Busquen a la chica

Aquel tipo grandote no tenía nada que ver conmigo. Ni antes ni después, pero mucho menos entonces.

Me encontraba en la Central, que es como el Harlem de Los Ángeles, en uno de esos bloques «mixtos», donde todavía coexistían establecimientos blancos y negros. Andaba buscando a un pequeño peluquero griego llamado Tom Aleidis, cuya mujer quería que regresara a casa y estaba dispuesta a gastar un poco de dinero para localizarlo. Era un trabajo tranquilo; Tom Aleidis no era un criminal.

Vi al grandote parado delante del Shamey’s, un bar no muy interesante para gente de color, con mesas de dados, situado en un segundo piso. Miraba el destrozado letrero luminoso como en una especie de trance, como podría mirar un inmigrante la estatua de la Libertad, como mira un hombre que ha esperado mucho y ha venido de muy lejos.

No era simplemente grande; era un gigante. Por lo menos mediría dos metros diez y llevaba las ropas más chillonas que yo había visto jamás en alguien de ese tamaño.

Pantalones marrones con vueltas, chaqueta grisácea de punto grueso, con bolas de billar blancas a manera de botones, zapatos de ante marrón con explosivas punteras de cabrito blanco, camisa castaña, corbata amarilla, clavel rojo en el ojal y un pañuelo de bolsillo del color de la bandera irlandesa, pulcramente plegado en tres puntas bajo el clavel rojo. Aun en la Central Avenue, que no es precisamente la calle más discreta del mundo en lo referente al vestir, aquel hombre, con su tamaño y su atuendo, pasaba tan inadvertido como una tarántula en un plato de natillas.

Se puso en movimiento y empujó las puertas batientes del Shamey’s. Las puertas no habían dejado aún de oscilar cuando se abrieron violentamente hacia fuera y algo salió despedido, yendo a caer en la cuneta con un chillido agudo y penetrante, como el de una rata herida. Era un joven de color con el pelo alisado y un traje de pinzas. Un mulato, del color del café con poca leche. Me refiero a su cara.

Seguía sin ser asunto mío. Miré cómo el muchacho de color se alejaba arrastrándose, pegado a la pared. No ocurrió nada más. Y entonces, metí la pata.

Avancé por la acera y me acerqué lo justo para poder empujar la puerta de batientes. Solo un poquito, lo suficiente para echar un vistazo. Fue demasiado.

Una mano en la que habría podido sentarme me agarró del hombro, haciéndome bastante daño, y me hizo atravesar la puerta en volandas y subir tres escalones.

Una voz suave y profunda me dijo al oído, en tono tranquilo:

—Esto está lleno de morenos, amigo. ¿Qué pasa aquí?

Intenté maniobrar lo suficiente para sacar mi porra. No llevaba pistola. No me había parecido que fuera necesaria para el asunto del pequeño peluquero griego.

Me agarró otra vez del hombro.

—Es esa clase de local —me apresuré a decir.

—No digas eso, amigo. Beulah trabajaba aquí. La pequeña Beulah.

—Entre y compruébelo.

Me subió otros tres escalones.

—Me siento bien —dijo—. No quiero que nadie me fastidie. Vamos a subir tú y yo, y puede que tomemos una copa.

—No le servirán —dije.

—Hace ocho años que no veo a Beulah, amigo —dijo en voz baja, haciéndome papilla el hombro sin darse cuenta—. Ni siquiera me escribió en los últimos seis. Pero tendría sus razones. Trabajaba aquí. Vamos a subir tú y yo.

—Está bien —dije—. Subiré contigo. Pero déjame andar, no me lleves. Estoy perfectamente. Me llamo Carmady y soy una persona mayor. Voy al cuarto de baño yo solito y todo. No me arrastres.

—La pequeña Beulah trabajaba aquí —dijo en voz baja.

No me estaba escuchando.

Subimos. Me dejó andar.

Más allá de la barra había una mesa de dados, unas cuantas mesitas y unos pocos clientes por aquí y por allá. La voz nasal que cantaba las jugadas calló al instante. Todo el mundo nos miraba, con ese silencio extraño y mortal de las razas ajenas.

Apoyado en la barra había un negro enorme en mangas de camisa, con ligas rosas en los brazos. Un exluchador al que habían golpeado con todo, excepto con un puente de hormigón. Se despegó con esfuerzo del borde de la barra y vino hacia nosotros, adoptando la posición suelta de un luchador en guardia.

Apoyó una manaza en el vistoso pecho del gigante. Parecía una viga.

—No se admiten blancos, hermano. Solo gente de color. Lo siento.

—¿Dónde está Beulah? —preguntó el gigante con su voz suave y profunda, que hacía juego con su enorme cara blanca y sus insondables ojos negros.

Al negro no le hizo ninguna gracia.

—No hay ninguna Beulah, hermano. Ni bebida, ni chicas, ni nada. Solo la puerta de salida, hermano, solo la puerta.

—Haz el favor de quitarme tu puta zarpa de encima —dijo el gigante.

El matón también metió la pata. Le pegó. Vi cómo bajaba el hombro y ponía en el golpe todo el peso de su cuerpo. Fue un buen golpe, limpiamente aplicado. El gigante ni siquiera se molestó en pararlo.

Meneó la cabeza y agarró al matón por el cuello. Era rápido para ser tan grande. El matón trató de meterle un rodillazo. El gigante le dio la vuelta, le hizo doblarse y le agarró del cinturón por detrás. El cinturón se rompió. Entonces el gigante apoyó la palma de la mano en la espalda del matón y lo empujó a través del estrecho local. El matón fue a estrellarse en la pared del fondo, con un golpetazo que tuvo que oírse en Denver. Luego resbaló poco a poco por la pared y quedó tendido e inmóvil.

—Bien —dijo el gigante—. Vamos a tomar una copa tú y yo.

Nos acercamos a la barra. El camarero pasó la bayeta a toda prisa. Los clientes se fueron escabullendo sin hacer ruido, de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres, y bajaron en completo silencio la escalera sin alfombrar y mal iluminada. Apenas se notaba el roce de sus pies.

—Whisky con limón —pidió el gigante.

Nos pusieron dos whiskies con limón.

—¿Sabes dónde está Beulah? —le preguntó el gigante al camarero como si tal cosa, mientras lamía las paredes de su vaso de whisky.

—¿Beulah, dice usted? —gimió el camarero—. Hace tiempo que no la veo por aquí. Sí, seguro, hace mucho que no viene.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Un año, más o menos. Sí, creo que un año. Sí, seguro, más o…

—¿Desde cuándo este garito es un nido de cucarachas?

—¿Cómo dice?

El gigante le enseñó un puño, aproximadamente del tamaño de un cubo.

—Cinco años, por lo menos —intervine—. Este chico no puede saber nada de una chica blanca llamada Beulah.

El gigante me miró como si yo acabara de salir de un cascarón. El whisky con limón no parecía haberle mejorado el carácter.

—¿Quién coño te ha pedido que metas las narices?

Sonreí. Procuré que la sonrisa fuera grande y amistosa.

—Soy el tipo que entró aquí contigo. ¿Recuerdas?

Me devolvió la sonrisa, una sonrisa blanca e insípida.

—Whisky con limón —le dijo al camarero—. Sacúdete las pulgas de los pantalones. A ver ese servicio.

El camarero se movió a toda prisa, odiándonos hasta con el blanco de los ojos.

A esas alturas, el local estaba vacío, a excepción de nosotros dos, el camarero y el matón caído junto a la pared del fondo.

El matón empezó a gemir y agitarse. Rodó por el suelo y empezó a arrastrarse despacio a lo largo del rodapié, como una mosca con una sola ala. El gigante no le prestó ninguna atención.

—No queda gran cosa del garito —se lamentó—. Había un escenario y una banda, y reservados muy bonitos para pasárselo bien. Beulah cantaba un poco. Era pelirroja, guapa a más no poder, íbamos a casarnos cuando me tendieron aquella trampa.

Teníamos ya delante de nosotros otros dos whiskies con limón.

—¿Qué trampa? —pregunté.

—¿Dónde crees que me he pasado estos ocho años de los que te hablo?

—En algún hotel de la cadena Rejas —dije.

—Exacto. —Sacó pecho y se señaló con un pulgar como un bate de béisbol—. Steve Skalla. El asunto del Great Bend de Kansas. Yo solito. Cuarenta de los grandes. Me pillaron aquí mismo. Yo fui el que… ¡Eh!

El matón había alcanzado una puerta en la parte del fondo y había caído al interior. Sonó un pestillo.

—¿Adónde da esa puerta? —preguntó el gigante.

—A… al despacho del señor Montgomery. Es el jefe. Tiene el despacho ahí al fondo…

—Puede que él sepa algo —dijo el gigante.

Se limpió la boca con el pañuelo, que parecía la bandera irlandesa, y volvió a doblarlo con cuidado en el bolsillo.

—Y más le vale no pasarse de listo. Otros dos whiskies con limón.

Atravesó el local hasta llegar a la puerta situada detrás de la mesa de dados. La cerradura se le resistió un instante y la arrancó junto con un buen pedazo de madera. Entró en la habitación y cerró la puerta.

Un completo silencio reinaba en el Shamey’s. Miré al camarero.

—Este tío es un bruto —dije rápidamente— y puede ponerse desagradable. Ya te habrás hecho una idea. Anda buscando a una antigua novia que trabajaba aquí cuando esto era un local para blancos. ¿Tienes algo de artillería ahí detrás?

—Pensé que usted venía con él —dijo el camarero con desconfianza.

—No he podido evitarlo. Me arrastró. No me apetecía que me lanzara por encima de una casa.

—Seguro que no. Tengo una escopeta —dijo el camarero, todavía receloso.

Empezó a agacharse detrás de la barra, pero se detuvo a mitad del movimiento, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

Se había oído un ruido seco al fondo del local, detrás de la puerta cerrada. Podría haber sido un portazo, como podría haber sido un disparo. Solo ese único sonido. No se oyó nada más.

El camarero y yo aguardamos una barbaridad de tiempo, preguntándonos qué podría haber sido aquel ruido. No nos gustaba pensar en las posibilidades.

Se abrió la puerta del fondo y por ella salió rápidamente el gigante, con un Colt 45 automático del ejército, que en su mano parecía un juguete.

Inspeccionó el local con una rápida mirada. Sonreía de un modo tenso. Tenía todo el aspecto de un hombre capaz de llevarse cuarenta de los grandes del banco de Great Bend él solito.

A pesar de su tamaño, se nos acercó con pasos rápidos, casi silenciosos.

—¡Arriba, negro!

El camarero se incorporó despacio, con la cara gris, levantando las manos vacías.

El gigante me cacheó y se apartó de nosotros.

—El señor Montgomery tampoco sabía dónde está Beulah —dijo en voz baja—. Me lo ha intentado explicar con esto. —Esgrimió el revólver—. Hasta luego, primos. No olvidéis pagar la bebida.

Desapareció escaleras abajo, muy deprisa y sin hacer ruido.

Salté la barra y cogí la escopeta recortada que había en un estante. No pretendía usarla contra Steve Skalla; aquel no era mi trabajo. Lo que quería era evitar que el camarero la usara contra mí. Fui hasta el fondo del local y entré por la puerta en cuestión.

El matón estaba tendido en el suelo de una antesala con un cuchillo en la mano. Estaba inconsciente. Le quité el cuchillo de la mano y pasé por encima de él, cruzando una puerta con el rótulo de «Oficina».

Allí estaba el señor Montgomery, detrás de un pequeño escritorio muy rayado, cerca de una ventana con las contraventanas medio cerradas. Estaba doblado, como un pañuelo o una bisagra.

A su derecha había un cajón abierto. De ahí debió de salir el revólver. El forro de papel del cajón olía a aceite.

No había sido una buena idea, pero ya nunca más tendría ideas mejores.

No ocurrió nada mientras aguardaba a la policía.

Cuando llegaron los agentes, el camarero y el matón se habían esfumado. Yo me había encerrado en la oficina con el señor Montgomery y la escopeta. Por si acaso.

