Los líos son mi negocio

1

Anna Halsey era más de cien kilos de mujer, de edad madura y cara enmasillada, con un traje de chaqueta negro. Sus ojos eran relucientes botones de zapato negros, sus mejillas eran blandas como el sebo y aproximadamente del mismo color. Estaba sentada detrás de un escritorio de vidrio negro que parecía la tumba de Napoleón y fumaba un cigarrillo en una boquilla negra que no llegaba a ser tan larga como un paraguas cerrado.

—Necesito un hombre —dijo.

La miré sacudir la ceniza del cigarrillo sobre el brillante tablero del escritorio, donde las partículas se curvaron y rodaron empujadas por la corriente de una ventana abierta.

—Necesito un hombre lo bastante guapo para ligarse a una señora con clase, pero que sea lo bastante duro para darse de puñetazos con una excavadora. Necesito un tío capaz de portarse como un conquistador de salón y de dar la réplica como Fred Allen[2], pero mejor, y que cuando le peguen en la cabeza con un camión de cerveza piense que una corista muy mona le ha pegado con una barra de pan.

—Sin problemas —dije yo—. Lo que necesitas es a los Yankees de Nueva York, a Robert Donat[3] y a los Yatch Club Boys[4].

—Tú podrías servir —dijo Anna—, si te arreglas un poco. Veinte pavos al día, más extras. Hace años que no subcontrato un trabajo, pero este se sale de mi línea. Yo trabajo en aspectos más suaves del negocio detectivesco, y me gano la vida sin que me rompan el culo. Vamos a ver si le gustas a Gladys.

Puso hacia abajo la boquilla y apretó una tecla en un interfono grande, negro y niquelado.

—Ven a vaciar el cenicero de Anna, cariño.

Esperamos.

Se abrió la puerta y entró a buen paso una rubia alta, mejor vestida que la duquesa de Windsor.

Cruzó la habitación contoneándose con elegancia, vació el cenicero de Anna, le dio una palmadita en su gruesa mejilla, me dirigió una mirada suave y temblorosa, y salió.

—Creo que se ha ruborizado —dijo Anna cuando se cerró la puerta—. Parece que todavía tienes gancho.

—Si esa se ha ruborizado, yo esta noche ceno con Darryl Zanuck —repliqué—. Déjate de tonterías. ¿De qué se trata?

—Hay que desacreditar a una chica. Una fulana pelirroja con ojos seductores. Está compinchada con un jugador y le ha echado el anzuelo al cachorro de un ricachón.

—¿Qué tengo que hacerle?

Anna suspiró.

—Es un trabajo más bien sucio, Johnny, diría yo. Si tiene algún tipo de antecedentes, se desentierran y se los tiras a la cara. Si no los tiene, que es lo más probable porque viene de buena familia, lo dejo a tu criterio. De vez en cuando se te ocurre alguna idea, ¿no?

—Ya no recuerdo la última que tuve. ¿Qué jugador y qué ricachón?

—Marty Estel.

Empecé a levantarme de mi asiento, pero entonces recordé que el negocio había ido mal durante un mes y que necesitaba el dinero.

Volví a sentarme.

—Puede que te metas en líos, desde luego —dijo Anna—. Que yo sepa, Marty nunca ha matado a nadie en la plaza pública a mediodía, pero tampoco juega a los cromos.

—Los líos son mi negocio —dije—. Veinticinco al día y doscientos cincuenta garantizados si hago bien el trabajo.

—Yo también tengo que sacarme algo —gimió Anna.

—Vale. Hay montones de trabajos de peón en la ciudad. Ha sido un placer verte con tan buen aspecto. Adiós, Anna.

Esta vez sí que me puse en pie. Mi vida no valía mucho, pero si valía lo que yo pedía. Marty Estel tenía fama de ser un tipo muy duro, con los contactos adecuados y la protección adecuada detrás. Su local estaba en West Hollywood, en el Strip. No solía ponerse desagradable, pero si lo hacía, algo iba a estallar.

—Siéntate, trato hecho —dijo Anna en tono burlón—. Soy una pobre vieja arruinada que intenta dirigir una agencia de detectives de primera categoría a base solo de grasa y mala salud, así que llévate mis últimos centavos y ríete de mí.

—¿Quién es la chica? —Yo ya me había sentado de nuevo.

—Se llama Harriet Huntress, un bonito nombre para lo que hace[5]. Vive en El Milano, en el 1900 de North Sycamore, un sitio muy fino. Su padre se arruinó en el 31 y se tiró por la ventana de su despacho. La madre murió. Tiene una hermana pequeña en un internado en Connecticut. Se podría mirar por ahí.

—¿Quién averiguó todo eso?

—El cliente recibió un mazo de fotocopias de pagarés que el cachorro le había dado a Marty. Por valor de cincuenta mil pavos. El cachorro, que es hijo adoptivo del viejo, negó lo de los pagarés, como hacen los niñatos. Así que el cliente llevó las fotocopias a que las verificara un tipo llamado Arbogast, que dice que es bueno en esa clase de cosas. Dijo que de acuerdo, y husmeó un poco, pero está demasiado gordo para patear calles, como yo, y ahora está fuera del caso.

—Pero ¿se podría hablar con él?

—No veo por qué no.

Anna asintió con varias de sus papadas.

—Y el cliente… ¿tiene nombre?

—Hijo, hoy es tu día de suerte. Vas a conocerlo en persona… ahora mismo.

Pulsó de nuevo la tecla del interfono.

—Haz que pase el señor Jeeter, cariño.

—Esa Gladys —dije yo—, ¿tiene novio?

—¡No te acerques a Gladys! —casi me chilló Anna—. Para mí vale dieciocho de los grandes al año en casos de divorcio. El tipo que le ponga un dedo encima, Johnny Dalmas, puede darse por incinerado.

—Algún día tiene que caer —comenté yo—. ¿Por qué no puedo recogerla yo?

La puerta cortó la conversación al abrirse.

No había visto al tipo en la recepción con paredes de madera, de modo que debía de haber estado esperando en un despacho privado. Eso no le había gustado. Entró deprisa, cerró la puerta deprisa, sacó del chaleco un reloj octogonal de platino y lo miró con furia. Era un tipo alto, de pelo rubio casi blanco, con un traje de franela a rayas de corte juvenil. Lucía un capullito de rosa en la solapa. Tenía una cara fría e intensa, con pequeñas bolsas bajo los ojos y labios un poco gruesos. Llevaba un bastón de ébano con puño de plata, usaba polainas y parecía tener sesenta años bien llevados; pero yo le eché unos diez años más. No me gustó.

—Veintiséis minutos, señorita Halsey —dijo en tono gélido—. Debe saber que mi tiempo es valioso. A base de considerarlo valioso he logrado ganar una gran cantidad de dinero.

—Bueno, estamos procurando ahorrarle parte de ese dinero —dijo Anna arrastrando las palabras. Tampoco a ella le gustaba el tipo—. Perdone que le haya hecho esperar, señor Jeeter, pero usted quería ver al agente que he elegido, y he tenido que hacerle llamar.

—No me parece el tipo adecuado —declaró el señor Jeeter, dirigiéndome una mirada desagradable—. Yo había pensado más bien en un caballero…

—Usted no será el Jeeter de La ruta del tabaco, ¿verdad? —le pregunté.

Se acercó despacio a mí y medio levantó el bastón. Sus ojos de hielo me atacaron como garras.

—¿Se atreve a insultarme? —dijo—. A mí, a un hombre de mi posición.

—Oiga, un momento —empezó Anna.

—Ni un momento ni nada —espeté yo—. Este individuo ha dicho que no soy un caballero. Puede que eso esté bien para un hombre de su posición, sea la que sea, pero un hombre de mi posición no aguanta groserías de nadie. No se lo puede permitir. A menos, por supuesto, que no hubiera intención.

El señor Jeeter se puso rígido y me fulminó con la mirada. Sacó de nuevo su reloj y lo miró.

—Veintiocho minutos —dijo—. Le pido disculpas, joven. No pretendía ser grosero.

—Está bien —dije—. Ya sabía que no era usted el Jeeter de La ruta del tabaco.

Aquello estuvo a punto de dispararlo otra vez, pero lo dejó pasar. No estaba seguro de lo que yo había querido decir.

—Un par de preguntas ahora que estamos reunidos —dije—. ¿Está usted dispuesto a darle a esa chica Huntress un poco de dinero… para gastos?

—Ni un centavo —ladró—. ¿Por qué habría de dárselo?

—Viene a ser una especie de costumbre. Suponga que se casa con el chico. ¿Qué tendría él?

—Por el momento, mil dólares al mes, de un fondo establecido por su madre, mi difunta esposa. —Agachó la cabeza—. Y cuando cumpla veintiocho, mucho más dinero.

—No puede culpar a la chica por intentarlo —dije—. No en estos tiempos. ¿Y qué hay de Marty Estel? ¿Algún acuerdo por esa parte?

Estrujó sus guantes grises con una mano de venas moradas.

—Esa deuda es incobrable. Es una deuda de juego.

Anna suspiró con cansancio y esparció ceniza por su escritorio.

—Claro —repuse yo—. Pero los jugadores no pueden permitirse que la gente no cumpla con ellos. Al fin y al cabo, si su hijo hubiera ganado, Marty le habría pagado.

—Eso no me interesa —dijo el hombre alto con frialdad.

—Ya, pero piense en Marty ahí sentado, con cincuenta mil pavos en pagarés. Que no le valen ni un centavo. ¿Cómo va a dormir por las noches?

El señor Jeeter parecía pensativo.

—¿Quiere decir que hay peligro de violencia? —sugirió casi con suavidad.

—Es difícil decirlo. Dirige un local exclusivo, donde va mucha gente del cine. Tiene una reputación que cuidar. Pero conoce su negocio y tiene contactos. Pueden ocurrir cosas… muy lejos de donde esté Marty. Y Marty no es ningún pardillo. Si hay que actuar, actúa.

El señor Jeeter miró otra vez su reloj y aquello le molestó. Se lo guardó de golpe en el chaleco.

—Todo esto es asunto suyo —dijo cortante—. El fiscal del distrito es amigo personal mío. Si este caso parece estar fuera de sus capacidades…

—Ya —le dije—. Pero aun así se ha dignado descender a nuestro barrio bajo. A pesar de que tiene al fiscal del distrito en el bolsillo del chaleco… junto con ese reloj.

Se puso el sombrero, se calzó un guante, se dio un golpecito con el bastón en el borde de un zapato, se dirigió a la puerta y la abrió.

—Exijo resultados y pago por ellos —sentenció en tono frío—. Pago a tocateja. Incluso a veces pago generosamente, aunque no se me considera un hombre generoso. Creo que todos nos entendemos.

Casi guiñó un ojo y salió. La puerta se cerró con suavidad contra el freno neumático del cierrapuertas. Miré a Anna y sonreí.

—Un encanto, ¿verdad? —dijo ella—. Me gustaría tener ocho como él para mi juego de coctelería.

Le saqué veinte dólares. Para gastos.

2

El Arbogast que yo buscaba era John D. Arbogast y tenía una oficina en Sunset, cerca de Ivar. Lo llamé desde una cabina telefónica. La voz que respondió era gruesa. Resollaba suavemente, como la voz de un hombre que acabara de ganar un concurso de comer tartas.

—¿El señor John D. Arbogast?

—Sí.

—Soy John Dalmas, detective privado, y trabajo en un caso para el que usted hizo un peritaje. El cliente se llama Jeeter.

—¿Sí?

—¿Puedo pasar a hablar con usted del asunto? ¿Después de comer?

—Sí. —Y colgó.

Deduje que no era un hombre muy hablador.

Comí y fui en coche hasta allí. Estaba al este de Ivar, un edificio viejo de dos plantas con fachada de ladrillo que se había pintado hacía poco. En la planta baja había tiendas y un restaurante. En la entrada del edificio empezaba una escalera recta y ancha que llevaba a la segunda planta. En el directorio del portal leí «John D. Arbogast, suite 212». Subí por la escalera y me encontré en un pasillo recto y ancho que corría paralelo a la calle. En una puerta abierta a mi derecha había un hombre en bata. Llevaba un espejo redondo sujeto a la frente y echado hacia atrás, y su cara tenía una expresión de desconcierto. Volvió a entrar en su oficina y cerró la puerta.

Avancé en dirección contraria, aproximadamente hasta la mitad del pasillo. En una puerta del lado que no daba a Sunset había un letrero: «John D. Arbogast, peritaje de documentos dudosos, investigador privado. Pase». La puerta se abrió sin resistencia a una pequeña antesala sin ventanas, con un par de butacas, unas cuantas revistas y dos ceniceros de pie niquelados. Había dos lámparas de pie y una en el techo, todas encendidas. Al otro lado de la alfombra nueva, barata pero gruesa, había una puerta con otro letrero: «John D. Arbogast, peritaje de documentos dudosos. Privado».

Cuando abrí la puerta exterior había sonado un zumbador que siguió sonando hasta que se cerró. No ocurrió nada. En la sala de espera no había nadie. La puerta interior no se abrió. Me acerqué y pegué la oreja a la puerta: no se oía ninguna conversación dentro. Llamé. Tampoco así conseguí nada. Probé el pomo. Giró, de manera que abrí la puerta y entré.

La habitación tenía dos ventanas al norte, las dos con cortinas a los lados y las dos bien cerradas. Había polvo en los alféizares. Había un escritorio, dos archivadores, una moqueta que no era más que una moqueta y paredes que no eran más que paredes. A la izquierda, otra puerta con un panel de cristal y un letrero: «John D. Arbogast. Laboratorio. Privado».

Empecé a pensar que iba a poder acordarme del nombre.

La habitación en la que me encontraba era pequeña. Casi parecía demasiado pequeña incluso para la mano gordezuela que se apoyaba en el borde del escritorio, inmóvil, sujetando un lápiz grueso, parecido a un lápiz de carpintero. La mano tenía una muñeca, lampiña como un plato. Un puño de camisa abotonado, no demasiado limpio, surgía de la manga de una chaqueta. El resto de la manga se perdía de vista bajo el borde del escritorio. El escritorio medía menos de un metro ochenta de longitud, por lo que el hombre no podía ser muy alto. La mano y los extremos de las mangas eran lo único que se veía desde donde yo estaba. Volví atrás sin hacer ruido, crucé la antesala, eché el pestillo de la puerta para que no se pudiera abrir desde fuera, apagué las tres luces y regresé a la oficina privada. Rodeé un extremo del escritorio.

Ya lo creo que era gordo, enormemente gordo, mucho más gordo que Anna Halsey. Su cara, lo que yo podía ver de ella, parecía del tamaño de una pelota de baloncesto. Tenía un agradable tono rosado, incluso entonces. Estaba de rodillas en el suelo. Tenía la cabezota apoyada en el ángulo interior del hueco para las piernas del escritorio, y la mano izquierda estaba plana sobre el suelo, con una hoja de papel amarillo debajo. Los dedos estaban todo lo extendidos que pueden estar unos dedos tan gordos, y el papel amarillo asomaba entre ellos. Parecía que estuviera haciendo fuerza contra el suelo, pero en realidad no era así. Lo que lo mantenía derecho era su propia gordura. El cuerpo estaba apoyado en los enormes muslos, y el grosor y volumen de los muslos lo mantenían así, arrodillado y estable. Se habría necesitado un par de buenos placadores para derribarlo. No era una idea muy agradable en aquel momento, pero se me ocurrió de todos modos. Me tomé un respiro y me sequé el sudor de la nuca, aunque no hacía calor aquel día.

