Encuentro en Noon Street
1
El hombre y la chica pasaron despacio, muy juntos, ante un borroso letrero pintado con plantilla que decía «Hotel Surprise». El hombre llevaba un traje morado y un sombrero panamá sobre el pelo reluciente y engominado. Caminaba con los pies torcidos, sin hacer ruido.
La chica llevaba un sombrero verde, una falda corta, medias transparentes y tacones franceses de once centímetros. Olía a Midnight Narcissus.
En la esquina, el hombre se inclinó hacia ella y le dijo algo al oído. Ella se apartó de él con una risita.
—Tendrás que comprar bebida si quieres llevarme a casa, Smiler.
—La próxima vez, nena. Me he quedado sin dinero.
La voz de la chica se endureció.
—Pues entonces te digo adiós en la próxima esquina, guapo.
—Y una mierda, nena —respondió el hombre.
El semáforo del cruce arrojó luz sobre ellos. Cambiaron de acera muy separados. Al llegar al otro lado, el hombre agarró el brazo de la chica. Esta se retorció para soltarse.
—¡Escucha, roñoso! —chilló—. ¡Quita esas manos! Los tacaños presumidos me dan asco. ¡Fuera!
—¿Cuánto licor necesitas, nena?
—Mucho.
—Estoy tieso. ¿De dónde quieres que lo saque?
—Tienes manos, ¿no? —se burló la chica. Su voz había dejado de chillar. Se arrimó de nuevo a él—. A lo mejor tienes una pistola, grandullón. ¿La tienes?
—Sí. Pero sin balas.
—Los pringados de Central no lo saben.
—No seas así —gruñó el hombre del traje morado. Después chasqueó los dedos y se puso tieso—. Espera un momento. He tenido una idea.
Se detuvo y volvió la mirada calle abajo, hacia el borroso letrero estarcido del hotel. La chica le dio un golpecito en la barbilla con un guante, en plan caricia. El guante olía a perfume, a Midnight Narcissus.
El hombre chasqueó otra vez los dedos y sonrió ampliamente a la luz mortecina.
—Si ese borracho está todavía escondido en el hotel de Doc, cobro. Espérame, ¿vale?
—Puede. En casa. Si no tardas demasiado.
—¿Dónde está tu casa, nena?
La chica lo miró fijamente. Media sonrisa le recorrió los labios carnosos y murió en las comisuras. La brisa levantó una hoja de periódico del arroyo y la lanzó contra la pierna del hombre. Él la pateó con ferocidad.
—Apartamentos Calliope, cuarto B. Cuarenta y Ocho Este, 246. ¿Cuánto vas a tardar?
El hombre se acercó mucho a ella, echó una mano hacia atrás y se tocó la cadera. Su voz era baja, gélida.
—Tú espérame, nena.
Ella contuvo el aliento y asintió.
—Vale, guapo. Te esperaré.
El hombre retrocedió por la acera agrietada, cruzó la calle y se dirigió al punto en el que colgaba el cartel estarcido. Pasó por una puerta de cristal a un vestíbulo estrecho con una hilera de sillas de madera marrones colocadas contra la pared enyesada. Había el espacio justo para pasar ante ellas y llegar a la recepción. Un hombre calvo de color haraganeaba detrás del mostrador, acariciando el gran alfiler verde de su corbata.
El negro del traje morado se inclinó sobre el tablero y sus dientes relampaguearon en una sonrisa rápida y dura. Era muy joven, tenía una mandíbula fina y afilada, una frente estrecha y huesuda, los ojos brillantes e inexpresivos de un gángster. Habló en voz baja:
—Ese tío fuerte de la voz ronca ¿sigue aquí? El que ganó anoche a los dados.
El recepcionista calvo miró las moscas en las molduras del techo.
—No lo he visto salir, Smiler.
—No es eso lo que te he preguntado, Doc.
—Sí. Sigue aquí.
—¿Sigue borracho?
—Supongo. No ha salido.
—349, ¿no?
—Ya has estado aquí antes, ¿no? ¿Por qué lo quieres saber?
—Me limpió hasta mi moneda de la suerte. Tengo que darle un sablazo.
El calvo parecía nervioso. Smiler miró con suavidad la piedra verde del alfiler de corbata del hombre.
—Lárgate, Smiler. Aquí no se desvalija a nadie. Esto no es un hotelucho de Central Avenue.
Smiler habló con mucha suavidad.
—Es amigo mío, Doc. Me prestará veinte. Te doy la mitad.
Extendió una mano con la palma hacia arriba. El recepcionista miró la mano durante un momento muy largo. Después asintió con gesto agrio, se metió detrás de una mampara de vidrio deslustrado y regresó despacio, mirando hacia la puerta de la calle.
Alargó la mano, que revoloteó sobre la palma. Esta se cerró sobre una llave maestra y se metió en el barato traje morado.
La repentina sonrisa relampagueante de la cara de Smiler tenía un toque gélido.
—Ten cuidado, Doc… mientras esté arriba.
—Date prisa —dijo el recepcionista—. Algunos huéspedes vuelven pronto a casa. —Miró el reloj eléctrico verde de la pared. Eran las siete y cuarto—. Y las paredes no son muy gruesas.
El joven delgado le dedicó otra sonrisa relampagueante, asintió y recorrió delicadamente el vestíbulo hacia la sombría escalera. No había ascensores en el hotel Surprise.
A las siete y un minuto, Pete Anglich, agente encubierto de la Brigada de Narcóticos, se dio la vuelta en su dura cama y miró el reloj barato que llevaba en la pulsera izquierda. Tenía oscuras sombras bajo los ojos y un espeso rastrojo oscuro en la ancha mandíbula. Apoyó los pies descalzos en el suelo y se puso de pie con su pijama barato de algodón. Flexionó los músculos, se estiró, dobló la cintura con las rodillas tiesas y tocó el suelo con un gruñido.
Caminó hacia un aparador desvencijado, bebió de una botella de whisky de centeno barato, hizo una mueca, apuntaló el corcho en el cuello de la botella y lo metió con un fuerte golpe de la base de la mano.
—Chico, qué resaca tengo —gruñó con voz ronca.
Se quedó mirándose la cara en el espejo del aparador, la barba que le crecía en el mentón, la gruesa cicatriz blanca en la garganta, cerca de la tráquea. Tenía la voz ronca porque la bala que había dejado la cicatriz le había afectado las cuerdas vocales. Era una ronquera suave, como la voz de un cantante de blues.
Se quitó el pijama y se quedó desnudo en medio de la habitación, jugueteando con los dedos de los pies en el áspero borde de un gran desgarrón en la moqueta. Tenía el cuerpo muy ancho, y eso le hacía parecer un poco más bajo de lo que era. Tenía los hombros caídos, la nariz un poco gruesa, y la piel sobre los pómulos parecía de cuero. El pelo negro, corto y rizado, los ojos completamente firmes y la boca pequeña y fija de un hombre que piensa rápido.
Entró en un cuarto de baño sucio y mal iluminado, se metió en la bañera y abrió el grifo. El agua estaba templada, pero no caliente. Se situó debajo, se enjabonó, se frotó todo el cuerpo, se masajeó los músculos y se aclaró.
Tiró de una toalla sucia que había en el toallero y empezó a frotarse hasta sacarle brillo a la piel.
Un ligero ruido al otro lado de la mal cerrada puerta del cuarto de baño le hizo detenerse. Contuvo el aliento, escuchó, volvió a oír el ruido, un crujido de tablas, un chasquido, un roce de telas. Pete Anglich se acercó a la puerta y la abrió muy despacio.
El negro del traje morado y el sombrero panamá estaba ante el aparador, con la chaqueta de Pete Anglich en la mano. Delante de él, sobre el mueble, había dos armas. Una de ellas era el viejo y gastado Colt de Pete Anglich. La puerta de la habitación estaba cerrada y cerca de ella, sobre la moqueta, había una llave de hotel, como si se hubiera caído de la puerta o la hubieran empujado desde el otro lado.
Smiler dejó caer la chaqueta al suelo y se quedó con una cartera en la mano izquierda. La mano derecha levantó el Colt. Sonrió.
—Vale, blanquito, sigue secándote después de la ducha —dijo.
Pete Anglich se restregó la toalla. Se frotó hasta secarse y se quedó plantado desnudo, con la toalla mojada en la mano izquierda.
Smiler había dejado la cartera vacía sobre el aparador y estaba contando el dinero con la mano izquierda. La derecha seguía empuñando el Colt.
—Ochenta y siete pavos. Bonita suma. Una parte es mía, de la partida de dados, pero me lo voy a llevar todo, colega. Tómatelo con calma. Soy amigo de la dirección de aquí.
—Dame cuartel, Smiler —dijo Pete Anglich con su voz ronca—. Es todo lo que tengo en el mundo. Déjame unos pocos dólares, ¿eh? —Puso una voz pastosa, áspera, como si le pesara la bebida.
Smiler hizo brillar los dientes y negó con su estrecha cabeza.
—No puedo, colega. Tengo una cita y necesito la pasta.
Pete Anglich dio un paso descuidado hacia delante y se detuvo, sonriendo con cara de borrego. El cañón de su propio revólver se había alzado para apuntarle.
Smiler se movió de lado hacia la botella de whisky y la levantó.
—Esto también lo necesito. Mi nena es muy aficionada al licor. Ya lo creo que sí. Lo que tengas en los pantalones es tuyo, colega. ¿Te parece bien?
Pete Anglich saltó hacia un lado, casi un metro y medio. La cara de Smiler se contrajo. El revólver saltó de un lado a otro, y la botella de whisky se deslizó de su mano izquierda y le cayó sobre un pie. Chilló, pateó con furia, y la punta del pie se le metió en el desgarrón de la moqueta.
Pete Anglich lanzó un latigazo con el extremo mojado de la toalla, directamente a los ojos de Smiler.
Smiler se tambaleó y chilló de dolor. Pete Anglich agarró con su fuerte mano izquierda la muñeca con la que Smiler empuñaba el revólver. La retorció. Su mano empezó a deslizarse hacia la mano de Smiler, por encima del revólver. El revólver se giró hacia dentro y tocó el costado de Smiler.
Una rodilla dura golpeó con ferocidad el abdomen de Pete Anglich. Este sufrió una arcada y su dedo se apretó convulsivamente sobre el dedo que Smiler tenía en el gatillo.
El tiro fue sordo, amortiguado por la tela morada del traje. Los ojos de Smiler se agitaron y quedaron en blanco, y la fina mandíbula cayó flácida.
Pete Anglich lo depositó en el suelo y empezó a jadear, doblado hacia delante, con la cara verdosa. Palpó en busca de la botella de whisky caída, sacó el corcho y se metió por la garganta un poco del ardiente líquido.
El color verdoso desapareció de su cara. Su respiración se hizo más pausada. Se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
Le tomó el pulso a Smiler. No tenía pulso. Estaba muerto. Pete Anglich aflojó el revólver de su mano, fue a la puerta y miró por el pasillo. Vacío. Había una llave maestra en la parte exterior de la cerradura. La sacó y cerró la puerta por dentro.
Se puso la ropa interior, los calcetines, los zapatos y el gastado traje de sarga azul, se anudó una corbata negra en torno al arrugado cuello de la camisa, volvió a acercarse al muerto y le sacó un rollo de billetes del bolsillo. Puso unas cuantas prendas de ropa y artículos de baño en una maleta barata de fibra, y la dejó de pie junto a la puerta.
Con la ayuda de un lápiz, metió un trozo de papel en el cañón del revólver, sustituyó la bala gastada, aplastó el casquillo vacío con el tacón en el suelo del cuarto de baño y después lo tiró por el retrete.
Cerró la puerta de la habitación por fuera y bajó por las escaleras hasta el vestíbulo.
Los ojos del recepcionista calvo saltaron al verlo e inmediatamente volvieron a caer. La piel de la cara se le puso gris. Pete Anglich se apoyó en el mostrador, abrió la mano y dejó caer dos llaves, que tintinearon en la madera rayada. El recepcionista las miró y se estremeció.
