Peces de colores
1
Aquel día no estaba haciendo ningún trabajo, solo poniéndome al día en balanceo de piernas. Una brisa cálida y racheada entraba por la ventana del despacho, y el hollín de los quemadores de petróleo del hotel Mansion House rodaba en minúsculas partículas por el tablero de cristal de mi escritorio, como polen arrastrado por el viento en un solar.
Estaba pensando en irme a comer cuando se presentó Kathy Horne.
Era una rubia alta, algo mayor, de ojos tristes, que en otro tiempo había sido policía y había perdido el trabajo al casarse con un falsificador de cheques de poca monta llamado Johnny Horne, con intención de reformarlo. No le había reformado, pero estaba esperando a que saliera en libertad para poder volver a intentarlo. Mientras tanto, trabajaba en el estanco del Mansion House y observaba a los mangantes que pasaban en medio de una niebla de humo de puro de veinticinco centavos. Y de vez en cuando le prestaba diez dólares a uno de ellos para que se marchara de la ciudad. Así de blanda era. Se sentó, abrió su enorme y reluciente bolso, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con mi encendedor de mesa. Acto seguido, exhaló una voluta de humo y la miró arrugando la nariz.
—¿Has oído hablar de las perlas Leander? —preguntó—. Caray, cómo brilla esa sarga azul. A juzgar por la ropa que llevas, debes de tener dinero en el banco.
—No, a las dos cosas —dije yo—. Ni he oído hablar de las perlas Leander ni tengo nada de dinero en el banco.
—Entonces, tal vez te gustaría hacerte con una parte de veinticinco de los grandes.
Encendí uno de sus cigarrillos. Ella se levantó y cerró la ventana, diciendo:
—Ya huelo bastante ese hotel en el trabajo. —Se volvió a sentar y siguió hablando—: Ocurrió hace diecinueve años. El tipo estuvo encerrado en Leavenworth quince años, y hace cuatro que le soltaron. Un importante maderero del norte, llamado Sol Leander, las compró para su mujer. Las perlas, quiero decir. Solo son dos. Le costaron doscientos mil pavos.
—Debía de hacer falta una carretilla para llevarlas —comenté yo.
—Ya veo que no sabes mucho de perlas —replicó Kathy Horne—. No solo es cuestión de tamaño. Bueno, el caso es que ahora valen aún más, y la recompensa de veinticinco mil ofrecida por los de Reliance sigue en pie.
—Ya entiendo —dije—. Alguien las afanó.
—Ya te empieza a llegar un poco de oxígeno. —Tiró el cigarrillo en un cenicero y lo dejó humeando, como hacen las mujeres. Yo lo apagué por ella—. Por eso estuvo el tío en Leavenworth, pero nunca pudieron demostrar que él tuviera las perlas. Fue en un asalto a un coche-correo. No sé cómo, se escondió en el vagón, y cuando iban por Wyoming le pegó un tiro al empleado, limpió el correo certificado y saltó del tren. Llegó a la Columbia Británica antes de que le pillaran. Pero no encontraron nada del botín, al menos entonces. Solo le pillaron a él. Le cayó cadena perpetua.
—Si va a ser una historia larga, vamos a tomar un trago.
—Nunca bebo antes del anochecer. Así no te vuelves un sinvergüenza.
—Menuda faena para los esquimales —dije yo—. Por lo menos en verano.
Me miró sacar mi petaquita de whisky y siguió hablando:
—Se llamaba Sype, Wally Sype. Lo hizo solo. Y se negó a soltar prenda sobre el botín, no dijo ni pío. Por fin, después de quince largos años, le ofrecieron un indulto si aflojaba lo robado. Lo devolvió todo menos las perlas.
—¿Dónde lo tenía? —pregunté—. ¿En el sombrero?
—Oye, que esto no es para hacer chistes. Tengo una pista de esas canicas.
Me cerré la boca con la mano y puse un gesto solemne.