Tenía el pelo gris y muy corto, y el cuello lucía tantos pliegues como una concertina. Los pies eran pequeños, como suelen ser los pies de los gordos, y calzaban zapatos negros y lustrosos, que estaban de lado sobre la moqueta, muy juntos, pulcros y desagradables. Vestía un traje oscuro que necesitaba una limpieza. Me incliné y hundí los dedos en la grasa sin fondo de su cuello. Probablemente tendría una arteria en alguna parte, pero ni yo pude encontrarla ni él iba a necesitarla más. Entre las rodillas hinchadas, sobre la moqueta, una mancha oscura se había extendido y seguido extendiendo.

Me arrodillé en otro sitio y levanté los dedos gordinflones que sujetaban la hoja de papel amarillo. Estaban frescos, pero no fríos, blandos y un poco pegajosos. El papel era de un cuaderno de notas. Habría sido estupendo que tuviera un mensaje escrito, pero no lo tenía. Había marcas imprecisas sin sentido, no palabras, ni siquiera letras. Había intentado escribir algo después de que lo tirotearan —incluso es posible que pensara que estaba escribiendo algo—, pero lo único que había conseguido hacer eran unos cuantos garabatos.

Después se había derrumbado, todavía con el papel agarrado, lo había sujetado contra el suelo con su gruesa mano mientras la otra mano seguía agarrando el grueso lápiz, el torso se había encajado sobre los enormes muslos, y así había muerto. John D. Arbogast, perito en documentos dudosos. Privado. De lo más privado. Me había dicho «sí» tres veces por teléfono.

Y allí estaba.

Limpié los picaportes con mi pañuelo, dejé apagadas las luces de la antesala, dejé la puerta exterior cerrada por fuera, salí del pasillo, salí del edificio y salí del barrio. Que yo supiera, nadie me había visto salir. Que yo supiera.

3

El Milano estaba, como me había dicho Anna, en el bloque 1900 de North Sycamore. Ocupaba casi toda la manzana. Aparqué bastante cerca del patio ornamental y me dirigí al letrero de neón azul claro que había sobre la entrada al garaje subterráneo. Bajé por una rampa con barandilla hasta un espacio iluminado lleno de coches resplandecientes y aire frío. Un negro de color claro muy peripuesto, con un mono inmaculado con puños azules, salió de una oficina acristalada. Llevaba el pelo negro tan alisado como el de un director de banda.

—¿Está muy ocupado? —pregunté.

—Sí y no, señor.

—Tengo fuera un coche que necesita que le quiten el polvo. Unos cinco pavos de polvo.

No funcionó. No era de esos. Sus ojos castaños se pusieron pensativos y distantes.

—Mucho polvo es eso, señor. ¿Puedo preguntar si esto incluye algo más?

—Poca cosa. ¿Está aquí el coche de la señorita Harriet Huntress?

Miró. Lo vi recorrer con la mirada la reluciente hilera hasta un descapotable amarillo canario tan discreto como un retrete en un jardín delantero.

—Sí, señor, está aquí.

—Me gustaría saber el número de su apartamento y la manera de subir a él sin tener que pasar por el vestíbulo. Soy detective privado.

Le enseñé una insignia. Miró la insignia. No le impresionó.

Sonrió con la sonrisa más leve que he visto en mi vida.

—Cinco dólares son una bonita suma para un trabajador, señor. Pero no llega a ser lo bastante bonita para que arriesgue mi empleo. Le falta como de aquí a Chicago, señor. Le sugiero que se ahorre sus cinco dólares, señor, y pruebe el modo de entrada convencional.

—Eres todo un tío —comenté—. ¿Qué vas a ser de mayor, una antología literaria?

—Ya soy mayor, señor. Tengo treinta y cuatro años, estoy felizmente casado y tengo dos hijos. Buenas tardes, señor.

Giró sobre sus talones.

—Bueno, pues adiós —dije—. Y perdona mi aliento a whisky. Es que vengo de Butte.

Subí la rampa y caminé por la calle hasta donde debería haber ido desde el principio. Tendría que haber sabido que cinco pavos y una insignia no me iban a servir de nada en un sitio como El Milano.

Probablemente, el negro ya estaba telefoneando a la recepción.

El edificio era una enorme mole de estuco blanco, de estilo morisco, con grandes farolas caladas en el jardín delantero y enormes palmeras datileras. La entrada estaba en el ángulo interior de una L, en lo alto de una escalinata de mármol, pasando por un arco enmarcado en mosaico de California o de lavadero.

Un portero me abrió la puerta y yo entré. El vestíbulo no era tan grande como el Yankee Stadium. El suelo estaba cubierto con una moqueta azul claro con gomaespuma debajo. Era tan blanda que me dieron ganas de tirarme al suelo y revolcarme. Vadeé hasta el mostrador, puse un codo encima y fui mirado por un conserje flaco y pálido, con uno de esos bigotes que se te quedan metidos bajo las uñas. Jugueteó con él y miró por encima de mi hombro, hacia una tinaja de aceite estilo Alí Babá, lo bastante grande para meter un tigre dentro.

—¿Está la señorita Huntress?

—¿A quién debo anunciar?

—Al señor Marty Estel.

Aquello no dio mejor resultado que mi truco en el garaje. Apretó algo con el pie izquierdo. En el extremo de la recepción se abrió una puerta azul y dorada, y salió un hombre grande, de pelo pajizo, con ceniza de cigarro en el chaleco, que se apoyó con aire ausente en el extremo del mostrador y se quedó mirando la tinaja de aceite de Alí Babá, como si intentara decidir si era una escupidera.

El conserje alzó la voz:

—¿Es usted el señor Marty Estel?

—Vengo de su parte.

—¿No es eso un poco diferente? ¿Y cómo se llama usted, señor, si se puede preguntar?

—Se puede preguntar —dije—. Y se puede no responder. Esas son mis órdenes. Lamento ponerme testarudo y todas esas memeces.

Tampoco le gustaron mis modales. No le gustaba nada de mí.

—Me temo que no puedo anunciarle —dijo en tono frío—. Señor Hawkins, ¿podría usted aconsejarme en una cuestión?

El hombre del pelo pajizo apartó los ojos de la tinaja de aceite y se deslizó a lo largo del mostrador hasta que estuvo lo bastante cerca para darme con una cachiporra.

—¿Sí, señor Gregory?

—Váyanse al cuerno los dos —espeté—. Y eso incluye a sus novias.

Hawkins sonrió.

—Ven a mi despacho, colega. A ver qué podemos hacer contigo.

Lo seguí a la caseta de perro de donde había salido. Tenía espacio suficiente para un escritorio en miniatura, dos sillas, una escupidera que llegaba a las rodillas y una caja de puros abierta. Colocó el trasero sobre el escritorio y me sonrió amablemente.

—No te lo has trabajado muy bien, ¿eh, colega? Soy el tío de seguridad. Venga, canta.

—Algunos días me da por hacérmelo bien —dije—, y otros estoy tan poco fino como un molde para barquillos.

Saqué la cartera y le enseñé la insignia y una pequeña fotocopia de mi licencia, en una funda de celuloide.

—Uno de los nuestros, ¿eh? —Asintió—. Deberías haber preguntado por mí desde el principio.

—Claro. Solo que no sabía que existías. Quería ver a esa chavala Huntress. Ella no me conoce, pero tengo que tratar un asunto con ella, y no es un asunto ruidoso.

Se movió de costado un metro y medio, y se metió el puro en el otro lado de la boca. Me miró la ceja derecha.

—¿De qué va el rollo? ¿Por qué trataste de engatusar al pringado de abajo? ¿Te han dado dinero para gastos?

—Podría ser.

—Soy un tío simpático —dijo—. Pero tengo que proteger a los inquilinos.

—Se te están acabando los cigarros —afirmé, mirando los aproximadamente noventa que había en la caja. Cogí un par, los olí, metí debajo un billete de diez dólares doblado y dejé los puros en su sitio.

—Bonito detalle —repuso él—. Tú y yo podríamos entendernos. ¿Qué quieres que haga?

—Decirle a la chica que vengo de parte de Marty Estel. Me recibirá.

—Si sale mal, me quedo sin trabajo.

—No ocurrirá. Tengo gente importante detrás.

Hice ademán de recuperar mis diez pavos, pero él me apartó la mano.

—Correré el riesgo —dijo.

Echó mano al teléfono, pidió la suite 814 y empezó a tararear. Su tarareo sonaba como el mugido de una vaca mareada. De pronto se inclinó hacia delante y toda su cara se transformó en una sonrisa melosa. Su voz empalagaba.

—¿Señorita Huntress? Soy Hawkins, el de seguridad. Hawkins, sí… Hawkins. Claro, ya sé que conoce usted a mucha gente, señorita Huntress. Verá, aquí en mi despacho hay un caballero que quiere verla para darle un mensaje del señor Estel. No podemos dejarle subir sin su permiso, porque no ha querido decirnos su nombre… Sí, Hawkins, el vigilante de la casa, señorita Huntress. Sí, dice que usted no lo conoce personalmente, pero a mí me parece buena persona… Muy bien. Muchas gracias, señorita Huntress. Ahora mismo se lo envío.

Colgó el teléfono y le dio unas palmaditas.

—Solo te ha faltado un poco de música de fondo —dije.

—Puedes subir —dijo en tono soñador. Metió la mano en la caja de puros y sacó el billete doblado—. Una preciosidad —comentó en voz baja—. Cada vez que pienso en esa chavala tengo que salir y dar una vuelta a la manzana. Vamos.

Salimos al vestíbulo y Hawkins me condujo al ascensor y me indicó que entrara con un gesto de complicidad.

Mientras las puertas del ascensor se cerraban, lo vi camino de la puerta de entrada, probablemente para dar su vuelta a la manzana.

El ascensor tenía el suelo enmoquetado y espejos y luces indirectas. Subió con tanta suavidad como el mercurio de un termómetro. Las puertas se abrieron con un susurro, yo caminé sobre el musgo que usaban allí como moqueta de pasillo y llegué a una puerta marcada con el número 814. Pulsé un botoncito que había al lado, sonaron campanillas dentro y la puerta se abrió.

Llevaba un vestido de calle de lana de color verde claro, y un sombrerito ladeado que le colgaba de la oreja como una mariposa. Tenía los ojos grandes y entre ellos había espacio para pensar. Eran de color azul lapislázuli, y el color de su pelo era rojo atardecer, como un incendio controlado pero todavía peligroso. Era demasiado alta para ser mona. Llevaba montones de maquillaje en los sitios adecuados, y el cigarrillo con el que me apuntaba tenía una boquilla de fábrica de más de siete centímetros. No parecía dura, pero sí que parecía que hubiera oído todas las respuestas y hubiera guardado en la memoria las que pensaba que podrían serle útiles alguna vez.

Me miró de arriba abajo con calma.

—Bueno, ¿cuál es el mensaje, ojos castaños?

—Tendría que entrar —contesté—. Sería incapaz de hablar de pie.

Se rio sin muchas ganas y yo pasé ante la punta de su cigarrillo a una habitación larga y bastante estrecha con muchos muebles bonitos, muchas ventanas, muchas colgaduras, mucho de todo. Un fuego ardía detrás de una pantalla, un tronco grueso encima de una llama de gas. Había una alfombra oriental de seda delante de un bonito sofacito rosa frente a la chimenea, y a su lado había whisky escocés y un sifón en un taburete, hielo en una cubitera, todo lo que hace que un hombre se sienta en casa.

—Más vale que tomes un trago —aconsejó—. Seguro que no sabes hablar sin un vaso en la mano.

Me senté y eché mano al escocés. La chica se sentó en una butaca muy mullida y cruzó las piernas. Me acordé de Hawkins dando la vuelta a la manzana. Empezaba a entender su punto de vista.

—Así que vienes de parte de Marty Estel —dijo, rechazando una copa.

—No lo he visto en mi vida.

—Me había figurado algo por el estilo. ¿De qué vas, pringado? A Marty le encantaría saber que vas utilizando su nombre.

—Mire cómo tiemblo. ¿Por qué me ha dejado subir?

—Curiosidad. Me paso el día esperando que aparezcan tipos como tú. Nunca eludo los problemas. Eres una especie de sabueso, ¿no?

Encendí un cigarrillo y asentí.

—Privado. Tengo que proponerle un pequeño trato.

—Proponlo. —Bostezó.

—¿Cuánto pediría por dejar al joven Jeeter?

Bostezó de nuevo.

—Me interesas… tan poco que no sabría decírtelo.

—No me mate de miedo. En serio, ¿cuánto pide? ¿O es un insulto?

Sonrió. Tenía una bonita sonrisa. Tenía unos bonitos dientes.

—Ahora soy una chica mala —dijo—. No tengo que pedir. Me lo traen atado con un lacito.

—El viejo es un poco duro. Dicen que mueve muchos hilos.

—El hilo es algo tan barato…

Asentí y bebí un poco más de mi copa. Era un escocés muy bueno. Es más, era perfecto.

—Su plan es que usted no pille nada. La van a desprestigiar. La pondrán en la picota. A mí eso no me convence.

—Pero trabajas para él.

—Tiene gracia, ¿verdad? Seguro que hay una solución inteligente para esto, pero a mí no se me ocurre de momento. ¿Cuánto pediría… si pidiera algo?

—¿Qué tal cincuenta mil?

—¿Cincuenta mil para usted y otros cincuenta para Marty?

Se echó a reír.

—Mira, deberías saber que a Marty no le gustaría que me metiera en sus asuntos. Yo solo pensaba en mi parte.

Cruzó las piernas en dirección contraria. Me eché otro cubito de hielo en el vaso.

—Yo había pensado en quinientos —dije.

—¿Quinientos qué? —Parecía extrañada.

—Dólares, no Rolls-Royces.

Se rio con ganas.

—Qué gracioso eres. Debería mandarte a la mierda, pero me gustan los ojos castaños. Ojos castaños y cálidos con pintitas doradas.

—No te lances. No tengo un centavo.

Sonrió y se encajó un nuevo cigarrillo en los labios. Me levanté para encendérselo. Sus ojos alzaron la mirada hacia los míos. Los suyos tenían chispitas.

—Puede que yo sí tenga ya algún centavo —aseguró en voz baja.

—A lo mejor por eso contrató él al gordo, para que no pudieras hacerle bailar a tu son. —Volví a sentarme.

—¿Quién contrató a qué gordo?

—El viejo Jeeter contrató a un gordo llamado Arbogast. Estuvo en el caso antes que yo. ¿No lo sabías? Lo han matado esta tarde.

Lo dije como si tal cosa, solo por el efecto dramático, pero ella ni se movió. La sonrisa provocativa no abandonó las comisuras de su boca. Sus ojos no cambiaron. Hizo un ligero sonido al respirar.

—¿Y eso tiene algo que ver conmigo? —preguntó con calma.

—No lo sé. No sé quién lo mató. Lo hicieron en su oficina, a mediodía o poco después. Puede que no tenga nada que ver con el caso Jeeter. Pero ha ocurrido en el momento justo… justo después de que yo aceptara el trabajo y antes de que tuviera ocasión de hablar con él.

Asintió.

—Ya veo. Y tú crees que Marty hace esa clase de cosas. Y naturalmente, se lo habrás dicho a la policía.

—Naturalmente que no.

—Ahí no has estado muy fino, compañero.

—Ya. Pero vamos a ponernos de acuerdo en un precio, y más vale que sea bajo. Porque hagan lo que hagan los polis conmigo, más van a hacer con Marty Estel y contigo cuando sepan la historia… si llegan a saberla.

—Un poquitín de chantaje —dijo la chica tan tranquila—. Creo que se podría llamar así. No te pases conmigo, ojos castaños. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—John Dalmas.

