El testigo de la acusación

1

Salí del Juzgado de Instrucción poco después de las cuatro, y a continuación me escabullí por las escaleras de atrás hasta el despacho de Fenweather. Fenweather, el fiscal del distrito, era un hombre de facciones recias y esculpidas, con esas sienes plateadas que encantan a las mujeres. Estaba jugando con una pluma en su escritorio y dijo:

—Me parece que te han creído. Hasta puede que procesen a Manny Tinnen por el asesinato de Shannon esta misma tarde. De ser así, va siendo hora de que empieces a andarte con cuidado.

Di vueltas a un cigarrillo entre los dedos y por fin me lo coloqué en la boca.

—No ponga hombres a cuidarme, señor Fenweather. Conozco bastante bien las callejuelas de esta ciudad, y sus hombres no podrían estar lo bastante cerca de mí para servir de algo.

Miró hacia una de las ventanas.

—¿Qué sabes de Frank Dorr? —preguntó, con la mirada lejos de mí.

—Sé que es un politicastro importante, un mediador al que hay que ver si quieres abrir un garito de juego o burdel… o si quieres vender mercancía legal al municipio.

—Exacto —dijo Fenweather en tono tajante, acercando la cabeza a mí. Después bajó la voz—. Que consiguiéramos pruebas contra Tinnen ha sido una sorpresa para mucha gente. Si Frank Dorr estaba interesado en librarse de Shannon, que era el jefe del departamento donde se supone que Dorr lograba sus contratos, ha tenido que correr riesgos. Y me han dicho que él y Manny Tinnen tenían tratos. Yo que tú, no le perdería de vista.

Sonreí.

—Soy un solo hombre —repliqué—. Frank Dorr cubre mucho territorio. Pero haré lo que pueda.

Fenweather se puso en pie y me extendió la mano por encima de la mesa.

—Estaré fuera de la ciudad un par de días —dijo—. Me marcho esta noche, si este procesamiento sale adelante. Ten cuidado. Y si algo fuera mal, ve a ver a Bernie Ohls, mi investigador jefe.

—Claro —repuse yo.

Nos estrechamos las manos y me marché, pasando ante una chica de aspecto cansado que me dedicó una sonrisa cansada y se enroscó en un dedo uno de los rizos sueltos de la nuca mientras me miraba. Llegué de vuelta a mi oficina poco después de las cuatro y media. Me detuve un momento a la entrada de la salita de recepción, mirando la puerta. Después la abrí, entré y, por supuesto, allí no había nadie.

Allí no había nada más que un viejo sofá rojo, dos butacas desparejadas, un poco de moqueta y una mesa de lectura con unas cuantas revistas atrasadas encima. La sala de recepción se dejaba abierta para que las visitas entraran, se sentaran y esperaran… si es que había alguna visita y si es que le apetecía esperar.

La crucé y abrí con llave la puerta de mi despacho privado.

Lou Harger estaba sentado en una silla de madera en el lado del escritorio más apartado de la ventana. Llevaba unos guantes de color amarillo chillón que asían la empuñadura de un bastón, y un sombrero verde de ala flexible echado muy hacia atrás. Bajo el sombrero asomaba un pelo negro muy liso y demasiado largo por la nuca.

—Hola. Te estaba esperando —saludó con una sonrisa lánguida.

—Hola, Lou. ¿Cómo has entrado aquí?

—La puerta no debía de estar cerrada con llave. O puede que yo tuviera una llave que sirviera. ¿Te importa?

Pasé al otro lado del escritorio y me senté en el sillón giratorio. Dejé el sombrero encima del escritorio, agarré una pipa que estaba en un cenicero y empecé a llenarla.

—No me importa mientras seas tú —aclaré—. Pero pensaba que tenía una cerradura mejor.

Sonrió con sus carnosos labios rojos. Era un muchacho con muy buena presencia.

—¿Sigues trabajando? —dijo—. ¿O piensas pasar el próximo mes en una habitación de hotel bebiendo whisky con un par de chicos de jefatura?

—Aún sigo trabajando… si es que hay algún trabajo que pueda hacer.

Encendí la pipa, me eché hacia atrás y miré su piel clara y aceitunada y sus cejas rectas y oscuras.

Él dejó el bastón sobre el escritorio y cruzó sus guantes amarillos sobre el cristal. Movió los labios de delante atrás.

—Tengo una cosilla para ti. No es gran cosa. Pero hay gastos de transporte.

Esperé.

—Esta noche voy a jugar un poco en Las Olindas —dijo—. En el local de Canales.

—¿El negro blanco?

—Ajá. Creo que voy a tener suerte… y me gustaría tener un tío con un hierro.

Saqué un paquete nuevo de cigarrillos de uno de los cajones de arriba y lo empujé sobre el escritorio. Lou lo recogió y empezó a abrir el paquete.

—¿Qué clase de juego? —pregunté.

Sacó un cigarrillo hasta la mitad y lo miró. Había algo en su manera de actuar que no me gustaba.

—Ya llevo cerrado un mes. No estaba sacando la cantidad de dinero que hace falta para seguir abierto en esta ciudad. Los chicos de jefatura me han estado presionando desde que cambió la ley. Tienen pesadillas cuando se ven intentando vivir con su paga.

—Trabajar aquí no cuesta más que en cualquier otro sitio —repliqué—. Y aquí se lo pagas todo a una sola organización. Ya es algo.

Lou Harger se puso el cigarrillo en la boca.

—Sí, a Frank Dorr —gruñó—. ¡Ese gordo chupasangre hijo de perra!

No dije nada. Ya había dejado muy atrás la edad en la que resulta divertido maldecir a la gente a la que no puedes hacer daño. Miré a Lou encender su cigarrillo con mi encendedor de mesa. Continuó hablando a través de una nube de humo:

—Es de risa, en cierto modo. Canales ha comprado una ruleta nueva… a unos revendedores de la oficina del sheriff. Conozco muy bien a Pina, el jefe de croupiers de Canales. La ruleta es una que me confiscaron a mí. Tiene vicios… y yo me conozco los vicios.

—Y Canales no… Parece muy propio de Canales —dije.

Lou no me miró.

—Tiene mucho público allí —explicó—. Tiene una pequeña pista de baile y una orquestilla mexicana de cinco músicos para que los clientes se relajen. Bailan un poco y después vuelven a que los pelen más, en lugar de marcharse cabreados.

—¿Y qué haces tú? —dije.

—Se podría decir que tengo un sistema —repuso en voz baja, mirándome por debajo de sus largas pestañas.

Aparté la mirada de él y la paseé por la habitación. Tenía una moqueta cobriza, cinco archivadores verdes en hilera bajo un calendario publicitario, un viejo perchero en un rincón, unas cuantas sillas de nogal, visillos en las ventanas. El borde de las cortinas estaba sucio de tanto arrastrarse con la corriente. Una franja de luz solar tardía atravesaba el escritorio y hacía que se notara el polvo.

—A ver si lo he entendido —dije—. Crees que tienes controlada esa ruleta y esperas ganar dinero suficiente para que Canales se ponga furioso contigo. Y te gustaría llevar algo de protección: yo. Me parece una locura.

—No es ninguna locura —protestó Lou—. Todas las ruedas de ruleta tienen tendencia a funcionar con ciertas cadencias. Si conoces muy bien la rueda…

Sonreí y me encogí de hombros.

—Vale, yo no sé nada de eso. No sé mucho de ruletas. A mí me da que vas a hacer el primo en tu propio juego, pero podría equivocarme. Y además, no es esa la cuestión.

—¿Cuál es? —preguntó Lou con un hilo de voz.

—No me entusiasma hacer de guardaespaldas… pero seguramente tampoco es esa la cuestión. Tal como yo lo veo, se supone que tengo que pensar que el juego va a ser limpio. Pero supón que no me lo creo, te dejo tirado y acabas en un ataúd. O supón que yo pienso que todo va fenomenal, pero Canales no opina lo mismo y se pone desagradable.

—Por eso necesito un tío con un hierro —dijo Lou, sin mover un músculo excepto para hablar.

Pronuncié las palabras con voz firme:

—Si soy lo bastante duro para el trabajo… y no sé si lo sería… pero tampoco es eso lo que me preocupa.

—Olvídalo —dijo Lou—. Me rompe el corazón saber que estás preocupado.

Sonreí un poco más y miré sus guantes amarillos moverse por el tablero de mi escritorio, moverse demasiado. Hablé despacio:

—Eres el último tío del mundo que debería intentar ganar dinero para gastos de esa manera precisamente ahora. Y yo soy el último tío que debería cubrirte las espaldas cuando lo hagas. Eso es todo.

—Ya —dijo Lou. Dejó caer un poco de ceniza de su cigarrillo sobre el tablero de cristal y agachó la cabeza para soplarlo. Siguió hablando como si hubiera cambiado de tema—: La señorita Glenn va a venir conmigo. Es una pelirroja alta, una mujer de bandera. Ha sido modelo. Cae bien en cualquier ambiente y evitará que Canales me eche el aliento en la nuca. O sea, que nos las arreglaremos. Pensé que debía decírtelo.

Guardé silencio durante un momento y después dije:

—Sabes perfectamente que acabo de contarle al juez de instrucción que vi a Manny Tinnen asomarse de aquel coche y cortar las cuerdas de las muñecas de Art Shannon después de tirarlo a la carretera lleno de plomo.

Lou me dirigió una leve sonrisa.

—Eso facilitará las cosas a los chanchulleros de altos vuelos; los tíos que se llevan los contratos pero no aparecen en el negocio. Dicen que Shannon era legal y que mantenía a la Junta a raya. Fue una cochinada matarlo.

Negué con la cabeza. No quería hablar de aquello.

—Canales tiene la nariz llena de polvos la mayor parte del tiempo —repliqué—. Y a lo mejor no le gustan las pelirrojas.

Lou se puso en pie despacio y recogió su bastón de encima del escritorio. Miró la punta de un dedo amarillo. Tenía una expresión casi somnolienta. Después se movió hacia la puerta, balanceando el bastón.

—Bueno, ya nos veremos algún día —se despidió arrastrando las palabras.

Le dejé que pusiera la mano en el pomo de la puerta antes de decir:

—No te marches cabreado, Lou. Me pasaré por Las Olindas, si tanto me necesitas. Pero no quiero dinero por ello, y por amor de Dios, no me prestes más atención de la imprescindible.

Se lamió los labios despacio y no acabó de mirarme del todo.

—Gracias, chico. Tendré muchísimo cuidado.

Salió, y su guante amarillo desapareció por el borde de la puerta.

Me quedé unos cinco minutos sentado inmóvil, y al final la pipa se calentó demasiado. La dejé, miré mi reloj de pulsera y me levanté para encender una radio pequeña que había en un rincón, más allá del escritorio. Cuando se apagó el zumbido de la corriente, se oyó por el altavoz el último tintineo de una campanilla y una voz que decía:

—La KLI les ofrece ahora la edición de tarde de las noticias locales. Esta tarde ha sido noticia la aprobación del procesamiento de Maynard J. Tinnen por el Tribunal de Instrucción. Tinnen es un influyente intermediario del ayuntamiento y un personaje muy conocido en la ciudad. El procesamiento, que ha conmocionado a sus numerosos amigos, se ha basado casi por entero en el testimonio de…

Mi teléfono sonó de repente y una voz fría de mujer me dijo al oído:

—Un momento, por favor. Le llama el señor Fenweather.

Fenweather se puso al instante:

—Procesamiento en marcha. Ándate con cuidado.

Dije que lo estaba oyendo por la radio. Hablamos un momentito y después colgó, tras comentar que tenía que irse a toda prisa para coger un avión.

Volví a recostarme en el sillón y oí la radio sin escucharla de verdad. Estaba pensando en lo condenadamente idiota que era Lou Harger y en que yo no podía hacer nada para remediarlo.

2

Había bastante público para ser martes, pero nadie bailaba. A eso de las diez, el quinteto de músicos se hartó de darle vueltas a una rumba a la que nadie prestaba atención. El marimbero tiró las baquetas y metió la mano bajo su silla en busca de un vaso. Los demás muchachos se encendieron unos cigarrillos y se quedaron allí sentados con pinta de aburridos.

Me apoyé de costado en la barra, que se ubicaba en el mismo lado del salón que el escenario de la orquestilla. Me dediqué a hacer girar un vasito de tequila sobre el tablero de la barra. Toda la animación se hallaba en la mesa central de las tres mesas de ruleta.

El camarero se inclinó hacia mí desde su lado de la barra.

—La chavala pelofuego debe de estar arrasando —dijo.

Asentí sin mirarlo.

—Ahora está jugando con puñados de fichas —comenté—. Ni siquiera las cuenta.

La pelirroja era alta. Se veía el cobre bruñido de su cabello entre las cabezas de la gente que tenía detrás. Vi la lustrosa cabeza de Lou Harger a su lado. Todos parecían estar jugando de pie.

—¿Usted no juega? —me preguntó el camarero.

—Los martes, no. Una vez tuve problemas un martes.

—¿Ah, sí? ¿Le gusta tomar eso puro, o quiere que se lo suavice un poco?

—¿Suavizarlo con qué? —dije yo—. ¿Tienes a mano una escofina?

Sonrió. Bebí un poco más de tequila y puse una cara rara.

—¿Este brebaje lo inventó alguien a propósito?

—No sabría decirle, señor.

—¿Cuál es el límite ahí?

—Eso tampoco lo sé. Supongo que depende del humor del jefe.

Las mesas de ruleta estaban en hilera, cerca de la pared del fondo. Una barandilla baja de metal dorado unía sus extremos, y los jugadores se mantenían por fuera de la barandilla.

En la mesa central se inició una especie de alboroto confuso. Media docena de personas de las otras dos mesas agarraron sus fichas y se acercaron a ella.

Entonces, una voz clara y muy educada, con ligero acento extranjero, dijo:

—Tenga un poco de paciencia, señora… El señor Canales estará aquí en un minuto.

Me aproximé y me fui metiendo a empujones hasta la barandilla. Cerca de mí había dos croupiers con las cabezas juntas y los ojos mirando de lado. Uno de ellos movía lentamente un rastrillo adelante y atrás junto a la rueda inactiva. Los dos observaban a la pelirroja.

Llevaba un vestido de noche negro, con poco escote. Tenía unos bonitos hombros blancos, y era un poco menos que bella pero más que mona. Estaba apoyada en el borde de la mesa, delante de la rueda. Sus largas pestañas temblaban. Tenía delante un enorme montón de dinero y fichas.

Habló con voz monótona, como si ya hubiera dicho lo mismo varias veces.

