El jade del mandarín

1

300 kilates de Fei Tsui

Estaba fumándome una pipa y haciendo muecas a mi nombre, visto del revés en el cristal de la puerta, cuando me llamó Violets M’Gee. Llevaba una semana sin pillar ningún trabajo.

—¿Qué tal marcha el negocio de sabueso? —preguntó Violets, que es un detective de la Brigada de Homicidios de la oficina del sheriff—. Seguro que te pasas el día paseando por la playa. ¿Te apetece hacer de guardaespaldas?

—Cualquier cosa por la que paguen un dólar —respondí—. Excepto asesinatos. Por eso cobro tres cincuenta.

—Y apuesto a que lo haces a conciencia. Tengo un trabajito, John.

Me dio el nombre, la dirección y el teléfono de un tipo llamado Lindley Paul, que vivía en Castellamare, hacía mucha vida social, iba a todas partes menos a trabajar, vivía solo con un sirviente japonés y conducía un coche muy grande. En la oficina del sheriff no tenían nada contra él, excepto que se divertía demasiado.

Castellamare estaba dentro de los límites de la ciudad, pero no lo parecía. Consistía en un par de docenas de casas de diversos tamaños, colgadas por las pestañas de la ladera de un monte, y que daban la impresión de que un buen estornudo podía hacerlas caer entre los merenderos de la playa. En lo alto de la carretera había un café y más allá un arco de cemento que, en realidad, era un paso elevado para peatones. A partir de allí, una escalinata de hormigón blanco subía, recta como una regla, por la ladera de la montaña.

El señor Lindley Paul me había dicho por teléfono que la Quinonal Avenue era la tercera calle según se subía, si no me importaba tener que andar. Explicó que aquel era el modo más fácil de llegar a su casa por primera vez, ya que las calles estaban diseñadas siguiendo un patrón de curvas interesante pero bastante intrincado. Se habían dado casos de personas que habían estado varias horas dando vueltas por ellas sin avanzar más que una lombriz en un bote de cebo para pescar.

De modo que aparqué mi viejo Chrysler azul al pie del monte y subí andando. La tarde era agradable y todavía se veían algunos reflejos en el agua cuando inicié el ascenso. Cuando llegué arriba, habían desaparecido por completo. Me senté en el último escalón, me froté los músculos de las piernas y esperé a que mi pulso bajara a menos de quinientas pulsaciones. A continuación, me despegué la camisa de la espalda y proseguí hacia la casa, que era la única que se veía delante.

Era una casa bastante bonita, pero no parecía la casa de gente verdaderamente rica. Una escalera de hierro manchada de salitre subía hasta la puerta principal. El garaje estaba debajo de la casa, y en él había un coche negro tan grande como un barco de guerra, un inmenso cacharro aerodinámico bajo cuya capota cabían tres coches normales, con una cola de coyote atada a la tapa del radiador. Daba la impresión de haber costado más que la casa.

El hombre que me abrió la puerta en lo alto de la escalera de hierro vestía un traje de franela blanca con un pañuelo de raso violeta anudado descuidadamente por dentro del cuello de la camisa. Tenía el cuello suave y moreno, como el de una mujer muy fuerte. Los ojos eran claros, de un azul verdoso, del color del aguamarina; las facciones tirando a toscas, pero atractivas; tres mechones de espeso cabello rubio, peinados con esmero, le caían sobre la frente morena y sin arrugas. Medía un dedo más que yo —es decir, uno ochenta y cinco— y, en general, tenía el aspecto de un tipo capaz de ponerse un traje de franela blanca con un pañuelo de raso violeta por dentro del cuello de la camisa.

Carraspeó, miró por encima de mi hombro izquierdo y preguntó:

—¿Sí?

—Soy el hombre que ha solicitado. El que recomendó Violets M’Gee.

—¿Violets? Válgame Dios, qué apodo más curioso. Vamos a ver, usted se llama…

Vaciló y yo dejé que lo pensara un rato, hasta que volvió a carraspear y desplazó la mirada de sus ojos de un azul verdoso a un punto situado varios kilómetros por detrás de mi otro hombro.

—Dalmas —dije—. Igual que esta tarde.

—Oh. Pase, señor Dalmas. Tendrá que disculparme. El chico ha salido esta tarde, y yo tengo…

Sonrió con desprecio a la puerta que se cerraba, como si tener que abrirla y cerrarla personalmente le contaminara de alguna manera.

La puerta daba a una terraza que rodeaba por tres lados una enorme sala de estar, que estaba tres escalones más abajo. Bajamos los escalones y Lindley Paul señaló con las cejas un sillón rosa. Me senté en él, confiando en no dejar manchas.

Era la clase de habitación en la que la gente se sienta en cojines en el suelo, con las piernas cruzadas, bebe absenta con montones de azúcar y habla con voz gangosa, aunque algunos se limitan a piar. Había estantes de libros por todas las paredes, y pedestales con esculturas angulosas de cerámica vidriada. Había unos divanes pequeñitos y muy coquetones, y piezas de seda bordada tiradas por aquí y por allá, al pie de las lámparas y en sitios así. Había un piano de cola de palo de rosa, y sobre él un jarrón muy alto con una sola rosa amarilla dentro. Bajo las patas del piano había una alfombra china de color melocotón, en la que una ardilla podría pasarse una semana sin asomar el hocico por encima del pelo.

Lindley Paul se apoyó en la curva del piano y encendió un cigarrillo sin ofrecerme uno. Echó la cabeza hacia atrás para lanzar el humo hacia el techo, y aquel gesto hizo que su cuello pareciera más de mujer que nunca.

—Se trata de un asunto insignificante —dijo en tono negligente—. En realidad, apenas valía la pena molestarle por eso, pero pensé que sería mejor llevar una escolta. Tiene usted que prometerme que no sacará la pistola ni nada por el estilo. Supongo que lleva usted pistola.

—Oh, sí —dije, mirándole el hoyuelo de la barbilla, donde cabía perfectamente una canica.

—Bien, pues no quiero que la utilice ni nada parecido, ¿sabe? Solo voy a encontrarme con dos hombres para comprarles una cosa. Llevaré algo de dinero en efectivo.

—¿Cuánto dinero y para comprar qué? —pregunté, encendiendo uno de mis cigarrillos con una de mis cerillas.

—Bueno, la verdad… —Tenía una sonrisa bonita, pero podría habérsela borrado de un guantazo sin sentir remordimientos. Simplemente no me gustaba aquel tipo—. Se trata de una gestión bastante confidencial, que llevo a cabo en nombre de un amigo. Y no me siento inclinado a entrar en detalles.

—Solo quiere que vaya con usted para sostenerle el sombrero —sugerí.

Sacudió la mano y le cayó un poco de ceniza en el puño de su traje blanco. Aquello le fastidió muchísimo. Lo miró con el ceño fruncido y después dijo en voz baja, con el aire de un sultán que propone estrangular a una mujer del harén cuyas mañas han dejado de divertirle:

—Espero que no sea usted un impertinente.

—La esperanza es lo que nos mantiene vivos —le respondí.

Me miró fijamente durante un buen rato.

—Me están entrando ganas de darle un sopapo en la nariz —dijo.

—Así me gusta —dije yo—. No podría hacerlo sin entrenarse un poco antes, pero me gusta ese espíritu. Y ahora, hablemos de negocios.

Todavía estaba un poco molesto.

—He pedido un guardaespaldas —dijo fríamente—. Aunque tuviera un secretario particular, no le contaría todos mis asuntos personales.

—Se enteraría de todos modos, si trabajara fijo para usted. Se los sabría de arriba abajo, del derecho y del revés. Pero yo solo soy un jornalero. Tiene que explicármelo. ¿De qué se trata? ¿Chantaje?

Al cabo de un buen rato, respondió:

—No, se trata de un collar de jade Fei Tsui, que vale por lo menos setenta y cinco mil dólares. ¿Ha oído hablar del jade Fei Tsui?

—No.

—Tomaremos una copita de brandy y le hablaré del tema. Eso, tomemos una copita de brandy.

Se apartó del piano y salió caminando como un bailarín, sin mover el cuerpo por encima de la cintura. Me saqué el cigarrillo de la boca, olfateé el aire y me pareció que olía a sándalo. Lindley Paul regresó con una botella que tenía muy buen aspecto y un par de copas. Sirvió una cucharada de licor en cada una y me ofreció una de las copas.

Me la bebí de un trago y aguardé a que él dejara de pasarse su cucharada de brandy bajo las narices y empezara a hablar. Se decidió al poco rato y habló en un tono bastante agradable.

—El jade Fei Tsui es el único que tiene verdadero valor. En las demás variedades, lo valioso es, sobre todo, el trabajo de artesanía, pero el Fei Tsui es valioso por sí mismo. Ya no quedan yacimientos conocidos sin explotar y es muy escaso, ya que todos los yacimientos se agotaron hace siglos. Una amiga mía tenía un collar de ese jade. Cincuenta y una cuentas talladas, exactamente iguales, de unos seis kilates cada una. Se lo robaron en un atraco hace algún tiempo. Fue lo único que se llevaron y nos advirtieron (yo estaba en aquel momento con la dama en cuestión, y esa es la razón de que me arriesgue a efectuar el pago) que no se lo contásemos a la policía ni a ninguna compañía de seguros, y que esperásemos a que ellos llamaran por teléfono. La llamada tuvo lugar a los dos días, y el rescate quedó fijado en diez mil dólares. La cita es esta noche a las once. Aún no me han dicho el sitio, pero tiene que ser cerca de aquí, en alguna parte de los Palisades.

Miré mi copa vacía y la agité. Me sirvió un poco más de brandy. Lo mandé a reunirse con la primera dosis y encendí otro cigarrillo: esta vez era uno de los suyos, un estupendo Virginia Straight Cut con sus iniciales en el papel.

—Rescate de joyas —dije—. Tienen que ser gente bien organizada, o no sabrían dónde y cuándo dar el golpe. La gente no saca con frecuencia las joyas valiosas y, cuando lo hace, la mitad de las veces se trata de copias. ¿Es difícil imitar el jade?

—El material, no —dijo Lindley Paul—. Pero el trabajo de talla… eso llevaría toda una vida.

—O sea, que no se puede tallar —dije—. Eso quiere decir que tampoco lo pueden vender, más que por una pequeña fracción de su valor. De manera que el dinero del rescate representa la única fuente de ingresos de la banda. Me imagino que jugarán limpio. Ha dejado para muy tarde el asunto del guardaespaldas, señor Paul. ¿Cómo sabe que van a aceptar un guardaespaldas?

—No lo sé —dijo en tono fatigado—. Pero no soy ningún héroe. Me gusta llevar compañía a los sitios oscuros. Si la cosa sale mal… pues sale mal. Al principio, pensaba ir solo, pero luego me dije: ¿por qué no llevar un hombre escondido en la parte trasera del coche, por si acaso?

—¿Por si acaso se quedan con su dinero y le entregan un paquete falso? ¿Y cómo voy a poder evitarlo? Si me lío a disparar y los domino, y resulta que el paquete es falso, jamás volverán ustedes a ver su jade. Los hombres que hagan el contacto no sabrán quién está detrás del asunto. Y si no abro el paquete, se habrán largado antes de que usted vea lo que le han dejado. Incluso es posible que no le den nada. Pueden decirle que el paquete les llegará por correo después de que hayan comprobado que el dinero no está marcado. ¿Está marcado?

—¡No, por Dios!

—Pues debería estarlo —gruñí—. Hoy en día se puede marcar de manera que las marcas solo se puedan ver al microscopio y con luz negra. Pero para eso se necesita equipo, y eso quiere decir policía. Muy bien. Acepto el trabajo. Mi parte le costará cincuenta pavos. Será mejor que me los dé ahora, por si acaso no volvemos. Me gusta palpar el dinero.

Me pareció que su rostro amplio y atractivo se ponía un poco pálido y brillante.

—Tomemos otro poco de brandy —dijo rápidamente.

Esta vez me sirvió un trago de verdad.

Nos quedamos sentados, esperando que sonara el teléfono. Yo tenía mis cincuenta dólares y jugaba con ellos.

El teléfono sonó cuatro veces y, por la voz que ponía Paul al hablar, me pareció que eran mujeres las que llamaban. La llamada que esperábamos no llegó hasta las once menos veinte.

2

Pierdo a mi cliente

Conduje yo. O, más bien, sostuve el volante del enorme coche negro mientras este rodaba solo. Llevaba una gabardina clara y un sombrero de Lindley Paul. En uno de los bolsillos llevaba diez mil dólares en billetes de cien. Paul iba en el asiento trasero y llevaba una Luger con cachas de plata que era una verdadera monada. Yo tenía la esperanza de que supiera utilizarla. No me gustaba nada aquel trabajo.

El lugar de la cita era una hondonada a la entrada del cañón de la Purísima, a unos quince minutos de la casa. Paul dijo que conocía bastante bien el sitio y que no tendría ningún problema para indicarme el camino.

Subimos, bajamos e hicimos ochos por la ladera de la montaña hasta que me dieron mareos, y de pronto nos encontramos en la autopista estatal y las luces de los coches que pasaban formaban una franja continua de luz blanca hasta donde alcanzaba la vista en ambas direcciones. También circulaban grandes camiones con remolque.

Después de pasar por una gasolinera de la Sunset Avenue, giramos tierra adentro. Allí, por fin, encontramos soledad. Durante algún tiempo percibimos un débil olor a algas marinas y el aroma mucho más fuerte de la salvia silvestre, que bajaba de las oscuras laderas. En la lejanía, alguna que otra ventana amarillenta nos miraba desde lo alto de una fantasía inmobiliaria. De vez en cuando, nos cruzábamos con un coche cuyas luces borraban durante unos instantes las colinas. En el cielo brillaba una media luna, perseguida por jirones de niebla fría.

—Ahí delante está el Club de Playa de Bel-Air —dijo Paul—. El siguiente cañón es el de Las Pulgas, y detrás está el de la Purísima. Hay que torcer en lo alto de la próxima cuesta.

Hablaba en susurros y con nerviosismo. No quedaba nada de la arrogancia tipo Park Avenue de nuestra primera conversación.

—Mantenga la cabeza agachada —gruñí—. Puede que nos estén vigilando durante todo el camino. Este coche llama tanto la atención como llevar botines a una merienda campestre en Iowa.

El motor del coche ronroneaba delante de mí.

—Tuerza a la derecha por ahí —susurró Paul cuando llegamos a la cima de la siguiente colina.

Metí el coche negro por un bulevar amplio y lleno de vegetación, que nunca había llegado a estar conectado con las grandes arterias de tráfico. De las polvorientas aceras surgían las bases negras de farolas sin terminar. El hormigón estaba cubierto de maleza procedente de los descampados próximos. El coche era tan silencioso que se oía cantar a los grillos y, detrás de ellos, el zumbido de las ranas arborícolas.

Delante de nosotros había una casa con todas las luces apagadas. Por lo visto, sus habitantes se acostaban a la misma hora que las gallinas. Al final del bulevar terminaba también el pavimento. Descendimos por una cuesta de tierra a una terraza, bajamos otra cuesta más y nos encontramos ante una barrera pintada de blanco que cortaba el camino de tierra.

Oí un roce detrás de mí y Paul se inclinó hacia delante, suspirando y hablando en voz muy baja.

