Gas de Nevada

1

Hugo Candless estaba en medio de la pista de squash, con su corpachón doblado por la cintura, sujetando delicadamente la pelota negra entre el pulgar y el índice de la mano izquierda. La dejó caer cerca de la línea de servicio y le dio un golpe rápido con la raqueta de mango largo.

La pelota chocó contra la pared de enfrente, un poco más abajo de la mitad, voló hacia atrás en una curva alta y perezosa y pasó casi rozando el techo blanco y las luces protegidas por mallas metálicas. Se deslizó lánguidamente por la pared de atrás, sin tocarla lo suficiente para rebotar.

George Dial le lanzó un golpe descuidado y el extremo de su raqueta chocó contra la pared de cemento. La pelota cayó muerta.

—Se acabó, jefe —dijo—. Doce a catorce. Eres demasiado bueno para mí.

George Dial era alto, moreno, atractivo, al estilo de Hollywood. Estaba bronceado y magro, y tenía un aspecto duro, de aire libre. Todo en él era duro, excepto sus labios blandos y carnosos y sus grandes ojos de vaca.

—Sí, siempre he sido demasiado bueno para ti —gorjeó Hugo Candless.

Se echó hacia atrás desde su gruesa cintura y rio con la boca muy abierta. El sudor le brillaba en el pecho y en el vientre. Estaba desnudo, a excepción de unos calzones cortos azules, calcetines blancos de lana y gruesas zapatillas con suelas de goma. Tenía el pelo gris y una ancha cara de luna con la nariz y la boca pequeñas, y los ojos muy vivos y centelleantes.

—¿Quieres otra paliza? —preguntó.

—No, si no es imprescindible.

Hugo Candless frunció el ceño.

—Muy bien —se limitó a decir.

Se puso la raqueta bajo el brazo y sacó una bolsa de hule de los pantalones, y de ella un cigarrillo y una cerilla. Encendió el cigarrillo con un gesto teatral y tiró la cerilla en medio de la pista, donde alguien tendría que recogerla.

Abrió de golpe la puerta de la pista de squash y desfiló por el pasillo que llevaba a los vestuarios sacando pecho. Dial caminaba detrás de él en silencio, con andares de gato, con elegante agilidad. Entraron en las duchas.

Candless se puso a cantar bajo el agua, se cubrió de jabón el voluminoso cuerpo, se dio una ducha fría después de la caliente, y le encantó. Se secó con total despreocupación, agarró otra toalla y salió de las duchas con paso majestuoso, al tiempo que le pedía a gritos al asistente que trajera hielo y ginger ale.

Un negro con una chaqueta blanca almidonada acudió a toda prisa con una bandeja. Candless firmó la nota con un floreo, abrió su gran taquilla doble y plantó una botella de Johnny Walker sobre la mesa redonda y verde que había en el pasillo de las taquillas.

El asistente mezcló las bebidas con cuidado, dos copas, dijo «Ya está, señor Candless», y se marchó con un cuarto de dólar en la palma de la mano.

George Dial, completamente vestido con un elegante traje de franela gris, llegó doblando la esquina del pasillo y levantó una de las copas.

—¿Damos por terminado el día, jefe? —Miró la luz del techo a través de la copa, con los ojos entornados.

—Supongo que sí —dijo Candless magnánimamente—. Creo que iré a casa e invitaré a algo a la mujercita. —Le dirigió a Dial una rápida mirada de reojo con sus ojillos.

—¿Te importa que no vaya a casa contigo? —preguntó Dial con naturalidad.

—A mí me da igual, pero Naomi no pensará lo mismo —dijo Candless en tono desagradable.

Dial hizo un ruido suave con los labios, se encogió de hombros y dijo:

—Te gusta fastidiar a la gente, ¿eh, jefe?

Candless no respondió ni lo miró. Dial se quedó callado con su bebida y observó cómo el grandullón se ponía la ropa interior de raso con sus iniciales, calcetines morados con cuadrados grises, una camisa de seda también con sus iniciales y un traje a cuadritos blancos y negros que le hacía parecer tan grande como un granero.

Cuando fue el turno de la corbata morada, ya estaba gritándole al negro para que viniera a mezclar otra copa.

Dial rechazó el segundo trago, saludó con la cabeza y se marchó discretamente por la estera entre las altas taquillas verdes.

Candless terminó de vestirse, se bebió su segundo whisky, guardó la botella y se metió un grueso cigarro en la boca. Hizo que el negro se lo encendiera. Salió contoneándose y saludando a gritos por aquí y por allá.

El vestuario pareció muy tranquilo cuando se hubo ido. Solo se oyeron algunas risitas.


Estaba lloviendo fuera del club Delmar. El portero con librea ayudó a Hugo Candless a ponerse el impermeable blanco con cinturón y fue a buscar su coche. Cuando lo tuvo delante de la marquesina, cubrió a Hugo con un paraguas por la pasarela de madera que llevaba hasta la acera. El coche era una limusina Lincoln azul marino con una raya de color canela. El número de matrícula era 5A6.

El chófer, con un impermeable negro con el cuello subido hasta las orejas, no volvió la cabeza. El portero abrió la puerta y Hugo Candless entró y se hundió en el mullido asiento.

—Buenas noches, Sam. Dile que vamos a casa.

El portero se tocó la gorra, cerró la puerta y transmitió las órdenes al conductor, que asintió sin girar la cabeza. El coche echó a rodar bajo la lluvia.

La lluvia caía oblicuamente, y en el cruce unas repentinas ráfagas de viento la hicieron repicar contra los cristales de la limusina. Las esquinas de la calle estaban llenas de gente intentando cruzar Sunset Boulevard sin que los salpicaran. Hugo Candless sonrió compasivo al verlos.

El coche salió de Sunset, cruzó Sherman y torció hacia las colinas. Empezó a correr muy rápido. Iba por un bulevar con poco tráfico.

Hacía mucho calor en el coche. Todas las ventanillas estaban cerradas y la mampara de cristal que separaba el asiento del conductor de los asientos traseros estaba corrida del todo. El humo del cigarro de Hugo era denso y asfixiante en el compartimento posterior de la limusina.

Candless frunció el ceño y estiró un brazo para bajar una ventanilla. La manivela no funcionaba. Probó la del otro lado. Tampoco. Empezó a ponerse furioso. Fue a agarrar el telefonillo para gritarle al conductor. No había ningún telefonillo.

El coche torció bruscamente y empezó a subir una larga y recta cuesta con eucaliptos a un lado y sin casas. Candless sintió un escalofrío en la espalda que le subía y le bajaba por la espina dorsal. Se inclinó hacia delante y golpeó el cristal con el puño. El conductor no se giró. El coche iba muy veloz por la oscura carretera de la colina.

Hugo Candless buscó con rabia el picaporte de la puerta. Ninguna de las dos puertas tenía. Una desagradable mueca de incredulidad apareció en la amplia cara de luna de Hugo.

El conductor se inclinó hacia la derecha y tocó algo con la mano enguantada. Hubo un repentino sonido agudo y silbante. Hugo Candless empezó a percibir un olor a almendras.

Muy débil al principio… muy débil y bastante agradable. El sonido silbante continuó. El olor a almendras se volvió más amargo, más fuerte y muy mortífero. Hugo Candless dejó caer el cigarro y golpeó con toda su fuerza el cristal de la ventanilla más próxima. No se rompió.

El coche había llegado a lo alto de la colina, más allá de las escasas farolas de las zonas residenciales.

Candless se tumbó en el asiento y levantó un pie para golpear con fuerza la mampara de vidrió que lo separaba del conductor. No llegó a dar la patada. Sus ojos ya no veían. La cara se le deformó en un gruñido y la cabeza cayó hacia atrás contra el respaldo, perdiéndose entre sus anchos hombros. El sombrero de fieltro blando estaba arrugado sobre su gran cráneo cuadrado.

El conductor echó un vistazo hacia atrás, mostrando por un instante una cara delgada, de halcón. Después, se inclinó de nuevo hacia la derecha y el ruido silbante paró.

Paró a un lado de la carretera desierta y apagó el motor y todas las luces. La lluvia producía un golpeteo sordo contra el techo.

El conductor salió y abrió una de las puertas traseras del coche; inmediatamente retrocedió a toda prisa, tapándose la nariz.

Se quedó un rato a cierta distancia, mirando carretera arriba y carretera abajo.

En la parte trasera de la limusina, Hugo Candless no se movía.

2

Francine Ley estaba sentada en una butaca roja y baja al lado de una mesa sobre la que había un cuenco de alabastro. El humo del cigarrillo que acababa de dejar en el cuenco flotó hacia arriba, creando dibujos en el aire inmóvil y cálido. Tenía las manos cruzadas detrás de la cabeza, y sus ojos de color azul humo eran lánguidos e invitadores. El pelo castaño rojizo estaba peinado en ondas poco marcadas. En los valles de las ondas había sombras azuladas.

George Dial se inclinó sobre ella y la besó en los labios, con fuerza. Sus labios estaban calientes al besarla, y él temblaba un poco. La chica no se movió. Le sonrió perezosamente cuando él se enderezó de nuevo.

Con una voz ronca y entrecortada, Dial dijo:

—Escucha, Francy. ¿Cuándo vas a dejar a ese jugador y me vas a permitir que cuide de ti?

Francine Ley se encogió de hombros sin quitar las manos de detrás de la cabeza.

—Es un jugador honrado, George —dijo arrastrando las palabras—. Hoy en día, eso es algo, y tú no tienes suficiente dinero.

—Puedo conseguirlo.

—¿Cómo? —Su voz era baja y ronca; a George Dial le conmovía como un violonchelo.

—De Candless. Sé muchas cosas de ese pájaro.

—¿Por ejemplo? —preguntó Francine Ley sin ganas.

Dial le sonrió con ternura desde lo alto. Abrió mucho los ojos en una expresión deliberadamente inocente. Francine Ley pensó que el blanco de sus ojos estaba ligeramente teñido de un color que no era blanco.

Dial esgrimió un cigarrillo sin encender.

—Muchas. Como que el año pasado se la jugó a un tipo duro de Reno. Un medio hermano del tipo duro estaba aquí, acusado de asesinato, y Candless se embolsó veinticinco de los grandes para librarlo. Sin embargo, hizo un trato con el fiscal del distrito en relación con otro caso y dejó que condenaran al hermano del tipo duro.

—¿Y qué hizo el tipo duro al respecto? —preguntó Francine Ley con suavidad.

—Nada… todavía. Supongo que cree que fue juego limpio. No se puede ganar siempre.

—Pero podría hacer mucho, si se enterara —dijo Francine Ley, asintiendo—. ¿Quién era el tipo duro, Georgie?

Dial bajó la voz y se inclinó de nuevo sobre ella.

—Soy un idiota por decirte esto. Un hombre llamado Zapparty. No lo he visto en mi vida.

—Ni te conviene verlo nunca, si eres sensato, Georgie. No, gracias. No voy a meterme en un lío como ese contigo.

Dial sonrió levemente, mostrando unos dientes uniformes en un rostro moreno y suave.

—Déjamelo a mí, Francy. Tú olvídate de todo, excepto de que estoy loco por ti.

—Pon algo de beber —dijo la chica.

Estaban en la habitación de un apartamento de hotel. Toda roja y blanca, con decoración muy formal, demasiado rígida. Las paredes blancas tenían diseños rojos pintados, las persianas venecianas blancas estaban enmarcadas en cortinajes blancos, delante de la chimenea de gas había una alfombra semicircular roja con el reborde blanco. Y contra una pared, entre las ventanas, había un escritorio blanco en forma de riñón.

Dial se acercó al escritorio y sirvió whisky escocés en dos copas, añadió hielo y agua, y llevó las bebidas al otro lado de la habitación, donde todavía flotaba una fina voluta de humo que subía desde el cuenco de alabastro.

—Deja al jugador —insistió Dial, pasándole una de las copas—. Ese sí que te va a meter en un lío.

Ella bebió un poco y asintió. Dial le quitó la copa de la mano y bebió del mismo sitio. Después se inclinó con las dos copas en las manos y la besó otra vez en los labios.

Había cortinas rojas en una puerta que daba a un corto pasillo. Se separaron unos centímetros y la cara de un hombre apareció en la abertura. Unos fríos ojos grises miraron pensativos el beso. Las cortinas volvieron a cerrarse sin ruido.

Al cabo de un momento, sonó un fuerte portazo y se oyeron pasos en el pasillo. Johnny De Ruse entró en la habitación a través de las cortinas. Para entonces, Dial estaba encendiendo su cigarrillo.