—Venga, tío, haz girar la rueda. Para llevártelo eres muy rápido, pero qué poco te gusta soltarlo.

El croupier de la mesa sonrió con una sonrisa fría y firme. Era alto, moreno, indiferente.

—La mesa no puede cubrir su apuesta —dijo con tranquila precisión—. Tal vez el señor Canales… —Encogió los pulcros hombros.

—Es vuestro dinero, ladrones —dijo la chica—. ¿No queréis recuperarlo?

Lou Harger se lamió los labios a su lado, le puso una mano en el brazo, miró el montón de dinero con ojos encendidos. Habló con suavidad.

—Espera a Canales…

—¡A la mierda Canales! ¡Estoy en racha y quiero seguir estándolo!

Una puerta se abrió al final de la hilera de mesas y un hombre muy delgado y muy pálido entró en la sala. Tenía el pelo negro, liso, sin brillo, la frente alta y huesuda, y los ojos opacos e impenetrables. Llevaba un bigote fino, recortado en dos líneas afiladas, casi en ángulo recto una con otra. Llegaban hasta dos centímetros por debajo de las comisuras de la boca. El efecto era oriental. Su piel tenía una palidez densa y reluciente.

Se deslizó por detrás de los croupiers, se detuvo en una esquina de la mesa central, miró a la pelirroja y se tocó las puntas del bigote con dos dedos cuyas uñas tenían un tono violáceo.

Sonrió de pronto, y un instante después era como si no hubiera sonreído jamás en su vida. Habló con voz apagada e irónica:

—Buenas noches, señorita Glenn. Tiene que permitirme que mande que alguien la acompañe cuando se vaya a casa. No me gustaría nada que ese dinero fuera a parar a los bolsillos equivocados.

La pelirroja lo miró de manera no muy agradable.

—No me marcho… a menos que me echéis.

—¿No? —dijo Canales—. ¿Qué le gustaría hacer?

—¡Apostarlo todo… negro lavado!

El ruido de la multitud se convirtió en un silencio mortal. No se oía ni el menor rastro de sonido. La cara de Harger se fue poniendo blanca como el marfil.

El rostro de Canales era inexpresivo. Levantó una mano con delicadeza y solemnidad, sacó del bolsillo de la chaqueta una gruesa cartera y la dejó caer delante del croupier alto.

—Diez mil —dijo con una voz que era un rumor apagado—. Ese es mi límite. Siempre.

El croupier alto recogió la cartera, la abrió, sacó dos fajos de billetes crujientes, pasó el dedo por los bordes, volvió a doblar la cartera y se la tendió a Canales por el borde de la mesa.

Canales no se movió para cogerla. Nadie se movió, excepto el croupier.

—Ponlo en el rojo —ordenó la chica.

El croupier se inclinó sobre la mesa y apiló con mucho cuidado el dinero y las fichas de la chica. Colocó la apuesta por ella sobre el rombo rojo. Puso la mano en la curva de la rueda.

—Si nadie tiene inconveniente —dijo Canales sin mirar a nadie—, esto es solo entre nosotros dos.

Se movieron cabezas. Nadie habló. El croupier hizo girar la rueda y lanzó la bola rodando por la ranura con un ligero movimiento de la muñeca izquierda. Después retiró las manos y las dejó bien a la vista sobre el borde de la mesa, apoyadas en él.

Los ojos de la pelirroja brillaban y sus labios se separaron poco a poco.

La bola rodó por la ranura, cayó después de pasar por uno de los relucientes rombos metálicos, se deslizó por el costado de la rueda y repiqueteó siguiendo las púas junto a los números. De pronto, se le acabó el movimiento con un chasquido seco. Cayó junto al doble cero, en el veintisiete rojo. La rueda estaba inmóvil.

El croupier agarró su rastrillo y empujó despacio los dos fajos de billetes, los añadió a la apuesta y lo empujó todo fuera del campo de juego.

Canales se guardó la cartera en el bolsillo interior, se volvió, caminó despacio hacia la puerta, se metió por ella.

Yo separé los agarrotados dedos de la barandilla, y un montón de gente se dirigió hacia el bar.

3

Cuando Lou se me acercó, yo me encontraba sentado en un rincón, en una mesita con tablero de azulejos, jugueteando con un poco más de tequila. La orquestilla estaba tocando un tango ligero y dulzón, y una pareja maniobraba tímidamente en la pista de baile.

Lou llevaba puesto un abrigo color crema con el cuello subido alrededor de un montón de bufanda blanca de seda. Tenía una expresión radiante y bien definida. Esta vez llevaba guantes de piel de cerdo y dejó uno de ellos sobre la mesa al inclinarse hacia mí.

—Más de veintidós mil —comentó en voz baja—. ¡Chico, menudo botín!

—Muy buen dinero, Lou —dije—. ¿Qué clase de coche traes?

—¿Ves algo de malo en ello?

—¿En el juego? —Me encogí de hombros y jugué con mi vaso—. No entiendo de ruleta, Lou… Vi mucho de malo en los modales de tu fulana.

—No es una fulana —protestó Lou; su voz sonaba un poco preocupada.

—Como quieras. A su lado, Canales parecía un marqués. ¿Qué coche traes?

—Un sedán Buick verde Nilo, con dos faros y unas lucecitas de esas montadas en el guardabarros. —Su voz seguía sonando preocupada.

—Procura ir despacio por la ciudad —dije—. Deja que me meta en el desfile.

Levantó su guante y se marchó. A la pelirroja no se la veía por ninguna parte. Miré mi reloj de pulsera. Cuando volví a levantar la mirada, Canales estaba de pie al otro lado de la mesa. Sus ojos me miraron sin vida por encima de su ridículo bigote.

—A usted no le gusta mi local —dijo.

—Al contrario.

—No viene aquí a jugar. —Era una declaración, no una pregunta.

—¿Es obligatorio? —le pregunté con ironía.

Una ligerísima sonrisa pasó por su cara. Se inclinó un poco y dijo:

—Creo que es usted detective. Un detective listillo.

—Un simple sabueso —repliqué—. Y no soy tan listo. No se deje engañar por mi labio superior levantado. Es cosa de familia.

Canales rodeó con los dedos el travesaño de una silla y apretó.

—No vuelva a venir aquí… para nada. —Hablaba en tono muy suave, casi soñador—. No me gustan los chivatos.

Me saqué el cigarrillo de la boca y lo miré bien antes de mirar a Canales.

—Hace un rato oí que le insultaban —comenté—. Se lo tomó muy bien… Así que no vamos a tener en cuenta esto.

Por un momento, puso una expresión rara. Después dio media vuelta y se alejó con un ligero balanceo de hombros. Al andar pisaba con todo el pie y los hacía girar mucho. Sus andares, lo mismo que su cara, eran un poco negroides.

Me levanté y crucé las grandes puertas blancas que daban a un vestíbulo poco iluminado, recogí mi sombrero y mi gabardina, y me los puse. Salí por otro par de puertas a una amplia terraza con volutas en el borde del tejado. Había niebla marina en el aire, que goteaba de los cipreses de Monterrey azotados por el viento delante de la casa. El terreno descendía suavemente hacia la oscuridad a lo largo de un buen trecho. La niebla no dejaba ver el mar.

Había aparcado mi coche en la calle, enfrente del local. Me eché hacia abajo el sombrero y caminé sin hacer ruido sobre el musgo húmedo que cubría el sendero, doblé una esquina del porche y me detuve en seco.

Delante de mí había un hombre con una pistola… pero él no me había visto. Sostenía la pistola a un costado, apretada contra la tela de su abrigo, y su manaza hacía que pareciera pequeña. La escasa luz que reflejaba el cañón semejaba salir de la niebla. Era un hombre grande y estaba muy quieto, plantado sobre los talones.

Levanté muy despacio la mano derecha y me desabroché los dos primeros botones de la chaqueta, metí la mano y saqué un 38 largo con un cañón de quince centímetros. Lo metí en el bolsillo de la gabardina.

Delante de mí, el hombre se movió y se llevó la mano izquierda a la cara. Chupó un cigarrillo que tenía escondido en la mano y el resplandor iluminó brevemente una mandíbula fuerte, unos orificios nasales anchos y oscuros, y una nariz cuadrada y agresiva, una nariz de boxeador.

Después dejó caer el cigarrillo, lo pisó, y detrás de mí oí el leve sonido de unos pasos rápidos y ligeros. Era demasiado tarde para volverme.

Algo pegó un chasquido y me apagué como una luz.

4

Cuando volví en mí estaba mojado, tenía frío y la cabeza me dolía hasta un metro de distancia. Tenía un chichón blando detrás de la oreja derecha que no sangraba. Me habían tumbado con una cachiporra.

Me incorporé y vi que estaba a unos metros del sendero de entrada, entre dos árboles mojados por la niebla. Tenía un poco de barro en los talones de los zapatos. Me habían arrastrado fuera del sendero, pero no muy lejos.

Busqué en los bolsillos. Mi revólver había desaparecido, naturalmente, pero eso era todo. Eso, y la idea de que aquella salida era pura diversión.

Husmeé entre la niebla, no encontré nada ni vi a nadie, dejé de preocuparme por ello y seguí la fachada desnuda de la casa hasta una hilera curva de palmeras y una farola de arco de estilo antiguo que siseaba y parpadeaba sobre la entrada a una especie de callejuela donde yo había metido el turismo Marmon de 1925 que todavía utilizaba como medio de transporte. Entré en él después de limpiar el asiento con una toalla, le di vida al motor y lo llevé al ralentí hasta una ancha calle vacía con raíles de tranvía en el centro que ya no se usaban.

Desde allí fui a De Cazens Boulevard, que era la principal salida de Las Olindas y llevaba el nombre del hombre que construyó el local de Canales hace mucho tiempo. Al cabo de un rato vi población, edificios, tiendas que parecían muertas, una gasolinera con un timbre de noche y por fin un drugstore que todavía permanecía abierto.

Delante del drugstore estaba aparcado un sedán muy engalanado, y yo estacioné detrás, me bajé y vi que ante el mostrador estaba sentado un hombre sin sombrero, hablando con un dependiente con bata azul. Parecía que no había nadie más que ellos en el mundo. Me disponía a entrar, pero me detuve a echar otra mirada al sedán engalanado.

Era un Buick, de un color que a la luz del día podría haber sido verde Nilo. Tenía dos faros y dos lucecitas ámbar en forma de huevo montadas en finas barras de níquel sujetas a los guardabarros delanteros. La ventanilla del asiento del conductor estaba bajada. Volví al Marmon y saqué una linterna, metí la mano, le di la vuelta a la tarjeta de licencia del Buick, la enfoqué rápidamente con la luz y la volví a apagar.

La licencia estaba a nombre de Louis N. Harger.

Me deshice de la linterna y entré en el drugstore. Había un expositor de licores a un lado, y el dependiente de la bata azul me vendió una botella de medio litro de Canadian Club, que me llevé al mostrador y abrí. Había diez taburetes ante la barra, pero yo me senté en el más cercano al del hombre sin sombrero. Él empezó a mirarme en el espejo con mucha atención.

Pedí una taza de café solo, llena hasta dos tercios de su altura, y le añadí una buena cantidad de whisky. Me la bebí y esperé un minuto, dejando que me calentara. Después miré bien al hombre sin sombrero.

Tendría unos veintiocho años, el pelo un poco escaso, cara colorada y sana, ojos bastante sinceros, manos sucias y pinta de no ganar mucho dinero. Vestía una chaqueta gris de estambre con botones metálicos y pantalones que no hacían juego.

—¿El autobús de fuera es suyo? —dije en tono despreocupado y voz baja.

Se quedó muy quieto. Tenía la boca encogida y apretada, y le costaba apartar los ojos de los míos en el espejo.

—De mi hermano —dijo al cabo de un momento.

—¿Le apetece un trago? —pregunté—. Su hermano es un viejo amigo mío.

Asintió despacio, tragó saliva, movió despacio la mano, pero al final agarró la botella y reforzó su café con ella. Se lo bebió de un trago. Después le vi sacar un paquete de cigarrillos arrugado, ponerse uno en la boca, encender una cerilla sobre la barra después de haber fracasado dos veces con la uña del pulgar, e inhalar con mucha indiferencia muy mal fingida, que él sabía que no iba a colar.

Me incliné acercándome a él y dije en tono firme:

—Esto no tiene por qué hacerse por las malas.

—Ya —dijo él—. ¿Qué problema hay?

El dependiente se acercó de lado a nosotros. Pedí más café. Cuando me lo sirvió, miré fijamente al dependiente hasta que se marchó y se quedó de pie delante del escaparate, de espaldas a mí. Aderecé mi segunda taza de café y bebí un poco. Miré la espalda del dependiente y dije:

—El dueño de ese coche no tiene hermanos.

Él mantuvo la compostura, pero se volvió hacia mí.

—¿Cree que es un coche robado?

—No.

—¿No cree que sea un coche robado?

—No —insistí—. Solo quiero la historia.

—¿Es poli?

—Ajá. Pero no voy a por usted, si es eso lo que le preocupa.

Aspiró con fuerza su cigarrillo y movió la cucharilla en la taza vacía.

—Puedo perder mi empleo por algo así —dijo despacio—. Pero me hacían falta cien pavos. Soy taxista.

—Ya me lo había figurado —comenté.

Pareció sorprendido, volvió la cabeza y me miró.

—Tome otro trago y cuénteme —dije—. Los ladrones de coches no los aparcan en la calle principal para sentarse en un drugstore.

El dependiente volvió del escaparate y revoloteó a nuestro alrededor, frotando la cafetera con un trapo para mantenerse ocupado. Se hizo un pesado silencio. El dependiente dejó el trapo, se metió en la trastienda, al otro lado del tabique, y empezó a silbar agresivamente.

El hombre sentado a mi lado se sirvió un poco más de whisky y se lo bebió, asintiendo con la cabeza hacia mí, con aire de enterado.

—Escuche. Traje a un pasajero y se suponía que tenía que esperarlo. Un tío y una chavala se pararon a mi lado en el Buick, y él me ofreció cien pavos por dejarle ponerse mi gorra e ir en mi taxi a la ciudad. Yo tenía que esperar aquí una hora y después llevar su coche al hotel Carillon, en el Towne Boulevard. Mi taxi estaría esperándome allí. Me dio los cien pavos.

—¿Qué contó el tío? —pregunté.

—Dijo que había estado en un garito de juego y que para variar había tenido suerte. Tenía miedo de que los atracaran por el camino. Estaban seguros de que siempre hay mirones observando el juego.

Saqué uno de sus cigarrillos y lo enderecé con los dedos.