—Dijo que nunca había tenido las perlas, y parece que medio le creyeron, porque le dieron el indulto. Sin embargo, las perlas iban en el vagón, correo certificado, y nunca se volvieron a ver.
Se me empezaba a secar un poco la garganta. No dije nada. Kathy Horne siguió hablando:
—Una vez, en Leavenworth, una sola vez en todos aquellos años, Wally Sype se amorró a una lata de barniz de laca y se puso más expansivo que la faja de una gorda. Su compañero de celda era un pequeñajo al que llamaban Peeler Mardo. Estaba cumpliendo veintisiete meses por laminar billetes de veinte dólares. Sype le dijo que tenía las perlas enterradas en alguna parte de Idaho.
Me incliné un poquito hacia delante.
—Empieza a interesarte, ¿eh? —dijo ella—. Pues no te pierdas esto: Peeler Mardo está de realquilado en mi casa, está enganchado a la cocaína y habla en sueños.
Me volví a echar hacia atrás.
—Válgame Dios —exclamé—. Y yo que ya casi estaba gastando el dinero de la recompensa.
Me lanzó una mirada fría. Luego, su rostro se suavizó.
—Está bien —dijo con un poco de desesperación—. Ya sé que suena a chifladura. Con la de años que han pasado, y la cantidad de lumbreras que habrán trabajado en el caso: gente del servicio postal, agencias privadas, de todo. Y encima, la información la da un cocainómano. Pero es un enano simpático y, no sé por qué, le creí. Y sabe dónde está Sype.
—¿Todo eso lo ha dicho en sueños? —pregunté.
—Claro que no. Pero ya me conoces. Una vieja policía sabe escuchar. A lo mejor me puse algo cotilla, pero adiviné que era un expresidiario y me preocupaba que se pasara tanto con la droga. Es el único realquilado que tengo ahora y a veces me acerco a su puerta y le escucho hablar consigo mismo. Así me enteré de lo suficiente para tirarle de la lengua. El resto me lo contó él. Quiere que le ayuden a cobrar el premio.
Me incliné hacia delante otra vez.
—¿Dónde está Sype?
Kathy Horne sonrió y negó con la cabeza.
—Eso es lo único que no me ha querido decir, eso y el nombre que está utilizando Sype ahora. Pero está en alguna parte del norte. En Olympia, Washington, o por allí cerca. Peeler lo vio allí e hizo averiguaciones, y dice que Sype no le vio a él.
—¿Qué está haciendo Peeler aquí? —pregunté.
—Aquí fue donde lo pillaron y lo mandaron a Leavenworth. Ya sabes que los que han estado presos siempre vuelven a mirar la acera en la que resbalaron. Pero aquí ya no tiene ningún amigo.
Encendí otro cigarrillo y pegué otro traguito.
—Sype lleva libre cuatro años, según dices. Peeler cumplió veintisiete meses. ¿Qué ha estado haciendo todo este tiempo?
Kathy Horne ensanchó sus ojos azul porcelana con gesto lastimero.
—A lo mejor te crees que solo ha podido estar en una cárcel.
—Vale —dije—. ¿Querrá hablar conmigo? Supongo que quiere ayuda para tratar con los de la compañía de seguros, eso suponiendo que existan las perlas y que Sype se las ponga en la mano a Peeler, y todo eso. ¿Es así?
Kathy Horne suspiró.
—Sí, hablará contigo. Lo está deseando. Algo le tiene asustado. ¿Irías ahora, antes de que se meta la dosis de la tarde?
—Claro… si es eso lo que quieres.
Sacó de su bolso una llave plana y escribió la dirección en mi cuaderno. Se puso en pie despacio.
—Es una casa doble. Mi mitad está separada. Hay una puerta en medio, con la cerradura por mi lado. Te lo digo por si no sale a abrir.
—Muy bien —dije. Exhalé humo hacia el techo y me la quedé mirando.
Echó a andar hacia la puerta, se detuvo, volvió sobre sus pasos. Bajó la mirada hacia el suelo.