El caso le tocó a Hiney. Era un teniente de mandíbula alargada, muy quejica y excesivamente lento, de manos largas y amarillentas que mantenía apoyadas en las rodillas mientras hablaba conmigo en su cuchitril de la Jefatura. Llevaba la camisa zurcida bajo las puntas del anticuado cuello duro. Parecía pobre, amargado y honrado.

Había transcurrido más de una hora. Para entonces ya lo sabían todo acerca de Steve Skalla gracias a sus propios ficheros. Hasta tenían una foto de diez años antes, en la que se le veía con menos cejas que una barra de pan. Lo único que no sabían era dónde estaba.

—Dos metros cinco, ciento veinte kilos —dijo Hiney—. Un tipo de ese tamaño no puede ir muy lejos, y menos con esa ropa tan chillona. Y yendo con prisas, no podrá comprar otra cosa. ¿Por qué no lo retuvo?

Le devolví la foto y me eché a reír.

Hiney me apuntó malhumorado con un dedo largo y amarillo.

—Carmady el sabueso, el tipo duro, ¿eh? Un machote de un metro ochenta, con una mandíbula en la que se pueden partir piedras. ¿Por qué no lo retuvo?

—Me están saliendo canas en las sienes —dije—. Y no tenía pistola, y él sí que tenía. El trabajo que me trajo aquí no es de los que exigen ir armado. Skalla, simplemente, me hizo acompañarle. A veces soy bastante simpático.

Hiney me fulminó con la mirada.

—Está bien —dije—. ¿Por qué tenemos que discutir? Hay que haber visto al fulano. Podría llevar un elefante en el bolsillo de la chaqueta. Y yo no sabía que iba a matar a nadie. Ya lo cogerán ustedes.

—Sí —dijo Hiney—. No será difícil. Pero no me gusta perder el tiempo con estos asesinatos de negros. Con eso no consigues fotos ni artículos. Ni siquiera tres líneas en la sección de anuncios. Qué demonios, una vez en la Ochenta y cuatro Este hubo cinco morenos…, cinco, fíjese bien…, que se hicieron picadillo unos a otros. Todos muertos. Carne fría. Y los de la prensa no se dignaron ni acercarse.

—Tengan cuidado al cogerlo —dije—, o les partirá la cabeza a unos cuantos de sus muchachos. Y entonces sí que van a salir en los papeles.

—¿Por qué me habrán colocado este caso? —se lamentó Hiney—. Bueno, a la mierda todo eso. He avisado por la radio. Lo único que puedo hacer es esperar sentado.

—Busque a la chica —dije—. A Beulah. Skalla la estará buscando. Eso es lo que le interesa, por ahí empezó todo. Búsquela.

—Búsquela usted —dijo Hiney—. Yo hace veinte años que no entro en una casa de putas.

—Supongo que yo me sentiría como en mi casa en una. ¿Cuánto me van a pagar?

—Joder, tío, los polis no contratan detectives privados. ¿Con qué van a pagar?

Lio un cigarrillo con tabaco de una lata. Ardió por un lado como un incendio forestal. En el cuchitril de al lado, un hombre gritaba furioso al teléfono. Hiney lio otro cigarrillo con más cuidado, lo lamió y lo encendió. Volvió a apoyar las manos en sus huesudas rodillas.

—Piense en la publicidad que conseguirá —dije—. Le apuesto veinticinco pavos a que encuentro a Beulah antes de que ustedes metan a Skalla entre rejas.

Se lo pensó un rato. Parecía que con cada calada al cigarrillo iba calculando su cuenta bancaria.

—Diez es lo máximo —dijo—. Y me la quedo yo.

Le miré fijamente.

—Yo no trabajo por tan poco dinero —dije—. Pero si consigo hacerlo en un día… y usted me deja en paz…, lo haré gratis, solo para demostrarle por qué lleva veinte años de teniente.

La broma le gustó tan poco como a mí la suya de la casa de putas. Pero nos dimos la mano para cerrar el trato.

Saqué mi viejo Chrysler deportivo del aparcamiento oficial y me dirigí de nuevo al distrito de la Central Avenue.

Como era de esperar, el Shamey’s estaba cerrado. Enfrente había aparcado un coche en el que un policía de paisano de lo más aparente leía un periódico con un solo ojo. No sé para qué se molestaba. Allí nadie sabía nada de Skalla.

Aparqué a la vuelta de la esquina y me metí en el vestíbulo oblicuo de un hotel para negros que se llamaba hotel Sans Souci. Dos hileras de sillas duras y desocupadas se miraban una a otra desde ambos lados de una estrecha alfombra de fibra. Detrás de un mostrador había un hombre calvo, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el tablero. Estaba dormido. Tenía puesta una corbata que debía de tener el nudo hecho desde 1880, sujeta con un alfiler con una piedra verde no tan grande como un cubo de basura. Su enorme mandíbula colgaba floja sobre la piedra, y tenía las manos morenas, suaves, pacíficas y limpias.

A la altura del codo, una chapa metálica grabada proclamaba: «Este hotel se encuentra bajo la protección de las Agencias Consolidadas Internacionales».

Cuando el hombre abrió un ojo, yo señalé el letrero y dije:

—Soy del DPH. Estoy de comprobación. ¿Algún problema?

DPH son las siglas del Departamento de Protección de Hoteles, que forma parte de una gran agencia que se encarga de buscar a la gente que paga con cheques sin fondos o que se larga por la escalera de incendios, dejando maletas de segunda mano llenas de ladrillos.

—Hermano —dijo en voz bien alta y sonora—, aquí no tenemos ningún problema. —Bajó la voz cuatro o cinco grados y añadió—: No aceptamos cheques.

Me apoyé en el mostrador, frente a sus manos cruzadas, e hice girar un cuarto de dólar sobre la madera rayada.

—¿Se ha enterado de lo que pasó en el Shamey’s esta mañana?

—Hermano, ya se me ha olvidado.

Tenía ya los dos ojos abiertos, y miraba la borrosa mancha de luz que formaba la moneda al girar.

—Liquidaron al patrón —dije—. A Montgomery. Le rompieron el cuello.

—Que el Señor se apiade de su alma, hermano. —Bajó de nuevo la voz—. ¿Policía?

—Privado. Una gestión confidencial. Y conozco a los hombres que saben guardar un secreto en cuanto los veo.

Me miró de arriba abajo y volvió a cerrar los ojos. Yo seguí dándole vueltas al cuarto de dólar. No pudo resistir la tentación de mirarlo.

—¿Quién ha sido? —preguntó en voz baja—. ¿Quién liquidó a Sam?

—Un tipo duro, recién salido de la cárcel, se cabreó porque no era un local para blancos. Antes lo era, ¿se acuerda?

No dijo nada. La moneda cayó de plano con un ligero repiqueteo y quedó inmóvil.

—Usted elige —dije—. Le leo un capítulo de la Biblia o le invito a una copa. ¿Qué prefiere?

—Hermano —dijo bien alto—, prefiero leer mi Biblia en la intimidad de mi familia. —Y se apresuró a añadir, con su voz profesional—: Pase a este lado del mostrador.

Pasé a su lado, saqué del bolsillo una botella de medio litro de bourbon de marca y se la pasé, oculto por el mostrador. Él escanció rápidamente dos vasos pequeños, olfateó el suyo con ademán de experto y se lo bebió de un trago.

—¿Qué quiere saber? —preguntó—. No hay ni una grieta en la acera que yo no conozca. Aunque tal vez haría mejor callándome. Este licor es cosa seria.

—¿Quién llevaba el Shamey’s antes de que fuera un local para gente de color?

Me miró sorprendido.

—Aquel pobre pecador se llamaba Shamey, hermano.

Solté un gruñido.

—No sé para qué me sirve el cerebro.

—Está muerto, hermano, el Señor se lo llevó. Murió en 1929. Un caso de alcohol metílico, hermano. Y eso que era del oficio. —Alzó la voz hasta el nivel sonoro—. Aquel mismo año, hermano, los ricos perdieron su fortuna y sus posesiones. —Bajó de nuevo la voz—. Yo no perdí ni un céntimo.

—Apuesto a que no. Sírvase un poco más. ¿Dejó algún pariente…, alguien que aún viva?

Se sirvió otro vasito y cerró la botella, apretando el corcho.

—Con dos me basta… antes de comer —dijo—. Se lo agradezco, hermano. Su método de acercamiento es un bálsamo para la dignidad humana —carraspeó—. Estaba casado. Mire en la guía de teléfonos.

No quiso quedarse con la botella, así que volví a guardármela en el bolsillo. Me estrechó la mano, cruzó las suyas una vez más sobre el mostrador y cerró los ojos.

Para él, el asunto había terminado.

Solo había un Shamey en la guía de teléfonos: Violet Lu Shamey, 1644 Cincuenta y cuatro Oeste. Invertí cinco centavos en una cabina. Al cabo de mucho rato, una voz aguardentosa respondió:

—¿Siií?… ¿Quién es?

—¿Es usted la señora Shamey cuyo marido dirigía un local en la Central Avenue… un local de diversión?

—¿Qué… qué? ¡Por Dios bendito! Mi marido lleva muerto siete años. ¿Quién ha dicho que es usted?

—El detective Carmady. Voy a ir a verla ahora mismo. Es importante.

—¿Quién… quién ha dicho?

Era una voz torpe, pastosa, ahogada.

La casa era de color pardo sucio, con un jardín de color pardo sucio delante. Una amplia zona pelada rodeaba una palmera de aspecto patético. En el porche había una sola mecedora.

Una brisa vespertina azotaba los tallos de las flores de Pascua, sin podar desde el año anterior, haciendo que golpearan contra la fachada. En el patio lateral, una hilera de prendas a medio lavar, rígidas y amarillentas, ondeaba en un tendedero de alambre oxidado.

Seguí conduciendo hasta un poco más allá de la casa, aparqué el deportivo en la acera de enfrente y retrocedí andando.

El timbre no funcionaba, así que llamé con los nudillos. Una mujer abrió la puerta, sonándose la nariz. Tenía el rostro alargado y amarillo, a cuyos lados crecía una mata de pelo enredado. El cuerpo parecía carecer de formas, envuelto en un albornoz de franela, de diseño y color muy pasados de moda. Era solo algo que la cubría. Tenía los dedos de los pies grandes, y las rotas zapatillas de hombre que calzaba los dejaban bien a la vista.

—¿La señora Shamey? —pregunté.

—¿Es usted el que…?

—Sí. Acabo de llamarla.

Me invitó a entrar con un gesto fatigado.

—Aún no he tenido tiempo de limpiar —se lamentó.

Nos sentamos en un par de mugrientas mecedoras de estilo misión californiana y nos miramos el uno al otro a través de un cuarto de estar en el que no había más que basura, a excepción de una radio nueva que canturreaba desde detrás de las tenues luces de su dial.

—Es la única compañía que tengo —dijo con una risita ahogada—. Bert no ha hecho nada, ¿verdad? No es normal que vengan aquí policías.

—¿Bert?

—Bert Shamey, señor. Mi marido.

Soltó otra risita y dio un par de pataditas en el suelo. Su risa tenía claras connotaciones alcohólicas. Parecía que aquel día no iba a poder librarme del tema.

—Era una broma —dijo—. Está muerto. Y le pido a Cristo que allá donde esté haya bastantes rubias baratas. Aquí abajo nunca se hartaba de ellas.

—Yo estaba pensando más bien en una pelirroja —dije.

—Supongo que tampoco le haría ascos a una de esas. —Me pareció que su mirada ya no estaba tan perdida—. Pero no me acuerdo de ninguna. ¿Alguna en especial?

—Sí, una chica llamada Beulah. No sé su apellido. Trabajaba en el club de la Central Avenue. Su familia me encargó que la buscara. Pero claro, ahora es un local para gente de color y los que lo llevan nunca han oído hablar de ella.

—Yo nunca estuve allí —chilló la mujer, con inesperada violencia—. ¿Cómo voy a conocerla?

—Era artista —dije—. Cantante. No hay posibilidad de que la conozca, ¿eh?

Se sonó otra vez la nariz con uno de los pañuelos más sucios que he visto en mi vida.

