destornillador. Levantaron las dos hojas de la ventana y entraron en la habitación sin tocar nada con las manos, excepto el cierre de la ventana.
En la habitación hacía un calor agobiante. Tras una breve mirada a Porter Green, el conductor se dirigió al dormitorio, desabrochando la solapa de su pistolera por el camino.
—Más vale que te metas las manos en los bolsillos —le dijo al policía joven por encima del hombro—. A lo mejor hoy no es tu día.
Lo dijo sin sarcasmo, y sin nada en la voz más que el significado de las palabras, pero aun así el policía joven se sonrojó y se mordió un labio. Se quedó de pie, mirando a Porter Green. No tenía necesidad de tocarlo, ni siquiera de agacharse. Había visto muchos más muertos que su compañero. Se quedó completamente inmóvil porque sabía que no tenía que hacer nada y que cualquier cosa que hiciera, incluso caminar sobre la moqueta, podía estropear algo que pudiera servirles a los de la científica.
Allí de pie y callado, aunque la radio seguía sonando en el rincón, le pareció oír un sonido como un leve chasquido y después el roce de unos pasos afuera, en el porche. Dio media vuelta rápidamente y se dirigió hacia la ventana. Corrió la cortina y miró afuera.
No. Nada. Parecía un poco extrañado porque tenía muy buen oído. Después pareció disgustado.
—No pierdas la cabeza, muchacho —se dijo—. No hay japos cerca de este agujero.
Se puede uno meter en el entrante de un portal y sacar una cartera del bolsillo, y una tarjeta de la cartera, y leerla, y nadie verá la cartera ni la tarjeta ni la mano que la sostiene. Calle arriba y calle abajo pasaba gente, ociosa o atareada, la muchedumbre habitual de primeras horas de la tarde, y nadie echaba una mirada hacia ti. Si lo hicieran, lo único que verían sería un portal vacío. En otras circunstancias, habría podido ser divertido. Ahora no era divertido, por razones obvias. Joe Pettigrew tenía los pies cansados. No había andado tanto en diez años. No le quedaba más remedio que andar. No podía haber sacado el coche de Porter Green. La visión de un coche completamente vacío circulando solo habría sacado de sus casillas a la policía de tráfico. Alguien se habría puesto a chillar. Nunca se sabía lo que podía pasar.
Habría podido arriesgarse a meterse en un autobús o un tranvía entre un grupo de gente. Parecía factible. Probablemente no se volverían a mirar quién los empujaba, pero siempre existía la posibilidad de que algún tipo grande y con mal genio alargara la mano y agarrara un brazo y fuera lo bastante terco para no soltarlo aunque no viera lo que tenía agarrado. No; era mucho mejor andar. Joseph seguro que habría estado de acuerdo.
—¿Verdad que sí, Joseph? —preguntó, mirando el polvoriento vidrio del portal.
Joseph no dijo nada. Estaba allí, claro que sí, pero no estaba claro y bien definido. Estaba nebuloso. No tenía la personalidad bien dibujada que uno esperaba de Joseph.
—De acuerdo, Joseph. Otra vez será.
Joe Pettigrew miró la tarjeta que aún tenía en la mano. Debía de estar a unas ocho manzanas del edificio donde, en el local 311, el profesor Augustus Bingo tenía una oficina. También había un número de teléfono. Joe Pettigrew se preguntó si sería más prudente concertar una cita. Sí, sería más prudente. Seguro que había un ascensor y, una vez en él, estaría a merced del azar. Muchos de aquellos edificios viejos —y él sabía que el profesor Bingo, casi con seguridad, tendría su oficina en un edificio que hiciera juego con su viejo y raído sombrero— no tenían escaleras de incendios. Tenían salidas de incendios y un montacargas al que no se podía llegar desde el vestíbulo. Era mucho mejor concertar una cita.
También estaba la cuestión del pago. Joe Pettigrew tenía treinta y siete dólares en su cartera, pero no creía que treinta y siete dólares hicieran saltar de entusiasmo el corazón del profesor Bingo. Era indudable que seleccionaba a sus clientes con cuidado, y seguro que exigiría una gran tajada de sus fondos disponibles. Esto no era fácil de gestionar. Difícilmente se podía cobrar un cheque si nadie podía ver el cheque. Y aunque el cajero pudiera ver el cheque, cosa que Joe Pettigrew suponía posible si lo dejaba sobre el mostrador y retiraba la mano —al fin y al cabo, allí habría un cheque—, el cajero no le entregaría el dinero a un espacio vacío. El banco quedaba descartado. Por supuesto, podía esperar a que alguien cobrase un cheque y apoderarse del dinero. Pero un banco era mal sitio para ese tipo de operación. Lo más probable era que la persona robada armara mucho ruido y alboroto, y Joe Pettigrew sabía que lo primero que hacían los bancos en casos así es bloquear las puertas y hacer sonar una alarma. Sería mejor dejar que la persona con el dinero saliera del banco. Pero esto tenía inconvenientes. Si era un hombre, se guardaría el dinero en un sitio difícil de alcanzar por un carterista inexperto, aunque él tenía cierta ventaja técnica sobre el carterista más experimentado. Tendría que ser una mujer. Pero las mujeres casi nunca hacen efectivos cheques grandes, y a Joe Pettigrew le daba reparo robarle el bolso a una mujer. Aunque pudiera prescindir del dinero, la pérdida de su bolso la dejaría indefensa.
—No soy del tipo adecuado —dijo Joe Pettigrew más o menos en voz alta, todavía de pie en el portal— para sacarle verdadero partido a una situación como esta.
Esa era la verdad y ahí estaba el problema. A pesar de haberle metido una buena bala a Porter Green, Joe Pettigrew era básicamente un hombre decente. Al principio se había dejado llevar un poco, pero ahora se daba cuenta de que ser invisible tenía sus inconvenientes. En fin, a lo mejor ya no necesitaba más rapé. Había una manera de averiguarlo. Pero si lo necesitaba, iba a necesitarlo terriblemente pronto.
Lo único sensato era telefonear al profesor Bingo y concertar una cita.
Dejó el portal y caminó por el borde de la acera hasta el siguiente cruce. Había un bar en penumbra en la acera de enfrente. Bien podía tener una cabina telefónica apartada. Por supuesto, hasta una cabina telefónica apartada podía convertirse en una ratonera. Supongamos que alguien pasaba, veía que estaba aparentemente vacía y entraba… No, mejor no pensar en eso.
Entró en el bar. Era bastante discreto. Había dos hombres en los taburetes y una pareja en un reservado. Era esa hora del día en la que casi nadie bebe, excepto unos pocos holgazanes y alcohólicos y alguna pareja de amantes clandestinos. La pareja del reservado parecía una de esas. Estaban muy juntos y solo tenían ojos para ellos y para nadie más. La mujer llevaba un sombrero horrible y una chaqueta de borrego de color blanco sucio, y parecía engreída y malcriada. El hombre se parecía un poco a Porter Green. Tenía el mismo aire astuto, competente y sin escrúpulos. Delante del hombre había un vasito de whisky con una cerveza al lado. La mujer tenía una mezcla endiablada con capas de diferentes colores. Joe Pettigrew miró el whisky.
Probablemente era una imprudencia, pero le dio por ahí. Estiró rápidamente la mano hacia el vaso pequeño y se echó el whisky en el gaznate. Tenía un sabor espantoso. Se atragantó con violencia. El hombre del reservado se enderezó y volvió la cabeza. Miró directamente a Joe Pettigrew.