—Este es el sitio. Tiene usted que salir, apartar esa barrera y bajar el coche hasta la hondonada. Deben haberlo planeado así para que no podamos salir a toda prisa, ya que tendremos que dar la vuelta con el coche. Quieren tener tiempo para escapar.

—Cállese y siga agachado hasta que me oiga gritar —le dije.

Apagué el silencioso motor y me quedé sentado, escuchando. El canto de los grillos y las ranas arborícolas se hizo un poco más fuerte. No se oía nada más. Nadie se movía por las inmediaciones, pues de ser así, los grillos habrían callado. Toqué la fría culata de la pistola que llevaba bajo el brazo, abrí la puerta del coche, salí y me quedé de pie sobre la arcilla endurecida. Había maleza a todo nuestro alrededor, la suficiente para ocultar un ejército. Me acerqué a la barrera.

A lo mejor todo eso no era más que una prueba, para ver si Paul hacía lo que le ordenaban.

Puse manos a la obra —necesité las dos— y empecé a correr hacia un lado una sección de la barrera. No era ninguna prueba. La luz de la linterna más grande del mundo me dio de lleno en la cara, procedente de un arbusto situado a menos de cinco metros.

Una voz fina y aguda, que parecía de un negro, sonó en la oscuridad, desde detrás de la linterna.

—Somos dos y tenemos escopetas. Ponga las zarpas bien altas, y vacías. No queremos correr ningún riesgo.

No dije nada. Durante unos instantes me quedé inmóvil, sosteniendo la barrera a unas pulgadas del suelo. No llegaba ningún sonido de Paul ni del coche. Después, el peso de la barrera hizo que me dolieran los músculos y mi cerebro dijo «suéltala». La solté y levanté las manos despacio. La luz de la linterna me tenía tan clavado como una mosca aplastada contra la pared. No pensaba en nada en particular, aparte de preguntarme vagamente si no habría una manera mejor de hacer las cosas.

—Muy bien —dijo la voz fina, aguda y penetrante—. Quédese así hasta que llegue hasta usted.

La voz despertó confusos ecos en mi mente, pero aquello no significaba nada; en mi memoria había muchos ecos parecidos. Me preguntaba qué estaría haciendo Paul. Una figura delgada y angulosa se separó del haz de luz, y al instante dejó de ser angulosa y de tener forma alguna, convirtiéndose en un sonido inconcreto, primero a mi lado y luego detrás de mí. Mantuve las manos levantadas, mientras parpadeaba a causa de la luz de la linterna.

Un dedo delgado me tocó la espalda. Luego lo hizo el duro cañón de un arma. La voz que me sonaba conocida dijo:

—Puede que esto le duela un poquito.

Una risita y un zumbido. La cabeza me estalló con un resplandor blanco y ardiente. Caí sobre la barrera, me agarré a ella y grité. Intenté meter la mano derecha bajo el brazo izquierdo.

La segunda vez no oí el zumbido. Solo vi el resplandor blanco, que se hacía más y más grande, hasta que no existió nada más que una luz blanca intensísima y muy dolorosa. Luego todo quedó en tinieblas, en medio de las cuales se retorcía algo rojo, como un microbio visto al microscopio. Al final, ya no quedó nada rojo ni nada que se retorciera, solo oscuridad y vacío y la sensación de caer.

Desperté mirando atontado una estrella y escuchando a dos gnomos que hablaban dentro de un sombrero negro.

—Lou Lid.

—¿Qué es eso?

—Lou Lid.

—¿Quién es Lou Lid?

—Un pistolero cabrón al que viste interrogar una vez en Jefatura.

—¡Ah!… ¡Lou Lid!

Me di la vuelta rodando, me agarré al suelo y logré incorporarme sobre una rodilla. Gruñí. Allí no había nadie. Estaba hablando conmigo mismo mientras volvía en mí. Mantuve el equilibrio apoyando las dos manos en el suelo y escuché, pero no oí nada. Cuando moví las manos, se me quedaron pegados a ellas trozos de plantas secas y la savia pegajosa de la salvia, que es de donde las abejas silvestres sacan casi toda la miel.

La miel era dulce. Muy dulce, demasiado dulce, y muy fuerte para el estómago. Me doblé hacia abajo y vomité.

Pasó el tiempo y conseguí reunir todos mis pedazos. Todavía no oía nada, excepto el zumbido que tenía dentro de los oídos. Me puse en pie con mucho cuidado, como un anciano saliendo de la bañera. Apenas sentía los pies y tenía las piernas de goma. Me tambaleé y me sequé el sudor de la frente, provocado por la náusea. Me toqué la parte de atrás de la cabeza. Estaba blanda y pegajosa, como un melocotón aplastado. Al tocármela, el dolor me llegó hasta los tobillos. Volví a sentir todos los dolores de mi vida, desde la primera patada en el culo que me dieron en la escuela primaria.

La vista se me aclaró lo suficiente para distinguir los contornos de la hondonada, los matorrales que la bordeaban como una tapia de poca altura y el camino de tierra que subía por un lado, casi indistinguible a la luz de la luna, que ya estaba muy baja. Entonces vi el coche.

Estaba muy cerca de mí, a menos de seis metros. Simplemente no había mirado en aquella dirección. Era el coche de Lindley Paul, con las luces apagadas. Avancé a trompicones hacia él e, instintivamente, me llevé la mano a la axila, en busca de mi pistola. Como es natural, allí ya no había ninguna pistola. El tío de la voz chillona que me sonaba se había ocupado de ello. Pero aún llevaba una linternita de bolsillo. La desenfundé, abrí la puerta trasera del coche y alumbré con la linterna.

No vi nada. Ni sangre, ni la tapicería rasgada, ni cristales astillados o rotos, ni cadáveres. No daba la impresión de que el coche hubiera sido escenario de una batalla. Sencillamente estaba vacío. Las llaves colgaban del tablero de mandos. Lo habían bajado hasta allí y lo habían abandonado. Dirigí la luz de la linterna hacia el suelo y empecé a dar vueltas, buscando a Paul. Si el coche estaba allí, él tenía que estar también.

Entonces, en medio del silencio helado, se oyó el ruido de un motor en el borde de la hondonada. Apagué la linterna. Otras luces, las de unos faros de automóvil, brillaron por encima de los raquíticos matorrales. Me tiré al suelo y me arrastré con rapidez detrás del coche de Lindley Paul.

Las luces enfocaron hacia abajo y se hicieron más intensas. Venían bajando por el camino de tierra que llevaba al fondo de la hondonada. Ahora se oía perfectamente el sonido apagado de un motor pequeño al ralentí.

A mitad del camino el coche se detuvo. Se encendió un faro a un costado del parabrisas, que enfocó hacia un lado, luego hacia abajo y por fin se quedó fijo iluminando un punto que yo no veía. Después, el faro se volvió a apagar y el coche continuó bajando poco a poco la cuesta.

Al llegar abajo giró un poco, de manera que sus faros iluminaran el sedán negro. Me agarré el labio superior con los dientes y no me di cuenta de que me lo estaba mordiendo hasta que noté el sabor de la sangre.

El coche giró un poco más. De pronto, sus luces se apagaron, lo mismo que el motor, y de nuevo la noche se hizo grande y vacía, negra y silenciosa. Nada… ningún movimiento, a excepción de los grillos y las ranas que habían estado cantando todo el tiempo en la lejanía, aunque yo ni me había dado cuenta. Se oyó entonces el chasquido de un picaporte y unos pasos ligeros y rápidos sobre el suelo. Un rayo de luz se clavó como una espada en lo alto de mi cabeza.

Sonó entonces una risa. Una risa de muchacha, forzada y tensa como una cuerda de mandolina. El rayo de luz blanca pasó por debajo del coche negro y me dio en los pies.

La voz de la muchacha dijo bruscamente:

—A ver, usted. Salga de ahí con las manos en alto y procure que estén vacías. Le estoy apuntando.

No me moví.

La voz atacó de nuevo.

—Escuche, le puedo meter tres balas en los pies y siete más en la barriga. Y tengo cargadores de sobra y los cambio muy deprisa. ¿Va a salir?

—¡Levante ese juguete —rugí— o se lo arranco de la mano de un tiro!

Mi voz sonaba gruesa y ronca y parecía de otra persona.

—¡Oh, un tipo duro! —Había un ligero temblor en su voz, pero enseguida se endureció de nuevo—. ¿Sale o no? Voy a contar hasta tres. Piense en la oportunidad que le doy. No puede esconderse detrás de esos doce cilindros. ¿O son dieciséis? Le van a doler mucho los pies. Los huesos de los tobillos tardan años en curarse después de recibir un balazo, y a veces…

Me enderecé y miré de frente a su linterna.

—Yo también hablo mucho cuando estoy asustado —dije.

—¡No… no se mueva ni un centímetro! ¿Quién es usted?

—Un sabueso hecho polvo… Para usted, un detective. ¿Eso qué importa?

Empecé a rodear el coche para ir hacia ella. No disparó. Cuando estuve a dos metros de ella me detuve.

—¡Quédese ahí! —ordenó irritada… después de que yo me hubiera parado.

—Claro. ¿Qué estaba buscando hace un momento, con ese faro del parabrisas?

—A un hombre.

—¿Malherido?

—Temo que esté muerto —dijo con sencillez—. Y usted también parece medio muerto.

—Me han sacudido —dije—. Eso siempre hace que me salgan ojeras.

—Tiene un bonito sentido del humor —dijo—. Como el de un empleado de la morgue.

—Vamos a buscarlo —dije en tono áspero—. Puede quedarse detrás de mí con su pistolita, si así se siente más segura.

—No me he sentido más segura en la vida —dijo con mal humor, apartándose de mí.

Di una vuelta alrededor del cochecito en el que había llegado la chica. Bajo la poca luz de luna que quedaba parecía un cochecito de lo más normal: bonito, limpio y reluciente. Oí sus pasos detrás de mí, pero no hice ningún caso. A unos pocos metros hacia un lado, a mitad de la cuesta, vi uno de los pies de Paul.

Lo iluminé con mi linternita y la chica añadió la luz de la suya. Vimos el cuerpo entero. Estaba tirado de espaldas en el suelo, al pie de un arbusto. Tenía esa postura que parece un montón de ropa y que siempre significa lo mismo.

La chica no dijo ni palabra. Se mantuvo apartada de mí, respirando con fuerza y sosteniendo la linterna con tanta firmeza como un curtido veterano de la Brigada de Homicidios.

Una de las manos de Paul estaba extendida en un gesto congelado, con los dedos curvados. La otra estaba bajo el cuerpo. La gabardina estaba retorcida como si el cuerpo hubiera rodado por el suelo. El espeso cabello rubio estaba manchado de sangre, que a la luz de la luna parecía negra como betún para el calzado. Había más sangre en la cara y, mezclado con la sangre, un fluido gris. No vi el sombrero por ninguna parte.

Entonces hice algo que me pudo costar la vida. Hasta aquel instante no me había acordado del paquete de dinero que llevaba en el bolsillo. La idea me llegó tan de repente y con tanta fuerza que enseguida me llevé una mano al bolsillo. Tuvo que parecer exactamente que iba a sacar un arma.

El bolsillo estaba completamente vacío. Saqué la mano y miré a la chica.

—¡Amigo! —suspiró ella—. Si no hubiera decidido fiarme de su cara…

—Llevaba diez de los grandes —dije—. Eran de él. Los llevaba para hacer un pago en su nombre. Y me he acordado del dinero ahora mismo. Tiene usted los nervios más templados que he visto jamás en una mujer. Y yo no lo maté.

—No, no creo que lo matara usted —dijo—. Ha tenido que ser alguien que le odiara para machacarle la cabeza de esa manera.

—Yo no le conocía lo suficiente como para odiarlo —dije—. Enfóquele otra vez con la linterna.

Me arrodillé y registré los bolsillos del muerto, procurando no moverlo mucho. Llevaba algo de calderilla y unos cuantos billetes, un llavero de cuero repujado con llaves, la típica cartera con la típica funda para el carnet de conducir y las típicas tarjetas detrás del carnet. Nada de dinero en la cartera. Me pregunté por qué habrían dejado sin registrar los bolsillos del pantalón. Puede que se asustaran al ver las luces; de lo contrario, le habrían dejado en paños menores. Encontré más cosas a la luz de la linterna: dos pañuelos finos, tan blancos y crujientes como la nieve seca; media docena de cajitas de cerillas de garitos nocturnos de lujo; una pitillera de plata tan pesada como un pisapapeles, llena de sus cigarrillos especiales importados; otra pitillera con marco de carey y costados de seda bordada, con un dragón rampante a cada lado. Abrí el cierre y vi, sujetos por el elástico, tres cigarrillos largos de estilo ruso, con boquillas huecas. Pellizqué uno: parecía viejo y seco.

—Serían para las señoras —dije—. Él fumaba de otra clase.

—Puede que sea marihuana —dijo la muchacha detrás de mí, echándome el aliento en la nuca—. Conocí a un chico que fumaba de esos. ¿Me deja verlos?

Le pasé la pitillera y ella la iluminó con la linterna hasta que le gruñí que volviera a enfocar el suelo. No había nada más que ver. La chica cerró la pitillera y me la devolvió. Yo la volví a meter en el bolsillo del pecho del cadáver.

—Eso es todo. El que lo machacó debió de tener miedo de quedarse a limpiarlo. Gracias.

Me incorporé como quien no quiere la cosa, me volví y le arrebaté la pistolita de la mano.

—¡Maldita sea, no tiene por qué ponerse bruto! —gritó.

—Hable —dije—. ¿Quién es usted y por qué anda por estos sitios de noche?

Ella fingió que le había hecho daño en la mano, se la iluminó con la linterna y la examinó atentamente.

—Me he portado bien con usted, ¿no? —se lamentó—. Me muero de curiosidad, estoy asustada y no le he hecho una sola pregunta, ¿verdad?

—Ha sido usted un encanto —dije—. Pero en la situación en la que estoy, no puedo andarme con tonterías. ¿Quién es usted? Y ya puede apagar la linterna. No necesitamos más luz.

Apagó la linterna y las tinieblas se fueron aclarando poco a poco hasta que pudimos distinguir los contornos de los arbustos y del cadáver tendido en el suelo. Por el sureste se veía un resplandor en el cielo, que debía de ser Santa Mónica.

—Me llamo Carol Pride —dijo—. Vivo en Santa Mónica. Intento hacer reportajes para un sindicato de prensa. A veces no puedo dormir y salgo a dar una vuelta en coche… hacia donde sea. Conozco toda esta región como la palma de mi mano. Vi la luz de su linternita moviéndose en el fondo de la hondonada y pensé que hacía demasiado frío para que se tratara de una pareja de enamorados… suponiendo que usen linternas.

—No lo sé —dije—. Yo nunca uso. Así que lleva cargadores de repuesto para esta pistola. ¿Tiene permiso de armas?

Sopesé la pistolita. En la oscuridad me pareció un Colt 25. Estaba bien equilibrada para lo pequeña que era. Un montón de buenos tipos han ido a la fosa por culpa de una 25.

—Pues claro que tengo permiso. En cambio, lo de los cargadores de repuesto era un farol.

—No es usted miedosa, ¿eh, señorita Pride? ¿O es señora?

—No, no lo es… Esta zona no es peligrosa. La gente de por aquí ni siquiera cierra la puerta de su casa. Supongo que habrá gentuza que se aproveche de lo solitario que es esto.

Agarré la pistolita por el cañón y se la ofrecí.