—Estoy resfriada —dijo.

—Pues ya sabe qué es lo mejor en esos casos.

Me dirigió una mirada rápida e inquisitiva.

—Se me ha terminado.

—A mí no.

—¡Cielos! —exclamó—. Usted no es un poli. Ningún poli me ha invitado jamás a una copa.

Saqué mi petaca de bourbon y la coloqué en equilibrio sobre la rodilla. Todavía estaba casi llena. El recepcionista del hotel Sans Souci no era ningún borrachín. Los ojos color de alga de la mujer saltaron hacia la botella. Se relamió los labios.

—Oiga, ese sí que es un whisky —suspiró—. No me importa quién pueda ser usted. Sujétela con cuidado, amigo.

Se incorporó y salió tambaleándose de la habitación para volver con dos vasos gruesos y muy sucios.

—Nada de mezclas —dijo—. Solo lo que usted ha traído.

Extendió los vasos.

Le serví un vaso que a mí me habría hecho flotar por encima de una tapia. Yo me puse algo menos. Se tragó el suyo como quien se toma una aspirina y miró la botella. Le serví otra copa, y se la llevó al sillón. Sus ojos castaños se habían oscurecido dos tonos.

—Entra de maravilla —dijo—. Apenas si se nota. ¿De qué estábamos hablando?

—De una pelirroja llamada Beulah, que trabajaba en el garito. ¿Se acuerda mejor ahora?

—Sí.

Se bebió la segunda copa. Yo me acerqué y dejé la botella en una mesita a su lado. No desaprovechó la ocasión.

—Agárrese a su asiento y no pise las culebras —dijo—. Se me ha ocurrido una idea.

Se levantó de su sillón, estornudó y casi se le cae el albornoz. Se lo cerró sobre el estómago de una palmada y me lanzó una mirada fría.

—No sea mirón —dijo amenazándome con un dedo.

Volvió a salir de la habitación, tropezando con la cadera en el marco de la puerta.

Empezaron a llegar toda clase de ruidos de la parte trasera de la casa. Me pareció distinguir una silla que volcaba y un cajón de mueble que caía al suelo tras haber tirado demasiado de él. Hubo más golpes, ruido de cosas revueltas y muchas palabrotas. Al cabo de un rato se oyó el suave chasquido de una cerradura y lo que me pareció el chirrido de la tapa de un baúl al levantarse. Más golpes y ruido de trastos. Creo que una bandeja cayó al suelo. Por fin, un gorjeo de satisfacción.

La mujer volvió a entrar en la salita, trayendo un paquete atado con una cinta rosa descolorida. Me lo tiró al regazo.

—Eche un vistazo, amigo, fotos…, recortes de prensa… Aunque aquellos golfos no salían en los periódicos más que cuando los detenían. Son gente del garito. Ay, Dios mío, eso es todo… todo lo que me queda. Ellos y los trajes viejos de Bert.

Se sentó y echó mano de nuevo al whisky.

Desaté la cinta y examiné un montón de fotos brillantes de gente en poses profesionales. No todos eran mujeres. Los hombres tenían cara de golfos e iban vestidos y arreglados como para las carreras. Había bailarines y cómicos de circuitos de tercera. Muy pocos de ellos habían llegado más allá de la calle Main. Las mujeres tenían bonitas piernas y las enseñaban mucho más de lo que le habría gustado a Will Hays; pero sus rostros eran tan vulgares como la chaqueta de un contable. Todos menos uno.

La excepción vestía un disfraz de Pierrot, al menos de la cintura para arriba. Bajo el gorro cónico blanco se veía una voluminosa mata de pelo que bien podría ser rojo. Los ojos estaban llenos de alegría. No voy a decir que su rostro fuera virginal; no entiendo tanto de caras. Pero no era como los demás. No lo habían tratado a patadas. Alguien había sido amable con aquel rostro. A lo mejor, solo una bestia parda como Steve Skalla, pero había sido amable. En aquellos ojos que reían todavía había esperanza.

Arrojé las demás fotos a un lado y acerqué aquella a la mujer de ojos vidriosos despatarrada en el sillón. Se la metí bajo las narices.

—Esta —dije—. ¿Quién es? ¿Qué fue de ella?

Se quedó mirando la foto como atontada y luego soltó una risita.

—Esa era la chica de Steve Skalla, amigo. Joder, se me ha olvidado cómo se llamaba.

—Beulah —dije—. Se llamaba Beulah.

Me miró por debajo de unas cejas teñidas y enredadas. No estaba tan borracha.

—¿Sí? —dijo—. ¿Y qué?

—¿Quién es Steve Skalla? —pregunté cortante.

—Un matón del garito, amigo. —Soltó otra risita—. Está en chirona.

—No, ya no —dije—. Está en la ciudad. Está libre. Le conozco. Acaba de llegar.

Su cara se hizo pedazos como un blanco de tiro al plato. Supe al instante quién había delatado a Skalla. Me eché a reír. Ya la tenía pillada. Porque ella lo sabía; de no ser así, no se habría hecho la olvidadiza acerca de Beulah. Era imposible que hubiera olvidado a Beulah. Nadie podría olvidarla.

Los ojos se le replegaron al fondo de la cabeza. Nos miramos a la cara. Intentó agarrar la foto.

Me eché hacia atrás y me la guardé en un bolsillo interior.

—Tómese otro trago —dije, pasándole la botella.

Se lo tomó saboreándolo, haciéndolo bajar poco a poco por la garganta, mientras miraba fijamente la alfombra descolorida.

—Sí —dijo en un susurro—. Yo le delaté, pero él nunca se enteró. Era dinero seguro, dinero seguro…

—Consígame a la chica —dije— y Skalla nunca sabrá nada por mí.

—Está aquí —dijo la mujer—. Canta por la radio. La oí una vez en la KLBL. Pero creo que se ha cambiado de nombre, no estoy segura.

Tuve otra corazonada.

—Sí que lo sabe —dije—. Todavía está usted exprimiéndola. Shamey no le dejó nada. ¿De qué vive? La está exprimiendo porque consiguió abrirse camino en el mundo, elevándose por encima de gente como usted y Skalla. ¿No es así?

—Dinero seguro —graznó—. Cien al mes, tan seguro como una pensión, sí.

La botella estaba otra vez en el suelo. De pronto, sin que nadie la tocara, cayó de lado. El whisky se derramó. Ella no se movió para impedirlo.

—¿Dónde está? —presioné—. ¿Cómo se llama ahora?

—No lo sé, amigo. Forma parte del trato. El dinero me llega en un cheque. No lo sé, de verdad.

—¡Y una mierda que no! —rugí—. Skalla…

Se puso en pie de un salto y empezó a chillarme.

—¡Fuera! ¡Váyase o llamo a la policía! ¡Fuera de aquí, so…!

—Vale, vale. —Extendí una mano para tranquilizarla—. Tómeselo con calma. No le diré nada a Skalla. Tómeselo con calma.

Volvió a sentarse lentamente y recogió la botella casi vacía. Al fin y al cabo, no había necesidad de montar una escena. Había otras maneras de encontrarla.

Ni siquiera me miró cuando me marché. Salí al reconfortante sol de otoño y me metí en el coche. Yo era un buen tipo, que se esforzaba por salir adelante. Sí, era un tío estupendo. Daba gusto conocerme. Era la clase de tipo que arranca a una vieja borracha y hecha polvo los secretos de su vida para ganar una apuesta de diez dólares.

Paré en la farmacia del barrio y me encerré en la cabina telefónica para llamar a Hiney.

—Escuche —le dije—. La viuda del hombre que llevaba el Shamey’s cuando Skalla trabajaba allí aún está viva. Skalla podría pasar a hacerle una visita, si es que se atreve.

Le di la dirección. Hiney habló con tono amargado.

—Ya casi lo tenemos. Un coche patrulla estuvo hablando con un cobrador de autobús de la calle Siete, que había visto a un tipo del mismo tamaño y con ropa parecida. El cobrador dice que se bajó en la esquina de la Tercera con Alejandría. Pretende meterse en alguna casa mientras los dueños están fuera. Así que le tenemos acorralado.

Le dije que aquello era estupendo.

La KLBL se encontraba en el extremo oeste de esa parte de la ciudad que conecta con Beverly Hills. Estaba instalada en un edificio plano de estuco, nada pretencioso, y en la esquina de la manzana había una gasolinera con forma de molino de viento holandés. El letrero de la gasolinera estaba formado por letras de neón que giraban en las aspas del molino.

Entré en una recepción de la planta baja, una de cuyas paredes era de cristal, a través del cual se veía un estudio vacío, con un escenario e hileras de asientos para el público. Había unas cuantas personas sentadas en la sala de recepción, procurando parecer magnéticas. La recepcionista rubia extraía bombones de una gran caja con unas uñas que tenían casi el color de la púrpura real.

Esperé media hora y por fin conseguí hablar con un tal señor Marineau, el director del estudio. El director de la emisora y el director de programas diarios estaban demasiado ocupados para recibirme. Marineau tenía un pequeño despacho insonorizado, detrás del órgano. Estaba empapelado con fotografías dedicadas.

Marineau era un hombre alto y atractivo, de aspecto un poco oriental, con labios rojos un poco demasiado carnosos, un bigotito sedoso, grandes y transparentes ojos castaños, pelo negro y lustroso con un ondulado que podía o no ser de peluquería, y dedos largos y pálidos, manchados de nicotina.

Leyó mi tarjeta mientras yo intentaba —sin éxito— localizar en su pared a mi chica Pierrot.

—Un detective privado, ¿eh? ¿Qué puedo hacer por usted?

Saqué la foto de mi Pierrot y la dejé sobre su hermoso papel secante de color pardo. Fue divertido ver cómo la miró. En su cara ocurrieron toda clase de cosas, aunque se esforzaba por que no se le notara nada. La suma total de todo ello era que conocía aquella cara y que la cara tenía cierta importancia para él. Alzó la mirada hacia mí, con la expresión de quien quiere regatear.

—No es muy reciente —dijo—, pero es bonita. No sé si podremos utilizarla o no. Eso son piernas, ¿eh?

—Tiene por lo menos ocho años —dije—. ¿Para qué usaría usted la fotografía?

—Para publicidad, claro. Ponemos un anuncio en la página de radio del periódico cada dos meses. Todavía somos una emisora modesta.

—¿Por qué?

—No me diga que no sabe quién es.

—Sé quién era —dije.

—Vivian Baring, naturalmente. La estrella del programa de Caramelos Jumbo. ¿No lo ha oído? Un serial de media hora, tres veces a la semana.

—Jamás había oído hablar de él —dije—. Para mí, un serial radiofónico es como la raíz cuadrada de nada.

Se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo, aunque ya tenía uno echando humo en el borde de su cenicero de cristal.

—Está bien —dijo en tono sarcástico—. Deje de ponerse grosero y vayamos al grano. ¿Qué es lo que quiere?

—Me gustaría saber su dirección.

—Como es natural, no se lo puedo decir. Y no la encontrará en ningún directorio ni guía de teléfonos. Lo siento.

Empezó a reunir papeles, pero de pronto vio el segundo cigarrillo y eso le hizo sentirse como un idiota, así que se echó hacia atrás de nuevo.

—Es un asunto urgente —dije—. Tengo que encontrar a la chica, y pronto. Pero no quiero que me tome por un chantajista.

Se relamió sus carnosos y rojísimos labios. No sé por qué me daba la impresión de que estaba satisfecho por algo.

Habló en voz baja.

—¿Quiere decir que sabe algo que podría perjudicar a la señorita Baring… y en consecuencia al programa?

—Siempre se puede reemplazar a una estrella de la radio, ¿no?

Se relamió los labios un poco más. Luego trató de poner cara de duro.

—Creo que algo me huele mal —dijo.

—Es su bigote, que se está quemando —dije yo.

No era el chiste más gracioso del mundo, pero sirvió para romper el hielo. Marineau se echó a reír e hizo aspavientos con las manos. Luego se inclinó hacia delante y se puso tan confidencial como un espía.

—Hemos enfocado mal todo esto —dijo—. Es evidente. Seguro que es usted un tío honrado. Tiene toda la pinta. Así que voy a complacerle.