—Pues escucha, John. Yo he estado en las listas de sociedad. Mi familia era de las buenas. El viejo Jeeter arruinó a mi padre. Todo correcto y legal, como arruinan esos canallas a la gente, pero lo arruinó, y mi padre se suicidó, y mi madre murió, y tengo una hermana pequeña en un colegio del este, y maldita sea, puede que yo no sea muy escrupulosa en mi manera de ganar dinero para ocuparme de ella. Y puede que también me ocupe del viejo Jeeter un día de estos… aunque para ello tenga que casarme con su hijo.

—Hijastro, hijo adoptado —puntualicé yo—. No hay verdadero parentesco.

—Le hará el mismo daño, hermano. Y el chico tendrá pasta en abundancia dentro de un par de años. No me va a ir mal… a pesar de que bebe demasiado.

—Eso no se lo dirías a la cara, señorita.

—¿No? Mira detrás de ti, pies planos. Deberías hacerte sacar la cera de los oídos.

Me puse en pie y me giré rápidamente. El tío estaba a poco más de un metro de mí. Había salido de alguna puerta y se había acercado con sigilo sobre la alfombra y yo había estado demasiado ocupado haciéndome el listo y no prestando atención para oírlo. Era grande, rubio, vestido con un traje deportivo áspero, bufanda y camisa con el cuello abierto. Tenía la cara colorada, le brillaban los ojos y no los enfocaba nada bien. Estaba un poco borracho para ser tan pronto.

—Lárgate mientras aún puedas andar —me dijo con desprecio—. Lo he oído. Harry puede decir lo que quiera de mí. Me gusta. Largo, antes de que te salte los dientes y te los haga tragar.

La chica se rio a mis espaldas. No me gustó. Di un paso hacia el muchachote rubio. Él parpadeó. A pesar de lo grande que era, era pan comido.

—Machácalo, cariño —dijo la chica fríamente a mi espalda—. Me gusta ver a estos chulos caer de rodillas.

Me volví a mirarla con un gesto de burla. Fue un error. Puede que el tipo estuviera colocado, pero aún podía pegarle a una pared que no se moviera. Me atizó cuando yo estaba mirando atrás por encima del hombro. Es humillante que te aticen así. Me pegó con mucha fuerza, en la parte de atrás de la mandíbula.

Empecé a caer de lado, intenté abrir las piernas y resbalé en la alfombra de seda. Caí de narices sobre alguna cosa, y mi cabeza no era tan dura como el mueble con el que había chocado.

Durante un breve momento, vi la cara enrojecida del chico mirándome con desprecio y gesto triunfal desde las alturas. Creo que, incluso entonces, me dio un poco de pena.

La oscuridad lo envolvió todo y perdí el conocimiento.

4

Cuando volví en mí, la luz de las ventanas del otro extremo de la habitación me daba de lleno en los ojos. Me dolía la parte de atrás de la cabeza. Me la palpé y la noté pegajosa. Me moví despacio, como un gato en una casa desconocida, me puse de rodillas y estiré la mano hacia la botella de escocés que estaba en el taburete al extremo del sofacito. De puro milagro no lo había tirado al caer. La caída me había hecho chocar de cabeza sobre la pata en forma de zarpa de una butaca. Aquello había dolido mucho más que el guantazo del joven Jeeter. Bueno, sí, sentía el punto dolorido en la mandíbula, pero no era lo bastante importante para anotarlo en mi diario.

Me puse en pie, me metí un lingotazo de whisky y miré a mi alrededor. No había nada que ver. La habitación estaba vacía. Estaba llena de silencio y del recuerdo de un agradable perfume. Uno de esos perfumes en los que no te fijas hasta que ya casi se han desvanecido, como la última hoja de un árbol. Me palpé otra vez la cabeza, me toqué la zona pegajosa con el pañuelo, decidí que no valía la pena ponerse a chillar y eché otro trago.

Me senté con la botella en las rodillas, escuchando el ruido del tráfico en alguna parte, muy lejos. Era una habitación muy bonita. La señorita Harriet Huntress era una buena chica. Conocía a algunos elementos poco recomendables, pero ¿quién no? No se puede criticar una cosilla sin importancia como esa. Bebí otro trago. El nivel de la botella estaba ya mucho más bajo. Era un material muy suave y apenas lo notabas entrar. No se llevaba por delante la mitad de las amígdalas, como algunos materiales que he tenido que beber. Bebí un poco más. Ya sentía la cabeza perfectamente bien. Me sentía bien. Me entraron ganas de cantar el prólogo de Pagliacci. Sí, era una buena chica. Si se pagaba ella misma el alquiler, es que le iba bien. Yo estaba con ella. Era estupenda. Bebí un poco más de su escocés.

La botella se veía todavía medio llena. La agité con suavidad, me la metí en el bolsillo de la gabardina, me puse el sombrero en alguna parte de la cabeza y me marché. Llegué al ascensor sin chocar con las paredes laterales del pasillo, floté hacia abajo, salí airosamente al vestíbulo.

Hawkins, el vigilante, se hallaba de nuevo apoyado en el extremo del mostrador, mirando la tinaja de aceite de Alí Babá. El mismo conserje estaba atusándose el mismo bigotito diminuto. Le sonreí. Me devolvió la sonrisa. Todo iba de maravilla.

Llegué a la puerta principal al primer intento, le di al portero un cuarto de dólar y floté escalones abajo y por el sendero hasta la calle y mi coche. Caía el rápido crepúsculo californiano. Hacía una noche estupenda. Al oeste, Venus estaba tan brillante como una farola, tan brillante como la vida misma, tan brillante como los ojos de la señorita Huntress, tan brillante como una botella de whisky escocés. Aquello me hizo recordar. Saqué la botella cuadrada, le metí un viajecito discreto, puse el tapón y me la guardé otra vez. Todavía quedaba lo suficiente para llegar a casa.

Me salté cinco semáforos en rojo durante el trayecto a casa, pero estaba de suerte y nadie me detuvo. Aparqué más o menos delante de mi edificio de apartamentos y más o menos cerca de la acera. Subí a mi piso en el ascensor, tuve algunas dificultades para abrir las puertas y tuve que ayudarme con la botella. Metí la llave en la cerradura, la abrí, di un paso hacia dentro y busqué el interruptor de la luz. Tomé un poco más de mi medicina, no fuera a caer desfallecido. Entonces emprendí el camino hacia la cocina con el fin de conseguir un poco de hielo y ginger-ale para tomar una copa de verdad.

Me pareció que había un olor raro en el apartamento, algo a lo que no pude poner nombre a la primera, una especie de olor a medicina. Yo no lo había puesto allí, y no estaba allí cuando salí. Pero me sentía demasiado bien para ponerme a discutir. Puse rumbo a la cocina y llegué como a la mitad del camino.

Salieron a mi encuentro, casi codo con codo, del vestidor que había junto a la cama de pared. Eran dos y portaban pistolas. El alto estaba sonriendo. Llevaba el sombrero caído sobre la frente y tenía una cara en forma de cuña que terminaba en punta, como la mitad inferior del as de diamantes. Tenía los ojos oscuros y húmedos, y una nariz con tan poca sangre que parecía hecha de cera blanca. Su pistola era una Colt Woodsman de cañón largo, con el punto de mira limado. Aquello significaba que se consideraba bueno.

El otro era un choricillo que semejaba un terrier, de pelo rojizo y erizado, sin sombrero y con ojos acuosos e inexpresivos, orejas de murciélago y pies pequeños en zapatillas blancas y sucias. Tenía una automática que parecía demasiado pesada para que él pudiera con ella, pero se veía que le gustaba empuñarla. Respiraba con la boca abierta y haciendo ruido, y el olor que yo había notado venía de él en oleadas: mentol.

—Arriba las manos, cabrón —dijo.

Levanté las manos. No se podía hacer otra cosa.

El pequeñajo se movió de lado describiendo un arco y llegó hasta mí por un costado.

—Dinos que no nos saldremos con la nuestra —espetó en tono burlón.

—No os saldréis con la vuestra —dije.

El alto seguía sonriendo relajadamente y su nariz seguía pareciendo como hecha de cera blanca. El bajito escupió en mi moqueta.

—¡Ja! —Se acercó más a mí, en plan de burla, e hizo un amago a mi barbilla con su pistolón.

Lo esquivé. Normalmente, aquello habría sido algo que, dadas las circunstancias, habría tenido que aceptar y agradecer. Pero yo me sentía mejor que de costumbre. Me habría comido el mundo. Me los cepillaba a pares, con pistola y todo. Agarré al pequeñajo por el cuello y tiré de él hacia mi estómago, puse una mano sobre la manita que empuñaba la pistola y tiré la pistola al suelo. Fue fácil. Lo único malo que había era su aliento. De sus labios salieron burbujas de saliva. Escupió maldiciones.

El alto se quedó parado con una expresión burlona y no disparó. No se movió. Me dio la impresión de que sus ojos parecían un poco ansiosos, pero estaba demasiado ocupado para asegurarme. Me agaché detrás del choricillo, todavía sujetándolo, y me apoderé de su pistola. Aquello fue un error. Tendría que haber sacado la mía.

Lo arrojé lejos de mí, fue dando vueltas hasta una silla, cayó al suelo y empezó a patear la silla como un salvaje. El hombre alto se echó a reír.

—No tiene percutor —anunció.

—Escuchad —dije—. Estoy hasta arriba de escocés del bueno y estoy listo para ir adonde sea y hacer lo que sea. No me hagáis perder el tiempo. ¿Qué queréis?

—Sigue sin tener percutor —dijo Waxnose—. Prueba y verás. Nunca dejo que Frisky lleve una pipa cargada. Es demasiado impulsivo. Pero hay que reconocer que has tenido buena mano, compañero.

Frisky se quedó sentado en el suelo, escupió otra vez en la moqueta y se echó a reír. Apunté el cañón de la automática hacia el suelo y apreté el gatillo. Hizo un chasquido seco, pero por el peso parecía que sí que tenía balas.

—No queremos hacerte daño —dijo Waxnose—. Esta vez no. A lo mejor la próxima vez. ¿Quién sabe? A lo mejor eres uno de esos tíos que saben captar una sugerencia. Se trata de dejar en paz al chico Jeeter. ¿Entendido?

—No.

—¿No vas a hacerlo?

—No, que no lo he entendido. ¿Quién es el chico Jeeter?

A Waxnose no le hizo gracia aquello. Agitó suavemente su 22 largo.

—Deberías hacerte arreglar la memoria, colega, por ejemplo cuando hagas que te arreglen la puerta. Estaba chupada. Frisky la abrió solo con echarle el aliento.

—Eso lo puedo entender —dije.

—Dame mi pipa —chilló Frisky. Se había levantado del suelo, pero esta vez se dirigió a su compañero y no a mí.

—Estate quieto, idiota —le ordenó el alto—. Estamos aquí solo para dar un mensaje a un tío. No para pegarle un tiro. Hoy no.

—¡Porque tú lo digas! —gruñó Frisky, intentando arrebatar la 22 de la mano de Waxnose.

Waxnose lo echó a un lado sin esfuerzo, pero la interrupción me permitió pasarme la gran automática a la mano izquierda y sacar mi Luger. Se la enseñé a Waxnose. Él asintió, pero no parecía impresionado.

—No tiene padres —comentó en tono triste—. Por eso le dejo que venga conmigo. No le hagas caso, a menos que te muerda. Ya nos vamos a ir. ¿Queda claro? Deja en paz al chico Jeeter.

—Esto de aquí es una Luger —dije—. ¿Quién es el chico Jeeter? Y a lo mejor vienen unos cuantos polis antes de que os marchéis.

Sonrió con aire cansado.

—Amigo, llevo este calibre pequeño porque sé disparar. Si crees que puedes conmigo, anda, inténtalo.

—Vale —dije—. ¿Conoces a un tipo llamado Arbogast?

—Conozco a un montón de gente —aseguró con otra sonrisa cansada—. Puede que sí y puede que no. Adiós, colega. Sé bueno.

Se dirigió a la puerta, moviéndose un poco de lado para tenerme a tiro todo el tiempo, y yo lo tenía a tiro a él, y todo era cuestión de quién disparaba primero y mejor, o de si valía la pena disparar, o de si yo era capaz de acertarle a algo con todo el escocés tan rico que llevaba dentro. Le dejé marchar. No me pareció un asesino, pero podía equivocarme.

El pequeñajo se me echó encima cuando ya no me acordaba de él. Me arrebató su gran automática de la mano izquierda, saltó hacia la puerta, escupió otra vez en la moqueta y salió. Waxnose salió detrás de él: cara larga y afilada, nariz blanca, barbilla en punta, expresión fatigada. No se me olvidaría.

Cerró la puerta con suavidad y yo me quedé allí de pie, como un tonto, con mi pistola en la mano. Oí que el ascensor subía, volvía a bajar y se paraba. Yo seguía allí plantado. No era muy probable que Marty Estel contratara a un par de payasos como aquellos para asustar a nadie. Pensé en ello, pero pensar no me llevó a ninguna parte. Me acordé de la media botella de escocés que me quedaba e inicié una sesión ejecutiva con ella.

Hora y media después, me sentía bien, pero aún no tenía ninguna idea. Solo sueño.

El sonido repentino del timbre del teléfono me despertó. Me había quedado adormilado en el sillón, lo cual fue un grave error, porque me desperté con dos sábanas de franela en la boca, un dolor de cabeza mortal, una magulladura en la parte de atrás de la cabeza y otra en la mandíbula, ninguna de las dos más grande que una manzana Yakima, pero dolorosas a pesar de todo. Me sentía fatal. Me sentía como una pierna amputada.

Me arrastré hasta el teléfono, me acurruqué en una butaca junto a él y respondí. La voz desprendía carámbanos.

—¿Señor Dalmas? Soy el señor Jeeter. Creo que nos hemos conocido esta mañana. Me temo que estuve un poco tieso con usted.

—Yo también estoy un poco tieso. Su hijo me ha atizado en la mandíbula. Quiero decir, su hijastro, o su hijo adoptivo, o lo que sea.

—Es mi hijastro y también mi hijo adoptivo. ¿De verdad? —Parecía interesado—. ¿Y dónde se lo ha encontrado?

—En el apartamento de la señorita Huntress.

—Ah, ya veo. —Se había producido un repentino deshielo. Los carámbanos se habían fundido—. Qué interesante. ¿Qué ha dicho la señorita Huntress?

—Le ha gustado. Le encantó que él me pegara en la mandíbula.

—Ya veo. ¿Y por qué hizo él eso?

—Ella lo tenía escondido. Oyó parte de nuestra conversación. No le gustó.

—Ya veo. He estado pensando que tal vez habría que mostrar alguna consideración con ella (no mucha, por supuesto) por su cooperación. Es decir, si podemos asegurárnosla.

—Su precio son cincuenta mil.

—Me temo que no…

—No se quede conmigo —gruñí—. Cincuenta mil dólares. Cincuenta de los grandes. Yo le ofrecí quinientos… solo por decir algo.

—Me parece que trata usted todo este asunto con un espíritu de considerable ligereza —gruñó él a su vez—. No estoy acostumbrado a esta clase de cosas, y no me gustan.

Bostecé. Me tenía sin cuidado que el acuerdo se mantuviera o no.

—Escuche, señor Jeeter. Soy un tío estupendo para echar unas risas, pero, aun así, mantengo la cabeza en el trabajo. Y este caso tiene algunos aspectos muy poco normales. Por ejemplo, acaban de asaltarme un par de pistoleros, aquí en mi apartamento, y me han dicho que abandone el caso Jeeter. No sé por qué tiene que haber tanta complicación.

—¡Santo cielo! —Sonaba escandalizado—. Creo que lo mejor será que venga inmediatamente a mi casa para discutir el asunto. Le enviaré mi coche. ¿Puede venir ahora mismo?

—Sí, pero puedo ir en mi coche. Yo…

—No. Le envío mi coche y mi chófer. Se llama George. Puede confiar en él por completo. Llegará allí dentro de unos veinte minutos.