—Es una explicación a la que no puedo poner muchas pegas —dije—. ¿Podría ver sus papeles?

Me los enseñó. Se llamaba Tom Sneyd y era conductor de la compañía de taxis Green Top. Le puse el tapón a la botella, me la guardé en un bolsillo lateral e hice bailar medio dólar sobre la barra.

El dependiente vino y me dio cambio. Estaba casi temblando de curiosidad.

—Vamos, Tom —dije delante de él—. Vamos a recoger ese taxi. No creo que tengas que esperar aquí más.

Salimos y dejé que el Buick me guiara, alejándonos de las luces dispersas de Las Olindas y pasando por una serie de pueblecitos de playa con casitas construidas en arenales cerca del mar, y otras casas más grandes construidas en las laderas de las colinas de atrás. Aquí y allá había alguna ventana iluminada. Los neumáticos cantaban sobre el hormigón húmedo, y las lucecitas ámbar de los guardabarros del Buick me miraban a hurtadillas desde las curvas.

En West Cimarron torcimos tierra adentro, petardeamos a través de Canal City y aparecimos en San Angelo Curt. Tardamos casi una hora en llegar al 5640 del Towne Boulevard, que es el número del hotel Carillon. Es un edificio grande, un caserón con tejado de pizarra, garaje subterráneo y un jardín con una fuente ornamental en la que por las noches encendían una luz verde clara.

El taxi número 469 de Green Top estaba aparcado en la acera de enfrente, en el lado oscuro. No se veía que hubieran tiroteado a nadie en él. Tom Sneyd encontró su gorra en la guantera y se sentó ansioso al volante.

—¿Ha terminado conmigo? ¿Puedo irme ya? —Su voz sonaba estridente por el alivio.

Le dije que por mí podía irse y le di mi tarjeta. Era la una y doce minutos cuando dobló la esquina. Me metí en el Buick, lo hice bajar por la rampa del garaje y se lo dejé a un chico negro que estaba quitando el polvo a los coches a cámara lenta. Di la vuelta hasta el vestíbulo.

El recepcionista era un joven de aspecto ascético que estaba leyendo un volumen de Fallos del Tribunal de Apelación de California a la luz de la centralita telefónica. Dijo que Lou no estaba y que no había estado desde las once, cuando había empezado su turno. Tras una breve discusión sobre lo tarde que era y la importancia de mi visita, llamó a la habitación de Lou, pero no hubo respuesta.

Salí y me senté unos minutos en mi Marmon, me fumé un cigarrillo, bebí un poco de mi medio litro de Canadian Club. Después volví a entrar en el Carillon y me metí en una cabina telefónica. Llamé al Telegram, pregunté por la Sección Municipal y se puso un hombre llamado Von Ballin.

Cuando le dije quién era, me gritó:

—¿Todavía estás dando vueltas? Eso sí que es noticia. Pensé que los amigos de Manny Tinnen te tendrían ya criando malvas a estas alturas.

—Deja eso y escucha —pedí—. ¿Conoces a un hombre llamado Lou Harger? Es un jugador. Tenía un local que registraron y cerraron hace un mes.

Von Ballin dijo que no conocía personalmente a Lou, pero que sabía quién era.

—¿Quién de tu periódico puede conocerlo bien?

Pensó un momento.

—Hay aquí un chico que se llama Jerry Cross —dijo—. Se supone que es un experto en vida nocturna. ¿Qué querías saber?

—Adónde iría a celebrar algo —aclaré. Después le conté algo de la historia, no demasiado. Dejé fuera la parte en la que me pegaron con la cachiporra y la del taxi—. No ha aparecido en su hotel —terminé—. Y tendría que contactar con él.

—Bueno, si eres amigo suyo…

—Suyo sí, no de su pandilla —repuse cortante.

Von Ballin paró para gritarle a alguien que atendiera una llamada, y después me dijo en voz baja, muy arrimado al teléfono:

—Venga, cuenta, muchacho, cuenta.

—Vale. Pero te lo cuento a ti, no a tu periódico. Me tumbaron de un porrazo y me quitaron el revólver a las puertas del garito de Canales. Lou y su chica cambiaron su coche por un taxi que encontraron. Después se perdieron de vista. La cosa me huele mal. Lou no estaba lo bastante borracho para andar por ahí con tanta pasta en los bolsillos. Y aunque lo estuviera, la chica no le dejaría. Tiene sentido práctico.

—Veré lo que puedo hacer —dijo Von Ballin—, pero no parece prometedor. Te daré un toque.

Le dije que vivía en el Merritt Plaza, por si acaso lo había olvidado, salí y volví a meterme en el Marmon. Me fui a casa y me puse toallas calientes en la cabeza durante quince minutos, después me senté en pijama, bebí whisky caliente con limón y llamé al Carillon cada poco rato. A las dos y media me llamó Von Ballin y me dijo que no había habido suerte. Lou no había sido detenido, no había ingresado en Urgencias de ningún hospital y no había aparecido en ninguno de los clubes que se le habían ocurrido a Jerry Cross.

A las tres llamé al Carillon por última vez. Después apagué la luz y me fui a dormir.

Por la mañana, más de lo mismo. Intenté seguir un poco la pista de la pelirroja. En la guía telefónica había veintiocho personas apellidadas Glenn, y tres de ellas eran mujeres. Una no respondió, las otras dos me aseguraron que no tenían el pelo rojo. Una se ofreció a demostrármelo.

Me afeité, me duché, desayuné y caminé tres manzanas cuesta abajo hasta el edificio Condor.

La señorita Glenn estaba sentada en mi salita de espera.

5

Abrí la otra puerta y ella entró y se sentó en la misma silla en la que se había sentado Lou la tarde anterior. Abrí algunas ventanas, cerré con llave la puerta exterior de la sala de espera y encendí una cerilla para el cigarrillo que ella sostenía en la mano izquierda, sin guante y sin anillos.

Iba vestida con una blusa y una falda a cuadros, con una chaqueta floja encima y un sombrero ajustado que estaba lo bastante pasado de moda como para sugerir una racha de mala suerte. Pero le tapaba casi todo el pelo. Iba sin maquillar, aparentaba unos treinta años y tenía cara de estar agotada.

Sostenía el cigarrillo con una mano que era casi demasiado firme, una mano en guardia. Me senté y esperé a que hablara.

Ella miró la pared por encima de mi cabeza y no dijo nada. Después de un ratito, llené mi pipa y fumé un poco. A continuación me levanté, fui hasta la puerta que daba al pasillo y recogí un par de cartas que habían metido por el buzón.

Me senté otra vez tras el escritorio, miré las cartas, leí una de ellas dos veces, como si estuviera solo. Mientras lo hacía, no la miré directamente ni le dije nada, pero de todos modos no la perdí de vista. Parecía una mujer que estuviera reuniendo coraje para algo.

Por fin se movió. Abrió un bolso grande de charol negro y sacó un grueso sobre de papel manila, le quitó una goma elástica y se quedó sentada con el sobre entre las palmas de las manos, la cabeza echada muy atrás y el cigarrillo soltando humo gris por las comisuras de la boca.

Habló despacio:

—Lou decía que si alguna vez me pillaba un chaparrón, usted era el tío al que recurrir. Y donde estoy, está lloviendo a cántaros.

Miré el sobre de papel manila.

—Lou es muy buen amigo mío —dije—. Haría cualquier cosa razonable por él. Y algunas cosas no razonables… como lo de anoche. Esto no significa que Lou y yo juguemos siempre a los mismos juegos.

Dejó caer su cigarrillo en el cenicero de cristal, y lo mantuvo humeando. De pronto, en sus ojos ardió una llama oscura, que se apagó inmediatamente.

—Lou está muerto. —Su voz no tenía ninguna entonación.

Estiré la mano con un lapicero y aplasté el extremo encendido del cigarrillo hasta que paró de humear.

Ella continuó:

—Un par de hombres de Canales lo han matado en mi apartamento… de un tiro con una pistola pequeña que se parecía a mi pistola. La mía había desaparecido cuando la busqué después. He pasado la noche allí con él muerto… no me quedaba más remedio.

De pronto se derrumbó. Se le pusieron los ojos en blanco y su cabeza cayó y chocó contra la mesa. Se quedó inmóvil, con el sobre de papel manila delante de sus manos fláccidas.

Abrí un cajón y saqué una botella y un vaso, serví un buen trago y rodeé el escritorio con él. La incorporé en su silla. Empujé con fuerza el borde del vaso contra su boca, con fuerza suficiente para hacerle daño. Ella se resistió y tragó. Parte del líquido le corrió por la barbilla, pero la vida volvió a sus ojos.

Dejé el whisky delante de ella y me volví a sentar. La solapa del sobre se había abierto lo suficiente para que yo viera dinero en su interior, montones de dinero.

Empezó a hablarme con una voz casi soñadora.

—Le pedimos al cajero todo en billetes grandes, pero aun así es un buen paquete. Hay veintidós mil dólares justos en ese sobre. Me he quedado unos cuantos cientos.

»Lou estaba preocupado. Suponía que a Canales le iba a resultar muy fácil pillarnos. Y usted podía estar justo detrás sin ser capaz de hacer gran cosa.

—Canales perdió el dinero a la vista de todo el mundo —dije—. Era buena publicidad… aunque le doliera.

Ella continuó, exactamente como si yo no hubiera hablado:

—Al pasar por el pueblo, vimos a un taxista sentado en su taxi aparcado, y a Lou se le ocurrió una idea. Le ofreció al chico un billete de cien por dejarnos ir en su taxi a San Angelo y llevar el Buick al hotel después de un rato. El chico aceptó y nos metimos por otra calle para hacer el cambio. Sentíamos haberle dejado a usted plantado, pero Lou dijo que no le importaría. Y tal vez tuviéramos ocasión de enviarle un mensaje.

»Lou no entró en su hotel. Tomamos otro taxi para ir a mi casa. Vivo en el Hobart Arms, en el bloque 800 de South Minter. Es un sitio donde no tienes que responder preguntas en la recepción. Subimos a mi apartamento, encendimos las luces y dos tíos enmascarados salieron de detrás de la media pared que separa el cuarto de estar del comedorcito. Uno era pequeño y flaco, y el otro era un cerdo grandote con una barbilla que se le salía por debajo de la máscara como una repisa. Lou hizo un mal movimiento y el grandullón le pegó un tiro. La pistola produjo un ruido seco, no muy fuerte, y Lou cayó al suelo y dejó de moverse.

—Debían de ser los mismos que me dejaron en ridículo —dije—. Eso no se lo he contado todavía.

Tampoco pareció oír aquello. Tenía la cara blanca y compuesta, pero tan inexpresiva como si fuera de escayola.

—Creo que me vendría bien otro dedito de whisky —dijo.

Serví un par de copas y nos las bebimos. Ella continuó:

—Nos registraron, pero no llevábamos el dinero. Habíamos parado en un drugstore que abre toda la noche y allí lo pesamos y lo echamos al buzón de una oficina de Correos. Registraron el apartamento, pero, claro, acabábamos de llegar y no habíamos tenido tiempo de esconder nada. El grandote me pegó un puñetazo, y cuando desperté se habían ido y yo estaba sola con Lou, muerto en el suelo.

Señaló una marca que tenía en el ángulo de la mandíbula. Algo había, pero no se notaba mucho. Me moví un poco en mi sillón y dije:

—Les adelantaron por el camino. Unos chicos listos se habrían fijado en un taxi en esa carretera. ¿Cómo sabían adónde ir?

—He pensado en eso toda la noche —repuso la señorita Glenn—. Canales sabe dónde vivo. Una vez me siguió a casa e intentó convencerme de que le dejara subir.

—Ya —dije—. Pero ¿por qué fueron a su casa y cómo entraron?

—Eso no es difícil. Hay una cornisa justo debajo de las ventanas, y un hombre podría ir por ella hasta la escalera de incendios. Probablemente tenían a otros muchachos vigilando el hotel de Lou. Pensamos en esa posibilidad, pero no se nos ocurrió que conocieran mi casa.

—Cuénteme el resto —le pedí.

—El dinero iba dirigido a mí —explicó la señorita Glenn—. Lou era un encanto, pero una chica tiene que protegerse. Por eso he tenido que quedarme allí toda la noche, con Lou muerto en el suelo. Hasta que llegara el correo. Después, he venido aquí.

Me levanté y miré por la ventana. Al otro lado del patio, una chica gorda aporreaba una máquina de escribir. Se oían los golpes. Volví a sentarme y me miré un pulgar.

—¿Dejaron la pistola? —pregunté.

—No, a menos que esté debajo de él. Ahí no miré.

—La han dejado en paz con demasiada facilidad. A lo mejor no ha sido Canales. ¿Se sinceró mucho Lou con usted?

Ella negó con la cabeza en silencio. Ahora sus ojos eran azul pizarra, pensativos, sin la mirada inexpresiva.

—Muy bien —dije—. ¿Qué ha pensado que podría hacer yo?

Ella entrecerró un poco los ojos y después extendió una mano y empujó despacio el abultado sobre hacia mí.

—No soy una niña y estoy en un apuro. Pero no voy a dejar que me esquilmen. La mitad de este dinero es mío, y lo quiero con una vía de escape limpia. La mitad justa. Si hubiera llamado a la policía esta noche, se las habrían arreglado para quitármelo… Creo que a Lou le gustaría que se quedara usted con su mitad, si está dispuesto a jugar conmigo.

—Es mucho dinero para enseñárselo a un detective privado, señorita Glenn —dije, con una sonrisa fatigada—. Se ha complicado un poco las cosas al no llamar a la policía esta noche. Pero hay una respuesta para cualquier cosa que ellos aleguen. Creo que lo mejor será que vaya allí y vea si se ha roto algo.

Se inclinó rápidamente hacia delante y dijo:

—¿Se hará cargo del dinero? ¿Se atreve?

—Claro. Bajaré a recepción y lo guardaré en una caja de seguridad. Usted puede quedarse una de las llaves… y ya hablaremos más adelante del reparto. Creo que sería una estupenda idea que Canales sepa que tiene que verme a mí, y sería aún mejor idea que usted se escondiera en un hotelito donde tengo un amigo… al menos hasta que yo haya husmeado un poco.

Asintió. Me puse el sombrero y me metí el sobre debajo del cinturón. Salí diciéndole que había una pistola en el cajón de arriba a la izquierda, por si se ponía nerviosa.

Cuando volví, no parecía haberse movido. Pero dijo que había telefoneado al local de Canales y había dejado un mensaje que creía que él entendería.

Fuimos dando muchos rodeos al Lorraine, en el cruce de Brant con Avenue C. Nadie nos disparó por el camino y, que yo pudiera ver, no nos siguieron.

