La puerta de bronce
1
El hombrecillo era de la costa de Calabar, o de Papuasia, o de Tongatabu, de algún sitio remoto por el estilo. Un constructor de imperios con arrugas en las sienes, delgado y amarillento, y un poquito borracho en la barra del club. Y llevaba una corbata universitaria descolorida que probablemente había tenido guardada años y años en una lata para que los ciempiés no se la comieran.
El señor Sutton-Cornish no lo conocía, al menos entonces, pero conocía la corbata porque era la de su propia facultad. Así que interpeló tímidamente al hombre, y este habló con él, dado que estaba un poco borracho y no conocía a nadie. Bebieron y hablaron de la vieja universidad, de esa manera peculiar y distante que tienen los ingleses, sin decirse en ningún momento los nombres, pero bastante amistosos en el fondo.
Fue muy emocionante para el señor Sutton-Cornish, porque en el club nadie hablaba nunca con él, excepto los empleados. Era un hombre demasiado abatido, demasiado introvertido, y en los clubes londinenses no tienes que hablar con la gente. Están para eso.
El señor Sutton-Cornish llegó a casa a la hora del té, con la voz un poco pastosa por primera vez en quince años. Se sentó con la mirada perdida en el cuarto de estar del piso alto, sosteniendo su taza de té tibio y repasando mentalmente la cara de aquel hombre, poniéndola más joven y más llena, una cara que pegara sobre un cuello de Eton o bajo una gorra escolar de críquet.
De pronto dio con ello y soltó una risita. Esto también era algo que no había hecho en unos cuantos años.
—Llewellyn, querida —dijo—. El Llewellyn pequeño. Tenía un hermano mayor. Lo mataron en la guerra, en la artillería montada.
La señora Sutton-Cornish le lanzó una mirada helada por encima de la bordadísima funda de la tetera. Sus ojos castaños eran apagados y desdeñosos; castañas pilongas, no frescas. El resto de su ancha cara parecía gris. La tarde de finales de octubre era gris, lo mismo que las largas y pesadas cortinas con iniciales que cubrían las ventanas. Hasta los antepasados, en las paredes, eran grises; todos menos el malo, el general.
La risita murió en la garganta del señor Sutton-Cornish. La larga mirada gris se encargó de ello. Después se estremeció un poquito y, como no estaba muy firme, le tembló la mano. Derramó su té en la alfombra, casi con delicadeza, con taza y todo.
—Vaya por Dios —dijo con voz pastosa—. Lo siento, querida. Menos mal que no me ha caído en los pantalones. Lo siento muchísimo, querida.
Durante todo un minuto, la señora Sutton-Cornish solo emitió el sonido de una mujer corpulenta al respirar. Después, algo empezó de pronto a tintinear en ella: a tintinear, crujir y chirriar. Estaba llena de ruidos raros, como una casa encantada, pero el señor Sutton-Cornish se estremeció porque sabía que su mujer estaba temblando de rabia.
—A-a-ah —jadeó ella muy, muy despacio al cabo de mucho tiempo, como un pelotón de fusilamiento—. A-a-ah. ¿Has bebido, James?
Algo se agitó de repente a sus pies. Teddy, el pomerano, dejó de roncar, levantó la cabeza y olió sangre. Soltó un ladrido breve y cortante, un simple disparo de prueba, y se puso en pie tambaleándose. Sus ojos castaños y saltones miraron con malignidad al señor Sutton-Cornish.
—Será mejor que toque el timbre, querida —dijo humildemente el señor Sutton-Cornish, poniéndose en pie—. ¿Verdad?
Ella no respondió. En cambio, le habló en voz baja al perro. Una suavidad espesa, con un toque de sadismo.
—Teddy —dijo en voz baja—. Mira a este hombre. Mira a este hombre, Teddy.
El señor Sutton-Cornish habló con voz pastosa:
—Venga, no hagas que me muerda. Que no me muerda, por favor, querida.
No hubo respuesta. Teddy se preparó y miró de reojo. El señor Sutton-Cornish desvió los ojos y miró a su antepasado malo, el general. Este vestía una guerrera escarlata con una banda azul en diagonal sobre ella, como una franja heráldica de bastardía. Tenía la tez alcohólica que los generales solían tener en sus tiempos. Llevaba un montón de condecoraciones de lo más vistoso y tenía una mirada insolente, la mirada de un pecador que no se arrepiente. El general no era ninguna florecilla. Había roto más hogares que duelos había disputado, y había disputado más duelos que batallas había ganado, y había ganado muchas batallas.
Contemplando desde abajo aquella cara de venas marcadas, el señor Sutton-Cornish hizo acopio de ánimos, se inclinó y cogió un pequeño sándwich triangular de la mesita de té.
—Toma, Teddy —dijo medio ahogado—. ¡Píllalo, chico, píllalo!
Arrojó el sándwich. Este cayó delante de las patitas castañas de Teddy. Teddy lo olfateó lánguidamente y bostezó. A él se le servían las comidas en platos de porcelana, no se las tiraban. Se deslizó inocentemente hacia el borde de la alfombra y de pronto le dio un zarpazo, gruñendo.
—¿Ahora sirves mesas, James? —dijo la señora Sutton-Cornish despacio y en tono amenazador.
El señor Sutton-Cornish se puso en pie y pisó su taza de té, que se rompió en delgados fragmentos de fina porcelana. Se estremeció de nuevo.
Pero había llegado el momento. Se dirigió deprisa hacia el timbre. Teddy casi le dejó llegar, simulando estar todavía entretenido con el borde de la alfombra. Después escupió un trozo del borde y atacó por abajo y sin hacer ruido, con sus piececitos como plumas sobre el pelo de la alfombra. El señor Sutton-Cornish ya estaba estirando el brazo hacia el timbre.
Los dientecillos brillantes perforaron rápida y expertamente una zapatilla gris perla.
El señor Sutton-Cornish chilló, giró con rapidez… y lanzó una patada. Su pulcra zapatilla centelleó bajo la luz grisácea. Un objeto pardo y sedoso voló por el aire y aterrizó cacareando.
Entonces se hizo en la habitación una calma completamente indescriptible, como el silencio del departamento más interior de un almacén de congelados a medianoche.
Teddy lloriqueó una vez con mucho arte, se arrastró con el cuerpo pegado al suelo y se metió bajo la butaca de la señora Sutton-Cornish. Las faldas moradas de esta se movieron y la cabeza de Teddy asomó despacio, enmarcada en seda, la cara de una vieja desagradable con un chal sobre la cabeza.
—Me hizo perder el equilibrio —murmuró el señor Sutton-Cornish, apoyándose en la repisa de la chimenea—. No quería… no pretendía…
La señora Sutton-Cornish se levantó. Se levantó como si congregara a su séquito a su alrededor. Su voz era el frío balido de una sirena de niebla en un río helado.
—Chinverly —dijo—. Me marcho ahora mismo a Chinverly. Ahora mismo. En este instante… ¡Borracho! Asquerosamente borracho a media tarde. Pateando a animalitos inofensivos. ¡Canalla! ¡Absoluto canalla! ¡Abre la puerta!
El señor Sutton-Cornish cruzó tambaleante la habitación y abrió la puerta. Ella salió. Teddy trotó tras ella, por el lado más alejado del señor Sutton-Cornish, y por una vez no intentó hacerla tropezar en el umbral de la puerta.
Una vez fuera, ella se volvió despacio, como un trasatlántico virando.
—James —dijo—, ¿tienes algo que decirme?
Él soltó una risita de puro nerviosismo.
Ella le lanzó una mirada espantosa, se dio la vuelta otra vez y dijo por encima del hombro:
—Esto es el final, James. El final de nuestro matrimonio.
—Por Dios, querida —dijo el señor Sutton-Cornish en tono tremebundo—. ¿Estamos casados?
Ella empezó a dar media vuelta de nuevo, pero no llegó a hacerlo. Emitió un sonido como el de alguien estrangulado en una mazmorra y echó a andar.