—Vale —dije—. Así tendré tiempo de beberme la cena. Dígale que aparque en la esquina de Kenmore, mirando hacia Franklin.

Colgué.

Después de darme una ducha con agua fría y caliente, y de ponerme ropa limpia, me sentí más respetable. Tomé un par de copas, pequeñas para variar, me puse una gabardina fina y bajé a la calle.

El coche ya estaba allí. Lo vi a media manzana de distancia en la calle transversal. Parecía la inauguración de un mercado nuevo. Tenía un par de faros como el de la máquina de un tren de lujo, dos faros antiniebla de color ámbar montados en el parachoques delantero y un par de luces laterales tan grandes como los faros normales. Llegué junto a él, me detuve, y un hombre salió de las sombras, tirando un cigarrillo por encima del hombro con un hábil giro de muñeca. Era alto, ancho, moreno, llevaba una gorra de visera, una camisola rusa con un cinturón Sam Browne, polainas relucientes y pantalones que brillaban como los entorchados de un oficial británico de Estado Mayor.

—¿El señor Dalmas? —Se tocó la visera de la gorra con un índice enguantado.

—Sí —dije—. Descanse. No me diga que este es el coche del viejo Jeeter.

—Uno de sus coches. —Era una voz serena que podía resultar impertinente.

Abrió la puerta trasera, entré y me hundí en los cojines; George se sentó al volante y puso en marcha el cochazo. Este se apartó de la acera y dobló la esquina haciendo tanto ruido como un billete en una cartera. Fuimos hacia el oeste. Parecía que íbamos flotando con la corriente, pero adelantábamos a todos. Nos deslizamos a través del corazón de Hollywood, su extremo oeste, bajamos al Strip y seguimos sus luces hasta la fresca tranquilidad de Beverly Hills, donde el camino de herradura corta el bulevar.

Pasamos a toda velocidad por Beverly Hills y subimos por la ladera de la colina, vimos las luces lejanas de los edificios de la universidad y torcimos al norte hacia Bel-Air. Empezamos a deslizarnos por calles largas y estrechas, con tapias altas, sin aceras y con grandes portones. Las luces de las mansiones brillaban educadamente en la noche temprana. No se movía nada. No había ningún sonido, aparte del suave ronroneo de los neumáticos sobre el hormigón. Torcimos de nuevo a la izquierda y vi un letrero que decía Calvello Drive. A mitad de la subida, George empezó a hacer un amplio giro para torcer a la izquierda hacia unas puertas de hierro forjado de cuatro metros de altura. Entonces ocurrió algo.

Un par de luces se encendió de pronto un poco más allá del portón, una bocina chilló y un motor se puso en marcha. Un coche nos embistió a toda velocidad. George enderezó la dirección con un giro de muñeca, frenó el vehículo y se quitó el guante derecho, todo en un solo movimiento.

El otro coche se acercó con las luces dando bandazos.

—Maldito borracho —renegó George por encima del hombro.

Podría ser. Los borrachos con coche van a toda clase de sitios a beber. Podría ser. Me escurrí hasta el suelo del vehículo, saqué la Luger de debajo del brazo y extendí la mano para soltar el pestillo de la puerta. Abrí un poquito la puerta y la mantuve así, mirando por la parte baja de la ventanilla. Los faros me dieron de lleno en la cara y me agaché. Volví a levantarme cuando el rayo de luz pasó.

El otro coche frenó en seco. Su puerta se abrió de golpe y una figura salió de un salto, esgrimiendo una pistola y gritando. Oí la voz y la reconocí.

—¡Manos arriba, cabrones! —nos gritó Frisky.

George puso la mano izquierda sobre el volante y yo abrí un poco más mi puerta. El hombrecillo de la calle seguía dando botes y gritando. Del pequeño vehículo oscuro del que había saltado no salía ningún sonido, excepto el ruido del motor.

—¡Esto es un atraco! —chillaba Frisky—. ¡Salid de ahí de uno en uno, hijos de puta!

Abrí de una patada mi puerta y empecé a salir, con la Luger al costado.

—¡Tú te lo has buscado! —chilló el pequeñajo.

Me dejé caer al suelo a toda prisa. Su pistola vomitó fuego. Alguien le debía de haber instalado un percutor. Se rompió un cristal detrás de mi cabeza. Por el rabillo del ojo, que no habría debido tener rabillos en aquel preciso momento, vi que George hacía un movimiento tan suave como una onda en el agua. Levanté la Luger y empecé a apretar el gatillo, pero a mi lado sonó un disparo: George.

No hice fuego. Ya no era necesario.

El coche oscuro se lanzó hacia delante y bajó a toda máquina por la cuesta. Ya rugía en la distancia mientras el hombrecillo que había quedado en medio del pavimento todavía se tambaleaba de manera grotesca a la luz reflejada en las paredes.

En su cara había algo oscuro que se iba extendiendo. Su pistola rebotó en el hormigón. Sus piernecillas se doblaron y cayó de lado, rodó y, muy de repente, se quedó inmóvil.

—¡Toma! —dijo George, olfateando el cañón de su revólver.

—Buen tiro.

Salí del coche y me quedé allí de pie, mirando al pequeñajo: una nadería arrugada. El blanco sucio de sus zapatillas brillaba un poco bajo la luz de refilón de los faros del vehículo.

George salió a mi lado.

—¿Por qué dices que fui yo, hermano?

—Yo no disparé. Estaba mirando su magnífico saque de cadera. Suave como la seda.

—Gracias, colega. Iban a por el señor Gerald, seguro. Normalmente, lo traigo a casa desde el club más o menos a esta hora, cargado de licor y de pérdidas al bridge.

Nos acercamos al hombrecillo y lo miramos desde arriba. No había nada que ver. Era solo un hombrecillo muerto, con un agujero grande en la cara y sangre por encima.

—Apague alguna de esas malditas luces —gruñí—. Y vámonos de aquí a toda prisa.

—La casa está ahí enfrente. —George hablaba con tanta naturalidad como si no hubiera hecho más que meter una moneda en una máquina tragaperras, y no una bala en un hombre.

—Los Jeeter tienen que quedar fuera de esto, si aprecia usted su empleo. Eso ya lo sabe. Vamos a mi casa y empecemos de nuevo.

—Entendido —cortó, y volvió a entrar en el cochazo. Apagó las luces antiniebla y las laterales, y yo me metí junto a él en el asiento delantero.

Nos pusimos en marcha y tiramos cuesta arriba, hasta superar la cima. Volví la cabeza hacia la ventanilla rota. Era la pequeña de la parte de atrás del coche, y no era inastillable. Le faltaba un trozo grande. Si se ponían a investigar, podían hacer comprobaciones y sacar alguna prueba. No pensé que tuviera importancia, pero podría tenerla.

En lo alto de la cuesta, nos cruzamos con una limusina grande que iba hacia abajo. Llevaba la luz del techo encendida, y en su interior, como en un escaparate iluminado, una pareja mayor iba sentada muy tiesa, en posición de saludo a la reina. El hombre iba vestido de etiqueta, con bufanda blanca y chistera plegable. La mujer iba de pieles y diamantes.

George los dejó pasar con naturalidad, le metió caña al coche y torcimos rápidamente a la derecha, penetrando en una calle oscura.

—Un par de buenos banquetes que les van a sentar mal —dijo arrastrando las palabras—. Y apuesto a que ni siquiera dan parte.

—Sí. Volvamos a mi casa a echar un trago —repuse yo—. No consigo que me guste matar a la gente.

5

Estábamos sentados con un poco del escocés de la señorita Harriet Huntress en nuestros vasos, mirándonos uno a otro por encima de los bordes. George lucía muy buen aspecto sin la gorra. Tenía la cabeza llena de pelo castaño oscuro ondulado, y los dientes muy blancos y limpios. Daba sorbos a su bebida y mordisqueaba un cigarrillo al mismo tiempo. Sus ojos negros y penetrantes mostraban un brillo frío.

—¿De Yale? —pregunté.

—De Dartmouth, si tanto te interesa.

—Todo me interesa. ¿Para qué valen unos estudios universitarios en estos tiempos?

—Tres comidas diarias y un uniforme —dijo arrastrando las palabras.

—¿Qué clase de persona es el joven Jeeter?

—Un chicarrón rubio y fuerte, no juega mal al golf, cree que es la bomba con las mujeres, bebe mucho, pero hasta ahora no ha vomitado en las alfombras.

—¿Qué clase de persona es el viejo Jeeter?

—De los que te dan diez centavos… si no llevan encima una moneda de cinco.

—Tch, tch, que estás hablando de tu jefe.

George sonrió.

—Es tan agarrado que la cabeza le chilla cuando se quita el sombrero. Yo siempre acepto los riesgos. A lo mejor por eso soy solo el chófer de otro. Este escocés es muy bueno.

Preparé otras copas, con lo que se acabó la botella. Volví a sentarme.

—¿Crees que esos dos pistoleros estaban esperando al señorito Gerald?

—¿Por qué no? Suelo llevarlo a casa aproximadamente a esa hora. Hoy no lo he hecho. Tenía una resaca espantosa y no ha salido hasta tarde. Tú que eres sabueso ya sabes cómo van estas cosas, ¿no?

—¿Quién te ha dicho que soy un sabueso?

—Nadie, pero un sabueso siempre está haciendo malditas preguntas.

Negué con la cabeza.

—Eh, eh, que solo te he hecho seis preguntas. Tu jefe tiene mucha confianza en ti. Te lo habrá contado él.

El moreno asintió, sonrió un poquitín y bebió un sorbo.

—Todo el montaje es bastante obvio —dijo—. Cuando el coche empezó a virar para entrar por el sendero de la casa, los tíos entraron en acción. En realidad, no creo que pretendieran matar a nadie. Solo dar un susto. Pero el pequeñajo ese estaba como una cabra.

Miré las cejas de George. Eran unas bonitas cejas negras, con un brillo como el del pelo de caballo.

—Marty Estel no parece un tío que elija esa clase de ayudantes.

—Desde luego. Y a lo mejor es por eso por lo que eligió esa clase de ayudantes.

—Eres listo. Tú y yo podemos llevarnos bien. Pero haber matado a ese chorizo pequeñajo complica las cosas. ¿Qué vas a hacer al respecto?

—Nada.

—Vale. Si llegan a ti e identifican tu pistola, si es que aún tienes esa pistola, que probablemente ya no la tendrás, supongo que podría pasar como un intento de atraco. Solo hay una cosa.

—¿Cuál? —George se terminó su segunda copa, dejó el vaso a un lado, encendió otro cigarrillo y sonrió.

—Es muy difícil distinguir un coche por delante… de noche. Incluso con todas esas luces. Podría haber sido una visita.

Se encogió de hombros y asintió.

—Pero si se trata de dar un susto, eso serviría igual de bien. Porque la familia se enteraría, y el viejo adivinaría quién mandó a esos muchachos… y por qué.

—Demonios, eres listo de verdad —dije con admiración, y sonó el teléfono.

Era una voz de mayordomo inglés, muy concisa y precisa, y dijo que, si yo era el señor John Dalmas, al señor Jeeter le gustaría hablar conmigo. Se puso al instante, con abundante escarcha.

—Debo decir que se toma usted su tiempo para obedecer órdenes —ladró—. ¿O es que ese chófer mío…?

—Sí, vino aquí, señor Jeeter —dije—. Pero hemos tenido un pequeño problema. George se lo contará.

—Joven, cuando yo quiero que se haga algo…

—Escuche, señor Jeeter, he tenido un mal día. Su hijo me pegó en la mandíbula, me caí y me abrí la cabeza. Cuando llegué tambaleándome a mi apartamento, más muerto que vivo, fui asaltado por un par de matones con pistolas que me dijeron que me apartara del caso Jeeter. Hago lo que puedo, pero me siento un poco débil, así que no me asuste.

—Joven…

—Escuche —le dije muy serio—. Si quiere usted jugar todas las jugadas del partido, puede llevar usted mismo la pelota. O puede ahorrarse un montón de dinero y contratar a un tío obediente. Yo tengo que hacer las cosas a mi manera. ¿No han ido a visitarle los maderos?

—¿Los maderos? —repitió con voz agria—. ¿Se refiere usted a la policía?

—Pues claro que me refiero a la policía.

—¿Y por qué iba a venir aquí ningún policía? —Casi rugió.

—Hace media hora había un fiambre delante de sus puertas. Por fiambre me refiero a un muerto. Es bastante pequeño. Si le molesta, podría usted barrerlo con un recogedor.

—¡Dios mío! ¿Habla en serio?

—Sí. Y lo que es más, nos disparó a George y a mí. Reconoció el coche. Debía de estar allí esperando a su hijo, señor Jeeter.

Un silencio con púas.

—Creía que había dicho usted un muerto —dijo el señor Jeeter con voz muy fría—, y ahora me dice que disparó contra ustedes.

—Eso fue cuando aún no estaba muerto —aclaré—. George le contará. George…

—¡Vengan aquí inmediatamente! —me gritó a través del teléfono—. Inmediatamente, ¿me oye? ¡Inmediatamente!

—George le contará —repetí con calma, y colgué.

George me miró con frialdad. Se incorporó y se puso la gorra.

—Vale, compañero —dijo—. Puede que algún día te facilite yo las cosas.

Se dirigió a la puerta.

—Tenía que ser así. Es cosa suya. Tendrá que decidir.

—Y un cuerno —espetó George, mirando atrás por encima del hombro—. Ahórrate el aliento, sabueso. Cualquier cosa que me digas no es más que ruido no deseado.

Abrió la puerta, salió, la cerró y yo me quedé sentado e inmóvil, con el teléfono en la mano, la boca abierta y nada en la boca más que la lengua y un mal sabor en ella.

Fui a la cocina y sacudí la botella de escocés, pero seguía vacía. Abrí una de whisky de centeno y me tragué una copa que me supo agria. Algo me estaba molestando. Y tenía la sensación de que me iba a molestar mucho más antes de que la cosa terminara.

No se cruzaron con George por un pelo. Oí que el ascensor volvía a subir casi en cuanto dejó de bajar. Unos pasos fuertes se hicieron más sonoros en el pasillo. Un puño golpeó la puerta. Me levanté y la abrí.

Uno de ellos vestía de marrón, el otro de azul. Los dos eran grandes, recios y aburridos.

El de marrón se echó hacia atrás el sombrero con una mano pecosa y dijo:

—¿Es usted John Dalmas?

—Soy yo —dije.

Me hicieron retroceder hacia la habitación sin que pareciera que lo hacían. El de azul cerró la puerta. El de marrón medio enseñó una placa, dejándome vislumbrar un destello del dorado y el esmalte.

—Finlayson, teniente inspector, de la Central de Homicidios —dijo—. Este es Sebold, mi compañero. Somos un par de tíos estupendos con los que no se juega. Hemos oído que es usted muy hábil con una pistola.

Sebold se quitó el sombrero y se cepilló hacia atrás el pelo entrecano con la palma de la mano. Se desplazó sin ruido hacia la cocina.

Finlayson se sentó en el borde de un sillón y se rascó la barbilla con la uña de un pulgar, tan cuadrada como un cubo de hielo y tan amarilla como una capa de mostaza. Era mayor que Sebold, pero no tan presentable. Tenía la expresión desaliñada de un poli veterano que no ha llegado muy lejos.

Me senté y dije:

—¿A qué se refiere con eso de hábil con una pistola?

—A matar gente, a eso me refiero.

Encendí un cigarrillo. Sebold volvió de la cocina y se metió en el vestidor, detrás de la cama de pared.

—Tenemos entendido que tiene usted licencia de privado —dijo Finlayson con voz dura.

—Así es.