Agarró un cuadernito con tapas de cuero, garabateó algo en una hoja, la arrancó y me la entregó.

Leí: «Avenida Flores Norte, 1737».

—Esa es su dirección —dijo—. No le puedo decir el número de teléfono sin su consentimiento. Y ahora, pórtese como un caballero. Es decir, si el asunto afecta a la emisora.

Me metí el papel en un bolsillo y me lo pensé un poco. El tío se había ganado mi voluntad, devolviéndome los pocos jirones de decencia que me quedaban. Metí la pata.

—¿Qué tal va el programa?

—Nos han prometido difusión estatal. Es una cosita sencilla y cotidiana, titulada «Una calle de nuestra ciudad», pero está muy bien hecha. Algún día, y no tardará mucho, asombrará al país entero. —Se pasó la mano por la estrecha frente blanca—. Por cierto, el guión lo escribe la propia señorita Baring.

—Ah —dije—. Bueno, ahí van los trapos sucios. Tuvo un novio que ha estado en la cárcel. Lo conoció en un tugurio de la Central Avenue donde ella actuaba hace años. El tipo ha salido libre y la anda buscando. Ha matado a un hombre… Eh, un momento.

No se había puesto blanco como un papel porque no tenía esa clase de piel, pero tenía muy mal aspecto.

—Espere un momento —dije—. No hay nada contra la chica, y a usted le consta. Es buena chica, no hay más que verle la cara. Podría aguantar un poco de mala publicidad si se llegara a saber todo. Pero eso no es nada. Fíjese cómo adornan todas las golferías que pasan en Hollywood.

—Eso cuesta dinero —dijo—. Somos una emisora pobre. Cancelarán la emisión estatal.

En su manera de actuar había algo vagamente deshonesto que me desconcertaba.

—Tonterías —dije, inclinándome hacia delante y dando palmadas sobre la mesa—. Lo importante es protegerla. Ese gorila, que se llama Steve Skalla, está enamorado de ella. Es un tipo capaz de hacer pedazos a una persona solo con las manos. A ella no le hará nada, pero si tiene un novio o un marido…

—No está casada —se apresuró a asegurar Marineau, mirando cómo subía y bajaba mi mano.

—… le retorcería el cuello. Eso la afectaría más. Skalla no sabe dónde está la chica, y tiene que esconderse de la policía, así que le resultará más difícil encontrarla. Lo mejor que podría usted hacer es recurrir a la policía, si tiene la suficiente influencia para evitar que se lo cuente todo a la prensa.

—No —dijo—. Nada de policía. Usted quiere el trabajo, ¿no?

—¿Cuándo necesitan aquí a la chica?

—Mañana por la noche. Hoy no tiene programa.

—La esconderé hasta entonces, si usted quiere —dije—. Es lo máximo que puedo hacer yo solo.

Cogió otra vez mi tarjeta, la leyó y la dejó caer en un cajón.

—Vaya ahora mismo y escóndala —me apremió—. Si no está en casa, espere allí hasta que llegue. Yo voy a convocar una reunión arriba, y después de eso ya veremos. ¡Dese prisa!

Me puse en pie.

—¿Quiere un anticipo? —preguntó.

—Eso puede esperar.

Asintió, hizo más aspavientos con las manos y cogió el teléfono.

El número de la Flores Avenue debía de caer cerca de las torres Sunset, en la otra punta de la ciudad. El tráfico era bastante denso, pero no había recorrido ni doce manzanas cuando me di cuenta de que un cupé azul, que había salido del aparcamiento del estudio detrás de mí, todavía seguía detrás mío.

Hice algunas maniobras que parecieran creíbles, y que bastaron para asegurarme de que me iba siguiendo. Había un solo hombre en el coche, y no era Skalla. La cabeza no sobresalía lo suficiente del volante.

Maniobré más y más rápido y me deshice de él. No sabía quién era y, por el momento, no tenía tiempo para pararme a averiguarlo.

Llegué a la Flores Avenue y aparqué mi deportivo junto a la acera.

Unas puertas de bronce servían de entrada a un bonito terreno en el que dos filas de casitas de un solo piso, con tejados inclinados de tejas curvas, producían un efecto un poco similar al de las casitas de campo inglesas que aparecen en los grabados antiguos. Muy poco similar.

El césped estaba casi demasiado bien cuidado. Había un sendero ancho y un estanque ovalado, con el borde de azulejos de colores y bancos de piedra a los lados. Un sitio agradable. El sol de la tarde formaba interesantes sombras en el césped, y de no haber sido por las bocinas, el lejano rumor del tráfico del bulevar Sunset podría haberse tomado por un zumbido de abejas.

El número que me habían dado correspondía a la última casita de la izquierda. Nadie respondió al timbre, que estaba instalado en medio de la puerta, para que tuvieras que preguntarte por dónde llegaba la corriente a donde tuviera que ir. Otro detalle encantador. Llamé una y otra vez, y por fin me senté a esperar en uno de los bancos de piedra que había junto al estanque.

Una mujer pasó delante de mí con paso rápido, no con prisa sino como si siempre anduviera igual de rápido. Era una morena delgada y angulosa, con un vestido de mezclilla de color naranja tostado y un sombrero negro que parecía el gorro de un paje. El vestido naranja tostado le sentaba como un tiro. Tenía una nariz de las que siempre se meten en todas partes, los labios apretados y un llavero en la mano.

Llegó hasta la puerta que yo vigilaba, la abrió y entró en la casa. No se parecía nada a Beulah.

Me acerqué otra vez y llamé al timbre. La puerta se abrió al instante. La mujer morena de rostro anguloso me miró de arriba abajo y preguntó:

—¿Sí?

—¿La señorita Baring? ¿Vivian Baring?

—¿Quién? —Su voz era como un picotazo.

—La señorita Baring, de la KLBL —dije—. Me han dicho que…

Se ruborizó muchísimo y casi se mordió los dientes con los labios.

—Si es una broma, no tiene ninguna gracia —dijo, empezando a acercar la puerta a mis narices.

—Me envía el señor Marineau —me apresuré a decir.

Aquello detuvo el movimiento de la puerta, que volvió a abrirse de par en par. La mujer tenía la boca tan fina como un papel de fumar. Más fina.

—Da la casualidad —dijo con mucha claridad— de que soy la esposa del señor Marineau. Y esta es la residencia del señor Marineau. No tenía idea de que esa… esa…

—Vivian Baring —dije, aunque no había sido la incertidumbre lo que le había impedido pronunciar el nombre, sino la rabia simple y pura.

—… de que esa señorita Baring —continuó, como si yo no hubiera dicho ni palabra— se hubiera mudado a vivir aquí. El señor Marineau debe de creerse muy gracioso hoy.

—Escuche, señora. Esto no es…

El portazo casi levantó una ola en el estanque del sendero. Me quedé un momento mirando la puerta, y después miré las otras casitas. Si teníamos público, este no se dejaba ver. Volví a llamar al timbre.

Esta vez, la puerta se abrió de golpe. La morena estaba lívida.

—¡Fuera de mi puerta! —chilló—. ¡Lárguese o hago que le echen!

—Espere un momento —gruñí—. Puede que le parezca una broma, pero la policía no se lo toma a broma.

Aquello la atrapó. Toda su expresión cambió, volviéndose más suave e interesada.

—¿La policía? —pio.

—Sí, es un asunto grave. Hay un asesinato por medio. Tengo que encontrar a esa señorita Baring. No es que haya sido ella, ya me entiende…

La morena me arrastró al interior de la casa, cerró la puerta y se apoyó en ella, jadeando.

—Cuénteme —dijo sin aliento—. Cuénteme. ¿Está esa pelirroja envuelta en un asesinato?

De pronto, se le abrió la boca y sus ojos saltaron hacia mí.

Le tapé la boca con una mano.

—¡Tómeselo con calma! —le rogué—. No se trata de su Dave. No han matado a Dave, señora.

—Oh. —Se libró de mi mano, dejó escapar un suspiro y puso cara de tonta—. No, claro. Por un momento pensé… Bueno, ¿a quién han matado?

—A nadie que usted conozca. Además, no puedo ir difundiendo ese tipo de cosas. Necesito la dirección de la señorita Baring. ¿La sabe usted?

No sé por qué razón iba a saberlo. Bueno, se me podría ocurrir una razón si me estrujaba lo bastante los sesos.

—Sí —dijo—. Sí que la sé. Ya lo creo que la sé. El listo de mi marido no sabe que lo sé. Ese listo no sabe tanto como se cree que sabe, el muy listo. Ese…

—Lo único que me interesa en este momento es la dirección —gruñí—. Y tengo un poco de prisa, señora Marineau. En otro momento… —Le dirigí una mirada significativa— me encantará hablar con usted.

—Es en la calle Heather —dijo—. No sé el número, pero he estado allí. Bueno, he pasado por allí. Es una calle corta, con solo cuatro o cinco casas, y solo una de ellas está en la cuesta. —Hizo una pausa y añadió—: No creo que la casa tenga número. La calle Heather está en lo alto del paseo Beachwood.

—¿Tiene teléfono?

—Claro que sí, pero no viene en la guía. Muy propio de ella. Es lo que hacen todas esas… Si yo lo supiera…

—Ya —dije—. La llamaría y le arrancaría la oreja de un mordisco. Bueno, le estoy muy agradecido, señora Marineau. Naturalmente, esto es confidencial. Y quiero decir confidencial.

—¡Oh, naturalmente!

Ella quería seguir hablando, pero yo la hice a un lado, salí de la casa y bajé por el sendero empedrado. Durante todo el camino pude sentir sus ojos fijos en mí, de modo que no me reí.

El mocito de las manos inquietas y los labios rojos y carnosos creía haber tenido una idea estupenda. Me había dado la primera dirección que le vino a la cabeza, la suya propia. Seguramente pensó que su mujer estaría fuera, no lo sé. Por muchas vueltas que le di, me seguía pareciendo una soberana estupidez, a menos que quisiera ganar tiempo desesperadamente.

Me puse a pensar por qué querría ganar tiempo y me descuidé. No vi el cupé azul aparcado en doble fila, casi en la entrada, hasta que vi salir al hombre de detrás del coche.

Llevaba una pistola en la mano.

Era un tipo grande, pero no del tamaño de Skalla, ni mucho menos. Hizo un ruido con la boca y extendió la mano izquierda. Algo brilló en ella. Lo mismo podría haber sido un trozo de lata que una placa de policía.

Había coches aparcados a ambos lados de la Flores Avenue. Debería haber habido por lo menos media docena de personas por allí cerca. Pero no había nadie más que yo y el grandullón de la pistola.

Se acercó más, haciendo ruidos tranquilizadores con la boca.

—Detenido —dijo—. Métase en mi coche y conduzca como un buen chico.

Tenía una voz baja y ronca, como la de un gallo extenuado intentando cantar.

—¿Está usted solo?

—Sí, pero tengo la pistola —susurró—. Pórtese bien y estará tan seguro como la mujer barbuda en un congreso de la Legión Americana. Más seguro.

Caminó a mi alrededor despacio, con cautela. Entonces pude ver bien la cosa metálica.

—Es una insignia especial —dije—. Tiene tanto derecho a detenerme como yo a detenerle a usted.

—Al coche, pesado. Y sé bueno o esparzo tus tripas por la calle. Tengo órdenes. —Empezó a cachearme con cuidado—. Anda, si no llevas pistola.

—¡Corta ya! —gruñí—. ¿Crees que si la llevara habrías podido cogerme?

Caminé hasta su cupé azul y me senté al volante. El motor estaba en marcha. Él se sentó a mi lado, me clavó la pistola en un costado y echamos a rodar colina abajo.

—Tuerce al oeste en Santa Mónica —susurró—. Luego sube por el paseo Canyon hasta Sunset. Donde el paseo de caballos.

Torcí al oeste en Santa Mónica, dejamos atrás la parte baja de Holloway y pasamos por una serie de vertederos y algunos almacenes. A partir de Donehey, la calle se ensanchaba y se convertía en un bulevar. Dejé que el coche corriera un poco para probarlo. Me dijo que no hiciera eso. Torcí al norte en Sunset y luego otra vez al oeste. Se iban encendiendo luces en las mansiones de las laderas. El aire del atardecer estaba lleno de música de radio.