Pete Anglich habló con su voz dura y ronca:
—¿Has oído algún ruido raro?
El empleado negó con la cabeza y tragó saliva.
—Un sitio discreto, ¿eh? —dijo Pete Anglich.
El empleado movió la cabeza con dificultad, torció el cuello dentro de la camisa. Su cabeza calva parpadeaba bajo la luz del techo.
—Es una pena —dijo Pete Anglich—. ¿Con qué nombre me inscribí anoche?
—No está inscrito —susurró el recepcionista.
—A lo mejor ni siquiera he estado aquí —dijo Pete Anglich con suavidad.
—Nunca le había visto, señor.
—Ni me estás viendo ahora. Nunca me verás… para reconocerme. ¿Verdad, Doc?
El recepcionista movió el cuello e intentó sonreír.
Pete Anglich sacó la cartera y extrajo tres billetes de un dólar.
—Soy un tío al que le gusta pagar sus gastos —dijo despacio—. Esto es para pagar la habitación 349… hasta última hora de la mañana. El chico al que le diste la llave maestra parece que tiene el sueño pesado. —Hizo una pausa, clavó sus ojos fríos en la cara del empleado y añadió pensativo—: A menos, claro, que tenga amigos que quieran sacarlo de aquí.
Aparecieron burbujas en los labios del empleado, que tartamudeó.
—No estará… No estará…
—Sí —confirmó Pete Anglich—. ¿Qué esperabas?
Cruzó la puerta de la calle con la maleta, pasó bajo el letrero estarcido y se detuvo un momento a mirar el fuerte resplandor blanco de Central Avenue.
Después echó a andar hacia el otro lado. La calle estaba muy oscura, muy silenciosa. Había cuatro manzanas de casas de madera antes de llegar a Noon Street. Toda la zona era un barrio negro.
Solo se cruzó con una persona por el camino, una chica de piel oscura con sombrero verde, medias muy finas y tacones de once centímetros que fumaba un cigarrillo bajo una palmera polvorienta y miraba hacia el hotel Surprise.
2
La casa de comidas era un viejo vagón restaurante sin ruedas, instalado al final de la calle, en el espacio que había entre un taller de maquinaria y una casa de huéspedes. El nombre Bella Donna estaba escrito con letras doradas descoloridas en los costados. Pete Anglich subió los dos escalones de hierro del extremo y entró en un olor de grasa de fritanga.
La gruesa espalda blanca del cocinero negro estaba frente a él. En el extremo más alejado de la barra baja, una chica blanca con un sombrero barato de fieltro y una raída chaqueta de polo con el cuello subido sorbía café, con la mejilla apoyada en la mano izquierda. No había nadie más.
Pete Anglich se sentó en un taburete cerca de la puerta, dejó la maleta en el suelo y dijo:
—¡Hola, Mopsy!
El cocinero gordo asomó la cara negra y reluciente por encima del hombro blanco. El rostro se le abrió en una sonrisa. Una gruesa lengua azulada asomó y se movió entre los gruesos labios del cocinero.
—¿Qué tal, chico? ¿Qué vas a tomar?
—Dos huevos revueltos poco hechos, café, tostada, sin patatas.
—Eso no es comida para un tío macho —se quejó Mopsy.
—He estado borracho —dijo Pete Anglich.
La chica del extremo de la barra lo miró con interés, y después examinó el despertador barato del estante y el reloj de su muñeca enguantada. Bajó de nuevo la mirada hacia la taza de café.
El cocinero gordo cascó unos huevos sobre una sartén, añadió leche y lo removió todo.
—¿Quieres un trago, chico?
Pete Anglich negó con la cabeza.
—Tengo que conducir la carreta, Mopsy.
El cocinero sonrió. Sacó una botella parda que tenía bajo la barra, sirvió una buena cantidad en un vaso de agua y lo dejó a un lado de Pete Anglich.
Este le echó el guante rápidamente, se lo llevó a los labios y se lo bebió de un trago.
—Creo que conduciré la carreta en otro momento —dijo, dejando el vaso vacío.
La chica se levantó, caminó junto a los taburetes y puso diez centavos en la barra. El cocinero gordo abrió la caja registradora y le dio cinco centavos de cambio. Pete Anglich miró indiferente a la chica. Una muchacha mal vestida, de mirada inocente, pelo castaño que se rizaba en la nuca, cejas depiladas como un hueso y arcos de sorpresa pintados en el sitio donde habían estado las cejas.
—No te habrás perdido, ¿eh, chica? —preguntó con su voz baja y ronca.
Esta había abierto desmañadamente el bolso para guardar sus cinco centavos. Se sobresaltó, dio un paso atrás y se le cayó el bolso en el proceso. Su contenido se desparramó por el suelo. Ella se quedó mirando el desastre con los ojos muy abiertos.
Pete Anglich hincó una rodilla y volvió a meter las cosas en el bolso. Una polvera barata de níquel, cigarrillos, una caja de cerillas morada con letras doradas: «club Juggernaut». Dos pañuelos de colores, un billete de dólar arrugado y unas cuantas monedas.
Se levantó con el bolso cerrado en la mano y se lo ofreció a la chica.
—Lo siento —dijo con suavidad—. Parece que te he asustado.
La chica respiró con un sonido entrecortado. Le arrebató el bolso de la mano, salió corriendo del vagón y desapareció.
El cocinero gordo se la quedó mirando mientras se iba.
—Esa muñeca no pega en estos barrios malos —comentó lentamente.
Puso en un plato los huevos y la tostada, sirvió café en una taza gruesa y colocó las dos cosas delante de Pete Anglich.
Este tocó la comida y habló con aire ausente:
—Sola y con cerillas del club Juggernaut. El garito de Trimmer Waltz. Ya sabes lo que les pasa a las chicas como esa cuando les echa mano.
El cocinero se humedeció los labios y metió la mano bajo la barra en busca de la botella de whisky. Se sirvió un trago, añadió aproximadamente la misma cantidad de agua a la botella y volvió a guardarla bajo la barra.
—Nunca he sido un tío pendenciero, y no quiero empezar ahora —dijo despacio—. Pero estoy harto de blancos como ese. Algún día le van a dar lo suyo.
Pete Anglich dio una patada a su maleta.
—Sí. Guárdame la maleta, Mopsy.
Salió a la calle.
Dos o tres coches pasaron deprisa en la fresca noche de otoño, pero las aceras estaban oscuras y vacías. Un vigilante nocturno de color recorría despacio un lado de la calle, probando las puertas de una corta hilera de tiendas mugrientas. Al otro lado había casas de madera, y de dos de ellas salía mucho ruido.
Pete Anglich llegó a la esquina y cruzó. A tres manzanas del vagón de comidas vio de nuevo a la chica.
Estaba apretada contra una pared, inmóvil. Un poco más allá, una luz amarilla y mortecina salía de la escalera de una casa de apartamentos. Y, más lejos, había un pequeño aparcamiento con vallas publicitarias en casi toda la parte de delante. De algún lado llegaba una débil luz que caía sobre el sombrero de la chica, sobre su raída chaqueta con el cuello subido, sobre un lado de su cara. Pete supo que se trataba de la misma chica.
Se metió en un portal y la observó. La luz arrancó destellos en el brazo alzado de la chica, en algo brillante, un reloj de pulsera. En alguna parte, no muy lejos, un reloj dio ocho campanadas bajas y resonantes.
Unas luces atravesaron la calle desde la esquina de atrás. Un coche grande torció poco a poco saliendo a la vista, y al girar se redujeron las luces de sus faros. Recorrió despacio la manzana, una masa oscura y reluciente de cristal y pintura lustrosa.
Pete Anglich sonrió con ganas en el portal. ¡Un Duesenberg personalizado, a seis manzanas de Central Avenue! Se envaró al oír el ruido agudo de pasos que corrían, tacones altos que repicaban.
La chica iba directo a él por la acera. El coche no estaba lo bastante cerca para que sus faros mortecinos la iluminaran. Pete Anglich salió del portal, la agarró por un brazo y la arrastró al interior con él. El revólver surgió como una serpiente de debajo de su chaqueta.
La chica resopló a su lado.
El Duesenberg pasó despacio ante el portal. No salieron disparos de él. El chófer uniformado no redujo la marcha.
—No puedo hacerlo, tengo miedo —dijo la chica jadeando al oído de Pete Anglich.
Después se separó y echó a correr un poco más, alejándose del coche.
Pete Anglich miró el Duesenberg. Estaba enfrente de la hilera de vallas publicitarias que servían de pantalla al aparcamiento. Prácticamente iba arrastrándose. Algo salió disparado de la ventanilla delantera izquierda y cayó con un golpe seco en la acera. El coche ganó velocidad sin hacer ruido, pasada una manzana más, los faros volvieron a encenderse a plena intensidad. Se perdió ronroneando en la oscuridad.
No se movía nada. El objeto que habían lanzado estaba en el borde interior de la acera, casi debajo de una de las vallas publicitarias.
La chica estaba regresando, pasito a pasito, vacilante. Pete Anglich la vio venir sin moverse. Cuando llegó a su altura, dijo en voz baja:
—¿Qué pasa aquí? ¿Puedo ayudar?
Ella se volvió con un sonido ahogado, como si se hubiera olvidado de él. Movió la cabeza en la oscuridad, a su lado. Hubo un brillo repentino al mover los ojos. Tenía un leve temblor en la mandíbula. Su voz era baja, acelerada, asustada.
—Usted es el hombre del vagón de comidas. Le he visto allí.
—Venga, cuenta. ¿Qué es? ¿Un pago?
Ella volvió a mover la cabeza en la oscuridad, arriba y abajo.
—¿Qué hay en el paquete? —gruñó Pete Anglich—. ¿Dinero?
Las palabras de la chica llegaron atropelladas.
—¿Querrá recogerlo por mí? Por favor, ¿lo haría? Le estaría tan agradecida. Yo…
Él se echó a reír. Su risa tenía un sonido como de gruñido bajo.
—¿Recogerlo para ti, nena? Yo también utilizo dinero en mi negocio. Venga, ¿qué chanchullo es este? Suéltalo.
Ella intentó apartarse de él, pero la sujetó del brazo. Hizo desaparecer el revólver bajo su chaqueta y agarró a la chica con las dos manos. Ella sollozaba al susurrar:
—Me matará si no lo recojo.
Muy cortante y frío, Pete Anglich preguntó:
—¿Quién te matará? ¿Trimmer Waltz?
Ella se agitó con violencia y casi se soltó de su presa. No fue suficiente. Se oyeron unos pasos arrastrados en la acera. Dos formas oscuras aparecieron delante de las vallas publicitarias, pero no se pararon a recoger nada. Los pasos se acercaron, brillaron las puntas de unos cigarrillos.
Una voz dijo suavemente:
—Mira qué tortolitos. ¿Quieres cambiar de novio, guapa?
La chica se encogió detrás de Pete Anglich. Uno de los negros se rio en voz baja e hizo ondear el extremo encendido de su cigarrillo.
—Coño, es blanca —dijo el otro rápidamente—. Venga, tira.
Siguieron su camino riendo. En la esquina torcieron y desaparecieron.
—Ya lo ves —gruñó Pete Anglich—. Ahora sabes dónde estás. —Su voz era dura y airada—. ¡Demonios! Quédate aquí y yo recogeré tu maldito pago.
Dejó a la chica y caminó ligero, pegado a la fachada de la casa de apartamentos. Al inicio de las vallas se detuvo, sondeó la oscuridad con los ojos y vio el paquete. Estaba envuelto en un material oscuro, no era muy grande pero sí lo bastante para que se viera. Se agachó y miró por debajo de las vallas. No vio nada detrás.
Avanzó cuatro pasos, volvió a agacharse y recogió el paquete, notó tela y dos gruesas bandas de goma. Se quedó quieto, escuchando.