—No aspiro a sacar mucho —aclaró—. Quizá no saque nada. Pero si pudiera pillar mil o dos mil para cuando salga Johnny, tal vez pudiera…
—Tal vez pudieras ponerle en el buen camino —dije—. Es un sueño, Kathy. Todo es un sueño. Pero si no lo es, te toca una tercera parte.
Contuvo el aliento y me lanzó una mirada fulgurante para no echarse a llorar. Se dirigió a la puerta, se detuvo y volvió una vez más.
—Eso no es todo —dijo—. Está también el viejo, Sype. Cumplió quince años. Ha pagado. Ha pagado caro. ¿No te hace sentirte un poco miserable?
Negué con la cabeza.
—Las robó, ¿no? Mató a un hombre. ¿Cómo se gana la vida?
—Su mujer tiene dinero —explicó Kathy Horne—. Él no hace más que jugar con peces de colores.
—¿Peces de colores? —dije—. Que se vaya al infierno.
Se marchó.
2
La última vez que había estado en el distrito de Gray Lake, ayudé a un agente del fiscal del distrito llamado Bernie Ohls a liquidar a un pistolero que se llamaba Poke Andrews. Pero aquello ocurrió monte arriba, lejos del lago. Esta casa estaba en el segundo nivel, en un recodo que hacía la carretera al rodear un saliente de la montaña. Se alzaba en una terraza, con un muro de contención agrietado delante y varios solares detrás.
Como en principio habían sido dos casas adosadas, tenía dos puertas principales y dos tramos de escalones de entrada. En una de las puertas había un letrero clavado sobre la rejilla que ocultaba la mirilla: «Llamen al 1432».
Aparqué mi coche, subí unas escaleras que formaban un ángulo recto, pasé entre dos macizos de claveles y subí más escalones hasta el lado donde estaba el letrero. Aquel debía de ser el lado del realquilado. Toqué el timbre. Nadie respondió, así que fui a la otra puerta. Tampoco en esta respondió nadie.
Mientras estaba esperando, un Dodge cupé gris tomó la curva zumbando, y una chica menuda y muy mona vestida de azul me miró durante un segundo. No vi quién más iba en el coche. Tampoco presté mucha atención. No sabía que era importante.
Saqué la llave de Kathy Horne y me invité a pasar a un cuarto de estar cerrado que olía a aceite de cedro. Había los muebles estrictamente imprescindibles, visillos, y un discreto rayo de sol que penetraba bajo las cortinas de delante. Había un cuartito para desayunar, una cocina, una alcoba al fondo que era sin duda de Kathy, un cuarto de baño y otra alcoba en la parte delantera que parecía que se utilizaba como cuarto de costura. En esta habitación era donde se había hecho la puerta que daba a la otra mitad de la casa.
La abrí y me dio la impresión de que pasaba al otro lado de un espejo. Todo estaba al revés, excepto los muebles. El cuarto de estar de este lado tenía camas gemelas y no daba la impresión de que vivieran en él.
Fui a la parte trasera de la casa, dejando atrás el segundo cuarto de baño, y llamé a la puerta cerrada del equivalente a la alcoba de Kathy.
Ni caso. Agarré el pomo y entré. El hombrecillo tumbado en la cama debía de ser Peeler Mardo. Lo primero en que me fijé fueron sus pies, porque, aunque tenía puestos pantalones y camisa, estos se veían descalzos y sobresalían del extremo de la cama. Estaban atados al pie de la cama con una cuerda que rodeaba los tobillos.
Tenían quemaduras recientes en las plantas. Olía a piel quemada a pesar de que la ventana permanecía abierta. También había un olor a madera quemada. Encima de una mesa había una plancha eléctrica, todavía enchufada. Me acerqué y la desenchufé.