—Tenga. Esta no es mi noche de actuar con inteligencia. Y ahora, si tiene la bondad de llevarme a Castellamare, cogeré mi coche, que está allí, e iré a buscar a la policía.

—¿No debería quedarse alguien aquí con él?

Miré la esfera luminosa de mi reloj de pulsera.

—Es la una menos cuarto —dije—. Lo dejaremos en compañía de los grillos y las estrellas. Vamos.

Se guardó la pistola en el bolso, bajamos al fondo de la cuesta y entramos en su coche. Dio la vuelta con las luces apagadas y subimos por la pendiente. A nuestras espaldas el enorme coche negro se alzaba como un monumento.

En lo alto de la cuesta salí del coche y coloqué en su sitio la barrera blanca. Nadie molestaría al muerto aquella noche, ni era probable que lo molestaran en muchas noches más.

La chica no abrió la boca hasta que nos acercamos a la primera casa. Entonces encendió los faros y dijo en voz baja:

—Tiene sangre en la cara, señor Como-se-llame, y nunca he visto un hombre que necesitara más una copa. ¿Por qué no vamos a mi casa y llamamos desde allí a Los Ángeles Oeste? Por esta zona no hay más que un cuartel de bomberos.

—Me llamo John Dalmas —dije—. Me gusta tener sangre en la cara. No querrá usted mezclarse en un lío como este. Yo no diré nada de usted.

—Soy huérfana y vivo sola —dijo—. No me importa lo más mínimo.

—Siga hasta la playa —dije yo—. A partir de ahí, seguiré solo.

Pero antes de llegar a Castellamare tuvimos que parar. El movimiento del coche me obligó a salir a vomitar otra vez entre los matorrales.

Cuando llegamos al lugar donde había aparcado mi coche, al pie de la escalinata que subía a la colina, le di las buenas noches y me quedé sentado en el Chrysler hasta que se dejaron de ver sus luces de posición.

El café de carretera aún estaba abierto. Podría haber entrado a tomar una copa y telefonear desde allí, pero me pareció más prudente hacer lo que hice media hora más tarde: entrar en la comisaría de policía de Los Ángeles Oeste fresco y sobrio, con la cara todavía manchada de sangre.

Al fin y al cabo, los polis son humanos. Y su whisky es tan bueno como el que te sirven en cualquier bar.

3

Lou Lid

No lo conté muy bien. Y cada vez sonaba peor. Reavis, el hombre que envió la Brigada de Homicidios, me escuchó con la mirada fija en el suelo, y dos policías de paisano haraganeaban detrás de él como si fueran sus guardaespaldas. Un coche patrulla había salido hacía bastante rato para vigilar el cadáver.

Reavis era un tipo delgado y tranquilo de unos cincuenta años, rostro estrecho, piel lisa y grisácea e inmaculadamente vestido. La raya de sus pantalones parecía el filo de una navaja, y se los subió con cuidado al sentarse. La camisa y la corbata parecían estrenadas diez minutos antes, y el sombrero debía de haberlo comprado por el camino.

Nos encontrábamos en el despacho del capitán de día, en la comisaría de Los Ángeles Oeste, justo al lado del bulevar Santa Mónica, cerca de Sawtelle. Estábamos los cuatro solos. Mientras hablábamos, un borracho que aguardaba en una celda a que lo llevaran ante el tribunal por la mañana no paraba de lanzar gritos de llamada australianos.

—Así que esta noche, yo era su guardaespaldas —dije como conclusión—. Hice mi trabajo de maravilla.

—No se amargue por ello —dijo Reavis sin darle importancia—. Eso puede pasarle a cualquiera. Da la impresión de que le confundieron a usted con ese Lindley Paul y le sacudieron para evitar discusiones y disponer de tiempo suficiente. Es posible que no llevaran el paquete y que no tuvieran intención de cederlo tan barato. Cuando descubrieron que usted no era Paul, se cabrearon y se desahogaron con él.

—Paul iba armado —dije—. Tenía una Luger muy bonita, pero con dos escopetas apuntándote no te entran muchas ganas de pelea.

—¿Y ese negro que hablaba en la oscuridad? —preguntó Reavis, echando mano al teléfono que había sobre la mesa.

—No era más que una voz en la oscuridad. No estoy nada seguro.

—Sí, pero podemos averiguar qué estaba haciendo a esas horas Lou Lid. Lou Lid… un nombre que se te queda pegado.

Levantó el teléfono de su horquilla y le dijo al de la centralita:

—Con Jefatura, Joe… Aquí Reavis, en Los Ángeles Oeste, homicidio con robo. Quiero información sobre un pistolero negro o mulato llamado Lou Lid. Veintidós a veinticuatro años, color claro, buen aspecto, pequeño, unos sesenta kilos, un ojo bizco, he olvidado cuál. Está fichado, pero no por gran cosa, y ha entrado y salido bastantes veces. Los chicos de la 77 tienen que conocerlo. Quiero que se compruebe por dónde ha estado esta noche. Dadle una hora a la brigada de color y después avisad por radio.

Colgó el teléfono y me guiñó un ojo.

—Tenemos los mejores sabuesos morenos al oeste de Chicago. Si está en la ciudad lo localizarán sin apenas buscar. ¿Vamos para allá?

Bajamos las escaleras y nos metimos en un coche patrulla. Volvimos a atravesar Santa Mónica y los Palisades.

Horas después, en un frío y gris amanecer, llegué a mi casa. Estaba engullendo aspirinas con whisky y lavándome la herida de la cabeza con agua muy caliente cuando sonó el teléfono. Era Reavis.

—Tenemos ya a Lou Lid —dijo—. Los de Pasadena lo encontraron, a él y a un mexicano llamado Fuente. Los recogieron en el bulevar Arroyo Seco, no exactamente con una pala, pero sí con mucho cuidado.

—Siga —dije, apretando el teléfono con suficiente fuerza para romperlo—. Suelte ya el chiste.

—Ya lo habrá adivinado. Los encontraron debajo del puente de la calle Colorado. Amordazados y empaquetados de pies a cabeza con alambre viejo, y reventados como naranjas maduras. ¿Qué le parece?

Respiré hondo.

—Justo lo que necesitaba para dormir como un bebé —dije.

El duro pavimento de hormigón del bulevar Arroyo Seco está a unos veinticinco metros por debajo del puente de la calle Colorado… también conocido como el Puente de los Suicidas.

—Bueno —dijo Reavis, después de una pausa—. Parece que se metió usted en aguas muy sucias. ¿Qué me dice ahora?

—Puestos a aventurar, diría que un par de listillos intentaron quedarse con el dinero del rescate. De algún modo obtuvieron la información, eligieron el sitio y se dejaron matar por la pasta.

—Para eso necesitarían un informador dentro de la casa —dijo Reavis—. Usted se refiere a unos tipos que sabían que las joyas habían sido robadas, pero no las tenían ellos. Yo creo más bien que intentaron largarse de la ciudad con todo el botín en lugar de entregárselo a su jefe. O puede que el jefe pensara que tenía demasiadas bocas que alimentar.

Me dio las buenas noches y me deseó felices sueños. Bebí suficiente whisky para quitarme el dolor de la cabeza; es decir, más de lo que me convenía.

Llegué a la oficina lo bastante tarde como para parecer elegante, aunque no me sentía nada bien. Dos de los puntos que me habían dado en el cuero cabelludo empezaban a tirar, y el esparadrapo que llevaba en la zona afeitada me quemaba tanto como los juanetes de un camarero.

Mi oficina constaba de dos habitaciones, saturadas del olor de la cafetería del hotel Mansion House. El cuarto pequeño era la recepción y siempre lo dejaba sin cerrar, para que los clientes pudieran entrar y esperar, si es que venía algún cliente con ganas de esperar.

Allí estaba Carol Pride, olfateando el diván rojo descolorido, las dos sillas desparejadas, la alfombrita cuadrada y la mesita tamaño cadete con revistas de cuando la Prohibición.

Vestía un traje de mezclilla parda con solapas anchas y camisa y corbata de hombre, zapatos bonitos y un sombrero negro que podría haberle costado veinte dólares y que daba la impresión de que estaba hecho con una sola mano a partir de un viejo papel secante.

—Vaya, pues sí que se ha levantado —dijo—. Es un alivio saberlo. Empezaba a pensar que hacía todo el trabajo en la cama.

—Sí, sí —dije—. Pase a mi tocador.

Abrí la puerta de comunicación, porque me pareció que causaría mejor impresión que darle una patada a la cerradura (con lo cual se obtenía el mismo efecto), y pasamos al resto de la suite, consistente en una alfombra de color rojo cobrizo con abundantes manchas de tinta, cinco ficheros verdes (tres de ellos llenos del ambiente de California), un calendario publicitario en el que se veía a las quintillizas Dionne revolcándose por un suelo azul celeste, unas pocas sillas casi de nogal y el típico escritorio con las típicas marcas de tacones encima y la típica silla giratoria y rechinante detrás. Me senté en esta última y coloqué el sombrero sobre el teléfono.

La verdad es que apenas la había podido ver antes, ni siquiera en la zona iluminada de Castellamare. Tendría unos veintiséis años y no parecía que hubiera dormido muy bien.

Tenía una cara bonita y cansada, bajo una mata de pelo castaño y esponjoso, una frente estrecha y más alta de lo que se suele considerar elegante, una nariz inquisitiva, un labio superior un pelín demasiado largo y una boca más que un pelín demasiado ancha. Los ojos podían ser muy azules si se lo proponían. Parecía tranquila, pero no acobardada. También parecía lista, pero no al estilo de Hollywood.

—Lo he leído en el periódico de la noche que sale de madrugada —dijo—. Lo poco que cuentan.

—Eso significa que la policía no le va a dar mucha importancia. Si no, habrían guardado la historia para los periódicos de la mañana.

—Bueno, de cualquier modo, he estado trabajando un poco para usted —dijo.

La miré fijamente, empujé un paquete de cigarrillos hacia su lado de la mesa y llené mi pipa.

—Se ha equivocado —dije—. Yo no trabajo en este caso. Ya mordí el polvo anoche y luego me fui a dormir con una botella. Es un trabajo para la policía.

—Yo no lo creo así —dijo ella—. Al menos, no del todo. Y además, usted tiene que ganarse sus honorarios. ¿O no cobraba honorarios?

—Cincuenta pavos —dije—. Los devolveré cuando sepa a quién devolvérselos. Ni mi propia madre opinaría que me los he ganado.

—Me gusta usted —dijo—. Parece un tipo que estuvo a punto de ser un canalla, pero algo lo detuvo… en el último momento. ¿Sabe a quién pertenecía ese collar de jade?

Me incorporé con una sacudida que me dolió.

—¿Qué collar de jade?

Lo dije casi gritando. Yo no le había contado nada del collar de jade y en el periódico no se mencionaba para nada un collar de jade.

—Vamos, no se haga el listo. He estado hablando con el hombre que lleva el caso: el teniente Reavis. Le conté todo lo de anoche. Me llevo muy bien con los policías. Reavis creyó que yo sabía más de lo que sé, así que me contó algunas cosas.

—Bueno, ¿a quién pertenece? —pregunté, tras un aplastante silencio.

—A la señora de Philip Courtney Prendergast, una dama que vive en Beverly Hills… al menos durante parte del año. Su marido tiene un millón y el hígado hecho polvo. La señora Prendergast es una rubia de ojos negros que sale por ahí mientras su marido se queda en casa tomando calomelanos.

—A las rubias no les gustan los rubios —dije—. Y Lindley Paul era tan rubio como un cantor tirolés.

—No sea tonto. Eso le pasa por leer revistas de cine. A esa rubia le gustaba ese rubio. Me consta. Me lo dijo el director de la sección de sociedad del Chronicle. Pesa cien kilos, tiene bigote y le llaman Gertie el Casquivano.

—¿Fue él quien le dijo lo del collar?

—No. Eso me lo contó el gerente de la joyería Blocks. Le dije que estaba escribiendo un artículo sobre jades raros… para el Police Gazette. Esta vez soy yo la que dice todas las ocurrencias.

Encendí la pipa por tercera vez, eché la silla demasiado hacia atrás y casi me caigo de espaldas.

—¿Reavis sabe todo esto? —pregunté, procurando observarla bien sin que se me notara.

—No me dijo si lo sabía, pero puede averiguarlo fácilmente. Seguro que lo averigua. No es ningún tonto.

—Excepto con usted. ¿Le habló de Lou Lid y el mexicano Fuente?

—No. ¿Quiénes son esos?

Le conté la historia.

—Vaya, es terrible —dijo, con una sonrisa.

—Su padre no sería policía por casualidad, ¿verdad? —pregunté lleno de sospechas.

—Comisario de Pomona durante casi quince años.

Me quedé callado. Recordé que al comisario John Pride, de Pomona, lo habían matado a tiros dos delincuentes juveniles unos cuatro años atrás.

Al cabo de un rato dije:

—Tendría que habérmelo imaginado. Muy bien, y ahora, ¿qué?

—Le apuesto cinco contra uno a que la señora Prendergast no ha recuperado su collar, a que su bilioso marido tiene influencia suficiente para que ni su nombre ni esa parte de la historia salgan en los periódicos, y a que ella necesita un apuesto detective que la ayude a deshacer el entuerto… sin ningún escándalo.

—¿Por qué habría de haber escándalo?

—Ah, no sé. Esa es de las que guardan un cesto lleno de escándalos en su armario ropero.

—Supongo que ha estado desayunando con ella —dije—. ¿A qué hora se ha levantado?

—No, no voy a poder verla hasta las dos. Y me he levantado a las seis.

—Dios mío —dije, sacando una botella del último cajón de mi escritorio—. Me duele la cabeza de un modo terrible.

—Solo una —dijo Carol Pride en tono animado—. Y eso solo porque le han golpeado. Aunque me atrevería a decir que sucede a menudo.

Me metí un trago al cuerpo, cerré la botella, aunque sin apretar mucho, y respiré hondo.

La chica rebuscó en su bolso marrón y dijo:

—Hay una cosa más. Pero tal vez quiera ocuparse personalmente de esta parte de la historia.

—Es agradable saber que aún trabajo aquí —dije.

Hizo rodar sobre la mesa tres cigarrillos largos de estilo ruso. No sonreía.

—Mire en el interior de las boquillas —dijo— y saque sus propias conclusiones. Los birlé anoche de aquella pitillera china. Tienen algo que le va a dar que pensar.

—Mira que robar, la hija de un policía —dije.

Se puso de pie, limpió con el bolso unas cenizas de pipa que habían caído en el borde de mi escritorio y se dirigió a la puerta.

—También soy una mujer. Ahora tengo que ir a ver a otro redactor de ecos de sociedad, para averiguar más cosas sobre la señora de Philip Courtney Prendergast y su vida amorosa. Qué divertido, ¿verdad?

La puerta de la oficina y mi boca se cerraron casi al mismo tiempo.

Cogí uno de los cigarrillos rusos. Lo pellizqué con los dedos y miré el interior de la boquilla hueca. Había algo enrollado allí dentro, que parecía un trozo de papel o cartulina, y que no debía de facilitar gran cosa la inhalación. Me las arreglé para sacarlo con la lima de uñas de mi navaja de bolsillo.