A lo lejos, el tráfico zumbaba en una calle principal. Una luz se encendió en la otra acera, en una casa de huéspedes, detrás de una puerta con paneles de cristal. Encima de ella había una ventana abierta y a oscuras.
Una voz de mujer soltó un chillido agudo detrás de él.
Se puso rígido, se volvió y la luz le pegó entre los ojos. Venía de la ventana a oscuras al otro lado de la calle, un rayo de luz cegador que lo empaló contra la valla.
Su cara hizo una mueca bajo la luz, sus ojos parpadearon. No movió nada más.
Unos zapatos sonaron sobre el cemento y un rayo de luz más pequeño le apuñaló desde el extremo de las vallas. Detrás de la luz, habló una voz tranquila:
—No muevas ni una pestaña, chico. Estás rodeado por la ley.
Hombres con revólveres desenfundados le rodearon desde los dos extremos de la hilera de vallas. A lo lejos sonaron unos tacones sobre el hormigón. Después hubo un momento de silencio. Y entonces, un coche con una luz roja dobló la esquina y se acercó al grupo de hombres con Pete Anglich en el centro.
El hombre de la voz tranquila dijo:
—Soy el teniente detective Angus. Yo me haré cargo del paquete, si no te importa. Y si tienes la bondad de juntar las manos un momento…
Las esposas se cerraron con un chasquido seco sobre las muñecas de Pete Anglich.
Este aguzó el oído, en busca del lejano sonido de los tacones que se alejaban corriendo. Pero ya había demasiado ruido a su alrededor.
Se abrieron puertas y empezó a surgir gente oscura de las casas.
3
John Vidaury medía un metro ochenta y cinco y tenía el perfil más perfecto de Hollywood. Era moreno, atractivo, romántico y con un interesante toque gris en las sienes. Tenía los hombros anchos, las caderas estrechas, la cintura de un oficial de la guardia inglesa, y su traje de etiqueta le sentaba tan maravillosamente que dolía mirarlo.
De modo que miró a Pete Anglich como si estuviera a punto de pedirle disculpas por no conocerlo. Este miró sus esposas, sus zapatos gastados sobre la gruesa alfombra, el alto reloj de péndulo contra la pared. Tenía la cara enrojecida y le brillaban los ojos.
Con una voz suave, clara y modulada, Vidaury dijo:
—No, nunca lo había visto. —Y sonrió a Pete Anglich.
Angus, el detective de paisano, se apoyó en un extremo de un escritorio tallado y tocó con un dedo el ala de su sombrero. Había otros dos policías de pie junto a una pared lateral. Y un cuarto sentado ante una mesa pequeña, con un cuaderno de notas delante.
—Bueno, solo pensábamos que podría conocerlo —dijo Angus—. No creo que podamos sacarle gran cosa.
Vidaury alzó las cejas y sonrió muy ligeramente.
—La verdad, eso me sorprende.
Fue de un lado a otro recogiendo copas, las puso sobre una bandeja y empezó a mezclar más bebidas.
—Son cosas que pasan —comentó Angus.
—Creía que ustedes tenían métodos —dijo Vidaury delicadamente, sirviendo whisky escocés en las copas.
Angus se miró una uña.
—Cuando digo que no nos va a decir nada, señor Vidaury, me refiero a nada que tenga importancia. Afirma que se llama Pete Anglich, que antes era boxeador, pero que lleva varios años sin subir a un ring. Hasta hace aproximadamente un año, era detective privado, pero ahora no tiene trabajo. Ganó algo de dinero en una partida de dados y se emborrachó, por eso andaba dando vueltas por ahí. Así fue cómo llegó a pasar por Noon Street. Vio cómo tiraban el paquete desde su coche y lo recogió. Podemos acusarle de vagancia, nada más.
—Podría haber ocurrido así —dijo Vidaury en voz baja.
Llevó las copas de dos en dos a los cuatro policías, levantó la suya y saludó con una inclinación de cabeza antes de beber. Lo hizo con gracia, con una soberbia elegancia de movimientos.
—No, no lo conozco —repitió—. Francamente, no me parece un tipo de los que arrojan ácido. —Gesticuló con una mano—. Así que me temo que traerlo aquí…
De pronto, Pete Anglich levantó la cabeza y miró fijamente a Vidaury. Su voz tenía un tono de burla.
—Es un gran cumplido, Vidaury. No es normal que cuatro policías se tomen la molestia de llevar detenidos a visitar a la gente.
Vidaury sonrió amablemente.
—Así es Hollywood. —Sonrió más—. Al fin y al cabo, uno tiene un prestigio.
—Lo tenía —replicó Pete Anglich—. Su última película era un dolor en un sitio que no se menciona delante de señoras.
Angus se envaró. A Vidaury se le puso la cara blanca. Dejó la copa despacio y la mano colgando a un costado. Caminó con elegancia sobre la alfombra y se plantó delante de Pete Anglich.
—Esa será su opinión —dijo con rabia—. Pero le advierto…
Pete Anglich le miró con mal gesto.
—Escucha, pez gordo. Has puesto mil pavos en el anzuelo porque algún chorizo te dijo que te tiraría ácido si no lo hacías. Yo recogí los mil, pero no me he llevado nada de tu dinerito fresco. Te lo han devuelto. Sacas publicidad por valor de diez mil pavos y no te va a costar ni un céntimo. Diría que te ha salido bastante bien.
—Ya basta, chulito —dijo Angus, cortante.
—¿Ah, sí? —se burló Pete Anglich—. Creía que queríais que hablara. Pues estoy hablando, y odio a los miserables, ¿te enteras?
Vidaury respiró con fuerza. De pronto, cerró el puño y golpeó a Pete Anglich en la mandíbula. Su cabeza se giró con el golpe, y sus ojos se cerraron para después abrirse mucho. Se sacudió y dijo tranquilamente:
—El codo arriba y el pulgar abajo, Vidaury. Te vas a romper la mano si pegas a la gente de esa manera.
Vidaury dio un paso atrás y meneó la cabeza. Se miró el pulgar. Su cara perdió la palidez. Su sonrisa volvió a hurtadillas.
—Lo siento —dijo en tono contrito—. Lo siento mucho. No estoy acostumbrado a que me insulten. Dado que no conozco a este hombre, tal vez lo mejor sea que se lo lleven, inspector. Y estaba esposado. No ha sido muy deportivo, ¿verdad?
—Cuéntaselo a tus caballos de polo —dijo Pete Anglich—. No es tan fácil hacerme daño.
Angus se acercó él y le dio una palmada en el hombro.
—En marcha, muchacho. Vámonos. No estás acostumbrado a la gente fina, ¿eh?
—No. Prefiero los vagabundos —dijo Pete Anglich.
Se incorporó despacio y arrastró los pies por el pelo de la alfombra.
Los dos policías que estaban contra la pared se situaron a su lado y todos pasaron bajo el arco que conducía fuera del enorme salón. Angus y el otro hombre iban detrás. Esperaron en el pequeño vestíbulo privado a que subiera el ascensor.
—¿Qué pretendías? —dijo Angus secamente—. ¿Por qué te pones chulo con él?
Pete Anglich se echó a reír.
—Estaba nervioso —dijo—. Solo eso.
Llegó el ascensor y todos bajaron al gigantesco y silencioso vestíbulo de Chester Towers. Dos vigilantes de seguridad de la casa holgazaneaban al extremo de un mostrador de mármol, dos conserjes se mantenían alerta detrás de él.
Pete Anglich levantó las manos esposadas haciendo el saludo de los boxeadores.
—¿Cómo? ¿Todavía no están aquí los chicos de la prensa? —se burló—. A Vidaury no le gustará que no se sepa esto.
—Sigue andando, listillo —dijo uno de los policías tirándole del brazo.
Recorrieron un pasillo y salieron por una puerta lateral a una callejuela estrecha que estaba casi a la altura de las copas de los árboles. Más allá de estas, las luces de la ciudad formaban una extensa alfombra dorada, moteada con pequeñas salpicaduras de rojo, verde, azul y morado.
Dos motores zumbaron. Pete Anglich fue empujado al asiento de atrás del primer coche. Angus y otro hombre se sentaron uno a cada lado. Los coches bajaron la colina, torcieron al este en Fountain, y se deslizaron apaciblemente a través de la noche durante kilómetros y kilómetros. Fountain desembocó en Sunset y los coches bajaron por el centro hacia la alta torre blanca del ayuntamiento. Al llegar a la plaza, el primer coche torció por Los Ángeles Street y se dirigió al sur. El otro coche siguió adelante.
Al cabo de un rato, Pete Anglich bajó las comisuras de la boca y miró de reojo a Angus.
—¿Adónde me lleváis? Este no es el camino de la Jefatura.
El rostro moreno y austero de Angus se giró despacio hacia él. Al cabo de un momento, el corpulento policía se echó hacia atrás y bostezó hacia la noche. No respondió.
El coche rodó por Los Ángeles Street hasta la Quinta, torció al este hasta San Pedro y otra vez al sur manzana tras manzana; manzanas tranquilas y manzanas ruidosas, manzanas en las que hombres silenciosos se sentaban en porches destartalados y manzanas en las que jóvenes duros y ruidosos de los dos colores discutían y bromeaban delante de restaurantes baratos, drugstores y cervecerías llenas de máquinas tragaperras.
En Santa Bárbara, el coche de policía torció otra vez hacia el este y avanzó despacio junto a la acera hasta Noon Street. Se detuvo en la esquina anterior al vagón de comidas. La cara de Pete Anglich se puso rígida de nuevo, pero no dijo nada.
—Vale —dijo Angus arrastrando las palabras—. Quítale las pulseras.
El policía que estaba al otro lado sacó una llave del chaleco, abrió el cierre de las esposas y las balanceó juguetonamente antes de colocárselas en la cadera. Angus abrió la puerta y salió del coche.
—Fuera —dijo por encima del hombro.
Pete Anglich salió. Angus se alejó un poco de las farolas, se detuvo e hizo una seña. Su mano se movió bajo la chaqueta y salió con un revólver.
—Tenía que hacerlo de esta manera —explicó con suavidad—. De lo contrario, se habría enterado toda la ciudad. Pearson es el único que te conoce. ¿Alguna idea?
Pete Anglich recogió su revólver, negó despacio con la cabeza y se guardó el arma bajo la chaqueta, manteniendo el cuerpo entre el arma y el coche que aguardaba detrás, en la acera.
—Supongo que se percataron de la vigilancia —dijo despacio—. Había una chica rondando por aquí, pero a lo mejor era una coincidencia.
Angus lo miró en silencio durante un momento, después asintió y volvió al coche. La puerta se cerró de golpe y el coche se alejó calle abajo ganando velocidad.
Pete Anglich caminó por Santa Bárbara hasta Central Avenue, y allí torció al sur. Al cabo de un rato, un letrero luminoso relumbró ante él con letras violetas: club Juggernaut. Subió por unas anchas escaleras alfombradas hacia el ruido y la música de baile.
4
La chica tenía que andar de lado para pasar entre las apretadas mesas que rodeaban la pequeña pista de baile. Sus caderas tocaron la espalda de un hombre y este estiró un brazo y le agarró la mano, sonriendo. Ella sonrió mecánicamente, apartó la mano de un tirón y siguió adelante.
Tenía mejor aspecto con el vestido de lamé bronceado sin mangas y con el pelo castaño cayéndole en rizos sobre la nuca; mejor que con la raída chaqueta de polo y el sombrero barato de fieltro, mejor aún que con tacones altos como rascacielos, las piernas y los muslos al aire, el mínimo imprescindible sobre la cintura y un sombrerito de opereta dorado inclinado peligrosamente sobre una oreja.
Su cara parecía macilenta, pequeña, bonita, frívola. Los ojos miraban muy abiertos. La orquesta de baile se hacía oír con fuerza sobre el tintineo de los platos, el espeso rumor de las conversaciones y los pies al ritmo de la música en la pista de baile. La muchacha se acercó despacio a la mesa de Pete Anglich, echó hacia atrás la otra silla y se sentó.