Reduje la velocidad y le eché un buen vistazo al tipo antes de que oscureciera más. Ya me había fijado en sus cejas en Flores, a pesar de que llevaba el sombrero metido hasta el fondo, pero quería estar seguro, así que miré otra vez. Era verdad, eran cejas.

Eran casi tan homogéneas, tan perfectamente negras y tan anchas como una tira de felpa negra de un centímetro y medio, pegada a su carota entre los ojos y la nariz. No había ningún hueco en medio. Tenía una nariz larga y granulosa, que se había asomado a demasiadas cervezas.

—Bub McCord —dije—. Expolicía. Así que ahora te dedicas a los raptos. Esta vez irás a parar a Folsom, nene.

—A callar.

Parecía dolido, y se recostó en el rincón. A Bub McCord le habían pillado en un lío de soborno y había cumplido tres años en San Quintín. La próxima vez iría a la prisión para reincidentes, que en nuestro estado es Folsom.

Se apoyó la pistola en la cadera izquierda y recostó su gruesa espalda en la puerta. Dejé el coche a su aire y no pareció importarle. Era una hora intermedia, después de la salida de las oficinas y antes de que surgieran los noctámbulos.

—Esto no es un rapto —se lamentó—. No queremos líos. No creerías que ibas a poder meterte con una organización como la KLBL con un chantaje de tres al cuarto sin que te ocurriera nada. No es razonable. —Escupió por la ventanilla sin girar la cabeza—. Sigue rodando, amigo.

—¿Qué chantaje?

—No lo sabes, ¿verdad? Eres solo un mirón que pasaba por allí y metió la cabeza en el lazo corredizo, ¿no? Ese eres tú, inocente como un niño.

—Así que trabajas para Marineau. Eso es todo lo que quería saber. Claro que ya lo sabía. Te despisté, pero volviste a aparecer.

—Fue un buen trabajo… pero sigue rodando. Sí, tuve que llamar. Te pillé de milagro.

—¿Adónde vamos ahora?

—Tengo que cuidar de ti hasta las nueve y media. Después, iremos a un sitio.

—¿A qué sitio?

—Aún no son las nueve y media. Eh, no te quedes dormido en las curvas.

—Conduce tú, si no te gusta como lo hago.

Me clavó el cañón de la pistola. Me hizo daño. Hice un viraje brusco y lo mandé de vuelta a su rincón, pero siguió con la pistola bien agarrada. Alguien nos gritó algo desde un jardín.

Entonces vi un semáforo en rojo parpadeando delante de nosotros y un sedán que se lo saltaba. A través de la ventanilla trasera del sedán se veían dos gorras de plato, una junto a otra.

—Te vas a cansar de sostener esa pistola —le dije a McCord—. Y de todas formas, no te ibas a atrever a usarla. Eres blando. No hay nada tan blando como un poli al que le han quitado la placa. No es más que un pringado. Blando.

Aún no estábamos cerca del sedán, pero yo quería atraer la atención de McCord. Lo conseguí. Me atizó en la cabeza, agarró el volante y pisó el freno. El coche se paró. Sacudí la cabeza, atontado. Para cuando recuperé el sentido, él ya se había apartado de mí, situándose en su rincón.

—La próxima vez —dijo suavemente, a pesar de su ronquera— te tiro a dormir al asiento de atrás. Inténtalo y verás, inténtalo. Y ahora, conduce y métete tus gracias donde te quepan.

Seguí conduciendo, entre el seto que bordeaba el paseo de caballos y la amplia avenida arbolada que discurría al otro lado del encintado. Los polis del sedán avanzaban despacio, como adormilados, escuchando la radio con media oreja mientras charlaban de esto y de lo otro. Casi podía oírlos dentro de mi cabeza, me imaginaba la clase de cosas que estarían diciendo.

—Además —gruñó McCord—, no necesito una pistola para tenerte controlado. Aún no he encontrado un tipo al que no pueda manejar sin necesidad de pistola.

—Yo he visto uno esta mañana —dije, y empecé a hablarle de Steve Skalla.

Brilló otro semáforo en rojo. El sedán de delante parecía dispuesto a detenerse. McCord encendió un cigarrillo con la mano izquierda, inclinando un poco la cabeza.

Seguí contándole lo de Skalla y el matón del Shamey’s.

De pronto pisé a fondo el acelerador.

El cochecito saltó hacia delante sin un estremecimiento. McCord me apuntó con su pistola. Yo giré el volante con fuerza hacia la derecha y grité:

—¡Agárrate, que chocamos!

Chocamos con el coche patrulla, pegándole junto al guardabarros trasero izquierdo. El coche bailó un vals sobre una sola rueda, o eso me pareció, y de su interior surgió un torrente de palabrotas. Perdió la dirección, se oyeron chirridos de neumáticos y crujidos de metal, se le hizo pedazos la luz de posición y seguramente se le abolló el depósito.

El pequeño cupé se sentó sobre sus ruedas traseras y tembló como un conejo asustado.

McCord tenía ganas de partirme en dos. El cañón de su pistola estaba a unos centímetros de mis costillas. Pero en realidad no era un tipo duro. Era solo un poli caído en desgracia, que había cumplido condena y se había conseguido un trabajo de poca monta, y que estaba llevando a cabo una misión que no entendía.

Abrió de golpe la puerta derecha y salió del coche.

Uno de los policías había salido también y se encontraba ya a mi lado. Me encogí bajo el volante. La luz de una linterna iluminó la copa de mi sombrero.

No dio resultado. Unos pasos se acercaron y la luz me dio en la cara.

—Salga de ahí —rugió una voz—. ¿Qué se ha creído que es esto? ¿Una pista de carreras?

Salí con aire sumiso. McCord se había agazapado en alguna parte detrás del coche y no se le veía.

—Deje que le huela el aliento.

Le dejé que me oliera el aliento.

—Whisky —dijo—. Lo que me figuraba. Andando, nene.

Me empujó con la linterna. Eché a andar.

El otro policía estaba intentando desenganchar el sedán del cupé. Maldecía sin parar, pero estaba muy ocupado con sus propios problemas.

—Usted no anda como un borracho —dijo el mío—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Le fallaron los frenos?

El otro policía había conseguido separar los parachoques y volvió a sentarse al volante.

Me quité el sombrero e incliné la cabeza.

—Tuvimos una discusión —dije—. Me pegaron y me quedé atontado un momento.

McCord metió la pata. Al oír aquello, echó a correr. Cruzó la avenida, saltó la valla y se agachó. Oí sus pisadas sobre el césped.

Había llegado mi momento.

—¡Era un atraco! —le grité al policía que me interrogaba—. ¡Tenía miedo de decírselo!

—¡Anda la leche! —gritó, desenfundando su revólver—. ¿Por qué no lo dijo antes? —Echó a correr hacia la valla, mientras le chillaba al poli del coche—: ¡Rodea la colina! ¡Hay que cogerlo!

Saltó la valla. Se oyeron gruñidos y más pisadas sobre el césped. Un coche frenó a media manzana de distancia y un hombre empezó a apearse de él, pero se quedó con el pie en el estribo. Apenas se le veía, detrás de sus faros mortecinos.

El poli del coche patrulla embistió contra el seto que bordeaba el paseo de caballos, dio marcha atrás violentamente y salió disparado con la sirena a todo volumen.

Yo me metí de un salto en el cupé de McCord y lo puse en marcha.

Se oyó un tiro a lo lejos, luego dos tiros más y un grito. La sirena dejó de oírse al doblar una esquina, pero enseguida volvió a sonar.

Puse el cupé a toda máquina y salí del barrio. Muy lejos, hacia el norte, se seguía oyendo el aullido solitario de una sirena entre las colinas.

Abandoné el cupé a media manzana de Wilshire y tomé un taxi delante del Beverly-Wilshire. Sabía que podían seguirme la pista, pero eso no importaba. Lo que importaba era lo que tardaran en hacerlo.

Llamé a Hiney desde un bar de copas de Hollywood. Todavía seguía con el caso y continuaba igual de amargado.

—¿Alguna noticia de Skalla?

—Escuche —dijo con mal humor—. ¿Ha ido a hablar con la mujer de ese Shamey? ¿Dónde está?

—Claro que he ido —dije—. Y estoy en Chicago.

—Más vale que vuelva a casa. ¿Para qué ha ido a verla?

—Porque pensé que podría conocer a Beulah, naturalmente. Y la conocía. ¿Quiere subir un poquito la apuesta?

—Déjese de bromas. Está muerta.

—Skalla… —empecé a decir.

—Eso es lo gracioso —gruñó—. Skalla estuvo allí. Una vieja cotilla que vive al lado le vio. Pero el cadáver no tiene ni una marca. Murió de muerte natural. He estado muy liado aquí y no he podido acercarme a verla.

—Ya sé lo ocupado que está —dije con lo que me pareció una voz muerta.

—Sí. Bueno, qué demonios, el doctor aún no sabe de qué murió.

—De miedo —dije—. Fue ella la que delató a Skalla hace ocho años. Puede que el whisky ayudara un poquito.

—¿Ah, sí? —dijo Hiney—. Vaya, vaya. De todas formas, ya lo tenemos. Se le vio en Girard, yendo hacia el norte en un coche alquilado. Hemos avisado a la policía del condado y del estado. Si aparece por el Ridge, lo agarramos en Castaic. ¿Conque fue ella la que le delató, eh? Creo que lo mejor será que se venga para acá, Carmady.

—De eso, nada. La poli de Beverly Hills me busca por atropello y darme a la fuga. Ahora yo también soy un criminal.

Tomé un bocado rápido y una taza de café. Luego cogí un taxi hasta la esquina de Las Flores y Santa Mónica y fui andando hasta donde había dejado aparcado mi deportivo.

Por allí no pasaba nada, excepto que un chico rasgueaba un ukelele en la parte trasera de un coche.

Enfilé el coche hacia la calle Heather.

La calle Heather era un tajo en una ladera lisa y empinada, en lo alto del paseo Beachwood. Tenía tanta curvatura que ni siquiera de día se podía ver más de media manzana cuando ibas por ella.

La casa que yo buscaba estaba construida hacia abajo, y la impresión que daba era como la de una de esas lianas colgantes, con una puerta de entrada por debajo del nivel de la calle, un patio en la azotea, uno o tal vez dos dormitorios en el sótano y un garaje en el que resultaba tan fácil entrar como en una botella de aceite de oliva.

El garaje estaba vacío, pero había un sedán grande y reluciente aparcado fuera, con las dos ruedas del lado derecho subidas a la acera. Vi luces encendidas en la casa.

Avancé un poco más, aparqué, regresé andando por el cemento liso y casi inmaculado y examiné el sedán con ayuda de una linternita de bolsillo. Estaba registrado a nombre de un tal David Marineau, Flores Avenue Norte, 1737, Hollywood, California. Aquello me decidió a volver a mi coche y sacar un revólver de un compartimento cerrado con llave.

Pasé de nuevo junto al sedán, bajé tres escalones de piedra rústica y miré el timbre instalado junto a una puerta estrecha rematada por un arco ojival.

No lo apreté, me limité a mirarlo. La puerta no estaba cerrada del todo. Una rendija bastante ancha de luz mortecina brillaba entre la hoja y el marco. Empujé la puerta lo suficiente para echar un vistazo al interior.

Escuché. El silencio que reinaba en la casa fue lo que me decidió a entrar. Era uno de esos silencios absolutamente mortales que se producen después de una explosión. También era posible que no hubiera comido lo suficiente. Fuera lo que fuera, entré.

La alargada sala de estar llegaba hasta el fondo, lo cual no es decir mucho, ya que la casa era pequeña. Al fondo había grandes ventanales, a través de los cuales se veía la barandilla metálica de una terraza. Tal como estaba construida la casa, la terraza debía de encontrarse a bastante altura sobre la falda de la colina.