—¿Qué demonios…?
Joe Pettigrew se quedó helado, allí de pie, con el vaso en la mano y el hombre mirándole directamente a los ojos. La mirada del hombre bajó hasta el vaso vacío que Joe Pettigrew sostenía. Puso las manos sobre el borde de la mesa y empezó a moverse de lado. No dijo ni una palabra más, pero Joe Pettigrew no necesitaba que le dijeran nada. Dio media vuelta y corrió hacia el fondo del bar. El camarero de la barra y los dos hombres de los taburetes se volvieron a mirar. El hombre del reservado ya se estaba poniendo en pie.
Joe Pettigrew lo encontró justo a tiempo. En la puerta ponía CABALLEROS. Entró a toda prisa y se volvió. La puerta no tenía pestillo. Su mano buscó frenéticamente la caja en el bolsillo y solo estaba empezando a sacarla cuando la puerta empezó a abrirse. Se metió detrás de ella, quitó de mala manera la tapa de la caja y agarró un buen pellizco. Se lo llevó a la nariz solo un segundo antes de que el hombre del reservado estuviera en el servicio de caballeros con él.
A Joe Pettigrew le temblaba tanto la mano que se le cayó la mitad del rapé al suelo. También se le cayó la tapa de la caja. Con diabólica precisión, la tapa rodó en línea recta por el suelo de hormigón y fue a posarse casi tocando la puntera del zapato derecho del hombre del reservado.
El hombre se quedó parado nada más pasar la puerta y miró a su alrededor. Miró lo que se dice bien. Y miró directamente a Joe Pettigrew. Pero esta vez su expresión era muy diferente. Apartó la mirada. Se acercó a los dos cubículos. Empujó primero una puerta y después la otra. Los dos estaban vacíos. El hombre se quedó plantado mirándolos. De su garganta salió un sonido raro. Con gesto ausente, sacó un paquete de cigarrillos y se encajó uno en la boca. Un bonito encendedor plateado salió a continuación y aplicó una pulcra llamita al cigarrillo.
El hombre exhaló una larga bocanada de humo. Se volvió despacio y se dirigió a la puerta como un sonámbulo. Salió. Después, con aterradora rapidez, volvió a entrar, empujando con violencia la puerta delante de él. Joe Pettigrew se apartó justo a tiempo. El hombre echó otro vistazo escudriñador a los lavabos. He aquí un hombre muy desconcertado, pensó Joe Pettigrew. Un hombre muy irritado, un hombre al que le habían amargado la mañana con un buen chorro de hiel. El hombre volvió a salir.
Joe Pettigrew se puso de nuevo en movimiento. Había una ventana de cristal esmerilado en la pared, pequeña pero suficiente. Soltó el pestillo e intentó levantarla. Estaba atascada. Lo intentó con más fuerza. El esfuerzo le hizo daño en la espalda. La ventana se soltó al fin y se deslizó dando sacudidas hasta que ya no pudo subir más.
Cuando bajó las manos para limpiárselas en los pantalones, una voz dijo detrás de él:
—Eso no estaba abierto.
—¿El qué no estaba abierto, señor? —dijo otra voz.
—La ventana, tarugo.
Joe miró con cuidado a su alrededor. Se apartó de la ventana andando de lado. El camarero y el hombre del reservado estaban mirando la ventana.
—Tenía que estarlo —dijo escuetamente el camarero—. Y guárdese lo de tarugo.
—Yo digo que no estaba abierta. —El hombre del reservado se puso más que categórico y menos que educado.
—¿Me está llamando mentiroso? —preguntó el camarero.
—¿Cómo iba usted a saber si estaba abierta? —El hombre del reservado empezó a ponerse agresivo de nuevo.
—¿Por qué ha vuelto aquí, si estaba tan seguro?
—Porque no me podía creer lo que veían mis ojos —casi chilló el hombre del reservado.
El camarero sonrió.
—Pero espera que yo sí que me lo crea. ¿Es eso?
—¡Ah, váyase al infierno! —dijo el hombre del reservado.
Se giró y salió del servicio de caballeros dando un portazo. Al hacerlo, pisó de lleno la tapa de la cajita de rapé del profesor Bingo. Se aplastó bajo su zapato. Nadie se fijó en ello, excepto Joe Pettigrew. Él sí que se fijó.
El camarero se dirigió a la ventana, la cerró y echó el pestillo.
—Que le den a ese cretino —dijo, y salió.
Joe Pettigrew se movió con precaución hacia la tapa aplastada de la caja y se agachó para recogerla. La enderezó lo mejor que pudo y la colocó de nuevo sobre la mitad inferior. Ya no parecía muy segura. La envolvió en una toalla de papel para estar más tranquilo.
Otro hombre entró en el servicio de caballeros, pero este iba a lo suyo. Joe Pettigrew sujetó la puerta cuando iba a cerrarse y se escurrió fuera. El camarero estaba otra vez detrás de la barra. El hombre del reservado y la mujer de la chaqueta de borrego de color blanco sucio se estaban marchando.
—Vuelva pronto —dijo el camarero con una voz que quería decir todo lo contrario.
El hombre del reservado casi se detuvo pero la mujer le dijo algo, y continuaron su camino.
—¿Qué le pasaba a ese? —preguntó el hombre del taburete, el que no había ido al servicio.
—Yo podría conseguir una fulana más guapa que esa en Broadway Norte a la una de la mañana —dijo el camarero con desprecio—. Ese tío no solo no tiene modales ni cerebro; tampoco tiene gusto.
—Pero tiene lo que tú sabes —dijo el hombre del taburete lacónicamente, mientras Joe Pettigrew salía sin ruido por la puerta.
La estación de autobuses de Cahuenga era el sitio adecuado. La gente entraba y salía sin parar, gente con un solo propósito, gente que nunca miraba a ver quién la empujaba, gente sin tiempo para pensar, y la mayoría sin nada que pensar aunque hubieran tenido tiempo. Había mucho ruido. Marcar en una cabina telefónica vacía no llamaría la atención. Alzó una mano y aflojó la bombilla para que no se encendiera la luz cuando él cerrara la puerta. Ahora estaba preocupado. No se podía confiar en el rapé durante mucho más de una hora. Lo calculó por el tiempo transcurrido desde que dejó al policía joven en el cuarto de estar de la casa hasta que el hombre del reservado lo miró y lo vio.
Aproximadamente una hora. Aquello daba que pensar. Mucho que pensar. Miró el número de teléfono: Gladstone 7-4963. Echó su moneda de cinco centavos y lo marcó. Al principio no oyó señal de llamada; después, llegó a sus oídos un agudo pitido ululante, a continuación un chasquido y luego el ruido de la moneda al caer en la ranura de devolución. Y después, la voz de una telefonista dijo:
—¿A qué número llama, por favor?
Joe Pettigrew se lo dijo.
—Un momento, por favor —dijo ella.
Hubo una pausa. Joe Pettigrew no dejaba de mirar afuera a través de los cristales de la cabina. Se preguntaba cuánto tiempo podía pasar antes de que alguien intentara abrir la puerta de la cabina, y cuánto tiempo más antes de que alguien se fijara en que el auricular del teléfono estaba en una posición muy curiosa: pegado a la oreja de alguien que no estaba allí. Supuso que sería así. No podía desaparecer todo el maldito sistema telefónico solo porque él estuviera utilizando un aparato.