Apoyó la barbilla en los dorsos de las manos, puso los codos sobre el mantel y lo miró.
—Hola —dijo con una voz que le temblaba un poco.
Pete Anglich empujó un paquete de cigarrillos sobre la mesa y observó cómo ella lo sacudía para sacar uno y se lo ponía entre los labios. Encendió una cerilla. Ella tuvo que quitársela de la mano para encender el cigarrillo.
—¿Una copa?
—Vale.
Pete hizo una seña a un camarero de pelo rizado y ojos almendrados, y pidió un par de sidecares. El camarero se alejó. Pete Anglich se echó hacia atrás en la silla y se miró una de las puntas chatas de los dedos.
—Recibí su nota, señor —dijo la chica en voz muy baja.
—¿Te gustó?
La voz de Pete era dura pero casual. No la miraba. Ella se rio fuera de tono.
—Tenemos que complacer a los clientes.
Pete Anglich miró más allá de los hombros de ella, al rincón del escenario. Un hombre estaba allí de pie, fumando, al lado de un pequeño micrófono. Era corpulento, algo mayor para ser el maestro de ceremonias, con el pelo liso y gris, la nariz grande y el cutis enrojecido de un bebedor habitual. Estaba sonriendo a todo y a todos. Pete Anglich lo miró durante un rato, observando la dirección de sus ojos. Habló en tono duro, con la misma voz casual.
—Pero habrías venido de todos modos.
La chica se puso rígida y después se derrumbó.
—No hace falta que me insulte, señor.
Él la miró despacio, con los ojos vacíos, de abajo arriba.
—Estás sin blanca, metida hasta las rodillas en la nada, nena. He estado así tantas veces que me sé los síntomas de memoria. Además, me has metido en un buen lío esta noche. Te debo un par de insultos.
El camarero del pelo rizado volvió y deslizó una bandeja sobre el mantel, secó los fondos de dos copas con un paño sucio y las colocó en la mesa. Se marchó de nuevo.
La chica puso la mano alrededor de una de ellas, la levantó con rapidez y bebió un largo trago. Se estremeció un poco al dejar la copa. Tenía el rostro blanco.
—Siga diciendo gracias o haga algo —dijo ella rápidamente—. No se quede ahí sentado. Me vigilan.
Pete Anglich tocó su bebida fresca y sonrió muy deliberadamente hacia el rincón del escenario.
—Ya, me lo imagino. Háblame de esa entrega en Noon Street.
Ella extendió la mano y le tocó el brazo. Sus afiladas uñas se clavaron en él.
—Aquí no —susurró—. No sé cómo me has encontrado, y no me importa. Parecías la clase de tío capaz de ayudar a una chica. Estaba muerta de miedo. Pero no hablemos de eso aquí. Haré lo que quieras, iré adonde quieras. Pero aquí no.
Pete Anglich sacó el brazo de debajo de la mano de ella y se echó hacia atrás de nuevo. Sus ojos eran fríos, pero su boca era amable.
—Entiendo. Órdenes de Trimmer. ¿Estaba él siguiendo la operación?
Ella asintió rápidamente.
—No había andado ni tres manzanas cuando me recogió. Pensó que hice una buena jugada, pero dejará de pensarlo si te ve aquí. A ver si te das cuenta.
Pete Anglich dio un sorbo a su bebida.
—Viene hacia aquí —dijo tranquilamente.
El maestro de ceremonias del pelo gris se estaba moviendo entre las mesas, haciendo inclinaciones de cabeza y hablando, pero dirigiéndose hacia la mesa en la que estaba Pete Anglich con la chica. Esta estaba mirando un gran espejo con marco dorado detrás de la cabeza de Pete Anglich. La cara se le contrajo de pronto, descompuesta por el terror. Los labios le temblaban sin poder controlarlos.
Trimmer Waltz llegó como quien no quiere la cosa y apoyó una mano en la mesa. Apuntó con su venosa nariz a Pete Anglich. En su cara había una sonrisa blanda y plana.
—Hola, Pete. No te veía desde que enterraron a McKinley. ¿Cómo te va?
—Ni bien ni mal —respondió Pete Anglich con voz ronca—. He estado emborrachándome.
Trimmer Waltz ensanchó su sonrisa y la dirigió hacia la chica. Ella lo miró fugazmente y apartó la mirada, concentrándose en el mantel.
La voz de Waltz era suave, arrulladora.
—¿Conocías a la señorita de antes… o solo la has elegido entre el personal?
Pete Anglich se encogió de hombros, con aire aburrido.
—Solo buscaba alguien que se tomara una copa conmigo, Trimmer. Le envié una nota. ¿Te parece bien?
—Claro. Perfecto. —Waltz levantó una de las copas y la olfateó. Meneó la cabeza con aire triste—. Ojalá pudiéramos servir mejor género. A medio dólar el trago, no es posible. ¿Qué tal si probamos un poco de una botella como Dios manda, allá en mi guarida?
—¿Los dos? —preguntó Pete Anglich educadamente.
—Sí, claro, venid los dos. Dentro de unos cinco minutos. Antes tengo que circular un poco.
Pellizcó a la chica en la mejilla y se marchó con un relajado bamboleo de sus bien vestidos hombros.
La chica habló despacio, con voz pastosa, sin esperanza:
—Así que te llamas Pete. Parece que quieres morir joven, Pete. Yo me llamo Token Ware. Un nombre tonto, ¿verdad?
—A mí me gusta —dijo Pete Anglich con suavidad.
La chica miraba un punto situado debajo de la cicatriz blanca del cuello de Pete Anglich. Poco a poco se le llenaron los ojos de lágrimas.
Trimmer Waltz deambuló entre las mesas, hablando con algún que otro cliente. Llegó hasta la pared más alejada, la siguió hasta el escenario y allí se quedó, recorriendo el local con la mirada hasta apuntar directamente a Pete Anglich. Hizo un movimiento con la cabeza y se retiró a través de un par de cortinas gruesas.
Pete Anglich echó hacia atrás la silla y se puso de pie.
—Vamos —dijo.
Con dedos temblorosos, Token Ware aplastó el cigarrillo en un cenicero de vidrio, se terminó la bebida y se levantó. Avanzaron entre las mesas, siguiendo el borde de la pista de baile, hasta llegar a un lado del escenario.
Las cortinas daban a un pasillo en penumbra, con puertas a ambos lados. Una gastada moqueta roja ocultaba el suelo. Las paredes estaban desconchadas, las puertas crujían.
—La última de la izquierda —susurró Token Ware.
Llegaron a la puerta. Pete Anglich llamó. La voz de Trimmer Waltz los invitó a entrar. Pete Anglich se quedó un momento mirando la puerta y después a la chica con sus ojos duros y estrechos. Abrió de un empujón y le hizo un gesto a la chica. Entraron.
La habitación no estaba muy iluminada. Sobre la mesa, un pequeño flexo ovalado arrojaba luz sobre la madera pulida, pero no sobre la gastada moqueta roja ni sobre las largas y pesadas cortinas rojas de la pared que daba a la calle. El aire estaba cargado, con un denso y dulzón olor a licor.
Trimmer Waltz estaba sentado detrás de la mesa, con las manos tocando una bandeja con un botellón de cristal tallado, unas copas con venas doradas, un cubo de hielo y un sifón de agua con gas.
Sonrió y se frotó un lado de la narizota.
—Instalaos, muchachos. Liqueur scotch, a seis noventa el litro. Esto es lo que me cuesta a mí… al por mayor.
Pete Anglich cerró la puerta e inspeccionó con la mirada la habitación, las cortinas de la ventana que llegaban al suelo, la luz del techo sin encender. Se desabrochó el botón superior de la chaqueta con un movimiento lento y relajado.
—Hace calor aquí —dijo en voz baja—. ¿Hay ventanas detrás de esas cortinas?
La chica se sentó en un sillón redondo enfrente de Waltz. Él le dirigió una sonrisa muy amable.
—Buena idea —dijo Waltz—. Abre una, ¿quieres?
Pete Anglich pasó junto al extremo de la mesa, hacia las cortinas. Cuando dejó atrás a Waltz, metió la mano bajo la chaqueta y tocó la culata de su revólver. Se acercó con suavidad. Las punteras cuadradas de unos zapatos negros asomaban bajo las cortinas, en la sombra entre estas y la pared.
Pete Anglich llegó a las cortinas, extendió la mano izquierda y las abrió de golpe.
Los zapatos que había en el suelo, tocando la pared, estaban vacíos. Waltz soltó una risa seca detrás de Anglich. Después, una voz gruesa y fría dijo:
—Levanta bien las manos, chaval.
La chica hizo un sonido ahogado que no llegó a ser un grito. Pete Anglich bajó las manos, dio media vuelta despacio y miró. El negro era enorme, parecía un gorila, y vestía un holgado traje a cuadros que le hacía parecer aún más enorme. Había salido sin hacer ruido por la puerta de un armario, descalzo, con una enorme pistola negra tapada por su mano derecha.
También Trimmer Waltz tenía una pistola, una Savage. Los dos hombres miraban en silencio a Pete Anglich. Este alzó las manos en el aire, con los ojos en blanco y la pequeña boca muy apretada.
El negro del traje a cuadros se acercó a él con zancadas largas y relajadas, le apretó la pistola contra el pecho y después le metió la mano bajo la chaqueta. Salió con el revólver de Pete Anglich entre los dedos. Lo tiró al suelo detrás de él. Movió descuidadamente la pistola y golpeó a Pete Anglich en un lado de la mandíbula con la parte plana.
Pete Anglich se tambaleó y sintió bajo la lengua el sabor salado de la sangre. Parpadeó y habló con voz ronca.
—Me acordaré de ti durante mucho tiempo, grandullón.
El negro sonrió.
—No tanto tiempo, colega. No tanto tiempo.
Golpeó de nuevo a Pete Anglich con la pistola, y de pronto se la guardó en un bolsillo lateral y adelantó sus dos enormes manos, que se cerraron en torno a la garganta de Pete Anglich.
—Cuando son duros me gusta estrujarlos —explicó casi con suavidad.
Unos pulgares que parecían tan grandes y duros como pomos de puerta apretaron las arterias del cuello de Pete Anglich. La cara que tenía delante y por encima creció hasta hacerse enorme, una cara enorme y sombría con una amplia sonrisa en medio. Ondulaba bajo una luz decreciente, una cara irreal, una cara fantástica.
Pete Anglich golpeó la cara débilmente, con los puños de un globo de juguete. No sentía nada al golpear la cara. El grandullón lo giró y le puso una rodilla en la espalda para hacerle caer al suelo.
Durante un rato no hubo ningún sonido aparte del atronador palpitar de la sangre en la cabeza de Pete Anglich. Después, muy a lo lejos, le pareció oír que una chica gritaba débilmente. Desde aún más lejos, la voz de Trimmer Waltz murmuró:
—Afloja ya, Rufe. Afloja.
Una inmensa negrura con ardientes toques rojos llenó el mundo de Pete Anglich. La oscuridad quedó en silencio. Nada se movía en ella, ni siquiera la sangre.
El negro depositó en el suelo el cuerpo fláccido de Pete Anglich, dio un paso atrás y se frotó las manos.
—Sí, señor, me gusta estrujarlos —dijo.
5
El negro del traje a cuadros estaba sentado en un lado del sofá cama y pulsaba lánguidamente un banjo de cinco cuerdas. Su enorme cara estaba solemne y apacible, un poco triste. Tocaba las cuerdas del banjo despacio, con los dedos desnudos, la cabeza ladeada y la punta de un cigarrillo arrugado asomando apenas por los labios en una esquina de la boca.
De las profundidades de su garganta surgía una especie de sonido zumbante. Estaba cantando.
Sobre una repisa, un reloj eléctrico barato marcaba las once y treinta y cinco. Estaban en un cuarto de estar pequeño, con muebles vistosos y sobrecargados de cosas, una lámpara de pie roja con un montón de muñecas francesas en la base, una alegre alfombra con grandes diseños rómbicos, dos ventanas con cortinas y un espejo entre ellas.