Había lámparas bonitas, sillones bonitos y espaciosos, mesas bonitas, una gruesa alfombra de color albaricoque y dos divanes pequeños y coquetones, uno frente a la chimenea y el otro en perpendicular a ella. Sobre la chimenea había una repisa de marfil con una victoria de Samotracia en miniatura. Detrás de la rejilla de cobre había leña preparada, pero sin encender.

En la habitación flotaba un aroma cálido y poco intenso. Parecía la típica habitación donde te dicen que te pongas cómodo. En una mesita baja había una botella de Vat 69, vasos, un cubo de cobre y pinzas para el hielo.

Dejé la puerta más o menos como la había encontrado y me quedé inmóvil. Silencio. Transcurrió el tiempo, marcado por el seco zumbido de un reloj eléctrico instalado en una radio-consola, por el lejano pitido de una bocina de automóvil que pasaba por Beachwood, un kilómetro más abajo, por el distante rumor de un avión nocturno, y por el chirrido metálico de un grillo que cantaba bajo la casa.

De repente, dejé de estar solo.

La señora Marineau se deslizó en la habitación por el otro extremo, entrando por una puerta situada junto a los ventanales. Hizo menos ruido que una mariposa. Todavía llevaba el sombrerito negro y el traje de mezclilla color naranja tostado, y seguían sentándole como un tiro. Llevaba en la mano una pistola, con la culata envuelta en un pequeño guante. No sé por qué. Nunca llegué a averiguarlo.

Tardó en verme, y cuando me vio no pareció importarle mucho. Se limitó a levantar un poco la pistola y deslizarse sobre la alfombra hacia mí, mordiéndose un labio con tanta fuerza que ni se veían los dientes que lo mordían.

Yo también había sacado mi arma. Nos miramos el uno al otro desde detrás de nuestra artillería. Es posible que me reconociera, pero no había manera de saberlo por su expresión.

—Se los ha cargado, ¿eh? —dije.

Hizo un leve gesto de asentimiento.

—Solo a él —dijo.

—Ande, baje la pistola. Ya ha terminado todo.

La bajó un poquito. No parecía haberse fijado en el Colt que yo sostenía apuntando más o menos hacia ella. Lo bajé también.

—Ella no estaba aquí —dijo.

Su voz tenía un sonido seco, plano, impersonal, sin timbre.

—¿La señorita Baring no estaba aquí? —pregunté.

—No.

—¿Se acuerda de mí?

Me miró con más atención, pero no puede decirse que se le iluminara el rostro de placer.

—Soy el tipo que andaba buscando a la señorita Baring —dije—. Usted me indicó dónde venir, ¿se acuerda? Solo que Dave envió a un gorila para que me tuviera entretenido mientras él venía aquí y hacía algún apaño, no puedo imaginarme cuál.

—Usted no es policía —dijo la morena—. Dave dijo que era usted un impostor.

Yo hice un gesto amplio y animado y me acerqué un poco más a ella sin que se notara.

—No soy un poli del municipio —reconocí—, pero soy poli. Y eso se lo dije hace mucho tiempo. Desde entonces han ocurrido muchas cosas, ¿no cree?

—Sí —dijo ella—. Sobre todo a Dave, ji, ji.

No era una risa, ni pretendía serlo. Era solo un poco de vapor que escapaba por la válvula de seguridad.

—Ji, ji —dije yo.

Nos miramos el uno al otro como un par de chiflados que se creen Napoleón y Josefina.

Mi intención era acercarme lo suficiente para quitarle la pistola. Todavía estaba muy lejos.

—¿Hay alguien aquí, además de usted? —pregunté.

—Solo Dave.

—Ya me había imaginado que Dave estaría aquí.

No era un comentario muy ingenioso, pero sirvió para acercarme un palmo más.

—Ya lo creo que está —admitió—. ¿Le gustaría verlo?

—Bueno…, si no es mucha molestia.

—Ji, ji. Ninguna molestia. Así de fácil.

Levantó la pistola, me apuntó y apretó el gatillo. Todo ello sin mover ni un músculo de la cara.

La pistola no se disparó, y eso pareció desconcertarla, pero de un modo vago, como quien trata de acordarse de algo que ocurrió dos semanas antes. Nada inmediato ni importante. Yo había dejado de existir para ella. Se acercó la pistola a la cara, manejando con mucho cuidado el guante de cabritilla negro que envolvía la culata, y miró por el cañón. No sacó nada en limpio. Sacudió la pistola. De repente, volvió a ser consciente de mi presencia. Yo no me había movido, ya no había necesidad.

—No debe de estar cargada —dijo.

—A lo mejor no le quedan balas —dije yo—. Es una lástima. Estos chismes pequeños solo cargan siete. Las mías no le servirían. Déjeme ver si puedo arreglarlo.

Me puso la pistola en la mano y se frotó las suyas, como para sacudirse el polvo. Sus ojos no parecían tener pupilas, o eran todo pupilas, no estoy seguro de cuál de las dos cosas.

La pistola no estaba cargada. El cargador estaba completamente vacío. Olí el cañón. Aquel arma no se había disparado desde la última vez que la limpiaron.

Aquello sí que me desconcertó. Hasta aquel momento, todo había parecido muy simple, y solo se trataba de evitar que hubiera más asesinatos. Pero aquello lo trastornaba todo. Ahora ya no sabía ni de qué estábamos hablando.

Me guardé la pistola en un bolsillo lateral, enfundé mi arma en la cadera y me mordí un labio durante un par de minutos para ver qué sucedía. No sucedió nada.

La angulosa señora Marineau se limitó a permanecer inmóvil, mirando fijamente un punto situado entre mis ojos, con aire atontado, como un turista borracho mirando un bello atardecer en el monte Whitney.

—Bueno —dije por fin—. Vamos a echar un vistazo por la casa y veremos qué hay.

—¿Se refiere a Dave?

—Sí, podríamos incluirle.

—Está en el dormitorio. —Soltó una risita ahogada—. En los dormitorios se maneja como en su casa.

Le toqué un brazo y la obligué a volverse. Se dio la vuelta obedientemente, como una niña pequeña.

—Pero este va a ser el último dormitorio donde se sienta a gusto —dijo—. Ji, ji.

—Sí, claro —dije yo, con una voz que me sonó como la de un enano.

Efectivamente, Dave Marineau estaba muerto…, si es que había existido alguna duda al respecto.

Un globo blanco con figuras en relieve iluminaba una gran cama en un dormitorio verde y plata. Era la única lámpara de la habitación, y dejaba pasar una luz mortecina que caía sobre el rostro del cadáver. No llevaba muerto el tiempo suficiente para que pareciera un cadáver.

Yacía tirado de cualquier manera en la cama, un poco atravesado, como si hubiera estado de pie delante de la cama cuando le dispararon. Un brazo estaba estirado, tan flojo como un alga marina, y el otro debajo del cuerpo. Los ojos abiertos tenían un brillo apagado y casi parecían mirar con autocomplacencia. Tenía la boca entreabierta y la luz de la lámpara arrancaba reflejos en los bordes de los dientes superiores.

Al principio, no vi la herida. Estaba bastante arriba, en el lado derecho de la cabeza, a la altura de la sien pero bastante más atrás, casi lo suficiente para hundir el temporal en el cerebro. Tenía quemaduras de pólvora y un reborde rojo y terroso. Un hilillo de sangre brotaba de ella y llegaba hasta la mejilla, haciéndose cada vez más fino y oscuro.

—Coño, es una herida de contacto —solté—. Una herida de un suicidio.

La mujer se había quedado parada a los pies de la cama y miraba fijamente la pared que tenía enfrente. Si existía algo que la interesara, aparte de aquella pared, no dio ninguna muestra de ello.

Levanté la mano derecha del cadáver, que todavía estaba fláccida, y olfateé la base del pulgar, donde se junta con la palma. Al principio me pareció que olía a cordita, luego que no olía, y después ya no estuve seguro de si olía a cordita o no. Claro que aquello no tenía importancia; un análisis de parafina demostraría una cosa u otra.

Bajé la mano con cuidado, como si se tratara de un objeto frágil de gran valor. A continuación me puse a husmear por la cama, me tiré al suelo y metí medio cuerpo debajo de la cama, dije palabrotas, me incorporé e hice rodar el cadáver a un lado, lo suficiente para mirar debajo. Había un casquillo reluciente, pero ningún arma.

La cosa volvía a parecer un asesinato. Aquello me gustaba más: Marineau no era de los que se suicidan.

—¿Ve alguna pistola? —le pregunté a la mujer.

—No —respondió, con la cara tan inexpresiva como una flanera.

—¿Dónde está la Baring? ¿Y qué hacía usted aquí?

—Será mejor que confiese —dijo, mordiéndose la punta del meñique izquierdo—. Vine aquí a matarlos a los dos.

—Continúe.

—No había nadie. Como es natural, llamé a Dave y él me dijo que usted no era un policía de verdad, que no había ningún crimen y que usted no era más que un chantajista que quería asustarme para sacarme la dirección…

Se detuvo y sollozó un poquito, apenas un sorbetón. Desvió la mirada hacia un rincón del techo. Las palabras le salían a trompicones, y las pronunciaba como un indio piel roja.

—Vine aquí a matarlos a los dos —repitió—. Eso no lo niego.

—¿Con una pistola descargada?

—Hace dos días no estaba descargada. Lo miré. Tiene que haberla vaciado Dave. Le debió de dar miedo.

—No me extraña —dije—. Continúe.

—Tenía que venir. Aquello era el colmo de los insultos…, enviarle a usted para sacarme la dirección de esa. Eso no podía…

—Siga con la historia —dije—. Ya sé cómo se siente. Yo también leo revistas de amor.

—Sí. Bueno, pues él me decía que tenía que ver a la señorita Baring por no sé qué asunto del estudio, que no era nada personal, que nunca lo había sido y que nunca lo sería…

—Ay, Dios —exclamé—. Eso también me lo sé. Ya sé lo que le contaba. Tenemos aquí un difunto. Hay que hacer algo al respecto, aunque no fuera más que su marido.

—Es usted un…

—Sí, eso es mejor que las tonterías que estaba diciendo. Siga.

—La puerta no estaba cerrada, así que entré. Eso es todo. Y ahora me marcho, y usted no va a impedírmelo, pedazo de… —me volvió a llamar lo mismo que antes.

—Primero hablaremos con algún representante de la ley —dije.

Cerré la puerta, hice girar la llave y me la guardé. A continuación me dirigí a los ventanales. La mujer me lanzaba miradas, pero yo ya no oía lo que me estaba llamando en aquel momento.

Los ventanales del fondo del dormitorio daban a la misma terraza que la sala de estar. Junto a la cama, en un nicho de la pared, había un teléfono para que al despertarte por las mañanas pudieras bostezar, estirar la mano y pedir que te subieran una bandeja de gargantillas de diamantes para probártelas.

Me senté en el borde de la cama y alargué la mano hacia el teléfono. Una voz amortiguada me llegó a través de los cristales.

—¡Quieto ahí, amigo! ¡Quieto!

Aun a través del cristal, la voz sonaba suave y profunda. Yo la había oído antes. Era la voz de Skalla.

Yo estaba justo delante de la lámpara. Me tiré de la cama al suelo, llevándome la mano a la cadera.

Sonó un disparo, y un fragmento de cristal me cayó en la nuca. No entendía nada. Skalla no estaba en la terraza cuando yo miré.

Me puse boca abajo y empecé a arrastrarme por el suelo, alejándome del ventanal. Era lo único que podía hacer, estando la lámpara donde estaba.

La señora Marineau hizo lo más adecuado… para fastidiarme. Se quitó un zapato y empezó a golpearme con el tacón. La agarré por los tobillos, forcejeamos y me hizo fosfatina el cráneo.

La derribé, pero mi triunfo no duró mucho. Cuando empezaba a incorporarme, Skalla estaba en la habitación, riéndose de mí. Seguía llevando en la mano una 45. El ventanal y la persiana de fuera tenían todo el aspecto de que por ellos hubiera pasado un elefante furioso.

—Está bien, me rindo —dije.

—¿Quién es esta tipa? No veas cómo le gustas.