Volví a la cocina de Kathy Horne y encontré medio litro de Brooklyn Scotch en la nevera. Bebí un poco, respiré hondo durante un ratito y miré hacia los solares vacíos. Detrás de la casa había un estrecho sendero de cemento y unos escalones verdes de madera que bajaban hasta la calle.
Volví a la habitación de Peeler Mardo. Colgada en una silla había una chaqueta de traje marrón con rayas rojas muy finas, con los bolsillos sacados y lo que había sido su contenido tirado por el suelo.
El hombre tenía puestos los pantalones del traje, también con los bolsillos sacados. Sobre la cama, junto a él, había unas cuantas llaves, calderilla y un pañuelo, y también una cajita metálica, parecida a una polvera, de la que se había derramado algo de polvo blanco brillante. Cocaína.
Era un hombre pequeño, uno sesenta como máximo, con pelo castaño algo escaso y orejas grandes. Sus ojos no tenían ningún color concreto. Eran unos simples ojos, muy abiertos y completamente muertos. Tenía los brazos a la espalda, atados por las muñecas con una cuerda que pasaba por debajo de la cama.
Miré a ver si tenía heridas de bala o de cuchillo, y no encontré ninguna. No mostraba marcas de violencia, excepto en los pies. Debía de haber palmado de miedo, o por un fallo cardíaco, o por una combinación de las dos cosas. Todavía estaba caliente. La mordaza que tenía en la boca estaba caliente y además mojada.
Limpié todo lo que había tocado, y antes de salir de la casa estuve un rato mirando por la ventana delantera de Kathy.
Eran las tres y media cuando entré en el vestíbulo del Mansion House y me dirigí al estanco de la esquina. Me apoyé en el cristal y pedí Camel.
Kathy Horne me arrojó la cajetilla, me metió el cambio en el bolsillo del pecho y me dedicó la sonrisa de los clientes fijos.
—¿Y bien? No has tardado mucho —dijo, mirando de reojo a un borracho que intentaba encender un puro con un antiguo mechero de pedernal y acero.
—Es fuerte —le dije—. Prepárate.
Se volvió rápidamente y le echó al borracho una cajita de cerillas, deslizándola sobre el cristal. El hombre las cogió con manos torpes, se le cayeron al suelo las cerillas y el cigarro, lo recogió todo y se marchó mirando hacia atrás por encima del hombro, como si esperara recibir una patada.
Kathy miró más allá de mi cabeza, con los ojos fríos y vacíos.
—Estoy preparada —susurró.
—Ahora te toca la mitad —dije—. Peeler ya no está. Se lo han cargado… en su cama.
Sus ojos se estremecieron. Sus dedos se curvaron sobre el cristal, cerca de mi codo. Una línea blanca apareció en torno a su boca. Eso fue todo.
—Escucha —dije—. No digas nada hasta que yo haya terminado. Murió del susto. Alguien le quemó los pies con una plancha eléctrica barata. No es la tuya, lo he mirado. Yo diría que murió bastante rápido y que no pudo decir gran cosa. Todavía tenía la mordaza en la boca. Francamente, cuando fui allí pensaba que todo esto era un cuento. Ahora ya no estoy tan seguro. Si el tío habló, estamos perdidos, y Sype también, a menos que yo lo encuentre antes. Estos elementos no se cortan nada. Si no habló, todavía tenemos tiempo.
Ella volvió la cabeza y sus ojos inmóviles miraron la puerta giratoria de la entrada al vestíbulo. Unas manchas blancas brillaban en sus mejillas.
—¿Qué hago? —farfulló.
Abrí una caja de puros envueltos y dejé caer en ella la llave. Sus largos dedos la extrajeron con soltura y la ocultaron.
—Cuando llegues a casa, lo encuentras. Tú no sabes nada. No hables de las perlas, no hables de mí. Cuando comprueben sus huellas sabrán que tenía antecedentes y se imaginarán que fue un ajuste de cuentas.
Abrí el paquete de cigarrillos y encendí uno. La miré durante unos momentos. Ella no se movió ni un milímetro.