Efectivamente, era una cartulina: una tarjeta de visita muy fina, de color marfil, con dos únicas palabras grabadas:

 

SOUKESIAN, PSÍQUICO

 

Miré en las otras dos boquillas y encontré tarjetas idénticas en ambas. Aquello no me decía nada. Jamás había oído hablar de Soukesian el psíquico. Al cabo de un rato me decidí a buscarlo en la guía telefónica. Había un hombre llamado Soukesian en la Séptima Oeste. El nombre me sonaba a armenio, así que lo busqué otra vez en la sección de «Alfombras orientales». Allí estaba, efectivamente, pero aquello no demostraba nada. No hace falta ser adivino para vender alfombras orientales; solo hay que ser adivino para comprarlas. Y algo me decía que el Soukesian de la tarjeta no tenía nada que ver con las alfombras orientales.

Tenía una vaga idea de cuál podía ser su negocio y qué clase de gente tendría por clientes. Cuanto más importante fuera, menos se anunciaría. Si le dabas suficiente tiempo y le pagabas lo suficiente curaría lo que le echases, desde un marido impotente hasta una plaga de langosta. Sería un experto en mujeres frustradas, en asuntos amorosos difíciles y enrevesados, en muchachos escapados de casa que no escribían a sus padres, en si debo vender la casa ahora o aguantar otro año, en si este papel perjudicará mi carrera o encantará a mi público. Hasta era posible que acudieran hombres a consultarle: tipos que bramaban como toros en su propio despacho pero que por dentro eran tímidos corderitos. Pero la mayoría serían mujeres: mujeres con dinero, mujeres con joyas, mujeres que podían ser manipuladas como hilos de seda por sus hábiles dedos asiáticos.

Volví a llenar la pipa y traté de agitar mis ideas un poco sin mover demasiado la cabeza. Buscaba una razón para que un hombre llevara una pitillera de más, con tres cigarrillos en ella que no tenía intención de fumar, y con el nombre de otro hombre oculto en cada uno de los tres cigarrillos. ¿Quién iba a encontrar ese nombre?

Aparté a un lado la botella y sonreí. Podía encontrarlo cualquiera que registrara los bolsillos de Lindley Paul con un peine de diente fino, si lo hacía a conciencia y tomándose suficiente tiempo. ¿Y quién iba a hacer tal cosa? Un policía. ¿Y cuándo? Solo si el señor Lindley Paul moría o resultaba malherido en circunstancias misteriosas.

Quité el sombrero de encima del teléfono y llamé a un tal Willy Peters, que trabajaba en seguros, o eso decía, y se ganaba unos ingresos adicionales vendiendo números de teléfono que no figuran en la guía, y que él obtenía sobornando a doncellas y chóferes. Su tarifa era cinco pavos. Me figuré que a Lindley Paul no le importaría que lo descontase de sus cincuenta.

Willy Peters tenía lo que yo buscaba. Era un número de Brentwood Heights.

Llamé a Reavis a la Jefatura. Me dijo que todo iba bien, excepto sus horas de sueño, y que lo que yo tenía que hacer era mantener cerrada la boca y no preocuparme, aunque la verdad era que debería haberle contado lo de la chica. Le dije que tenía razón, pero que a lo mejor él también tenía una hija y seguramente no le gustaría verla acosada por una manada de fotógrafos de prensa. Me dijo que sí que tenía una, y que aquel caso no me había hecho quedar demasiado bien, pero que podía ocurrirle a cualquiera, y que hasta luego.

Llamé a Violets M’Gee para invitarle a comer un día en el que acabaran de limpiarle los dientes y le doliera la boca. Pero estaba en Ventura conduciendo a un preso. Luego llamé al número de Soukesian el psíquico, en Brentwood Heights.

Al cabo de unos instantes, una voz de mujer con un ligero acento extranjero dijo:

—¿Diga?

—¿Podría hablar con el señor Soukesian?

—Lo siento mucho. Soukesian nunca habla por teléfono. Soy su secretarria. ¿Quierre dejarr un mensaje?

—Sí. ¿Tiene un lápiz?

—Pues clarro que tengo lápiz. ¿Cuál es el mensaje, porr favorr?

Primero le di mi nombre, mi dirección y mi número de teléfono, y le dije a qué me dedicaba. Me aseguré de que lo había escrito bien y luego dije:

—Es acerca del asesinato de un hombre llamado Lindley Paul. Ocurrió anoche en los Palisades, cerca de Santa Mónica. Me gustaría consultar al señor Soukesian.

—Le recibirrá encantado —su voz era tan tranquila como una ostra—, perro, naturralmente, no puedo darle cita para hoy. Soukesian está siemprre muy ocupado. Tal vez mañana…

—Como si prefiere la semana que viene —dije muy animado—. No hay por qué andar con ninguna prisa en un caso de asesinato. Usted dígale solo que le doy dos horas antes de ir a contarle a la policía lo que sé.

Hubo un silencio. No sé si oí un respingo o si eran simples ruidos de la línea. Luego, la voz lenta y con acento extranjero dijo:

—Se lo dirré. Perro no entiendo…

—Tú métele prisa, encanto. Estaré esperando en mi despacho.

Colgué, me toqué la herida de la cabeza con los dedos, me guardé las tres tarjetas en la cartera y me sentí capaz de comer algo caliente. Salí en busca de ese algo.

4

Segunda Cosecha

El indio apestaba. Su olor me llegó desde la salita de recepción en cuanto oí que se abría la puerta exterior, y me levanté a ver quién era. Se había quedado parado nada más cruzar la puerta, como una estatua de bronce. Era muy corpulento de la cintura para arriba y tenía un pecho enorme.

Además de oler mal, parecía un vagabundo. Vestía un traje marrón que le estaba pequeño. También el sombrero era dos tallas más pequeño y había sido sudado abundantemente por alguien a quien le quedaba mejor que a él. Lo llevaba puesto más o menos donde las casas llevan la veleta. El cuello de la camisa le sentaba tan bien como una collera de caballo y tenía más o menos el mismo tono pardusco sucio. De él colgaba una corbata que caía por fuera de la chaqueta abotonada y que, al parecer, había sido anudada con unos alicates, consiguiendo un nudo del tamaño de un guisante. Alrededor de la garganta, por encima del cuello de la camisa, llevaba algo que parecía un trozo de cinta negra.

Tenía el rostro grande y plano, la nariz grande, carnosa y de puente alto, que parecía tan dura como la proa de un barco, los ojos sin párpados, los mofletes caídos y los hombros de herrero. Si lo hubieran lavado un poco y le hubieran puesto una toga blanca, habría parecido un senador romano muy perverso.

Su olor era el olor terrenal del hombre primitivo: sucio, pero no con la suciedad de las ciudades.

—Uh —dijo—. Venir rápido. Venir ahora.

Indiqué con el pulgar el despacho interior y me metí otra vez en él. Me siguió moviéndose pesadamente y haciendo tanto ruido al andar como una mosca. Me senté detrás de mi mesa y señalé la silla de enfrente, pero no se sentó. Sus ojillos negros tenían una mirada hostil.

—¿Venir dónde? —quise saber.

—Uh. Yo Segunda Cosecha. Yo indio de Hollywood.

—Siéntese, señor Cosecha.

Sorbió, ensanchando muchísimo las ventanas de la nariz, que ya antes eran tan amplias como madrigueras de ratones.

—Llamar Segunda Cosecha, no señor Cosecha. Mierda.

—¿Qué es lo que quiere?

—Él decir venir deprisa. Gran padre blanco decir venir ahora. Él decir…

—Déjese ya de hablar en camelo. No soy ninguna maestra de escuela viendo la danza de la serpiente.

—Mierda —dijo.

Se quitó el sombrero despacio y de mala gana y lo volvió boca arriba. Pasó un dedo bajo la tira del forro, sacándola a la vista. Desprendió un clip sujetapapeles del borde de la badana y se acercó a mí lo suficiente para arrojar sobre la mesa una mugrienta hoja de papel de seda. La señaló con furia. Su pelo negro, lacio y grasiento tenía una depresión alrededor de la parte alta de la cabeza, causada por el sombrero demasiado apretado.

Desplegué la hoja de papel de seda y encontré dentro una tarjeta que decía «Soukesian, psíquico», en caligrafía fina, muy bien grabada. Yo tenía tres iguales en la cartera.

Jugueteé con mi pipa vacía y miré al indio, intentando dominarlo con mi mirada.

—Muy bien. ¿Y qué quiere?

—Quiere que tú venir ahora. Rápido.

—Mierda —dije.

Al indio le gustó aquello. Fue como un lazo de hermandad. Estuvo a punto de sonreír.

—Le costará cien dólares en concepto de anticipo —añadí.

—¿Uh?

—Cien dólares. Metal brillante. Pavos cien. Yo no dinero, yo no venir. ¿Entender?

Hice ademán de contar, abriendo y cerrando las dos manos.

El indio arrojó otra hoja de papel de seda sobre la mesa. La desdoblé. Dentro había un billete de cien dólares completamente nuevo.

—¡Pues sí que es adivino! —exclamé—. Es un tío tan listo que me da miedo, pero iré de todos modos.

El indio se puso de nuevo el sombrero, sin molestarse en volver a meter la tira del forro. Aquello solo le hacía parecer un poquito más ridículo.

Saqué la pistola que llevaba en el sobaco —por desgracia, no era la que había llevado la noche anterior; me fastidia enormemente perder armas—, extraje el cargador, volví a meterlo, puse el seguro y la enfundé de nuevo en la sobaquera.

Al indio le importó tanto como si me hubiera rascado la nuca.

—Yo tener coche —dijo—. Coche grande, mierda.

—Qué pena —dije yo—. Han dejado de gustarme los coches grandes. Pero vamos, de todos modos.

Cerré la oficina y salimos. En el ascensor el indio olía que daba gusto; hasta el ascensorista lo notó.

El coche era un Lincoln cobrizo, no muy nuevo pero en buena forma, con cortinillas de cuentas en la parte de atrás. Pasamos junto a un campo de polo de un verde deslumbrante, aceleramos al dejarlo atrás y luego el conductor —moreno y de aspecto extranjero— lo metió por una estrecha senda pavimentada con hormigón blanco, que subía una cuesta casi tan empinada como la escalinata de Lindley Paul, aunque no tan recta. Estábamos muy a las afueras de la ciudad, más allá de Westwood, en Brentwood Heights.

Dejamos atrás dos naranjales que debían de ser el capricho de algún ricachón, ya que esta no es tierra de naranjas, y unas cuantas casas pegadas a la ladera de la colina como bajorrelieves.

Luego dejamos de ver casas; solo las laderas peladas y la franja de hormigón. Por la izquierda, una caída a plomo a las profundidades de un cañón sin nombre; y por la derecha, el calor que rebotaba en la arcilla seca de la ladera, a cuyos bordes se aferraban con uñas y dientes unas pocas flores irreductibles, como niños que se resisten a ir a la cama.

Y delante de mí, dos espaldas: una espalda delgada y fibrosa con la nuca morena, el pelo negro y una gorra de visera encima del pelo; y una espalda ancha y sucia, con un astroso traje marrón, un grueso cuello de indio y una enorme cabezota, rematada por el vetusto y grasiento sombrero, todavía con la tira del forro salida.

Al llegar a cierto punto, la franja de carretera se dobló en forma de horquilla, los gruesos neumáticos resbalaron sobre piedras sueltas y el Lincoln cobrizo atravesó un portalón abierto y ascendió por un empinado sendero, flanqueado por geranios silvestres de color rosa. En lo alto del sendero, coronando la colina, había un nido de águilas, una casa de yeso blanco, cristal y cromados, tan moderna como un fluoroscopio y tan aislada como un faro.

El coche llegó a lo alto del sendero, giró y se detuvo ante una pared inmaculadamente blanca con una puerta negra. El indio se bajó del coche y me lanzó una mirada incendiaria. Salí apretándome la pistola contra el costado con la parte interior del brazo izquierdo.

La puerta negra de la pared blanca se abrió poco a poco sin que nadie la tocara por fuera, dejando ver un estrecho pasillo que llegaba hasta muy lejos. En el techo brillaba una bombilla.

—Uh —dijo el indio—. Entrar, gran jefe.

—Después de usted, señor Cosecha.

Entró refunfuñando y yo le seguí, mientras la puerta negra se cerraba sola y sin hacer ruido a nuestras espaldas. Un toquecito de abracadabra para la clientela. Al final del estrecho pasillo había un ascensor. Tuve que entrar en él con el indio. Subimos despacio, con un suave ronroneo y el leve zumbido de un pequeño motor. El ascensor se detuvo, la puerta se abrió sin el menor ruido y nos encontramos a la luz del día.

Salí del ascensor, que volvió a bajar con el indio dentro. Me encontraba en la habitación de una torreta que era casi todo ventanas, algunas de ellas con las cortinas corridas para evitar el fuerte sol de la tarde. Las alfombras del suelo tenían los colores suaves de las antigüedades persas y había un escritorio de madera tallada que debía de haber pertenecido a una iglesia. Y detrás del escritorio una mujer me sonreía con una sonrisa seca, forzada y marchita, que se habría convertido en polvo al menor toque.

Tenía los cabellos finos, negros y ondulados, y el rostro moreno y oriental. Llevaba perlas en las orejas y anillos en los dedos: anillos grandes y más bien baratos, incluyendo una piedra lunar y una esmeralda con talla cuadrada que parecían más falsas que una pulsera comprada en una tienda de todo a diez centavos. Las manos eran pequeñas, morenas y no muy jóvenes, y los anillos no les sentaban bien.

—Ah, señorr Dalmas, ha sido muy amable al venirr. Soukesian estarrá encantado.

—Gracias —dije.

Saqué de mi cartera el billete nuevo de cien dólares y lo dejé en el escritorio delante de sus manos morenas y lustrosas. No lo tocó, ni siquiera lo miró.

—Yo invito —dije—. Pero gracias por pensar en ello.

Se levantó despacio, sin alterar la sonrisa, y rodeó el escritorio embutida en un vestido tan ceñido como la piel de una sirena y que demostraba que tenía una buena figura, siempre que a uno le gusten las mujeres con cuatro tallas más por debajo de la cintura que por encima.

—Le indicarré el camino —dijo.

Pasó por delante de mí y se dirigió a una estrecha pared de madera, que era todo lo que había en la habitación aparte de las ventanas y el hueco del ascensor. Abrió una puertecita, al otro lado de la cual se veía un suave resplandor que no parecía la luz del día. A estas alturas su sonrisa era más vieja que el antiguo Egipto. Apreté una vez más la sobaquera y entré.

La puerta se cerró sin ruido detrás de mí. Estaba en una habitación octogonal, tapizada con terciopelo negro, sin ventanas y con un techo negro que parecía muy lejano. En medio de la alfombra negra se alzaba una mesa octogonal blanca, y a cada lado había un taburete que parecía una versión en miniatura de la mesa. Había otro taburete igual pegado a los negros cortinones. En la mesa blanca, sobre un soporte negro, había un gran globo de cristal lechoso. De él procedía la luz. No había nada más en la habitación.

Me quedé allí parado durante unos quince segundos, con la vaga sensación de que me estaban observando. Entonces, los cortinajes de terciopelo se abrieron y un hombre entró en la habitación. Se dirigió al otro lado de la mesa y se sentó. Solo entonces se dignó mirarme.

—Siéntese enfrente de mí —dijo—. No fume y no se mueva ni enrede, si le es posible. ¿Qué puedo hacer por usted?