—A verla. —Extendió la mano. Le di mi cartera. La examinó y me la devolvió—. ¿Lleva pistola?

Asentí. Extendió la mano. Sebold salió del vestidor. Finlayson olfateó la Luger, sacó el cargador, abrió la recámara y alzó la pistola de manera que pasara un poco de luz desde el hueco del cargador al extremo de la recámara que daba al cañón. Miró por la boca del cañón guiñando un ojo. Le pasó la pistola a Sebold. Sebold hizo lo mismo.

—No creo —dijo Sebold—. Limpia, pero no tan limpia. No puede haberse limpiado hace menos de una hora. Hay un poco de polvo.

—Exacto.

Finlayson recogió de la moqueta el cartucho expulsado, lo metió en el cargador y encajó el cargador en su sitio. Me devolvió la pistola. Me la volví a guardar bajo el brazo.

—¿Ha ido a alguna parte esta noche? —preguntó sin rodeos.

—No me cuenten el argumento —repliqué—. Soy solo un actor secundario.

—Un listillo —dijo Sebold sin emoción. Se cepilló otra vez el pelo y abrió un cajón del escritorio—. Se hace el gracioso. Podría escribir columnas. Me gusta tratar con gente así… con la cachiporra.

Finlayson suspiró.

—¿Ha salido esta noche, sabueso?

—Pues claro. Entro y salgo sin parar. ¿Por qué?

No hizo caso de la pregunta.

—¿Dónde ha estado?

—Salí a cenar. Y un par de visitas de trabajo.

—¿Dónde?

—Lo siento, chicos. Todo negocio tiene sus archivos privados.

—También ha tenido compañía —dijo Sebold, cogiendo el vaso de George y olfateándolo—. Reciente… menos de una hora.

—No es usted tan bueno —aseveré en tono agrio.

—¿Ha dado un paseo en un Cadillac grande? —insistió Finlayson, tras respirar hondo—. ¿En la dirección de Los Ángeles Oeste?

—He dado un paseo en un Chrysler… en dirección a Vine Street.

—Tal vez sea mejor que nos lo llevemos —dijo Sebold, mirándose las uñas.

—Tal vez sea mejor que se dejen de fantasmadas y me cuenten lo que andan husmeando. Me llevo bien con los polis… excepto cuando se portan como si la ley fuera solo para los ciudadanos.

Finlayson me estudió. Nada de lo que yo había dicho le había impresionado. Tampoco le había impresionado nada de lo que había dicho Sebold. Tenía una idea y se agarraba a ella como un niño enfermo.

—¿Conoce a un choricillo que se llama Frisky Lavon? —Suspiró—. Antes vivía de limosnas, después descubrió que podía ganarse la vida con el delito. Lleva haciendo eso unos doce años. Lleva pistola y actúa como un idiota. Pero ha dejado de actuar esta noche, a eso de las siete y media. Se ha quedado frío… con una bala en la cabeza.

—Nunca había oído hablar de él —dije.

—¿Ha matado a alguien esta noche?

—Tendría que mirar mi cuaderno de notas.

Sebold se inclinó hacia delante con mucha educación.

—¿Te apetece un castañazo en los morros? —preguntó.

Finlayson extendió una mano rápidamente.

—Déjalo, Ben. Déjalo. Escuche, Dalmas. Puede que no estemos enfocando esto bien. No hablamos de asesinato. Podría haber sido legítima defensa. A este Frisky Lavon se lo han cargado esta noche en Calvello Drive, en Bel-Air. En medio de la calle. Nadie ha visto ni oído nada. Así que nos gustaría saber algo.

—Muy bien —dije—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Y quíteme de los pelos a este afinador de pianos. Lleva un traje muy bonito y las uñas limpias, pero se aprovecha demasiado de su placa.

—Vete al carajo —espetó Sebold.

—Hemos recibido una llamada muy rara —dijo Finlayson—. Y aquí es donde entra usted. No estamos poniéndonos chulos porque sí. Y buscamos una 45. Aún no están seguros de qué modelo.

—Es listo. La tiraría debajo de la barra del Levy’s —dijo Sebold en tono burlón.

—Nunca he tenido una 45 —afirmé yo—. El que necesite tanta artillería haría mejor usando un pico.

Finlayson me miró con el ceño fruncido y se contó los pulgares. Después respiró hondo y de pronto se puso humano conmigo.

—Vale, soy un pies planos imbécil —dijo—. Cualquiera podría arrancarme las orejas y yo ni me enteraría. Vamos a dejarnos todos de tonterías y a hablar en serio.

»A este Frisky lo encontraron muerto después de una llamada anónima a la policía de Los Ángeles Oeste. Estaba muerto delante de una mansión perteneciente a un hombre llamado Jeeter, que es dueño de una cadena de empresas de inversión. Este tipo no emplearía a Frisky ni para limpiar plumas, así que por ahí no hay nada. Los sirvientes no oyeron nada, y tampoco los sirvientes de ninguna de las cuatro casas de la manzana. Frisky estaba tirado en la calle y un coche le había pasado por encima del pie, pero lo que lo mató fue una bala del 45 en plena cara. Los de L. A. Oeste apenas habían comenzado la rutina cuando un tipo llama a jefatura y dice que le digan a Homicidios que, si quieren saber quién mató a Frisky Levon, que pregunten a un detective privado llamado John Dalmas, y da la dirección y todo, y después cuelga a toda prisa.

»Muy bien. El tío de la centralita me pasa el chivatazo y yo no tengo ni pajolera idea de quién es Frisky, pero pregunto a Identificación y ellos ya lo creo que la tienen, y justo cuando estoy mirando las fichas llega el informe de L. A. Oeste, y la descripción parece coincidir bastante bien. Así que nos ponemos en contacto y, efectivamente, es el mismo tío, y el capitán nos dice que nos pasemos por aquí. Y aquí estamos.

—Y aquí están —dije yo—. ¿Les apetece un trago?

—Y si nos apetece, ¿podemos registrar el piso?

—Claro. Es una buena pista… lo de la llamada telefónica, quiero decir… si le dedican unos seis meses.

—Ya se nos había ocurrido —gruñó Finlayson—. Hay cien tíos que podrían haberse cepillado a ese gusano, y a dos o tres de ellos se les podría haber ocurrido que sería buena idea cargarle el muerto a usted. Esos dos o tres son los que nos interesan.

Negué con la cabeza.

—No se le ocurre nada, ¿eh?

—Solo sabe decir gracias —dijo Sebold.

Finlayson se puso en pie con esfuerzo.

—Bueno, vamos a echar un vistazo.

—A lo mejor tendríamos que haber traído una orden de registro —comentó Sebold, tocándose el labio superior con la punta de la lengua.

—No estoy obligado a pelearme con este tío, ¿verdad que no? —le pregunté a Finlayson—. O sea, ¿basta con que le deje decir sus frases cómicas y mantenga la calma?

Finlayson miró al techo y dijo en tono seco:

—Su mujer lo dejó anteayer. Solo está intentando compensar, como se suele decir.

Sebold se puso blanco y se retorció los nudillos con furia. Después soltó una breve risita y se puso en pie.

Se metieron en faena. Diez minutos de abrir y cerrar cajones, mirar por detrás de los estantes y bajo los cojines de las butacas, de bajar la cama y husmear en el frigorífico eléctrico y en el cubo de basura hasta que se hartaron.

Volvieron y se sentaron de nuevo.

—Algún chiflado —dijo Finlayson en tono fatigado—. Puede que el tío sacase el nombre de la guía de teléfonos. Podría ser cualquier cosa.

—Voy a preparar esas copas.

—Yo no bebo —gruñó Sebold.

Finlayson cruzó las manos sobre el estómago.

—Eso no significa que vayamos a tirar el licor en el florero, hijo.

Preparé tres copas y puse dos al lado de Finlayson. Se bebió la mitad de una y miró al techo.

—Tengo otro homicidio —dijo, pensativo—. Un colega suyo, Dalmas. Un tío gordo de Sunset. Se llamaba Arbogast. ¿Ha oído hablar de él?

—Creo que era un experto en caligrafía —aseveré.

—Estás hablando de asuntos de la policía —le dijo Sebold a su compañero en tono gélido.

—Claro. Asuntos de la policía que están ya en los periódicos de la mañana. A este Arbogast le pegaron tres tiros con una 22. Una pistola de tiro al blanco. ¿Conoce a algún matón que use esa clase de cacharra?

Sujeté mi vaso con fuerza y eché un trago largo y lento. No me había parecido que Waxnose fuera tan peligroso, pero nunca se sabe.

—Conocía a uno —revelé despacio—. Un asesino llamado Al Tessilore. Pero ahora está en Folsom. Utilizaba una Colt Woodsman.

Finlayson se terminó la primera copa, vació la segunda más o menos en el mismo tiempo y se levantó. Sebold también se puso en pie, todavía furioso.

Finlayson abrió la puerta.

—Vamos, Ben.

Salieron. Oí sus pasos por el pasillo, otra vez el chasquido del ascensor. Un coche se puso en marcha abajo en la calle y se perdió rugiendo en la noche.

—Los payasos como ese no matan —dije en voz alta.

Pero parecía que sí mataban.

Esperé quince minutos antes de volver a salir. Mientras estaba esperando sonó el teléfono, pero no respondí.

Conduje hacia El Milano y di unas cuantas vueltas para asegurarme de que no me seguían.

6

El vestíbulo no había cambiado nada. La moqueta azul volvió a hacerme cosquillas en los tobillos cuando me dirigí al mostrador de recepción, el mismo conserje pálido estaba entregando una llave a un par de mujeres con cara de caballo y trajes de mezclilla, y cuando me vio volvió a apoyar su peso sobre el pie izquierdo, y la puerta del extremo de la recepción se abrió, y por ella salió el gordo y lascivo Hawkins, con lo que parecía el mismo cigarro insertado en la cara.

Esta vez se me acercó con rapidez, me dedicó una cálida sonrisa y me agarró del brazo.

—Precisamente el hombre que yo quería ver —dijo con una risita—. Vamos arriba un momento.

—¿Qué pasa?

—¿Pasar? —Su sonrisa se hizo tan ancha como la puerta de un garaje para dos coches—. No pasa nada. Por aquí.

Me empujó hacia el ascensor y dijo «Octavo» con voz gruesa y alegre, y arriba subimos y fuera salimos y el pasillo recorrimos. Hawkins tenía una mano fuerte y sabía por dónde sujetar un brazo. Yo estaba lo bastante interesado para dejarle hacer. Apretó el timbre de la puerta de la señorita Huntress y el Big Ben campaneó dentro y me encontré mirando a un tipo impasible con sombrero hongo y esmoquin. Tenía la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta, y bajo el hongo había un par de ojos que tenían tanta expresión como el tapón de un depósito de gasolina.

La boca se movió lo suficiente para decir:

—¿Sí?

—Compañía para el jefe —dijo Hawkins con entusiasmo.

—¿Qué compañía?

—Déjenme jugar a mí también —intervine—. Compañía de Riesgos Limitados. Denme la manzana.

—¿Eh? —Las cejas fueron por su lado y la mandíbula por el suyo—. Nadie estará de guasa con nadie, espero.

—Vamos, vamos, caballeros… —empezó a decir Hawkins.

Desde detrás del hombre del sombrero hongo, una voz le interrumpió:

—¿Qué pasa, Beef?

—Que está estofado —dije yo.

—Oye, bocazas…

—Vamos, vamos, caballeros. —Lo mismo que antes.

—No pasa nada —dijo Beef, lanzando la voz por encima del hombro como si fuera un cabo de cuerda—. El segurata del hotel ha traído a un tío y dice que es compañía.

—Haz pasar a la compañía, Beef.

Me gustó su voz. Era suave, tranquila y podrías haber grabado tu nombre en ella con un martillo pilón de quince kilos y un escoplo bien frío.

—Adentro el rebaño —dijo Beef, haciéndose a un lado.

Entramos. Yo pasé primero, después Hawkins, y después Beef giró hábilmente detrás de nosotros como una puerta. Entramos tan juntos que debíamos de parecer un bocadillo de tres capas.

La señorita Huntress no estaba en la habitación. El tronco de la chimenea casi había terminado de quemarse. Todavía persistía aquel olor a sándalo en el aire. Mezclado con humo de cigarrillo.

Había un hombre de pie al extremo del sofacito, con las dos manos en los bolsillos de un abrigo azul de pelo de camello con el cuello subido hasta un sombrero negro de ala flexible. Por fuera del abrigo le colgaba una bufanda suelta. Estaba inmóvil, con el cigarrillo de su boca soltando volutas de humo. Era alto, de pelo negro, suave, peligroso. No dijo nada.

Hawkins se le acercó con andares patosos.

—Este es el hombre del que le he hablado, señor Estel —balbuceó el gordo—. Vino hoy y dijo que venía de su parte. Casi me engañó.

—Dale diez pavos, Beef.

Derby Hat sacó de alguna parte la mano izquierda y en ella había un billete. Empujó el billete hacia Hawkins. Hawkins cogió el billete ruborizándose.

—No es necesario, señor Estel, pero muchas gracias de todos modos.

—Largo.

—¿Eh? —Hawkins parecía escandalizado.

—Ya le has oído —dijo Beef en tono truculento—. ¿Quieres salir de culo o qué?

Hawkins se puso digno.

—Tengo que proteger a los inquilinos. Ya saben cómo es esto, caballeros. Estoy haciendo mi trabajo.

—Ya. Largo —espetó Estel sin mover los labios.

Hawkins dio media vuelta y salió rápidamente, sin hacer ruido. La puerta se cerró detrás de él con un suave chasquido. Beef le echó una mirada y después se situó detrás de mí.

—Mira a ver si va armado, Beef.

Derby Hat miró si yo iba armado. Me sacó la Luger y se apartó de mí. Estel miró la Luger como si tal cosa y después a mí. Sus ojos tenían una expresión de disgusto indiferente.

—Te llamas John Dalmas, ¿no? Detective privado.

—¿Y qué? —dije yo.

—Alguien le va a aplastar la cara a alguien contra el suelo de alguien —dijo Beef en tono frío.

—Venga, deja esa mierda para la sala de calderas —le dije—. Ya estoy harto de tíos duros esta noche. He dicho «¿Y qué?», y se queda dicho.

Marty Estel pareció ligeramente divertido.

—Demonios, no perdamos la calma. Tengo que cuidar de mis amigos, ¿no? Sabes quién soy. Muy bien. Y yo sé de lo que hablaste con la señorita Huntress. Y sé algo de ti que tú no sabes que sé.

—Vale —acepté—. Ese gordo cochino, Hawkins, me sacó diez pavos por dejarme subir aquí esta tarde, sabiendo perfectamente quién era yo, y ahora le acaba de sacar otros diez a su hombre de hierro por echarme el lazo. Devuélvame mi pistola y dígame por qué mis asuntos son asunto suyo.

—Por muchas cosas. Primero, Harriet no está en casa. Estamos esperándola por una cosa que ha ocurrido. Pero no puedo esperar más. Tengo que ir a trabajar al club. Así que ¿a qué has venido esta vez?

—A buscar al chico Jeeter. Alguien disparó contra su coche esta noche. A partir de ahora va a necesitar alguien que le cubra la espalda.

—¿Crees que yo juego a esos juegos? —me preguntó Estel con voz fría.

Me acerqué a un mueblecito, lo abrí y encontré una botella de escocés. Desenrosqué el tapón, cogí un vaso del taburete y serví un poco. Lo probé. Sabía como es debido.

Miré alrededor en busca de hielo, pero no había. Hacía mucho que todo se había derretido en la cubitera.

—Te he hecho una pregunta —insistió Estel muy serio.