—¿Puedes afrontarlo? —pregunté—. Si no puedes, este es el momento de decirlo.
—Pues claro. —Sus cejas se arquearon—. ¿Tengo yo pinta de torturadora?
—Te casaste con un granuja —dije muy serio.
Se ruborizó, que era lo que yo quería.
—¡No lo es! ¡No es más que un idiota! Nadie tiene mala opinión de mí, ni siquiera los chicos de jefatura.
—Muy bien. Así me gusta. Al fin y al cabo, no es nuestro asesinato. Y si hablamos ahora, puedes despedirte de tu parte de cualquier recompensa… suponiendo que se llegue a pagar.
—¡Qué faena! —exclamó Kathy Horne con voz airada—. Pobre pequeñajo. —Casi sollozó.
Le di unas palmaditas en el brazo, sonreí lo más animosamente que pude y salí del Mansion House.
3
La compañía de seguros Reliance tenía oficinas en el edificio Graas, tres salitas pequeñas que parecían una completa birria. La empresa era lo bastante importante como para ser todo lo cutre que le diera la gana.
El director de la sucursal se llamaba Lutin, un hombre calvo, de mediana edad, con ojos tranquilos y dedos delicados, que acariciaban un cigarro moteado. Estaba sentado detrás de un escritorio grande y muy limpio, y me miraba apaciblemente la barbilla.
—Carmady, ¿eh? He oído hablar de usted. —Tocó mi tarjeta con un dedito reluciente—. ¿Qué se le ofrece?
Le di vueltas a un cigarrillo entre los dedos y bajé la voz.
—¿Se acuerda de las perlas Leander?
Su sonrisa fue lenta, un poco hastiada.
—No es probable que las olvide. Le costaron a esta compañía ciento cincuenta mil dólares. Yo era entonces un agente joven y fanfarrón.
—He tenido una idea —dije—. Puede que sea una chapuza. Es lo más probable. Pero me gustaría intentarlo. ¿Sigue vigente la recompensa de veinticinco mil?
Soltó una risita.
—Veinte mil, Carmady. Nosotros mismos nos gastamos la diferencia. Está perdiendo el tiempo.
—Es mi tiempo. Pues que sean veinte. ¿Cuánta cooperación puedo conseguir?
—¿Qué clase de cooperación?
—¿Pueden darme una carta que me identifique para sus otras sucursales? Por si tuviera que salir del estado. Por si necesitara palabras amables de algún poli de pueblo.
—¿Hacia dónde piensa salir del estado?
Le sonreí. Golpeó su cigarro contra el borde de un cenicero y me devolvió la sonrisa. Ninguna de nuestras sonrisas era sincera.
—Nada de cartas —dijo—. Nueva York no lo consentiría. Tenemos nuestros propios enlaces. Pero bajo cuerda puede contar con toda la cooperación que necesite. Y los veinte mil, si le sale bien. Por supuesto, no le saldrá.
Encendí mi cigarrillo y me eché hacia atrás, soltando humo hacia el techo.
—¿No? ¿Por qué no? Ustedes nunca encontraron esas perlas. Y existían, ¿no?
—Ya lo creo que existían. Y si siguen existiendo, nos pertenecen. Pero doscientos de los grandes no se tiran veinte años enterrados… y entonces alguien los desentierra.
—Está bien. Sigue siendo mi tiempo.
Sacudió un poco de ceniza de su cigarro y bajó su mirada hacia mí.
—Me gusta su pinta —dijo—, aunque esté loco. Pero somos una organización grande. Suponga que le hago seguir desde ahora. Entonces ¿qué?
—Yo pierdo. Sabré que me están siguiendo. Llevo demasiado tiempo en este juego para no darme cuenta. Abandonaré, le diré lo que sepa a la policía y me iré a casa.
—¿Por qué iba a hacer eso?
Me incliné otra vez sobre el escritorio.
—Porque —dije muy despacio— al tío que tenía la pista se lo han cargado hoy.