Johnny De Ruse era alto, delgado, tranquilo, e iba vestido con un traje oscuro de corte impecable. Sus fríos ojos grises tenían pequeñas arrugas de tanto reírse en las esquinas. La boca era fina y delicada, pero no blanda, y la alargada barbilla tenía una hendidura.

Dial lo miró de hito en hito e hizo un movimiento indefinido con la mano. De Ruse se acercó al escritorio sin hablar, sirvió whisky en una copa y se la bebió de un trago.

Se quedó un momento de espaldas a la habitación, tamborileando con los dedos en el borde del escritorio. Después se volvió, sonrió ligeramente, dijo «Hola, gente» con una voz suave y bastante arrastrada, y salió de la habitación por una puerta interior.

Entró en una alcoba grande y excesivamente decorada, con dos camas gemelas. Se dirigió a un armario y sacó de él una maleta de piel cobriza, que abrió sobre la cama más próxima. Empezó a vaciar los cajones de una cómoda y a meter cosas en la maleta, ordenándolas con cuidado, sin prisa. Mientras lo hacía, silbaba entre dientes.

Cuando la maleta estuvo llena, la cerró con un chasquido y encendió un cigarrillo. Permaneció un momento en el centro de la habitación sin moverse. Sus ojos grises miraban la pared sin verla.

Al cabo de un rato volvió al armario y sacó una pequeña pistola en una funda de cuero blando con dos correas cortas. Se levantó la pernera izquierda de los pantalones y se ató la pistolera a la pierna. Después recogió la maleta y volvió al cuarto de estar.

Los ojos de Francine Ley se estrecharon enseguida al ver la maleta.

—¿Vas a alguna parte? —preguntó con su voz baja y ronca.

—Ajá. ¿Dónde está Dial?

—Ha tenido que irse.

—Es una pena —dijo suavemente De Ruse. Dejó la maleta en el suelo y se quedó de pie junto a ella, recorriendo con sus fríos ojos grises la cara de la chica, subiendo y bajando por su esbelto cuerpo, desde los tobillos hasta el pelo castaño—. Es una pena. Me gusta verlo por aquí. Yo soy un poco aburrido para ti.

—A lo mejor sí, Johnny.

Él se inclinó hacia la maleta, pero se enderezó sin tocarla y dijo en tono casual:

—¿Te acuerdas de Mops Parisi? Hoy lo he visto en la ciudad.

Los ojos de ella se abrieron mucho y después casi se cerraron. Le castañetearon un poco los dientes. La línea de la mandíbula resaltó muy claramente durante un momento.

De Ruse seguía paseando la mirada por la cara y el cuerpo de ella.

—¿Y piensas hacer algo al respecto? —preguntó ella.

—Se me ha ocurrido irme de viaje —respondió De Ruse—. Ya no soy tan pendenciero como antes.

—Una huida —dijo Francine Ley en voz baja—. ¿Adónde vamos?

—Una huida, no. Un viaje —respondió De Ruse sin entonación—. Y no vamos, voy. Me voy solo.

Ella se quedó inmóvil en su asiento, mirándolo a la cara, sin mover un músculo.

De Ruse buscó en el interior de su chaqueta y sacó una cartera alargada que abrió como si fuera un libro. Arrojó un grueso fajo de billetes en el regazo de la chica y guardó la cartera. Ella no tocó los billetes.

—Con eso podrás ir tirando más tiempo del que tardarás en encontrar un nuevo compañero de juegos —dijo él sin ningún tono de voz—. No digo que no te vaya a mandar más, si lo necesitas.

Ella se levantó despacio y el fajo de billetes le resbaló por la falda hasta el suelo. Tenía los brazos rectos a los costados, con los puños tan apretados que los tendones del dorso de las manos sobresalían. Sus ojos estaban tan mates como una pizarra.

—¿Esto significa que hemos terminado, Johnny?

Él levantó la maleta. Ella se le plantó delante con dos pasos largos y rápidos y puso una mano sobre su chaqueta. Él se quedó inmóvil, sonriendo suavemente con los ojos, pero no con los labios. El perfume Shalimar le picaba en los orificios nasales.

—¿Sabes lo que eres, Johnny? —Su voz ronca era casi un balbuceo.

Él esperó.

—Un chivato, Johnny. Un chivato.

Él asintió ligeramente.

—Exacto. Denuncié a Mops Parisi a la policía. No me gusta el negocio de los secuestros, nena. Nunca me va a gustar. Hasta es posible que resultara herido por intentar impedirlo. Esto es un viejo asunto. ¿Has terminado?

—Delataste a Mops Parisi y no crees que él lo sepa, pero sí. De modo que huyes de él… Esto es de risa, Johnny, te estoy tomando el pelo. No es por esto por lo que me dejas.

—A lo mejor es que estoy cansado de ti, nena.

Ella echó la cabeza atrás y soltó una risa fuerte, casi con un toque enloquecido. De Ruse no se movió.

—No eres un tipo duro, Johnny. Eres blando. George Dial es más duro que tú. ¡Dios, qué blando eres, Johnny!

Dio un paso atrás, mirándolo a la cara. Un chispazo de emoción casi insoportable apareció y desapareció en sus ojos.

—Eres un cachorrito guapo, Johnny. Dios, qué guapo eres. Lástima que seas tan blando.

De Ruse habló con suavidad, sin moverse:

—No soy blando, nena, solo un poco sentimental. Me gusta medir los tiempos de los caballos, jugar al póquer de siete cartas y juguetear con dados rojos con puntos blancos. Me gustan los juegos de azar, incluidas las mujeres. Pero cuando pierdo, no me amargo y no hago trampas. Simplemente, paso a la siguiente mesa. Nos vemos.

Se agachó, sopesó la maleta y pasó al lado de la chica camino a la salida. Cruzó la habitación y pasó entre las cortinas rojas sin mirar atrás.

Francine Ley miraba el suelo con los ojos fijos.

3

De pie bajo la marquesina de vidrio acanalado de la entrada lateral del Chatterton, De Ruse miró a un lado y a otro de Irolo Street, hacia las resplandecientes luces de Wilshire y hacia el extremo oscuro y silencioso de la calle lateral.

La lluvia caía con suavidad y en dirección oblicua. Una gota se metió bajo la marquesina y cayó sobre el extremo rojo de su cigarrillo con un chisporroteo. De Ruse levantó la maleta y echó a andar hacia su sedán. Estaba aparcado casi en la siguiente esquina, un reluciente Packard negro con algunos discretos niquelados por aquí y por allá.

Se detuvo, abrió la puerta y una pistola se alzó enseguida desde el interior del coche. El cañón le pinchó en el pecho. Una voz cortante exclamó:

—¡Quieto! ¡Las manos bien arriba, guaperas!

De Ruse vio borrosamente al hombre que estaba dentro. Una cara afilada, de halcón, sobre la que caía algún reflejo de luz sin que por ello se viera con más claridad. Sentía la pistola apretada contra el pecho, haciéndole daño en el esternón. Unos pasos rápidos llegaron por detrás de él y otra arma le pinchó en la espalda.

—¿Satisfecho? —preguntó otra voz.

De Ruse soltó la maleta, levantó las manos y las colocó sobre el techo del coche.

—Muy bien —dijo en tono cansado—. ¿Qué es esto? ¿Un atraco?

Le llegó una risa burlona del hombre del coche. Una mano palmeó la cadera de De Ruse por detrás.

—Retrocede. Despacio.

De Ruse dio un paso atrás, con las manos muy altas en el aire.

—No tan altas, idiota —dijo el hombre a su espalda en tono peligroso—. Solo hasta los hombros.

De Ruse bajó las manos. El hombre del coche salió y se enderezó. Volvió a apretar la pistola contra el pecho de De Ruse, estiró un largo brazo y le desabotonó el abrigo. De Ruse se inclinó hacia atrás. La mano que pertenecía al brazo le exploró los bolsillos y las axilas. Un 38 que llevaba en una funda de muelle dejó de pesarle bajo el brazo.

—Tengo uno, Chuck. ¿Y tú?

—Nada en la cadera.

El hombre de delante se apartó y recogió la maleta.

—En marcha, guaperas. Iremos en nuestro cacharro.

Siguieron adelante por Irolo. Una gran limusina Lincoln se alzó ante su vista, un coche azul con una raya más clara. El hombre de la cara de halcón abrió la puerta trasera.

—Entra.

De Ruse entró con aire indiferente, escupiendo la colilla de cigarrillo hacia la húmeda oscuridad mientras se agachaba bajo el techo del coche. Un olor débil le asaltó la nariz, un olor como el de los melocotones o las almendras demasiado maduros. Entró.

—Entra a su lado, Chuck.

—Escucha. Vamos todos delante. Yo me encargo de…

—No. Tú a su lado, Chuck —le cortó el hombre de la cara de halcón.

Este gruñó y se sentó en el asiento trasero, al lado de De Ruse. El otro hombre cerró la puerta de un fuerte portazo. Su rostro enjuto apareció a través de la ventanilla cerrada con una sonrisa sardónica. Después rodeó el coche hasta el asiento del conductor, puso en marcha el coche y lo apartó de la acera.

De Ruse arrugó la nariz, olfateando aquel olor extraño.

Doblaron una esquina y fueron hacia el este por la Octava hasta Normandie; allí torcieron al norte atravesando Wilshire, cruzaron otras calles, subieron una cuesta muy empinada y bajaron por el otro lado hasta Melrose. La enorme Lincoln se deslizaba a través de la ligera lluvia sin ningún ruido. Chuck, que iba sentado en un rincón con la pistola apoyada en una rodilla, frunció el ceño. Las farolas de la calle permitían ver una cara cuadrada, enrojecida y arrogante, una cara que no estaba cómoda.

La parte posterior de la cabeza del conductor estaba inmóvil al otro lado de la mampara de vidrio. Pasaron por Sunset y Hollywood, torcieron al este en Franklin, otra vez al norte hasta Los Feliz, y bajaron por allí hacia el cauce del río.

Los coches que subían por la cuesta arrojaban breves y repentinos fulgores de luz blanca en el interior de la Lincoln. De Ruse se puso tenso y esperó. Cuando el siguiente par de luces enfocó directamente a la limusina, se dobló con rapidez y se levantó la pernera izquierda de los pantalones. Antes de que la luz cegadora desapareciera, ya estaba otra vez recostado en los cojines.

Chuck no se había movido ni se había percatado del movimiento.

Al final de la cuesta, en el cruce de Riverside Drive, todo un batallón de coches avanzó hacia ellos al cambiar un semáforo. De Ruse esperó, calculó el impacto de los faros. Inclinó un poco el cuerpo, bajó rápidamente la mano y sacó la pequeña pistola de la funda de la pierna.

Se echó de nuevo hacia atrás, con el arma apretada contra su muslo izquierdo, oculta a la vista de Chuck.

La Lincoln entró a toda velocidad en Riverside y pasó ante la entrada de Griffith Park.

—¿Adónde vamos, chorizo? —preguntó De Ruse intentando no mostrar interés.

—Cállate —gruñó Chuck—. Ya te enterarás.

—No es un atraco, ¿verdad?

—Que te calles —volvió a gruñir Chuck.

—¿Sois muchachos de Mops Parisi? —preguntó De Ruse despacio y en voz baja.

El pistolero del rostro colorado dio una sacudida y levantó la pistola de su rodilla.

—¡Te he dicho que te calles!

—Perdona, chorizo —dijo De Ruse.

Pasó la pistola por encima del muslo, apuntó deprisa y apretó el gatillo con la mano izquierda. El arma hizo un ruido flojo, sordo, casi un ruido sin importancia.

Chuck chilló y su mano se agitó enloquecida. La pistola que sujetaba saltó y cayó al suelo del coche. Se llevó la mano al hombro derecho.

De Ruse empuñó la pequeña Mauser con la mano derecha y la hundió en el costado de Chuck.

—Tranquilo, muchacho, tranquilo. Mantén las manos donde no den problemas. Ahora, empuja con el pie ese cañón hacia aquí. ¡Deprisa!

Chuck empujó con el pie la enorme automática. De Ruse estiró rápidamente un brazo y la recogió. El conductor de rostro enjuto echó una mirada hacia atrás y el coche dio un bandazo y después se enderezó de nuevo.

De Ruse sopesó la gran pistola. La Mauser era demasiado ligera para usarla como cachiporra. Golpeó con fuerza a Chuck en un lado de la cabeza. Este gimió y se desplomó hacia delante, arañando el aire.

—¡El gas! —baló—. ¡El gas! ¡Soltará el gas!

De Ruse le arreó otra vez, más fuerte. Chuck quedó hecho un montón en el suelo del coche.