Le di la mano a Jim Dolan, el recepcionista de día del Lorraine, con un billete de veinte doblado en la mano. Él se metió la mano en el bolsillo y dijo que con mucho gusto se encargaría de que nadie molestara a la «señorita Thompson».

Me marché. En el periódico del mediodía no había nada sobre Lou Harger, del Hobart Arms.

6

El Hobart Arms era un edificio de apartamentos más en una manzana llena de ellos. Tenía seis pisos de altura y la fachada color crema. Había un montón de coches aparcados en las dos aceras a todo lo largo de la manzana. Conduje despacio, fijándome en las cosas. El vecindario no tenía aspecto de haber visto nada excitante en el pasado inmediato. Era apacible y soleado, y los coches aparcados tenían pinta de asentados, como si estuvieran en casa.

Me metí por una callejuela con una alta valla de tablas a cada lado y un montón de garajes destartalados interrumpiéndolas. Aparqué junto a uno que tenía un cartel de «Se alquila» y pasé entre dos cubos de basura al patio de hormigón del Hobart Arms, paralelo a la calle. Un hombre se hallaba metiendo unos palos de golf en el maletero de un cupé. En el vestíbulo, un filipino arrastraba una aspiradora sobre la alfombra y una judía morena estaba escribiendo en la centralita.

Subí en el ascensor automático y merodeé por un pasillo hasta la última puerta de la izquierda. Llamé, esperé, volví a llamar, entré con la llave de la señorita Glenn.

No había ningún muerto en el suelo.

Me miré en un espejo que era el respaldo de una cama abatible, crucé la habitación y miré por una ventana. Debajo había una cornisa que en otro tiempo había sido una albardilla. Corría hasta la escalera de incendios. Un ciego podría haber andado por ella. No vi nada parecido a pisadas en el polvo que la cubría.

En el comedorcito y la cocina no había nada que no debiera estar allí. La alcoba tenía una moqueta alegre y paredes pintadas de gris. Había mucha basura en el rincón, alrededor de una papelera, y en el tocador, un peine roto con unas cuantas hebras de pelo rojo. Los armarios estaban vacíos, con excepción de unas cuantas botellas de ginebra.

Volví al cuarto de estar, miré detrás de la cama de pared, me quedé allí un minuto más y salí del apartamento.

El filipino del vestíbulo había avanzado unos tres metros con la aspiradora. Me apoyé en el mostrador, al lado de la centralita.

—¿La señorita Glenn?

La judía morena dijo «cinco-dos-cuatro» e hizo una marca en la lista de la lavandería.

—No está. ¿Ha estado en casa últimamente?

Levantó la mirada hacia mí.

—No me he fijado. ¿Qué es? ¿Una factura?

Dije que era solo un amigo, le di las gracias y me marché. Aquello dejaba claro el hecho de que no había habido alboroto en el apartamento de la señorita Glenn. Volví a la callejuela y al Marmon.

De todos modos, no me había creído todo lo que la señorita Glenn me había contado.

Crucé Cordova, avancé una manzana y me detuve ante un drugstore olvidado que dormía detrás de dos pimenteros gigantes y un escaparate desordenado y polvoriento. Tenía una cabina telefónica en un rincón. Un anciano arrastró los pies hacia mí con aire melancólico, pero se alejó al ver lo que yo quería, se bajó un par de gafas de montura de acero hasta el extremo de la nariz y se volvió a sentar con su periódico.

Eché una moneda, marqué y una voz de muchacha dijo «¡Telegrayam!» con un tintineo arrastrado. Pregunté por Von Ballin.

Cuando se puso y le dije quién era, le oí carraspear. Después, su voz se acercó al teléfono y dijo con mucha claridad:

—Tengo algo para ti, pero es malo. Lo siento muchísimo. Tu amigo Harger está en el depósito. Hemos recibido el aviso hace unos diez minutos.

Me apoyé en la pared de la cabina y sentí que se me nublaba la vista.

—¿Qué más sabes? —pregunté.

—Un par de polis de radiopatrulla lo recogieron en el jardín de alguien, o algo por el estilo, en West Cimarron. Le habían pegado un tiro en el corazón. Ocurrió anoche, pero por alguna razón no han dado la identificación hasta ahora.

—West Cimarron, ¿eh? —dije—. Bueno, pues eso es todo. Ya nos veremos.

Le di las gracias y colgué; me quedé un momento mirando a través del cristal a un hombre maduro de pelo gris que había entrado en la tienda y estaba manoseando el expositor de las revistas.

Después metí otra moneda y llamé al Lorraine. Pregunté por el recepcionista y dije:

—Dile a tu chica que me ponga con la pelirroja, ¿quieres, Jim?

Saqué un cigarrillo y lo encendí, soplé el humo hacia el cristal de la puerta. El humo se aplanó contra el cristal y formó remolinos en el aire próximo. Después el teléfono hizo un chasquido y la voz de la telefonista anunció:

—Lo siento, la persona a la que llama no contesta.

—Póngame otra vez con Jim —dije, y cuando él se puso—: ¿Tienes tiempo para subir corriendo y ver por qué no contesta al teléfono? A lo mejor es que no se fía.

—Seguro que sí —contestó Jim—. Subo ahora mismo con una llave.

El sudor me cubría todo el cuerpo. Dejé el teléfono en una repisa y abrí de un tirón la puerta de la cabina. El hombre del pelo gris levantó rápidamente la mirada de las revistas; después frunció el ceño y miró su reloj. De la cabina salía humo. Al cabo de un momento, cerré la puerta de una patada y agarré de nuevo el teléfono.

La voz de Jim parecía llegarme desde muy lejos.

—No está aquí. Puede que haya salido a dar un paseo.

—Sí —dije—. Y puede que no se haya ido andando.

Colgué el teléfono y salí de la cabina. El desconocido del pelo gris dejó una revista con tanta fuerza que se le cayó al suelo. Se agachó para recogerla mientras yo pasaba junto a él. Y entonces se irguió justo detrás de mí y dijo en voz baja:

—Mantén las manos abajo y estate calladito. Vamos a tu coche. Esto va en serio.

Por el rabillo del ojo pude ver que el viejo nos miraba con sus ojos miopes. Pero no había nada que ver, aunque hubiera podido ver desde tan lejos. Algo me pinchó la espalda. Podría haber sido un dedo, pero no me lo pareció.

Salimos de la tienda muy apaciblemente.

Había un coche largo y gris parado detrás del Marmon. La puerta de atrás estaba abierta y un hombre de cara cuadrada y boca torcida se hallaba a su lado con un pie en el estribo. Tenía la mano derecha a la espalda, dentro del coche.

La voz de mi hombre dijo:

—Métete en tu coche y conduce hacia el oeste. Dobla esta primera esquina y no pases de cuarenta por hora.

La estrecha calle estaba soleada y silenciosa, y los pimenteros susurraban. El tráfico discurría por Cordova, a una manzana de distancia. Me encogí de hombros, abrí la puerta de mi coche y me senté al volante. El hombre del pelo gris entró muy deprisa a mi lado, vigilándome las manos. Balanceó su derecha con un revólver de cañón corto.

—Cuidado al sacar las llaves, compañero.

Tuve cuidado. Cuando pisé el arranque, una puerta de coche se cerró de golpe detrás de nosotros, se oyeron pasos rápidos y alguien entró en el asiento trasero del Marmon. Le di al embrague y doblé la esquina. Por el retrovisor pude ver que el coche gris la doblaba detrás de nosotros. Después se quedó un poco rezagado.

Conduje hacia el oeste por una calle paralela a Cordova, y cuando llevábamos recorrida una manzana y media, una mano pasó por encima de mi hombro y me quitó la pistola. El hombre del pelo gris apoyó su revólver corto en una pierna y me cacheó concienzudamente con la mano libre. Se echó hacia atrás satisfecho.

—Muy bien. Vuelve a la calle principal y acelera. Pero eso no quiere decir que intentes embestir a un coche patrulla si ves uno… Y si no te lo crees, inténtalo y verás.

Hice los dos virajes, aceleré hasta cincuenta y cinco por hora y lo mantuve así. Pasamos por unos bonitos barrios residenciales y después el paisaje empezó a despejarse. Cuando estaba ya bastante despejado, el coche gris que nos seguía se quedó muy atrás, giró hacia la ciudad y entonces desapareció.

—¿A qué viene este secuestro? —pregunté.

El hombre del pelo gris se echó a reír y se frotó la ancha y roja barbilla.

—Solo son negocios. El mandamás quiere hablar contigo.

—¿Canales?

—¡Qué coño Canales! He dicho el mandamás.

Miré el tráfico, el poco que había allí tan lejos, y no hablé en varios minutos. Después dije:

—¿Por qué no me habéis pillado en el apartamento, o en el callejón?

—Queríamos estar seguros de que no te seguían.

—¿Quién es este mandamás?

—Déjalo ya… hasta que te llevemos allí. ¿Algo más?

—Sí. ¿Puedo fumar?

Sostuvo el volante mientras yo encendía un cigarrillo. El hombre del asiento de atrás no había dicho ni una palabra en todo el tiempo. Al cabo de un rato, el del pelo gris me hizo frenar y quitarme de mi sitio para conducir él.

—Yo tuve uno de estos cacharros, hace seis años, cuando era pobre —dijo en tono jovial.

No se me ocurrió una respuesta lo bastante buena, así que dejé que el humo penetrara en mis pulmones y me pregunté por qué, si a Lou lo habían matado en West Cimarron, los asesinos no le habían quitado el dinero. Y si de verdad lo habían matado en el apartamento de la señorita Glenn, por qué se habían tomado la molestia de llevarlo de vuelta a West Cimarron.

7

Veinte minutos después, estábamos al pie de las colinas. Subimos un cerro escarpado, bajamos por una larga cinta de hormigón blanco, cruzamos un puente, subimos hasta la mitad de la siguiente cuesta y nos metimos por un sendero de grava que desaparecía en un repecho de robles chaparros y malvaviscos. A un lado de la cuesta se alzaban penachos de carrizos como surtidores de agua. Las ruedas crepitaban sobre la grava y patinaban en las curvas.

Llegamos a una cabaña de montaña con un amplio porche y cimientos de rocas cementadas. El molino de un generador giraba despacio en lo alto de un espolón a treinta metros detrás de la cabaña. Un arrendajo azul cruzó como un rayo la carretera, cobró altura, viró de golpe y cayó como una piedra perdiéndose de vista.

El hombre del pelo gris subió el coche hasta el porche, lo situó al lado de un Lincoln cupé de color cobrizo, apagó el motor y echó el largo freno de mano del Marmon. Sacó las llaves, las metió con cuidado en su funda de cuero y se guardó la funda en el bolsillo.

El hombre del asiento de atrás salió y abrió la puerta de mi lado. Tenía una pistola en la mano. Salí. El hombre del pelo gris salió. Todos entramos en la casa.

Había una habitación muy grande, con paredes de pino nudoso, perfectamente pulido. La atravesamos pisando alfombras indias, y el hombre del pelo gris llamó con cuidado a una puerta.

—¿Quién es? —gritó una voz.

El hombre del pelo gris arrimó la cara a la puerta y dijo:

—Beasley… con el tío que usted quería ver.

La voz de dentro dijo que entrara. Beasley abrió la puerta, me hizo pasar por ella y la cerró detrás de mí.

Era otra habitación grande con paredes de pino nudoso y alfombras indias en el suelo. Un fuego de leña de marea siseaba y humeaba en una chimenea de piedra.

El hombre sentado detrás de un escritorio plano era Frank Dorr, el politicastro.

Era el tipo de hombre al que le gusta tener un escritorio delante y apretar su gorda barriga contra él, y juguetear con las cosas que hay encima y parecer muy listo. Tenía una cara gorda y turbia, una fina orla de cabellos blancos que se erizaban un poco, ojos pequeños y penetrantes, manos pequeñas y muy delicadas.

Lo que yo podía ver de él estaba vestido con un traje gris desaliñado y, sobre el escritorio, delante de él, había un gato persa negro muy grande. Le rascaba la cabeza al gato con una de sus pulcras manitas, y el gato empujaba contra la mano. Su inquieta cola ondeó sobre el borde del escritorio y cayó recta.

—Siéntese —dijo el hombre, sin apartar la mirada del gato.

Me senté en una butaca de cuero con el asiento muy bajo. Dorr dijo:

—¿Qué le parece el sitio? Es bonito, ¿eh? Esta es Toby, mi novia. La única novia que tengo. ¿Verdad, Toby?

—Me gusta el sitio —repuse—, pero no me gusta la manera de llegar.

Dorr levantó la cabeza unos centímetros y me miró con la boca entreabierta. Tenía unos buenos dientes, pero no habían crecido en su boca.

—Soy un hombre ocupado, hermano —dijo—. Era más fácil que discutir. ¿Una copita?

—Claro que quiero una copa —respondí.

Estrujó con suavidad la cabeza del gato entre las palmas de las manos y después lo apartó de un empujón y puso las dos manos sobre los brazos de su sillón. Empujó con fuerza, se le puso la cara un poco colorada, y por fin se levantó. Caminó como un pato hasta una vitrina empotrada y sacó una frasca rechoncha de whisky y dos vasos con venas doradas.

—Hoy no tenemos hielo —comentó, anadeando de regreso al escritorio—. Tendrá que beberlo solo.

Sirvió los dos vasos, hizo un gesto y me acerqué para coger el mío. Él se sentó de nuevo. Yo me senté con mi bebida. Dorr encendió un largo puro castaño, empujó la caja cinco centímetros en mi dirección, se echó hacia atrás y me miró con absoluta relajación.

—Usted es el tipo que delató a Manny Tinnen —dijo—. No le servirá de nada.

Sorbí mi whisky. Era lo bastante bueno para tomarlo a sorbitos.

—A veces, la vida se complica —continuó Dorr, con la misma voz uniforme y relajada—. La política, aunque sea divertidísima, es mala para los nervios. Usted me conoce. Soy duro y consigo lo que quiero. Ya no hay muchas cosas que yo desee, pero lo que deseo… lo quiero a toda costa. Y no soy demasiado escrupuloso con la manera de conseguirlo.

—Tiene esa reputación —repuse educadamente.

Los ojos de Dorr centellearon. Buscó con la mirada al gato, lo arrastró hacia él tirando de la cola, lo empujó para tumbarlo de costado y empezó a frotarle la barriga. Al gato parecía gustarle.

Dorr me miró y dijo en tono muy suave:

—Usted mató a Lou Harger.