La puerta de la habitación quedó abierta como una boca paralizada. El señor Sutton-Cornish se quedó de pie justo en el lado de dentro, escuchando. No se movió hasta que oyó pasos en el piso de arriba, pisadas fuertes, las pisadas de ella. Suspiró y bajó la mirada a su zapatilla desgarrada. Después se escabulló escaleras abajo, hasta su largo y estrecho despacho junto al vestíbulo de entrada, y la emprendió con el whisky.
Apenas se dio cuenta de los ruidos de la partida: el equipaje al ser bajado, las voces, el traqueteo del gran coche delante de la puerta, más voces, el último ladrido de la vieja y férrea garganta de Teddy. La casa quedó en completo silencio. Los muebles esperaron burlones. Afuera, las farolas brillaban en una niebla tenue. Los taxis hacían sonar las bocinas en la calle mojada. El fuego se iba apagando en la rejilla de la chimenea.
El señor Sutton-Cornish estaba de pie ante la chimenea, oscilando un poco, mirándose la cara alargada y gris en el espejo de la pared.
—Demos un paseíto —susurró torvamente—. Tú y yo. Nunca ha habido nadie más, ¿verdad?
Salió con sigilo al pasillo, sin que lo oyera Collins, el mayordomo. Se puso la bufanda, el abrigo y el sombrero, agarró el bastón y los guantes y salió al crepúsculo sin hacer ruido.
Se paró un ratito al pie de los escalones de la entrada y levantó la mirada hacia la casa. Grinling Crescent número 14. La casa de su padre, la casa de su abuelo, la casa de su bisabuelo. Era lo único que le quedaba. Lo demás era de ella. Hasta la ropa que llevaba puesta, el dinero en la cuenta del banco. Pero la casa todavía era suya… al menos estaba a su nombre.
Cuatro escalones blancos, impolutos como almas de vírgenes, llevaban a una puerta de gruesos paneles verde manzana, pintados como se pintaban las cosas hace mucho tiempo, en la época del ocio. Tenía un llamador de latón y un pestillo sobre el pomo y uno de esos timbres que hay que hacer girar, en lugar de apretarlos o tirar de ellos, y que sonaba justo al otro lado de la puerta, lo cual era bastante ridículo si no estabas acostumbrado.
Dio media vuelta y miró al otro lado de la calle, al parquecito con verja que siempre estaba cerrado, donde en los días de sol los relamidos niños de Grinling Crescent paseaban por los cuidados senderos alrededor del estanque ornamental, junto a matas de rododendros, cogidos de las manos de sus niñeras.
Miró todo esto con un poco de fatiga, y después cuadró los delgados hombros y emprendió el camino hacia el crepúsculo, pensando en Nairobi, en Papua y en Tongatabu, pensando en el hombre de la corbata estudiantil descolorida, que ahora volvería al sitio de donde había venido y se quedaría tumbado despierto en la selva, pensando en Londres.
2
—¿Coche, señor?
El señor Sutton-Cornish se detuvo, se quedó parado al borde de la acera y miró. La voz venía de arriba, una de esas voces cerveceras enronquecidas por el viento que ya no se oyen muy a menudo. Venía del pescante de un cabriolé.
El cabriolé había salido de la oscuridad, deslizándose por la calle con la suavidad del aceite, sobre ruedas altas con llantas de caucho, con las pezuñas del caballo marcando un clop-clop lento y rítmico que el señor Sutton-Cornish no había notado hasta que el cochero se dirigió a él.
Parecía bastante real. El caballo llevaba anteojeras negras muy gastadas y tenía el característico aspecto de bien alimentado pero algo derrengado que suelen tener los caballos de coches de alquiler. Las medias puertas del cabriolé estaban plegadas hacia atrás y el señor Sutton-Cornish podía ver la tapicería gris y acolchada del interior. Las largas riendas estaban llenas de grietas y, siguiéndolas hacia arriba, vio al corpulento cochero, el sombrero de copa de ala ancha que llevaba, los grandes botones de la parte superior de su gabán y la gastada manta que envolvía su parte inferior, rodeándolo por entero. Empuñaba su largo látigo ligera y delicadamente, como debe empuñar su látigo el cochero de un cabriolé.
El problema era que ya no había cabriolés de alquiler.
El señor Sutton-Cornish tragó saliva, se quitó un guante y estiró la mano para tocar la rueda. Estaba fría, muy sólida, mojada por el barro turbio de las calles de la ciudad.
—Creo que no había visto uno de estos desde la Guerra —dijo en voz alta y muy firme.
—¿Qué guerra, jefe?
El señor Sutton-Cornish se sobresaltó. Tocó otra vez la rueda. Después sonrió y se volvió a poner el guante, despacio y con mucho cuidado.
—Voy a subir —dijo.
—Quieto, Prince —resolló el cochero.
El caballo meneó con desprecio su larga cola. Mira que decirle a él que se estuviera quieto. El señor Sutton-Cornish trepó poniendo un pie en la rueda, de manera bastante torpe porque había perdido aquella habilidad después de tantos años. Cerró las medias puertas hacia delante, se reclinó en el asiento y disfrutó del agradable olor a guarnicionería.
Se abrió la trampilla sobre su cabeza, y en la abertura apareció la inverosímil imagen de la larga nariz y los ojos alcohólicos del cochero, como un pez de las profundidades que te mira a través de la pared de cristal de un acuario.
—¿Adónde vamos, jefe?
—Pues… al Soho.
Era el sitio más exótico que se le ocurrió… para ir en un cabriolé.
—Eso no le va a gustar, jefe. Demasiados latinos.
—No hace falta que me guste —dijo el señor Sutton-Cornish en tono malhumorado.
El cochero lo miró desde lo alto, un buen ratito.
—Ya —dijo—. Al Soho. La calle Wardour, por ejemplo. Allá vamos, jefe.
La trampilla se cerró, el látigo restalló delicadamente junto a la oreja derecha del caballo y el cabriolé se puso en movimiento.
El señor Sutton-Cornish iba sentado perfectamente inmóvil, con la bufanda bien ceñida a su delgado cuello, su bastón entre las rodillas, y sus manos enguantadas agarrando el puño del bastón. Miraba en silencio hacia la niebla, como un almirante en el puente del barco. El caballo salió de Grinling Crescent haciendo clop-clop, cruzó Belgrave Square, entró en Whitehall, llegó a Trafalgar Square y la cruzó para entrar en St. Martin’s Lane.
No iba ni deprisa ni despacio, pero iba tan rápido como cualquier otro vehículo. Se movía sin ruido, excepto el clop-clop, a través de un mundo que apestaba a humos de gasolina y aceite quemado, lleno de ruidos estridentes de silbatos y toques de bocina.
Y nadie parecía fijarse, y nada parecía cruzarse en su camino. Aquello era bastante asombroso, pensó el señor Sutton-Cornish. Pero al fin y al cabo, un cabriolé no tenía nada que ver con aquel mundo. Era un fantasma, un estrato del tiempo, la primera escritura en un palimpsesto, revelada por la luz ultravioleta en un cuarto oscuro.
—Ya se sabe —dijo, hablándole a la grupa del caballo porque no había nadie más a quien hablarle—. A un hombre le pueden ocurrir cosas, si uno deja que ocurran.
El largo látigo chasqueó junto a la oreja de Prince con la ligereza de un anzuelo para truchas metiéndose en una poza pequeña y oscura bajo una roca.
—Y ya están pasando —añadió en tono sombrío.
El cabriolé fue frenando junto al bordillo y la trampilla se abrió de nuevo.
—Bueno, aquí estamos, jefe. ¿Qué tal uno de esos restaurantitos franceses de dieciocho peniques? Ya sabe, jefe. Seis platos de nada en absoluto. Si usted me invita y después le invito yo, aún nos quedamos con hambre. ¿Qué le parece?