5

Soukesian el psíquico

Era un hombre alto, rígido como el acero, con los ojos más negros y el pelo más rubio y más fino que yo había visto en mi vida. Lo mismo podría tener treinta años que sesenta. No tenía más aspecto de armenio que yo. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, sobre un perfil tan espléndido como el de John Barrymore a los veintiocho años. Un ídolo de cine de barrio. Y yo que había esperado encontrar un tipo furtivo, oscuro y grasiento que se frotaba las manos.

Vestía un traje negro cruzado de corte perfecto, una camisa blanca y una corbata negra. Estaba tan impecable como un libro de regalo.

Tragué saliva y dije:

—No quiero que me lea el futuro. Ya sé cómo funciona este negocio.

—¿Sí? —dijo delicadamente—. ¿Y qué sabe usted?

—Dejémoslo estar —dije—. La secretaria puede pasar, porque es un buen preámbulo para la impresión que se lleva la gente al verle a usted. Lo del indio me desconcierta un poco, pero no es asunto mío. No soy un poli de la brigada de timos. Estoy aquí por un asesinato.

—Da la casualidad de que ese indio es un médium nato —dijo Soukesian con suavidad—. Son más preciosos que los diamantes y, al igual que los diamantes, a veces se encuentran en sitios asquerosos. Pero, seguramente, eso tampoco le interesa. En cuanto al crimen, tendrá usted que informarme. Nunca leo los periódicos.

—Vamos, vamos —dije—. ¿Ni siquiera para enterarse de quién cobra los cheques gordos? Muy bien, ahí va.

Y le expliqué toda la maldita historia de cabo a rabo, incluyendo lo de sus tarjetas y el lugar donde las había encontrado.

No movió ni un músculo. No es que no gritara, ni agitara los brazos ni pateara el suelo ni se mordiera las uñas. Es que no se movió en absoluto, ni siquiera un ojo o una pestaña. Se quedó allí sentado, mirándome, como un león de piedra a la puerta de la biblioteca pública.

Cuando hube terminado puso el dedo justo en la llaga.

—¿No dijo nada de las tarjetas a la policía? ¿Por qué?

—Dígamelo usted. Simplemente, no dije nada.

—Evidentemente, los cien dólares que le envié no resultan suficientes.

—Esa también es una buena idea —dije—. Pero aún no me había puesto a pensar en ello.

Se movió lo imprescindible para cruzar los brazos. Sus ojos negros eran tan poco profundos como una bandeja de cafetería o tan profundos como un agujero hasta China… lo que ustedes prefieran. En cualquier caso, no me decían nada.

—¿Me creería usted si le dijera que solo conocía a ese hombre de un modo superficial… profesionalmente?

—Lo tendría en consideración —dije.

—Ya veo que no tiene usted mucha fe en mí. Puede que el señor Paul la tuviera. ¿Había algo en aquellas tarjetas, aparte de mi nombre?

—Sí —dije—, y no le va a gustar.

Era una frase infantil, la clase de cosas que dicen los polis en los seriales policíacos de la radio. La dejó pasar sin mirarla siquiera.

—Mi profesión es muy delicada —dijo—, incluso en este paraíso de los farsantes. Déjeme ver una de esas tarjetas.

—Era una broma —dije—. No hay nada en ellas, aparte de su nombre. Saqué la cartera, extraje una tarjeta y la dejé delante de él. Me guardé la cartera. Soukesian dio la vuelta a la tarjeta con una uña.

—¿Sabe lo que creo? —dije en tono animado—. Que Lindley Paul pensó que usted podría descubrir al que lo mató, aunque la policía no lo consiguiera. Y eso significa que tenía miedo de alguien.

Soukesian descruzó los brazos y los cruzó en sentido inverso. Para él, aquello debía de equivaler a trepar por el cable de la luz y arrancar una bombilla a mordiscos.

—Usted no cree nada de eso —dijo—. Rápido, ¿cuánto quiere por las tres tarjetas y una declaración firmada de que registró el cadáver antes de avisar a la policía?

—No está mal —dije yo— para un tipo cuyo hermano vende alfombras.

Sonrió con mucha suavidad. Había algo casi agradable en su sonrisa.

—Hay vendedores de alfombras honrados —dijo—. Pero Arizmian Soukesian no es hermano mío. Nuestro apellido es bastante común en Armenia.

Asentí.

—Naturalmente, usted cree que soy un simple farsante.

—Adelante, demuéstreme que no.

—Tal vez no sea dinero lo que anda buscando —dijo con cautela.

—Tal vez no lo sea.

No le vi mover el pie, pero debió de pulsar un timbre en el suelo. Las cortinas de terciopelo negro se abrieron y el indio entró en la habitación. Ya no parecía sucio ni ridículo.

Vestía unos pantalones blancos y flojos y una túnica blanca con bordados negros. Llevaba una faja negra ciñéndole la cintura y una cinta negra atada a la frente. Sus ojos negros parecían soñolientos. Avanzó arrastrando los pies hasta el taburete situado junto a las cortinas, se sentó en él, cruzó los brazos y apoyó la cabeza en el pecho. Parecía más corpulento que nunca, como si llevara puesta aquella ropa encima de la de antes.

Soukesian extendió las manos sobre el globo lechoso colocado en la mesa blanca entre nosotros dos. La luz del lejano techo negro empezó a descomponerse y formar extrañas formas y patrones entretejidos, muy tenues porque el techo era negro. El indio continuaba con la cabeza gacha y la barbilla apoyada en el pecho, pero poco a poco fue alzando la mirada, hasta dejarla fija en las activas manos de Soukesian.

Las manos se movían rápidamente, siguiendo un patrón elegante e intrincado que podía significar cualquier cosa o no significar nada, como cuando un equipo juvenil ejecuta danzas griegas, o como guirnaldas de Navidad tiradas por el suelo… lo que ustedes prefieran.

La maciza mandíbula del indio cayó sobre su macizo pecho y, poco a poco, sus ojos se fueron cerrando como los ojos de un sapo.

—Podría haberlo hipnotizado sin tanto aparato —dijo Soukesian—. Esto es solo para dar color al espectáculo.

—Ya —dije, mirándole el cuello delgado y firme.

—Ahora necesitamos algo que haya tocado Lindley Paul —dijo—. Esta tarjeta servirá.

Se puso en pie sin ningún ruido, se acercó al indio y metió la tarjeta bajo la cinta que el indio llevaba atada a la frente. La dejó allí y volvió a sentarse.

Comenzó a murmurar en voz baja en un lenguaje gutural que no entendí. Yo seguía mirándole la garganta.

El indio empezó a hablar. Hablaba muy despacio y con dificultad, sin mover los labios, como si las palabras fueran piedras muy pesadas que tenía que arrastrar cuesta arriba bajo un sol abrasador.

—Lindley Paul mal hombre. Hacer amor a la india del jefe. Jefe muy furioso. Jefe hacer robar collar. Lindley Paul tener que recuperarlo. Hombre malo matar. Grrr.

Soukesian dio una palmada y la cabeza del indio experimentó una sacudida. Los negros ojillos sin párpados se abrieron de nuevo. Soukesian me miró sin ninguna expresión en su atractivo rostro.

—Bonito —dije—, y nada chabacano —señalé al indio con el pulgar—. Es un poco pesado para sentárselo en las rodillas, ¿verdad? No había visto un buen número de ventriloquia desde que las coristas dejaron de llevar mallas.

Soukesian sonrió muy levemente.

—Le he estado mirando los músculos de la garganta —dije—. No importa. Creo que me hago una idea. Paul había estado tonteando con la mujer de alguien. El tal alguien se puso lo bastante celoso como para hacer que lo quitaran de en medio. Como teoría, tiene sus puntos buenos. Porque lo lógico es que la señora no se pusiera ese collar de jade muy a menudo, y alguien tenía que saber que se lo iba a poner esa noche concreta, cuando se llevó a cabo el atraco. Un marido sabría esas cosas.

—Es muy posible —dijo Soukesian—. Y dado que a usted no lo mataron, es posible que no tuvieran intención de matar a Lindley Paul, sino solo de darle una paliza.

—Sí —dije—. Y aquí va otra idea. Se me tendría que haber ocurrido antes. Si de verdad Lindley Paul tenía miedo de alguien y quiso dejar un mensaje, es posible que haya algo escrito en esas tarjetas… con tinta invisible.

Aquello le afectó. Mantuvo la sonrisa, pero con una leve arruga de más en las comisuras. No tuve tiempo suficiente para sacar conclusiones.

De repente, la luz del globo lechoso se apagó y la habitación quedó completamente a oscuras. No se veía ni la propia mano. Aparté el taburete de una patada, desenfundé mi pistola y empecé a retroceder.

Una corriente de aire trajo un fuerte olor a tierra. Fue algo misterioso. Sin el más mínimo error de posición o momento, a pesar de la absoluta oscuridad, el indio me golpeó por detrás, me sujetó los brazos y comenzó a levantarme. Yo podría haber alzado una mano y rociado la habitación con disparos a ciegas, pero no lo intenté. No tenía sentido.

El indio me levantó, sujetándome los brazos contra los costados con sus dos manos. Era como si me levantara una grúa hidráulica. Luego me dejó caer de golpe y me agarró las muñecas. Me las puso a la espalda y me las retorció. Una rodilla como la esquina de una piedra angular se me clavó en la espalda. Intenté gritar. El aliento se me atascó en la garganta y no pudo salir.

El indio me tiró al suelo de costado, enroscó sus piernas en las mías mientras caíamos y me hizo un nudo. Me di un buen golpe y gran parte de su peso me cayó encima.

Todavía tenía la pistola y el indio no lo sabía. Al menos no actuaba como si lo supiera. Estaba inmovilizada entre nuestros cuerpos. Empecé a hacerla girar.

La luz se encendió de nuevo.

Soukesian estaba de pie detrás de la mesa blanca, apoyado en ella. Parecía más viejo. Había algo en su cara que no me gustó. Parecía como si tuviera que hacer algo que no le agradaba, pero estuviera dispuesto a hacerlo de todos modos.

—Conque sí, ¿eh? —dijo en voz baja—. Tinta invisible…

Entonces las cortinas se abrieron y la mujer delgada y morena entró corriendo en la habitación con un trapo blanco y maloliente en la mano. Me lo aplicó a la cara y se inclinó para mirarme bien con sus ojos negros y ardientes.

El indio gruñó un poco detrás de mí, sin dejar de sujetarme los brazos.

Tuve que aspirar el cloroformo. La fuerza que me tiraba de la garganta era demasiado potente. El olor espeso y dulzón me corroía las entrañas.

Perdí el conocimiento.

Justo antes de que me desvaneciera alguien disparó un arma dos veces. No me pareció que aquel sonido tuviera nada que ver conmigo.

Una vez más, desperté tendido al aire libre, como la noche anterior. Esta vez era de día y el sol me estaba haciendo un agujero en la pierna derecha. Vi el tórrido cielo azul, el perfil de una montaña, un roble achaparrado, yucas en flor creciendo en una ladera, más cielo azul y tórrido.

Me incorporé hasta quedar sentado. Entonces la pierna izquierda empezó a picarme como si me pincharan con minúsculas agujas. Me la froté. Me froté también el estómago. Notaba en la nariz el olor apestoso del cloroformo. Me sentía tan vacío y maloliente como un viejo bidón de petróleo.

Me puse en pie, pero no aguanté mucho tiempo así. La vomitona fue mucho peor que la de la noche anterior. Más temblores, más escalofríos y más dolor de estómago. Volví a enderezarme.

La brisa marina que subía por la ladera me infundió un poco de vida. Me tambaleé de un lado a otro como un borracho. Vi unas huellas de neumáticos en la arcilla roja y luego me quedé mirando una gran cruz de hierro galvanizado, que en otros tiempos fue blanca aunque ahora tenía la pintura completamente descascarillada. Estaba llena de casquillos vacíos para bombillas y su base era de hormigón agrietado, con una puerta abierta, en cuyo interior se veía un interruptor de cobre cubierto de verdín.

Detrás de esa base de hormigón vi los pies.

Asomaban como si tal cosa por debajo de un matorral. Estaban enfundados en zapatos de puntera dura, del tipo que solían usar los colegiales un año antes de la guerra. No había visto zapatos como aquellos más que una vez en muchos años.

Me acerqué, aparté los matorrales y vi al indio.

Sus grandes y toscas manos se extendían, fláccidas y vacías, a los costados. En su grasiento pelo negro había pegotes de barro, hojas secas y semillas silvestres. Un rayo de sol cruzaba las morenas mejillas. En su estómago, las moscas habían encontrado una buena mancha de sangre húmeda. Los ojos eran como otros muchos ojos que yo había visto, demasiados ya: entreabiertos y transparentes, pero detrás de ellos la función había terminado.

Tenía otra vez puesta su ridícula ropa de calle, y a su lado estaba tirado el grasiento sombrero, todavía con la tira del forro vuelta del revés. Ya no resultaba nada gracioso, ni parecía duro ni desagradable. No era más que un pobre diablo muerto que no se había enterado de nada.

Lo había matado yo, desde luego. Los tiros que oí los había disparado yo, habían salido de mi pistola.

No encontré la pistola. Registré mis ropas. Me faltaban las otras dos tarjetas de Soukesian, pero nada más. Seguí las huellas de neumáticos hasta un camino con rodadas muy marcadas y bajé por él. Veía muy abajo el brillo de los coches cada vez que el sol se reflejaba en los parabrisas o en la curva de un faro. Abajo había también una gasolinera y varias casas. Más a lo lejos, el azul del mar, los muelles, la larga curva de la costa hasta la punta Firmin. Había un poco de niebla y no se veía la isla Catalina.

Al parecer, a la gente con la que estaba tratando le gustaba operar en aquella parte del país.

Tardé media hora en llegar a la gasolinera. Llamé para pedir un taxi, que tuvo que venir de Santa Mónica. Me hice llevar directamente a mi apartamento de Berglund, a tres manzanas de la oficina. Me cambié de ropa, metí mi última pistola en la sobaquera y me senté junto al teléfono.

Soukesian no estaba en casa. Nadie respondía en aquel número. Tampoco Carol Pride contestó a mi llamada. No había esperado que lo hiciera. Seguramente estaría tomando el té con la señora de Philip Courtney Prendergast. Pero en la Jefatura de Policía sí que contestaron, y Reavis todavía se ocupaba del caso. No pareció alegrarse de tener noticias mías.

—¿Alguna novedad en el asesinato de Lindley Paul? —pregunté.

—Creo haberle dicho que se olvidara de eso. Y lo dije en serio. —Su voz sonaba desagradable.

—Sí que me lo dijo, pero me sigue preocupando. Me gustan los trabajos limpios. Yo creo que el marido lo hizo matar.

Hubo un momento de silencio. Luego, Reavis preguntó:

—¿El marido de quién, tío listo?

—El marido de la tía que perdió el collar de jade, naturalmente.

—Y, naturalmente, usted ha tenido que meter las narices para enterarse de quién es.

—Me enteré casi por casualidad —dije—. Solo tuve que darme por enterado.

Volvió a guardar silencio. Esta vez fue tan largo que pude oír el altavoz de su pared radiando un boletín sobre un coche robado.