La Lincoln salió de Riverside, cruzó un puente corto y un camino de carros y bajó por un estrecho sendero de tierra que atravesaba un campo de golf, perdiéndose en la oscuridad y entre los árboles. Iba muy deprisa, tambaleándose de un lado a otro, como si el conductor quisiera hacer precisamente eso.

De Ruse se afianzó y echó mano al picaporte de la puerta. No había ningún picaporte. Frunció los labios y golpeó una ventanilla con la pistola. El grueso cristal era como una pared de piedra.

El hombre de la cara de halcón se inclinó a la derecha y se oyó un ruido silbante. De pronto, la intensidad del olor a almendras aumentó bruscamente.

De Ruse sacó un pañuelo del bolsillo y lo apretó contra la nariz. El conductor se había enderezado de nuevo y estaba conduciendo encorvado, intentando mantener la cabeza gacha.

De Ruse arrimó el cañón de la gran pistola a la mampara de vidrio detrás de la cabeza del conductor, que se echó a un lado. Vomitó plomo cuatro veces muy seguidas, cerrando los ojos y volviendo la cabeza, como una mujer nerviosa.

No volaron fragmentos de vidrio. Cuando volvió a mirar, había un agujero redondo de bordes irregulares, y en línea recta una marca estrellada en el parabrisas, pero no estaba roto.

Golpeó con la culata en los bordes del agujero y consiguió desprender un trozo de vidrio. Ya estaba sintiendo el gas a través del pañuelo. Sentía la cabeza como un globo. Su visión iba y venía en ondulaciones.

El conductor de la cara de halcón, agachado, abrió la puerta de su lado, giró el volante hacia el lado contrario y saltó del coche.

Este salió disparado por encima de un terraplén bajo, describió un curva y se estrelló de costado contra un árbol. La carrocería se abolló lo suficiente para que una de las puertas traseras se abriera de golpe.

De Ruse se lanzó de cabeza a través de la puerta. Chocó contra tierra blanda que le dejó casi sin aliento. Después le entró aire limpio en los pulmones. Rodó sobre el estómago y los codos, manteniendo baja la cabeza, con la mano de la pistola levantada.

El hombre de la cara de halcón estaba de rodillas a unos doce metros de distancia. De Ruse lo vio sacar un arma del bolsillo y alzarla.

La pistola de Chuck palpitó y rugió en la mano de De Ruse hasta quedar vacía.

El hombre de la cara de halcón se dobló despacio y su cuerpo se fundió con las sombras oscuras y el suelo mojado. A lo lejos pasaban coches por Riverside Drive. De los árboles goteaba lluvia. El faro de Griffith Park giraba en el cielo encapotado. El resto era oscuridad y silencio.

De Ruse respiró hondo y se puso de pie. Dejó caer la enorme pistola vacía, sacó una pequeña linterna del bolsillo del abrigo y se levantó el abrigo para taparse la nariz y la boca, apretando la gruesa tela contra la cara. Se acercó al coche, apagó las luces y proyectó el rayo de la linterna dentro del compartimento del conductor. Se inclinó rápidamente e hizo girar la llave de un cilindro de cobre que parecía un extintor de incendios. El ruido silbante paró.

Se inclinó sobre el hombre de la cara de halcón. Estaba muerto. En sus bolsillos había algo de dinero suelto, cigarrillos, una carterita de cerillas del club Egypt, ninguna cartera, un par de cargadores de balas y el 38 de De Ruse. Puso este último en su sitio y se apartó del cuerpo caído.

Miró al otro lado de la oscuridad del cauce del río Los Ángeles, hacia las luces de Glendale. A media distancia, un letrero verde de neón, alejado de las demás luces, parpadeaba: club Egypt.

De Ruse sonrió en silencio para sí mismo y volvió a la Lincoln. Arrastró el cuerpo de Chuck hasta la tierra mojada. Su cara enrojecida estaba azul bajo el haz de luz de la linternita. Sus ojos abiertos mantenían una mirada vacía. El pecho no se movía. De Ruse apagó la linterna y registró algunos bolsillos más.

Encontró las cosas normales que lleva todo hombre, incluyendo una cartera con un permiso de conducir a nombre de Charles Le Grand, hotel Metropole, Los Ángeles. Encontró más cerillas del club Egypt y una llave de hotel con una chapa donde se podía leer «809, hotel Metropole».

Se guardó la llave en un bolsillo, cerró de golpe la puerta abierta de la Lincoln y se puso al volante. El motor se encendió. Dio marcha atrás para separar el coche del árbol, se rompió un guardabarros metálico en el proceso, giró despacio sobre la tierra blanda y volvió a la carretera.

Cuando llegó a Riverside, encendió los faros y condujo de regreso a Hollywood. Dejó el coche bajo unos pimenteros, delante de un gran edificio de apartamentos de ladrillo en Kenmore, a media manzana al norte de Hollywood Boulevard. Apagó el motor y sacó la maleta.

Cuando se alejaba, vio que la luz del portal del edificio de apartamentos caía sobre la matrícula delantera del coche. Se preguntó por qué unos pistoleros usarían un coche con la matrícula 5A6, casi un número de privilegio.

En un drugstore llamó por teléfono pidiendo un taxi. El taxi lo llevó de regreso al Chatterton.

4

El apartamento estaba vacío. El olor a Shalimar y cigarrillo todavía flotaba en el aire cálido, como si alguien hubiera estado allí poco antes. De Ruse empujó la puerta de la alcoba, miró la ropa que había en los dos armarios, los artículos sobre un tocador, y después volvió al cuarto de estar rojo y blanco y se preparó una buena copa.

Corrió el pestillo de la puerta de entrada y se llevó la bebida a la alcoba, se quitó la ropa embarrada y se puso otro traje de tela más oscura pero de corte elegante. Se fue bebiendo la copa mientras se anudaba una corbata negra al cuello de una camisa de suave lino blanco.

Limpió el cañón de la pequeña Mauser, volvió a montarla, añadió una bala al pequeño cargador y guardó otra vez la pistola en la funda de la pierna. Después se lavó las manos y se llevó la copa hasta el teléfono.

El primer número al que llamó fue el del Chronicle. Preguntó por Werner, de la sección municipal.

Una voz arrastrada se filtró por la línea.

—Soy Werner. Adelante, tómeme el pelo.

—Soy John De Ruse, Claude. ¿Puedes mirar en tu lista la matrícula 5A6?

—Debe de ser un maldito político —dijo la voz arrastrada, y se ausentó.

De Ruse permaneció inmóvil, mirando una columna blanca acanalada que había en un rincón. Tenía encima un florero rojo y blanco con rosas rojas y blancas artificiales. Arrugó la nariz en un gesto de disgusto.

La voz de Werner volvió:

—Limusina Lincoln de 1930, registrada a nombre de Hugo Candless, Apartamentos Casa de Oro, Clearwater Street, 2942, West Hollywood.

—Ese es el abogado, ¿no? —preguntó De Ruse en un tono que no significaba nada.

—Sí, el gran picapleitos. El Terror de los Testigos. —La voz de Werner llegaba más baja—. Entre tú y yo, Johnny, y no para ser publicado, un corrupto gordo y mantecoso que ni siquiera es listo, solo que lleva por ahí el tiempo suficiente para saber quién está en venta… ¿Hay una historia?

—No, joder —dijo De Ruse en voz baja—. Solo que me pasó rozando y no se paró.

Colgó y se terminó la bebida. Se puso de pie para prepararse otra. A continuación, colocó una guía de teléfonos sobre el escritorio blanco y buscó el número de la Casa de Oro. Marcó. Una telefonista de centralita le dijo que el señor Hugo Candless no estaba en la ciudad.

—Póngame con su apartamento —dijo De Ruse.

Una voz fría de mujer respondió al teléfono.

—¿Sí? Soy la señora de Hugo Candless. ¿Qué desea, por favor?

—Soy un cliente del señor Candless —dijo De Ruse— y tengo mucha necesidad de contactar con él. ¿Puede usted ayudarme?

—Lo siento mucho —respondió la voz fría, casi con pereza—. Mi marido ha recibido una llamada inesperada y ha tenido que salir de la ciudad. Ni siquiera sé adónde ha ido, pero espero saber de él esta noche. Ha salido del club…

—¿Qué club es ese? —preguntó De Ruse con naturalidad.

—El club Delmar. Decía que ha salido de allí y no ha pasado por casa. Si tiene algún mensaje…

—Gracias, señora Candless —dijo De Ruse—. Puede que pruebe otra vez más tarde.

Colgó, sonrió despacio, sombríamente, dio un sorbo a su nueva copa y buscó el número del hotel Metropole. Llamó y preguntó por «el señor Charles Le Grand, habitación 809».

—609 —dijo la telefonista con naturalidad—. Le pongo. —Y un momento después—: No contestan.

De Ruse le dio las gracias, sacó del bolsillo la llave de hotel y miró el número. El número era 809.

5

Sam, el portero del club Delmar, estaba apoyado en la piedra pulida de la fachada, mirando el tráfico que pasaba zumbando por Sunset Boulevard. La luz de los faros le hacía daño en los ojos. Estaba cansado y quería irse a casa. Quería un cigarro y un buen trago de ginebra. Ojalá dejara de llover. Cuando llovía, el club estaba muerto.

Se enderezó, separándose de la pared, y recorrió un par de veces el tramo de acera bajo la marquesina, al tiempo que daba palmadas con sus grandes manos negras enfundadas en grandes guantes blancos. Intentó silbar el «Vals de los patinadores», no consiguió ni acercarse a la melodía y silbó en su lugar «Mujer arrastrada», que no tenía ninguna melodía.

De Ruse llegó doblando la esquina de Hudson Street y se plantó junto a él, cerca de la pared.

—¿Está Hugo Candless dentro? —preguntó sin mirar a Sam.

Sam entrechocó los dientes con desaprobación.

—No está.

—¿Ha estado?

—Pregunte en recepción por favor, señor.

De Ruse sacó las manos enguantadas de los bolsillos y empezó a enrollarse un billete de cinco dólares en el dedo índice izquierdo.

—¿Qué saben ellos que tú no sepas?

Sam sonrió despacio, miró el billete enrollado alrededor del dedo enguantado.

—Eso es verdad, jefe. Ha estado aquí. Viene casi todos los días.

—¿A qué hora se ha marchado?

—Como a las seis y media, calculo.

—¿Iba en su limusina Lincoln azul?

—Claro. Pero no la conduce él. ¿Por qué lo pregunta?

—A esa hora estaba lloviendo —dijo De Ruse con calma—. Lloviendo bastante. A lo mejor no era la Lincoln.

—Sí que lo era —insistió Sam—. Como que lo metí dentro yo mismo. Nunca usa otro coche.

—¿Matrícula 5A6? —peguntó De Ruse, implacable.

—Esa misma —resopló alegremente Sam—. Como el número de un concejal, así es ese número.

—¿Conoces al conductor?

—Claro… —empezó a decir Sam, pero se detuvo en seco. Se rascó la negra mandíbula con un dedo blanco del tamaño de un plátano—. Bueno, si seré tonto, resulta que ha cambiado otra vez de chófer. Y a este seguro que no lo conozco.

De Ruse metió el billete enrollado en la zarpa blanca de Sam. Este lo agarró, pero de pronto sus grandes ojos se volvieron suspicaces.

—Oiga, ¿por qué me hace todas estas preguntas, señor?

—Te he pagado por ello, ¿no? —dijo De Ruse.

Volvió a doblar la esquina de Hudson y entró en su Packard sedán negro. Condujo hasta Sunset Boulevard, y después al oeste de Sunset, casi hasta Beverly Hills, entonces torció hacia el pie de las colinas y empezó a mirar los letreros en las esquinas de las calles. Clearwater Street seguía el flanco de una colina y tenía vistas a toda la ciudad. La Casa de Oro, en la esquina con Parkinson, era un enrevesado complejo de viviendas individuales de lujo, rodeado por una tapia de adobe con remate de tejas rojas. Tenía un vestíbulo en un edificio separado y un gran garaje privado en Parkinson, delante de un tramo de la tapia.

De Ruse aparcó en la acera de enfrente del garaje, sin salir, mirando a través de la ancha ventanilla una oficina acristalada en la que un empleado con inmaculado mono blanco estaba sentado con los pies en la mesa, leyendo una revista y escupiendo por encima del hombro hacia una escupidera invisible.

De Ruse salió del Packard, cruzó la calle un poco más adelante, volvió atrás y se deslizó en el garaje sin que el empleado lo viera.

Los coches estaban en cuatro filas. Dos filas en batería contra las paredes blancas y otras dos en el centro. Había muchas plazas vacías, pero también muchos coches que ya se habían acostado. En su mayoría eran coches grandes, caros y cerrados, más dos o tres descapotables llamativos.