—Oh, vaya. —Lutin se frotó la nariz.
—No me lo cargué yo —añadí.
No dijimos nada más durante un ratito. Entonces, Lutin comentó:
—Usted no quiere una carta. Ni siquiera la llevaría. Y después de lo que me ha dicho, sabe perfectamente que no me atrevería a dársela.
Me puse en pie, sonreí, eché a andar hacia la puerta. Él también se levantó, muy deprisa, rodeó el escritorio y puso su pequeña y pulcra mano sobre mi brazo.
—Escuche. Sé que está loco, pero si consigue algo, que se sepa a través de nuestros muchachos. Necesitamos la publicidad.
—¿De qué demonios se cree que vivo yo?
—Veinticinco mil.
—Creía que eran veinte.
—Veinticinco. Y sigue estando loco. Sype nunca tuvo esas perlas. Si las hubiera tenido, habría hecho algún tipo de trato con nosotros hace muchos años.
—De acuerdo —dije—. Han tenido ustedes mucho tiempo para decidir.
Nos estrechamos la mano y nos sonreímos uno a otro como un par de listillos que saben que no están engañando a nadie pero no piensan dejar de intentarlo.
Eran las cinco menos cuarto cuando volví al despacho. Me tomé un par de copitas, llené una pipa y me senté a entrevistar a mi cerebro. Sonó el teléfono.
Una voz de mujer dijo:
—¿Carmady?
Era una voz fina, tensa, fría. No la conocía.
—Sí.
—Más vale que vea a Rush Madder. ¿Le conoce?
—No —mentí—. ¿Por qué tendría que verlo?
Una risita tintineante y fría como el hielo llegó por el cable.
—Para hablar de un tipo que tenía los pies doloridos —dijo la voz.
El teléfono hizo clic. Dejé a un lado mi extremo de la línea, encendí una cerilla y me quedé mirando la pared hasta que la llama me quemó los dedos.
Rush Madder era un picapleitos del edificio Quorn. Perseguidor de ambulancias, mediador de criminales de poca monta, montador de coartadas, cualquier cosa que oliera un poco mal y diera un poco más de beneficios. Que yo supiera, nunca había estado relacionado con operaciones de gran envergadura, como quemarle los pies a la gente.
4
Era casi la hora de marcharse a casa en la parte baja de Spring Street. Los taxis remoloneaban cerca de las aceras, las mecanógrafas procuraban salir un poco antes de la hora, los tranvías provocaban atascos y los policías de tráfico impedían que la gente hiciera giros a la derecha perfectamente legales.
El edificio Quorn era una fachada estrecha, de color mostaza rancia, con una gran vitrina llena de dentaduras postizas en la entrada. En el directorio figuraban los nombres de dentistas indoloros, gente que te enseñaba a ser cartero, nombres sin nada más, y números sin nombres. Rush Madder, abogado, estaba en el local 619.
Salí de un ascensor temblequeante de caja abierta, miré una escupidera sucia sobre una alfombrilla de goma sucia, recorrí un corredor que olía a colillas, y probé el pomo que había bajo el cristal esmerilado del 619. La puerta estaba cerrada. Llamé.
Una sombra se recortó en el cristal y la puerta se abrió hacia atrás con un chirrido. Frente a mí había un hombre rechoncho con una barbilla suave y redonda, cejas negras y espesas, cutis aceitoso y un bigote a lo Charlie Chan que hacía que la cara pareciera más gorda de lo que era.
Extendió un par de dedos manchados de nicotina.
—Vaya, vaya, el viejo perrero en persona. El ojo que nunca olvida. Carmady se llama, ¿verdad?
Pasé adentro y aguardé a que la puerta chirriara al cerrarse. Un suelo completamente desnudo, sin alfombra, pavimentado con linóleo marrón, un escritorio plano y otro de tipo americano perpendicular al primero, una gran caja fuerte de color verde que parecía tan a prueba de incendios como una bolsa de tienda de comestibles, dos archivadores, tres sillas, un armario empotrado con lavabo en un rincón, junto a la puerta.