Luego dijo con voz suave y muy clara:

—Me gustaría venderle una idea, sabueso. Tal vez logre hacérsela entender. Se lo digo con la mejor intención. En cierta ocasión, la Jefatura de Policía le concedió una licencia y el sheriff le dio una insignia especial. Cualquier capitán en activo al que se le calienten los cascos puede quitarle las dos cosas en un santiamén. Incluso es posible que pueda hacerlo un simple teniente… como yo. Ahora bien, ¿qué consiguió usted cuando le dieron esa licencia y esa insignia? No me responda, yo se lo voy a decir: consiguió el estatus social de una cucaracha. No era más que un cotilla de alquiler. Ya lo único que tenía que hacer era pagar un adelanto por el alquiler de una oficina y unos muebles de despacho y sentarse sobre su culo hasta que alguien le trajera un león… para que usted le metiera la cabeza en la boca y comprobara si mordía. Si el león le arrancaba una oreja de un mordisco, le demandarían a usted por mutilación. ¿Empieza a entender?

—Es un buen discurso —dije—. Yo lo utilizaba hace años. ¿Así que no quiere resolver el caso?

—Si me fiara de usted, le diría que queremos pillar a una banda de ladrones de joyas muy listos. Pero no puedo fiarme de usted. ¿Dónde está, en unos billares?

—Estoy en la cama —dije—. Me ha dado un frenesí telefónico.

—Pues llene una bolsa de agua bien caliente, póngasela en la cara y váyase a dormir como un niño bueno. ¿Quiere hacerme ese favor?

—No, prefiero salir a matar un indio, solo para entrenarme.

—Bueno, pero solo un indio, hijito.

—No se olvide de esta parte —grité, colgándole el teléfono en la cara.

6

Una dama aficionada al licor

De camino al bulevar, me tomé un trago en un bar donde me conocían: café negro con un chorro de brandy. Me dejó el estómago como nuevo, pero seguía teniendo la cabeza hecha polvo. Y todavía me olían las patillas a cloroformo.

Subí a mi oficina y entré en la salita de recepción. Esta vez había dos mujeres: Carol Pride y una rubia. Una rubia de ojos negros. Una rubia capaz de lograr que un obispo rompiera una vidriera de una patada.

Carol Pride se levantó, me miró de mala manera y dijo:

—Esta es la señora de Philip Courtney Prendergast. Lleva mucho tiempo esperando y no está acostumbrada a que le hagan esperar. Quiere contratarle.

La rubia me sonrió y extendió una mano enguantada. Le toqué la mano. Tendría unos treinta y cinco años y esa expresión soñadora en los ojos que no suele verse en unos ojos negros. Pidan lo que quieran, lo que necesiten… ella lo tenía. No presté mucha atención a su ropa. Era blanca y negra. Era lo que le había hecho ponerse un tipo que debía de entender del asunto, o ella no habría acudido a él.

Abrí la puerta de mi sala privada de meditación y las invité a pasar.

En una esquina de mi escritorio había una botella de litro medio vacía.

—Perdone que la haya hecho esperar, señora Prendergast —dije—. Tuve que salir para un asuntillo.

—No sé para qué ha tenido que salir —dijo Carol Pride en tono helado—. Aquí parece que tiene todo lo que podría necesitar.

Coloqué unas sillas para ellas, me senté, extendí la mano hacia la botella y en aquel momento sonó el teléfono junto a mi codo izquierdo.

Una voz desconocida se tomó bastante tiempo para decir:

—¿Dalmas? Bien. Tenemos su pistola. Supongo que la querrá recuperar, ¿no?

—Las dos. Soy un hombre pobre.

—Solo tenemos una —dijo la voz con suavidad—. La que les gustaría tener a los polis. Le volveré a llamar. Piénseselo.

—Gracias.

Colgué, dejé la botella en el suelo y sonreí a la señora Prendergast.

—Hablaré yo —dijo Carol Pride—. La señora Prendergast tiene un ligero resfriado y no le conviene forzar la voz.

Le dirigió a la rubia una de esas miradas de soslayo que las mujeres creen que los hombres no comprenden, la clase de mirada que te sienta como un torno de dentista.

—Bueno… —dijo la señora Prendergast, moviéndose un poco para poder ver la esquina del escritorio, donde yo había dejado la botella de whisky sobre la alfombra.

—La señora Prendergast ha depositado en mí su confianza —dijo Carol Pride—. No sé por qué, a menos que sea porque le he hecho ver cómo se podría evitar un montón de notoriedad muy desagradable.

La miré frunciendo el ceño.

—No habrá nada de eso. He hablado con Reavis hace un rato. Es tan discreto que podría hacer estallar una carga de dinamita sin hacer más ruido que un prestamista mirando un reloj de un dólar.

—Muy gracioso —dijo Carol Pride— para quien le guste esa clase de ingenio. Pero sucede que a la señora Prendergast le gustaría recuperar su collar de jade… sin que el señor Prendergast se entere de que se lo robaron. Parece ser que aún no lo sabe.

—Eso es diferente —dije. (Y una mierda que no lo sabía).

La señora Prendergast me dirigió una sonrisa que sentí hasta en los bolsillos.

—Me gusta el bourbon solo —gorjeó—. ¿Podríamos…? Solo una copita.

Saqué un par de vasitos y coloqué otra vez la botella sobre la mesa. Carol Pride se echó hacia atrás, encendió un cigarrillo con un gesto de desprecio y miró al techo. Mirarla a ella no resultaba tan difícil. Se la podía mirar durante un buen rato sin marearse. Pero la señora Prendergast tenía todo lo necesario para tirarte de espaldas a la primera.

Serví un par de tragos para las señoras. Carol Pride no se dignó tocar el suyo.

—Por si no lo sabe —dijo con aire distante—, Beverly Hills, que es donde vive la señora Prendergast, es un sitio especial en varios aspectos. Tienen coches patrulla con radio y muy poco territorio que cubrir. Y lo cubren a conciencia, porque en Beverly Hills hay dinero de sobra para pagar protección policial. En las mejores casas tienen incluso comunicación directa con la Jefatura, mediante cables que no se pueden cortar.

La señora Prendergast dio cuenta de su copa de un trago y miró la botella. La ordeñé de nuevo.

—Eso no es nada —dijo radiante—. Tenemos incluso células fotoeléctricas conectadas a nuestras cajas fuertes y armarios con pieles. Podemos acondicionar la casa de manera que ni los sirvientes puedan acercarse a ciertos sitios sin que la policía llame a la puerta a los treinta segundos. ¿No le parece maravilloso?

—Maravilloso, sí —dijo Carol Pride—. Pero eso es solo en Beverly Hills. En cuanto sales de ahí… y no puedes pasarte la vida entera en Beverly Hills, a menos que seas una hormiga… tus joyas ya no están seguras. Así que la señora Prendergast tenía un duplicado de su collar de jade hecho de esteatita.

Me senté más derecho. Lindley Paul había dado a entender que se tardaría toda una vida en reproducir la artesanía de las cuentas Fei Tsui… aun cuando se dispusiera del material.

La señora Prendergast jugueteó con su segunda copa, pero no durante mucho tiempo. Su sonrisa se iba haciendo cada vez más cálida.

—Así que si la señora Prendergast asistía a alguna fiesta fuera de Beverly Hills, se supone que tenía que llevar el collar de imitación; es decir, si quería llevar algo que pareciera jade. El señor Prendergast insistía mucho en ello.

—Y tiene un carácter espantoso —añadió la señora Prendergast.

Le puse un poco más de bourbon entre las manos. Carol Pride me miró mientras lo hacía y casi rugió.

—Pero la noche del atraco cometió un error y se puso el collar auténtico.

La miré con malicia.

—Ya sé lo que está pensando —atajó—. ¿Quién sabía que había cometido ese error? Da la casualidad de que el señor Paul lo sabía, lo supo en cuanto salieron de la casa. Él la acompañaba aquella noche.

—Él… esto… tocó un poco el collar —suspiró la señora Prendergast—. Era capaz de distinguir el jade auténtico al tacto. Me han dicho que hay gente así. Él entendía muchísimo de joyas.

Me recosté de nuevo en mi crujiente asiento.

—Qué demonios —dije con disgusto—. Tendría que haber sospechado de ese tipo desde el principio. La banda tenía que disponer de un informador en la alta sociedad. ¿Cómo si no iban a saber cuándo salían de la nevera las cosas buenas? Debió de traicionarlos, y ellos aprovecharon esa oportunidad para librarse de él.

—Sería un desperdicio de talento, ¿no le parece? —dijo Carol Pride con dulzura, mientras empujaba su vasito sobre la mesa con un dedo—. La verdad es que no me apetece, señora Prendergast. Si quiere usted otro…

—¡Buen provecho! —dijo la señora Prendergast echándoselo al coleto.

—¿Dónde y cómo se realizó el atraco? —pregunté.

—Bueno, eso también fue un poco raro —dijo Carol Pride, adelantándose a la señora Prendergast por media palabra—. Después de la fiesta, que tuvo lugar en Brentwood Heights, el señor Paul quiso pasar por el Trocadero. Iban en el coche de él. Aquellos días estaban ensanchando el bulevar Sunset hasta la carretera del Condado, no sé si se acordará. Después de estar un rato en el Troc…

—Y tomarnos unas copas —intervino la señora Prendergast, soltando una risita y echando mano a la botella.

Volvió a llenar uno de sus vasos. Mejor dicho, parte del whisky cayó en el vaso.

—… el señor Paul la llevó a casa por el bulevar Santa Mónica.

—Es la ruta más normal —dije yo—. Casi la única posible, a menos que quieras tragar un montón de polvo.

—Sí, pero también les hizo pasar por un hotel de mala muerte que se llama Tremaine y que tiene enfrente una cervecería. La señora Prendergast se fijó en un coche que estaba delante de la cervecería, que arrancó al pasar ellos y empezó a seguirlos. Está casi segura de que fue ese mismo coche el que les cerró el paso poco después. Y los atracadores sabían muy bien lo que querían. La señora Prendergast lo recuerda perfectamente.

—Pues claro —dijo la señora Prendergast—. Supongo que no insinuará que estaba borracha. Esta prenda sabe beber. Una no pierde una sarta de cuentas como esa todas las noches.

Se echó al gaznate la quinta copa.

—No sería capaz de descri… describir a aquellos tipos —añadió con voz un poco pastosa—. Lin… quiero decir, el señor Paul… es que yo le llamaba Lin, ¿sabe?… se sintió muy afectado. Por eso dio la cara luego.

—¿El dinero era de usted? ¿Los diez mil del rescate? —pregunté.

—No eran del mayordomo, encanto. Y quiero recuperar esas cuentas antes de que Court se entere. ¿Y si echamos un vistazo en esa cervecería?

Revolvió un poco el contenido de su bolso blanco y negro y sacó un puñado de billetes arrugados que dejó sobre el escritorio. Los desarrugué y los conté. Hacían un total de cuatrocientos sesenta y siete dólares. Una bonita suma. Los dejé donde estaban.

—El señor Prendergast —continuó Carol Pride con la misma dulzura—, a quien la señora Prendergast llama «Court», cree que lo que robaron fue el collar de imitación. Parece ser incapaz de distinguir el uno del otro. No sabe nada de lo que ocurrió anoche, excepto que Lindley Paul fue asesinado por unos bandidos.

—Y una mierda que no lo sabe —dije, esta vez en voz alta y con tono airado, mientras empujaba el dinero apartándolo de mí—. Me parece, señora Prendergast, que usted cree que le están haciendo un chantaje, pero se equivoca. Creo que si la historia no ha aparecido en la prensa es porque alguien está presionando a la policía. Y esta colabora de buena gana, porque lo que quiere es pillar a la banda de ladrones de joyas. Los maleantes que mataron a Paul ya están muertos.

La señora Prendergast me dirigió una mirada intensa, dura, brillante y alcohólica.

—Ni sse me había passado por la cabeza que me esstuvieran haciendo chantaje. —Empezaba a tener problemas con las eses—. Quiero mi collar y lo quiero cuanto antess. No ess cuesstión de dinero. Nada de esso. Póngame un trago.

—Lo tiene delante —dije.

Por mí, podía beber hasta caerse debajo de la mesa.

—¿No cree —dijo Carol Pride— que debería pasarse por esa cervecería y ver qué puede averiguar?

—No sacaría ni un trozo de galleta masticado —dije—. Al cuerno con esa idea.

La rubia estaba balanceando la botella por encima de sus dos vasos. Por fin consiguió servirse un trago, se lo bebió y empujó hacia mí el puñado de billetes con un gesto ligero y despreocupado, como el de un niño jugando con arena.

Se lo quité de la mano, lo ordené y pasé al otro lado del escritorio para metérselo de nuevo en el bolso.

—Si averiguo algo ya se lo haré saber —le dije—. No necesito anticipos de usted, señora Prendergast.

Aquello le gustó. Estuvo a punto de tomarse otra copa, se lo pensó mejor con el poco cerebro que le quedaba para pensar, se puso en pie y se dirigió a la puerta.

Llegué justo a tiempo de evitar que la abriera con la nariz. La sujeté por un brazo, le abrí la puerta y vi un chófer de uniforme que aguardaba apoyado en la pared de enfrente.

—Vale —dijo displicentemente, arrojando un cigarrillo a la lejanía y agarrando a la señora—. Vámonos, nena. Debería darte unos azotes en el culo, vaya que sí.

Ella soltó una risita, se agarró a él y los dos se fueron por el pasillo hasta perderse de vista al doblar la esquina. Volví a entrar en la oficina, me senté detrás de mi escritorio y miré a Carol Pride. Estaba limpiando el escritorio con una bayeta que había encontrado no sé dónde.

—Usted y su botella de oficina —dijo con amargura. Había odio en sus ojos.

—A la mierda con esa tía —dije de mal humor—. No le confiaría ni un par de calcetines viejos. Ojalá la violen de camino a casa. Y a la mierda también la historia de la cervecería.

—Su moralidad no viene al caso, señor John Dalmas. Tiene dinero a espuertas y no es tacaña con él. He visto a su marido y no es más que un tonto del haba con un talonario de cheques que nunca se agota. Si se ha hecho algún apaño, seguro que lo hizo ella. Me ha dicho que sospechaba desde hace tiempo que Paul era una especie de Raffles, pero que no le importaba mientras no se metiera con ella.

—Conque ese Prendergast es un pardillo, ¿eh? Claro, tenía que serlo.

—Largo, flaco y amarillo. Da la impresión de que el primer sorbo de leche que tomó se le agrió en el estómago y aún sigue notando el sabor.

—Paul no robó el collar.

—¿No?

—No. Y ella no tiene ningún duplicado.

Los ojos de Carol Pride se estrecharon y se volvieron más oscuros.

—Supongo que todo eso se lo ha contado Soukesian el psíquico.

—¿Quién es ese?

Ella se inclinó hacia delante un momento y luego se echó de nuevo hacia atrás, apretando el bolso contra un costado.

—Ya veo —dijo despacio—. No le gusta mi trabajo. Perdone que me haya entrometido. Creía que le estaba ayudando un poquito.

—Ya le dije que eso no es asunto mío. Váyase a casa y escriba un reportaje. No necesito ninguna ayuda.

—Creía que éramos amigos —dijo—. Creía que yo le gustaba.

Me miró durante un instante con ojos tristes y cansados.

—Tengo que ganarme la vida. Y no lo conseguiré metiéndome en el camino de la policía.

Se levantó y me miró un instante más sin decir nada. Luego cogió la puerta y salió. Oí sus pasos alejándose por el suelo de baldosas del pasillo.