Solo había una limusina. Su matrícula era 5A6.

Era un coche bien cuidado, limpio y reluciente; azul marino con una franja color canela. De Ruse se quitó un guante y apoyó la mano en el radiador. Completamente frío. Palpó los neumáticos y se miró los dedos. Un polvillo fino y seco adherido a la piel. No había barro en las estrías, solo polvo seco como un hueso.

Volvió atrás siguiendo la hilera de los oscuros bultos de los coches y se apoyó en la puerta abierta de la pequeña oficina. Después de un momento, el empleado alzó la mirada, casi sobresaltado.

—¿Ha visto por aquí al chófer de Candless? —preguntó De Ruse.

El hombre negó con la cabeza y escupió hábilmente en una escupidera de cobre.

—No desde que he entrado, a las tres.

—¿No ha ido al club a recoger al viejo?

—No, creo que no. El carromato no ha salido, y siempre va en él.

—¿Dónde vive?

—¿Quién? ¿Mattick? Tienen alojamientos para el servicio detrás de la jungla. Pero creo que le oí decir que se aloja en algún hotel. Déjame pensar…

Frunció el entrecejo.

—¿El Metropole? —sugirió De Ruse.

El hombre del garaje siguió pensándoselo mientras De Ruse le miraba la punta de la barbilla.

—Sí, creo que es ese. Pero no estoy seguro. Mattick no habla mucho.

De Ruse le dio las gracias, cruzó la calle y volvió a entrar en el Packard. Se dirigió al centro.

Eran las nueve y veinticinco cuando llegó al cruce de la Séptima con Spring, delante el Metropole.

Era un hotel viejo que en otro tiempo había sido exclusivo y ahora seguía un rumbo tembloroso entre la bancarrota y una mala reputación en la Jefatura de Policía. Tenía demasiados paneles de madera oscura y grasienta, demasiados espejos con el marco dorado desconchado. Demasiado humo flotaba bajo las vigas del techo del vestíbulo, y demasiados sinvergüenzas holgazaneaban en sus gastadas mecedoras de cuero.

La rubia que atendía el gran mostrador en forma de herradura de la tienda de tabaco ya no era joven, y sus ojos tenían una mirada cínica de tanto rechazar citas con borrachos. De Ruse se apoyó en el cristal y se echó atrás el sombrero sobre el pelo negro y encrespado.

—Un Camel, guapa —pidió con su voz grave de jugador.

La chica le puso la cajetilla delante, marcó quince centavos en la caja y le dio diez de cambio por debajo del codo, con una ligera sonrisa. Sus ojos decían que De Ruse le había gustado. Se apoyó enfrente de él y acercó la cabeza lo suficiente para que él pudiera oler el perfume de su pelo.

—Dime una cosa —dijo De Ruse.

—¿Qué? —preguntó ella con suavidad.

—Averigua quién vive en la 809 sin contarle nada al recepcionista.

La rubia parecía desilusionada.

—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo, señor?

—Soy demasiado tímido —repuso De Ruse.

—Sí, seguro.

Se dirigió al teléfono y habló por él con lánguida elegancia. Volvió hacia De Ruse.

—Un tal Mattick. ¿Le dice algo?

—Creo que no —dijo De Ruse—. Muchas gracias. ¿Te gusta trabajar en este bonito hotel?

—¿Quién dice que sea bonito?

De Ruse sonrió, se tocó el sombrero y se alejó a paso lento. Los ojos de ella le siguieron con tristeza. Apoyó los huesudos codos en el mostrador y encajó la barbilla en las manos para mirarlo.

De Ruse cruzó el vestíbulo, subió tres escalones y entró en un ascensor de caja abierta que se puso en marcha con una sacudida.

—Al octavo —dijo, y se apoyó en la caja con las manos en los bolsillos.

Era la última planta del Metropole. De Ruse recorrió un largo pasillo que olía a barniz. En un recodo del final se encontró cara a cara con la 809. Llamó a la puerta de madera oscura. Nadie respondió. Se agachó y miró por el ojo vacío de la cerradura. Volvió a llamar.

Entonces sacó del bolsillo la llave de hotel, abrió la puerta y entró.

Había ventanas cerradas en dos de las paredes. El aire apestaba a whisky. Las luces del techo estaban encendidas. Había una cama ancha de latón, un escritorio oscuro, un par de mecedoras de cuero pardo y una mesa de aspecto austero con una botella plana de Four Roses encima, casi vacía, sin tapón. De Ruse la olfateó y apoyó las caderas en el borde de la mesa, dejando que sus ojos exploraran la habitación.

Su mirada pasó del oscuro escritorio al otro lado de la cama y de allí a la pared con una puerta que daba a otra puerta, detrás de la cual había luz. Fue hasta ella y la abrió.

El hombre estaba tendido de bruces sobre las baldosas amarillentas del cuarto de baño. La sangre del suelo parecía negra y pegajosa. Dos manchas húmedas en la nuca del hombre eran el origen de los regueros de color rojo oscuro que habían corrido por un lado del cuello hasta el suelo. La sangre había dejado de fluir hacía ya mucho tiempo.

De Ruse se quitó un guante y se agachó para poner dos dedos en el sitio donde debería latir una arteria. Meneó la cabeza y volvió a enfundarse el guante.

Salió del cuarto de baño, cerró la puerta y fue a abrir una de las ventanas. Se asomó, respirando aire puro y húmedo por la lluvia, mirando los trazos de lluvia fina que caían en la oscura ranura de un callejón.

Al cabo de un rato, cerró la ventana, apagó la luz del baño, sacó un letrero de «No molesten» del cajón de arriba del escritorio, apagó las luces del techo y salió.

Colgó el letrero del pomo de la puerta, volvió por el pasillo hacia los ascensores y salió del hotel Metropole.

6

Francine Ley tarareaba para sus adentros mientras avanzaba por el silencioso pasillo del Chatterton. Tarareaba de manera irregular, sin saber qué estaba tarareando. Y su mano izquierda, con las uñas pintadas de color cereza, sujetaba una capa de terciopelo verde para que no le resbalara por los hombros. Bajo el otro brazo llevaba una botella envuelta.

Abrió la cerradura de la puerta, la empujó y se detuvo frunciendo rápidamente el ceño. Se quedó inmóvil, recordando, procurando recordar. Todavía estaba un poco bebida.

Había dejado las luces encendidas, eso era. Ahora estaban apagadas. Claro que podía haber sido el servicio. Entró en el cuarto de estar tanteando desmañadamente las cortinas rojas.

El resplandor de la estufa se arrastraba por la alfombra roja y blanca y tocaba unas cosas negras y relucientes dándoles un brillo rojizo. Aquellas cosas negras y relucientes eran zapatos. No se movían.

—Ay, ay —dijo Francine Ley con voz angustiada.

La mano que sujetaba la capa casi le arañó el cuello con sus largas y bien moldeadas uñas.

Algo hizo clic y brilló la luz en una lámpara que había junto a una butaca. De Ruse estaba sentado allí, mirándola con cara de palo.

Tenía puestos el abrigo y el sombrero. Sus ojos estaban tapados, muy lejanos, llenos de remota melancolía.

—¿Has estado fuera, Francy? —preguntó.

Ella se sentó despacio en el borde de un canapé semicircular y dejó la botella a su lado.

—Me he emborrachado —dijo—. Entonces he pensado que sería mejor comer algo. Y después se me ha ocurrido volver a emborracharme. —Dio unas palmaditas a la botella.

—Creo que al jefe de tu amigo Dial lo han secuestrado —dijo De Ruse. Lo dijo como si tal cosa, como si no tuviera importancia para él.

Francine Ley abrió despacio la boca, y al hacerlo desapareció la belleza de su rostro. Su cara se convirtió en una máscara macilenta e inexpresiva, en la que el pintalabios ardía violentamente. Su boca parecía tener ganas de gritar.

Después de unos momentos volvió a cerrarla y recuperó la belleza. Su voz dijo desde muy lejos:

—¿Serviría de algo que te dijera que no sé de qué me estás hablando?

De Ruse no alteró su expresión pétrea.

—Cuando me he ido de aquí, un par de matones se me han echado encima. Uno de ellos estaba metido en mi coche. Naturalmente, podrían haberme visto en cualquier otra parte… y haberme seguido hasta aquí.

—Eso han hecho —dijo Francine Ley sin aliento—. Eso han hecho, Johnny.

Él movió un par de centímetros su larga barbilla.

—Me han metido en una limusina Lincoln enorme. Una maravilla de coche. Tenía cristales gruesos que no se rompían fácilmente, no había picaportes en las puertas, y todo estaba cerrado herméticamente. En el asiento de delante había un tanque de gas de Nevada, cianuro, que el conductor podía soltar en la parte de atrás sin que llegara a él. Me han llevado a Griffith Parkway, cerca del club Egypt. Es ese garito en terrenos del condado, cerca del aeropuerto. —Hizo una pausa, se frotó el extremo de una ceja y continuó—: No se han fijado en la Mauser que llevo a veces en la pierna. El conductor ha estrellado el coche y me he escapado.

Extendió las manos y se las miró. Una leve sonrisa metálica le asomó en las comisuras de los labios.

—No he tenido nada que ver con eso, Johnny —dijo Francine Ley, con una voz tan muerta como el verano de hace dos años.

De Ruse dijo:

—El tipo que ha viajado en el coche antes que yo seguramente no llevaba pistola. Era Hugo Candless. El coche era una copia perfecta del suyo: el mismo modelo, la misma pintura, la misma matrícula… pero no era su coche. Alguien se ha tomado muchas molestias. Candless se ha marchado del club Delmar en el coche equivocado, a eso de las seis y media. Su mujer dice que está fuera de la ciudad. He hablado con ella hace una hora. Su coche no ha salido del garaje desde el mediodía… Puede que su mujer ya sepa que está secuestrado, o puede que no.

Las uñas de Francine Ley se clavaron en su falda. Le temblaban los labios.

De Ruse continuó hablando con calma, sin entonación:

—Alguien le ha pegado dos tiros al chófer de Candless en un hotel del centro, esta noche o esta tarde. La poli todavía no lo ha descubierto. Alguien se ha tomado muchísimas molestias, Francy. Tú no me meterías en un montaje como este, ¿verdad, preciosa?

Francine Ley inclinó la cabeza hacia delante y miró el suelo. Habló con voz pastosa:

—Necesito un trago. Se me ha pasado el efecto de lo que he bebido. Me siento fatal.

De Ruse se puso de pie y se acercó al escritorio blanco. Apuró una botella en una copa y se la llevó. Se quedó de pie delante de ella, sosteniendo la bebida fuera de su alcance.

—Solo me pongo duro de vez en cuando, nena, y cuando lo hago no es fácil pararme, te lo digo yo. Si sabes algo de todo este asunto, ahora es un buen momento para soltarlo.

Le dio la copa. Ella se tragó el whisky y en sus ojos de color azul humo apareció un poco más de luz. Habló despacio:

—No sé nada de eso, Johnny. No en el sentido que tú dices. Pero esta noche George Dial me ha propuesto irme con él y me ha contado que podía sacarle dinero a Candless amenazándolo con revelar una jugada sucia que le hizo a un tipo duro de Reno.

—Qué listos son estos malditos granujas —dijo De Ruse—. Reno es mi ciudad, nena. Conozco a todos los tipos duros de Reno. ¿Quién era?

—Alguien llamado Zapparty.

De Ruse dijo muy despacio:

—Zapparty es el nombre del tío que lleva el Egypt.

Francine Ley se puso de pie de pronto y le agarró un brazo.

—¡No te metas en esto, Johnny! Por el amor de Dios, ¿no puedes dejar de meterte por una vez?

De Ruse negó con la cabeza y le sonrió delicadamente, con detenimiento. Después se deshizo de su mano y dio un paso atrás.

—He hecho un viaje en el coche con gas, nena, y no me ha gustado. He olido su gas de Nevada. He llenado de plomo al pistolero de alguien. O sea que o se lo cuento a la policía o voy a tener problemas con la ley. Pero si hay un secuestrado y aviso a la policía, va a haber otro secuestrado muerto, casi seguro. Zapparty es un tipo duro de Reno y esto podría tener relación con lo que Dial te ha contado, y si además Mops Parisi está compinchado con Zapparty, esa podría ser una razón para implicarme a mí. Parisi me odia a muerte.

—No tienes por qué ser una brigada de choque unipersonal, Johnny —dijo Francine Ley en tono desesperado.

Él seguía sonriendo, con los labios apretados y la mirada solemne.

—Seremos dos, nena. Ponte un abrigo largo. Todavía llueve un poco.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos. La mano extendida, la que lo había agarrado del brazo, arqueó los dedos hacia atrás, muy rígidos, tensándolos. Su voz sonaba hueca a causa del miedo.