Me puse en pie. La mujer se quedó en un rincón. Ni siquiera la miré.

—Date la vuelta, amigo, mientras te cacheo.

Yo no había llegado a desenfundar mi revólver. Skalla lo cogió. No dije nada de la llave de la puerta, pero me la quitó también, de lo que deduje que me había estado mirando desde algún sitio. Me dejó las llaves del coche. Miró la pistola descargada y me la metió de nuevo en el bolsillo.

—¿De dónde has salido? —pregunté.

—Fue fácil. Trepé desde la terraza y me quedé agarrado, mirándote desde la reja. Pan comido para un viejo artista de circo. ¿Cómo te ha ido, amigo?

Me estaba goteando sangre del cráneo por la cara. Saqué un pañuelo y me la limpié. No le respondí.

—Estabas la mar de gracioso en la cama, tratando de coger el teléfono con el fiambre a tu espalda.

—Para partirse de risa —gruñí—. Cuidado con lo que dices. Era su marido.

Skalla miró a la señora Marineau.

—¿Esa es su mujer?

Asentí, deseando no haberlo hecho.

—Es una pena. Si lo hubiera sabido… pero no pude contenerme. El tío se lo buscó.

—Tú… —empecé a decir, mirándolo. A mi espalda, la mujer dejó escapar un gemido extraño y forzado.

—¿Quién iba a ser, amigo? ¿Quién iba a ser? Vamos todos a la salita. Me pareció ver allí una botella con muy buena pinta. Y tú tienes que ponerte algo en la cabeza.

—Es de locos que te quedes por aquí —gruñí—. Hay una orden general de captura contra ti. La única manera de salir de este cañón es volviendo a bajar por Beachwood. Eso, o por encima de las colinas… a pie.

Skalla me miró y dijo, muy tranquilo:

—Desde aquí nadie ha llamado a la poli, amigo.

Me vigiló mientras yo me lavaba en el cuarto de baño y me ponía esparadrapo en la cabeza. Luego regresamos a la sala de estar. La señora Marineau, acurrucada en uno de los divanes, miraba sin ninguna expresión la chimenea sin encender. No dijo nada.

No había huido porque Skalla no le había quitado los ojos de encima. Se la veía resignada, indiferente, como si no le importara lo que pudiera ocurrir.

Serví tres copas de la botella de Vat 69 y le ofrecí una a la morena. Extendió la mano para cogerla, me dirigió una media sonrisa y se cayó del diván al suelo, con la sonrisa todavía puesta.

Dejé la copa, levanté a la mujer y la coloqué sobre el diván con la cabeza baja. Skalla la miraba fijamente. Estaba fría, blanca como un papel.

Skalla agarró su copa, se sentó en el otro diván y dejó a un lado la 45. Se tomó la bebida sin dejar de mirar a la mujer, con una extraña expresión en su enorme y pálido rostro.

—Es una pena —dijo—. Una pena. Pero, al fin y al cabo, esa rata la engañaba. A la mierda con él.

Se sirvió otra copa, se la bebió de un trago y se sentó cerca de la mujer en el otro diván, perpendicular al que ocupaba ella.

—Así que eres detective —dijo.

—¿Cómo lo has sabido?

—Lu Shamey me dijo que fue a verla un tío, y me dio la impresión de que eras tú. He dado una vuelta por ahí afuera y he mirado en tu coche. Hago muy poco ruido.

—Bien. Y ahora, ¿qué? —pregunté.

Parecía más gigantesco que nunca en aquella habitación, con su ropa deportiva. La vestimenta de un chaval que va de figura. Me pregunté cuánto tiempo habría tardado en reunir aquellas prendas. No podían ser de confección; era demasiado grande para eso.

Tenía los pies extendidos sobre la alfombra de color albaricoque y se miraba con aire triste las explosivas punteras de cabrito blanco de los zapatos de ante. Eran los zapatos más feos que había visto en mi vida.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó en tono huraño.

—Buscar a Beulah. Pensé que tal vez le hiciera falta un poco de ayuda. Aposté con un poli de la ciudad a que la encontraba antes de que él te encontrara a ti. Pero aún no la he encontrado.

—No la has visto, ¿eh?

Negué con la cabeza, despacio, con mucho cuidado.

—Yo tampoco, amigo —dijo con suavidad—. Llevo horas por aquí. No ha venido a casa. El único que vino fue el tipo del dormitorio. ¿Qué le pasó a aquel pringado del Shamey’s?

—Por eso te andan buscando.

—Ya. Hay que ver, por un tipo como ese. Bueno, habrá que largarse. Me gustaría retirar el fiambre, por consideración con Beulah. No puedo dejarlo ahí para que se lleve un susto. Pero supongo que ya no sirve de nada. La muerte del pringado lo fastidia todo.

Miró a la mujer tendida en el otro diván. Todavía tenía la cara de un blanco verdoso y los ojos cerrados. Su pecho se movía ligerísimamente.

—Si no fuera por ella —dijo—, supongo que limpiaría bien todo esto y a ti te cerraría la boca para siempre. —Tocó la 45 que tenía a su lado—. No tengo nada contra ti, ya me entiendes, es solo por Beulah. Pero el caso es… Qué coño, no puedo cargarme a la tía.

—Es una pena —gruñí, palpándome la cabeza.

Skalla sonrió.

—Creo que me voy a llevar tu coche. Será solo un ratito. Échame las llaves.

Se las eché. Las cogió al vuelo y las dejó al lado del enorme Colt. Se inclinó un poco hacia delante, metió la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y sacó una pistolita con cachas de nácar, como del calibre 25. La sostuvo en la palma de la mano.

—Con esto lo hice —dijo—. Llegué en un coche alquilado, lo dejé en la calle de abajo, subí por el terraplén y di la vuelta a la casa. Oí sonar el timbre. El tío estaba llamando a la puerta. No me acerqué más para que no me viera. Nadie vino a abrir. ¿Y a que no te lo imaginas? El tío tenía una llave. ¡Una llave de la casa de Beulah!

Todo su enorme rostro era una gigantesca mueca de disgusto. La mujer del diván respiraba ya algo mejor y me pareció advertir un temblor en uno de sus párpados.

—¿Y eso, qué? —dije—. Pudo conseguirla de mil maneras. Era uno de los jefes de la KLBL, donde ella trabaja. Pudo quitársela del bolso, sacar un molde… Qué demonios, no tenía por qué habérsela dado ella.

—Eso es verdad, amigo. —Sonrió alegremente—. Claro que no tenía que habérsela dado ella. Bueno, el tío entró y yo vine corriendo detrás de él, pero ya había cerrado la puerta. La abrí a mi manera. Después ya no cerraba tan bien, como quizá hayas notado. El tío estaba en medio de esta habitación, allí, junto al escritorio. Y se notaba que ya había estado aquí antes —la mueca de disgusto volvió a aparecer, aunque no tan sombría—, porque metió una mano en el cajón del escritorio y sacó esto.

Hizo bailar en su enorme palma la cosita con cachas de nácar.

El rostro de la señora Marineau presentaba líneas de tensión bien marcadas.

—Me fui a por él. Disparó y falló. Se asustó y corrió al dormitorio, conmigo detrás. Me disparó otra vez y volvió a fallar. Encontrarás las balas en alguna parte de la pared.

—Me ocuparé de ello —dije.

—Entonces lo agarré. Joder, no era más que un payaso con una pistolita blanca. Si ella ha terminado conmigo, pues muy bien, pero que me lo diga ella, ¿vale? No un mequetrefe mantecoso como él. Me enfadé un poco. Pero el tío le echó cojones.

Se frotó la barbilla. La última parte me parecía poco creíble.

—Le digo: «Aquí vive mi mujer, amigo. ¿Qué haces aquí?». Y va y me contesta: «Vuelve mañana. Esta es mi noche».

Skalla extendió la mano izquierda en un gesto amplio.

—Después de una cosa así, la naturaleza tiene que seguir su curso, ¿no crees? Me puse a arrancarle los brazos y las piernas. Pero cuando estaba empezando, la maldita pistolita se disparó y el tío se quedó más flojo que… que… —Echó una mirada a la mujer y no terminó lo que iba a decir—. Bueno, que se murió.

Uno de los párpados de la mujer tembló de nuevo.

—¿Y entonces? —pregunté.

—Me largué pitando. Es lo que se hace en estos casos. Pero volví. Me puse a pensar que era una mala faena para Beulah dejarle ese fiambre en su cama. Así que decidí volver y llevármelo al desierto, y después meterme en un agujero durante algún tiempo. Y entonces se presentó esta tipa y me fastidió el plan.

La mujer debía de llevar bastante tiempo fingiendo. Había ido moviendo las piernas y los pies, y girando el cuerpo centímetro a centímetro, hasta colocarse en la postura adecuada, bien apoyada en el respaldo del diván. Cuando entró en acción, la pistolita con cachas de nácar aún estaba en la palma de la mano de Skalla. Salió disparada del diván, saltando en plancha y corrigiendo la postura en el aire como una acróbata. Pasó rozando las rodillas de Skalla y le quitó la pistola de la mano con la limpieza de una ardilla pelando una castaña.

Skalla se puso en pie y soltó un taco mientras ella caía al suelo, chocando con sus piernas. Tenía el Colt a su lado, pero no lo tocó ni hizo ademán de cogerlo. Se agachó a recoger a la mujer con las enormes manos vacías.

Ella se echó a reír justo antes de dispararle.

Le metió cuatro tiros en la barriga antes de que el percutor golpeara en vacío. Entonces le tiró la pistola a la cara y se alejó de él rodando.

Skalla pasó por encima de ella sin tocarla. Durante un momento, su rostro pálido y enorme quedó inexpresivo; luego se formaron en él profundas arrugas de dolor, que parecían haber estado allí desde siempre.

Caminó muy derecho sobre la alfombra, hacia la puerta de la calle. Yo salté a por el Colt y me hice con él. No quería que lo cogiera la mujer. Al cuarto paso que dio Skalla, empezó a gotear sangre sobre el tejido amarillento de la alfombra. Continuó cayendo a cada paso que daba.

Llegó a la puerta, apoyó una manaza en la madera y se detuvo allí un momento. Luego sacudió la cabeza y se volvió. La mano dejó una mancha sangrienta en la puerta; con aquella mano se había estado sujetando el vientre.

Se sentó en la primera silla que encontró, se dobló hacia delante y se agarró el vientre con las dos manos. La sangre le salía entre los dedos poco a poco, como el agua que se desborda de un recipiente.

—Esta mierda de balitas —dijo— hacen el mismo daño que las grandes, al menos aquí abajo.

La mujer morena se acercó a él como una marioneta. Él la miró acercarse sin pestañear, aunque tenía los párpados medio cerrados.

Cuando estuvo bastante cerca, se inclinó sobre él y le escupió en la cara.

Skalla no se movió. No hubo ningún cambio en sus ojos. Salté hacia ella y la empujé sobre una silla. No fui nada delicado.

—Déjala en paz —me gruñó Skalla—. Puede que quisiera a ese tipo.

Esta vez, nadie intentó impedirme llamar por teléfono.

Horas después me encontraba sentado en un taburete rojo en el Lucca’s, en la esquina de la Quinta con Oeste, dando sorbos a un martini y preguntándome cómo se puede sentir un tipo que se pasa todo el día preparándolos y no se bebe ni uno. Era tarde, más de la una. Skalla estaba en el ala penitenciaria del Hospital General. La señorita Baring aún no se había dejado ver, pero todos estaban seguros de que aparecería en cuanto se enterara de que Skalla estaba a buen recaudo y ya no representaba un peligro.

Los de la KLBL, que al principio no sabían nada del asunto, habían hecho lo posible por silenciarlo. Tenían un plazo de veinticuatro horas para decidir cómo dar a conocer la historia.

El Lucca’s estaba casi tan lleno como a mediodía. Al cabo de un rato, una italiana morena de nariz grande, con unos ojos de los que no admiten bromas, se me acercó y dijo:

—Tengo ya una mesa para usted.

Me llevé otro martini a la mesa y encargué la cena. Creo que me la comí.