La voz de la telefonista volvió:
—Lo siento, señor, pero ese teléfono no figura en la lista.
—Tiene que estar —dijo Joe Pettigrew con rabia, y repitió el número. También la telefonista repitió su comentario, y añadió:
—Un momento, por favor. Le paso con Información.
Hacía calor en la cabina y Joe Pettigrew estaba empezando a sudar. Información contestó, escuchó, se marchó y regresó.
—Lo siento, señor. En la guía no hay ningún teléfono con ese número.
Joe Pettigrew salió de la cabina justo a tiempo para evitar a una mujer con una bolsa de malla y aspecto de tener mucha prisa. La esquivó a tiempo por muy poco. Se marchó de allí con rapidez.
Podía ser un número que no estuviera en la guía. Tendría que habérsele ocurrido mucho antes. Tal como actuaba el profesor Bingo, seguro que tenía un número de los que no salen en la guía. Joe Pettigrew se paró en seco y alguien le dio una patada en un talón. Se quitó de en medio justo a tiempo.
No, aquello era una tontería. Él había marcado el número. Aunque el número no estuviera en la guía, la telefonista, sabiendo que él tenía el número y que el número era correcto, le habría dicho simplemente que volviera a marcar. Habría pensado que se había equivocado al marcar. O sea, que Bingo no tenía teléfono.
—Muy bien —dijo Joe Pettigrew—. Muy bien, Bingo. Puede que vaya a verte para hablar de esto. Puede que no necesite nada de dinero. Un hombre de tu edad debería saber que no se puede poner un teléfono falso en una tarjeta comercial. ¿Cómo esperas vender el producto si los clientes no pueden hablar contigo?
Todo esto lo dijo mentalmente. Después se dijo a sí mismo que a lo mejor estaba siendo injusto con el profesor Bingo. El profesor parecía un tipo bastante sibilino. Tendría alguna razón para hacer lo que hacía. Joe Pettigrew sacó la tarjeta y la volvió a mirar: edificio Blankey, 311, en North Wilcox. Joe Pettigrew nunca había oído hablar del edificio Blankey, pero eso no quería decir nada. Toda gran ciudad está llena de madrigueras de esa clase. No podía estar a más de ochocientos metros. Esa era más o menos la distancia a la zona de oficinas de Wilcox.
Echó a andar hacia el sur. El edificio tenía un número par, o sea que estaría en la acera este. Tenía que haberle pedido a la telefonista que comprobara la dirección, ya que no podía encontrar el nombre. Puede que la chica lo hubiera hecho y puede que le hubiera dicho que esperara sentado.
Encontró la manzana con bastante facilidad y encontró el número con mucha menos facilidad, pero lo hizo por un proceso de eliminación. No se llamaba edificio Blankey. Leyó una vez más la tarjeta para asegurarse. No, no se había equivocado. Aquella era la dirección correcta, pero no era un edificio de oficinas. Tampoco era una casa particular, ni una tienda.
Menudo sentido del humor tenía el profesor Augustus Bingo. Su dirección comercial resultó ser la comisaría de policía de Hollywood.
Además de los chicos de la policía científica, los fotógrafos y el tío que hacía el croquis a escala, indicando la posición de los muebles, ventanas y demás, había un teniente inspector y un sargento. Como eran de la división de Hollywood, los dos tenían un aspecto más vistoso que el que uno espera de los policías de paisano. Uno llevaba el cuello de su camisa deportiva por encima del cuello de la chaqueta de lana a cuadros escoceses. Vestía pantalones azul celeste y calzaba zapatos con hebillas doradas. Sus calcetines a rombos de colores brillaban en la oscuridad del armario ropero instalado bajo la escalera, entre la alcoba y el cuarto de baño. Había enrollado hacia atrás una alfombrilla cuadrada. Debajo había una trampilla con una anilla hundida. El hombre de los pantalones azules —que era el sargento, aunque parecía mayor que el teniente— tiró de la anilla y levantó la trampilla apoyándola contra la pared del fondo del armario. El espacio de abajo estaba medio iluminado por las rejillas de ventilación de las paredes de los cimientos. Había una escalera de madera basta apoyada en la pared de hormigón del sótano. El sargento, que se llamaba Rehder, colocó bien la escalera y bajó lo suficiente para ver lo que había bajo el suelo.
—Un sitio grande —dijo, hablando hacia arriba—. Aquí debió de haber una escalera antes de que pusieran el suelo de madera para hacer el armario. Pusieron la trampilla para llegar a las tuberías del agua y del gas, y al desagüe. ¿Crees que vale la pena mirar la instalación?
El teniente era un hombre corpulento y atractivo, con el cuerpo de un defensa de fútbol americano. Tenía los ojos oscuros y tristes. Se llamaba Waldman. Asintió distraídamente.
—Aquí está la base de la caldera del suelo —dijo Rehder. Levantó una mano y dio unos golpecitos; la plancha de hierro resonó—. Es lo que queda de la caldera. Y la debieron de instalar desde arriba. ¿Alguien ha mirado los conductos de ventilación?
—Sí —dijo Waldman—. Son lo bastante anchos, pero tres de ellos están cerrados con tablas y las tablas están pintadas. El de la parte de atrás de la casa está abierto, pero tiene dentro el contador del gas. Nadie puede pasar por ahí.
Rehder volvió a subir por la escalera y bajó la trampilla en el suelo del armario.
—Y también está esta alfombrita —dijo—. Sería difícil conseguir que se quedara en su sitio sin una arruga.
—Se limpió el polvo de las manos en la misma alfombrita y los dos salieron del ropero y cerraron la puerta. Pasaron al cuarto de estar y miraron a los de la científica alborotando de un lado a otro.
—Las huellas no van a decir nada —dijo el teniente, pasándose un dedo por el borde de la barbilla, a contrapelo de la oscura pero bien afeitada barba—. A menos que encontremos una superposición muy clara. O algo en una puerta o una ventana. Y ni siquiera eso sería concluyente. Al fin y al cabo, Pettigrew vive aquí. Es su casa.
—Me gustaría saber quién informó del disparo —dijo Rehder.
—Pettigrew, ¿quién si no? —Waldman seguía frotándose la barbilla; tenía los ojos tristes y somnolientos—. No me trago lo del suicidio. He visto muchísimos, y nunca he visto que un tío se pegara un tiro en el corazón a un metro de distancia por lo menos, más probablemente a metro y medio.
Rehder asintió. Estaba mirando la calefacción. Había una rejilla grande, parte en el suelo y parte en la pared.
—Pero supongamos que pudiera ser un suicidio —continuó Waldman—. La casa está toda cerrada. Todo menos la ventana por la que entraron los chicos del coche patrulla, y uno de ellos se quedó junto a ella hasta que llegamos nosotros. La puerta no solo está cerrada con llave, sino asegurada con un cerrojo que no está conectado con ella. Todas las ventanas están cerradas, y la única otra puerta, la que da a la antecocina del fondo de la casa, tiene un cerrojo por este lado que no se puede abrir desde allí, y una cerradura al otro lado que no se puede abrir desde aquí. O sea, que la evidencia física demuestra que Pettigrew no pudo acceder a estas habitaciones cuando se disparó el tiro.