Una mano muy fría estrujó el corazón del señor Sutton-Cornish. ¿Cenas de seis platos por dieciocho peniques? Un cochero de cabriolé que decía «¿Qué guerra, jefe?». Puede que veinte años atrás…
—¡Déjeme aquí! —dijo con voz chillona.
Abrió las portezuelas, le arrojó dinero a la cara de la trampilla, saltó a la acera por encima de la rueda.
No llegó a correr, pero caminó muy deprisa, pegado a una pared oscura de manera un tanto furtiva. Pero nada le seguía, ni siquiera el clop-clop de las pezuñas del caballo. Dobló una esquina y entró en una calle estrecha y llena de gente.
La luz venía de la puerta abierta de una tienda. «CURIOSIDADES Y ANTIGÜEDADES», decía en la fachada, en letras que habían sido doradas, de estilo gótico muy marcado. Había un foco en la acera para llamar la atención, y a su luz leyó el letrero. La voz venía de dentro, de un hombre bajito y rechoncho subido a una caja, que canturreaba sobre las cabezas de un grupo indiferente de hombres callados, aburridos, de aspecto extranjero. La voz cantarina tenía un tono de cansancio e inutilidad.
—A ver, ¿qué me ofrecen, caballeros? ¿Qué me ofrecen por este magnífico ejemplo de arte oriental? Partiremos de una libra y que ruede la bola, caballeros. Un billete de una libra en moneda del reino. A ver, ¿quién dice una libra, caballeros? ¿Quién dice una libra?
Nadie dijo nada. El hombrecillo rechoncho subido a la caja meneó la cabeza, se enjugó la cara con un pañuelo sucio y respiró hondo. Entonces vio al señor Sutton-Cornish de pie al borde de la pequeña multitud.
—¿Qué me dice, señor? —le espetó—. Tiene usted aspecto de poseer una mansión rural. Pues esta puerta está hecha para una casa de campo. ¿Qué me dice, señor? Haga una primera oferta.
El señor Sutton-Cornish parpadeó.
—¿Eh? ¿Qué es eso?
Los hombres indiferentes sonrieron levemente y cuchichearon entre ellos sin mover los gruesos labios.
—No se ofenda, señor —gorjeó el subastador—. Si tuviera usted una mansión rural, esta puerta le podría venir muy bien.
El señor Sutton-Cornish giró despacio la cabeza, siguiendo la señal de la mano del subastador, y miró por primera vez la puerta de bronce.
3
Estaba de pie por sí sola, frente a la pared de la izquierda de la tienda casi vacía. De pie sobre su propia base, a unos tres palmos de la pared. Era una puerta doble aparentemente de bronce forjado, aunque aquello pareciera imposible, dado su tamaño. Estaba muy labrada, con un largo párrafo de escritura arábiga en relieve, una historia interminable que aquí no iba a encontrar ningún oyente, una sucesión de curvas y tildes que podrían haber significado cualquier cosa, desde una antología del Corán al reglamento de un harén bien organizado.
Las dos hojas de la puerta eran solo una parte del conjunto. Tenía una ancha y pesada base por debajo, y una superestructura rematada por un arco morisco. Allí donde se juntaban los bordes de las dos hojas sobresalía una enorme llave metida en un enorme ojo de cerradura; la clase de llave que solían llevar los carceleros medievales en enormes manojos tintineantes colgados de un cinturón de cuero. Una llave de Los alabarderos de palacio, una llave de opereta.
—Ah… eso —dijo el señor Sutton-Cornish en medio del silencio—. Bueno, la verdad, ¿sabe usted?… Me temo que no, ya sabe.
El subastador suspiró. No es que hubiera tenido la menor esperanza, pero al menos la ocasión merecía un suspiro. A continuación levantó algo que podría haber sido marfil tallado, pero que no lo era, lo miró con pesimismo y empezó de nuevo:
—Vean, caballeros, tengo en la mano uno de los más bellos ejemplos…
El señor Sutton-Cornish sonrió levemente y se escurrió entre el grupo de hombres hasta llegar cerca de la puerta de bronce.
Se quedó plantado ante ella, apoyado en su bastón, que era una vaina de cuero pulido de rinoceronte sobre una varilla de acero, de color caoba mate, un bastón en el que habría podido apoyarse un hombre muy pesado. Al cabo de un rato, estiró distraídamente una mano e hizo girar la gran llave. Giró resistiéndose, pero giró. A su lado había una anilla que servía de picaporte. La hizo girar también, tiró y abrió una mitad de la puerta.
Se enderezó y, con un gesto agradablemente ocioso, introdujo el bastón por la abertura. Y entonces, por segunda vez en aquella tarde, le ocurrió algo increíble.
Se volvió bruscamente. Nadie le prestaba ninguna atención. La subasta era un fracaso. Los hombres callados se iban alejando, perdiéndose en la noche. En una pausa sonaron martillazos en el fondo de la tienda. El subastador bajito y rechoncho tenía cada vez más aspecto de estar comiéndose un huevo en mal estado.
El señor Sutton-Cornish se miró la mano derecha enguantada. No había bastón en ella. No había nada en ella. Dio un paso hacia un lado y miró detrás de la puerta. Allí no había ningún bastón en el suelo polvoriento.
No había sentido nada. No había habido ningún tirón. El bastón, simplemente, había entrado en parte por la puerta y después… simplemente había dejado de existir.
Se agachó y recogió un trozo de papel rasgado, hizo a toda prisa una bola con él, echó otra rápida mirada hacia atrás y lanzó la bola por la abertura de la puerta.
Después dejó escapar un largo suspiro en el que un arrebato neolítico luchaba con su civilizado asombro. La bola de papel no cayó al suelo por detrás de la puerta. En mitad del aire, cayó fuera del mundo visible.
El señor Sutton-Cornish estiró la mano derecha vacía y cerró despacio y con mucho cuidado la puerta. Después se quedó allí plantado, lamiéndose los labios.
Al cabo de un rato dijo en voz muy baja:
—La puerta de un harén. La puerta de salida de un harén. Vaya, es una idea.
Y una idea muy interesante, además. La dama envuelta en sedas, terminada su noche de placer con el sultán, sería conducida amablemente hasta aquella puerta, y ella la cruzaría con tranquilidad. Después, nada. Ni sollozos en la noche, ni corazones rotos, ni negro de ojos crueles y enorme cimitarra, ni lazo en una cuerda de seda, ni sangre, ni chapoteo en el Bósforo a medianoche. Simplemente, nada. Una falta de existencia limpia y fría, perfectamente sincronizada y perfectamente irrevocable. Alguien cerraría la puerta, echaría la llave, se la llevaría y por el momento eso sería todo.
El señor Sutton-Cornish no se fijó en que la tienda se estaba vaciando. Oyó débilmente que se cerraba la puerta de la calle, pero sin darle ninguna importancia. El martilleo en el interior cesó por un momento y se oyeron voces. Después, unos pasos que se acercaban. Eran pasos cansados en medio del silencio, los pasos de un hombre que ya estaba harto de la jornada y de muchas jornadas iguales. Una voz habló al costado del señor Sutton-Cornish, una voz de jornada terminada.
—Una pieza muy bien hecha, señor. Para ser sincero, se sale un poco de mi especialidad.
El señor Sutton-Cornish no lo miró todavía.
—Se sale un poco de la especialidad de cualquiera —dijo muy serio.
—Veo que le interesa, señor, después de todo.
El señor Sutton-Cornish volvió la cabeza despacio. De pie en el suelo, bajado de su caja, el subastador era una miniatura de hombre. Un hombrecillo mal vestido, arrugado, de ojos enrojecidos, para el que la vida no había sido una fiesta.
—Sí, pero ¿qué se podría hacer con ella? —preguntó el señor Sutton-Cornish con voz ronca.
—Bueno… es una puerta como otra cualquiera, señor. Un poco pesada, un poco rara, pero sigue siendo una puerta como cualquier otra.