—¿Yo, Johnny? Por favor, no…

—Ve a por el abrigo, encanto —dijo De Ruse en tono amable—. Ponte guapa. Puede que sea la última vez que salimos juntos.

Ella pasó a su lado tambaleándose. Él la tocó en el brazo con suavidad, la retuvo un momento y dijo, casi en un susurro:

—No me habrás señalado tú, ¿verdad, Francy?

Ella observó con una mirada pétrea el dolor de los ojos de él, hizo un sonido ronco hacia dentro, se soltó el brazo de un tirón y entró rápidamente en la alcoba.

Al cabo de un momento, el dolor desapareció de los ojos de De Ruse y la sonrisa metálica volvió a las comisuras de sus labios.

7

De Ruse entornó los ojos y miró cómo los dedos del crupier se deslizaban por la mesa y se apoyaban en el borde. Eran dedos redondos, regordetes, con dedos de puntas afiladas, dedos elegantes. De Ruse levantó la cabeza y le miró la cara. Era un hombre calvo, de edad indefinida, con tranquilos ojos azules. No tenía nada de pelo en la cabeza, ni un solo cabello.

De Ruse volvió a bajar la mirada a las manos del crupier. La mano derecha giró un poco sobre el borde de la mesa. Los botones de la manga de su chaqueta de terciopelo marrón, cortada como la de un esmoquin, se apoyaron en el borde de la mesa. De Ruse sonrió con su leve sonrisa metálica.

Tenía tres fichas azules en el rojo. En aquella jugada, la bola se detuvo en el dos negro. El crupier pagó a dos de los otros cuatro hombres que estaban jugando.

De Ruse empujó cinco fichas azules hacia delante y las colocó en la casilla del rojo. Después giró la cabeza a la izquierda y miró a un joven rubio y corpulento que ponía tres fichas rojas en el cero.

De Ruse se humedeció los labios y giró más la cabeza, mirando hacia un lado de la pequeña sala. Francine Ley estaba sentada en un diván pegado a la pared, apoyando en ella la cabeza.

—Creo que lo tengo, nena —le dijo De Ruse—. Creo que lo tengo.

Francine Ley parpadeó y separó la cabeza de la pared. Alargó un brazo hacia una bebida que tenía en una mesa redonda delante de ella.

Dio un sorbo, miró el suelo y no respondió.

De Ruse volvió a mirar al rubio. Los otros tres hombres habían hecho apuestas. El crupier parecía impaciente y al mismo tiempo vigilante.

—¿Cómo es que usted apuesta siempre al cero cuando yo apuesto al rojo, y al doble cero cuando yo apuesto al negro? —dijo De Ruse.

El joven rubio sonrió, se encogió de hombros, pero no dijo nada.

De Ruse puso una mano sobre la mesa y habló en voz muy baja:

—Le he hecho una pregunta, amigo.

—A lo mejor soy Jesse Livermore —gruñó el rubio—. Me gusta jugar a la baja.

—¿Qué es esto? ¿Cámara lenta? —intervino uno de los otros jugadores.

—Hagan sus apuestas, caballeros, por favor —dijo el crupier.

De Ruse lo miró y dijo:

—Dale ya.

El crupier hizo girar la ruleta con la mano izquierda y lanzó la bola en dirección contraria con la misma mano. Su mano derecha se apoyaba en el borde de la mesa.

La bola se detuvo en el veintiocho negro, al lado del cero. El rubio se echó a reír.

—Por poco —dijo—. Por muy poquito.

De Ruse contó sus fichas y las apiló con cuidado.

—Ya he perdido seis de los grandes —dijo—. Es una pasada, pero supongo que así se gana dinero. ¿Quién dirige esta cueva de ladrones?

El crupier sonrió despacio y miró a De Ruse directamente a los ojos.

—¿Ha dicho cueva de ladrones? —preguntó con calma.

De Ruse asintió, sin molestarse en responder.

—Me ha parecido oírle decir cueva de ladrones —insistió el crupier, y movió un pie, cargando su peso en él.

Tres de los hombres que habían estado jugando recogieron sus fichas a toda prisa y se dirigieron a una pequeña barra en un rincón de la sala. Pidieron bebidas y apoyaron la espalda en la pared al lado de la barra, observando a De Ruse y al crupier. El rubio se quedó donde estaba y sonrió sarcásticamente a De Ruse.

—Ay, ay —dijo pensativo—. Qué modales.

Francine Ley se terminó la copa y apoyó de nuevo la cabeza en la pared. Bajó la mirada y observó furtivamente a De Ruse bajo las largas pestañas.

Una puerta con entrepaños se abrió al cabo de un momento y un hombre muy grande con bigote negro y cejas negras muy pobladas entró por ella. El crupier movió los ojos hacia él y después hacia De Ruse, señalándolo con la mirada.

—Sí, me ha parecido que decía cueva de ladrones —repitió sin entonación.

El gigantón se acercó al codo de De Ruse y lo tocó con su propio codo.

—Fuera —dijo con un gesto impasible.

El rubio volvió a sonreír y metió las manos en los bolsillos de su traje gris oscuro. El grandullón ni se fijó en él.

De Ruse miró por encima de la mesa al crupier y dijo:

—Me llevaré mis seis mil y daré por terminada la jornada.

—Fuera —repitió el grandullón en tono cansado, clavando el codo en el costado de De Ruse.

El crupier calvo sonreía educadamente.

—Oye, tú —le dijo el grandullón a De Ruse—, no te irás a poner difícil, ¿eh?

De Ruse lo miró con sarcástica sorpresa.

—Vaya, vaya, el gorila —dijo en voz baja—. A por él, Nicky.

El rubio sacó la mano derecha del bolsillo y la movió en arco. La cachiporra se veía negra y reluciente bajo las brillantes luces. Golpeó al grandullón en la nuca con un ruido sordo. El grandullón extendió las manos hacia De Ruse, que se apartó a toda prisa y sacó su revólver de debajo del brazo. El grandullón se agarró al borde de la mesa y cayó pesadamente al suelo.

Francine Ley se puso de pie e hizo un sonido ahogado con la garganta.

El hombre rubio saltó de lado, giró y miró al camarero de la barra. Este puso las manos encima de la barra. Los tres hombres que habían estado jugando a la ruleta parecían muy interesados, pero no se movieron.

De Ruse dijo:

—El botón del centro de su manga derecha, Nicky —dijo De Ruse—. Creo que es de cobre.

—Sí.

El rubio se guardó la cachiporra en el bolsillo mientras rodeaba el extremo de la mesa. Llegó al crupier y agarró el botón del centro de los tres que había en su bocamanga derecha. Tiró de él con fuerza. Al segundo tirón, se desprendió y un cable fino salió de la manga detrás de él.

—Correcto —dijo el rubio con naturalidad, dejando caer el brazo del crupier.

—Ahora recogeré mis seis mil —dijo De Ruse—, y después iremos a hablar con tu jefe.

El crupier asintió despacio y estiró el brazo hacia el clasificador de fichas que había junto a la mesa de la ruleta.

El gigantón del suelo no se movió. El rubio se llevó la mano derecha detrás de la cadera y sacó una automática del 45 que llevaba metida en la pretina.

La balanceó en la mano, sonriendo agradablemente a la concurrencia.

8

Caminaron por una galería elevada que dominaba el comedor y la pista de baile. Les llegaban ráfagas de hot jazz que subían desde los cuerpos ágiles y cimbreantes de una banda de mulatos. Con las ráfagas de jazz llegaba el olor a comida, a cigarrillos y a sudor. La galería estaba alta y la escena que se veía debajo tenía un aspecto organizado, como un plano cenital de una cámara.

El crupier calvo abrió una puerta en un rincón de la galería y pasó por ella sin mirar atrás. El rubio al que De Ruse había llamado Nicky entró tras él. Después, De Ruse y Francine Ley.

Había un pasillo corto con una lámpara mate en el techo. La puerta que había al final parecía de metal pintado. El crupier puso un dedo rechoncho en el pequeño timbre que había al lado y lo hizo sonar de determinada manera. Se oyó un ruido zumbante, como el de una puerta eléctrica que se desbloquea. El crupier empujó y se abrió.

Era una habitación acogedora, mitad refugio y mitad despacho. Había una chimenea con rejilla y un sofá de cuero verde perpendicular a ella, de cara a la puerta. Un hombre sentado allí dejó un periódico, alzó la mirada y se puso lívido de pronto. Era un hombre pequeño, con la cabeza compacta y redonda, y la cara compacta y redonda. Tenía los ojos negros y pequeños, sin luz, como botones de azabache.

En medio de la habitación había un gran escritorio plano, y un hombre muy alto estaba de pie al lado, con una coctelera en las manos. Giró despacio la cabeza y miró por encima del hombro a las cuatro personas que entraban en la habitación; mientras tanto, seguía agitando la coctelera con un ritmo suave. Tenía el rostro cavernoso, con los ojos hundidos, la piel floja y grisácea y el pelo rojizo cortado muy corto, sin brillantina ni raya. En la mejilla izquierda tenía una fina cicatriz en forma de cruz, parecida a una cicatriz de mensur alemán.

El hombre alto dejó la coctelera, dio media vuelta y miró al crupier. El hombre del sofá no se movió. Había tensión agazapada en su inmovilidad.

El crupier dijo:

—Creo que es un atraco. Pero no he podido evitarlo. Han tumbado al Gran George.

El rubio sonrió alegremente y sacó su 45 del bolsillo. Apuntó al suelo.

—Cree que es un atraco —dijo—. ¿No te mata de risa?

De Ruse cerró la pesada puerta. Francine Ley se apartó de él, hacia la parte de la habitación más alejada de la chimenea. Él no la miró. El hombre del sofá sí que la miró, miraba a todo el mundo.

De Ruse dijo con voz tranquila:

—El alto es Zapparty. El pequeño es Mops Parisi.

El rubio se hizo a un lado, dejando al crupier solo en medio de la habitación. La 45 cubría al hombre del sofá.

—Claro que soy Zapparty —dijo el hombre alto.

Durante un momento observó a De Ruse con curiosidad.

Después les dio la espalda y recogió la coctelera, quitó el tapón y llenó una copa de cóctel. La vació, se limpió los labios con un pañuelo de hilo fino y se lo metió en el bolsillo del pecho con mucho cuidado, para que asomaran tres puntas.

De Ruse sonrió con su sonrisa fina y metálica y se tocó un extremo de la ceja izquierda con el dedo índice. La mano derecha la tenía metida en el bolsillo de la chaqueta.

—Nicky y yo hemos hecho un poco de teatro —dijo—. Ha sido para que los chicos de fuera tuvieran algo que contar si las cosas se ponían muy ruidosas cuando viniéramos a verte.

—Suena interesante —reconoció Zapparty—. ¿Para qué queríais verme?

—Es por ese coche con gas que se lleva a gente de paseo —respondió De Ruse.

El hombre del sofá hizo un movimiento muy repentino y separó la mano de la pierna como si algo le hubiera picado. El rubio dijo:

—No… o sí, como prefiera, señor Parisi. Todo es cuestión de gusto.

Parisi se quedó otra vez inmóvil. La mano volvió a caer sobre su corto y grueso muslo.

Zapparty abrió un poco sus hundidos ojos.

—¿Coche con gas? —Su tono era de leve desconcierto.

De Ruse avanzó hacia el centro de la habitación, cerca del crupier. Se balanceó sobre los talones. Sus ojos grises tenían un brillo somnoliento y la cara estaba caída y fatigada, nada juvenil.

—A lo mejor alguien te lo ha querido colgar, Zapparty, pero no lo creo —dijo—. Estoy hablando de la Lincoln azul, matrícula 5A6, con el cilindro de gas de Nevada delante. Ya sabes, Zapparty, lo que les echan a los asesinos en nuestro estado.

Zapparty tragó saliva y su prominente nuez se movió adelante y atrás. Hinchó los labios, después los plegó contra los dientes y después volvió a hincharlos.

El hombre del sofá se rio a gusto. Parecía que se estaba divirtiendo.

De pronto, una voz que no venía de ninguno de los presentes dijo:

—Tira ese cañón, rubito. Y los demás, coged aire.

De Ruse miró hacia arriba y vio un panel abierto en la pared de detrás del escritorio. Una pistola asomaba por la abertura, así como una mano, pero ni cuerpo ni cara. La luz de la habitación dejaba ver claramente la mano y la pistola.

El arma parecía apuntar directamente a Francine Ley.

—Está bien —dijo enseguida De Ruse, y levantó las manos vacías.

El rubio dijo:

—Ese debe de ser el Gran George, ya descansado y listo para la acción.