Al fondo había una puerta abierta. Cerca de esta, otra que daba al pasillo estaba cerrada.
Pete Anglich estaba tumbado de espaldas en el suelo, con la boca abierta y los brazos extendidos. Su respiración era un áspero ronquido. Tenía los ojos cerrados, y la cara, a la luz rojiza de la lámpara, parecía sonrojada y febril.
El negro soltó el banjo de sus inmensas manos, se puso de pie, bostezó y se estiró. Cruzó la habitación y miró un calendario que había sobre la repisa.
—No estamos en agosto —dijo con disgusto.
Arrancó una hoja del calendario, hizo una bola con ella y la tiró a la cara de Pete Anglich. Le dio al hombre inconsciente en la mejilla. Este no se movió. El negro escupió la colilla del cigarrillo en la palma de la mano, extendió la palma, metió la uña de un dedo y disparó la colilla en la misma dirección que la bola de papel.
Dio unos pasos perezosos y se agachó para tocar con el dedo un cardenal en la sien de Pete Anglich. Apretó el moratón, sonriendo suavemente. Pete Anglich no se movió.
El negro se enderezó pensativo y pateó al hombre inconsciente en las costillas, una y otra vez, no muy fuerte. Pete Anglich se movió un poco, gargajeó y giró la cabeza hacia un lado. El negro pareció complacido, lo dejó y volvió al sofá cama. Llevó el banjo a la puerta del pasillo y lo apoyó en la pared. En una mesita había un revólver sobre un periódico. El negro salió por una puerta interior medio abierta y volvió con una botella de ginebra medio llena. La Frotó con cuidado con un pañuelo y la colocó en la repisa.
—Ya va siendo hora, colega —reflexionó en voz alta—. Cuando te despiertes, puede que no te sientas muy bien. Puede que necesites un trago… Eh, tengo una idea mejor.
Recuperó la botella, se agachó apoyándose en una enorme rodilla y vertió ginebra sobre la boca y la barbilla de Pete Anglich, derramando un poco en la pechera de la camisa. Dejó la botella de pie en el suelo, después de limpiarla otra vez, y tiró el tapón de vidrio bajo el sofá cama.
—Agárrala, blanquito —dijo en voz baja—. Unas huellas nunca vienen mal.
Levantó el periódico con el revólver, dejó caer el arma sobre la alfombra y lo movió con el pie hasta que quedó justo fuera del alcance de la mano extendida de Pete Anglich.
Estudió con atención la composición desde la puerta, asintió y recogió el banjo. Abrió la puerta, echó un vistazo al exterior y volvió a mirar atrás.
—Hasta luego, colega —dijo en voz baja—. Es hora de que me esfume. No tienes mucho futuro por delante, pero el que tienes te va a caer de golpe.
Cerró la puerta, recorrió el pasillo hasta la escalera y bajó. Detrás de las puertas cerradas, las radios hacían sonidos débiles. El vestíbulo de entrada de la casa de apartamentos estaba vacío. El negro del traje a cuadros se metió en una cabina telefónica que había en el rincón oscuro del vestíbulo, echó una moneda de cinco centavos y marcó un número.
Una voz pesada dijo:
—Departamento de Policía.
El negro acercó los labios al micrófono y convirtió su voz en un gemido.
—¿Es la poli? Mire, ha habido tiros en los Apartamentos Calliope, en la Cuarenta y ocho Este, 246, apartamento 4-B. ¿Lo tienes? Pues haz algo, pies planos.
Colgó rápidamente con una risita, bajó corriendo los escalones del portal de la casa de apartamentos y se metió de un salto en un sedán pequeño y sucio. Le hizo cobrar vida a patadas y condujo hacia Central Avenue. Estaba a una manzana de allí cuando el ojo rojo de un coche patrulla torció desde Central Avenue para entrar en la calle Cuarenta y ocho Este.
El negro del sedán soltó una risa contenida y siguió su camino. Estaba cantando para sus adentros cuando el coche patrulla se le cruzó zumbando.
En el instante en que sonó el cierre de la puerta, Pete Anglich entreabrió los ojos. Giró despacio la cabeza y una mueca de dolor apareció en su cara y se quedó allí, pero él siguió girando la cabeza hasta que pudo ver la soledad de un extremo y el centro de la habitación. Ladeó aún más la cabeza sobre el suelo y vio el resto de la habitación.
Rodó hacia el revólver y lo agarró. Era el suyo. Se sentó en el suelo y abrió mecánicamente el arma. Se le endureció la cara alrededor de una mueca. Se había disparado un cartucho. El cañón olía a humo de pólvora.
Se puso en pie y caminó con cuidado hacia la puerta interior entreabierta, manteniendo la cabeza gacha. Cuando llegó se agachó más y empujó poco a poco la puerta hasta abrirla del todo. No ocurrió nada. Vio un dormitorio con dos camas gemelas, cubiertas con colchas de damasco rosa con un diseño dorado.
Había una persona tendida en una de las camas. Una mujer. No se movía. La mueca dura y tensa volvió a la cara de Pete Anglich. Se enderezó del todo y caminó de puntillas hasta el costado de la cama. Más allá había una puerta abierta que daba a un cuarto de baño, pero de allí no salía ningún sonido. Pete Anglich miró a la muchacha de color que yacía sobre la cama.
Contuvo el aliento y dejó escaparlo poco a poco. La chica estaba muerta. Tenía los ojos medio abiertos, sin ningún interés, las manos flojas a los lados. Las piernas estaban un poco torcidas y por encima de una media transparente se veía piel desnuda bajo la falda corta. En el suelo había un sombrero verde. La chica llevaba tacones franceses de once centímetros. En la habitación flotaba un aroma de Midnight Narcissus. Pete se acordó de la chica a la puerta del hotel Surprise.
Estaba bien muerta, llevaba muerta el tiempo suficiente para que la sangre se hubiera coagulado alrededor del agujero quemado por la pólvora, bajo el pecho izquierdo.
Pete Anglich volvió al cuarto de estar, agarró la botella de ginebra y la vació sin parar ni atragantarse. Se detuvo un momento, respirando con fuerza, pensando. El revólver colgaba flojo de su mano izquierda. La boca pequeña y apretada casi no se veía.
Frotó con los dedos el vidrio de la botella, la tiró encima del sofá cama, deslizó su revólver en la funda sobaquera, se dirigió a la puerta y salió discretamente al pasillo.
El pasillo era largo y estaba mal iluminado, y tenía una corriente de aire frío. Una única lámpara de pared se cernía amarillenta en lo alto de la escalera. Una puerta de rejilla daba a un balcón sobre el porche del edificio. En una esquina de la rejilla había una salpicadura gris de fría luz de luna.
Pete Anglich bajó sin ruido la escalera hasta el vestíbulo y extendió la mano hacia el pomo de la puerta de cristal.
Una luz roja cayó sobre el otro lado de la puerta. Un fuerte resplandor rojo se filtró a través del cristal y la fina cortina que lo cubría.
Pete Anglich se apartó de la puerta, se agachó y caminó encorvado a lo largo de la pared lateral. Sus ojos inspeccionaron rápidamente el lugar y se posaron en la oscura cabina telefónica.
—Una trampa —susurró, y siguió agachado hasta la cabina. Entró en ella. Se acurrucó y cerró la puerta casi del todo.
Sonaron fuertes pasos en el portal y la puerta de la calle se abrió con un chirrido. Los pasos resonaron en el vestíbulo y se detuvieron.
Una voz gruesa dijo:
—Todo tranquilo. A lo mejor es una broma.
—4-B —dijo otra voz—. Vamos a echar un vistazo de todos modos.
Los pasos recorrieron el vestíbulo. Sonaron en la escalera, subiendo. Retumbaron en el pasillo de arriba.
Pete Anglich empujó la puerta de la cabina, se deslizó hasta la puerta de la calle, se agachó y bizqueó contra el resplandor rojo.
El coche patrulla era un bulto oscuro junto al bordillo. Sus faros iluminaban la acera agrietada. No podía ver el interior. Suspiró, abrió la puerta del edificio y bajó con rapidez, pero no con demasiada rapidez, los escalones de madera del porche.
El coche estaba vacío, con las dos puertas delanteras abiertas. Por la acera de enfrente empezaban a converger cautelosamente formas sombrías. Pete Anglich caminó derecho hacia el coche patrulla y se metió en él. Cerró las puertas tranquilamente y puso el coche en marcha.
Dejó atrás el grupo de vecinos que se iba formando. En la primera esquina torció y apagó la luz roja. Después aceleró, pasando uno tras otro bloques de casas, alejándose de Central Avenue. Al cabo de un rato volvió hacia allá.
Cuando estuvo cerca de sus luces, su bullicio y su tráfico, paró a un lado de la calle polvorienta y flanqueada por árboles y abandonó el coche patrulla.
Echó a andar hacia Central Avenue.
6
Trimmer Waltz colgó el teléfono con la mano izquierda. Se pasó el dedo índice por el borde del labio superior, levantó el labio y se frotó lentamente los dientes y las encías. Sus ojos inexpresivos y descoloridos miraban al gigantesco negro del traje a cuadros que estaba al otro lado del escritorio.
—Espléndido —dijo con voz muerta—. Espléndido. Se ha escapado antes de que la poli lo pillara. Magnífico trabajo, Rufe.
El negro se sacó de la boca una colilla de puro y la aplastó entre un enorme pulgar plano y un enorme índice plano.
—Demonios, estaba fuera de combate —gruñó—. Los patrulleros se han cruzado conmigo antes de que yo llegara a Central Avenue. No se puede haber escapado.
—Era él el que llamaba —dijo Waltz con una voz sin vida.
Abrió el cajón superior de su escritorio y colocó la pesada Savage delante de él.
El negro miró el arma. Sus ojos se apagaron y quedaron sin brillo, como la obsidiana. Frunció los labios, que se hicieron muecas uno a otro.
—Esa chica me había puesto los cuernos con tres o cuatro tíos —refunfuñó—. Me las tenía que pagar. Sí, señor, las cosas como son. Ahora voy a por ese mono listillo.
Empezó a levantarse. Waltz apenas tocó con dos dedos la culata de la pistola, negó con la cabeza y el negro se volvió a sentar. Waltz habló:
—Se ha escapado, Rufe. Y tú has llamado a la poli para que encontrara una mujer muerta. A menos que lo pillen con el revólver encima, una posibilidad entre mil, no hay manera de cargarle con ello. Eso te convierte a ti en culpable. Vives allí.
El negro hizo una mueca sin apartar sus apagados ojos de la Savage.
—Eso me da escalofríos. Y con mi tamaño no son escalofríos pequeños. Será mejor que me esfume, ¿no?
Waltz suspiró.
—Sí —dijo pensativo—. Creo que será mejor que te marches por un tiempo. Por Glendale. El tren nocturno para San Francisco te vendrá bien.
El negro se enfurruñó.
—A Frisco no, jefe. Allí le puse la mano encima a una pava. La palmó. A Frisco no, jefe.
—Se te están ocurriendo ideas, Rufe —dijo Waltz con calma, se frotó un lado de su venosa nariz con un dedo y se alisó el pelo gris con la palma de la mano—. Las veo en tus ojazos castaños. Olvídate. Yo me ocuparé de ti. Sube al coche que hay en el callejón. Ya iremos pensando los detalles por el camino a Glendale.
El negro parpadeó y se limpió la ceniza de puro de la barbilla con una manaza.
—Y será mejor que dejes aquí tu reluciente pistolón —añadió Waltz—. Necesita descansar.
Rufe echó la mano atrás y sacó despacio su pistola de un bolsillo lateral. La empujó con un dedo sobre la madera pulida del escritorio. Había una levísima sonrisa somnolienta en el fondo de sus ojos.
—Vale, jefe —dijo como en sueños.