—Lo he oído. Estaba pensando. La respuesta es no, no lo habría creído. Pero ha ocurrido. Yo estaba allí. Estaba en el coche, en lugar del joven Jeeter. Su padre me había hecho llevar a la casa para hablar de unas cosas.

—¿Qué cosas?

No me molesté en aparentar sorpresa.

—Tiene usted cincuenta mil pavos en pagarés del chico. Eso pintaría mal para usted, si a él le ocurriera algo.

—Yo no lo veo así. Porque de ese modo perdería mi dinero. El viejo no va a pagar, eso seguro. Pero si espero un par de años, cobraré del chico. Recibirá su herencia cuando cumpla veintiocho. Ahora mismo le dan mil al mes, y ni siquiera puede legar nada, porque sigue teniéndolo la fundación. ¿Te enteras?

—¿O sea, que no lo haría matar? —dije, pegándole un viaje al escocés—. Pero podría intentar asustarlo.

Estel frunció el ceño. Dejó su cigarrillo en un cenicero y lo miró humear antes de recogerlo de nuevo y apagarlo. Negó con la cabeza.

—Si vas a ser su guardaespaldas, casi me convendría pagarte parte de tu salario, ¿no? Casi. Un hombre de mi profesión no puede ocuparse de todo. Es mayor de edad y con quién se junte es asunto suyo. Por ejemplo, las mujeres. ¿Hay alguna razón para que una buena chica no se saque una tajada de cinco millones de pavos?

—Me parece una idea estupenda —afirmé—. ¿Qué es lo que sabe usted de mí que yo no sé que sabe?

Sonrió levemente.

—¿Y qué es eso que esperaba decirle a la señorita Huntress? ¿Eso que ha ocurrido?

Volvió a sonreír levemente.

—Escucha, Dalmas, hay muchas maneras de jugar a cualquier juego. Yo juego por los porcentajes de la casa, porque es lo único que necesito para ganar. ¿Soy malo por eso?

Hice rodar un cigarrillo nuevo entre los dedos e intenté hacerlo rodar alrededor de mi vaso con dos dedos.

—¿Quién ha dicho que sea usted malo? Siempre he oído cosas muy agradables de usted.

Marty Estel asintió y pareció un poquito divertido.

—Dispongo de fuentes de información —dijo tranquilamente—. Cuando tengo cincuenta mil pavos invertidos en un tío, soy capaz de averiguar unas cuantas cosas sobre él. Jeeter contrató a un fulano llamado Arbogast para hacer un trabajito. A Arbogast lo han matado hoy en su oficina, con una 22. Eso podría no tener nada que ver con el asunto de Jeeter. Pero a ti te estaban siguiendo cuando fuiste allí y no diste parte a la policía. ¿Nos convierte eso en amigos?

Lamí el borde de mi vaso y asentí.

—Parece que sí.

—A partir de ahora, abstente de molestar a Harriet, ¿entendido?

—Vale.

—Nos vamos entendiendo bien, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, me voy. Devuélvele su Luger, Beef.

Derby Hat se acercó y me plantó la pistola en la mano con fuerza suficiente para romper un hueso.

—¿Te quedas? —preguntó Estel, dirigiéndose hacia la puerta.

—Creo que esperaré un ratito. Hasta que suba Hawkins a intentar sacarme otros diez.

Estel sonrió. Beef echó a andar delante de él con cara de piedra y abrió la puerta. Estel salió. La puerta se cerró. La habitación quedó en silencio. Olfateé el mortecino perfume de sándalo y me quedé de pie, inmóvil, mirando a mi alrededor.

Alguien estaba mal de la cabeza. Yo estaba mal de la cabeza. Todo el mundo estaba mal de la cabeza. Nada cuadraba de manera que valiera algo. Marty Estel, como él decía, no tenía motivos para matar a nadie, porque esa sería la manera más segura de anular sus posibilidades de cobrar su dinero. Y aunque tuviera motivos para matar a alguien, Waxnose y Frisky no parecían el equipo que él elegiría para el trabajo. Yo estaba a malas con la policía, había gastado diez de mis veinte dólares para gastos y no tenía nada en que apoyarme ni para levantar diez centavos del mostrador de un estanco con una palanca.

Me terminé mi copa, dejé el vaso, caminé arriba y abajo por la habitación, encendí un tercer cigarrillo, miré el reloj, me encogí de hombros y me sentí asqueado. Las puertas interiores de la suite estaban cerradas. Me acerqué a la puerta por la que tuvo que haber salido el joven Jeeter por la tarde. Al abrirla contemplé una alcoba decorada en tonos marfil y ceniza de rosa. Había una gran cama de matrimonio sin tablero en los pies, cubierta con una colcha con brocados. En un tocador empotrado con tablero de luces brillaban artículos de perfumería. La luz estaba encendida. Junto a la puerta había una mesa con una lamparita también encendida. Cerca del tocador, una puerta dejaba ver el verde frío de los azulejos del baño.

Me acerqué y eché un vistazo. Cromados, una ducha acristalada, toallas con iniciales en un toallero, un estante de cristal para perfumes y sales de baño al pie de la bañera, todo muy bonito y elegante. La señorita Huntress se lo montaba bien. Ojalá se pagara ella misma el alquiler. A mí me daba lo mismo, pero me gustaba más así.

Volví hacia el cuarto de estar y me detuve en el umbral de la puerta para echar otra agradable mirada, y entonces noté algo que debería haber notado en el instante en que puse el pie en la habitación. Noté en el aire el olor picante de la pólvora, casi desvanecido pero no del todo. Y después me fijé en algo más.

La cama la habían movido hasta pegar la cabecera a la puerta de un armario que no estaba cerrada del todo. El peso de la cama impedía que se abriera. Me acerqué para averiguar por qué quería abrirse. Avancé despacio, y aproximadamente a mitad de camino me di cuenta de que llevaba la pistola en la mano.

Empujé la puerta del armario. No se movió. Cargué más peso contra ella. Siguió sin moverse. Apoyándome en ella, empujé la cama con el pie para apartarla y fui cediendo terreno poco a poco.

Un peso me empujó con fuerza. Yo había retrocedido algo más de un palmo antes de que ocurriera algo. Y entonces ocurrió de repente. El tipo salió de lado, como desenrollándose. Apliqué más peso a la puerta y lo sostuve así un momento para mirarlo.

Seguía siendo grande, seguía siendo rubio, seguía vestido con ropa deportiva áspera, con bufanda y el cuello de la camisa abierto. Pero ya no tenía la cara colorada.

Cedí terreno otra vez y él cayó rodando por el otro lado de la puerta, girando un poco como un nadador en las olas, chocó contra el suelo y allí se quedó, casi de espaldas, todavía mirándome. La luz de la lamparita de cama se reflejaba en su cabeza. Había una mancha chamuscada y húmeda en la áspera chaqueta, aproximadamente donde tendría que estar el corazón. O sea, que después de todo no iba a recibir aquellos cinco millones de dólares. Y nadie iba a pillar nada, y Marty Estel no iba a cobrar sus cincuenta mil. Porque el señorito Gerald estaba muerto.

Volví la mirada hacia el armario donde había estado metido. Ahora la puerta estaba abierta de par en par. Había ropa en las perchas, ropa de mujer, ropa bonita. A él lo habían hecho entrar hacia atrás entre las prendas, probablemente con las manos alzadas y una pistola en el pecho. Y después lo habían matado de un tiro, y el que lo hizo no había sido lo bastante rápido o lo bastante fuerte para cerrar la puerta. O se había asustado y simplemente había colocado la cama contra la puerta y la había dejado así.

Algo relucía en el suelo. Lo recogí. Una automática pequeña del calibre 25, una pistolita para llevar en un bolso de mujer, con bonitos grabados en la culata con incrustaciones de plata y marfil. Me guardé la pistola en el bolsillo. Parecía una tontería hacer eso, la verdad.

No lo toqué. Estaba tan muerto como John D. Arbogast y parecía mucho más muerto. Dejé la puerta abierta y escuché, crucé rápidamente la alcoba, pasé al cuarto de estar y cerré bien la puerta de la alcoba, manchando el pomo al hacerlo.

Una cerradura estaba siendo atacada con una llave. Hawkins se hallaba de regreso, para ver qué me retenía. Estaba entrando con su llave maestra.

Yo estaba sirviéndome una copa cuando entró.

Penetró bastante en la habitación, se detuvo con los pies bien plantados y me examinó con frialdad.

—He visto que Estel y su muchacho se marchaban —dijo—. Pero no te vi salir a ti. Así que he subido. Tengo…

—Tienes que proteger a los huéspedes —dije.

—Eso. Tengo que proteger a los huéspedes. No puedes quedarte aquí, amigo. No, cuando no está la señora de la casa.

—Pero Marty Estel y su gorila sí que pueden.

Se acercó un poco más a mí. Tenía una mirada torva en los ojos. Probablemente, siempre la había tenido, pero ahora se le notaba más.

—No te irá a extrañar eso, ¿verdad? —me preguntó.

—No. Cada uno tiene sus privilegios. Toma un trago.

—Ese whisky no es tuyo.

—La señorita Huntress me regaló una botella. Somos amigos. Marty Estel y yo somos amigos. Todos somos amigos. ¿No quieres ser amigo nuestro?

—No pretenderás tomarme el pelo, ¿eh?

—Toma un trago y olvídalo.

Encontré un vaso y le serví un poco. Lo aceptó.

—Si me lo huelen, me quedo sin empleo —dijo.

—Ajá.

Bebió despacio, dándole vueltas con la lengua.

—Buen escocés.

—No será la primera vez que lo pruebas, ¿verdad?

Empezó a ponerse duro de nuevo, pero se relajó.

—Demonios, creo que no eres más que un guasón.

Se terminó la bebida, dejó el vaso, se secó los labios con un pañuelo grande y muy arrugado y suspiró.

—Muy bien —dijo—. Tenemos que irnos ya.

—Estoy listo. Supongo que la chica tardará en volver a casa. ¿Los viste salir?

—A ella y al novio. Sí, hace mucho.

Asentí. Nos dirigimos a la puerta y Hawkins salió conmigo. Me acompañó a la planta baja y hasta la calle. Pero no vio lo que había en la alcoba de la señorita Huntress. Me pregunté si volvería a subir. Si lo hacía, era probable que la botella de escocés le impidiera avanzar más.

Entré en mi coche y me fui a casa… para telefonear a Anna Halsey. Ya no había caso, al menos para nosotros. Esta vez aparqué cerca de la acera. Ya no me sentía tan alegre. Subí en el ascensor, abrí la puerta y encendí la luz.

Waxnose estaba sentado en mi mejor butaca, con un cigarrillo marrón liado a mano sin encender entre los dedos, las huesudas rodillas cruzadas y la larga Woodsman bien apoyada en una pierna. Sonreía. No era la sonrisa más agradable que yo había visto.

—Hola, colega —dijo arrastrando las palabras—. Todavía no has hecho arreglar esa puerta. ¿Te importa cerrarla?

A pesar de lo arrastrada, su voz era mortífera.

Cerré la puerta y me quedé mirándolo de lado a lado de la habitación.

—Así que has matado a mi compañero —afirmó.

Se puso en pie despacio, cruzó despacio la habitación y me hincó la 22 en la garganta. Su sonriente boca de labios finos parecía tan inexpresiva, a pesar de la sonrisa, como su nariz de cera blanca. Buscó en silencio bajo mi chaqueta y sacó la Luger. En adelante, lo mismo daría que la dejara en casa. Parecía que todo el mundo era capaz de quitármela.

Cruzó la habitación andando hacia atrás y volvió a sentarse en la butaca.

—Tómatelo con calma —dijo casi con amabilidad—. Aparca el cuerpo, colega. Nada de movimientos raros. Nada de movimientos de ningún tipo. Tú y yo estamos en posición de salida. El reloj hace tictac y estamos esperando la señal para arrancar.

Me senté y lo miré. Un pájaro curioso. Me humedecí los secos labios.

—Me dijiste que su pistola no tenía percutor —comenté.

—Sí. Ahí me la jugó, el muy tal y cual. Y también te dije que te olvidaras del chico Jeeter. Eso ahora no importa. En quien pienso es en Frisky. Es de locos, ¿no? Yo preocupándome por un cretino como él, cargando con él a todas partes… y dejando que se lo cepillen. —Suspiró y añadió simplemente—: Era mi hermano pequeño.

—Yo no lo maté —repuse.

Sonrió un poco más. En ningún momento había dejado de sonreír. Simplemente, las comisuras de sus labios se remetieron un poco más.

—¿No?

Soltó el seguro de la Luger, la colocó con cuidado sobre el brazo de la butaca, a su derecha, y buscó en un bolsillo. Lo que sacó me dejó tan frío como un cubo de hielo.

Era un tubo metálico, oscuro y de aspecto tosco, de unos diez centímetros de longitud y taladrado con un montón de agujeritos. Sostuvo la Woodsman en la mano izquierda y empezó a atornillar el tubo en su extremo, como si tal cosa.

—Un silenciador —dijo—. No sirven para nada, supongo que pensáis los chicos listos. Pues este sí sirve… sirve para tres tiros. Si lo sabré yo. Lo fabriqué yo mismo.

Me humedecí los labios otra vez.

—Funcionará para un tiro —dije—. Después, atasca el mecanismo. Ese parece de hierro colado. Probablemente te volará la mano.

Sonrió con su sonrisa de cera y siguió enroscando, despacio, con cariño, le dio una última vuelta fuerte y se echó hacia atrás, relajado.

—Este chisme no. Está forrado con viruta de acero y con eso basta para tres tiros, como te he dicho. Después, tienes que volver a forrarlo. Y esta pistola no tiene bastante retroceso para que se atasque el mecanismo. ¿Te sientes bien? Me gustaría que te sintieras bien.

—Me siento de maravilla, sádico hijo de puta —espeté.

—Dentro de un rato voy a hacer que te tumbes en la cama. No sentirás nada. Soy muy escrupuloso cuando mato. Supongo que Frisky no sintió nada. Le acertaste bien.

—Te falla la vista —me burlé—. Le dio el chófer, con un Smith & Wesson del 45. Yo no llegué a disparar.

—Ay, ay.

—Vale, no me creas —dije—. ¿Por qué mataste a Arbogast? Ese asesinato no tuvo nada de escrupuloso. Estaba en su escritorio, le pegaron tres tiros con una 22 y cayó al suelo. ¿Qué le había hecho él a tu asqueroso hermanito?

Hizo un gesto brusco con la pistola, pero mantuvo la sonrisa.

—Tienes un par —reconoció—. ¿Quién es ese tal Arbogast?

Se lo dije. Se lo conté despacio y minuciosamente, con todo detalle. Le conté un montón de cosas. Y de alguna manera inconcreta, él empezó a parecer preocupado. Sus ojos revolotearon hacia mí, lejos de mí, hacia mí otra vez, inquietos como un colibrí.

—No conozco a nadie que se llame Arbogast, colega —afirmó despacio—. Nunca he oído hablar de él. Y hoy no he matado a ningún gordo.

—Lo has matado tú —dije—. Y has matado al chico Jeeter, en el apartamento de la chica en El Milano. Ahora mismo está allí tirado. Trabajas para Marty Estel. Y Marty va a lamentar muchísimo esa muerte. Anda, sigue y que sean tres.

Se le congeló el rostro. La sonrisa desapareció por fin. Ahora toda su cara parecía de cera. Abrió la boca, respiró por ella y su respiración hizo un ruido continuo e inquietante. Pude ver el leve brillo del sudor en su frente, y pude sentir el frío de la evaporación del sudor en la mía.

Waxnose habló con voz muy suave:

—Yo no he matado a nadie, amigo. A nadie, nadie. No se me contrató para matar gente. Hasta que Frisky paró esa bala, ni se me había ocurrido semejante idea. Es la pura verdad.