Abrió la mano y dejó caer la 45 al suelo, delante de él.

Parisi se levantó del sofá muy deprisa y sacó un arma de debajo del brazo. Zapparty sacó un revólver del cajón del escritorio. Habló hacia el panel de la pared:

—Márchate y quédate fuera.

El panel se cerró con un chasquido. Zapparty le hizo un gesto con la cabeza al crupier calvo, que parecía no haber movido un músculo desde que entró en la habitación.

—Vuelve al trabajo, Louis. Y mantén la cabeza alta.

El crupier asintió, dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando con cuidado la puerta.

A Francine Ley le entró una risa tonta. Subió una mano y tiró del cuello de su abrigo, cerrándolo alrededor de la garganta, como si hiciera frío. Pero no había ventanas y hacía mucho calor a causa de la chimenea.

Parisi emitió una especie de silbido con los labios y los dientes, se dirigió velozmente a De Ruse y le plantó la pistola en la cara, empujándole la cabeza hacia atrás. Palpó los bolsillos de De Ruse con la mano izquierda, sacó el 38, lo cacheó bajo los brazos, dio una vuelta a su alrededor, le tocó las caderas y volvió a ponerse delante de él.

Se echó un poco hacia atrás y golpeó a De Ruse en la mejilla con la parte plana de la pistola. De Ruse se mantuvo del todo inmóvil, aunque sacudió un poco la cabeza cuando el duro metal le golpeó el rostro.

Parisi lo golpeó de nuevo en el mismo sitio. Por la mejilla de De Ruse empezó a bajar sangre desde el pómulo, lentamente. La cabeza se le hundió un poco y las rodillas cedieron. Se vino abajo despacio y quedó apoyado en el suelo con la mano izquierda, meneando la cabeza. Tenía el cuerpo encogido, las piernas dobladas debajo. La mano derecha le colgaba flácida junto al pie izquierdo.

—Ya vale, Mops —dijo Zapparty—. No te pongas sanguinario. Queremos que esta gente hable.

Francine Ley volvió a reír con una risa bastante tonta. Daba bandazos a lo largo de la pared, apoyando una mano en ella.

Parisi resopló y se apartó de De Ruse con una sonrisa de felicidad en su redonda y morena cara.

—He estado mucho tiempo esperando esto —dijo.

Cuando estaba a unos dos metros de De Ruse, algo pequeño, oscuro y reluciente pareció deslizarse de la pernera izquierda de los pantalones de De Ruse hasta su mano. Hubo una brusca y cortante explosión y una llamita anaranjada ardió desde el suelo.

La cabeza de Parisi se echó hacia atrás con una sacudida. Un agujero redondo apareció de pronto bajo su barbilla. Casi al instante se agrandó y enrojeció. Sus flácidas manos dejaron de ejercer fuerza y las dos armas cayeron. El cuerpo empezó a tambalearse. Impactó con fuerza en el suelo.

—¡Santo Dios! —exclamó Zapparty, levantando el revólver.

Francine Ley soltó un grito estridente y se abalanzó sobre él, arañando, pateando, chillando.

El revólver disparó dos veces con mucho ruido. Dos balas se incrustaron en una pared. El yeso se agrietó.

Francine Ley se deslizó hasta el suelo y se quedó a cuatro patas. Una pierna larga y delgada se estiró desde debajo de su vestido.

El rubio, arrodillado y otra vez con la 45 en la mano, bramó:

—¡Le ha quitado el arma al cabrón!

Zapparty estaba de pie con las manos vacías y una expresión terrible en la cara. Había un largo y rojo arañazo en el dorso de su mano derecha. Su revólver estaba caído en el suelo, al lado de Francine Ley. Sus ojos horrorizados lo miraban con incredulidad.

Parisi tosió una vez en el suelo y después se quedó inmóvil.

De Ruse se puso de pie. La pequeña Mauser parecía un juguete en su mano. Su voz parecía llegar de muy lejos cuando dijo:

—Vigila ese panel, Nicky.

No se oía nada fuera de la habitación, ningún sonido en ninguna parte. Zapparty seguía de pie a un extremo del escritorio, congelado, cadavérico.

De Ruse se agachó y tocó el hombro de Francine Ley.

—¿Estás bien, nena?

Ella juntó las piernas bajo el cuerpo y se incorporó. Una vez de pie, miró a Parisi. El cuerpo le temblaba con estremecimientos nerviosos.

—Perdona, nena —dijo De Ruse en voz baja a su lado—. Creo que me hice una idea equivocada de ti.

Sacó un pañuelo del bolsillo, lo humedeció con los labios, se frotó con cuidado la mejilla izquierda y miró la sangre en el pañuelo.

Nicky dijo:

—Parece que el Gran George se ha ido a dormir otra vez. He sido un idiota al no pegarle un tiro.

De Ruse asintió un poco y dijo:

—Sí. Todo este juego ha sido un asco. ¿Dónde tiene el sombrero y el abrigo, señor Zapparty? Nos gustaría que viniera a dar un paseo con nosotros.

9

Entre las sombras, bajo los pimenteros, De Ruse dijo:

—Ahí está, Nicky. Míralo. Nadie lo ha tocado. Será mejor que echemos un vistazo por los alrededores igualmente.

El rubio dejó el volante del Packard, salió y se metió bajo los árboles. Permaneció un rato en el mismo lado de la calle que el Packard y después se acercó a la enorme Lincoln, que estaba aparcada delante del edificio de ladrillo de North Kenmore.

De Ruse se inclinó hacia delante, por encima del respaldo del asiento delantero del coche, y pellizcó a Francine Ley en la mejilla.

—Ahora te vas a ir a casa, nena. En este autobús. Te veré más tarde.

—Johnny —dijo ella, agarrándole del brazo—, ¿qué vas a hacer? Por el amor de Dios, ¿no te has divertido bastante esta noche?

—Todavía no, nena. El señor Zapparty quiere contar algo. Y creo que un paseíto en el coche con gas lo ayudará. Y de todos modos, lo necesito como prueba.

Observó de reojo a Zapparty, que estaba en un rincón del asiento trasero. Zapparty hizo un sonido ronco y gutural y miró hacia delante con el rostro sombrío.

Nicky volvió cruzando la calle y se quedó con un pie en el estribo.

—No hay llaves —dijo—. ¿Las tienes?

—Claro —dijo De Ruse. Sacó las llaves del bolsillo y se las dio a Nicky.

Nicky rodeó el coche hasta el lado donde estaba Zapparty y abrió la puerta.

—Fuera, amigo.

Zapparty salió rígidamente y se quedó bajo la lluvia suave y oblicua. De Ruse salió tras él.

—Llévatelo, nena.

Francine Ley se deslizó por el asiento hasta ponerse al volante del Packard y lo puso en marcha. El motor arrancó con un ligero zumbido.

—Hasta luego, nena —dijo De Ruse con suavidad—. Caliéntame las zapatillas. Y hazme un gran favor, nena. No telefonees a nadie.

El Packard se alejó por la calle oscura, bajo los grandes pimenteros. De Ruse vio cómo doblaba una esquina. Le dio un codazo a Zapparty.

—Vamos. Vas a viajar en la parte de atrás de tu coche con gas. No vamos a poder soltarte mucho gas porque hay un agujero en la mampara, pero te va a gustar el olor. Vamos a ir al campo. Tenemos toda la noche para jugar contigo.

—Supongo que sabéis que esto es un secuestro —dijo Zapparty con dureza.

—Y me encanta la idea —ronroneó De Ruse.

Cruzaron la calle, tres hombres caminando juntos sin prisa. Nicky abrió la puerta trasera buena de la Lincoln. Zapparty entró en él. Nicky cerró la puerta de golpe, se puso al volante y metió la llave en el contacto. De Ruse se sentó junto a él, con las piernas rodeando el tanque de gas.

Nicky puso en marcha el coche, dio la vuelta en mitad de la manzana y puso rumbo al norte, hacia Franklin, volviendo por Los Feliz, en dirección a Glendale. Al cabo de un rato, Zapparty se inclinó hacia delante y golpeó el cristal. De Ruse arrimó una oreja al agujero del cristal, detrás de la cabeza de Nicky.

La voz ronca de Zapparty dijo:

—Una casa de piedra… en Castle Road… en la zona de la riada de La Crescenta.

—Vaya, resulta que es un blando —gruñó Nicky, con los ojos en la carretera.

De Ruse asintió y dijo con aire pensativo:

—Aquí hay algo más. Con Parisi muerto, se quedaría callado a menos que pensara que tiene una salida.

—Yo preferiría recibir una paliza pero mantener la boca cerrada —dijo Nicky—. Enciéndeme un pitillo, Johnny.

De Ruse encendió dos cigarrillos y le pasó uno al rubio. Volvió la mirada hacia el largo cuerpo de Zapparty, otra vez en el rincón del coche. Una luz que pasaba le iluminó la cara tensa, haciendo que las sombras en ella parecieran muy marcadas.

El enorme coche se deslizó sin ruido por Glendale y subió la cuesta hacia Montrose. Allí siguió por la autopista de Sunland y entró en la casi desierta zona de la riada de La Crescenta.

Encontraron Castle Road y siguieron la calle hacia las montañas. En pocos minutos llegaron a la casa de piedra.

Se alzaba apartada de la carretera, al fondo de un amplio espacio que en otro tiempo tal vez tuviera césped, pero que en ese momento contenía arena apisonada, piedras pequeñas y unos cuantos peñascos grandes. La carretera torcía en ángulo recto justo antes de llegar allí. La carretera terminaba un poco más adelante en un limpio borde de hormigón, mordido por la inundación del día de Año Nuevo de 1934.

Más allá de aquel borde estaba el verdadero aluvión de la riada. En él crecían matas y había muchas piedras muy grandes. En el borde mismo crecía un árbol con la mitad de las raíces en el aire, a dos metros y medio por encima del lecho de la riada.

Nicky paró el coche, apagó las luces y sacó de la guantera una gran linterna niquelada. Se la entregó a De Ruse.

De Ruse salió del coche y se quedó un momento con la mano en la puerta abierta, empuñando la linterna. Sacó una pistola del bolsillo del abrigo y la sostuvo al costado.

—Parece una maniobra para ganar tiempo —dijo—. No creo que allí haya nada que se mueva.

Miró a Zapparty, sonrió intensamente y echó a andar por las ondas de arena hacia la casa. La puerta delantera estaba entreabierta, sujeta en su sitio por la arena. De Ruse se dirigió a la esquina de la casa, manteniéndose fuera de la línea de la puerta todo lo posible. Siguió la pared lateral, mirando las ventanas atrancadas, detrás de las cuales no había ni rastro de luz.

En la parte trasera había algo que en otro tiempo fue un gallinero. Un montón de chatarra oxidada en un garaje destartalado era todo lo que quedaba del sedán de la familia. La puerta trasera estaba atrancada y clavada como las ventanas. De Ruse permaneció callado bajo la lluvia, preguntándose por qué estaba abierta la puerta principal. Entonces recordó que había habido otra inundación pocos meses antes, aunque no tan grave. Puede que hubiera habido suficiente agua para forzar la puerta por el lado que daba a las montañas.

En las parcelas adyacentes se alzaban dos casas de estuco, las dos abandonadas. Más allá de la zona de la riada, en un terreno algo más elevado, había una ventana iluminada. Era la única luz en el campo de visión de De Ruse.

Volvió a la parte delantera de la casa y se deslizó por la puerta. Una vez dentro, escuchó. Después de un buen rato, encendió la linterna.

La casa no olía como una casa. Olía a aire libre. En la habitación de delante no había nada más que arena, unos pocos muebles rotos y algunas marcas en las paredes, por encima de la línea oscura que pintó la inundación, donde había habido cuadros colgados.

De Ruse recorrió un pasillo corto y entró en una cocina que tenía un agujero en el suelo, donde había estado el fregadero. En el agujero habían encajado una cocina de gas oxidada. De la cocina pasó a una alcoba. Hasta aquel momento no había oído ni el más leve sonido en la casa.

La alcoba era cuadrada y oscura. Una alfombra tiesa por el barro seco estaba pegada al suelo. Había una cama metálica con un somier de muelles oxidados y un colchón con manchas de agua cubriendo parte del somier.

Por debajo de la cama asomaban unos pies.

Eran pies grandes, con unos zapatos marrones y unos calcetines morados. Los calcetines tenían cuadrados grises a los lados. Por encima de los calcetines había unos pantalones a cuadros blancos y negros.

De Ruse se quedó muy quieto y apuntó la linterna hacia los pies. Hizo un leve sonido de succión con los labios. Se quedó allí durante un par de minutos, sin moverse en absoluto. Después colocó la linterna de pie en el suelo, para que la luz que se proyectaba hacia el techo se reflejara hacia abajo, iluminando débilmente toda la habitación.