Me quedé allí sentado diez o quince minutos, casi sin moverme. Intentaba adivinar por qué Soukesian no me había matado. Nada tenía sentido. Bajé al aparcamiento y me metí en mi coche.

7

Paso al otro lado de la barra

El hotel Tremaine se encontraba al otro lado de Santa Mónica, cerca de los vertederos. Una vía del ferrocarril interurbano partía la calle por la mitad. Justo cuando yo llegaba a la manzana que iba buscando, un camión con remolque pasaba por delante a setenta y cinco por hora, haciendo tanto ruido como un avión de transporte al despegar. Aceleré para adelantarlo, dejé atrás la manzana en cuestión y frené en una explanada de cemento, delante de un mercado que ya no abría. Me apeé y miré desde la esquina.

Vi el letrero del hotel Tremaine encima de una puerta estrecha, entre dos escaparates de tiendas, los dos vacíos. Era una vieja fonda de dos plantas. Estaba seguro de que las maderas olían a queroseno, las persianas estaban rotas, las cortinas eran de encaje de algodón barato y los muelles de las camas se te clavaban en la espalda. Conocía a la perfección los hoteles como el Tremaine. Había dormido en ellos, había hecho guardia en ellos, me había peleado en ellos con patronas huesudas y gruñonas, me habían pegado tiros en ellos, y todavía era posible que me sacaran de uno de ellos rumbo al depósito de cadáveres. En esos antros es donde te encuentras con la gente más tirada, los cocainómanos, los heroinómanos y demás colgados, que te sueltan un tiro antes de que puedas decir ni hola.

La cervecería estaba en mi lado de la calle. Regresé al Chrysler y entré en él para colocarme la pistola en la cintura. Luego eché a andar por la acera.

Encima de la puerta había un letrero de neón rojo que decía «Cerveza». El ventanal que daba a la calle estaba tapado por una amplia persiana, lo cual iba en contra de la ley. El local no era más que una tienda reformada, con medio escaparate. Abrí la puerta y entré.

El camarero estaba jugando a la máquina de bolas con dinero de la casa y había además un hombre sentado en un taburete, con un sombrero marrón echado hacia atrás, leyendo una carta. Los precios estaban escritos en blanco en el espejo de detrás de la barra.

La barra era un simple mostrador de madera gruesa, y de cada extremo colgaba un viejo revólver Colt 44 Frontier en una funda de baratillo que ningún pistolero se habría dignado llevar. Por las paredes había letreros impresos en los que se indicaba que no se fiaba y lo que había que hacer en caso de resaca o mal aliento. También había fotografías con bonitas piernas.

No parecía que aquel local pudiera llegar siquiera a cubrir gastos.

El camarero dejó de jugar a la máquina y se situó detrás de la barra. Tendría unos cincuenta años y parecía amargado. El fondillo de sus pantalones estaba muy gastado y se movía como si tuviera callos. El hombre del taburete seguía mascullando mientras leía la carta, escrita en tinta verde sobre papel rosa.

El camarero apoyó dos manos pecosas en la barra y me miró con cara de póquer. Yo dije «Cerveza».

La tiró despacio, retirando la espuma con un viejo cuchillo de mesa.

Sorbí la cerveza, sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Al cabo de un rato, dije:

—¿Ha visto a Lou Lid últimamente?

Aquello me pareció razonablemente seguro. Que yo supiera, no había salido nada en ningún periódico acerca de Lou Lid y el mexicano Fuente.

El camarero me miró inexpresivo. Por encima de los ojos tenía la piel granulosa como la de un lagarto. Por fin habló en un susurro ronco:

—No le conozco.

Tenía una ancha cicatriz blanca en la garganta. Algún cuchillo había pasado por allí, y aquella era la causa del susurro ronco.

De repente, el hombre que estaba leyendo la carta soltó una risotada y se palmeó un muslo.

—Tengo que contarle esto a Moose —rugió—. Esto sí que es el colmo.

Se bajó del taburete, se dirigió con paso torpe a una puerta de la pared del fondo y se metió por ella. Era un tipo moreno y robusto que parecía un don nadie. La puerta se cerró tras él.

El camarero volvió a hablar con su ronco susurro.

—Lou Lid, ¿eh? Curioso nombre. Por aquí pasa un montón de gente y yo no me sé los nombres. ¿Poli?

—Privado —dije—. Pero no se apure por eso. Solo quería tomarme una cerveza. Ese Lou Lid era un moreno, de tono claro, joven.

—Bueno, puede que lo haya visto alguna vez. Pero no me acuerdo.

—¿Quién es Moose?

—¿Moose? Es el patrón, Moose Magoon.

Sumergió una gruesa toalla en un cubo, la dobló, la retorció para escurrirla y la dejó atravesada sobre la barra, con los extremos colgando. El resultado era una porra de unos cinco centímetros de grosor y cuarenta y cinco de longitud. Con una porra de esas puedes mandar a un tipo al condado vecino, si sabes cómo usarla.

El hombre de la carta rosa volvió a entrar por la puerta trasera, todavía riéndose. Se guardó la carta en un bolsillo lateral y arrastró los pies hasta la máquina de bolas. De aquel modo quedaba situado detrás de mí. Empecé a preocuparme un poco.

Me terminé la cerveza a toda prisa y me bajé del taburete. El camarero ni se molestó en recoger mis diez centavos. Había agarrado la toalla retorcida y la balanceaba despacio, adelante y atrás.

—Buena cerveza —dije—. Gracias de todos modos.

—Vuelva por aquí —susurró, e hizo caer mi vaso de un golpe.

Aquello me distrajo durante un instante. Cuando volví a alzar la mirada, la puerta del fondo se había abierto y en el umbral había aparecido un hombre muy grande con un revólver muy grande en una mano.

No dijo nada. Se limitó a quedarse allí plantado. El revólver apuntaba hacia mí. Parecía un túnel. El tipo era moreno y muy ancho, con cuerpo de luchador. Parecía bastante duro. No daba la impresión de que Magoon fuera su verdadero nombre.

Nadie dijo nada. El camarero y el hombre del pistolón me miraban fijamente. Entonces oí un tren que venía por la vía interurbana, muy deprisa y haciendo mucho ruido. Aquel iba a ser el momento. La persiana del ventanal que daba a la calle estaba bajada y nadie podía ver lo que ocurría dentro del local. El tren haría muchísimo ruido al pasar. Un par de tiros ni se oirían.

El ruido del tren que se acercaba se volvió más fuerte. Tenía que hacer algo antes de sonara más fuerte aún.

Me tiré en plancha por encima de la barra.

Sonó un estampido que apenas se oyó entre el estrépito del tren y algo golpeó sobre mi cabeza, al parecer en la pared. Nunca llegué a saber lo que había sido. El tren pasó de largo, con un crescendo estruendoso.

Choqué con las piernas del camarero y con el mugriento suelo al mismo tiempo. El camarero se sentó encima de mi cuello.

Aquello me dejó con la nariz metida en un charco de cerveza rancia y una oreja aplastada contra un suelo de hormigón muy duro. La cabeza empezó a aullarme de dolor. Estaba tirado sobre una especie de entarimado que había detrás de la barra, medio retorcido sobre el costado izquierdo. Saqué la pistola que llevaba bajo el cinturón. De puro milagro no había resbalado, metiéndoseme por la pernera del pantalón.

El camarero emitió una especie de sonido de alarma y algo caliente me golpeó. Por el momento no oí más tiros. Tampoco yo le disparé al camarero. Lo que hice fue clavarle el cañón de la pistola en una parte que algunos tienen muy sensible. Él era uno de esos.

Se apartó de mí como una mosca espantada. Si no gritó no fue por falta de ganas. Rodé un poco más y le apliqué la pistola al fondillo de los pantalones.

—¡Quieto ahí! —rugí—. No quiero ponerme grosero contigo.

Sonaron otros dos disparos. El tren ya se había alejado mucho, pero a alguien le daba lo mismo. Los dos tiros atravesaron la madera. La barra era vieja y sólida, pero no lo bastante sólida como para detener balas de una 45. El camarero suspiró por encima de mí y algo húmedo y caliente me cayó en la cara.

—Me habéis dado, chicos —susurró, y empezó a caerme encima.

Me moví como una culebra y logré apartarme justo a tiempo. Llegué al extremo de la barra más cercano a la entrada de la cervecería y miré por la esquina. A unos veinte centímetros de mi cara, y a la misma altura, había otra cara con un sombrero marrón encima.

Nos miramos el uno al otro durante una fracción de segundo que pareció lo bastante larga para que un árbol creciera hasta la madurez, pero que en realidad fue tan breve que el camarero aún no había terminado de caer a mis espaldas.

Aquella era mi última pistola y nadie iba a quitármela. La levanté antes de que el hombre que tenía enfrente hubiera tenido tiempo de reaccionar ante la situación. No hizo nada. Solo se deslizó hacia un lado y, mientras se deslizaba, le salió por la boca un espeso borbotón de sangre.

Ese disparo sí que lo oí. Sonó tan fuerte que parecía el fin del mundo, tan fuerte que casi no me dejó oír el portazo de la puerta de atrás. Me arrastré para rodear el extremo de la barra, tropezando con un revólver ajeno tirado en el suelo, y asomé el sombrero por la esquina. Nadie disparó contra él. Asomé un ojo y parte de la cara.

La puerta del fondo estaba cerrada y el espacio hasta ella estaba vacío. Me incorporé hasta ponerme de rodillas y escuché. Oí otro portazo y el rugido de un motor de automóvil.

Me volví loco. Atravesé el local como una furia, abrí la puerta con fuerza y me lancé a través de ella. Era una trampa. Habían dado el portazo y habían puesto el coche en marcha para incitarme a salir. Llegué a ver el brazo que se abatía sobre mí blandiendo una botella.

Por tercera vez en veinticuatro horas, quedé fuera de combate.

Esa vez desperté gritando, sintiendo en la nariz el intenso picor del amoníaco. Intenté golpear un rostro, pero no tenía con qué golpearlo. Mis brazos eran como un par de anclas de cuatro toneladas. Empecé a agitarme y gemir.

La cara que tenía delante fue cobrando forma hasta transformarse en el rostro aburrido pero atento de un hombre vestido con bata blanca: un enfermero de ambulancia.

—¿Le gusta? —dijo sonriendo—. Hay quien se lo bebe acompañado de un vino tónico. Tiró de mí y algo me pellizcó en el hombro. Sentí un pinchazo.

—Una inyección de nada —dijo—. Esa cabeza está bastante mal. Así no se moverá.

Su cara desapareció. Forcé la vista, pero no lograba distinguir nada. Por fin vi un rostro de mujer, callado, despierto y preocupado: Carol Pride.

—Claro —dije—. Me siguió. Muy propio de usted.

Sonrió y se movió. Dejé de verla, pero sus dedos me acariciaron la mejilla.

—Los chicos del coche patrulla llegaron justo a tiempo —dijo—. Los malos te tenían ya envuelto en una alfombra e iban a cargarte en un camión.

Yo no veía nada bien. Un tipo grandote y colorado, con uniforme azul, apareció delante de mí, llevando en la mano una pistola con el cargador sacado. Alguien gimió en alguna parte.

Carol Pride siguió hablando:

—Había otros dos paquetes, pero esos estaban muertos. ¡Puaj!

—Váyase a casa —balbuceé a duras penas—. Escriba un reportaje.

—Eso ya lo dijiste antes, pesado. —Continuaba acariciándome la mejilla—. Pensé que te inventabas las frases sobre la marcha. ¿Mareado?

—Ya se han ocupado de eso —cortó una nueva voz—. Lleven a este herido donde puedan atenderlo. Lo quiero vivo.

Reavis se acercó a mí como si saliera de la niebla. Su rostro se fue formando poco a poco: gris, alerta y bastante huraño. Descendió como si se hubiera sentado delante de mí, muy cerca.

—¿Conque tenía que hacerse el listo? —dijo con tono cortante—. Muy bien, hable. Me importa un cuerno si le duele la cabeza. Usted se lo buscó.

—Deme un trago.

Movimientos vagos, una luz brillante, el cuello de una botella tocándome los labios. Fuerza caliente bajándome por la garganta. Parte de ella me corrió fría por la barbilla. Aparté la cabeza de la botella.

—Gracias. ¿Cogieron a Magoon… el más grandote?

—Está lleno de plomo, pero aún colea. Va de camino al centro.

—¿Encontraron al indio?

—¿Eh? —Tragó saliva.

—En unos matorrales, al pie de la Cruz de la Paz, en los Palisades. Yo lo maté. Fue sin querer.

—¡Me cago en…!

Reavis desapareció y los dedos continuaron moviéndose lenta y rítmicamente por mi mejilla.

Reavis reapareció y volvió a sentarse.

—¿Quién es ese indio? —preguntó cortante.

—El gorila de Soukesian. Soukesian el psíquico. Él…

—Sabemos quién es —me interrumpió Reavis de mal humor—. Ha estado en el limbo una hora entera, sabueso. La señorita nos ha contado lo de las tarjetas. Dice que fue culpa suya, pero yo no me lo creo. Todo esto es muy raro. Ya han ido para allá un par de muchachos.

—Estuve allí —dije—. En su casa. Sabe algo, pero no sé qué. Yo le asusté… pero no me liquidó. Qué raro.

—Es un aficionado —dijo Reavis secamente—. Eso se lo dejó a Moose Magoon. Moose Magoon era duro… hasta hace bien poco. Tiene un historial como de aquí a Pittsburgh… Tenga, pero beba con cuidado. Este es el licor para las confesiones ante mortem. Demasiado bueno para usted.

La botella me tocó los labios otra vez.

—Escuche —dije con voz pastosa—. Esa es la banda de ladrones de joyas. Soukesian era el cerebro. Lindley Paul, el informador. Debió de traicionarlos de algún modo y…

—Tonterías —dijo Reavis.

Un teléfono sonó en la lejanía y una voz dijo:

—Para usted, teniente.

Reavis se alejó. Cuando regresó no volvió a sentarse.

—Puede que tenga razón —dijo con suavidad—. Puede que la tenga, al menos en eso. En una casa de Brentwood Heights, en lo alto de la colina, hay un tipo rubio muerto en un sillón y una mujer llorando por él. Suicidio. Y en una mesa, junto a él, hay un collar de jade.

—Demasiadas muertes —dije, y me desmayé.

Desperté en una ambulancia. Al principio creí que estaba solo. Luego sentí la mano de Carol Pride y supe que no era así. Lo que sí estaba era ciego como un topo. No podía ver ni la luz. Pero eran solo vendajes.

—El médico va delante, con el conductor —dijo la chica—. Puedes cogerme la mano. ¿Te gustaría que te diera un beso?

—Si eso no me obliga a nada…

Rio en voz baja.

—Creo que vivirás —dijo, y me besó—. Te huele el pelo a whisky escocés. ¿Te bañas en él? El doctor ha dicho que no hables.

—Me sacudieron con una botella. ¿Le he dicho a Reavis lo del indio?

—Sí.

—¿Le he dicho que la señora Prendergast creía que Paul estaba mezclado…?

—Ni siquiera has mencionado a la señora Prendergast —dijo rápidamente.

No hice ningún comentario. Al cabo de un rato, ella preguntó:

—Ese Soukesian… ¿tenía pinta de conquistador?

—El doctor ha dicho que no hable —dije.