—No sé yo —dijo el señor Sutton-Cornish, todavía con la voz ronca.
El subastador le dirigió una mirada rápida y calculadora, se encogió de hombros y desistió. Se sentó en una caja vacía, encendió un cigarrillo y se hundió derrengado en su vida privada.
—¿Cuánto pide por ella? —preguntó de pronto el señor Sutton-Cornish—. ¿Cuánto pide por ella, señor…?
—Skimp, señor. Josiah Skimp. Bueno… ¿qué tal veinte libras, señor? Solo el bronce ya debe valer eso, sin el trabajo artístico. —Los ojos del hombrecillo centelleaban de nuevo.
El señor Sutton-Cornish asintió con aire ausente.
—No sé mucho de eso —dijo.
—Es un buen montón de bronce, señor.
El señor Skimp se levantó de un salto de su caja, se acercó y abrió una hoja de la puerta, gruñendo.
—No sé ni cómo llegó aquí. Es para gigantes. No es una puerta para pequeñajos como yo. Mire, señor.
Como es natural, el señor Sutton-Cornish tuvo un presentimiento bastante horrible. Pero no hizo nada. No podía. Tenía la lengua pegada a la garganta y las piernas como de hielo. El cómico contraste entre la enormidad de la puerta y su propio cuerpecillo parecía divertir al señor Skimp. Su carita redonda reprimió la sombra de una sonrisa. Después levantó un pie y saltó.
El señor Sutton-Cornish lo miró… mientras hubo algo que mirar. A decir verdad, estuvo mirando mucho más tiempo. El martilleo en la trastienda parecía bastante atronador en aquel silencio.
Una vez más, después de mucho rato, el señor Sutton-Cornish se inclinó y cerró la puerta. Esta vez hizo girar la llave, la sacó y se la metió en el bolsillo del abrigo.
—Tengo que hacer algo —murmuró—. Tengo que… No puedo permitir que esta clase de cosas…
Se le fue apagando la voz y se estremeció violentamente, como si le hubiera acometido un dolor agudo. Después se echó a reír en voz alta, desentonada. No era una risa natural. No era una risa agradable.
—Eso ha sido una barbaridad —dijo en voz muy baja—, pero increíblemente gracioso.
Seguía allí plantado cuando un joven pálido con un martillo apareció a su lado.
—¿Ha salido el señor Skimp, señor? O sea, ¿lo ha visto usted? Tenemos que cerrar, señor.
El señor Sutton-Cornish no miró al joven pálido del martillo. Moviendo una lengua viscosa, dijo:
—Sí… el señor Skimp… ha salido.
El joven empezó a dar media vuelta. El señor Sutton-Cornish hizo un gesto.
—Le he comprado esta puerta… al señor Skimp —dijo—. Veinte libras. ¿Quiere usted hacerse cargo del dinero… y mi tarjeta?
Al joven pálido se le iluminó la cara, encantado de intervenir personalmente en una venta. El señor Sutton-Cornish sacó una billetera y extrajo de ella cuatro billetes de cinco libras y también una tarjeta de visita. Escribió en la tarjeta con un lapicerito dorado. Su mano parecía sorprendentemente firme.
—Grinling Crescent, número 14 —dijo—. Que me la envíen mañana sin falta. Es… es muy pesada. Pagaré los portes, por supuesto. El señor Skimp hará…
Se le apagó la voz de nuevo. El señor Skimp no haría nada.
—No se preocupe, señor. El señor Skimp es mi tío.
—Ah, es una… Quiero decir… bueno, tenga este billete de diez chelines para usted, ¿de acuerdo?
El señor Sutton-Cornish se alejó rápidamente de la tienda, con la mano derecha en el bolsillo, aferrando la enorme llave.
Un taxi corriente lo llevó a su casa para cenar. Cenó solo… después de tres whiskies. Pero no estaba tan solo como parecía. Ya nunca estaría solo.
4
Llegó al día siguiente, envuelta en arpillera y atada con cuerdas; no se parecía a nada en el mundo y se movía con menos agilidad que un piano de cola.
Cuatro hombres corpulentos con mandiles de cuero sudaron para subirla por los cuatro escalones de la entrada y dejarla en el vestíbulo, con mucho ir y venir de palabrotas. Tenían una pequeña grúa para ayudar a bajarla del carro, pero los escalones casi pudieron con ellos. Una vez en el vestíbulo, la montaron sobre dos plataformas con rodillos y, a partir de ahí, ya fue solo un trabajo normal, pesado y lleno de protestas. La instalaron al fondo del despacho del señor Sutton-Cornish, delante de una especie de gabinete que le había dado una idea.
Les dio unas propinas generosas, los hombres se marcharon y Collins, el mayordomo, dejó la puerta principal abierta durante un buen rato para airear la casa.
Vinieron carpinteros. Quitaron la arpillera y construyeron un marco alrededor de la puerta, para convertirla en parte del tabique del gabinete. En el tabique se abrió una puerta pequeña. Cuando terminó la obra y se limpiaron los escombros, el señor Sutton-Cornish pidió una aceitera y se encerró en su despacho. Entonces, y solo entonces, sacó la gran llave de bronce, la metió en la enorme cerradura y abrió de par en par las dos hojas de la puerta de bronce.
Engrasó las bisagras desde atrás, por si acaso. Después la cerró de nuevo y engrasó la cerradura, sacó la llave y fue a dar un largo paseo por Kensington Gardens y de regreso. Collins y la primera doncella echaron un vistazo mientras él estaba fuera. La cocinera todavía no había subido.
—No sé qué se propone el viejo loco —dijo el mayordomo en tono frío—. Le doy una semana más, Bruggs. Si ella no ha vuelto para entonces, me despido. ¿Y tú, Bruggs?
—Déjale que se divierta —replicó Bruggs, alzando la cabeza—. Esa vieja guarra con la que está casado…
—¡Bruggs!
—Donde las dan, las toman, señor Collins —dijo Bruggs, saliendo airada de la habitación.
El señor Collins se quedó el tiempo suficiente para probar el whisky del botellón cuadrado de la mesa de fumar del señor Sutton-Cornish.
En una vitrina alta y poco profunda del gabinete, detrás de la puerta de bronce, el señor Sutton-Cornish colocó unas cuantas piezas de porcelana antigua, curiosidades y marfil tallado, y unos cuantos ídolos de madera negra brillante, muy antiguos e innecesarios. No era mucha excusa para una puerta tan masiva. Añadió tres estatuillas de mármol rosa. El gabinete todavía daba la impresión de no tener mucha razón de ser. Naturalmente, la puerta de bronce nunca se abría a menos que la puerta de la habitación estuviera cerrada con llave.
Por la mañana, Bruggs, o Mary la doncella, quitaban el polvo en el gabinete, entrando, por supuesto, por la puertecita del tabique. Aquello divertía un poco al señor Sutton-Cornish, pero la diversión empezaba a perder fuerza. Habían pasado unas tres semanas desde que se marcharon su mujer y Teddy cuando ocurrió algo que le animó.
Un hombre corpulento, de pelo amarillento, con bigote encerado y ojos grises y firmes, vino a visitarlo y le enseñó una tarjeta que indicaba que era el sargento inspector Thomas Lloyd, de Scotland Yard. Dijo que un tal Josiah Skimp, subastador residente en Kennington, faltaba de su hogar con gran consternación de su familia, y que su sobrino, un tal George William Hawkins, también de Kennington, había mencionado que el señor Sutton-Cornish había estado presente en una tienda del Soho la misma noche en que desapareció el señor Skimp. De hecho, era posible incluso que el señor Sutton-Cornish hubiera sido la última persona conocida que habló con el señor Skimp.
El señor Sutton-Cornish sacó el whisky y los cigarros, juntó las puntas de los dedos y asintió muy serio.
—Lo recuerdo perfectamente, sargento. De hecho, le compré esa puerta tan rara que hay ahí. Es curiosa, ¿verdad?