—¿Qué le hace pensar eso? —pregunté sin demasiado énfasis.

—Usted mató a Lou Harger. Puede que él se buscara que lo mataran… pero lo hizo usted. Le pegaron un tiro en el corazón, con un 38. Usted lleva un 38 y se sabe que es bueno tirando con él. Usted se hallaba anoche en Las Olindas con Harger, y le vio ganar un montón de dinero. Se suponía que usted estaba allí para servirle de guardaespaldas, pero se le ocurrió una idea mejor. Los alcanzó a él y a esa chica en West Cimarron, le dio lo suyo a Harger y se quedó con el dinero.

Me terminé el whisky, me levanté y me serví un poco más.

—Hizo usted un trato con la chica —dijo Dorr—. Pero el trato no se cumplió. Ella tuvo una buena idea. Pero eso no importa, porque la policía encontró su revólver al lado de Harger. Y usted tiene el dinero.

—¿Hay orden de captura contra mí? —pregunté.

—No, hasta que yo dé la orden… Y el revólver no se ha depositado… Tengo muchos amigos, ¿sabe?

Hablé despacio:

—Me sacudieron con una cachiporra a las puertas del local de Canales. Me estuvo bien empleado. Me quitaron el revólver. No llegué a alcanzar a Harger, ni he vuelto a verlo. La chica vino a verme esta mañana, con el dinero en un sobre y contando que a Harger lo habían matado en su apartamento. Por eso tengo el dinero, para guardarlo a salvo. No me convenció mucho la historia de la chica, pero el hecho de que trajera el dinero pesaba mucho. Y Harger era amigo mío. Empecé a investigar.

—Debería dejar que eso lo haga la policía —dijo Dorr con una sonrisa.

—Había una posibilidad de que a la chica le estuvieran tendiendo una trampa. Además, había una posibilidad de ganarme unos dólares… legítimamente. Eso se hace a veces, incluso en San Angelo.

Dorr apuntó con un dedo al rostro del gato, y el gato se lo mordió con expresión ausente. Después se apartó de él, se sentó en una esquina del escritorio y empezó a lamerse un dedo.

—Veintidós de los grandes, y la chica se los da a usted para que los guarde —dijo Dorr—. Lo típico que hacen las chicas. Usted tiene la pasta. A Harger lo mataron con su arma. La chica ha desaparecido… pero yo podría traerla de regreso. Creo que sería una buena testigo, si necesitáramos uno.

—¿Estaba amañado el juego en Las Olindas? —pregunté.

Dorr se terminó la bebida y volvió a fruncir los labios alrededor de su cigarro.

—Pues claro —dijo sin darle importancia—. El croupier… un tipo llamado Pina, estaba en el ajo. La rueda estaba trucada para el doble cero. El truco de siempre: botón de cobre en el suelo, botón de cobre en la suela del zapato de Pina, cables subiéndole por la pierna, pilas en los bolsillos… el truco de siempre.

—Canales no se comportó como si lo supiera —dije.

Dorr soltó una risita.

—Sabía que la rueda estaba trucada. Lo que no sabía es que su croupier jefe jugaba en el equipo contrario.

—No me gustaría estar en el pellejo de Pina —comenté.

Dorr hizo un movimiento negligente con su cigarro.

—Ya se han ocupado de él… El juego fue cuidadoso y tranquilo. No se hicieron apuestas extravagantes, ni ganaron todas las veces. Eso no se puede hacer. Ninguna rueda trucada es tan buena.

Me encogí de hombros y me moví en mi butaca.

—Sabe usted mucho del asunto —dije—. ¿Todo esto estaba preparado solo para pillarme a mí en la trampa?

Sonrió con suavidad.

—¡Demonios, no! Algunas partes ocurrieron solas… como pasa con los mejores planes. —Gesticuló otra vez con el puro, y un tentáculo de humo gris claro se arremolinó ante sus ojillos astutos. Se oyó un rumor apagado de conversación en la habitación de fuera—. Tengo contactos a los que debo complacer… aunque no me gusten todas sus marrullerías —añadió simplemente.

—¿Como Manny Tinnen? —dije—. Rondaba mucho por el ayuntamiento, sabía demasiado. Muy bien, señor Dorr. ¿Qué tiene pensado que haga yo por usted? ¿Suicidarme?

Se echó a reír. Sus gruesos hombros se agitaron alegremente. Extendió una de sus manitas con la palma hacia mí.

—Ni se me ocurriría —replicó en tono seco—. Y de la otra manera es mucho mejor. Tal como está la opinión pública acerca del asesinato de Shannon, cabe la posibilidad de que ese piojoso fiscal del distrito pueda condenar a Tinnen sin usted… si pudiera venderle a la gente la idea de que a usted lo han matado para cerrarle la boca.

Me levanté de la butaca, me acerqué y me apoyé en el escritorio, inclinándome hacia Dorr.

—¡Nada de jugarretas! —exclamo él, un poco vehemente y sin aliento. Echó mano a un cajón y lo abrió hasta la mitad. Los movimientos de sus manos eran muy rápidos, en contraste con los de su cuerpo.

Le sonreí a la mano y él la apartó del cajón. Vi un revólver en su interior.

—Ya he declarado ante el Juzgado de Instrucción —dije.

Dorr se echó hacia atrás y me sonrió.

—La gente comete errores —dijo—. Hasta los detectives privados listillos… Podría usted cambiar de parecer… y ponerlo por escrito.

—No —negué con mucha suavidad—. Me enfrentaría a un cargo de perjurio… y de eso no me libraría. Prefiero que me acusen de asesinato… que de eso me puedo librar. Sobre todo porque Fenweather va a querer que me libre. No querrá perderme como testigo. El caso Tinnen es muy importante para él.

Dorr habló en tono firme:

—Entonces va a tener que intentar librarse, hermano. Y aun suponiendo que se libre, va a quedarle encima tanta porquería que ningún jurado condenará a Manny basándose solo en lo que usted diga.

Extendí la mano despacio y le rasqué una oreja al gato.

—¿Y qué pasa con los veintidós mil?

—Podrían ser todos suyos, si accede a seguir el juego. Al fin y al cabo, el dinero no es mío… Si Manny sale absuelto, podría añadir un poco de dinero mío.

Le hice cosquillas al gato bajo la barbilla. Empezó a ronronear. Lo agarré y lo sostuve con suavidad en los brazos.

—¿Quién mató a Lou Harger, Dorr? —pregunté sin mirarle.

Él negó con la cabeza. Yo le miré, sonriendo.

—Bonito gato tiene usted —dije.

Dorr se lamió los labios.

—Creo que al cabroncete le gusta usted.

Sonrió. La idea parecía agradarle.

Yo asentí… y le tiré el gato a la cara.

Chilló, pero sus manos se alzaron para agarrar al gato. El gato se retorció limpiamente en el aire y aterrizó con las dos zarpas delanteras en acción. Una de ellas rajó la mejilla de Dorr como si fuera una piel de plátano. Soltó un chillido muy fuerte.

Yo ya había sacado el revólver del cajón y tenía el cañón en la nuca de Dorr cuando Beasley y el hombre de la cara cuadrada entraron a la carga.

Durante un instante, aquello fue una especie de tableau vivant. Después, el gato se desprendió de los brazos de Dorr, saltó al suelo y se metió bajo el escritorio. Beasley alzó su revólver de cañón corto, pero no parecía estar seguro de lo que quería hacer con él.

Empujé con fuerza el cañón del mío contra la nuca de Dorr y dije:

—Frankie se lleva la primera, chicos… y no es un chiste.

Dorr rezongó delante de mí.

—Tranquilos —les gruñó a sus pistoleros.

Sacó un pañuelo del bolsillo del pecho y empezó a enjugarse con él la rajada y sangrante mejilla. El hombre de la boca torcida empezó a moverse de lado a lo largo de la pared.

—No vayáis a pensar que esto me gusta, pero tampoco estoy de broma —dije—. Quedaos donde estáis.

El hombre de la boca torcida dejó de moverse de lado y me dirigió una mueca desagradable. Mantuvo las manos abajo.

Dorr volvió a medias la cabeza e intentó hablarme por encima del hombro. Yo no le veía la cara lo suficiente para percibir alguna expresión, pero no parecía asustado.

—Así no va a conseguir nada —dijo—. Podría haberle hecho matar con toda facilidad, si hubiera sido eso lo que quería. ¿Cuál es ahora su situación? No puede disparar contra nadie sin meterse en un lío mayor que si hiciera lo que le he pedido. A mí me parece que estamos en tablas.

Me lo pensé por un momento mientras Beasley me miraba de manera bastante placentera, como si todo aquello fuera simple rutina para él. En el otro hombre no había nada placentero. Escuché con atención, pero el resto de la casa parecía estar en silencio.

Dorr se echó adelante, separándose del revólver, y dijo:

—¿Y bien?

—Voy a salir —anuncié yo—. Tengo un arma y parece un arma con la que pueda pegarle un tiro a cualquiera, si es necesario. No tengo muchas ganas, y si hace que Beasley me eche mis llaves y que el otro me devuelva la pistola que me quitó, olvidaré lo del secuestro.

Dorr movió los brazos en un perezoso comienzo de un encogimiento de hombros.

—Y después, ¿qué?

—Piense un poco más en su oferta —dije—. Si me pone suficiente protección detrás, podríamos llegar a un acuerdo… Y si es tan duro como cree ser, unas pocas horas no tendrán mucha importancia, en un sentido o en otro.

—Es una idea —comentó Dorr con una risita. Después le dijo a Beasley—: Guárdate tu revólver y dale sus llaves. Y también su pistola… la que le habéis quitado hoy.

Beasley suspiró y se metió con mucho cuidado una mano en los pantalones. Me tiró mi llavero de cuero a través de la habitación, cerca de un extremo del escritorio. El hombre de la boca torcida levantó una mano, la metió en un bolsillo lateral y yo me coloqué tras la espalda de Dorr mientras lo hacía. Sacó la mano con mi pistola, la dejó caer al suelo y la alejó de una patada.

Salí de detrás de Dorr, recogí del suelo las llaves y la pistola, y me desplacé de costado hacia la puerta de la habitación. Dorr me observaba con una mirada vacía que no significaba nada. Beasley siguió mis movimientos con su cuerpo y se apartó de la puerta cuando yo me acerqué a ella. El otro hombre tenía problemas para mantenerse tranquilo.

Llegué a la puerta y puse por fuera la llave que había por dentro. Dorr dijo con aire soñador:

—Es usted como una de esas pelotitas que van al extremo de una goma elástica. Cuanto más lejos se vaya, más pronto volverá de rebote.

—La goma podría estar un poco podrida —repliqué yo, y salí por la puerta, eché la llave y me preparé para los tiros que no llegaron. Como farol, el mío era más flojo que el oro de un anillo de boda de fin de semana. Había funcionado porque Dorr lo había permitido, y eso era todo.

Salí de la casa, arranqué el Marmon y lo llevé saltando y patinando por el repecho de la colina y cuesta abajo hasta la carretera. No se oía que viniera nada detrás de mí.

Cuando llegué al puente de la carretera de hormigón, eran poco más de las dos, y durante un rato conduje con una mano mientras me secaba el sudor del cuello.

8

El depósito de cadáveres estaba al final de un largo y silencioso pasillo muy iluminado que salía de la parte de atrás del vestíbulo principal del Edificio del Condado. El pasillo terminaba en dos puertas y una pared desnuda con baldosas de mármol. Una de las puertas tenía un cristal con un letrero que decía «Sala de reconocimientos», y detrás no había luz. La otra daba a un despacho pequeño y alegre.

Un hombre con ojos azul ganso y pelo cobrizo con la raya en el centro exacto de la cabeza estaba manoseando unos impresos sobre una mesa. Alzó la mirada, me miró de arriba abajo y de pronto sonrió.

—Hola, Landon —dije—. ¿Se acuerda del caso Shelby?

Los brillantes ojos azules centellearon. Se levantó y rodeó la mesa con la mano extendida.

—Claro. ¿Qué podemos hacer…? —De pronto se interrumpió y chasqueó los dedos—. ¡Coño! ¡Usted es el tío que identificó a ese pistolero!

Tiré una colilla al pasillo a través de la puerta abierta.

—No estoy aquí por eso —dije—. Al menos, esta vez. Hay un tipo llamado Lou Harger… Lo recogieron muerto a tiros anoche o esta mañana, en West Cimarron, tengo entendido. ¿Podría echarle un vistazo?

—Nadie se lo impide —dijo Landon.

Me hizo pasar por una puerta del otro extremo de su despacho a un lugar que era todo pintura blanca y esmalte blanco y cristal y luz brillante. En una pared había una doble fila de grandes arcones con ventanillas de cristal. Por las mirillas se veían bultos envueltos en telas blancas y, más atrás, tuberías escarchadas.

Sobre una mesa con la cabecera alta y los pies inclinados hacia abajo, había un cadáver cubierto con una sábana. Landon tiró de la sábana con gesto informal, descubriendo el rostro muerto, plácido y amarillento de un hombre. El pelo largo y negro caía flojo sobre una almohadilla, todavía húmedo de agua. Los ojos estaban entreabiertos y miraban con indiferencia al techo.

Me acerqué, le miré la cara, Landon bajó más la sábana y golpeó con los nudillos un pecho que sonó a hueco, como una tabla. Había un agujero de bala en el sitio del corazón.

—Buen tiro —comentó.

Di media vuelta rápidamente, saqué un cigarrillo y lo hice rodar entre los dedos. Miré al suelo.

—¿Quién lo identificó?

—Lo que llevaba en los bolsillos —dijo Landon—. Estamos comprobando sus huellas, naturalmente. ¿Lo conocía?

—Sí —respondí.

Landon se rascó suavemente la base de la barbilla con la uña del pulgar. Volvimos al despacho y Landon se metió detrás de su mesa y se sentó.

Hojeó unos papeles, separó uno del montón y lo estudió un momento.

—Un coche patrulla del sheriff lo encontró a las doce y treinta y cinco de la noche, al lado de la carretera vieja que sale de West Cimarron, a unos ochocientos metros de donde empieza el atajo. No está muy transitada, pero el coche patrulla se aventura por ahí de vez en cuando en busca de parejas que se meten mano.

—¿Podría usted decir cuánto hacía que estaba muerto? —pregunté.

—No mucho. Todavía se mantenía caliente, y las noches por aquí son frescas.

Me puse en la boca el cigarrillo sin encender y lo moví arriba y abajo con los labios.

—Y seguro que le sacó una bala del 38 largo —dije.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Landon rápidamente.

—Pura suposición. Es ese tipo de agujero.