8

La rubia venenosa

Un par de semanas más tarde, bajé en coche a Santa Mónica. Me había pasado diez días en el hospital, pagados de mi bolsillo, reponiéndome de una conmoción. Moose Magoon estuvo más o menos el mismo tiempo en el pabellón penitenciario del hospital del condado, donde le sacaron del cuerpo siete u ocho balas de la policía. Al cabo de ese tiempo, lo enterraron.

Para entonces, también el caso estaba muerto y enterrado. Los periódicos ya le habían sacado todo el jugo y habían sucedido cosas nuevas, y al fin y al cabo se trataba de una simple banda de ladrones de joyas que había perdido los estribos a causa de un exceso de traiciones. Eso decía la policía, y debía de saber lo que decía. No habían encontrado ninguna joya más, pero tampoco habían esperado encontrar. Suponían que la banda daba solo un golpe cada vez, empleando mercenarios y despidiéndolos al pagarles su parte. Solo tres personas estaban verdaderamente enteradas de todo el asunto: Moose Magoon, que resultó ser armenio; Soukesian, que se valía de sus relaciones para averiguar quién poseía las joyas más interesantes; y Lindley Paul, que planeaba los golpes e informaba a la banda para que supiera cuándo darlos. Al menos, eso decía la policía, y debía de saber lo que decía.

Hacía una tarde calurosa y agradable. Carol Pride vivía en la calle Veinticinco, en una bonita casita de ladrillo rojo y cornisas blancas, con un seto delante.

Su cuarto de estar tenía una alfombra cobriza estampada, sillones tapizados de blanco y rosa, una chimenea con repisa de mármol negro y morillos altos de latón, librerías muy altas empotradas en las paredes y cortinas de color crema, combinadas con varias persianas del mismo color.

No se notaba ningún toque femenino, a excepción de un espejo de cuerpo entero con una buena porción de suelo despejado delante.

Me senté en un silloncito blando y cómodo, apoyé lo que me quedaba de cabeza y bebí escocés con soda mientras miraba sus cabellos castaños y esponjosos, sobre un vestido de cuello alto que hacía que su rostro pareciera pequeño, casi infantil.

—Apuesto a que todo esto no lo consiguió escribiendo —dije.

—Tampoco lo consiguió papá en la policía, a base de sobornos —me replicó—. Teníamos unas parcelas en Playa del Rey, si es que le interesa.

—Un poquito de petróleo —dije—. Qué suerte. No tenía por qué decírmelo. Y no empiece a ponerse respondona.

—¿Todavía conserva la licencia?

—Oh, sí —dije—. Vaya, este escocés está muy bien. No tendrá ganas de dar una vuelta en un coche viejo, ¿verdad?

—¿Quién soy yo para despreciar un coche porque sea viejo? —preguntó—. Creo que los de la lavandería le han puesto demasiado almidón en el cuello.

Sonreí, mirando el estrecho espacio entre sus cejas.

—Le besé en aquella ambulancia —dijo—. No sé si se acuerda, pero no vaya a hacerse ilusiones. Fue solo porque me daba pena que le hubieran machacado la cabeza de aquella manera.

—Soy un profesional —dije—. Nunca sacaría conclusiones de una cosa así. Vamos a dar una vuelta. Tengo que ver a una rubia en Beverly Hills. Le debo un informe.

Se puso en pie y me fulminó con la mirada.

—Oh, esa Prendergast —dijo con mala intención—. La de las piernas ortopédicas huecas.

—Es muy posible que estén huecas —dije yo.

Se ruborizó, salió a escape de la habitación y regresó aproximadamente a los tres segundos con un sombrerito octogonal muy gracioso con un botón rojo y un abrigo plisado con cuello y puños de ante.

—En marcha —dijo sin aliento.

Los Prendergast vivían en una de esas calles anchas y curvas en las que las casas parecen demasiado juntas para lo grandes que son y la cantidad de dinero que representan. Un jardinero japonés le hacía la manicura a unas pocas hectáreas de césped suave y verde, con la habitual expresión de desprecio típica de los jardineros japoneses. La casa tenía un tejado inglés de pizarra, unas cocheras, unos cuantos árboles importados muy bonitos y un emparrado con buganvilias. Era un lugar bonito y nada chillón, pero Beverly Hills es Beverly Hills, así que el mayordomo llevaba pajarita y hablaba con un acento como el de Alan Mowbray.

Nos condujo por rutas silenciosas hasta una habitación que en aquel momento estaba vacía. Tenía grandes sofás y sillones muy cómodos, tapizados en cuero amarillo claro y dispuestos en torno a una chimenea, delante de la cual, sobre el suelo reluciente pero no resbaladizo, había una alfombra tan fina como la seda y más antigua que la tía de Esopo. Un jarrón de flores en una esquina, otro sobre una mesita baja, paredes de pergamino pintado en tonos apagados, silencio, comodidad, espacio, buen gusto, un toque de lo más moderno y un toque de lo más antiguo. Una habitación muy mona.

Carol Pride arrugó la nariz al verla.

El mayordomo entreabrió una puerta forrada de cuero y la señora Prendergast entró en la habitación. Iba vestida de azul claro, con sombrero y bolso a juego, y parecía preparada para salir. Unos guantes de color azul claro golpeaban con poca fuerza un muslo azul claro. Una sonrisa, atisbos de profundidad en los ojos negros, color subido y —se notó incluso antes de que hablara— una buena cogorza.

Extendió las dos manos hacia nosotros. Carol Pride consiguió esquivar la suya. Yo estreché la mía.

—Es genial que hayan venido —exclamó—. Aún siento el gusto de aquel whisky que tenía en su despacho. Era horrible, ¿verdad?

Todos nos sentamos. Yo dije:

—La verdad es que no hacía falta que le robara el tiempo viniendo en persona, señora Prendergast. Todo salió bien y usted recuperó sus cuentas.

—Sí. Aquel hombre tan extraño. Qué curioso que resultara ser lo que era. Yo también lo conocía, ¿sabe usted?

—¿A Soukesian? Pensé que era muy posible que lo conociera —dije.

—Oh, sí, lo conocía muy bien. Supongo que le debo a usted un montón de dinero. ¿Y qué tal está su pobre cabeza?

Carol Pride estaba sentada a mi lado. Habló entre dientes, como para sí misma pero no del todo:

—Serrín y creosota. Y encima, se la comen las termitas.

Sonreí a la señora Prendergast y ella me devolvió la sonrisa como un ángel de la guarda.

—No me debe ni un centavo —dije—. Solo había una cosa…

—Imposible. Tengo que deberle algo. Pero vamos a tomar un poco de whisky, ¿eh?

Se apoyó el bolso en las rodillas, apretó algo por debajo del sillón y dijo:

—Escocés con soda, Vernon. —Estaba radiante—. ¿A que es divino? El micrófono ni se ve. Esta casa está llena de cosas así. Al señor Prendergast le encantan. Este comunica directamente con la despensa del mayordomo.

—Seguro que el que comunica con la cama del chófer también es divino —dijo Carol Pride.

La señora Prendergast no la oyó. El camarero entró con una bandeja y las bebidas ya preparadas, las sirvió y se marchó.

La señora Prendergast habló por encima del borde de su vaso.

—Fue usted muy amable al no decirle a la policía que yo sospechaba que Lin Paul fuera… bueno, ya sabe. Ni que yo tuve algo que ver con que usted acudiera a esa espantosa cervecería. Por cierto, ¿cómo lo explicó usted?

—Muy fácil. Les dije que me lo había dicho el propio Paul. Él iba con usted, ¿recuerda?

—Pero él no se lo dijo, claro. —Me pareció que sus ojos se habían puesto un poco traviesos.

—No me dijo prácticamente nada, esa es la verdad. Y por supuesto, no me dijo que estaba chantajeándola.

Me pareció notar que Carol Pride dejaba de respirar. La señora Prendergast seguía mirándome por encima del borde de su vaso. Durante un breve instante, su rostro adoptó una expresión medio tonta, como de ninfa sorprendida mientras se baña. Luego dejó el vaso con movimientos lentos, abrió el bolso que tenía en el regazo, sacó un pañuelo y lo mordió. Quedamos en silencio.

—Eso —dijo por fin en voz baja— es bastante fantástico, ¿no cree?

Le dirigí una sonrisa fría.

—La policía, señora Prendergast, es como los periódicos. Por una razón o por otra, no pueden publicar todo lo que saben. Pero eso no quiere decir que sean tontos. Reavis no es tonto. No se ha creído ni por un momento, como no me lo creo yo, que ese Soukesian fuera de verdad el jefe de una banda de ladrones de joyas de los más duros. No habría podido controlar a personajes como Moose Magoon ni cinco minutos. Le habrían pisoteado la cara solo para hacer ejercicio. Sin embargo, Soukesian tenía el collar, y eso hay que explicarlo. Yo creo que lo compró… que se lo compró a Moose Magoon, por los diez mil que usted aportó para el rescate y algo más que seguramente le pagarían por adelantado para que Moose diera el golpe.

La señora Prendergast bajó los párpados hasta casi cerrar los ojos. Luego volvió a alzarlos y sonrió. Era una sonrisa bastante macabra. A mi lado, Carol Pride no se movía.

—Alguien quería muerto a Lindley Paul —dije—. Eso es evidente. Puedes matar a un hombre sin querer con una porra, si no controlas la fuerza con la que le pegas, pero no le desparramas los sesos por toda la cara. Y si le quieres dar una paliza para que aprenda a portarse bien, no le pegas en la cabeza, porque entonces ni se dará cuenta del daño que le haces. Y lo que quieres es que se dé cuenta… para que aprenda bien la lección.

—¿Qué… qué…? —preguntó la rubia con voz ronca—. ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo?

Su rostro era una máscara. Los ojos tenían una calidez amarga, como de miel envenenada. Una de las manos revolvía el interior del bolso y acabó quedándose quieta, dentro del bolso.

—Moose Magoon podría encargarse de un trabajo así —proseguí—, si le pagaban bien. Era un tipo capaz de cualquier cosa. Y resulta que Moose era armenio, o sea, que Soukesian debía de saber cómo ponerse en contacto con él. Y Soukesian era justo la clase de tipo que se vuelve tarumba por una belleza y estaría dispuesto a hacer todo lo que ella le pidiera, incluso hacer matar a un hombre, sobre todo si ese hombre es un rival, y sobre todo si es la clase de hombre que se revuelca sobre cojines y hasta es posible que saque fotos a escondidas de sus amigas cuando se acercan demasiado al Jardín del Edén. Eso no resulta muy difícil de entender, ¿no cree, señora Prendergast?

—Tómese una copa —dijo Carol Pride en tono helado—. Está usted desvariando. No necesita decirle a esta tipa que es una golfa. Ella lo sabe de sobra. Pero ¿cómo demonios podría alguien chantajearla? Tienes que tener reputación para que te hagan chantaje.

—¡A callar! —corté—. Cuanto menos tienes, más pagas para mantenerla. —Vi que la mano de la rubia se movía rápidamente dentro del bolso—. No se moleste en sacar la pistola. No la van a colgar. Solo quería que supiera que no ha engañado a nadie, y que sé que aquella encerrona en la cervecería se preparó para acabar conmigo, después de que Soukesian se acobardara. Y usted fue la que me envió allí para que recibiera lo que me tenían preparado. Lo demás es ya agua pasada.

Pero a pesar de todo, sacó la pistola, la sostuvo apoyada en su rodilla azul clara y me sonrió.

Carol Pride le tiró un vaso. La rubia lo esquivó y la pistola se disparó. La bala fue a incrustarse suave y educadamente en la pared forrada de pergamino, a bastante altura, sin hacer más ruido que un dedo entrando en un guante.

La puerta se abrió y un hombre increíblemente alto y flaco entró a grandes zancadas en la habitación.

—Mátame a mí —dijo—. Solo soy tu marido.

La rubia le miró. Por un momento pensé que le iba a tomar la palabra.

Pero se limitó a sonreír un poco más, se guardó la pistola en el bolso y echó mano a su vaso.

—¿Otra vez escuchando? —dijo en tono aburrido—. Algún día vas a oír algo que no te va a gustar.

El hombre alto y flaco sacó del bolsillo un talonario con tapas de cuero, me miró alzando una ceja y dijo:

—¿Cuánto hace falta para que cierre la boca… para siempre?

Lo miré con sorna.

—¿Ha oído lo que se ha dicho aquí?

—Creo que sí. Con este tiempo la sonoridad es muy buena. Creo que estaba acusando a mi esposa de tener algo que ver con la muerte de alguien, ¿no es eso?

Seguí mirándolo con sorna.

—Bien. ¿Cuánto quiere? —dijo cortante—. No pienso regatear con usted. Estoy acostumbrado a los chantajistas.

—Que sea un millón —dije—. Y además, nos ha disparado. Eso serán cuatro cuartos más.

La rubia se echó a reír como una loca, y la risa se transformó primero en un chirrido y luego en un alarido. Un instante después estaba rodando por el suelo, gritando y pataleando.

El hombre alto se acercó rápidamente a ella, se agachó y la pegó en la cara con la mano abierta. La bofetada debió de oírse a un kilómetro. Cuando se incorporó de nuevo, tenía el rostro de un rojo subido y la rubia sollozaba tendida en el suelo.

—Les acompañaré a la puerta —dijo—. Puede llamarme a mi despacho mañana.

—¿Para qué? —pregunté, recogiendo mi sombrero—. Aunque esté en su despacho, seguirá siendo un pardillo.

Cogí a Carol Pride del brazo y me la llevé fuera de la habitación. Salimos de la casa en silencio. El jardinero japonés acababa de arrancar una raíz de entre el césped y la sostenía en alto, mirándola con desprecio.

Nos alejamos de allí, hacia el pie de las colinas. Cerca del viejo hotel Beverly Hills un semáforo en rojo hizo que me detuviera. Me quedé allí sentado, sujetando el volante. La chica que tenía al lado tampoco se movía, ni decía nada. Solo miraba hacia delante.

—No me he quedado nada satisfecho —dije—. No he tenido ocasión de pegar a nadie. No ha sido un gran éxito.

—Lo más probable es que ella no lo planeara a sangre fría —susurró la chica—. Simplemente se puso furiosa y alguien le dio la idea. Las mujeres como esa cogen a los hombres como quieren y, cuando se cansan de ellos, los tiran. Y todos se vuelven locos intentando recuperarlas. Es posible que todo fuera un asunto entre los dos amantes: Paul y Soukesian. Pero el señor Magoon se puso bruto.

—Ella me envió a esa cervecería —dije—, y con eso me basta. Y Paul tenía planes para Soukesian. Yo sabía que ella fallaría. Con la pistola, quiero decir.

La rodeé con un brazo. Estaba temblando.

Un coche se puso detrás de nosotros y el conductor golpeó la bocina. La escuché sonar durante un rato y luego solté a Carol Pride, salí del coche y me acerqué andando. Era un hombre enorme, al volante de un sedán.

—Esto es un semáforo —dijo en tono airado—. El callejón de los Enamorados está más arriba, en la colina. Salgan de ahí antes de que los aparte de un empujón.

—Vuelva a tocar la bocina una sola vez —dije—. Una sola vez… Y dígame en qué lado de la cara quiere el cardenal.

Sacó del bolsillo una placa de capitán de policía y me sonrió. Yo también le sonreí. Aquel no era mi día.

Volví a meterme en el deportivo, lo hice girar y puse rumbo a Santa Mónica.

—Vámonos a casa a beber un poco más de escocés —dije—. Del tuyo.