El policía miró la puerta de bronce, de forma breve e inexpresiva.
—Me temo que no entiendo de estas cosas, señor. Pero ahora recuerdo que se dijo algo sobre la puerta. Les costó mucho trabajo trasladarla. Un whisky muy suave, señor. Suave de verdad.
—Sírvase, sargento. Así que el señor Skimp se largó y se ha perdido. Siento no poder ayudarle. La verdad es que no lo conocía, ¿sabe?
El policía asintió con su gran cabeza amarillenta.
—No pensaba que lo conociera, señor. Solo hace un par de días que el Yard se ocupa del caso. Una visita de rutina, ya sabe. ¿Parecía nervioso, por ejemplo?
—Parecía cansado —murmuró el señor Sutton-Smith—. Harto de todo… tal vez de todo el asunto de las subastas. Solo hablé con él un momento. Acerca de esa puerta, ya sabe. Un hombrecillo agradable… pero cansado.
El policía no se molestó en mirar de nuevo la puerta. Se terminó su whisky y se sirvió un poco más.
—No hay problemas familiares —dijo—. No hay mucho dinero, pero ¿quién lo tiene en estos tiempos? Ningún escándalo. Dicen que no era un tipo melancólico. Es raro.
—En el Soho hay tipos muy raros —afirmó el señor Sutton-Cornish con suavidad.
El policía reflexionó.
—Pero son inofensivos. En otro tiempo fue un barrio duro, pero ya no lo es. ¿Puedo preguntar qué hacía usted allí, señor?
—Dar una vuelta —dijo el señor Sutton-Cornish—. Solo estaba dando una vuelta. ¿Quiere un poco más de esto?
—Bueno, señor, la verdad… tres whiskies en una mañana… Bueno, solo este y muchas gracias, señor.
El sargento inspector Lloyd se marchó… de muy mala gana.
Unos diez minutos después de que se marchara, el señor Sutton-Cornish se levantó y cerró la puerta del despacho. Recorrió con suavidad la habitación larga y estrecha y sacó la gran llave de bronce del bolsillo interior del pecho, donde la llevaba siempre.
La puerta se abrió con facilidad y sin ruido. Estaba bien equilibrada para lo mucho que pesaba. Abrió de par en par las dos hojas.
—Señor Skimp —dijo muy suavemente hacia el vacío—. La policía le busca, señor Skimp.
La diversión que le produjo aquello le duró al menos hasta la hora del almuerzo.
5
Por la tarde, la señora Sutton-Cornish volvió a casa. Apareció de improviso ante él en el despacho, olfateó con fuerza el olor a tabaco y whisky escocés, rehusó un asiento y se quedó plantada, erguida y ceñuda, justo delante de la puerta cerrada. Teddy se quedó quieto junto a ella un momento y después se lanzó contra el borde de la alfombra.
—Deja eso, animalito. Deja eso ahora mismo, cariño —dijo la señora Sutton-Cornish.
Recogió a Teddy y lo acarició. Él se acomodó en sus brazos, le lamió la nariz y miró con desprecio al señor Sutton-Cornish.
—He descubierto —dijo la señora Sutton-Cornish, con una voz tan quebradiza como el sebo seco—, tras numerosas y muy aburridas entrevistas con mi abogado, que no puedo hacer nada sin tu colaboración. Naturalmente, me disgusta pedírtela.
El señor Sutton-Cornish hizo inútiles gestos hacia un sillón y, al ver que no se les hacía caso, se apoyó resignadamente en la repisa de la chimenea. Dijo que suponía que era así.
—Puede que se haya escapado a tu atención que todavía soy una mujer relativamente joven. Y estos son tiempos modernos, James.
El señor Sutton-Cornish sonrió sombríamente y echó una mirada a la puerta de bronce. Ella todavía no se había fijado en la puerta. Después ladeó la cabeza, arrugó la nariz y dijo con suavidad, sin mucho interés:
—¿Estás pensando en el divorcio?
—Apenas pienso en otra cosa —dijo ella, brutal.
—¿Y quieres que me enrede de la manera habitual, en Brighton, con una dama que en el tribunal se describirá como una actriz?
Ella lo fulminó con la mirada. Teddy le ayudó a fulminarlo. Sus fulminantes miradas combinadas no lograron afectar al señor Sutton-Cornish. Ahora tenía otros recursos.
—Pues con ese perro, no —dijo él tranquilamente, al ver que ella no respondía.
Ella hizo una especie de ruido furioso, un resoplido con un toque de gruñido. Después se sentó, muy despacio y pesadamente, un poco desconcertada. Dejó que Teddy saltara al suelo.
—¿De qué estás hablando, James? —preguntó, confusa.
Él caminó hacia la puerta de bronce, apoyó en ella la espalda y exploró sus bellas protuberancias con la punta de un dedo. Ni siquiera entonces se fijó ella en la puerta.
—Quieres el divorcio, querida Louella —dijo despacio—, para poder casarte con otro hombre. Eso no tiene absolutamente ningún sentido… con ese perro. No deberías pedirme que me humille. Es inútil. Ningún hombre se casaría con ese perro.
—James… ¿estás intentando chantajearme? —Su voz era terrible. Eran casi trompetazos. Teddy se escabulló hacia las cortinas de la ventana y fingió echarse a dormir.
—Y aunque alguno quisiera —dijo el señor Sutton-Cornish con una peculiar tranquilidad en su tono—, yo no debería hacerlo posible. Debería tener suficiente caridad humana…
—¡James! ¿Cómo te atreves? ¡Me pones físicamente enferma con tu insinceridad!
Por primera vez en su vida, James Sutton-Cornish se rio en la cara de su mujer.
—Has dicho dos o tres de las cosas más tontas que he tenido que escuchar en mi vida —dijo—. Eres una mujer mayor, gorda y horriblemente aburrida. Anda, ve a comprarte un gigoló si quieres que alguien te haga carantoñas. Pero no me pidas que haga el imbécil para que él pueda casarse contigo y echarme de la casa de mi padre. Y ahora, lárgate y llévate ese asqueroso escarabajo pardo.
Ella se puso en pie rápidamente, con demasiada rapidez para ella, y se quedó parada un momento, casi tambaleándose. Tenía los ojos tan en blanco como los de un ciego. En el silencio, Teddy mordió irritado una cortina, con amargos y preocupados gruñidos que ninguno de los dos advirtió.
Ella habló muy despacio y casi con suavidad:
—Veremos cuánto tiempo te quedas en la casa de tu padre, James Sutton-Cornish… mendigo.
Recorrió muy deprisa la corta distancia hasta la puerta, salió por ella y la cerró de un portazo.
El golpetazo de la puerta, un suceso insólito en aquel hogar, pareció despertar un montón de ecos que no habían tenido ocasión de actuar en mucho tiempo. Por eso el señor Sutton-Cornish no se dio cuenta al instante del leve y peculiar sonido a su lado de la puerta, una mezcla de olfateo y lloriqueo, con solo un toquecito de gruñido.
Teddy. Teddy no había llegado a la puerta. La repentina y airada salida le había pillado, por una vez, adormilado. Teddy se había quedado dentro, con el señor Sutton-Cornish.
Durante un breve momento, el señor Sutton-Cornish lo miró con aire ausente, todavía agitado por la entrevista, sin darse plena cuenta de lo que había ocurrido. El hociquillo negro y húmedo exploró la ranura por debajo de la puerta cerrada. De vez en cuando, sin dejar de lloriquear y olfatear, Teddy volvía un ojo castaño-rojizo, saltón como una canica gorda y mojada, hacia el hombre al que odiaba.
El señor Sutton-Cornish salió del trance de repente. Se enderezó y se le iluminó la cara.
—Vaya, vaya, viejo amigo —ronroneó—. Aquí estamos, y por una vez sin las señoras.