Agarró el colchón y lo quitó de encima de la cama. Estiró un brazo y tocó una de las manos del hombre que estaba debajo de la cama. La mano estaba helada. Agarró los tobillos y tiró con fuerza, pero el hombre era grande y pesado.

Era más fácil quitar la cama de encima de él.

10

Zapparty apoyó la cabeza en la tapicería del respaldo, cerró los ojos y torció un poco la cabeza. Tenía los ojos cerrados con fuerza y procuraba torcer la cabeza lo suficiente para que la luz de la gran linterna no penetrara a través de los párpados.

Nicky sostenía la linterna cerca de su cara y la encendía y la apagaba, la encendía y la apagaba, monótonamente, con una especie de ritmo.

De Ruse estaba de pie junto a la puerta abierta, con un pie sobre el estribo, y mirando a través de la lluvia. Sobre la línea del borroso horizonte parpadeaban las luces de un avión.

Nicky dijo en tono indiferente:

—Nunca se sabe lo que va a hacer que un tío se venga abajo. Una vez vi uno que se derrumbó porque un policía le puso la uña en el hoyuelo de la barbilla.

De Ruse rio para sus adentros.

—Este es duro —dijo—. Vas a tener que pensar en algo mejor que una linterna.

Nicky encendió la linterna, la apagó, la encendió, la apagó.

—Podría —dijo—. Pero no quiero ensuciarme las manos.

Al cabo de un rato, Zapparty levantó las manos delante de él, las dejó caer despacio y empezó a hablar. Hablaba en voz baja y monótona, manteniendo los ojos cerrados para protegerse de la linterna.

—Parisi planeó el secuestro. No supe nada hasta que estuvo hecho. Parisi me metió en ello a la fuerza, hace aproximadamente un mes, con un par de tíos duros para respaldarle. De alguna manera había averiguado que Candless me sacó veinticinco de los grandes por defender a mi medio hermano en un caso de asesinato, y que después vendió al chico. Yo no se lo había contado a Parisi. No sabía que él lo supiera hasta esta noche.

»Llegó al club a eso de las siete, o un poco después, y dijo: “Tenemos a un amigo tuyo, Hugo Candless. Es un trabajo de cien mil pavos, ganancia rápida. Lo único que tienes que hacer es ayudar a dispersar el rescate por las mesas de aquí, mezclándolo con un montón dinero de otros. Tienes que hacerlo porque te damos una parte… y porque entiendes de estas cosas, si algo saliera mal”. Y eso es todo. Parisi se sentó a morderse las uñas y a esperar a sus muchachos. Se puso bastante nervioso al ver que no aparecían. Salió una vez para hacer una llamada telefónica desde una cervecería.

De Ruse chupó un cigarrillo que tenía protegido en el hueco de la mano.

—¿Quién eligió la víctima, y cómo sabías que Candless estaba aquí?

—Mops me lo dijo —respondió Zapparty—. Pero no sabía que estaba muerto.

Nicky se echó a reír y encendió y apagó la linterna varias veces, rápidamente.

—Déjala quieta un momento —dijo De Ruse.

Nicky mantuvo el haz de luz fijo sobre la cara blanca de Zapparty. Este movió los labios de dentro afuera. Abrió una vez los ojos. Eran ojos ciegos, como los ojos de un pescado muerto.

—Aquí hace un frío que pela —dijo Nicky—. ¿Qué hacemos con su excelencia?

—Lo metemos en la casa y lo atamos a Candless —propuso De Ruse—. Así se darán calor uno a otro. Podemos volver por la mañana, a ver si se le han ocurrido ideas nuevas.

Zapparty se estremeció. En la esquina de un ojo apareció el brillo de algo parecido a una lágrima. Después de un momento de silencio, dijo:

—Vale. Yo lo planeé todo. El coche con gas fue idea mía. No quería el dinero. Quería a Candless y lo quería muerto. A mi hermano pequeño lo colgaron en Quentin, el viernes de la semana pasada.

Hubo un corto silencio. Nicky dijo algo para sus adentros. De Ruse no se movió ni hizo sonido alguno.

Zapparty continuó:

—Mattick, el chófer de Candless, estaba en el ajo. Odiaba a Candless. Se suponía que iba a conducir el coche falso para que todo pareciera normal, y después se esfumaría. Pero bebió demasiado whisky preparándose para el trabajo, y Parisi dejó de fiarse de él y lo hizo liquidar. Otro muchacho condujo el coche. Estaba lloviendo, y eso ayudó.

—Vas mejor —dijo De Ruse—. Pero todavía no está todo, Zapparty.

Este se encogió de hombros rápidamente, abrió un poco los ojos a pesar de la linterna y casi sonrió.

—¿Qué demonios quieres? ¿Mermelada por los dos lados?

—Quiero que me digas quién fue el pájaro que me hizo secuestrar. Pero déjalo. Lo encontraré yo mismo.

Quitó el pie del estribo y tiró la colilla hacia la oscuridad. Cerró de golpe la puerta del coche y se sentó delante. Nicky dejó de jugar con la linterna, se sentó al volante y puso el motor en marcha.

—Vayamos a algún sitio donde pueda telefonear pidiendo un taxi, Nicky —dijo De Ruse—. Entonces te llevas a este de paseo durante otra hora, y después llamas a Francy. Tendrás un mensaje allí.

El rubio negó despacio con la cabeza, moviéndola de un lado a otro.

—Eres un buen colega, Johnny, y me caes bien. Pero esto ya ha ido demasiado lejos por este camino. Me lo llevo a la comisaría. No olvides que tengo una licencia de detective privado en casa, debajo de las camisas viejas.

—Dame una hora, Nicky —dijo De Ruse—. Solo una hora.

El coche rodó cuesta abajo, cruzó la autopista de Sunland y empezó a bajar otra colina en dirección a Montrose. Al cabo de un rato, Nicky dijo:

—Vale.

11

Era la una y doce minutos en el reloj de fichar que había al extremo del mostrador en el vestíbulo de la Casa de Oro. La habitación era de estilo español antiguo, con alfombras indias negras y rojas, sillas claveteadas con asiento de cuero y borlas de cuero en las esquinas de los cojines; las puertas de madera de olivo tenían bisagras rústicas de hierro forjado y correas.

Un conserje delgado y pulcro, con un bigote rubio engominado y un tupé rubio, estaba apoyado en el mostrador, mirando el reloj y bostezando, mientras se golpeaba los dientes con el dorso de sus brillantes uñas.

Se abrió la puerta de la calle y entró De Ruse. Se quitó el sombrero y lo sacudió, se lo puso de nuevo y bajó el ala de un tirón. Su mirada recorrió despacio el vestíbulo desierto. Se dirigió al mostrador y dio en él una palmada con la mano enguantada.

—¿Cuál es el número del bungalow de Hugo Candless? —preguntó.

El conserje parecía molesto. Miró el reloj, la cara de De Ruse, otra vez el reloj. Sonrió con desdén y habló, con un ligero acento:

—12-C. ¿Quiere que le anuncie… a esta hora?

—No —dijo De Ruse.

Se alejó del mostrador y se dirigió a una puerta grande con un rombo de cristal. Parecía la puerta de unos lavabos de mucho lujo.

Cuando extendía una mano hacia la puerta, un timbre sonó con fuerza detrás de él.

De Ruse miró por encima del hombro, dio media vuelta y volvió al mostrador. El conserje apartó la mano del timbre, bastante deprisa.

Su voz era fría, sarcástica e indolente al decir:

—Esta no es esa clase de casa de apartamentos, si no le importa.

Por encima de los pómulos de De Ruse aparecieron dos manchas rojizas. Se inclinó sobre el mostrador y agarró la solapa con galones de la chaqueta del conserje, tirando del pecho de este hacia el borde del mostrador.

—¿Qué gracia has dicho, mariquita?

El conserje palideció, pero consiguió hacer sonar de nuevo su timbre con una mano temblorosa.

Un hombre rechoncho, con un traje holgado y un peluquín castaño, llegó rodeando el mostrador, extendió un dedo regordete y dijo:

—¡Eh!

De Ruse soltó al conserje. Miró sin expresión la ceniza de puro en la pechera de la chaqueta del hombre rechoncho.

El hombre rechoncho dijo:

—Soy el encargado de la casa. Si te quieres poner duro, tienes que hablar conmigo.

—Usted habla mi idioma —dijo De Ruse—. Vamos a ese rincón.

Fueron al rincón y se sentaron debajo de una palmera. El hombre rechoncho bostezó amistosamente, se levantó el borde del peluquín y se rascó por debajo.

—Soy Kuvalick —dijo—. A veces yo también le daría de bofetadas a ese suizo. ¿Qué es lo que pasa?

—¿Es usted un hombre de los que saben callarse la boca? —preguntó De Ruse.

—No. Me gusta hablar. Es lo único divertido que puedo hacer en este rancho para turistas.

Kuvalick sacó medio cigarro de un bolsillo y se quemó la nariz encendiéndolo.

—Pues esta vez va a tener que mantener el pico cerrado —dijo De Ruse.

Metió la mano bajo el abrigo, sacó la cartera y extrajo dos billetes de diez. Se los enrolló en el dedo índice, hizo un tubo con ellos y metió el tubo en el bolsillo del pecho de la chaqueta del hombre rechoncho.

Kuvalick parpadeó, pero no dijo nada. De Ruse habló:

—En el apartamento de Candless hay un hombre llamado George Dial. Su coche está ahí afuera, y en consecuencia él tiene que estar allí. Quiero verlo, pero no quiero dar un nombre. Usted puede llevarme y quedarse conmigo.

—Es bastante tarde —dijo el hombre rechoncho con cautela—. Puede que esté en la cama.

—Si es así, está en una cama ajena —dijo de Ruse—. Debería levantarse.

El hombre rechoncho se puso de pie.

—No me gusta lo que estoy pensando, pero me gustan sus billetes de diez —dijo—. Iré a ver si están levantados. Usted quédese aquí.

De Ruse asintió. Kuvalick se marchó caminando junto a la pared y se metió por una puerta en un rincón. Al andar se le veía debajo de la chaqueta el incómodo bulto cuadrado de una pistolera de costado. El conserje lo siguió con la mirada y después miró con desprecio a De Ruse y sacó una lima de uñas.

Pasaron diez minutos, quince. Kuvalick no volvía. De Ruse se levantó de pronto, frunció el ceño y se dirigió a la puerta del rincón. El conserje se puso rígido, y sus ojos miraron el teléfono que había sobre el mostrador, pero no lo tocó.

De Ruse pasó por la puerta y se encontró en una galería cubierta. La lluvia goteaba suavemente del tejadillo. Pasó por un patio en cuyo centro había una piscina ovalada enmarcada por un mosaico de azulejos de alegres colores. Al final se ramificaba en otros patios. En el extremo más alejado del patio de la izquierda había una ventana iluminada. Se dirigió hacia allí, a la ventura, y cuando estuvo cerca vio el número 12-C en la puerta.

Subió dos escalones bajos y pulsó un timbre que sonó en la distancia. No ocurrió nada. Pasado un rato, volvió a llamar, después probó la puerta. Estaba cerrada con llave. Le pareció oír un leve golpeteo apagado en alguna parte del interior.

Se quedó un momento bajo la lluvia, y después dobló la esquina del bungalow y llegó a la parte de atrás por un pasadizo estrecho y muy mojado. Probó la puerta de servicio; también estaba cerrada. De Ruse soltó una palabrota, sacó el revólver de debajo del brazo, sujetó el sombrero contra el cristal de la puerta de servicio y rompió el cristal con la culata. Los cristales cayeron dentro con un leve tintineo.

Guardó el arma, se enderezó el sombrero sobre la cabeza y metió el brazo por el cristal roto para abrir la puerta.

La cocina era grande y luminosa, con azulejos negros y amarillos, y parecía que se usara principalmente para mezclar bebidas. En el escurridor de azulejos había dos botellas de Haig and Haig, una botella de Hennessy y tres o cuatro clases de licores exóticos. Un corto pasillo con una puerta cerrada llevaba al salón. Había un piano de cola en un rincón, con una lámpara encendida al lado. Y otra lámpara sobre una mesa baja con botellas y vasos. Un fuego de leña agonizaba en la chimenea.

El ruido de golpes se hizo más fuerte.

De Ruse cruzó el salón y salió por una puerta con dosel que daba a otro pasillo, y de allí a una elegante alcoba con las paredes de madera. El ruido de golpes procedía de un armario. De Ruse abrió la puerta y vio a un hombre.