—De momento —dijo Rehder.
—De momento, sí. Pero alguien oyó el disparo y alguien lo denunció. Ninguno de los vecinos lo ha oído.
—Eso dicen —aportó Rehder.
—Pero ¿por qué mentir después de que nosotros encontráramos los cadáveres? Antes sí, es posible, para no meterse en líos. Puedes pensar que el que lo oyó no quería ser testigo en una investigación o un juicio. Muchas personas no quieren, ya lo sé. Pero lo más probable es que les incordien mucho más si no oyeron nada (o creen que no lo oyeron) que si lo oyeron. Los investigadores van a seguir intentando conseguir que alguien recuerde algo que creía que había olvidado. Ya sabes que eso funciona muchas veces.
—Volvamos a Pettigrew —dijo Rehder. Tenía los ojos fijos en su compañero, muy atentos y con un leve brillo de triunfo, como si tuviera alguna idea secreta.
—Tenemos que sospechar de él —dijo Waldman—. Siempre hay que sospechar del marido. Tenía que saber que su mujer estaba tonteando con este Porter Green. Pettigrew no está fuera de la ciudad, ni nada de eso. El cartero le ha visto esta mañana. O salió antes del disparo, o salió después. Si fue antes, está limpio. Si salió después, aún es posible que no lo haya oído. Pero yo digo que lo oyó, porque tenía más posibilidades que ningún otro. Y si lo oyó, ¿qué crees que haría?
Rehder frunció el ceño.
—Nunca hacen lo más normal, ¿verdad que no? No. Lo normal sería que intentara entrar y entonces descubriera que no podía sin romper algo. Entonces llamaría a la policía. Pero este tío vive en la misma casa donde su mujer se la está jugando con el inquilino. O bien es un tío más frío que un pez muerto, y no le importa un pepino…
—Ya ha ocurrido antes —intercaló Waldman.
—… o bien se siente humillado y bastante furioso por dentro. Cuando oye el tiro, sabe perfectamente que le habría gustado dispararlo él. Y sabe que lo más probable es que nosotros pensemos lo mismo. Así que sale, nos llama desde una cabina y desaparece. Cuando vuelva a casa, será el hombre más sorprendido del mundo.
Waldman asintió.
—Pero hasta que podamos interrogarle, eso no significa nada. Ha sido pura casualidad que nadie lo viera salir, pura casualidad que nadie haya informado del disparo. Él no podía contar con eso y, por lo tanto, no podía escudarse fingiendo no saber nada. Si es un suicidio, yo digo que no oyó el disparo y no intentó entrar. Se ha marchado antes o después, y no sabe nada de ninguna muerte.
—Pero es que no es un suicidio —dijo Rehder—. Por eso tenía que marcharse de aquí y dejarlo todo cerrado. Muy bien. ¿Cómo lo hizo?
—Eso. ¿Cómo?
—La calefacción del suelo. Calienta también el pasillo. ¿No te has fijado? —preguntó Rehder, con aire triunfal.
La mirada de Waldman saltó a la caldera y volvió a Rehder.
—¿De qué tamaño es el tío? —preguntó.
—Uno de los muchachos ha mirado su ropa, en el piso de arriba. Uno setenta y cinco, unos setenta kilos, zapatos del 42, camisas del 38, traje del 39. Lo bastante pequeño. Esa pieza detrás de la rejilla vertical cuelga solo de una varilla. Miramos a ver si hay huellas y después la quitamos.
—No estarás intentando tomarme el pelo, ¿eh, Max?
—Ya sabes que no, teniente. Si es homicidio, el tío tuvo que salir de la habitación. No existen los asesinatos en cuarto cerrado. Nunca han existido.
Waldman suspiró y miró la mancha en la moqueta, junto a la esquina de la mesa de cóctel.
—Supongo que no —dijo—. Pero parece una lástima que no podamos tener uno.
A las tres menos dieciséis minutos, Joe Pettigrew bajaba por un sendero en una parte tranquila del cementerio de Hollywood. No es que el resto no estuviera tranquilo, pero aquello estaba lejos y olvidado. La hierba era verde y fresca. Había un pequeño banco de piedra. Se sentó en él y miró un monumento de mármol que había enfrente. Parecía caro. Se veía que las letras habían sido doradas. Leyó el nombre. Se remontaba a mucho tiempo atrás, a un encanto perdido, a los tiempos en que las estrellas de la pantalla vivían como califas orientales y morían como príncipes de sangre real. Era un lugar sencillo para un hombre que había sido tan famoso. No se parecía a aquel falso semiparaíso del otro lado del río.
Mucho tiempo atrás, en un mundo corrupto y perdido. Ginebra de fabricación casera, guerras de bandas, cuentas con intereses del diez por ciento, fiestas donde todos acababan comatosos como cosa normal. Humo de puros en los teatros. Todo el mundo fumaba puros en aquellos tiempos. Había siempre una densa nube flotando sobre los palcos del entresuelo. La corriente la arrastraba hacia el escenario. Él podía olerla mientras se balanceaba a cinco metros de altura en una bicicleta con ruedas como sandías. Joe Meredith, el Payaso Ciclista. Y era bueno. Nunca había sido cabeza de cartel —era imposible con aquel tipo de número—, pero había estado muy por encima de los acróbatas. Actuaba solo. Una de las mejores caídas del oficio. Parece fácil, ¿a que sí? Intentadlo alguna vez y veréis lo fácil que es. Cinco metros y caer sobre la nuca en un escenario duro, y rodar con suavidad hasta quedar de pie con el sombrero todavía en la cabeza y veinte centímetros de cigarro encendido encajados en la comisura de la enorme boca pintada.
Se preguntó qué ocurriría si lo intentaba ahora. Probablemente se rompería cuatro costillas y se perforaría un pulmón.
Un hombre venía por el sendero. Uno de esos jovencitos de aspecto duro que van sin chaqueta haga el tiempo que haga. Veinte o veintiún años, demasiado pelo negro no muy limpio, ojos negros, estrechos e inexpresivos, piel aceitunada oscura, camisa abierta sobre un pecho duro y sin pelo.
Se detuvo delante del banco y midió a Joe Pettigrew con un rápido barrido de la mirada.
—¿Tiene una cerilla?
Joe Pettigrew se puso en pie. Ya era hora de ir a casa. Sacó del bolsillo una carterita de cerillas y se la ofreció.
—Gracias.
El chico sacó un cigarrillo suelto del bolsillo de la camisa y lo encendió despacio, moviendo los ojos de un lado a otro. Al devolverle las cerillas con la mano izquierda miró por encima del hombro, una mirada rápida. Joe Pettigrew estiró la mano hacia las cerillas. El chico metió rápidamente la mano derecha dentro de su camisa y sacó un revólver corto.
—Ahora la cartera, colega, y sácala…
Joe Pettigrew le dio una patada en la entrepierna. El muchacho se dobló y empezó a sudar. No emitía ningún sonido. Su mano aún empuñaba el revólver, pero no apuntaba. Menudo chico duro. Joe Pettigrew dio un paso y le quitó el revólver de la mano de una patada. Lo recogió antes de que el chico se moviera.
Ahora el chico respiraba con fuertes jadeos. Parecía muy enfermo. Joe Pettigrew sintió un poco de lástima. Era su momento. Podía decir lo que quisiera. No tenía nada que decir. El mundo estaba lleno de chicos duros. Era su mundo, el mundo de Porter Green.