Me miró con ojos brillantes e interesados. Le di las gracias, dije que ya nos veríamos, salí por la puerta y encendí mi cigarrillo en el pasillo. Volví a los ascensores, entré en uno, subí al séptimo piso y recorrí otro pasillo exactamente igual que el de abajo, solo que no llevaba al depósito de cadáveres. Conducía a unos despachos pequeños y austeros que utilizaban los investigadores de la Oficina del Fiscal del Distrito. A mitad del camino, abrí una puerta y entré en uno de ellos.

Bernie Ohls estaba sentado, encorvado relajadamente sobre una mesa colocada contra la pared. Era el investigador jefe al que Fenweather me había dicho que fuera a ver si me metía en alguna clase de lío. Un hombre de estatura media, con cejas blancas y una barbilla prominente con un hoyuelo muy marcado. Había otra mesa contra la otra pared, un par de sillas duras, una escupidera de latón sobre una alfombrilla de goma, y muy poco más.

Ohls me saludó con la cabeza en plan informal, se levantó de su silla y echó el pestillo de la puerta. Después cogió de su mesa una lata plana de cigarros pequeños, encendió uno, empujó la lata sobre la mesa y me miró siguiendo la línea de su nariz. Yo me senté en una de las sillas y la incliné hacia atrás.

—¿Y bien? —dijo Ohls.

—Es Lou Harger —le aclaré—. Pensé que a lo mejor no era él.

—Y una mierda pensaste eso. Yo te podría haber dicho que era Harger.

Alguien intentó accionar el picaporte de la puerta. Después, llamó con los nudillos. Ohls no hizo ningún caso. Fuera quien fuese, se marchó.

Hablé despacio:

—Lo mataron entre las once y media y las doce y treinta y cinco. Tuvieron el tiempo justo para hacerlo allí donde lo encontraron. No hubo tiempo para hacerlo como contó la chica. Y no hubo tiempo para que lo hiciera yo.

—Sí —convino Ohls—. Tal vez podrías demostrarlo. Y después, tal vez podrías demostrar que no lo hizo un amigo tuyo con tu revólver.

—Un amigo mío no es probable que lo hiciera con mi revólver… si fuera amigo mío.

Ohls gruñó, me sonrió agriamente de refilón y dijo:

—Casi todo el mundo pensaría eso. Por eso es posible que lo hiciera.

Dejé que las patas de mi silla se posaran en el suelo. Miré a Ohls.

—¿Habría venido a contarte lo del dinero y el revólver… todo lo que me implica en el asunto?

—Habrías venido —manifestó Ohls con tono inexpresivo—, si supieras de buena tinta que algún otro lo había contado ya por ti.

—Dorr no es de los que pierden el tiempo —comenté.

Apagué mi cigarrillo con los dedos y lo lancé a la escupidera de latón. Después me puse en pie.

—Muy bien. Todavía no hay orden de captura contra mí. Me presentaré y contaré mi historia.

—Siéntate un momento —dijo Ohls.

Me senté. Se sacó su purito de la boca y lo tiró con un gesto feroz. El cigarro rodó por el linóleo castaño y humeó en un rincón. Ohls apoyó los brazos en la mesa y tamborileó con los dedos de las dos manos. Su labio inferior se adelantó y apretó el labio superior contra los dientes.

—Probablemente, Dorr sabe que estás aquí ahora —dijo—. La única razón de que no estés en la jaula de arriba es que no están seguros de si sería mejor liquidarte y correr el riesgo. Si Fenweather pierde las elecciones, yo estaría acabado… si me mezclo contigo.

—Si logra condenar a Manny Tinnen, no perderá las elecciones —repuse yo.

Ohls sacó otro de los puritos de la lata y lo encendió. Recogió su sombrero de encima de la mesa, lo acarició con los dedos y se lo puso.

—¿Por qué la pelirroja te soltó todo ese numerito del ataque en su apartamento, el muerto en el suelo… todo ese teatro barato?

—Querían que yo fuera allí. Supusieron que iría a ver si habían dejado un arma… o simplemente para comprobar su historia. De ese modo me alejaban de la parte más concurrida de la ciudad, y podrían ver mejor si el fiscal del distrito tenía a algún muchacho cuidándome las espaldas.

—Eso es solo una suposición —dijo Ohls en tono agrio.

—Desde luego —afirmé yo.

Ohls hizo girar sus gruesas piernas, plantó los pies con firmeza y apoyó las manos en las rodillas. El purito temblaba en la comisura de su boca.

—Me gustaría conocer a alguno de esos tipos que aflojan veintidós mil pavos solo para darle color a un cuento de hadas —dijo en tono malévolo.

Me levanté de nuevo y pasé junto a él en dirección a la puerta.

—¿A qué tanta prisa? —inquirió Ohls.

Me volví y me encogí de hombros, mirándolo sin expresión.

—No pareces muy interesado —respondí.

Se puso en pie trabajosamente y dijo con aire cansado:

—Lo más probable es que el taxista no sea más que un cochino ladronzuelo. Pero podría ser que los muchachos de Dorr no supieran qué papel tiene en el asunto. Vamos a por él mientras todavía conserva la memoria fresca.

9

El garaje de Green Top estaba en Deviveras, tres manzanas al este de Main. Detuve el Marmon delante de una boca de incendios y salí. Ohls se arrellanó en su asiento y gruñó:

—Te espero aquí. A lo mejor puedo ver si nos siguen.

Entré en un enorme garaje lleno de ecos, en cuya penumbra interior unos cuantos coches recién pintados eran como bruscas salpicaduras de color. En un rincón había una oficina pequeña y sucia con paredes de cristal, y en ella estaba sentado un hombre bajito con sombrero hongo echado hacia atrás y una corbata roja bajo la barbilla sin afeitar. Estaba deshebrando un tarugo de tabaco en la palma de la mano.

—¿Es usted el encargado? —pregunté.

—Sí.

—Busco a uno de sus conductores —dije—. Se llama Tom Sneyd.

Dejó la navaja y el tarugo y empezó amasar el tabaco cortado entre las palmas de las manos.

—¿Cuál es la queja? —preguntó con cautela.

—No hay queja. Soy amigo suyo.

—Más amigos, ¿eh? Tiene el turno de noche, señor. Así que supongo que se habrá marchado. Renfrew 1723. Está por la zona de Gray Lake.

—Gracias —dije—. ¿Y el teléfono?

—No tiene teléfono.

Saqué de un bolsillo interior un plano doblado de la ciudad y desplegué una parte sobre la mesa, delante de sus narices. Pareció molesto.

—Hay uno grande en la pared —gruñó, y empezó a llenar una pipa corta con el tabaco.

—Estoy acostumbrado a este —dije. Me incliné sobre el plano extendido, buscando Renfrew Street. De pronto me detuve y miré a la cara al tipo del bombín—. Se ha acordado demasiado deprisa de esa dirección —comenté.

Se llevó la pipa a la boca, la mordió con fuerza y metió dos dedos rápidos en el bolsillo de su chaleco abierto.

—Un par de fulanos me la han preguntado hace un rato.

Doblé rápidamente el mapa y me lo metí en el bolsillo mientras salía por la puerta. Crucé la acera de un salto, me puse al volante y arranqué el motor.

—Se nos han adelantado —le dije a Bernie Ohls—. Dos tíos han preguntado la dirección del chico hace un rato. Podría ser que…

Ohls se agarró al costado del coche y maldijo cuando doblamos la esquina con los neumáticos chirriando. Me incliné sobre el volante y le metí velocidad. Había un semáforo en rojo en Central. Me metí por una gasolinera que había en la esquina, pasé entre los surtidores, salí por Central y fui avanzando a través del tráfico para doblar otra vez al este.

Un policía de tráfico negro tocó el silbato y nos miró con atención, como si intentara leer el número de la matrícula. Yo seguí adelante.

Almacenes, un mercado, un gran depósito de gas, más almacenes, vías de ferrocarril y dos puentes quedaron atrás. Pasé por un pelo tres semáforos y me salté directamente un cuarto. Seis manzanas más allá, oí la sirena de un poli motorizado. Ohls me pasó una estrella de bronce y yo la saqué por la ventanilla, moviéndola para que reflejara el sol. La sirena dejó de sonar. La motocicleta siguió detrás de nosotros durante doce manzanas más, y después se desvió.

Gray Lake es un embalse artificial en una quebrada entre dos conjuntos de colinas, en el borde oriental de San Angelo. Calles estrechas pero con pavimento caro serpenteaban entre las colinas, describiendo complicadas curvas en las laderas en beneficio de unas pocas casas de campo baratas y dispersas.

Nos lanzamos colina arriba, leyendo los letreros de las calles por el camino. La seda gris del lago quedó lejos y el tubo de escape del viejo Marmon rugió entre terraplenes que se desmenuzaban y desprendían tierra sobre aceras que nadie utilizaba. Perros sin amo acampaban en las hierbas silvestres entre las madrigueras de ardillas.

Renfrew estaba casi arriba del todo. En su comienzo había una casita muy mona, delante de la cual un niño con pañales y nada más manoteaba en un corralito de alambre sobre un parche de césped. Después había un tramo sin casas. Y después había dos casas y más allá la carretera descendía, entraba y salía en varias curvas muy cerradas y pasaba entre terraplenes lo bastante altos para dejar en sombra toda la calle.

Entonces, un arma de fuego rugió, una curva por delante de nosotros.

Ohls se incorporó bruscamente y dijo:

—Ay, ay. Eso no es una escopeta para conejos. —Sacó su revólver de reglamento y quitó el cierre a la puerta de su lado.

Salimos de la curva y vimos dos casas más en la parte baja de la cuesta, con un par de parcelas empinadas entre ellas. Un coche largo y gris estaba atravesado en la calle, en el espacio entre las dos casas. La rueda delantera izquierda estaba pinchada, y las dos puertas delanteras se hallaban abiertas de par en par, como las orejas desplegadas de un elefante.

Un hombre pequeño, de rostro moreno, permanecía de rodillas en la calle junto a la puerta derecha del coche. El brazo derecho le colgaba fláccido del hombro, y había sangre en la mano correspondiente. Con la otra mano estaba intentando recoger una pistola caída en el hormigón delante de él.

Hice que el Marmon frenara en seco con un patinazo, y Ohls salió a trompicones.

—¡Suelta eso! —gritó.

El hombre del brazo colgante gruñó, se quedó indolente, cayó hacia atrás contra el estribo, y de detrás del coche llegó el sonido de un disparo que cortó el aire no muy lejos de mi oreja. Para entonces yo ya había salido a la carretera. El coche gris estaba torcido hacia las casas de manera que yo no veía nada de su lado izquierdo, con excepción de la puerta abierta. El tiro parecía haber venido de por allí. Ohls metió dos balazos a través de la puerta. Yo me tiré al suelo, miré por debajo del coche y vi un par de pies. Disparé contra ellos y fallé.

En aquel momento se oyó una detonación floja pero muy seca que venía de la esquina de la casa más próxima. Se rompieron cristales en el coche gris. La pistola que había detrás rugió, y saltó yeso de la pared de la esquina de la casa, por encima de los arbustos. Entonces vi la parte superior de un hombre en los arbustos. Estaba tumbado sobre el vientre en la cuesta de bajada y tenía contra el hombro un rifle ligero.

Era Tom Sneyd, el taxista.

Ohls gruñó y atacó al coche gris. Disparó dos veces más a través de la puerta y después se agachó detrás del capó. Hubo más detonaciones detrás del vehículo. Le di una patada a la pistola del hombre herido para quitarla de en medio, me deslicé junto a él y eché una mirada por encima del depósito de gasolina. Pero el hombre que había detrás ya había tenido demasiadas preocupaciones.

Era un hombre grande con un traje marrón, e hizo mucho ruido al correr a toda prisa hacia el borde de la cuesta, entre las dos casas. El revólver de Ohls rugió. El hombre se volvió y soltó un disparo sin detenerse. Ohls estaba al descubierto. Vi que le volaba el sombrero de la cabeza. Y lo vi plantarse firme con los pies bien separados, apuntando con su arma como si estuviera en la galería de tiro de la policía.

Pero el grandullón ya se estaba derrumbando. Mi bala le había perforado el cuello. Ohls disparó con mucho cuidado, y la sexta y última bala de su revólver le dio al hombre en el pecho y lo hizo retorcerse. Su cabeza chocó de costado contra el bordillo, con un crujido desagradable.

Nos acercamos a él desde extremos opuestos del coche. Ohls se agachó y puso al hombre tumbado de espaldas. En la muerte, su cara tenía una expresión relajada y amable, a pesar de toda la sangre que le cubría el cuello. Ohls empezó a registrar sus bolsillos.

Yo miré hacia atrás para ver qué hacía el otro. No estaba haciendo nada, aparte de sentarse en el estribo apretándose el brazo derecho contra el costado y poniendo muecas de dolor.

Tom Sneyd trepó por el terraplén y vino hacia nosotros.

—Este tío es Poke Andrews —dijo Ohls—. Lo he visto por los billares. —Se puso en pie y se sacudió el polvo de la rodilla. Tenía algunos restos en la mano izquierda—. Sí, Poke Andrews. Pistolero de alquiler por días, horas o semanas. Supongo que uno se puede ganar la vida así… durante algún tiempo.

—No es el tío que me sacudió —comenté yo—. Pero es al que yo estaba mirando cuando me sacudieron. Y si la pelirroja dijo algo de verdad esta mañana, seguramente es el tío que mató a Lou Harger.

Ohls asintió, volvió sobre sus pasos y recogió su sombrero. Tenía un agujero en el ala.

—No me sorprendería nada —dijo, poniéndose el sombrero tranquilamente.

Tom Sneyd estaba ante nosotros, con su pequeño rifle apretado rígidamente contra el pecho. Iba sin sombrero y sin chaqueta, y llevaba zapatillas de lona en los pies. Tenía los ojos brillantes y enloquecidos, y estaba empezando a temblar.

—¡Sabía que iba a tumbarlos! —graznó—. ¡Sabía que les iba a dar lo suyo a estos cabrones!

Entonces dejó de hablar y su cara empezó a cambiar de color. Se puso verde. Se vino abajo poco a poco, dejó caer su rifle, apoyó las manos en las rodillas dobladas.

—Será mejor que se tumbe en alguna parte, amigo —dijo Ohls—. Si entiendo algo de colores, va usted a echar los higadillos.

10

Tom Sneyd estaba tumbado de espaldas en una cama turca, en la habitación delantera de su pequeño bungalow. Tenía una toalla mojada sobre la frente. Una niña con el pelo color miel permanecía sentada junto a él, agarrándole la mano. Una mujer joven, con el pelo un par de tonos más oscuro que el de la niña, estaba sentada en un rincón y miraba a Tom Sneyd con éxtasis fatigado.