Estaba sentado en el suelo, con la espalda en un bosque de vestidos colgados de perchas. Tenía una toalla atada alrededor de la cara. Otra toalla le sujetaba los tobillos. Las manos estaban atadas a la espalda. Era un hombre muy calvo, tan calvo como el crupier del Egypt.

De Ruse lo miró con dureza, y de pronto sonrió, se agachó y le soltó las ataduras.

El hombre escupió un trapo que tenía en la boca, soltó un montón de maldiciones y se zambulló en las ropas que había al fondo del armario. Salió con algo peludo en la mano, lo alisó y se lo puso en la pelada cabeza.

Aquello lo convirtió en Kuvalick, el detective del hotel.

Se levantó sin dejar de maldecir y se apartó de De Ruse, con una rígida mueca de alarma en la cara. Su mano derecha voló hacia la pistolera de la cadera.

—Cuénteme —dijo De Ruse con las manos abiertas, al tiempo que se sentaba en una butaquita con tapicería de calicó.

Kuvalick lo miró en silencio durante un momento y después apartó la mano de su revólver.

—Había luz —dijo—, de manera que he tocado el timbre. Me abre un tipo alto y moreno. Le tengo muy visto por aquí. Es Dial. Le explico que hay un tipo en el vestíbulo que quiere verlo discretamente, que no quiere decir su nombre.

—Se ha hecho el tonto —comentó secamente De Ruse.

—Todavía no, pero enseguida. —Kuvalick sonrió y escupió un hilo—. Lo he descrito a usted. Entonces sí que se ha hecho el tonto. Ha sonreído de una manera rara y me ha dicho que entrara un momento. Entro, él cierra la puerta y me clava una pistola en el riñón. Me pregunta: «¿Dice que va todo vestido de oscuro?». Yo le digo que sí y que a qué viene lo de la pistola. Él me dice: «¿Tiene los ojos grises, el pelo negro y algo encrespado y la boca dura?». Y yo respondo: «Sí, cabrón, ¿y para qué es esa pistola?».

»“Para esto”, me dice, y me sacude en la cabeza por detrás. Me derrumbo, atontado pero no inconsciente. Entonces la mujer de Candless viene por una puerta y entre los dos me atan y me meten en el armario. Y eso es todo. Les he oído trastear por ahí un rato y después, silencio. Eso es todo hasta que usted ha llamado al timbre.

De Ruse sonrió con desgana, agradablemente. Todo su cuerpo estaba relajado en la butaca. Su actitud se había vuelto indolente y sin prisa.

—Se han esfumado —dijo en voz baja—. Alguien les ha avisado. Eso no ha sido muy inteligente.

—He sido detective de la Wells Fargo —dijo Kuvalick— y puedo aguantar un susto. ¿En qué están metidos?

—¿Qué clase de mujer es la señora Candless?

—Morena, muy guapa. Hambrienta de sexo, como se suele decir. Un poco aviejada y estirada. Tienen un chófer nuevo cada tres meses. También hay un par de tíos en la Casa que le gustan. Y supongo que este gigoló que me ha sacudido.

De Ruse miró su reloj, asintió y se inclinó hacia delante para levantarse.

—Creo que va siendo hora de llamar a la policía. ¿Tiene algún amigo en Jefatura a quien le gustaría contar una historia de secuestro?

—Todavía no —dijo una voz.

George Dial entró rápidamente en la habitación desde el pasillo y una vez dentro se quedó de pie y callado, con una larga y fina pistola automática con silenciador. Sus ojos estaban radiantes y enloquecidos, pero su dedo de color limón estaba muy firme sobre el gatillo de la pequeña pistola.

—No nos hemos esfumado —dijo—. Aún no estábamos listos. Pero no habría sido mala idea… para vosotros dos.

La mano regordeta de Kuvalick voló hacia la pistolera.

La pequeña automática con el tubo negro hizo dos sonidos apagados.

Una nubecilla de polvo saltó de la pechera de la chaqueta de Kuvalick. Sus manos se separaron de los costados con una sacudida y sus ojillos se abrieron mucho de golpe, como semillas que saltan de una vaina. Cayó pesadamente de lado contra la pared y se quedó muy quieto sobre el costado izquierdo, con los ojos medio abiertos. El peluquín se le torció de manera peligrosa.

De Ruse le echó una mirada rápida y volvió a centrar la atención en Dial. Su cara no mostraba ninguna emoción, ni siquiera excitación.

—Eres un idiota, Dial. Esto acaba con tu última oportunidad. Podrías haberte librado a base de labia. Pero no ha sido este tu único error.

—No —dijo Dial con calma—. Ahora lo veo. No debí haber enviado a los muchachos a por ti. Lo hice porque sí. Esto me pasa por no ser un profesional.

De Ruse asintió ligeramente, miró a Dial casi con cordialidad.

—Solo por curiosidad… ¿Quién te ha avisado de que el juego se había fastidiado?

—Francy… y ha tardado lo suyo —dijo Dial con ferocidad—. Me marcho, así que no voy a poder darle las gracias durante algún tiempo.

—Ni nunca —dijo De Ruse—. No vas a poder salir del estado. No vas a tocar ni un céntimo del dinero del chicarrón. Ni tú, ni tus cómplices, ni tu mujer. La poli se va a enterar de esto ahora mismo.

—Escaparemos —replicó Dial—. Tenemos suficiente dinero para mantenernos en pie, Johnny. Hasta nunca.

La cara de Dial se tensó y su mano se agitó, con la pistola en ella. De Ruse medio cerró los ojos y se preparó para el impacto. El arma no disparó. Se oyó un roce detrás de Dial y una mujer alta y morena, con un abrigo de piel gris, se deslizó en la habitación. Llevaba un sombrero en equilibrio sobre el pelo oscuro, recogido en un moño en la nuca. Era guapa, aunque algo flaca y ojerosa; no había color en sus mejillas.

Tenía una voz serena y relajada que no cuadraba con su expresión tensa.

—¿Quién es Francy? —preguntó en tono frío.

De Ruse abrió mucho los ojos y su cuerpo se puso rígido en la butaca, mientras la mano derecha empezaba a deslizarse hacia su pecho.

—Francy es mi novia —dijo—. El señor Dial ha estado intentando quitármela. Pero no importa. Es un chico guapo y debería poder ir de flor en flor.

De pronto, la cara de la mujer alta se volvió siniestra, enloquecida y furiosa. Agarró con fuerza el brazo de Dial, el brazo que sostenía la pistola.

De Ruse echó mano a su funda sobaquera y sacó su 38. Pero no fue su revólver el que disparó. Tampoco fue la automática con silenciador en la mano de Dial. Fue un enorme Colt Frontier con un cañón de veinte centímetros y causó un ruido como la explosión de una bomba. Disparó desde el suelo, junto a la cadera de Kuvalick, donde su mano regordeta lo empuñaba.

Solo disparó una vez. Dial fue lanzado hacia atrás, contra la pared, como por una mano gigante. Su cabeza se estrelló contra la pared y su cara siniestramente atractiva se convirtió al instante en una máscara de sangre.

Cayó desmadejado resbalando por la pared, con la pequeña automática con el tubo negro a sus pies. La mujer morena se lanzó a por el arma, a cuatro patas delante del cuerpo caído de Dial.

La agarró y empezó a levantarla. Tenía la cara convulsa, los labios replegados sobre unos finos dientes de lobo que resplandecían.

La voz de Kuvalick dijo:

—Soy un tío duro. Fui detective de la Wells Fargo.

Su gran cañón tronó de nuevo. Un chillido estridente salió de los labios de la mujer. Su cuerpo fue empujado contra el de Dial. Los ojos se le abrían y cerraban, se abrían y cerraban. La cara se le puso blanca e inexpresiva.

—Le he dado en el hombro. Está bien —dijo Kuvalick, poniéndose de pie.

Se abrió la chaqueta y se palmeó el pecho.

—Chaleco antibalas —dijo con orgullo—. Pero he pensado que era mejor quedarse quieto un rato, no fuera a dispararme en la cara.

12

Francine Ley bostezó y estiró una larga pierna envuelta en un pijama verde al tiempo que admiraba la delicada zapatilla verde en su pie sin medias. Volvió a bostezar, se levantó y cruzó nerviosa la habitación hasta el escritorio en forma de riñón. Se sirvió una copa y se la bebió a toda prisa con un fuerte estremecimiento nervioso. Tenía la cara caída y cansada, los ojos hundidos y con manchas oscuras debajo.

Miró el diminuto reloj de su muñeca. Eran casi las cuatro de la madrugada. Todavía con la muñeca levantada, dio media vuelta al oír un sonido, se quedó de espaldas al escritorio y empezó a respirar muy deprisa, como si jadeara.

De Ruse entró a través de las cortinas rojas. Se detuvo y la miró sin expresión; después se quitó despacio el sombrero y el abrigo y los dejó caer en una butaca. Se quitó la chaqueta del traje y la pistolera que le colgaba del hombro y se dirigió hacia las bebidas.

Olfateó una copa, la llenó de whisky hasta un tercio de su altura y la vació de un trago.

—De modo que has tenido que avisar a ese piojoso —dijo en tono sombrío, con los ojos fijos en la copa vacía que tenía en la mano.

—Sí —dijo Francine Ley—. Tenía que telefonearle. ¿Qué ha pasado?

—Tenías que telefonear al muy piojoso —dijo De Ruse exactamente en el mismo tono—. Sabías de sobra que estaba metido en el asunto. Y preferías que él escapara, aunque me liquidara al hacerlo.

—¿Estás bien, Johnny? —preguntó ella en voz baja y cansada.

De Ruse no respondió, no la miró. Bajó la copa despacio y vertió un poco más de whisky en ella, añadió agua con gas, buscó algo de hielo. Al no encontrar nada, empezó a sorber la bebida con la mirada fija en el tablero blanco del escritorio.

Francine Ley dijo:

—No hay un hombre en el mundo que no merezca un poco de ventaja sobre ti, Johnny. No le habrá servido de nada, pero le conozco y tenía que dársela.

—Qué bonito —dijo De Ruse lentamente—. Solo que no soy tan bueno. Ahora sería un fiambre de no ser por un detective de hotel muy gracioso que lleva un Buntline Special y un chaleco antibalas para ir a trabajar.

Al cabo de un rato, Francine Ley dijo:

—¿Quieres que me vaya?

De Ruse le lanzó una rápida mirada y volvió a apartar los ojos a otro sitio. Dejó la copa y se apartó del escritorio. Habló por encima del hombro:

—No, mientras sigas diciéndome la verdad.

Se sentó en un sillón hondo, apoyó los codos en los brazos del sillón y la cara en las manos. Francine Ley lo observó un momento, y después fue a sentarse en un brazo del sillón. Le echó atrás la cabeza con suavidad, hasta apoyarla en el respaldo del sillón, y empezó a acariciarle la cabeza.

De Ruse cerró los ojos. Su cuerpo se aflojó y se relajó. Su voz empezó a sonar somnolienta.

—Es posible que me salvaras la vida en el Egypt. Supongo que eso te ha dado derecho a dejar que el guaperas me pegara un tiro.

Francine Ley siguió acariciándole la cabeza sin hablar.

—El guaperas ha muerto —continuó De Ruse—. El detective le voló la cabeza.

La mano de Francine Ley se detuvo. Un momento después, empezó a acariciarle la cabeza de nuevo.

—La mujer de Candless estaba en ello. Parece que es una tía de cuidado. Quería el dinero de Candless y quería a todos los hombres del mundo excepto a Hugo. Gracias a Dios que no ha palmado. Ha hablado muchísimo. Y también Zapparty.

—Sí, cariño —dijo Francine Ley en voz baja.

De Ruse bostezó.

—Candless está muerto. Estaba muerto antes de que nosotros empezáramos. Siempre lo quisieron muerto, y nada más. A Parisi le daba lo mismo una cosa que otra, con tal de que le pagaran.

—Sí, cariño —dijo Francine Ley.

—El resto te lo contaré por la mañana —dijo de Ruse con voz pastosa—. Creo que Nicky y yo estamos en paz con la ley… Vayamos a Reno, a casarnos… Estoy harto de esta vida de crápula… Ponme otra copa, nena.

Francine Ley no se movió, excepto para pasar los dedos suave y relajantemente por la frente y las sienes de De Ruse. Este se hundió más en la butaca. La cabeza le cayó a un lado.

—Sí, cariño.

—No me llames cariño —dijo De Ruse con voz pastosa—. Llámame chivato.

Cuando se quedó completamente dormido, ella se levantó del brazo del sillón y se sentó cerca de él. Se sentó muy quieta y lo miró, con la cara apoyada en las largas y delicadas manos con las uñas de color cereza.