Procuré no mirar el tubo metálico enroscado a la Woodsman.

Una llama parpadeó en el fondo de sus ojos, una llamita pequeña, débil, humeante. Parecía que se iba haciendo más grande y luminosa. Miró al suelo, entre sus pies. Yo miré el interruptor de la luz, pero estaba demasiado lejos. Él levantó la mirada. Muy despacio, empezó a desatornillar el silenciador. Ya lo tenía suelto, en la mano. Lo volvió a guardar en el bolsillo, se puso en pie con las dos pistolas, una en cada mano. Después se le ocurrió otra idea. Volvió a sentarse, sacó a toda prisa todos los casquillos de la Luger y la tiró al suelo con ellos.

Se acercó a mí cruzando la habitación con calma.

—Parece que hoy es tu día de suerte —dijo—. Tengo que ir a un sitio a ver a un tío.

—Ya sabía que era mi día de suerte. Me sentía tan bien…

Se movió delicadamente, rodeándome, hasta la puerta, la abrió treinta centímetros y empezó a pasar por la estrecha abertura, sonriendo de nuevo.

—Tengo que ver a un tío —dijo con mucha suavidad, moviendo la lengua a lo largo de los labios.

—Todavía no —repuse yo, y salté.

La mano en la que tenía la pistola estaba en el borde de la puerta, casi más allá del borde. Golpeé la puerta con fuerza y él no pudo meter la mano con la suficiente rapidez. No pudo apartarla. Lo dejé clavado en el umbral y utilicé toda la fuerza que tenía. Era una locura. Él me había dado una oportunidad y todo lo que yo tenía que hacer era quedarme quieto y dejarle marchar. Pero yo también tenía que ir a ver a un tío… y quería verlo el primero.

Waxnose me miró con desprecio. Gruñó. Tiró de la mano que tenía al otro lado del borde de la puerta. Yo cambié de posición y le pegué en la mandíbula con toda mi fuerza. Fue suficiente. Se quedó sin fuerzas. Le golpeé otra vez. Su cabeza rebotó contra la madera. Oí un ruido sordo al otro lado de la puerta. Le pegué por tercera vez. Nunca he pegado tan fuerte.

Entonces aparté mi peso de la puerta y él cayó hacia mí con los ojos en blanco y las rodillas de goma, y yo lo agarré, le retorcí las manos vacías a la espalda y lo dejé caer. Me quedé en pie sobre él, jadeando. Abrí la puerta. Su Woodsman estaba caída casi en el umbral. La recogí, me la guardé en el bolsillo, pero no en el bolsillo en el que llevaba la pistolita de la señorita Huntress. Él ni siquiera la había encontrado.

Allí estaba, caído en el suelo. Era un tío flaco, no pesaba nada, pero aun así yo estaba jadeando. Al poco rato, sus ojos se abrieron con un pestañeo y alzó la mirada hacia mí.

—Maldito avaro —susurró con cansancio—. ¿Por qué me marcharía de San Luis?

Le puse unas esposas en las muñecas, lo arrastré por los hombros hasta el vestidor y le até los tobillos con una cuerda. Lo dejé tumbado de espaldas, un poco de lado, con la nariz tan blanca como siempre, los ojos ya vacíos, los labios moviéndose un poco como si estuviera hablando consigo mismo. Un muchacho curioso, no del todo malo, pero tampoco tan puro como para que yo llorara por él.

Monté la Luger y me marché con mis tres pistolas. No había nadie fuera del edificio.

7

La mansión Jeeter estaba en una loma de unas cuatro hectáreas, una gran mole colonial con gruesas columnas blancas, buhardillas, magnolios y un garaje para cuatro coches. En lo alto del sendero de entrada había un espacio circular para aparcar, con dos coches estacionados: uno era el gran buque acorazado en el que yo había viajado, y el otro un deportivo descapotable amarillo canario que ya había visto antes.

Toqué un timbre del tamaño de un dólar de plata. La puerta se abrió y un pájaro alto y delgado vestido de oscuro me miró.

—¿Está el señor Jeeter? ¿El señor Jeeter, padre?

—¿Puedo preguntar de parte de quién? —El acento era un poco espeso, como el escocés aguado.

—John Dalmas. Trabajo para él. A lo mejó tenía que habé llamao a la pueta e servisio.

Se llevó un dedo al cuello postizo y me miró sin ningún placer.

—Hum, es posible. Puede pasar. Informaré al señor Jeeter. Creo que en este momento está ocupado. Haga el favor de esperar aquí en el vestíbulo.

—Una actuación pésima —dije—. Los mayordomos ingleses no se comen las haches este año.

—Un listillo, ¿eh? —gruñó, con una voz no más transatlántica que Hoboken—. Espere aquí —me pidió, y se alejó deslizándose.

Me senté en un sillón tallado y me entró sed. Al cabo de un rato, el mayordomo volvió con andares de gato por el pasillo y me hizo un gesto desagradable con la barbilla.

Recorrimos un pasillo kilométrico. Al final se ensanchaba sin puertas en un enorme solárium. Al otro lado del solárium, el mayordomo abrió una puerta ancha y yo pasé delante de él a una sala ovalada con una alfombra ovalada negra y plata, una mesa de mármol negro en medio de la alfombra, sillas talladas de respaldo alto y duro contra las paredes, un enorme espejo ovalado con superficie redondeada que me hacía parecer un enano con hidrocefalia, y tres personas en la habitación.

Junto a la puerta de enfrente a por donde había entrado yo, George el chófer estaba de pie muy tieso, con su pulcro uniforme oscuro y su gorra de visera en la mano. En la menos incómoda de las sillas se sentaba la señorita Harriet Huntress con un vaso medio lleno en la mano. Y hacia el margen plateado de la alfombra ovalada, el señor Jeeter, padre, ejercitaba las piernas en un animoso medio galope, aún contenido pero furioso por dentro. Tenía el rostro enrojecido y las venas de la nariz dilatadas. Las manos, metidas en los bolsillos de una chaqueta de esmoquin de terciopelo. Llevaba una camisa plisada con una perla negra en la pechera, pajarita negra de ala de murciélago y zapatos Oxford de charol, uno de ellos desatado.

Dio un rápido giro y le gritó al mayordomo que venía detrás de mí:

—¡Sal y mantén cerradas esas puertas! Y no estoy en casa para nadie, ¿entendido? ¡Para nadie!

El mayordomo cerró las puertas. Es de suponer que se marcharía. Yo no le oí marcharse.

George me dirigió una media sonrisa fría y la señorita Huntress me lanzó una mirada indiferente por encima de su copa.

—Bonita reaparición —comentó con falso recato.

—Corrió usted un riesgo dejándome solo en su apartamento —le dije—. Podría haberle birlado un poco de su perfume.

—Bueno, ¿qué quiere? —me gritó Jeeter—. ¡Valiente detective ha resultado ser usted! Le encargo un trabajo confidencial y se va derecho a la señorita Huntress para explicarle todo el asunto.

—Ha funcionado, ¿no?

Se me quedó mirando. Todos me miraban.

—¿Cómo sabe eso? —ladró.

—Conozco a una buena chica en cuanto la veo. Está aquí diciéndole que de pronto ha dejado de gustarle la idea y que deje usted de preocuparse. ¿Dónde está el señor Gerald?

El viejo Jeeter se detuvo y me dirigió una mirada de las duras.

—Sigo considerándole a usted un incompetente —dijo—. Mi hijo no aparece.

—No trabajo para usted. Trabajo para Anna Halsey. Cualquier reclamación que tenga que hacer debe dirigírsela a ella. ¿Me sirvo yo mi copa o tiene usted un lacayo con traje morado para hacerlo? ¿Y qué quiere decir eso de que su hijo no aparece?

—¿Lo echo de aquí, señor? —preguntó George en voz baja.

Jeeter señaló con la mano una botella, un sifón y unos vasos sobre la mesa de mármol negro y empezó a corretear de nuevo por la alfombra.

—No seas tonto —le soltó a George.

George se ruborizó un poco, en lo alto de los pómulos. Su boca parecía tensa.

Me preparé una copa, me senté, la probé y volví a preguntar:

—¿A qué se refiere al decir que su hijo no aparece, señor Jeeter?

—Le estoy pagando buen dinero… —empezó a gritarme, todavía furioso.

—¿Cuándo?

Detuvo en seco su galope y me miró otra vez. La señorita Huntress soltó una risita. George hizo un gesto de desprecio.

—¿Usted qué cree que quiero decir con «mi hijo no aparece»? —replicó—. Yo habría pensado que estaba bastante claro, incluso para usted. Nadie sabe dónde está. La señorita Huntress no lo sabe. Yo no lo sé. Nadie lo sabe en ninguno de los sitios donde podría estar.

—Pero yo soy más listo que ellos —dije—. Yo sí lo sé.

Nadie se movió durante un largo momento. Jeeter me miraba con ojos de pez. George me miraba. La chica me miraba. Parecía desconcertada. Los otros dos se limitaban a mirar.

La miré a ella.

—¿Adónde fueron cuando me dejaron, si no le importa decirlo?

Sus ojos azul oscuro estaban claros como el agua.

—No es ningún secreto. Salimos juntos… en un taxi. A Gerald le han retirado el permiso de conducir por un mes. Demasiadas multas. Bajamos hacia la playa, y entonces tuve un cambio de parecer, como tú has adivinado. Decidí que, a fin de cuentas, estaba siendo una aprovechada. En realidad no quería el dinero de Gerald. Lo que quería era vengarme. Del señor Jeeter, por haber arruinado a mi padre. Todo se hizo legalmente, por supuesto, pero se hizo de todos modos. Pero yo me había puesto en una situación en la que no podía conseguir mi venganza sin parecer una cazafortunas barata. Así que le dije a Gerald que se buscara otra chica para jugar. Le sentó mal y discutimos. Paré el taxi y me bajé en Beverly Hills. Él siguió. No sé adónde fue. Más tarde, volví a El Milano, saqué mi coche del garaje y vine aquí. A decirle al señor Jeeter que se olvide de todo el asunto y no se moleste en azuzar detectives contra mí.

—Dice que se marchó con él en un taxi —dije—. ¿Por qué no los llevó George, si él no podía conducir?

Yo la miraba a ella, pero no estaba hablando con ella. Jeeter me respondió en tono helado:

—George me trajo a mí a casa desde la oficina, naturalmente. A esa hora, Gerald ya había salido. ¿Tiene eso alguna importancia?

Me volví hacia él.

—Sí. La va a tener. El señor Gerald está en El Milano. Me lo ha dicho Hawkins, el vigilante. Gerald volvió allí a esperar a la señorita Huntress, y Hawkins le dejó entrar en su apartamento. Hawkins te hace esos pequeños favores… por diez pavos. Puede que siga allí y puede que no.

Seguí mirándolos. Era difícil vigilar a los tres. Pero ellos no se movieron. Se limitaban a mirarme fijamente.

—Bueno, me alegra saber eso —dijo el viejo Jeeter—. Me temía que estuviera emborrachándose por ahí.

—No, no está emborrachándose por ahí —repliqué—. Por cierto, entre esos sitios a los que llamó para ver si él estaba allí, ¿no llamó a El Milano?

George asintió.

—Sí, llamé yo. Dijeron que no estaba allí. Seguramente, ese fisgón de la casa le pagó a la telefonista para que no dijera nada.

—No tenía necesidad de hacer eso. Ella habría llamado al apartamento y él no habría contestado… naturalmente.

Miré al viejo Jeeter con mucha atención, con mucho interés. Iba a ser duro para él encajar aquello, pero iba a tener que encajarlo.

Lo hizo. Primero se lamió los labios.

—¿Por qué «naturalmente», si se puede preguntar? —dijo con voz fría.

Dejé mi vaso en la mesa de mármol y me puse en pie, apoyado en la pared, con las manos libres. Seguía intentando vigilar a los tres a la vez.

—Vamos a repasar este asunto un poquito —dije—. Todos sabemos cuál es la situación. Sé que George lo sabe, aunque no debería, siendo solo un sirviente. Sé que la señorita Huntress lo sabe. Y por supuesto, usted lo sabe, señor Jeeter. Así que vamos a ver qué tenemos. Tenemos un montón de cosas que no encajan, pero yo soy listo y voy a hacerlas encajar de algún modo. En primer lugar, un montón de fotocopias de pagarés de Marty Estel. Gerald niega haberlos firmado, y el señor Jeeter no está dispuesto a pagar, pero hace que un experto grafólogo llamado Arbogast compruebe las firmas para ver si parecen auténticas. Lo parecen. Lo son. Este Arbogast puede haber hecho otras cosas, no lo sé. No pude preguntárselo. Cuando fui a verlo, estaba muerto: le habían pegado tres tiros, según he sabido después, con una pistola del 22. No, no avisé a la policía, señor Jeeter.

El viejo alto de pelo plateado parecía terriblemente afectado. Su cuerpo enjuto temblaba como un junco.

—¿Muerto? —susurró—. ¿Asesinado?

Miré a George. George no movió ni un músculo. Miré a la chica. Estaba sentada tranquilamente, esperando, con los labios apretados.

—Solo hay una razón para suponer que este asesinato tiene algo que ver con los asuntos del señor Jeeter —dije—. Lo mataron con una 22… y en este caso hay un hombre que lleva una 22.

Todavía tenía su atención. Y su silencio.

—No tengo ni la menor idea de por qué lo mataron. No era un hombre peligroso para la señorita Huntress ni tampoco para Marty Estel. Estaba demasiado gordo para andar mucho por ahí. Yo sospecho que se pasó de listo. Tenía entre manos un caso sencillo de verificación de firmas, y partiendo de ahí siguió buscando hasta encontrar más de lo debido… Averiguó mucho más de lo conveniente… y hasta es posible que intentara un pequeño chantaje. Y alguien lo liquidó esta tarde con una 22. Vale, podré soportarlo. No lo conocía de nada.

»Así que me pasé a ver a la señorita Huntress, y después de mucha marrullería con ese vigilante de manos ansiosas, conseguí verla y tuvimos una charla, y después el señor Gerald salió de su escondite y me sacudió un buen guantazo en la mandíbula, y yo caí y me golpeé la cabeza contra la pata de un sillón. Y cuando volví en mí, el piso estaba vacío. Así que me fui para casa.

»Y en casa me encontré con el hombre de la 22, y con él iba un cretino llamado Frisky Lavon, que tenía mal aliento y una pistola muy grande, aunque nada de eso importa ahora, porque lo han matado de un tiro esta noche a la puerta de su casa, señor Jeeter. Lo mataron cuando intentaba asaltar su coche. La poli sabe todo esto (han venido a verme para hablar de ello), porque el otro tipo, el de la 22, es hermano del pequeño cretino, y pensó que yo había matado al cretino y quiso cargarme con el muerto. Pero no le funcionó. Ya van dos homicidios.

»Ahora llegamos al tercero y más importante. Volví a El Milano porque ya no parecía en absoluto buena idea que el señor Gerald anduviera por ahí tan tranquilo. Por lo visto, tenía unos cuantos enemigos. Incluso parecía probable que creyeran que él iba en el coche esta noche, cuando Frisky Lavon disparó contra él… aunque por supuesto, eso era solo un montaje.

El viejo Jeeter juntó sus cejas blancas en una expresión de perplejidad. George no parecía perplejo. No parecía nada. Tenía tanta cara de palo como un indio de madera de un estanco. La chica parecía un poco más pálida, un poco más tensa. Seguí ahondando.