Era hora de ir a casa. Echó andar por el sendero soleado, sin mirar atrás. Cuando llegó a un pulcro cubo verde de basura, tiró dentro el revólver. Entonces miró atrás, pero el chico ya no estaba a la vista. Probablemente iba andando deprisa para alejarse, y gimiendo al andar. Tal vez incluso corriendo. ¿Adónde corres cuando has matado a un hombre? A ninguna parte. Vuelves a casa. Huir corriendo es un asunto complicado. Se necesita reflexión y preparación. Se necesita tiempo, dinero y ropa.
Le dolían las piernas. Estaba cansado. Pero ahora podía tomarse un café y coger el autobús. Tendría que haber esperado y pensárselo bien. La culpa era del profesor Augustus Bingo. Había hecho que pareciera muy fácil, como un atajo que no salía en el mapa. Lo tomabas y después descubrías que el atajo no llevaba a ninguna parte, solo terminaba en un patio con un perro feroz. Y entonces, si eras muy rápido y tenías mucha suerte, le pegabas una patada en el sitio adecuado al perro feroz y te volvías por donde habías venido.
Metió la mano en el bolsillo y sus dedos tocaron el paquete del producto del profesor Bingo: un poco arrugado y medio vacío, pero todavía utilizable si era capaz de encontrarle alguna utilidad, cosa que ahora era improbable.
Era una lástima que el profesor Bingo no hubiera puesto su verdadera dirección en la tarjeta. A Joe Pettigrew la habría gustado hacerle una visita y retorcerle el cuello. Un tipo como aquel podía hacer mucho daño en el mundo. Más daño que cien Porter Green.
Pero un personaje tan hábil como el profesor Bingo sabría todo aquello de antemano. Aunque tuviera una oficina, no lo encontrarías allí a menos que él quisiera que lo encontraras.
Joe Pettigrew siguió andando.
El teniente Waldman lo vio y lo identificó a tres casas de distancia, mucho antes de que doblara por el sendero. Tenía exactamente la pinta que Waldman había esperado, la cara macilenta, el pulcro traje gris, la manera exacta y precisa de moverse. El peso y la constitución adecuados.
—Muy bien —dijo, levantándose de una butaca junto a la ventana—. No te pongas bruto, Max. Hay que sondearlo despacio.
Habían mandado el coche de policía a la vuelta de la esquina. La calle estaba otra vez tranquila. Nada llamaba la atención. Joe Pettigrew entró en el sendero y se dirigió al porche. Se detuvo a mitad de camino, se metió en el césped y sacó una navajita. Se agachó y cortó un diente de león justo por debajo de la superficie. Dobló con cuidado la navaja después de limpiarla en la hierba y se la guardó en el bolsillo. Tiró el diente de león hacia la esquina de la casa, fuera de la vista de los hombres que lo observaban.
—No me lo creo —dijo Rehder en un susurro áspero—. No es posible que ese tío se haya cargado a alguien hoy.
—Está viendo la ventana —dijo Waldman, retrocediendo hacia la sombra sin moverse demasiado rápido. Las luces de la habitación estaban apagadas y la radio llevaba mucho tiempo callada. Joe Pettigrew estaba mirando la ventana rota que estaba justo delante de su posición en el césped. Caminó un poco más deprisa hasta el porche y se detuvo. Extendió la mano y tiró de la persiana lo suficiente para comprobar que estaba suelta. Soltó la persiana y se enderezó. Su cara mostraba una expresión de extrañeza. Después se dirigió rápidamente hacia la puerta.
La puerta se abrió cuando él llegaba. Waldman estaba dentro, mirándolo muy serio.
—Supongo que es usted el señor Pettigrew —dijo educadamente.
—Sí, soy Pettigrew —le respondió la cara macilenta e inexpresiva—. ¿Quién es usted?
—Un agente de policía, señor Pettigrew. Me llamo Waldman, teniente Waldman. Pase, por favor.
—¿Policía? ¿Ha entrado alguien a robar? La ventana…
—No, no es un robo, señor Pettigrew. Ahora se lo explicaremos todo.
Se apartó de la puerta y Joe Pettigrew entró pasando junto a él. Se quitó el sombrero y lo colgó, como hacía siempre.
Waldman se le acercó y le pasó rápidamente las manos sobre el cuerpo.
—Disculpe, señor Pettigrew. Es parte de mi trabajo. Este es el sargento Rehder. Somos de la división de Hollywood. Pasemos al cuarto de estar.
—Ese no es nuestro cuarto de estar —dijo Joe Pettigrew—. Esta parte de la casa está alquilada.
—Lo sabemos, señor Pettigrew. Usted siéntese y tómeselo con calma.
Joe Pettigrew se sentó y se echó atrás en el asiento. Sus ojos exploraron la habitación. Vio las marcas de tiza y los polvos. Se echó hacia delante de nuevo.
—¿Qué es eso? —preguntó bruscamente.
Waldman y Rehder lo miraron con expresiones firmes, sin sonreír.
—¿A qué hora ha salido usted hoy? —preguntó Waldman, echándose hacia atrás con naturalidad y encendiendo un cigarrillo. Rehder estaba sentado, encorvado hacia delante en la mitad delantera de una silla, con la mano derecha floja sobre la rodilla. Su pistola estaba en una funda corta de cuero dentro de su bolsillo lateral derecho. Nunca le habían gustado las fundas sobaqueras. No parecía que hiciera falta una pistola para reducir al tal Pettigrew, pero nunca se sabe.
—¿A qué hora? No me acuerdo. Hacia el mediodía, más o menos.
—¿Para ir adónde?
—A pasear, nada más. Estuve un rato en el cementerio de Hollywood. Mi primera esposa está enterrada allí.
—Ah, su primera esposa —dijo Waldman con naturalidad—. ¿Y tiene alguna idea de dónde está su esposa actual?
—Habrá salido con el inquilino. Un tío que se llama Porter Green —dijo Joe Pettigrew con calma.
—Así tal cual, ¿eh? —dijo Waldman.
—Así tal cual. —Los ojos de Pettigrew se dirigieron de nuevo al suelo, donde estaban las marcas de tiza y la mancha oscura en la moqueta—. Ahora supongamos que me dicen…
—Dentro de un momento —le cortó Waldman, bastante más seco—. ¿Tenía usted algún motivo para llamar a la policía? ¿Desde aquí o cuando estaba fuera?
Joe Pettigrew negó con la cabeza.
—Si los vecinos no se quejan, ¿por qué voy a hacerlo yo?
—No entiendo —dijo Rehder—. ¿De qué habla?
—Hacían mucho ruido, ¿no? —preguntó Waldman, que sí había entendido.
Pettigrew asintió de nuevo.
—Pero tenían todas las ventanas cerradas.
—¿Con pestillo? —preguntó Waldman como si tal cosa.
—Cuando un poli empieza a ponerse sutil —respondió Joe Pettigrew, también como si tal cosa—, es una risa. ¿Cómo voy a saber si las ventanas estaban cerradas con pestillo?
—Dejaré de ser sutil, si eso le molesta, señor Pettigrew. —Ahora Waldman tenía una sonrisa dulce y triste en la cara—. Las ventanas estaban cerradas con pestillo. Por eso los agentes del coche patrulla tuvieron que romper el cristal para entrar. Y ahora llegamos a por qué tuvieron que entrar, señor Pettigrew.