Me imaginé a Skalla sentado al otro lado de la mesa. En sus ojos negros y apagados había algo más que simple dolor. Quería que yo hiciera algo. A ratos trataba de explicarme lo que quería, y a ratos se agarraba el vientre y repetía: «Déjala en paz. Puede que quisiera a ese tipo».

Me marché de allí y conduje hacia el norte. Pasé por Franklin y por Beachwood y subí a la calle Heather. No estaba vigilada. Hasta ese punto confiaban en la chica.

Pasé despacio por la calle de abajo, mirando la corta ladera iluminada por la luna. Vista desde allí, la casa parecía tener tres pisos de altura. Vi las vigas metálicas que sostenían el porche. Parecían estar tan altas que un hombre necesitaría un globo para llegar hasta ellas. Y, sin embargo, por allí había subido Skalla. Todo lo hacía de la manera más difícil.

Podía haber escapado y haberse buscado la vida o incluso haberse comprado un sitio para vivir. Había montones de gente en su negocio y ninguno se habría atrevido a tontear con Skalla. Pero en lugar de eso, había regresado aquí para trepar a su balcón, como Romeo, y lograr que le llenaran la tripa de balas. Y había sido la mujer equivocada, como de costumbre.

Tomé una curva tan blanca como la propia luz de la luna, aparqué el coche y subí a pie el resto de la cuesta. Llevaba una linterna, pero no me hizo falta para comprobar que no había nadie en la puerta aguardando al lechero. No quise entrar por la puerta principal. Cabía la posibilidad de que hubiera algún mirón con prismáticos nocturnos en la colina.

Me metí por el hueco que quedaba entre la casa y el garaje vacío. Encontré una ventana accesible y no hice demasiado ruido al romperla con el revólver envuelto en el sombrero.

No ocurrió nada, aparte de que los grillos y las ranas arborícolas dejaron de cantar un momento.

Me abrí paso hasta el dormitorio y exploré discretamente con la linterna, no sin antes haber bajado las persianas y haber corrido las cortinas. La luz cayó sobre la cama revuelta, los pegotes de polvo empleados por los expertos en huellas, las colillas dejadas en las repisas de las ventanas y las huellas de tacones en el pelo de la alfombra. En el tocador había una bolsa de aseo verde y plata, y en el armario tres maletas. Había también un escritorio empotrado, con una cerradura que parecía cosa seria. Además de la linterna, había llevado un destornillador de acero, y con él forcé la cerradura.

Las joyas no valdrían ni mil dólares. Tal vez, ni la mitad. Pero significaban mucho para una chica de la farándula. Las dejé donde las había encontrado.

En la sala de estar, las ventanas estaban cerradas y se notaba un olor extraño, desagradable, sádico. Las fuerzas de la ley se habían hecho cargo del Vat 69 para facilitar el trabajo de los expertos en huellas dactilares. Tuve que recurrir a mi propio whisky. Me instalé en un rincón, en una silla que no estaba manchada de sangre, me remojé el gaznate y esperé en la oscuridad.

Una persiana golpeó en el sótano o en alguna otra parte, y aproveché la ocasión para remojarme otra vez la garganta. Alguien salió de una casa a media docena de manzanas de distancia, y gritó algo. Sonó un portazo y se hizo de nuevo el silencio. Las ranas arborícolas empezaron a cantar de nuevo y, después de ellas, los grillos. Llegó un momento en el que el reloj eléctrico de la radio hacía más ruido que todos los demás sonidos juntos.

Entonces me quedé dormido.

Cuando desperté, la luna había desaparecido de las ventanas de delante y un coche se había detenido en alguna parte. Unos pasos ligeros, delicados y cautelosos se destacaron en el silencio de la noche. Sonaban delante de la puerta principal. Una llave se introdujo en la cerradura.

Al abrirse la puerta vi una cabeza sin sombrero recortada contra la media luz del cielo. La ladera de la colina era demasiado oscura para que se viera ningún otro contorno. La puerta se cerró con un chasquido.

Unos pies rozaron la alfombra. Yo ya tenía el cordón de la lámpara en la mano. Tiré de él y se hizo la luz.

La chica no hizo ningún ruido, ni siquiera un suspiro. Se limitó a apuntarme con la pistola.

—Hola, Beulah —dije.

Valía la pena haber esperado para verla.

No era ni muy alta ni muy baja. Tenía las piernas largas, perfectas para andar y bailar. Su cabello, incluso a la luz de aquella única lámpara, era como un incendio en mitad de la noche. En la esquina de los ojos tenía arruguitas producidas por la risa. La boca era de las que saben reír.

Las facciones quedaban en la sombra y tenían ese aspecto abatido que hace que algunos rostros resulten más bellos porque parecen más delicados. No podía verle los ojos. Es posible que fueran tan azules como para hacerte dar saltos, pero no se veían.

La pistola parecía una 32, pero tenía la culata en ángulo recto como una Mauser.

Al cabo de un rato, dijo en voz muy baja:

—Supongo que es de la policía.

También la voz era bonita. A veces, todavía me acuerdo de ella.

—Vamos a sentarnos a charlar —le dije—. Estamos solos. ¿Ha bebido alguna vez directamente de la botella?

No respondió. Miró la pistola que empuñaba, esbozó una media sonrisa y negó con la cabeza.

—No vaya a cometer un segundo error —dije—. Sería impropio de una chica tan lista como usted.

Se guardó la pistola en el bolsillo lateral de un abrigo largo con cuello militar.

—¿Quién es usted?

—Un simple sabueso. O sea, un detective privado. Me llamo Carmady. ¿Quiere una copa?

Le ofrecí la botella. Todavía no se había fusionado con mi mano y aún tenía que sujetarla.

—No bebo. ¿Quién le contrató?

—La KLBL. Para protegerla de Steve Skalla.

—O sea, que lo saben —dijo—. Saben lo de él.

Digerí aquello sin decir nada.

—¿Quién ha estado aquí? —preguntó en tono cortante.

Seguía de pie en medio de la habitación, sin sombrero y con las manos en los bolsillos del abrigo.

—Todo el mundo, menos el fontanero —respondí—. Ya sabe que siempre se retrasa un poco.

—Ya veo que es usted uno de esos. —Me pareció que arrugaba un poco la nariz—. Chistosos de taberna.

—No —dije—. La verdad es que no. Es solo una manera de entablar conversación con la gente con la que tengo que hablar. Skalla ha vuelto, se metió en líos, le pegaron cuatro tiros y lo detuvieron. Está en el hospital. Bastante grave.

No se movió.

—¿Cómo de grave?

—Puede que viva si le operan, pero ni así es seguro. Si no le operan, morirá sin remedio. Tiene tres balas en los intestinos y otra en el hígado.

Se movió por fin e intentó sentarse.

—En esa silla no —me apresuré a decir—. Siéntese aquí.

Se sentó cerca de mí, en uno de los divanes. Había chispas en sus ojos. Ahora podía verlos bien y tenían chispas brillantes que giraban como una rueda de fuegos artificiales.

—¿Por qué volvió? —preguntó.

—Pensó que tenía que hacer limpieza. Llevarse el cadáver y cosas así. Un tipo muy amable, ese Skalla.

—¿Usted cree?

—Señora, aunque no lo crea nadie más en el mundo, yo sí.

—Le acepto esa copa.

Le pasé la botella. Se la tuve que quitar a toda prisa.

—Caray —dije—. Esto hay que tomarlo con más cuidado.

Miró hacia la puerta lateral que daba al dormitorio.

—Se lo han llevado al depósito —dije—. Ya puede entrar.

Se levantó inmediatamente y salió de la sala, para regresar casi al instante.

—¿Qué tienen contra Steve? —preguntó—. Si se salva.

—Mató a un negro esta mañana en la Central. Más o menos, fue un caso de defensa propia por ambas partes. No sé. Si no fuera por lo de Marineau, podría salir airoso.

—¿Marineau?

—Sí. Ya sabe usted que mató a Marineau.

—No sea tonto —dijo—. Yo maté a Dave Marineau.

—De acuerdo —dije—. Pero a Steve no le gusta esa versión.

Me miró fijamente.

—¿Quiere decir que Steve volvió aquí deliberadamente para cargar con las culpas?

—Si no le quedaba más remedio, supongo que sí. Yo creo que lo que en realidad pretendía era llevarse a Marineau al desierto y hacerlo desaparecer. Pero apareció por aquí una mujer…, la señora Marineau.

—Ya —dijo—. Creía que yo era su amante. De ese sobón baboso.

—¿Y lo era? —pregunté.

—No vuelva a decir eso. Aunque en otros tiempos haya trabajado en la Central Avenue.

Salió otra vez de la habitación. Oí el sonido de una maleta arrastrada por el suelo. Fui tras ella. Estaba guardando prendas que parecían de telaraña y lo hacía con todo el cuidado que merecen las prendas delicadas.

—No va a poder ponerse eso en la cárcel —dije, apoyándome en la puerta.

De momento, no me hizo el menor caso.

—Pensaba huir a México —dijo por fin—. Y después a América del Sur. No pretendía matarlo. Se puso bruto y trató de chantajearme, y entonces cogí la pistola. Forcejeamos y se disparó. Entonces salí corriendo.

—Exactamente lo que dijo Skalla que hizo él —dije—. ¿Y no es posible que lo matara… intencionadamente?

—Pues no, ni para darle gusto a usted ni a ningún otro poli —dijo—. Y menos habiendo cumplido ocho meses en Dalhart, Texas, por atropellar a un borracho. Y menos aún con esa Marineau contando a grito pelado que yo seduje a su marido y luego me harté de él.

—Ya veremos lo que dice —gruñí— cuando yo cuente cómo le escupió a Skalla en la cara después de meterle cuatro balazos.

Se estremeció y se puso pálida. Continuó sacando cosas de la maleta y volviéndolas a meter.

—¿De verdad atropelló a aquel borracho?

Me miró de arriba abajo.

—Sí —susurró.

Me acerqué más a ella.

—¿Tiene cardenales o ropas desgarradas que pueda enseñar? —pregunté.

—No.

—Es una lástima —dije, agarrándola.

Al principio, sus ojos echaron llamas; luego se quedaron como de piedra. Le arranqué el abrigo, le desgarré el vestido por todas partes, le apreté bien los brazos y el cuello y le sacudí un puñetazo en la boca. La solté jadeando. Ella se apartó de mí tambaleándose, pero no llegó a caer.

—Habrá que esperar a que los golpes se pongan morados —dije—. Entonces iremos a la Jefatura.

Se echó a reír. Luego se acercó al espejo, se miró y se puso a llorar.

—¡Salga de aquí mientras me cambio de ropa! —gritó—. Voy a contar una buena historia, pero si sirve para ayudar a Steve, la contaré de cabo a rabo.

—Ande, cállese y cámbiese de ropa —dije.

Salí dando un portazo.

Ni siquiera la había besado. Al menos, podría haberlo hecho. No le habría importado más que la paliza que acababa de darle.

Estuvimos conduciendo el resto de la noche: primero en coches separados, para esconder el suyo en mi garaje; luego en el mío. Fuimos a la costa, tomamos café y bocadillos en Malibú y seguimos dando vueltas. Desayunamos al pie de la carretera de la Cresta, justo al norte de San Fernando.

La cara de la chica parecía un guante de béisbol al final de una temporada particularmente dura. Tenía el labio inferior del tamaño de un plátano y los cardenales de los brazos y el cuello estaban tan calientes que se podrían haber frito filetes en ellos.

Con las primeras luces del día nos dirigimos a la Jefatura de Policía.

Ni siquiera se les ocurrió detenerla o ficharla. Prácticamente escribieron ellos toda la declaración. La firmó con la mirada perdida, pensando en otra cosa. Después, un hombre de la KLBL y su esposa vinieron a recogerla.

De manera que no tuve oportunidad de llevarla a un hotel. Tampoco pudo visitar en aquel momento a Skalla, que estaba sedado con morfina.

Skalla murió aquella misma tarde, a las dos y media, mientras ella le agarraba uno de sus enormes y fláccidos dedos, pero él ya no distinguía si se trataba de ella o de la reina de Siam.