Hacía mucho calor cuando entramos. Todas las ventanas se mantenían cerradas y las persianas bajadas. Ohls abrió un par de ventanas de delante y se sentó junto a ellas, mirando hacia el coche gris. El mexicano moreno estaba esposado al volante por la muñeca buena.

—Fue lo que dijeron sobre mi niña —dijo Tom Sneyd desde debajo de la toalla—. Eso fue lo que me volvió loco. Dijeron que volverían para llevársela si no les seguía el juego.

—Está bien, Tom —repuso Ohls—. Cuéntenoslo desde el principio.

Se puso en la boca uno de sus puritos, miró a Tom Sneyd con expresión de duda y no lo encendió.

Yo me senté en una silla Windsor durísima y miré la alfombra nueva y barata.

—Estaba leyendo una revista, esperando la hora de comer e ir a trabajar —dijo Tom Sneyd meticulosamente—. La niña abrió la puerta. Entraron amenazándonos con pistolas, nos metieron a todos aquí y cerraron las ventanas. Bajaron todas las persianas menos una, y el mexicano se sentó junto a ella mirando hacia fuera. No dijo ni una palabra. El grandote se sentó aquí en la cama y me hizo contarle todo lo de anoche… dos veces. Después dijo que me iba a olvidar de que había visto a alguien y de que había venido a la ciudad con alguien. Lo demás estaba bien.

Ohls asintió y dijo:

—¿A qué hora vio por primera vez a este hombre de aquí?

—No me fijé —dijo Tom Sneyd—. Pongamos que a las once y media, doce menos cuarto. Fiché en la oficina a la una y cuarto, después de recoger mi taxi en el Carillon. Tardamos por lo menos una hora en llegar a la ciudad desde la playa. Estuvimos hablando en el drugstore… digamos que quince minutos, puede que más.

—Según eso, serían como las doce cuando se encontraron —dijo Ohls.

Tom Sneyd negó con la cabeza y se le cayó la toalla sobre la cara. La empujó hacia arriba.

—Pues no —negó Tom Sneyd—. El tío del drugstore me dijo que cerraba a las doce. Y no estaba cerrando cuando nos marchamos.

Ohls volvió la cabeza y me miró sin expresión. Miró de nuevo a Tom Sneyd.

—Cuéntenos el resto sobre los dos pistoleros —pidió.

—El grandote dijo que probablemente no tendría que hablar con nadie del asunto. Y que si tenía que hacerlo y hablaba bien, volverían con algo de pasta. Pero si decía lo que no debía, volverían a por mi niña.

—Siga —dijo Ohls—. Vaya tíos mierdas.

—Se marcharon. Cuando los vi marcharse calle arriba, me dio la locura. Renfrew es un callejón sin salida… una de esas obras adjudicadas mediante sobornos. Sigue por la colina, no llega a un kilómetro, y se acaba. No hay manera de salir. Así que tenían que volver a pasar por aquí… Saqué mi 22, que es la única arma que tengo, y me oculté en los arbustos. Le acerté al neumático con el segundo tiro. Imagino que ellos pensarían que fue un pinchazo. Fallé el siguiente tiro, y eso los alertó. Sacaron las pistolas. Le di al mexicano, y el grandote se parapetó detrás del coche… Y eso es todo. Entonces llegaron ustedes.

Ohls flexionó los gruesos y duros dedos, y sonrió torvamente a la niña del rincón.

—¿Quién vive en la casa de al lado, Tom?

—Un tipo llamado Grandy, maquinista del interurbano. Vive solo. Ahora está trabajando.

—No suponía que estuviera en casa. —Ohls sonrió, se levantó, se acercó a la niña y le dio una palmadita en la cabeza—. Tendrá que venir a hacer una declaración, Tom.

—Claro. —La voz de Tom Sneyd sonaba cansada, indiferente—. Y supongo que perderé mi empleo por alquilar el taxi anoche.

—No estoy muy seguro de eso —dijo Ohls con suavidad—. No, si a su jefe le gusta que sus coches los conduzcan tíos con agallas.

Le dio otra palmadita en la cabeza a la niña, se dirigió a la puerta y la abrió. Saludé a Tom Sneyd con la cabeza y seguí a Ohls fuera de la casa. Ohls comentó en voz baja:

—Todavía no sabe nada del asesinato. No había necesidad de soltarlo delante de la niña.

Nos acercamos al coche gris. Habíamos cogido unos sacos del sótano y los habíamos extendido sobre el difunto Andrews, sujetándolos con piedras. Ohls miró hacia allí y dijo con aire ausente:

—Tengo que ir adonde haya un teléfono, y deprisa.

Se apoyó en la puerta del coche y miró al mexicano. El mexicano estaba sentado con la cabeza echada hacia atrás, los ojos medio cerrados y una expresión tensa en su rostro moreno. Su muñeca izquierda estaba esposada al eje del volante.

—¿Cómo te llamas? —le espetó Ohls.

—Luis Cadena —dijo el mexicano con voz suave sin abrir más los ojos.

—¿Cuál de vosotros se cargó al tío en West Cimarron?

—No entiendo, señor —dijo el mexicano ronroneando.

—No te hagas el tonto conmigo, cholo —advirtió Ohls sin excitarse—. Me pone malo.

Se apoyó en la ventanilla e hizo rodar su purito en la boca.

El mexicano parecía ligeramente divertido y al mismo tiempo muy cansado. La sangre de su mano derecha se había secado y estaba negra.

—Andrews se cargó al tío en un taxi en West Cimarron —dijo Ohls—. Había una chica con él. Tenemos a la chica. Te va a ser difícil demostrar que tú no estabas metido.

Una luz parpadeó y murió tras los ojos semicerrados del mexicano. Sonrió con un relumbrar de dientes pequeños y blancos.

—¿Qué hizo Andrews con la pistola? —inquirió Ohls.

—No entiendo, señor.

—Es duro —dijo Ohls—. Cuando se ponen duros me da miedo.

Se apartó del coche y rascó con el pie un poco de tierra suelta que había sobre la acera junto a los sacos que envolvían al muerto. Poco a poco, la punta de su pie fue descubriendo el sello del contratista en el cemento. Lo leyó en voz alta.

—«Compañía Dorr, Pavimentos y Construcciones, San Angelo». No sé por qué ese gordo seboso no se quedó en su negocio.

Me situé al lado de Ohls, mirando desde lo alto entre las dos casas. Muy abajo se veían repentinos reflejos de luz de las ventanillas de los coches que rodaban por el bulevar que bordeaba Gray Lake.

—¿Y bien? —dijo Ohls.

—Los asesinos sabían lo del taxi, parece ser… y la chica llegó a la ciudad con el botín. Así que no fue cosa de Canales. Canales no es hombre que deje que alguien ande por ahí con veintidós mil pavos de su dinero. La pelirroja estuvo implicada en el asesinato, y este se perpetró por una razón.

Ohls sonrió.

—Claro. Se hizo para poder colgártelo a ti.

—Es una vergüenza lo poco que algunos valoran la vida humana… o veintidós mil pavos —dije—. A Harger se lo cargaron para poder empapelarme a mí, y me pasaron la pasta para que la trampa fuera más sólida.

—A lo mejor pensaron que saldrías corriendo —gruñó Ohls—. Y entonces sí que te habrían liquidado.

Hice rodar un cigarrillo entre los dedos.

—Eso habría sido demasiado tonto, incluso para mí. ¿Qué hacemos ahora? ¿Esperar a que salga la luna para ponernos a cantar, o bajar a la ciudad y contar unas cuantas mentirijillas más?

Ohls escupió en uno de los sacos de Poke Andrews y dijo en tono áspero:

—Esto es jurisdicción del condado. Podría pasarle todo este lío a la subcomisaría de Solano y mantenerlo tapado durante algún tiempo. El taxista estaría encantado de quedarse calladito. Y yo he llegado tan lejos que me gustaría tener al mexicano en la pecera a solas conmigo.

—A mí también me gustaría esa opción —dije—. Supongo que no podrás mantenerlo allí retenido mucho tiempo, pero podrías retenerlo el tiempo suficiente para que yo vea a un gordo que tiene un gato.

11

Estaba atardeciendo cuando volví al hotel. El recepcionista me pasó una nota que decía «Por favor, telefonee a F. D. lo antes posible».

Subí y bebí un poco de whisky que quedaba en el fondo de una botella. Después llamé abajo para pedir otra, me rasqué la barbilla, me cambié de ropa y busqué en la guía el número de teléfono de Frank Dorr. Vivía en una bonita casa antigua en Greenview Park Crescent.

Me preparé un copazo largo con hielo y me senté en una butaca con el teléfono junto al codo. Primero se puso una doncella. Después me atendió un hombre que pronunciaba el nombre del señor Dorr como si pensara que le podía estallar en la boca. Tras él vino una voz con muchísima seda. Después hubo un largo silencio, y al terminar el silencio se me puso Frank Dorr en persona. Sonaba como si se alegrara de saber de mí.

—He estado pensando en lo que hablamos esta mañana —dijo— y se me ha ocurrido una idea mejor. Pásese por aquí a verme. Y puede traerse el dinero. Tiene el tiempo justo para sacarlo del banco.

—Sí —dije—. La caja cierra a las seis. Pero el dinero no es suyo.

Le oí soltar una risita.

—No sea tonto. Está todo marcado, y no querría tener que acusarle de haberlo robado.

Me lo pensé y no me lo creí, lo de que el dinero estuviera marcado. Bebí un trago de mi vaso y dije:

—Podría estar dispuesto a devolvérselo a la persona que me lo entregó… en su presencia.

—Bueno… —dijo—. Ya le dije que esa persona se marchó de la ciudad. Pero veré qué puedo hacer. Nada de trucos, por favor.

Respondí que por supuesto, que nada de trucos, y colgué. Me terminé la bebida y llamé a Von Ballin, del Telegram. Me dijo que los hombres del sheriff no parecían tener ninguna idea sobre Lou Harger… ni les importaba un pimiento. Estaba un poco molesto porque yo todavía no le dejaba utilizar mi historia. Por su manera de hablar comprendí que no se había enterado de lo ocurrido en Gray Lake.

Llamé a Ohls, pero no lo encontré.

Me preparé otra copa, me tragué la mitad y empecé a notarlo demasiado. Me puse el sombrero, cambié de parecer acerca de la otra mitad de la copa y bajé hasta mi coche. El tráfico de primera hora de la noche estaba lleno de cabezas de familia que volvían a casa a cenar. No estaba seguro de si me seguían dos coches o solo uno. En cualquier caso, nadie intentó alcanzarme ni tirarme una granada de mano al regazo.

La casa era un edificio cuadrado de dos plantas, de ladrillo rojo viejo, con un bonito terreno y una tapia de ladrillo rojo con remate de piedra blanca rodeándolo todo. Había una reluciente limusina negra aparcada a un lado, bajo el pórtico para carruajes. Seguí un sendero de baldosas rojas que subía por dos terrazas, y un pálido vestigio de hombre con chaqué me hizo pasar a un amplio y silencioso vestíbulo con muebles antiguos oscuros y un retazo de jardín al final. Me condujo por allí y por otro pasillo en ángulo recto, y me hizo pasar amablemente a un estudio con paredes de madera, con una iluminación mortecina que luchaba contra el avance del crepúsculo. Se marchó, dejándome solo.

El extremo de la habitación era casi todo ventanales abiertos, por los que se veía un cielo cobrizo tras una línea de árboles inmóviles. Delante de los árboles, un aspersor oscilaba lentamente en un césped aterciopelado que ya estaba oscuro. Había grandes óleos borrosos, un enorme escritorio negro con libros en un extremo, muchas butacas mullidas, una alfombra gruesa y blanda que iba de pared a pared. Había un leve olor a cigarros de calidad, y por debajo cierto aroma a flores de jardín y tierra mojada. Se abrió la puerta y entró un hombre más o menos joven con quevedos que me hizo un ligero saludo formal con la cabeza, miró vagamente a su alrededor y dijo que el señor Dorr estaría allí dentro de un momento. Se marchó y yo encendí un cigarrillo.

Al cabo de un rato la puerta se abrió de nuevo y entró Beasley, que pasó a mi lado con una sonrisa y se sentó justo delante de los ventanales. Después entró Dorr y, detrás de él, la señorita Glenn.

Dorr traía su gato negro en los brazos y dos bonitos arañazos rojos, brillantes de colodión, en la mejilla derecha. La señorita Glenn llevaba la misma ropa con la que yo la había visto por la mañana. Parecía sombría, agotada y deprimida, y pasó junto a mí como si no me hubiera visto nunca.

Dorr se estrujó para meterse en el sillón de respaldo alto que había tras el escritorio y colocó al gato delante de él. El gato caminó hasta un extremo del escritorio y empezó a lamerse el pecho con un movimiento largo, amplio y concienzudo.

—Bueno, aquí estamos —dijo Dorr con una risita complacida.

El hombre del chaqué entró con una bandeja de cócteles, los fue pasando y dejó la bandeja con la coctelera en una mesita al lado de la señorita Glenn. Volvió a salir, cerrando la puerta como si tuviera miedo de romperla.

Todos bebimos con actitud muy solemne.

—Estamos aquí todos menos dos —dije yo—. Creo que hay quórum.

—¿Cómo es eso? —inquirió Dorr, cortante, ladeando la cabeza.

—Lou Harger está en el depósito —dije— y Canales está huyendo de la policía. Por lo demás, estamos todos aquí. Todas las partes interesadas.

La señorita Glenn hizo un movimiento brusco, se relajó al instante y pellizcó el brazo de su butaca.

Dorr tomó dos tragos de su cóctel, dejó el vaso a un lado y cruzó sus pulcras manitas sobre el escritorio. Puso una cara un poco siniestra.

—El dinero —repuso fríamente—. Me haré cargo de él ahora.

—Ni ahora ni en ningún otro momento —dije—. No lo he traído.

Dorr me miró y su cara se puso un poco roja. Yo escruté a Beasley. Beasley tenía un cigarrillo en la boca, las manos en los bolsillos y la cabeza apoyada en el respaldo de su butaca. Parecía medio dormido.

—Se niega, ¿eh? —dijo Dorr con suavidad, meditabundo.

—Sí —confirmé con mal humor—. Mientras lo tenga, estoy bastante a salvo. Le salió mal la jugada cuando me dejó que le echara las zarpas al dinero. Sería un idiota si no aprovechara la ventaja que eso me da.