Se dirigió a la puerta, la abrió y salió. Waltz se puso de pie y fue al armario. Se puso un sombrero de fieltro oscuro, una gabardina y un par de guantes oscuros. Se metió la Savage en el bolsillo izquierdo y la pistola de Rufe en el derecho. Salió de la habitación y recorrió el pasillo hacia el sonido de la orquesta de baile.
Al llegar al final separó las cortinas solo lo suficiente para mirar por la abertura. Sonaba un vals. Había una buena asistencia, un público tranquilo para Central Avenue. Waltz suspiró, miró un momento a los bailarines y dejó que las cortinas se volvieran a juntar.
Regresó por el pasillo y pasó de largo su despacho, hasta una puerta en el extremo que daba a una escalera. Al pie de la escalera, otra puerta daba a un oscuro callejón detrás del edificio.
Waltz cerró y se quedó en la oscuridad pegado a la pared. Le llegó el sonido de un motor al ralentí, el ligero martilleo de válvulas sueltas. El callejón solo tenía una salida; un ángulo recto hacia la parte delantera del edificio. Algo de luz de Central Avenue caía sobre una pared de ladrillo en el extremo abierto del callejón, más allá del coche que aguardaba, un pequeño sedán que parecía abollado y sucio incluso en la oscuridad.
Waltz metió la mano derecha en el bolsillo de la gabardina, sacó la pistola de Rufe y la apretó contra sí. Caminó sin hacer ruido hasta el sedán, se acercó a la puerta de la derecha y la abrió para entrar.
Dos enormes manos salieron del coche y lo agarraron por el cuello. Manos duras, manos con una fuerza tremenda. Waltz emitió un leve sonido de gorgoteo antes de que se le torciera la cabeza hacia atrás y sus ojos casi ciegos tantearan el cielo.
Entonces su mano derecha se movió, se movió como una mano que no tenía nada que ver son su rígido y tenso cuerpo, con su torturado cuello, con sus desorbitados ojos ciegos. Avanzó con cautela, con delicadeza, hasta que el cañón de la pistola que empuñaba se apretó contra algo blando. Exploró aquel algo blando con cuidado, sin prisa, como para asegurarse de lo que era.
Trimmer Waltz no veía, apenas sentía. No respiraba. Pero su extremidad obedeció al cerebro como una fuerza independiente, fuera del alcance de las terribles manos de Rufe. El dedo de Waltz apretó el gatillo.
Las manos de Rufe se aflojaron y cayeron. Waltz retrocedió tambaleándose, casi se cayó al suelo, chocó con el hombro contra la pared. Se enderezó despacio, jadeando en las profundidades de sus torturados pulmones. Empezó a temblar.
Apenas se fijó en que el corpachón del gorila caía fuera del coche y se estrellaba en el hormigón, a sus pies. Quedó tendido a sus pies, flácido, enorme, pero sin ser un peligro. Sin importancia.
Waltz dejó caer la pistola sobre el cuerpo. Se frotó con cuidado el cuello durante un buen rato. Su respiración era ronca, raspante, ruidosa. Se exploró el interior de la boca con la lengua, sintió el sabor de la sangre. Sus ojos se alzaron con cansancio hacia la franja añil de cielo nocturno, por encima del callejón.
Al cabo de un rato dijo con voz ronca:
—Ya había pensado en eso, Rufe… Ya lo ves, había pensado en ello.
Soltó una carcajada, se estremeció, se arregló el cuello de la gabardina, rodeó el cuerpo caído para llegar al coche y metió un brazo para apagar el motor. Echó a andar por el callejón hacia la puerta de atrás del club Juggernaut.
Un hombre surgió de las sombras por detrás del coche. La mano izquierda de Waltz voló hacia el bolsillo de la gabardina. Un metal reluciente le hizo guiños. Dejó caer la mano a un costado.
Pete Anglich dijo:
—Supuse que esa llamada te haría salir, Trimmer. Pensé que saldrías por aquí. Buena jugada.
Al cabo de un momento, Waltz dijo con voz pastosa:
—Me ha estrangulado. Ha sido en defensa propia.
—Claro. Ya somos dos con el cuello dolorido. Yo lo tengo hecho polvo.
—¿Qué quieres, Pete?
—Intentaste cargarme el asesinato de una chica.
Waltz soltó una risa brusca, casi de loco. Después habló con calma:
—Cuando se meten conmigo me pongo desagradable, Pete. Ya deberías saber eso. Más vale que dejes en paz a la pequeña Token Ware.
Pete Anglich movió el revólver de modo que la luz centelleara en el cañón. Se acercó a Waltz y lo apretó contra su estómago.
—Rufe ha muerto —dijo en voz baja—. Qué conveniente. ¿Dónde está la chica?
—¿Qué te importa a ti?
—No seas cabezota. Estoy enterado. Has intentado sacarle pasta a John Vidaury. Yo me he topado con Token. Quiero saber el resto.
Waltz se quedó muy quieto, con el revólver apretándole el estómago. Sus dedos se retorcieron dentro de los guantes.
—Vale —dijo en tono apagado—. ¿Cuánto por cerrarte la boca… y mantenerla cerrada?
—Un par de cientos. Rufe me ha levantado la cartera.
—¿Qué consigo con eso? —preguntó Waltz despacio.
—Ni una puta mierda. También quiero a la chica.
—Quinientos —dijo Waltz con mucha suavidad—. Pero la chica, no. Quinientos es mucha pasta para un chorizo de Central Avenue. Sé listo, píllalo y olvídate del resto.
El revólver se separó de su estómago. Pete Anglich lo rodeó hábilmente, palpó bolsillos, sacó la Savage e hizo un gesto con la mano izquierda, empuñándola.
—Trato hecho —dijo de mala gana—. ¿Qué es una chica entre amigos? Afloja la mosca.
—Tengo que subir al despacho —dijo Waltz.
Pete Anglich soltó una risa breve.
—Más te vale jugar limpio, Trimmer. Tú delante.
Fueron por el pasillo del primer piso. Más allá de las lejanas cortinas, la orquesta de baile estaba llorando un lamento de Duke Ellington, un desesperado coro de metales ahogados, violines amargos y tambores golpeados con suavidad. Waltz abrió la puerta de su despacho, encendió la luz, se dirigió a su escritorio y se sentó. Se echó hacia atrás el sombrero, sonrió y abrió un cajón con una llave.
Sin dejar de vigilarlo, Pete Anglich extendió la mano hacia atrás para girar la llave de la puerta, siguió la pared hasta el armario y miró en su interior, pasó por detrás de Waltz hasta las cortinas que cubrían las ventanas. Aún tenía el revólver en la mano.
Volvió hasta el extremo del escritorio. Waltz estaba empujando un montón de billetes sueltos.
Pete Anglich hizo caso omiso del dinero y se inclinó sobre el extremo del escritorio.
—Quédate eso y dame la chica, Trimmer.
Waltz negó con la cabeza, pero siguió sonriendo.
—La extorsión a Vidaury eran mil dólares, Trimmer… o empezó con mil. Noon Street está casi en tu callejón. ¿Tienes que asustar a mujeres para que te hagan el trabajo sucio? Creo que querías cargarle algo a la chica, para obligarla a ceder.
Waltz estrechó un poco los ojos y señaló el montón de billetes.
Pete Anglich siguió hablando despacio:
—Una chica pobre, sola, asustada. Probablemente vive en una habitación barata con cuatro muebles. No tiene amigos, porque si los tuviera no estaría trabajando en tu garito. Nadie preguntará por ella, aparte de mí. No la habrás puesto en una casa, ¿eh, Trimmer?
—Toma tu dinero y lárgate —dijo Waltz en voz baja—. Ya sabes lo que les pasa a las ratas en este barrio.
—Claro, dirigen clubes nocturnos —replicó Pete Anglich con suavidad.
Dejó el revólver y empezó a estirar el brazo para recoger el dinero. Su puño se cerró y se dirigió hacia arriba como sin querer. El codo subió con él, el puño cambió de dirección y cayó casi delicadamente en el ángulo de la mandíbula de Waltz.
Este se convirtió en un montón de ropa floja. La boca se le quedó abierta. El sombrero cayó de la parte de atrás de la cabeza. Pete Anglich lo miró y rezongó:
—De mucho me va a servir esto.
El despacho estaba muy silencioso. La orquesta de baile sonaba débilmente, como una radio con el volumen bajo. Pete Anglich se situó detrás de Waltz y metió la mano bajo su chaqueta, en el bolsillo del pecho. Sacó una cartera, y de ella dinero, un permiso de conducir, una licencia de armas y varias tarjetas de seguros.
Volvió a guardarlo todo y se quedó mirando malhumorado el escritorio, rascándose la mandíbula con una uña. Delante de él había un bonito bloc de notas de color canela. En la primera hoja en blanco se veían marcas de escritura. La sostuvo de lado contra la luz, y después agarró un lápiz y empezó a hacer trazos flojos sobre el papel. El escrito fue apareciendo y revelándose poco a poco. Cuando toda la hoja estuvo sombreada, Pete Anglich leyó: «Noon Street, 4623. Preguntar por Reno».
Arrancó la hoja, la dobló y se la guardó en un bolsillo, recogió el revólver y se dirigió a la puerta. Puso la llave al otro lado, cerró el despacho por fuera, volvió a la escalera y fue hasta el callejón.
El cuerpo del negro yacía donde había caído, entre el pequeño sedán y la oscura pared. El callejón estaba desierto. Pete Anglich se agachó, buscó en los bolsillos del muerto y sacó un rollo de billetes. Contó el dinero a la escasa luz de una cerilla, separó ochenta y siete dólares y empezó a guardar en su sitio los pocos billetes restantes. Un trozo de papel rasgado cayó revoloteando al pavimento. Solo un lado estaba rasgado, irregularmente.
Pete Anglich se puso en cuclillas junto al coche, encendió otra cerilla y contempló media hoja de un bloc de notas, en la que estaba escrito a partir del desgarrón «… 3. Preguntar por Reno».
Chasqueó la lengua y dejó caer la cerilla.
—Mejor —dijo en voz baja.
Se metió en el coche, lo puso en marcha y salió del callejón.
7
El número estaba en un montante de la puerta, débilmente iluminado por detrás, la única luz que se veía. Era una casa grande de madera, una manzana más arriba de donde se había hecho la entrega. Las ventanas de delante tenían las cortinas bien cerradas. Del otro lado llegaban ruidos, voces y risas, el agudo gemido de una chica negra cantando. Había coches aparcados junto al bordillo, a ambos lados de la calle.
Un negro alto y flaco con ropa oscura y gafas de montura dorada abrió la puerta. Detrás de él había otra puerta, cerrada. El hombre estaba en una cabina oscura entre ambos puntos.
—¿Reno? —preguntó Pete Anglich.
El negro alto asintió sin decir nada.
—Vengo a por la chica que dejó Rufe, la chica blanca.
El negro alto permaneció completamente inmóvil un momento, mirando desde encima de la cabeza de Pete Anglich. Cuando habló, su voz era un sonido arrastrado y crujiente que parecía venir de algún otro lado.
—Pasa y cierra la puerta.
Pete Anglich entró y cerró la puerta exterior detrás de él. El negro alto abrió la otra puerta. Era gruesa y pesada. Cuando la abrió, el ruido y la luz saltaron hacia ellos. Una luz violácea. Salieron a un pasillo.
La luz violácea llegaba por un arco ancho desde un salón alargado. Tenía pesados cortinajes aterciopelados, sofás y sillones profundos, un bar con barra de vidrio en un rincón y un negro con chaqueta blanca detrás de la barra. Cuatro parejas pasaban el rato en el salón, bebiendo: chulos negros de pelo alisado y chicas con los brazos desnudos, medias de seda transparentes, las cejas depiladas. La suave luz violácea hacía que la escena pareciera irreal.
Reno miró un punto indefinido, más allá de los hombros de Pete Anglich, bajó los ojos de gruesos párpados y dijo en tono cansado:
—¿Cuál dices?