Joe Pettigrew se limitó a mirarlo fijamente. No les contestes, pensó, y empezarán a contártelo. Si de algo son incapaces, es de quedarse callados. Les encanta oírse hablar. No dijo nada. Waldman continuó:
—Alguien nos llamó y dijo que había oído un tiro en esta casa. Pensábamos que tal vez hubiera sido usted. No sabemos quién ha sido. Los vecinos dicen que no han oído nada.
Ahora es cuando puedes meter la pata, se dijo Joe Pettigrew. Ojalá pudiera hablar con Joseph. Tengo la mente clara. Estoy bien, pero estos tíos no son tontos. Sobre todo el de la voz suave y los ojos de judío. Nadie que sea tan tonto lleva una placa. Es un tío simpático, pero no engaña a nadie. Llego a casa y la poli está dentro, y alguien ha llamado hablando de tiros, y la ventana de delante está rota y la habitación la han repasado tanto que parece cansada. Y ahí hay una mancha que podría ser sangre. Y esas marcas de tiza podrían ser el contorno de un cuerpo. Y Gladys no está, y Porter Green tampoco. A ver: ¿cómo actuaría yo si no supiera nada? A lo mejor no me importa. Seguro que no. No me importa lo que piensen estos pájaros. Porque en cuanto no quiera estar aquí, no tengo por qué seguir aquí. Pero espera un momento. Así no se arregla nada. Es homicidio y suicidio. Tiene que ser eso, porque no puede ser otra cosa. No me voy a olvidar de eso. Si es homicidio y suicidio, no me importa estar aquí. Estoy bien.
—Un pacto de suicidio —dijo en voz alta, como si lo estuviera pensando—. Porter Green no parecía de ese tipo. Y mi mujer, tampoco… Gladys… Demasiado superficial y demasiado egoísta.
—Nadie ha dicho nada de que haya muerto alguien —replicó Rehder en tono áspero.
Este es un poli auténtico, pensó Joe Pettigrew. Como los de las películas. Este no me preocupa. No le gusta que nadie tenga una idea o haga una deducción obvia. Lo que ha dicho es el comentario más tarugo que he oído en mi vida.
—¿Acaso puede ser más obvio? —dijo en voz alta.
Waldman sonrió levemente.
—Solo se ha oído un disparo, señor Pettigrew. Si es que el informante oyó correctamente. Y francamente, como no sabemos quién fue el informante, no hemos podido interrogarlo. Pero no ha sido un pacto de suicidio, eso se lo puedo asegurar. Y como he dejado de ser sutil (aunque creo que usted no), permítame decirle de una vez que los agentes de patrulla encontraron a Porter Green muerto donde se ven esas marcas. El pecho estaba donde se ve esa mancha de sangre. Sangró muy poco. Le dispararon en el corazón, con mucha puntería, a una distancia que hace muy improbable el suicidio. Antes de eso, había estrangulado a su esposa, después de una lucha bastante violenta.
—No conocía a las mujeres tan bien como creía —dijo Joe Pettigrew.
—El tío está temblando de emoción —intervino Rehder en tono desagradable—. Como un ciervo de hierro en el césped de un jardín.
Waldman hizo un gesto con la mano, manteniendo la sonrisa en su rostro.
—Esto no es una actuación, Max —dijo sin mirar a su compañero—. Aunque ya sé que tú actúas muy bien. El señor Pettigrew es un hombre muy inteligente y sereno. No sabemos mucho de su vida hogareña, pero sabemos lo suficiente para sospechar que no era feliz. No finge falso dolor. ¿Verdad, señor Pettigrew?
—Exacto.
—Eso me pareció. Además, como no es un idiota, Max, el señor Pettigrew sabe perfectamente, por el aspecto de esta habitación, por nuestra presencia aquí y por nuestro comportamiento, que aquí ha pasado algo grave. Incluso puede que esperara que ocurriera algo por el estilo.
Joe Pettigrew negó con la cabeza.
—Uno de sus amigos le pegó una vez —dijo con calma—. Ella le decepcionó. Los decepcionaba a todos. El tío incluso quiso pegarme a mí.
—¿Por qué no lo hizo? —peguntó Waldman, como si la situación fuese la cosa más natural del mundo: una esposa como Gladys, un marido como Joe Pettigrew y un inquilino como Porter Green o un facsímil razonable de Porter Green.
Joe Pettigrew sonrió aún más levemente que como había sonreído Waldman. Esto era algo de lo que ellos no iban a enterarse. Sus habilidades físicas, que casi nunca utilizaba, y solo en momentos decisivos. Algo que tenía en reserva, como lo que quedaba de la muestra de rapé del profesor Bingo.
—Probablemente pensó que no valía la pena —respondió.
—Es usted todo un hombre, ¿eh, Pettigrew? —dijo Rehder con desprecio. En él iba creciendo un cierto sabor a asco masculino, como bilis.
—Como iba diciendo —continuó Waldman apaciblemente—, por el aspecto de las cosas, cuando llegamos aquí pudimos suponer una escena bastante violenta. La cara del hombre estaba muy arañada y la mujer estaba muy golpeada, además de las señales habituales de estrangulamiento, lo que nunca es agradable para un hombre sensible. ¿Es usted un hombre sensible, señor Pettigrew? Aunque lo sea, va a tener que identificar el cadáver.
—Es el primer comentario malicioso que hace, teniente.
Waldman se sonrojó. Se mordió el labio. Él mismo era un hombre muy sensible. Pettigrew tenía razón.
—Lo siento —dijo, como si lo pensara sinceramente—. Ahora comprende usted lo que nos encontramos aquí. Dado que es usted el marido, y dado que hasta ahora, que nosotros sepamos, no está claro a qué hora salió de la casa, normalmente sería usted sospechoso de una de estas muertes, y puede que de las dos.
—¿De las dos? —preguntó Joe Pettigrew. Esta vez mostró auténtica sorpresa y al instante supo que era un error. Procuró corregirlo—. Ah, ya veo lo que quiere decir. Los arañazos de la cara de Porter Green… y los golpes en el cuerpo de mi mujer, como usted ha dicho… no demuestran que él la estrangulara. Yo podría haberle pegado un tiro a él y después estrangularla a ella… mientras estaba inconsciente o indefensa por la paliza.
—Este tío no tiene ninguna emoción —dijo Rehder con una especie de asombro.
—Tiene emociones, Max —dijo Waldman suavemente—. Pero ha vivido con ellas mucho tiempo. Están muy adentro. ¿Tengo razón, señor Pettigrew?
Joe Pettigrew dijo que tenía razón. No creía que hubiera corregido del todo el error, pero era posible que sí.
—Desde luego, la herida de Porter Green no era una típica herida de suicidio —continuó Waldman—. No lo sería, ni aunque nos imagináramos un hombre decidiendo fría y tranquilamente matarse por lo que le parecían buenas razones… si es que hay algún suicidio frío y tranquilo. Algunos lo parecen. Pero un hombre que acaba de pasar por una escena violenta… Para que un hombre en ese estado mental empuñe una pistola tan lejos de su cuerpo como pueda y se apunte al corazón deliberadamente y con precisión, y apriete el gatillo… Eso no se lo cree nadie, señor Pettigrew. Nadie.
—Así que lo hice yo —dijo Pettigrew, y miró directamente a los ojos de Waldman.