En sus ojos radiantes apareció un brillo de astucia. Teddy lo entendió y se metió debajo de una butaca. Ahora estaba callado, muy callado. Y el señor Sutton-Cornish estaba callado mientras se movía con rapidez junto a la pared y cerraba con llave la puerta del despacho. Después volvió corriendo hacia el gabinete, sacó del bolsillo la llave de la puerta de bronce y abrió la puerta de par en par.
Después volvió con paso tranquilo hacia Teddy, pasó de largo, llegó hasta la ventana. Sonrió a Teddy.
—Aquí estamos, viejo. Qué bien, ¿eh? ¿Un trago de whisky, amigote?
Teddy emitió un leve sonido bajo la butaca, y el señor Sutton-Cornish se le acercó sigilosa y delicadamente, se agachó y se lanzó sobre él. Teddy escapó a otra butaca, más al fondo de la habitación. Respiraba con fuerza y sus ojos parecían más redondos y húmedos que nunca, pero no hacía más sonido que el de su respiración. Y el señor Sutton-Cornish, que lo perseguía pacientemente de butaca en butaca, estaba tan callado como la última hoja de otoño al caer con lento balanceo en un campo sin viento.
Más o menos en aquel momento, el picaporte de la puerta giró con violencia. El señor Sutton-Cornish se detuvo para sonreír y chasquear la lengua. Sonó a continuación un fuerte golpe en la puerta. No hizo caso. Los golpes continuaron, cada vez más fuertes, acompañados por una voz furiosa.
El señor Sutton-Cornish continuó persiguiendo a Teddy. Teddy hacía lo que podía, pero la habitación era estrecha y el señor Sutton-Cornish era paciente y bastante ágil cuando quería. En aras de la agilidad, estaba muy dispuesto a parecer poco digno.
Al otro lado de la puerta continuaban los golpes y los gritos, pero dentro de la habitación las cosas solo podían terminar de una manera. Teddy llegó al umbral de la puerta de bronce, la olfateó rápidamente, estuvo a punto de levantar una despectiva pata trasera, pero no lo hizo porque el señor Sutton-Cornish estaba muy cerca de él. Soltó un ronco gruñido por encima del hombro y saltó al fatídico umbral.
El señor Sutton-Cornish volvió corriendo a la puerta de la habitación, giró la llave deprisa y sin ruido, retrocedió hasta una butaca y se despatarró en ella, riendo. Todavía estaba riendo cuando a la señora Sutton-Cornish se le ocurrió volver a probar el picaporte, descubrió que esta vez la puerta cedía y entró como una tromba en la habitación. A través de la niebla de su siniestra y solitaria risa, él vio la fría mirada de su mujer y la oyó moverse por la habitación, llamando a su Teddy.
Y después:
—¿Qué es esa cosa? —la oyó decir de pronto—. ¿Qué clase de idiotez…? ¡Teddy! ¡Ven, corderito de mamá! ¡Ven, Teddy!
Aun en plena risa, el señor Sutton-Cornish sintió que el ala de un remordimiento rozaba su mejilla. Pobrecito Teddy. Dejó de reír y se incorporó, rígido y alerta. La habitación estaba demasiado silenciosa.
—¡Louella! —llamó en voz alta.
Ningún sonido le respondió.
Cerró los ojos, tragó saliva, los volvió a abrir y atravesó la habitación mirando bien. Se detuvo mucho tiempo delante de su pequeño gabinete, mirando, mirando a través del portal de bronce la pequeña e inocente colección de trivialidades.
Cerró la puerta con manos temblorosas, se guardó la llave en el bolsillo y se sirvió un buen lingotazo de whisky.
Una voz fantasmal que sonaba parecida a la suya, pero que no era igual, dijo muy alto, muy cerca de su oído:
—Yo no pretendía nada semejante… nunca… nunca… pero nunca… o… —Y después de una larga pausa—: ¿O sí? Vigorizado por el whisky, se escabulló al vestíbulo y salió por la puerta principal sin que Collins lo viera. No había ningún coche esperando fuera. Por suerte, era evidente que ella había venido de Chinverly en tren y cogido un taxi. Claro que podían seguir la pista del taxi… más adelante, cuando se les ocurriera. De poco les iba a servir.
Lo siguiente era Collins. Pensó en Collins durante un buen rato, echando miradas a la puerta de bronce, muy tentado, pero al final meneó la cabeza en señal de negación.
—No, así no —murmuró—. Hay que trazar la raya en alguna parte. No puedo tener una procesión…
Bebió un poco más de whisky y tocó el timbre. Collins le facilitó bastante las cosas.
—¿Ha llamado, señor?
—¿A ti qué te ha parecido? —preguntó el señor Sutton-Cornish, con la voz un poco pastosa—. ¿Un canario?
La barbilla de Collins se alzó de golpe unos cinco centímetros.
—La reina viuda no cenará aquí, Collins. Y creo que yo cenaré fuera. Es todo.
Collins lo miró fijamente. Por su cara se extendió una tonalidad gris, con un poco de rubor en las mejillas.
—¿Se refiere a la señora Sutton-Cornish, señor?
El señor Sutton-Cornish hipó.
—¿A quién iba a referirme? Ha vuelto a Chinverly para estofarse en su propio jugo. Lo tiene en abundancia.
Con letal cortesía, Collins dijo:
—Tenía intención de preguntarle, señor, si la señora Sutton-Cornish va a regresar… de manera permanente. De lo contrario…
—Sigue. —Otro hipo.
—De lo contrario, yo tampoco querría quedarme, señor.
El señor Sutton-Cornish se puso en pie, se acercó a Collins y le echó el aliento en la cara. Haig & Haig. Un buen aliento, más o menos.
—¡Pues vete! —rugió—. ¡Vete ahora mismo! Sube al piso de arriba y recoge tus cosas. Te tendré preparado tu cheque. Un mes entero. Son treinta y dos libras, creo.
Collins dio un paso atrás y se dirigió a la puerta.
—Me parece perfecto, señor. Treinta y dos libras es la cantidad correcta. —Echó mano a la puerta y volvió a hablar antes de abrirla—. No necesitaré referencias de usted, señor.
Salió, cerrando la puerta con cuidado.
—¡Ja! —dijo el señor Sutton-Cornish.
Después sonrió aviesamente, dejó de fingir que estaba enfadado o borracho, y se sentó a extender el cheque.
Aquella noche cenó fuera, y la noche siguiente, y la siguiente. La cocinera se marchó al tercer día, llevándose con ella a la ayudante de cocina. Quedaban Bruggs y Mary la doncella. Al quinto día, Bruggs se echó a llorar al despedirse.
—Quisiera marcharme enseguida, señor, si usted me lo permite —sollozó—. La casa parece algo siniestra desde que se marcharon la cocinera, el señor Collins, Teddy y la señora Sutton-Cornish.
El señor Sutton-Cornish le dio una palmada en un brazo.
—La cocinera, el señor Collins, Teddy y la señora Sutton-Cornish —repitió—. Me gustaría que ella pudiera oír ese orden de precedencia.
Bruggs lo miró con los ojos enrojecidos. Él le dio otra palmadita en el brazo.
—Está bien, Bruggs. Te pagaré tu mensualidad. Y dile a Mary que se vaya también. Creo que cerraré la casa y me iré a vivir una temporada al sur de Francia. No llores, Bruggs.
—No, señor —sollozó ella, saliendo de la habitación.
Por supuesto, no se marchó al sur de Francia. Con lo divertido que era estar donde estaba, por fin solo en la casa de sus antepasados. No era exactamente algo que ellos habrían aprobado, excepto tal vez el general. Pero era lo mejor que podía hacer.
Casi de la noche a la mañana, la casa empezó a tener los murmullos de un edificio vacío. Él siempre tenía las ventanas cerradas y las persianas bajadas. Le parecía un gesto de respeto que difícilmente podía omitir.
6
Scotland Yard se mueve con la implacable seguridad de un glaciar, y a veces casi igual de despacio. Así que pasaron un mes y nueve días antes de que el sargento inspector Lloyd volviera al número 14 de Grinling Crescent.