—¿A salvo? —dijo Dorr con una entonación suave pero siniestra.

Me reí.

—No a salvo de una falsa acusación —dije—, pero la última no ha salido demasiado bien… No a salvo de que me vuelvan a llevar a punta de pistola. Aunque también eso va a ser más difícil la próxima vez… Pero sí bastante a salvo de que me peguen un tiro por la espalda y usted demande a mis herederos por el dinero.

Dorr acarició al gato y me miró por debajo de las cejas.

—Vamos a aclarar un par de cosas más importantes —dije—. ¿Quién carga con la culpa por lo de Lou Harger?

—¿Qué le hace pensar que no carga usted? —preguntó Dorr en tono desagradable.

—Mi coartada ha quedado niquelada. No sabía lo buena que era hasta que supe con cuánta precisión se podía determinar la hora de la muerte de Lou. Ahora estoy limpio… independientemente de quién entregue qué pistola con qué cuento de hadas… Y los muchachos que enviaron a cargarse mi coartada han tenido algunos problemas.

—¿Ah, sí? —dijo Dorr sin ninguna emoción aparente.

—Un matón llamado Andrews y un mexicano que se hace llamar Luis Cadena. Seguro que ha oído hablar de ellos.

—No conozco a esas personas —replicó Dorr, tajante.

—Entonces no le molestará saber que Andrews está bien muerto y que la policía tiene a Cadena.

—Desde luego que no —dijo Dorr—. Eran hombres de Canales. Canales hizo matar a Harger.

—¿Así que esa es su nueva idea? —ironicé—. Pues me parece un asco.

Me incliné y deslicé mi vaso vacío bajo mi butaca. La señorita Glenn volvió la cabeza hacia mí y habló en tono muy serio, como si fuera muy importante para el futuro de la especie que yo creyera lo que ella decía.

—Claro que sí. Claro que Canales hizo matar a Lou… Al menos, lo mataron los hombres que él envió detrás de nosotros.

Asentí educadamente.

—¿Por qué? ¿Por un paquete de dinero que no se llevaron? No lo habrían matado. Se lo habrían llevado, se los habrían llevado a los dos. Usted arregló ese asesinato, y el truco del taxi fue para despistarme a mí, no para engañar a los muchachos de Canales.

Ella hizo un gesto rápido con la mano. Sus ojos resplandecían. Yo continué:

—No fui muy listo, pero no había contado con algo tan rebuscado. ¿A quién se le iba a ocurrir? Canales no tenía motivos para matar a Lou, a menos que así recuperara el dinero que le habían timado. Suponiendo que se diera cuenta tan pronto de que le habían timado.

Dorr se estaba lamiendo los labios, le temblaban las papadas y nos miraba a los dos con los ojillos entrecerrados. La señorita Glenn dijo con tristeza:

—Lou conocía todo el apaño. Lo planeó con el croupier, Pina. Pina quería algo de dinero para largarse, quería marcharse a La Habana. Claro que Canales se habría dado cuenta, pero no tan pronto, si yo no me hubiera puesto ruidosa y desagradable. Yo hice que mataran a Lou… pero no como usted dice.

Dejé caer un par de centímetros de ceniza de un cigarrillo que había olvidado que tenía.

—Muy bien —dije—. Canales carga con el muerto… y supongo que ustedes dos, par de tramposos, creen que eso es lo único que me importa… ¿Dónde pensaba estar Lou cuando Canales descubriera por fin que se la habían jugado?

—Pensaba estar lejos —aclaró la señorita Glenn sin entonación—. Muy lejos, lejísimos. Y yo iba a estar con él.

—¡Y un cuerno! —exclamé yo—. Parece que se le olvida que yo sé por qué mataron a Lou.

Beasley se enderezó en su butaca y movió la mano derecha con bastante delicadeza hacia su hombro izquierdo.

—¿Le está molestando este listillo, jefe?

—Todavía no —dijo Dorr—. Déjale que desvaríe.

Me moví para estar un poco más de frente a Beasley. Fuera, el cielo se había oscurecido y el aspersor se había parado. Una sensación de humedad entró poco a poco en la habitación. Dorr abrió una caja de madera de cedro, se metió en la boca un largo cigarro pardo y mordió la punta con un chasquido seco de sus dientes postizos. Se oyó el ruido áspero de una cerilla rascada, y después el lento y más bien trabajoso sonido de su aliento chupando el cigarro.

Habló despacio, a través de una nube de humo:

—Olvidemos todo esto y hagamos un trato acerca del dinero… Manny Tinnen se ha ahorcado en su celda esta tarde.

La señorita Glenn se puso en pie de golpe, dejando caer los brazos rectos a los costados. Después volvió a hundirse despacio en la butaca y se quedó sentada e inmóvil.

—¿Alguien le ha ayudado? —inquirí yo. Después hice un movimiento brusco y repentino… y me quedé quieto.

Beasley me dirigió una rápida mirada, pero yo no estaba observando a Beasley. Había una sombra fuera de uno de los ventanales, una sombra más clara que el césped oscuro y los árboles aún más oscuros. Sonó un plop hueco, amargo, como una tos; y flotó una fina nubecilla de humo blanquecino en el ventanal.

Beasley sufrió una sacudida, se puso en pie a medias y después cayó de cara con un brazo doblado bajo el cuerpo.

Canales entró a través del ventanal, pasó junto al cuerpo de Beasley, dio tres pasos más y se quedó plantado en silencio, con una pistola larga, negra, de pequeño calibre en la mano, con el tubo más grande de un silenciador reluciendo en su extremo.

—Todos muy quietos —advirtió—. Soy buen tirador… incluso con este fusil para elefantes.

Tenía la cara tan blanca que se veía casi luminosa. Sus ojos oscuros eran todo iris gris humo, sin pupilas.

—El sonido se transmite muy bien de noche por las ventanas abiertas —dijo sin entonación.

Dorr puso las dos manos sobre el escritorio y empezó a dar palmaditas. El gato negro agachó mucho el cuerpo, se bajó del extremo del escritorio y se metió debajo de una butaca. La señorita Glenn volvió la cabeza hacia Canales muy despacio, como si la moviera una especie de mecanismo.

—Puede que tengas un timbre en ese escritorio —dijo Canales—. Si se abre la puerta, disparo. Será un enorme placer ver salir la sangre de tu grasiento cuello.

Moví cinco centímetros los dedos de la mano derecha sobre el brazo de mi butaca. La pistola con silenciador se volvió hacia mí y yo dejé de mover los dedos. Canales sonrió muy brevemente bajo su anguloso bigote.

—Eres un sabueso listo —comentó—. Creía que te tenía bien calado. Pero hay cosas en ti que me gustan.

No dije nada. Canales volvió a mirar a Dorr. Habló con mucha precisión.

—Tu organización me ha estado sangrando durante mucho tiempo. Pero esto es otra cosa muy distinta. Anoche me estafaron algo de dinero. Pero eso también es trivial. Se me busca por el asesinato de ese Harger. A un hombre llamado Cadena le han obligado a confesar que yo lo contraté… Eso es ya demasiado abuso.

Dorr se balanceó suavemente sobre su escritorio, apoyó con firmeza los codos en el tablero, se tapó la cara con sus manitas y empezó a temblar. Su cigarro estaba humeando en el suelo.

—Me gustaría recuperar mi dinero —dijo Canales—. Y me gustaría librarme de esta acusación… Pero lo que más me gustaría sería que dijeras algo… para poder pegarte un tiro con la boca abierta y ver cómo sale la sangre por ella.

El cuerpo de Beasley se agitó sobre la alfombra. Sus manos se engarfiaron un poco. Los ojos de Dorr eran una pura agonía intentando no mirarlo. A esas alturas, Canales estaba arrebatado y ciego con su actuación. Yo moví los dedos un poco más sobre el brazo de mi butaca. Pero me quedaba mucho camino.

—Pina me lo ha contado —dijo Canales—. Yo me encargué de ello. Tú mataste a Harger. Porque era un testigo secreto contra Manny Tinnen. El fiscal del distrito guardó el secreto, y este sabueso de aquí también lo guardó. Pero Harger no fue capaz de callárselo. Se lo contó a su chica… y la chica te lo contó a ti… Y se organizó el asesinato de manera que las sospechas cayeran sobre mí, al haber un motivo. Primero sobre el sabueso, pero si eso no funcionaba, sobre mí.

Hubo un silencio. Yo quería decir algo, pero no me salía nada. Me parecía que nadie, excepto Canales, iba a decir nada nunca.

—Lo arreglaste con Pina —añadió Canales— para dejar que Harger y su chica ganaran mi dinero. No fue difícil… porque yo no juego con ruedas trucadas.

Dorr había dejado de temblar. Su cara se alzó, blanca como una piedra, y se volvió hacia Canales despacio, como la cara de un hombre que está punto de tener un ataque de epilepsia. Beasley se había incorporado sobre un codo. Tenía los ojos casi cerrados, pero su mano iba subiendo trabajosamente con un revólver.

Canales se inclinó hacia delante y empezó a sonreír. El dedo del gatillo se le puso blanco en el momento exacto en que la pistola de Beasley empezó a palpitar y rugir.

Canales arqueó la espalda hasta que su cuerpo fue una curva rígida. Cayó con fuerza hacia delante, chocó contra el borde del escritorio y se deslizó hasta el suelo, sin levantar las manos.

Beasley soltó su pistola y volvió a caer de bruces. Se le ablandó el cuerpo y sus dedos se movieron espasmódicamente y después quedaron inmóviles.

Conseguí que mis piernas se movieran, me puse en pie y le di una patada a la pistola de Canales, lanzándola bajo el escritorio… lo cual no tenía sentido. Al hacerlo vi que Canales había disparado al menos una vez, porque Frank Dorr no tenía ojo derecho.

Estaba sentado inmóvil y silencioso, con la barbilla sobre el pecho y un bonito toque de melancolía en la parte buena de la cara.

La puerta de la habitación se abrió y el secretario de los quevedos entró con los ojos desorbitados. Retrocedió tambaleándose y chocó con la puerta, cerrándola. Pude oír su rápida respiración desde el otro extremo de la estancia.

—¿Algo… algo va mal? —dijo sofocando un grito.

Aquello me pareció muy gracioso, incluso en aquel momento. Después me di cuenta de que debía de ser corto de vista y, desde donde él estaba, Frank Dorr parecía bastante natural. El resto tal vez fuera pura rutina para los empleados de Dorr.

—Sí —respondí yo—, pero nosotros nos ocupamos de ello. Quédese fuera.

—Sí, señor —dijo, y volvió a salir. Aquello me sorprendió tanto que me quedé boquiabierto. Crucé la habitación y me incliné sobre el canoso Beasley. Estaba inconsciente, pero tenía buen pulso. Sangraba por un costado, lentamente.

La señorita Glenn se había puesto en pie y parecía casi tan drogada como había parecido Canales. Me hablaba muy deprisa, con voz quebradiza y muy clara.

—Yo no sabía que iban a matar a Lou, pero de todas maneras no habría podido hacer nada. Me quemaron con un hierro de marcar… solo como muestra de lo que me harían. ¡Mira!

Miré. Se rasgó el vestido por delante y tenía una quemadura horrible casi entre los dos pechos.

—Muy bien, hermana —acepté—. Eso es muy mala medicina. Pero ahora necesitamos unos cuantos policías y una ambulancia para Beasley.

Pasé junto a ella hacia el teléfono, y aparté su mano de mi brazo cuando ella me agarró. Siguió hablando a mi espalda con voz frágil y desesperada.

—Pensé que solo iban a quitar a Lou de en medio hasta después del juicio. Pero lo arrastraron fuera del taxi y lo mataron sin decir una palabra. Después, el pequeño llevó el taxi a la ciudad y el grande me llevó a mí a las colinas, a una cabaña. Dorr estaba allí. Me dijo cómo había que tenderte la trampa. Me prometió el dinero si les seguía el juego, y torturarme hasta morir si les fallaba.

Se me ocurrió que estaba dando demasiado la espalda a la gente. Me volví, cogí el teléfono aún colgado y puse mi pistola sobre el escritorio.

—¡Escucha! ¡Dame una oportunidad! —dijo ella, enloquecida—. Dorr lo arregló todo con Pina, el croupier. Pina era de la banda que llevó a Shannon adonde pudieran liquidarlo. Yo no…

—Sí, claro —la interrumpí—. Todo eso está muy bien. Tómatelo con calma.

La habitación, toda la casa, parecía muy silenciosa, como si hubiera un montón de gente agazapada detrás de la puerta, escuchando.

—No fue mala idea —dije, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Lou no era más que una ficha sin valor para Frank Dorr. El montaje que organizó nos dejaba a los dos fuera de juego como testigos. Pero era demasiado rebuscado, intervenía demasiada gente. Esos planes siempre te estallan en la cara.

—Lou se iba a marchar del estado —aseguró ella, agarrándose el vestido—. Tenía miedo. Pensaba que el truco de la ruleta era una especie de pago para él.

—Sí —dije.

Levanté el teléfono y pedí que me pusiera con la Jefatura de Policía.

La puerta de la habitación se abrió de nuevo y el secretario entró sin llamar con una pistola. Un chófer de uniforme venía detrás de él con otra pistola.

Hablé en voz muy alta por el teléfono:

—Aquí la casa de Frank Dorr. Ha habido una muerte…

El secretario y el chófer volvieron a salir rápidamente. Oí carreras en el pasillo. Colgué el teléfono, llamé a las oficinas del Telegram y pregunté por Von Ballin. Cuando terminé de darle el parte, la señorita Glenn había salido por el ventanal al jardín oscuro.

No la seguí. No me importaba mucho que se escapara.

Intenté hablar con Ohls, pero me dijeron que todavía se encontraba en Solano. Y para entonces, la noche estaba llena de sirenas.


Tuve algunos problemas, pero no muchos. Fenweather tenía mucha influencia. No salió toda la historia a la luz, pero sí lo suficiente para que los muchachos del ayuntamiento con trajes de doscientos dólares tuvieran que llevar el codo izquierdo delante de la cara durante algún tiempo.

A Pina lo detuvieron en Salt Lake City. Se descompuso e implicó a otros cuatro de la banda de Manny descompuso. Dos de ellos murieron al resistirse al arresto. A los otros dos les cayó cadena perpetua sin libertad condicional.

La señorita Glenn se escabulló limpiamente y no se volvió a saber de ella. Creo que eso es todo, excepto que tuve que entregar los veintidós mil al administrador público. Me dio doscientos dólares como honorarios y nueve dólares con veinte centavos por gastos de transporte. A veces me pregunto qué hizo con el resto.