Waldman lo miró a él y después se volvió para apagar su cigarrillo en un cenicero de cristal ámbar. Lo aplastó frotando de un lado a otro hasta que la colilla quedó sin forma. Habló sin mirar a Pettigrew, un hombre pensando en voz alta, perfectamente relajado mientras pensaba.
—Hay dos objeciones a eso. Es decir, las había. Primero, las ventanas estaban cerradas, todas las ventanas. La puerta de esta habitación estaba cerrada y, aunque usted tuviera una llave, porque la casa es suya… ah, por cierto, supongo que la casa es suya.
—La casa es mía —dijo Pettigrew.
—Su llave no abriría esta puerta porque tiene un cerrojo que es independiente de la cerradura. La puerta que da a su cocina no se puede abrir por el otro lado si no se corre un pestillo por este lado. Hay una trampilla que da al sótano, pero no lleva fuera de la casa por ningún sitio. Lo hemos comprobado. Así que al principio pensamos que nadie habría podido matar a Porter Green aparte de él mismo, porque nadie habría podido salir de la habitación después de matarlo y dejarla cerrada como estaba. Pero hemos encontrado una solución a eso.
Joe Pettigrew sintió un ligero picor en la piel de sus sienes. Sentía que tenía la boca seca, y dentro de ella la lengua parecía grande y rígida. Había estado a punto de perder el control. Había estado a punto de decir «no es posible». Es que no era posible. Si lo fuera, todo el asunto sería de risa. ¿Por qué demonios me iba a quedar por dentro de la ventana, esperando a que el policía rompiera el cristal y entrara, y después quedarme a su espalda, a menos de tres metros, salir a ese porche y marcharme de puntillas, lejos y más lejos? ¿Por qué iba a molestarme con todo eso y todo lo demás, esquivando gente por las calles, privándome de café y no pudiendo ir a ningún sitio, no pudiendo hablar con nadie, por qué iba a hacer todo eso si hubiera una manera de salir de la habitación que un par de pies planos pudiera descubrir?
No lo dijo. Pero decirlo mentalmente le hizo algo a su cara. Rehder se inclinó hacia delante un poco más y su lengua asomó la punta entre sus dientes. Waldman suspiró. Tenía gracia que ni a él ni a Max se les hubiera ocurrido que el asesino hubiera matado a los dos.
—La calefacción —dijo con voz fría y distante.
Pettigrew miró bien, girando la cabeza poco a poco para fijar la vista en la rejilla de la calefacción del suelo, en las dos rejillas, una horizontal y otra vertical, encajadas en la pared entre la habitación y el vestíbulo.
—La calefacción —dijo, volviendo a mirar a Waldman—. ¿Por qué la calefacción?
—Servía para calentar el vestíbulo además de esta habitación, probablemente pensando que el calor subiría a la parte alta de la casa. Entre las dos partes de la calefacción… es decir, entre las dos habitaciones, hay una plancha de hierro que cuelga de una barra. Sirve para desviar el calor hacia donde uno quiera. Bloquea cualquiera de las rejillas verticales, enviando la mayor parte del calor hacia una salida, o puede quedarse derecha, como la encontramos, y entonces el calor va en las dos direcciones.
—¿Y un hombre puede pasar por ahí? —preguntó Pettigrew, extrañado.
—Cualquier hombre, no. Pero usted podría. La plancha es fácil de mover. Lo hemos comprobado. Uno de nuestros técnicos se metió por ahí. Hay un espacio de unos treinta por cincuenta centímetros. De sobra para usted, señor Pettigrew.
—Así que los maté a los dos y salí por ahí —dijo Joe Pettigrew—. Qué listo soy. Listo de verdad. Y después volví a colocar la rejilla.
—Eso no tiene ninguna dificultad. No están atornilladas, se mantienen en posición por su peso. Lo hemos comprobado, señor Pettigrew. Lo sabemos. —Se revolvió el cabello oscuro y ondulado—. Por desgracia, esa no es una solución completa.
—¿No? —Había una palpitación en las sienes de Pettigrew. Una pequeña palpitación, dura, irritada y martilleante. Estaba cansado. El largo cansancio acumulado de muchos cansancios pequeños. Sí, estaba ya muy cansado. Se metió la mano en un bolsillo y palpó la abollada caja de rapé envuelta en la toalla de papel.
Los dos policías se pusieron tensos. La mano de Rehder voló hacia su cadera. Apoyó su peso hacia delante, sobre los pies.
—Es solo rapé —dijo Joe Pettigrew.
Waldman se puso en pie.
—Yo me haré cargo de eso —dijo cortante, alzándose sobre Joe Pettigrew.
—Es solo rapé. Inofensivo. —Joe Pettigrew abrió el paquete y dejó caer al suelo el trozo de toalla de papel. Levantó la arrugada tapa de la caja. Tocó con el dedo la cucharada de polvo blanco que quedaba. Dos buenos pellizcos, y nada más. Dos aplazamientos.
Dio la vuelta a la mano y dejó caer el polvo al suelo.
—Nunca he visto rapé de este color —dijo Waldman. Cogió la caja vacía. La escritura en la tapa aplastada estaba borrosa por la suciedad. Se podía leer, pero no a la primera.
—Es rapé, de verdad —aclaró Joe Pettigrew—. No es veneno. Por lo menos, no es de la clase que usted piensa. Ya no lo quiero. ¿Cómo es el resto de su análisis, teniente?
Waldman retrocedió, apartándose de él, pero no se volvió a sentar.
—La otra objeción a la idea del asesinato es que no tenía sentido, si fue Green el que estranguló a su mujer. Hasta que usted lo mencionó, no se me había ocurrido nada más. Eso lo convierte en un hombre razonablemente listo, señor Pettigrew. Si las marcas de dedos en el cuello de ella (que son muy claras y serán aun más claras) son de sus manos, ya no hay más que decir.
—No lo son —dijo Joe Pettigrew, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba—. Usted mismo lo puede ver. Las manos de Porter Green son el doble de grandes que las mías.
—Si es así, señor Pettigrew —y la voz de Waldman empezó a subir de tono y volumen mientras hablaba—, y su mujer estaba ya muerta y usted mató a Porter Green, no solo fue una tontería por su parte salir huyendo y hacer una llamada telefónica anónima, porque aunque hubiera usted cometido un asesinato premeditado, ningún jurado le condenaría ni siquiera por homicidio. Tenía una defensa perfecta: legítima defensa…
Waldman estaba hablando en voz muy alta y clara, pero sin gritar, y Rehder lo miraba con admiración, a su pesar.
—Si usted, simplemente, hubiera cogido el teléfono y hubiera llamado a la policía diciendo que le pegó un tiro porque oyó gritos y bajó aquí con una pistola, y este hombre estaba medio desnudo, con sangre por toda la cara a causa de los arañazos, y que se lanzó contra usted y usted… —la voz de Waldman se fue apagando— lo mató por puro instinto… Cualquiera le habría creído —terminó en voz baja.
—No vi los arañazos hasta después de dispararle —dijo Joe Pettigrew.
En la habitación se hizo un silencio mortal. Waldman se quedó plantado con la boca abierta, sus últimas palabras colgando de los labios. Rehder se puso a reír. Echó de nuevo la mano hacia atrás y sacó su arma de la funda.