—Al volver a El Milano, me encontré con que Hawkins había dejado entrar a Marty Estel y su guardaespaldas en el apartamento de la señorita Huntress, para esperarla allí. Marty tenía algo que decirle… que habían matado a Arbogast. Eso hacía que pareciera buena idea dejar en paz al joven Jeeter durante algún tiempo… al menos, hasta que los polis se tranquilizaran. Marty es un tío que piensa. Piensa mucho más de lo que ustedes imaginan. Por ejemplo, sabía lo de Arbogast, y sabía que el señor Jeeter había ido esta mañana a la oficina de Anna Halsey, y sabía de algún modo (es posible que se lo dijera la propia Anna, la creo muy capaz) que yo estaba trabajando en el caso. De manera que me hizo seguir hasta el despacho de Arbogast y después de que yo saliera de allí, y más adelante supo por sus amigos policías que a Arbogast lo habían asesinado, y sabía que yo me lo había callado. Así que me tenía pillado, y eso nos convertía en amigos. Después de decirme esto, se marchó, y otra vez me quedé solo en el apartamento de la señorita Huntress. Pero esta vez, sin saber por qué, husmeé un poco. Y encontré al señorito Gerald en la alcoba, dentro de un armario.

Me acerqué rápidamente a la chica, metí la mano en un bolsillo y saqué la pequeña y monísima automática del 25, y se la dejé sobre la rodilla.

—¿La ha visto antes?

Su voz tenía un curioso sonido tirante, pero sus ojos azules y oscuros me miraron de poder a poder.

—Sí, es mía.

—¿Dónde la guardaba?

—En el cajón de una mesilla, al lado de la cama.

—¿Está segura de eso?

Se lo pensó. Ninguno de los dos hombres se movió.

A George le empezó a temblar una comisura de la boca. De pronto, la chica movió la cabeza de lado a lado.

—No, acabo de acordarme de que la saqué para enseñársela a alguien, porque no sé mucho de pistolas, y la dejé sobre la repisa del cuarto de estar. Sí, estoy casi segura. Se la enseñé a Gerald.

—¿O sea, que él habría podido cogerla de allí si alguien hubiera intentado jugar sucio con él?

Asintió, preocupada.

—¿Qué quieres decir con… está en el armario? —preguntó con voz floja y apresurada.

—Ya lo sabe. Todos en esta habitación saben lo que quiero decir. Saben que le he enseñado esta pistolita con un propósito. —Me aparté de ella y me encaré con George y su jefe—. Está muerto, claro que sí. Un tiro en el corazón. Probablemente, con esta pistola. Estaba allí con él. Por eso la dejaron allí.

El viejo dio un paso, se detuvo y se apoyó en la mesa. No sé muy bien si se había puesto blanco o si ya estaba blanco de antes. Miró con furia a la chica. Habló muy despacio, entre dientes:

—¡Maldita asesina!

—¿No podría haber sido un suicidio? —dije en tono de burla.

Torció la cabeza lo suficiente para mirarme. Vi que la idea le interesaba. Casi asintió.

—No —aseveré—. No pudo ser un suicidio.

Aquello no le gustó tanto. Se le congestionó la cara y se le hincharon las venas de la nariz. La chica tocó la pistola que tenía sobre la rodilla y puso la mano al descuido alrededor de la culata. Vi que el pulgar se deslizaba suavemente hacia el seguro. No sabía mucho de pistolas, pero eso sí lo sabía.

—No ha podido ser un suicidio —repetí, muy despacio—. Como caso aislado, tal vez. Pero no con todas las otras cosas que han estado pasando: Arbogast, el asalto en Calvello Drive delante de esta casa, los matones esperando en mi apartamento, el trabajo con la 22…

Metí otra vez la mano en el bolsillo y saqué la Woodsman de Waxnose. La sostuve descuidadamente en la palma de la mano izquierda.

—Y lo más curioso es que no creo que fuera esta 22… aunque resulta que esta es la 22 del pistolero. Sí, tengo también al pistolero. Está atado en mi apartamento. Volvió para matarme, pero hablé con él y lo disuadí. Soy buenísimo hablando.

—Solo que te pasas un poco —comentó la chica tranquilamente, levantando un poco la pistola.

—Es obvio quién lo mató, señorita Huntress —dije—. Es una simple cuestión de motivo y oportunidad. Marty Estel no lo hizo, y tampoco mandó hacerlo. Eso habría acabado con sus posibilidades de cobrar sus cincuenta mil. El compañero de Frisky Lavon no lo hizo, independientemente de para quién trabajara, y no creo que trabajara para Marty Estel. No habría podido entrar en El Milano para hacer el trabajo, y mucho menos en el apartamento de la señorita Huntress. El que lo hizo tenía algo que ganar con ello, y la posibilidad de acceder al sitio donde se hizo. Bien. ¿Quién tenía algo que ganar? A Gerald le iban a caer cinco millones del fondo fiduciario dentro de dos años. No podía legarlos hasta que los recibiera. De modo que, si él moría, su heredero natural se quedaba con ellos. ¿Quién es su heredero natural? Se van a sorprender. ¿Sabían que en el estado de California y en algunos otros, pero no en todos, un hombre puede convertirse en heredero natural por iniciativa propia? Le basta con adoptar a alguien que tenga dinero y no tenga herederos.

Entonces George se movió. Una vez más, su movimiento fue tan suave como una onda en el agua. El Smith & Wesson brilló apagadamente en su mano, pero no llegó a dispararlo. La pequeña automática tronó en la mano de la chica. Brotó sangre de la mano morena de George. El Smith & Wesson cayó al suelo. Él soltó una maldición. La chica no sabía mucho de pistolas… no mucho.

—¡Pues claro! —dijo ella frunciendo el ceño—. George podía entrar en el apartamento sin ningún problema, si Gerald estaba allí. Entraría por el garaje, un chófer de uniforme, subiría en el ascensor y llamaría a la puerta. Y cuando Gerald le abrió, George lo echó hacia atrás con ese Smith & Wesson. Pero ¿cómo sabía que Gerald estaba allí?

—Debió de seguir a su taxi —dije—. No sabemos dónde ha estado toda la noche desde que me dejó. Tenía un coche. La policía lo averiguará. ¿Cuánto ganabas con esto, George?

George se agarraba la muñeca derecha con la mano izquierda, apretando con fuerza, y tenía el rostro contraído y salvaje. No dijo nada.

—George le hizo retroceder con el Smith & Wesson —dijo la chica con voz cansada—. Después vería mi pistola en la repisa. Eso sería mejor. Usaría esta. Hizo retroceder a Gerald hasta la alcoba, lejos del pasillo, hasta dentro del armario, y allí, tranquilamente, con calma, lo mató y dejó la pistola en el suelo.

—George mató también a Arbogast. Lo mató con una 22 porque sabía que el hermano de Frisky Lavon usaba una 22, y sabía eso porque él había contratado a Frisky y a su hermano para darle un susto a Gerald… de modo que cuando lo mataran pareciera que había sido por orden de Marty Estel. Por eso me trajeron a mí esta noche en el coche de los Jeeter: para que los dos matones, que estaban avisados y esperando, pudieran hacer su numerito, y tal vez matarme si yo me ponía difícil. Solo que a George le gusta matar gente. A Frisky se lo cargó de un solo tiro. Le dio en toda la cara. Fue un tiro tan bueno que yo creo que pretendía fallar. ¿Qué me dices, George?

Silencio.

Miré por fin al viejo Jeeter. Esperaba que también él hubiera sacado una pistola, pero no lo había hecho. Se había quedado donde estaba con la boca abierta, espantado, apoyado en la mesa de mármol negro, temblando.

—¡Dios mío! —susurró—. ¡Dios mío!

—Usted no tiene dios. Solo el dinero.

Una puerta chirrió detrás de mí. Me giré, pero no tendría que haberme molestado. Una voz, dura, aproximadamente tan inglesa como Amos y Andy, dijo:

—Levanta las manos, tío.

El mayordomo, el inglesísimo mayordomo, estaba en el umbral con una pistola en la mano y los labios apretados. La chica hizo un giro de muñeca y le pegó un tiro como quien no quiere la cosa, en el hombro o algo parecido. El hombre chilló como un cerdo apaleado.

—Vete, aquí estorbas —ordenó ella fríamente.

Él salió corriendo. Oímos sus pasos a la carrera.

—Se va a caer —observó la chica.

Yo ya tenía mi Luger en la mano derecha, un poco tarde como de costumbre. Me acerqué con la pistola. El viejo Jeeter estaba agarrado a la mesa, con la cara tan gris como un adoquín. Las rodillas empezaban a ceder. George permaneció de pie mirándolo con aire cínico, mientras se apretaba un pañuelo alrededor de la muñeca ensangrentada.

—Que se caiga —dije—. Caído es como debe estar.

Cayó. Se le torció la cabeza. La boca se le quedó floja. Chocó de costado contra la alfombra, rodó un poco y levantó las rodillas. La boca babeaba un poco. La piel se le puso violeta.

—Ve a llamar a la policía, guapa —dije—. Yo los vigilo.

—Muy bien —convino ella, poniéndose en pie—. Pero, desde luego, necesitas mucha ayuda en tu trabajo de detective privado, señor Dalmas.

8

Llevaba allí más de una hora, solo. Había una mesa muy rayada en el centro, otra contra la pared, una escupidera de latón sobre una esterilla, un altavoz de la policía en la pared, tres moscas aplastadas, un olor a puros apagados y ropa vieja. Había dos sillones duros con almohadillas de fieltro y dos sillas duras sin almohadillas. A las lámparas eléctricas les habían quitado el polvo más o menos durante el primer mandato de Coolidge.

La puerta se abrió de un tirón y entraron Finlayson y Sebold. Sebold parecía tan compuesto y desagradable como siempre, pero Finlayson parecía mayor, más cansado, más apagado. Traía un mazo de papeles en la mano. Se sentó a la mesa frente a mí y me dirigió una mirada dura y gélida.

—Los tipos como usted se meten en un montón de líos —dijo Finlayson en tono agrio. Sebold se sentó apoyado en la pared, se echó el sombrero sobre los ojos, bostezó y miró su reloj de pulsera nuevo, de acero inoxidable.

—Los líos son mi negocio —declaré—. ¿Cómo, si no, me iba a ganar los cuartos?

—Deberíamos meterle en el trullo por todo este encubrimiento. ¿Cuánto se saca de esto?

—Yo trabajaba para Anna Halsey, que trabajaba para el viejo Jeeter. Me parece que he perdido dinero.

Sebold me sonrió con su sonrisa de cachiporra. Finlayson encendió un puro, lamió un desgarrón que tenía en un lado y lo pegó, pero seguía perdiendo humo por allí al fumar. Empujó unos papeles sobre la mesa hacia mí.

—Firme tres copias.

Firmé tres copias.

Las recogió, bostezó y arrugó la cabeza vieja y gris.

—Al viejo le dio un ataque —explicó—. Por ahí no sacamos nada. Lo más probable es que cuando vuelva en sí no sepa ni la hora que es. El tal George Hasterman, el chófer, se ríe de nosotros. Lástima que esté herido. Me gustaría trabajármelo un poco.

—Es duro —comenté.

—Ya. Bueno, de momento puede largarse.

Me puse en pie, saludé con la cabeza y me dirigí a la puerta.

—Bien, buenas noches, muchachos.

Ninguno de los dos me dirigió la palabra.

Salí, recorrí el pasillo y bajé en el ascensor nocturno al vestíbulo del ayuntamiento. Salí por el lado de Spring Street y bajé la larga escalinata vacía. Soplaba un viento frío. Al pie de los escalones encendí un cigarrillo. Mi coche todavía estaba en casa de los Jeeter. Levanté un pie para echar a andar hacia un taxi que había a media manzana en la acera de enfrente. Una voz cortante me habló desde un coche aparcado.

—Ven aquí un momento.

Era una voz de hombre, tensa, dura. Era la voz de Marty Estel. Venía de un sedán grande, con dos hombres en los asientos delanteros. Me acerqué. La ventanilla trasera estaba bajada y Marty Estel apoyaba una mano enguantada en ella.

—Entra. —Empujó la puerta para abrirla. Entré. Estaba demasiado cansado para discutir—. Vámonos, Skin.

El vehículo tiró en dirección oeste por calles oscuras, casi tranquilas, casi limpias. El aire nocturno no era puro, pero sí fresco. Coronamos una cuesta y empezamos a ganar velocidad.

—¿Qué tienen? —preguntó Estel en tono tranquilo.

—No me lo han dicho. Todavía no han hecho hablar al chófer.

—En esta ciudad no se puede condenar por asesinato a un par de millones de pavos. —El conductor llamado Skin rio sin volver la cabeza—. Es posible que ya no vea mis cincuenta mil… A ella le gustas.

—Vaya. ¿Y qué?

—No te acerques a ella.

—¿Y qué gano con eso?

—Se trata de lo que te ganarás si no haces caso.

—Sí, claro —dije—. Váyase al cuerno, haga el favor. Estoy cansado.

Cerré los ojos, me apoyé en el rincón del coche y me quedé dormido a la primera. A veces soy capaz de hacer eso, después de mucha tensión.

Me despertó una mano que me sacudía el hombro. El coche se había detenido. Miré y vi la fachada de mi edificio de apartamentos.

—Estás en casa —repuso Marty Estel—. Y recuerda: no te acerques a ella.

—¿Por qué me han traído a casa? ¿Solo para decirme eso?

—Ella me pidió que te echara una mano. Por eso estás libre. Le gustas. Y ella me gusta a mí. ¿Entendido? No querrás meterte en más líos.

—Los líos… —empecé a decir, pero me detuve. Por aquella noche, ya estaba harto del chiste—. Gracias por el viaje. Por lo demás, puede irse al cuerno.

Me alejé, entré en el edificio y subí a mi piso.

El cierre de la puerta seguía forzado, pero esta vez no había nadie esperándome. Hacía mucho tiempo que se habían llevado a Waxnose. Dejé la puerta abierta, subí las ventanas y todavía estaba oliendo las colillas de puro de los policías cuando sonó el teléfono. Era ella, con su voz tranquila, un poco dura, inconmovible, casi divertida. Bueno, probablemente había vivido lo suyo para tener así la voz.

—Hola, ojos castaños. ¿Has llegado a casa sin más problemas?

—Me ha traído tu amigo Marty. Me ha dicho que no me acerque a ti. Gracias de todo corazón, si es que lo tengo, pero no me vuelvas a llamar.

—¿Un poco asustado, señor Dalmas?

—No. Espera a que te llame yo —dije—. Buenas noches, guapa.

—Buenas noches, ojos castaños.

El teléfono hizo un chasquido. Lo colgué, cerré la puerta y bajé la cama. Me desnudé y me quedé tumbado un buen rato, sintiendo el aire fresco.

Después me levanté, tomé un trago, me duché y me fui a dormir.

Al final hicieron hablar a George, pero no lo suficiente. Dijo que había habido una pelea por la chica y que el joven Jeeter había cogido la pistola de la repisa y que George había forcejeado con él y se había disparado. Todo lo cual, por supuesto, parecía posible… en los periódicos. No consiguieron cargarle la muerte de Arbogast, ni a él ni a nadie. Nunca se encontró la pistola con que lo mataron, pero no fue con la pistola de Waxnose. Waxnose desapareció… nunca supe dónde. Al viejo Jeeter no lo tocaron, porque nunca se recuperó de su ataque, salvo para estar tumbado y tener enfermeras y contarle a la gente que no había perdido ni un céntimo en la Depresión.

Marty Estel me llamó cuatro veces para decirme que no me acercara a Harriet Huntress. Me daba un poco de lástima el pobre hombre. Lo tenía crudo. Salí con ella un par de veces y me senté con ella en casa un par de veces más, bebiendo su escocés. Estuvo bien, pero yo no tenía el dinero, la ropa, el tiempo ni los modales necesarios. Después dejó de alojarse en El Milano y oí que se había marchado a Nueva York.

Me alegró que se marchara… aunque no se molestó en despedirse de mí.