Para entonces, hacía tiempo que los escalones de la entrada habían perdido su blanca serenidad. La puerta verde manzana había adquirido un siniestro tono gris. La placa de latón alrededor del timbre, el llamador, el gran cerrojo, todo estaba deslustrado y manchado, como la latonería de un viejo carguero que dobla con esfuerzo el cabo de Hornos. Los que llamaban al timbre se marchaban despacio, echando miradas hacia atrás, y el señor Sutton-Cornish los observaba desde el borde de una persiana bajada.
Él mismo se preparaba extrañas comidas en la cocina llena de ecos, donde entraba después de anochecer con paquetes de alimentos de aspecto desastrado. Después volvía a salir furtivamente, con el sombrero calado y el cuello del abrigo subido, echaba un rápido vistazo calle arriba y calle abajo y desaparecía doblando la esquina. El policía de servicio lo veía de vez en cuando haciendo estas maniobras y se frotaba mucho la barbilla pensando en la situación.
El señor Sutton-Cornish, que ya no era un modelo ni siquiera de elegancia venida a menos, se hizo cliente de oscuras casas de comidas donde los carreteros soplaban en su sopa en mesas sin manteles, en compartimentos como establos de caballos; en cafés para extranjeros donde hombres de pelo negro-azulado y zapatos puntiagudos se eternizaban cenando ante pequeñas botellas de vino; en anónimas y abarrotadas casas de té donde la comida parecía y sabía tan aburrida como la gente que se la comía.
Ya no era un hombre completamente cuerdo. En su risa seca, solitaria y envenenada había un sonido de paredes que se derrumban. Hasta los indigentes que holgazaneaban bajo los arcos del Embankment, que le escuchaban porque tenía monedas de seis peniques, hasta ellos se alegraban cuando pasaba de largo, pisando con cuidado con zapatos sin lustrar y balanceando airosamente el bastón que ya no llevaba.
Y por fin, una noche a altas horas, al volver en silencio de la oscuridad mate, se encontró con el hombre de Scotland Yard que rondaba cerca de los sucios escalones de la entrada, con aire de creerse escondido detrás de la farola.
—Me gustaría hablar un momento con usted, señor —dijo, avanzando a paso vivo y extendiendo las manos como si tuviera que utilizarlas de repente.
—Encantado, por supuesto —dijo el señor Sutton-Cornish con una risita—. Pase usted.
Abrió la puerta con su llave, encendió la luz y pasó con la soltura que da la costumbre sobre un montón de cartas polvorientas que había en el suelo.
—He despedido a los sirvientes —le explicó al policía—. Siempre quise vivir solo algún día.
La alfombra estaba cubierta de cerillas quemadas, ceniza de pipa, papeles rasgados, y en los rincones del vestíbulo había telarañas. El señor Sutton-Cornish abrió la puerta de su despacho, encendió la luz y se hizo a un lado. El policía pasó junto a él con cautela, fijándose mucho en el estado de la casa.
El señor Sutton-Cornish le hizo sentar en un sillón polvoriento, le alargó un cigarro y echó mano a la frasca de whisky.
—¿Negocios o placer esta vez? —preguntó con picardía.
El sargento inspector Lloyd se sujetó el casco sobre una rodilla y miró el cigarro con aire de duda.
—Lo fumaré más tarde, gracias, señor. Asunto oficial, me temo. Me han encargado investigar sobre el paradero de la señora Sutton-Cornish.
El señor Sutton-Cornish dio un animado sorbito al whisky y señaló el botellín cuadrado. Ahora bebía el whisky solo.
—No tengo ni la menor idea —dijo—. ¿Por qué? Estará en Chinverly, supongo. Una casa de campo, propiedad suya.
—Pos paice que no está allí —soltó el sargento inspector Lloyd, comiéndose letras, cosa que ya no hacía casi nunca—. Me dicen que ha habido una separación —añadió muy serio.
—Eso es asunto nuestro, amigo.
—Hasta cierto punto, sí, señor. Desde luego. Pero no cuando su abogado no puede encontrarla y nadie sabe dónde está. Entonces ya no es solo asunto suyo.
El señor Sutton-Cornish se lo pensó.
—Puede que tenga algo de razón, como dicen los americanos —concedió.
El policía se pasó una mano grande y pálida por la frente y se inclinó hacia delante.
—Hablemos de ello, señor —dijo en voz baja—. A la larga es mejor. Mejor para todos. No se gana nada haciéndose el tonto. La ley es la ley.
—Tome un poco de whisky —ofreció el señor Sutton-Cornish.
—No, esta noche no —dijo muy serio el sargento de policía Lloyd.
—Ella me dejó —dijo el señor Sutton-Cornish, encogiéndose de hombros—. Y debido a eso, los sirvientes me dejaron. Ya sabe cómo está el servicio en estos tiempos. Aparte de eso, no tengo ni idea.
—Ah, sí, ya lo creo que sí —replicó el policía, perdiendo un poco más de sus modales del West End—. Aún no se han presentado cargos, pero yo creo que lo sabe todo, todo.
El señor Sutton-Cornish sonrió airoso. El policía frunció el ceño y continuó.
—Me he tomado la libertad de vigilarle, y para ser un caballero de su posición, está viviendo una vida muy rara, si me permite decirlo.
—Puede decirlo y después puede largarse de mi casa e irse al diablo —dijo bruscamente el señor Sutton-Cornish.
—No tan deprisa. Todavía no me voy.
—Tal vez le gustaría registrar la casa.
—Tal vez sí. Y tal vez lo haga. No hay prisa. Eso lleva tiempo. A veces hacen falta palas. —El sargento inspector Lloyd se permitió una mueca desagradable—. Parece que la gente tiende a desaparecer cuando usted anda cerca. Como ese Skimp. Y ahora, como la señora Sutton-Cornish.
El señor Sutton-Cornish lo miró con deliberada malicia.
—Y según su experiencia, sargento, ¿adónde va la gente cuando desaparece?
—A veces no desaparecen. A veces alguien los hace desaparecer. —El policía se lamió los gruesos labios, con una expresión algo parecida a la de un gato.
El señor Sutton-Cornish levantó despacio la mano y señaló la puerta de bronce.
—Usted lo ha querido, sargento —dijo con suavidad—. Pues lo va a tener. Ahí es donde debe buscar al señor Skimp, a Teddy el pomerano y a mi esposa. Ahí, detrás de esa antigua puerta de bronce.
El policía no desvió la mirada. Durante un largo momento no cambó de expresión. Después sonrió amablemente. Había algo más detrás de sus ojos, pero estaba detrás.
—Será mejor que usted y yo demos un pequeño paseo —dijo en tono animado—. El aire fresco le sentará muy bien, señor. Vamos…
—Ahí —declaró el señor Sutton-Cornish, todavía señalando con el brazo rígido—. Detrás de esa puerta.
—No, no. —El sargento inspector Lloyd meneó un largo dedo con aire pícaro—. Lleva usted solo mucho tiempo, señor. Pensando en cosas. Yo también lo hago de vez en cuando. Se le ablanda a uno la pelota. Venga a dar un paseíto conmigo, señor. Podemos parar a tomar un buen…
El corpulento rubio se llevó el dedo índice a la punta de la nariz y echó atrás la cabeza, agitando al mismo tiempo el meñique en el aire. Pero sus firmes ojos grises seguían estando de otro humor.
—Antes vamos a mirar mi puerta de bronce.
El señor Sutton-Cornish se levantó de un salto de su sillón. El policía lo agarró del brazo al instante.
—Nada de eso —dijo con voz gélida—. Estese quieto.
—La llave está aquí —replicó el señor Sutton-Cornish, señalándose el bolsillo del pecho, pero sin intentar meter la mano.
El policía sacó la llave por él y la miró muy serio.