Los negros del otro lado del arco estaban callados, mirando. El camarero se inclinó y metió las manos bajo la barra.
Muy despacio, Pete Anglich metió la mano en un bolsillo y sacó un trozo de papel arrugado.
—¿Te sirve esto de ayuda?
Reno agarró el papel y lo estudió. Se llevó lánguidamente la mano a la chaqueta y sacó otro trozo de papel del mismo color. Juntó los trozos y vio que casaban. Echó la cabeza atrás y miró el techo.
—¿Quién te envía?
—Trimmer.
—Esto no me gusta —dijo el negro alto—. Ha escrito mi nombre. No me gusta. No es inteligente. Aparte de eso, supongo que está bien.
Dio media vuelta y empezó a subir un tramo de escalera largo y recto. Pete Anglich lo siguió. Uno de los jóvenes negros del salón soltó una risita ruidosa.
Reno se detuvo en seco, dio la vuelta y bajó las escaleras, pasando bajo el arco. Se dirigió al que se había reído.
—Esto son negocios —dijo en tono categórico—. Aquí no ha venido ningún blanco. ¿Entendido?
El muchacho que se había reído dijo «Vale, Reno» y levantó un vaso alto y turbio.
Reno volvió a subir las escaleras, hablando consigo mismo. En el pasillo de arriba había muchas puertas cerradas. Unas lámparas de pared de color fuego daban una débil luz rosada. Al llegar al final, Reno sacó una llave y abrió la puerta.
Se hizo a un lado.
—Llévatela —dijo escuetamente—. Aquí no manejo mercancía blanca.
Pete Anglich pasó a su lado y entró en una alcoba. Una lámpara de pie de color naranja brillaba en el rincón más alejado, cerca de una cama chillona, con volantes. Las ventanas estaban cerradas, el aire era pesado y enfermizo.
Token Ware estaba tumbada de lado en la cama, con la cara hacia la pared, sollozando en silencio.
Pete Anglich se acercó al lado de la cama y la tocó. Ella se dio la vuelta encogiéndose. La cabeza giró más para verlo, sus ojos se dilataron, entreabrió la boca como para gritar.
—Hola, chica —dijo él en voz baja, con mucha suavidad—. Te he estado buscando por todas partes.
La chica se lo quedó mirando. Poco a poco, todo el miedo desapareció de su rostro.
8
El fotógrafo del News sostuvo el flash bien alto con la mano izquierda y se inclinó sobre su cámara.
—Ahora, la sonrisa, señor Vidaury —dijo—. La triste. Esa que las hace suspirar.
Vidaury giró en su sillón y compuso su perfil. Sonrió a la chica del sombrero rojo y después volvió la cara hacia la cámara con la sonrisa todavía puesta.
El flash relampagueó y el obturador chasqueó.
—No está mal, señor Vidaury, pero le he visto hacerlo mejor.
—He estado con mucha tensión —se disculpó Vidaury amablemente.
—Ya te digo. Lo del ácido en la cara no es ninguna broma —dijo el fotógrafo.
La chica del sombrero rojo rio con disimulo y después tosió detrás de un guante con pespuntes rojos en el dorso.
El fotógrafo recogió su equipo. Era un hombre mayor, vestido de reluciente sarga azul, con ojos tristes. Meneó la canosa cabeza y se enderezó el sombrero.
—No, el ácido en la jeta no es ninguna broma —repitió—. Bueno, espero que nuestros muchachos puedan verlo por la mañana, señor Vidaury.
—Con mucho gusto —dijo Vidaury en tono cansado—. Pero diles que me llamen desde el vestíbulo antes de subir. Y tómate una copa al salir.
—Estoy loco —dijo el fotógrafo—. No bebo.
Se colgó del hombro la bolsa de la cámara y echó a andar trabajosamente. Un pequeño japonés con chaqueta blanca surgió de la nada, lo acompañó a la puerta y después desapareció.
—Ácido en la jeta —dijo la chica del sombrero rojo—. Ja, ja, ja. Es verdaderamente atroz, si vale la opinión de una buena chica. ¿Puedo tomar una copa?
—Nadie te lo impide —gruñó Vidaury.
—Nadie me lo ha impedido nunca, cariño.
Caminó sinuosamente hacia una mesa con una bandeja china cuadrada encima. Se preparó algo fuerte. Vidaury dijo medio ausente:
—Esto debería ser todo hasta mañana. El Bulletin, el Press-Tribune, las tres agencias de noticias y el News. No está mal.
—Diría que ha sido una jugada perfecta —dijo la chica del sombrero rojo.
Vidaury hizo una mueca en su dirección.
—Pero no han detenido a nadie —dijo en voz baja—. Excepto a un inocente que pasaba por allí. Tú no sabrás nada sobre esta extorsión, ¿verdad, Irma?
Ella sonrió con desgana y frialdad.
—¿Yo, amenazarte por mil cochinos dólares? Madura, Johnny, que ya tienes cuarenta y tantos años. Yo siempre voy a por el premio gordo.
Vidaury se puso de pie y cruzó la habitación hacia una cajonera de madera tallada, abrió con llave un cajón y sacó una gran bola de cristal. Volvió a su sillón, se sentó y se inclinó hacia delante, sujetando la bola con ambas manos mientras observaba su interior, casi con la mirada vacía.
La chica del sombrero rojo lo observaba por encima del borde de la copa. Sus ojos se ensancharon y se pusieron un poco vidriosos.
—¡Joder! ¡Se nos ha vuelto vidente! —susurró. Dejó la copa en la bandeja con fuerza, se acercó a él y se inclinó. Su voz era arrulladora, punzante—. ¿Has oído hablar de la decadencia senil, Johnny? Les ocurre a los cuarentones excepcionalmente perversos. Se vuelven gagá por las flores y los juguetes, recortan muñequitas de papel y juegan con bolas de cristal… ¡Deja eso, Johnny, por el amor de Dios! ¡Todavía no estás acabado!
Vidaury no apartaba la vista de la bola de cristal. Respiraba despacio, hondo.
La chica del sombrero rojo se inclinó aún más.
—Vamos a dar una vuelta, Johnny —arrulló—. Me gusta el aire de la noche. Hace que me acuerde de mis amígdalas.
—No quiero salir a dar vueltas —dijo Vidaury en tono inseguro—. Estoy… estoy sintiendo algo. Algo inminente.
La chica se activó de pronto y de un golpe le arrancó la bola de las manos. La bola cayó al suelo con un fuerte golpe y rodó perezosamente sobre el tupido pelo de la alfombra.
Vidaury se puso de pie de un salto, con la cara desencajada.
—Quiero salir a dar una vuelta, guapetón —dijo la chica tranquilamente—. Hace una bonita noche y tú tienes un coche bonito. Así que quiero salir.
Vidaury la miraba con odio en los ojos. Poco a poco, sonrió. El odio desapareció. Extendió una mano y le tocó los labios con dos dedos.
—Pues claro que iremos a dar una vuelta, nena —dijo en voz baja.
Recogió la bola, la guardó en la cajonera y salió por una puerta interior. La chica del sombrero rojo abrió un bolso y se retocó los labios con carmín, los frunció, se puso caritas a sí misma en el espejo de la polvera, cogió un abrigo de lana cruda de color beige con franjas rojas, se introdujo cuidadosamente en él y se echó por encima del hombro el extremo de una especie de chal.
Vidaury regresó con un abrigo y un sombrero puestos, y una bufanda a rayas colgando.
Cruzaron la habitación.
—Vamos a escabullirnos por la parte de atrás —dijo él en la puerta—. Por si acaso hay más periodistas rondando.
—Pero ¡Johnny! —La chica del sombrero rojo alzó burlonamente las cejas—. La gente me ha visto entrar, me ha visto aquí. No querrás que piensen que tu novia se ha quedado a pasar la noche.
—¡Joder! —exclamó Vidaury con rabia, abriendo la puerta de un tirón.
El timbre del teléfono sonó atrás. Vidaury soltó otra palabrota, apartó la mano de la puerta y se quedó esperando mientras el pequeño japonés de la chaqueta blanca acudía a responder la llamada.
El muchacho bajó el teléfono, sonrió con pesadumbre y le hizo gestos con las manos.
—¿Contesta usted, pol favol? No entiendo.
Vidaury volvió a entrar y cogió el aparato.
—¿Sí? —dijo—. Soy John Vidaury.
Escuchó. Poco a poco, sus dedos fueron apretando con más fuerza el teléfono. Toda la cara se le puso tensa, y después blanca. Habló despacio, con voz pastosa:
—Espere un momento. No cuelgue.
Dejó el teléfono de lado, puso la mano en la mesa y se apoyó en ella. La chica del sombrero rojo fue detrás de él.
—¿Malas noticias, guapo? Pareces un huevo pasado por agua.
Vidaury giró la cabeza despacio y la miró.
—Vete de aquí echando leches —dijo sin entonación.
Ella se echó a reír. Él se enderezó, dio un solo paso largo y la abofeteó en la boca, con fuerza.
—He dicho que te vayas de aquí echando leches —repitió con una voz completamente muerta.
Ella había dejado de reírse y se tocaba los labios con los dedos enfundados. Tenía los ojos muy abiertos, pero no escandalizados.
—Caramba, Johnny, me dejas turulata —dijo admirada—. Eres simplemente tremendo. Claro que me voy.
Dio media vuelta rápidamente, con un ligero ademán con la cabeza, volvió a cruzar la habitación hasta la puerta, saludó con la mano y salió.
Vidaury no estaba mirándola cuando se despidió. Levantó el teléfono en cuanto la puerta chasqueó detrás de ella, y dijo en tono muy serio:
—Ven aquí, Waltz. ¡Y date prisa!
Colgó el teléfono en la horquilla y se quedó un momento con los ojos en blanco. Volvió a irse por la puerta interior, reapareció al cabo de un momento sin el sombrero ni el abrigo. Llevaba en la mano una automática corta y gruesa. Se la metió boca abajo en el bolsillo interior de la chaqueta del esmoquin, volvió a levantar el teléfono y dijo con voz fría y firme:
—Si viene a verme un tal señor Anglich, dígale que suba. —Deletreó el nombre, colgó con suavidad y se sentó en la butaca que había a su lado.
Cruzó los brazos y esperó.
9
El muchacho japonés de la chaqueta blanca abrió la puerta, inclinó la cabeza, sonrió y siseó educadamente:
—Ah, pase, pol favol. Pol aquí, pol favol.
Pete Anglich dio una palmadita en el hombro a Token Ware, indicándole que pasara a través de la puerta a la alargada y acogedora habitación. Ella parecía desarreglada y desamparada sobre aquel fondo de elegantes muebles. Tenía los ojos enrojecidos de llorar y la boca manchada.
La puerta se cerró tras ellos y el pequeño japonés se alejó furtivamente.
Atravesaron la franja de gruesa y silenciosa alfombra, pasando junto a tranquilas y melancólicas lámparas, librerías empotradas en la pared, estantes de alabastro y marfil, cacharros de porcelana y jade, un enorme espejo con marco de vidrio azul rodeado por un friso de fotos cariñosamente autografiadas, mesitas bajas con cómodas butacas, mesas altas con flores, más libros, más sillones, más alfombras… y Vidaury sentado en la lejanía con una copa en la mano, mirándolos con frialdad.
Movió la mano descuidadamente y repasó a la chica de arriba abajo.
—Ah, sí, el hombre que trajo la policía. Claro. ¿Puedo hacer algo por usted? He oído que cometieron un error.
Pete Anglich hizo girar un poco una silla y empujó a Token Ware hacia ella. Se sentó despacio, rígida, se humedeció los labios y miró fijamente a Vidaury con una fascinación congelada.
Un toque de educado disgusto frunció los labios de Vidaury. Sus ojos estaban vigilantes.
Pete Anglich se sentó. Sacó del bolsillo un chicle, lo desenvolvió y se lo deslizó entre los dientes. Parecía rendido, golpeado, cansado. Tenía magulladuras oscuras en un lado de la cara y en el cuello. Seguía necesitando un afeitado.