—Me daba vergüenza —dijo Joe Pettigrew—. Me daba vergüenza mirarle a la cara. Vergüenza ajena. Ustedes no lo entenderían. No han vivido con ella.
Waldman se quedó callado, con la barbilla gacha y los ojos preocupados. Dio un paso adelante.
—Me temo que esto es todo, señor Pettigrew —dijo en voz baja—. Ha sido interesante y un poco doloroso. Ahora vamos adonde tenemos que ir.
Joe Pettigrew soltó una risa estridente. Fue solo un momento. Waldman tapaba a Rehder con su cuerpo. Joe Pettigrew se levantó de la silla moviéndose de lado y pareció que se retorcía en el aire como un gato tirado desde lo alto. Ya estaba en la puerta.
Rehder le gritó dándole el alto. Después, con demasiada prisa, disparó. El tiro empujó a Joe Pettigrew al otro lado del pasillo. Chocó con la pared de enfrente, dejó caer los brazos y medio se dio la vuelta. Quedó sentado, con la espalda contra la pared y la boca y los ojos abiertos.
—Menudo tipo —dijo Rehder, pasando con las piernas rígidas junto a Waldman—. Apuesto a que se los cargó a los dos, teniente.
Se agachó, se volvió a incorporar y dio media vuelta, apartando la pistola.
—No va a hacer falta ambulancia —dijo escuetamente—. No pretendía que pasara esto. Tú me lo has puesto difícil.
Waldman se quedó plantado en el umbral. Encendió otro cigarrillo. La mano le temblaba un poco. Se la miró mientras sacudía la cerilla para apagarla.
—¿Se te ha ocurrido pensar que a pesar de todo podía ser completamente inocente?
—Ni hablar, teniente. Ni la menor posibilidad. He visto demasiados.
—Demasiado de algo —dijo Waldman, distante. Sus ojos oscuros estaban fríos y furiosos—. Me viste cachearlo. Sabías que no estaba armado. ¿Hasta dónde habría podido llegar corriendo? O sea, que lo has matado porque te gusta lucirte. Por ninguna otra razón.
Pasó junto a Rehder, salió al pasillo y se agachó ante Joe Pettigrew. Le metió una mano bajo la chaqueta y le palpó el corazón. Se incorporó y dio media vuelta.
Rehder estaba sudando. Tenía los ojos entornados y toda su cara parecía antinatural. Todavía tenía la pistola en la mano.
—No te vi cachearlo —dijo con voz pastosa.
—O sea, que piensas que soy idiota —replicó Waldman fríamente—. Aunque no estuvieras mintiendo… pero estás mintiendo.
—Eres mi superior —afirmó Rehder con un áspero crujido en la voz—, pero no puedes llamarme mentiroso, colega.
Levantó un poco la pistola. Waldman torció un labio con desprecio. No dijo nada. Al cabo de un momento, poco a poco, Rehder abrió la recámara de su pistola, sopló por el cañón y después se la guardó.
—He cometido un error —dijo con voz forzada—. Cuéntalo como te parezca. Y será mejor que te busques otro compañero. Sí, me he precipitado al disparar. Y el tío podría haber sido inocente, como tú dices. Y de todos modos, estaba loco. Lo más que habrían hecho habría sido internarlo. Un año, nueve meses. Y al salir habría vivido feliz sin Gladys. Lo he estropeado todo.
Waldman habló casi con suavidad:
—Loco en cierto sentido, eso sin duda. Pero se había propuesto matarlos a los dos. Todo este montaje lo indica. Los dos lo sabemos. Y no salió por el conducto de la calefacción.
—¿Eh? —A Rehder le saltaron los ojos y se le abrió la boca de golpe.
—Estaba observándole cuando le hablé de ello. Eso, Max, fue la única cosa que le dijimos que de verdad le sorprendió.
—Tuvo que salir por ahí. No había otro camino.
Waldman asintió y después se encogió de hombros.
—Di más bien que no hemos encontrado otro camino… y ahora ya no tenemos que hacerlo. Voy a llamar.
Pasó de largo junto a Rehder, entró en el cuarto de estar y se sentó al lado del teléfono.
Sonó el timbre de la puerta de la calle. Rehder miró a Joe Pettigrew y después la puerta. Caminó sin hacer ruido por el pasillo. Se detuvo ante la puerta y la abrió unos quince centímetros, sujetándola en esa posición. Ante su vista estaba un hombre alto, anguloso y de aspecto marchito, con un sombrero de copa y una capa de ópera, aunque Rehder no sabía exactamente qué era una capa de ópera. El hombre estaba pálido y tenía unos ojos negros muy hundidos. Se quitó el sombrero e hizo una pequeña reverencia.
—¿El señor Pettigrew?
—Está ocupado. ¿De parte de quién?
—Esta mañana le dejé una pequeña muestra de una nueva clase de rapé. Me preguntaba si le habría gustado.
—No quiere rapé —dijo Rehder. Vaya pajarraco más raro. ¿De dónde habría salido? Más valía analizar los polvos, por si eran cocaína.
—Bueno, si quisiera, ya sabe dónde encontrarme —dijo educadamente el profesor Bingo—. Buenas tardes tenga usted.
Se tocó el ala del sombrero y se retiró. Caminaba despacio, con mucha dignidad. Cuando hubo dado tres pasos, Rehder habló con su ruda voz de policía, que ya no utilizaba tanto como en otros tiempos.
—Venga aquí un momento, doc. A lo mejor queremos hablar con usted sobre ese rapé. A mí no me ha parecido rapé.
El profesor Bingo se detuvo y dio media vuelta. Ahora tenía los brazos bajo la capa de ópera.
—¿Y usted quién es? —le preguntó a Rehder con displicente insolencia.
—Agente de policía. Ha habido un homicidio en esta casa. Puede que ese rapé…
El profesor Bingo sonrió.
—Yo solo trato con el señor Pettigrew, agente.
—¡Vuelva aquí! —ladró Rehder, abriendo la puerta de un tirón. El profesor Bingo miró hacia el pasillo. Frunció los labios. Por lo demás, no se movió.
—Vaya, ese que está en el suelo parece el señor Pettigrew —dijo—. ¿Está enfermo?
—Peor. Está muerto. Y como le digo… vuelva aquí.
El profesor Bingo sacó una mano de debajo de la capa. No había ningún arma en ella. Rehder ya había hecho un movimiento hacia su cadera. Se relajó y dejó caer la mano.
—Muerto, ¿eh? —El profesor Bingo sonrió casi con alegría—. Bueno, no deje que eso le inquiete, agente. Supongo que alguien le disparó cuando trataba de escapar, ¿no?
—¡Venga aquí! —Rehder empezó a bajar los escalones.
El profesor Bingo hizo un gesto con su larga y blanca mano derecha.
—Pobre señor Pettigrew. En realidad llevaba diez años muerto. Solo que él no lo sabía, agente.
Rehder ya estaba al pie de los escalones. Su mano ardía en deseos de sacar otra vez la pistola. En los ojos del profesor Bingo había algo que le hacía sentir frío en todo el cuerpo.
—Supongo que han tenido un buen problema ahí dentro —dijo educadamente el profesor Bingo—. Un problema de los buenos. Pero en realidad es muy sencillo.
Su mano derecha salió delicadamente de debajo de la capa. El pulgar y el índice estaban juntos y apretados. Subieron hacia su cara.
El profesor Bingo tomó una pizca de rapé.