—Todos están detrás de la puerta… en ganchos para carne —dijo el señor Sutton-Cornish—. Los tres. Un gancho pequeñito para Teddy. Un gancho muy grande para mi mujer. Un gancho grandísimo.
Sujetándolo con la mano izquierda, el sargento inspector Lloyd se lo pensó. Sus pálidas cejas seguían fruncidas. Su ancha y curtida cara seguía severa… pero escéptica.
—No se pierde nada por mirar —dijo por fin.
Empujó al señor Sutton-Cornish a través de la habitación, metió la llave de bronce en la enorme cerradura antigua, hizo girar la anilla y abrió la puerta. Abrió las dos hojas. Se quedó mirando al interior del muy inocente gabinete con su vitrina de cacharritos y absolutamente nada más. Se puso otra vez de buen humor.
—¿Ganchos para carne ha dicho, señor? Muy gracioso, si me permite decirlo.
Se echó a reír, soltó el brazo del señor Sutton-Cornish y se balanceó sobre los talones.
—¿Para qué demonios es esto? —preguntó.
El señor Sutton-Cornish se inclinó muy rápidamente y lanzó su delgado cuerpo a toda velocidad contra el corpulento policía.
—¡Dé usted un paseo… y averígüelo! —gritó.
El sargento inspector Lloyd era un hombre alto y fuerte, y probablemente estaba acostumbrado a que le embistieran. El señor Sutton-Cornish no habría podido desplazarlo ni un palmo, ni siquiera tomando carrerilla. Pero la puerta de bronce tenía un alto travesaño en la base. El policía se movió con la engañosa velocidad de su oficio, ladeó el cuerpo justo lo suficiente, y su pie tropezó con el escalón de bronce.
De no haber sido por eso, habría levantado limpiamente al señor Sutton-Cornish en el aire con el pulgar y el índice, haciéndole retorcerse como un gatito. Pero el travesaño le hizo perder el equilibrio. Se tambaleó un poco y apartó por completo el cuerpo de la trayectoria del señor Sutton-Cornish.
El señor Sutton-Cornish embistió al vacío, el espacio vacío enmarcado por la majestuosa puerta de bronce. Se derrumbó desmadejado hacia delante, tratando de agarrarse, cayendo, agarrándose, a través del umbral.
El sargento inspector Lloyd se enderezó despacio, giró su grueso cuello y miró. Se apartó un poco del umbral para estar completamente seguro de que el marco de la puerta no le ocultaba nada. Y así era. Vio una vitrina con piezas sueltas de porcelana, figuritas de marfil tallado y madera negra reluciente, y encima de la vitrina tres estatuillas de mármol rosa.
No vio nada más. No había nada más que ver.
—¡Que me aspen! —dijo al fin, en voz muy alta. Al menos le pareció que lo había dicho. Alguien lo había dicho. No estaba muy seguro. Después de aquella noche, nunca estuvo completamente seguro de nada.
7
El whisky parecía bueno. También olía bien. Temblando de tal manera que apenas podía sostener la frasca, el sargento inspector Lloyd sirvió un poco en un vaso, se echó un sorbo en la boca seca y esperó.
Al cabo de un rato bebió otra cucharada. Siguió esperando. Después se tomó un buen trago, un trago de los fuertes.
Se sentó en la butaca junto al whisky, sacó del bolsillo un pañuelo grande de algodón, doblado, lo desplegó despacio y se enjugó la cara, el cuello y detrás de las orejas.
Al poco rato ya no temblaba tanto. El calor empezó a circular por su cuerpo. Se puso en pie, bebió un poco más de whisky, volvió al fondo de la habitación, despacio y de mala gana.
Cerró la puerta de bronce, echó la llave y se la guardó en el bolsillo. Abrió la puerta lateral del tabique, hizo acopio de ánimos y entró por ella en el gabinete. Miró la parte de atrás de la puerta de bronce. La tocó. No había mucha luz, pero se veía que el cuarto estaba vacío, exceptuando la estúpida vitrina. Salió meneando la cabeza.
—No puede ser —dijo en voz alta—. No es posible. Ni media posibilidad.
Después, con la repentina irracionalidad de los hombres razonables, montó en cólera.
—Si me empapelan por esto —dijo entre dientes—, que me empapelen.
Bajó al oscuro sótano, revolvió hasta encontrar un hacha de mano y se la llevó al piso de arriba.
A hachazo limpio hizo astillas los montantes de madera. Cuando terminó, la puerta de bronce estaba en pie por sí sola sobre su base, con madera astillada a todo su alrededor, pero ya sin ninguna sujeción. El sargento inspector Lloyd dejó el hacha, se limpió las manos y la cara con su ancho pañuelo y se situó detrás de la puerta. La empujó con el hombro, apretando los fuertes dientes amarillos.
Solo un hombre con una fuerza inmensa y una determinación brutal habría podido hacerlo. La puerta cayó hacia delante con un golpe estrepitoso que pareció sacudir toda la casa. Los ecos del estruendo se apagaron poco a poco por infinitos pasillos de incredulidad.
Después, la casa quedó en silencio de nuevo. El hombretón salió al vestíbulo y echó otro vistazo desde la puerta principal.
Se puso el abrigo, se ajustó el casco, dobló con cuidado el pañuelo húmedo y se lo metió en el bolsillo del costado, encendió el cigarro que le había dado el señor Sutton-Cornish, echó un trago de whisky y fue contoneándose hacia la puerta.
En la puerta se volvió y le lanzó una mirada de deliberado desprecio a la puerta de bronce, que estaba caída pero todavía se veía enorme entre los montones de astillas.
—Vete al infierno, quienquiera que seas —dijo el sargento inspector Lloyd—. Yo no soy ningún mequetrefe.
Cerró la puerta de la casa al salir. Había un poco de niebla afuera, unas cuantas estrellas borrosas, una calle tranquila con ventanas iluminadas. Dos o tres coches de aspecto lujoso, muy probablemente con chóferes holgazaneando en su interior, pero nadie a la vista.
Cruzó la calle en diagonal y caminó junto a la alta verja de hierro del parque. Entre las matas de rododendros se vislumbraba el brillo apagado del estanque ornamental. Miró calle arriba y calle abajo y sacó del bolsillo la gran llave de bronce.
—A ver si acertamos —se dijo a sí mismo en voz baja.
Su brazo describió un arco hacia arriba. Hubo un ligero chapoteo en el estanque, y después silencio. El sargento inspector Lloyd siguió su camino tranquilamente, dando chupadas a su cigarro.
De vuelta en el Departamento de Investigación Criminal, presentó su informe sin vacilaciones y, por primera y última vez en su vida, había en él algo que se apartaba de la verdad. En la casa nadie había respondido a sus llamadas. Todo estaba a oscuras. Había esperado tres horas. Debían de estar todos fuera.
El inspector jefe asintió y bostezó.
Con el tiempo, los herederos de los Sutton-Cornish recurrieron a los tribunales reivindicando la casa, abrieron el número 14 de Grinling Crescent y encontraron la puerta de bronce caída sobre un montón de polvo, astillas de madera y espesas telarañas. La miraron con ojos desorbitados y cuando vieron lo que era hicieron llamar a comerciantes, pensando que podían sacar algo de dinero de ella. Pero los comerciantes suspiraron y dijeron que no, que aquel tipo de cosas ya no valía dinero. Era mejor enviarla a una fundición para vender el metal fundido. A tanto la libra. Los comerciantes se marcharon sin ruido y con sonrisas forzadas.
A veces, cuando las cosas están un poco aburridas en la sección de Personas Desaparecidas del D.I.C., sacan el expediente del caso Sutton-Cornish, le quitan el polvo, lo miran de arriba abajo con amargura y lo guardan de nuevo.
A veces, cuando el inspector Thomas Lloyd —antes sargento inspector— va caminando por una calle anormalmente oscura y silenciosa, se gira de pronto sin motivo alguno y salta hacia un lado con rápida y angustiada agilidad.
Pero en realidad allí no hay nadie que intente embestirlo.