Habló despacio:
—Esta es la señorita Ware. La chica que se suponía que tenía que recoger su dinero.
Vidaury se puso rígido. Los dedos que sostenían un cigarrillo empezaron a tamborilear inquietos en el brazo de su butaca. La miró, pero no dijo nada. Ella le dedicó media sonrisa y después se ruborizó.
—Yo me muevo por Noon Street —dijo Pete Anglich—. Conozco a los buscavidas, sé quién pertenece a esa zona y quién no. Esta noche he visto a esta muchachita en un vagón de comidas de allí. Parecía incómoda y no paraba de mirar el reloj. No encajaba. Cuando se ha marchado, la he seguido.
Vidaury asintió ligeramente. Un poco de ceniza gris cayó de la punta de su cigarrillo. La miró distraído y asintió de nuevo.
—Se ha marchado por Noon Street —dijo Pete Anglich—. Una mala calle para una chica blanca. La he encontrado escondida en un portal. Entonces, un enorme Duesenberg ha torcido por la esquina y ha reducido las luces, y han tirado su dinero en la acera. Ella estaba asustada. Me ha pedido que lo recogiera. Lo he recogido.
Vidaury habló con suavidad, sin mirar a la chica.
—No parece una ladrona. ¿Le ha hablado de ella a la policía? Supongo que no, porque entonces no estarían aquí.
Pete Anglich negó con la cabeza, aplastó el chicle con la mandíbula.
—¿Decírselo a la poli? Ni hablar del peluquín. Esto es una ganga para nosotros. Queremos nuestra parte.
Vidaury se estremeció con violencia y después se quedó muy quieto. Sus dedos dejaron de tamborilear el brazo de la butaca. La cara se le puso fría, pálida y ceñuda. Metió la mano dentro de la chaqueta del esmoquin y sacó en silencio la automática corta. La sostuvo sobre las rodillas. Se inclinó un poco hacia delante y sonrió.
—Los chantajistas —dijo muy serio— son siempre bastante interesantes. ¿Cuánto sería su parte… y qué tienen para vender?
Pete Anglich miró pensativo la pistola. Su mandíbula se movía con soltura, machacando el chicle. Los ojos no parecían preocupados.
—Silencio —dijo muy serio—. Solo silencio.
Vidaury hizo un gesto brusco y repentino con la pistola.
—Hable —soltó—. Y deprisa. No me gusta el silencio.
Pete Anglich asintió y dijo:
—Las amenazas de tirar ácido eran un cuento, nada más. No ha recibido ninguna. El intento de extorsión ha sido un montaje. Un truco publicitario. Eso es todo.
Se echó hacia atrás en su asiento. Vidaury miró a lo largo de la habitación, más allá de los hombros de Pete Anglich. Empezó a sonreír, pero de pronto la cara se le quedó de piedra.
Trimmer Waltz se había deslizado en la habitación por una puerta lateral que estaba abierta. Llevaba en la mano su enorme Savage. Se acercaba despacio por la alfombra, sin hacer ruido. Pete Anglich y la chica no lo veían.
—Todo era falso desde el principio —continuó Pete Anglich—. Un montaje. ¿Que me lo estoy imaginando? Pues claro que sí, pero fíjese en lo suave que se jugó al principio… y lo duro que se jugó después, cuando entré en el juego. La chica trabaja para Trimmer Waltz en el club Juggernaut. Está sin blanca y se asusta con facilidad. Sin embargo, Waltz la envía para una movida como esta. ¿Por qué? Porque se supone que la tienen que detener. La trampa está preparada. Si ella se chiva de Waltz, él se echará a reír, alegará que la entrega se hizo casi en su calle, que en todo caso era una cantidad pequeña y que su garito marcha muy bien. Hará notar el hecho de que la recogida la hace una chica tonta, y que cómo iba él, un tipo inteligente, a meterse en un asunto así. Desde luego que no.
»Los polis le hubieran creído a medias, y usted haría el gran gesto negándose a denunciar a la chica. Si ella no contara nada, usted se negaría de todos modos a presentar cargos, y tendría su publicidad igual, de un modo o de otro. La necesita muchísimo porque está yendo para abajo, y la tendrá, y solo le costará lo que le pague a Waltz… o eso es lo que usted se cree. ¿Le parece una locura? ¿Es ir demasiado lejos para un villano de Hollywood? Pues entonces dígame por qué no había federales en el caso. Porque esos chicos no pararían de escarbar hasta encontrar al ratón, y entonces usted se la cargaría por obstrucción a la justicia. Por eso. A la policía local le da todo igual. Están tan acostumbrados a los montajes de cine que se limitan a bostezar, darse la vuelta y seguir durmiendo.
Waltz ya había cruzado la mitad de la habitación. Vidaury no lo miraba. Dirigió sus ojos a la chica y le sonrió débilmente.
—Ahora veamos lo duro que se puso el juego cuando me metí —dijo Pete Anglich—. Fui al club Juggernaut y hablé con la chica. Waltz nos llevó a su despacho y un gorila que trabaja para él casi me estrangula. Cuando recuperé el sentido, estaba en un apartamento con una chica muerta. Le habían pegado un tiro, y de mi revólver había salido una bala. El arma estaba en el suelo a mi lado, y yo apestaba a ginebra, y un coche patrulla venía zumbando por la esquina. Y la señorita Ware, aquí presente, estaba encerrada en una casa de putas de Noon Street.
»¿Por qué todo este juego duro? Porque Waltz tenía preparado para usted un chantaje perfecto, y le habría sangrado hasta dejarle más blanco que el ala de un ángel. Mientras tuviera usted un dólar, la mitad sería suya. Y usted habría pagado y le habría gustado, Vidaury. Habría tenido publicidad y habría tenido protección, pero ¡cómo las iba a pagar!
Waltz estaba ya muy cerca, casi demasiado cerca. De pronto, Vidaury se puso de pie. La pistola corta apuntó al pecho de Pete Anglich. La voz de Vidaury era fina, la voz de un viejo. Hablaba como en sueños.
—Hazlo tú, Waltz. Estoy demasiado tembloroso para este tipo de cosas.
Pete Anglich ni siquiera se volvió. Su cara parecía la de un indio de madera.
Waltz tocó con su pistola la espalda de Pete Anglich. Se quedó allí, medio sonriente, con la pistola presionando, mirando a Vidaury por encima de los hombros de Pete.
—Has sido tonto, Pete —dijo secamente—. Ya habías tenido una noche suficientemente larga. Tendrías que haberte mantenido lejos de aquí… pero me figuré que no ibas a poder dejarlo pasar.
Vidaury se movió un poco hacia un lado, separó las piernas, afianzó los pies en el suelo. Había un extraño tinte verdoso en su atractivo rostro, un brillo enfermizo en sus profundos ojos.
Token Ware no apartaba la mirada de Waltz. Los ojos le brillaban de pánico, los párpados se alejaban tanto como podían de los globos oculares, mostrando todo el blanco alrededor del iris.
—Aquí no puedo hacer nada, Vidaury —dijo Waltz—. Y no me gustaría sacarlo de aquí yo solo. Ponte el sombrero y el abrigo.
Vidaury asintió muy ligeramente, sin apenas mover la cabeza. Los ojos seguían pareciendo enfermizos.
—¿Y qué hay de la chica? —preguntó en un susurro.
Waltz sonrió, meneó la cabeza y volvió a apretar la pistola con fuerza contra la espalda de Pete Anglich.
Vidaury se movió un poco más a un lado, separó de nuevo los pies. La pesada pistola estaba muy firme en su mano, pero no apuntaba a ningún sitio en particular.
Cerró los ojos, los mantuvo así un breve instante y después los abrió mucho. Habló despacio, con cuidado:
—Todo parecía muy bien tal como se planeó. Cosas así de disparatadas y poco escrupulosas ya se han hecho antes en Hollywood, y muchas veces. Solo que no esperaba que esto llevara a hacer daño a la gente, a matar. Yo… simplemente no soy tan malo como para seguir adelante con esto, Waltz. No sigo. Más vale que guardes la pistola y te marches.
Waltz negó con la cabeza, esbozó una peculiar sonrisa forzada. Se separó de Pete Anglich, y empuñó la Savage un poco hacia un lado.
—Las cartas están dadas —dijo con frialdad—. Tienes que jugarlas. En marcha.
Vidaury suspiró y se encorvó un poco. De pronto, era un hombre solitario y desamparado que había dejado de ser joven.
—No —insistió con suavidad—. Lo dejo. Las últimas llamas de una reputación no demasiado buena. Al fin y al cabo, es mi espectáculo. Siempre sobreactuando, pero sigue siendo mi número. Guarda la pistola, Waltz. Y lárgate.
El rostro de Waltz se puso frío, duro e inexpresivo. Sus ojos eran los ojos sin expresión de un asesino. Movió un poco más la Savage.
—Ponte el sombrero, Vidaury —dijo sílaba por sílaba.
—Lo siento —dijo Vidaury, y disparó.
La pistola de Waltz llameó en el mismo instante, las dos explosiones se mezclaron. Vidaury se tambaleó hacia la izquierda y casi se giró, pero enseguida enderezó de nuevo el cuerpo.
Miró muy fijamente a Waltz.
—La suerte del principiante —dijo, y esperó.
Pete Anglich ya había sacado su Colt, pero no lo necesitaba. Waltz cayó lentamente de costado. Su mejilla y un lado de la nariz se apretaron contra el pelo de la alfombra. Movió un poco el brazo izquierdo, intentando llevárselo a la espalda. Gorgoteó y se quedó inmóvil.
De una patada, Pete Anglich apartó la Savage del cuerpo caído de Waltz.
—¿Está muerto? —preguntó Vidaury arrastrando las palabras.
Pete Anglich gruñó y no respondió. Miró a la chica. Estaba de pie, con la espalda contra la mesa del teléfono, cubriéndose la boca con el dorso de la mano en la pose convencional de horror y susto. Tan convencional que parecía tonta.
Pete Anglich miró a Vidaury y dijo en tono agrio:
—La suerte del principiante… sí. Pero suponga que hubiera fallado. Él se estaba tirando un farol. Solo quería comprometerle a usted un poco más, para que no se echara atrás. A decir verdad, ahora soy su coartada en un homicidio.
—Lo siento —dijo Vidaury—. Lo siento.
Se sentó de golpe, echó la cabeza atrás y cerró los ojos.
—¡Dios, qué guapo es! —dijo Token Ware con reverencia—. Y qué valiente.
Vidaury se llevó la mano al hombro izquierdo y la apretó con fuerza contra el cuerpo. La sangre brotó lentamente entre los dedos. Token Ware soltó un chillido ahogado.
Pete Anglich examinó la habitación. El pequeño japonés de la chaqueta blanca había aparecido furtivamente en un extremo y permanecía en silencio, una figura pequeña, acurrucada contra la pared. Pete Anglich volvió a mirar a Vidaury. Muy despacio, como de mala gana, dijo:
—La señorita Ware tiene familia en Frisco. Puede usted enviarla a casa, con un regalito. Es natural… y la policía no intervendrá. Ella me informó sobre Waltz. Así fue como me metí en el lío. Yo le dije a Waltz que usted estaba enterado de todo y él vino aquí a matarlo. Cosas de tíos duros. A los polis les dará risa, pero se reirán para sí mismos. Al fin y al cabo, también ellos tendrán publicidad. El otro montaje queda fuera. ¿De acuerdo?
Vidaury abrió los ojos y habló débilmente:
—Usted… usted se ha portado de manera muy decente. No lo olvidaré. —La cabeza le cayó a un lado.
—¡Se ha desmayado! —exclamó la chica.
—En efecto —dijo Pete Anglich—. Dale un buen beso y se despertará… y tendrás algo que recordarás toda la vida.
Hizo rechinar los dientes, se dirigió al teléfono y lo levantó.