—Bueno, bueno, siéntese —dijo Madder—. Me alegro de verle. —Pasó con mucho aspaviento al otro lado de su escritorio, colocó bien en su asiento un cojín reventado y se sentó en él—. Es muy amable al haber venido. ¿Negocios?
Me senté, me metí un cigarrillo entre los dientes y me quedé mirando a Madder. No dije ni una palabra. Vi que empezaba a sudar. Comenzó por el pelo. Entonces cogió un lápiz e hizo unas cuantas marcas en un papel secante. Después me echó una mirada rápida y volvió a su secante. Por fin habló… al secante.
—¿Alguna idea? —preguntó en voz baja.
—¿Acerca de qué?
No me miró.
—Acerca de cómo podríamos hacer algún negocio juntos. Por ejemplo, de joyas.
—¿Quién era la pájara?
—¿Eh? ¿Qué pájara? —Seguía sin mirarme.
—La que me telefoneó.
—¿Le ha telefoneado alguien?
Eché mano a su teléfono, que era del modelo antiguo en forma de horca. Levanté el auricular y empecé a marcar el número de la Jefatura de Policía, muy despacio. Sabía que él conocía ese número tan bien como conocía su sombrero.
Estiró la mano y bajó la palanquita.
—Venga, hombre —se quejó—. Va usted muy rápido. ¿Para qué tiene que llamar a la poli?
—Querrán hablar con usted —dije muy despacio—. Acerca de un hombre que tenía los pies doloridos.
—¿Tiene que ser así? —Ahora el cuello de la camisa le apretaba demasiado. Le dio un tirón.
—Por mi parte, no. Pero si cree que voy a quedarme aquí sentado dejando que juegue con mis reflejos, pues sí.
Madder abrió una lata plana de cigarrillos y se metió uno más adentro de los labios, con un sonido como el de alguien que destripa un pescado. Le temblaba la mano.
—Está bien —aceptó con voz pastosa—. Está bien. No se mosquee.
—Pues deje de andarse por las ramas conmigo —gruñí—. Hable claro. Si tiene un trabajo para mí, probablemente será demasiado sucio para que yo lo toque. Pero por lo menos escucharé.
Asintió. Ahora se encontraba a gusto. Sabía que yo estaba faroleando. Exhaló un pálido remolino de humo y lo miró flotar.
—Eso está muy bien —repuso con voz firme—. Yo también me hago el tonto de vez en cuando. Lo que pasa es que estamos enterados. Carol le vio ir a la casa y salir de ella. Y la poli no fue.
—¿Carol?
—Carol Donovan. Amiga mía. La que le llamó.
Asentí.
—Siga.
No dijo nada. Se quedó allí sentado mirándome como un búho.
Sonreí, me incliné un poco sobre el escritorio y dije:
—Lo que le preocupa es esto: no sabe por qué fui a la casa ni por qué, habiendo ido, no llamé a la policía. Pues es fácil. Pensé que era un secreto.
—Nos estamos tanteando el uno al otro —dijo Madder con amargura.
—Está bien —convine—. Hablemos de perlas. ¿Le facilita eso las cosas?
Le brillaron los ojos. Quería parecer excitado pero no lo consiguió. Mantuvo la voz baja y dijo fríamente:
—Carol se lo ligó una noche, al pequeñajo. Un majara de cuidado, hasta las cejas de coca, pero con una idea metida en la sesera. Hablaba de perlas, de un viejo que vive en el noroeste o en Canadá, que las robó hace mucho tiempo y todavía las tiene. Pero no quería decir quién era el viejo ni dónde estaba. Ahí estuvo listo. Se lo calló, no sé por qué.
—Querría que le quemaran los pies —comenté.
A Madder le temblaron los labios y en su pelo apareció otro poco de sudor.
—Yo no lo hice —dijo con voz pastosa.
—Usted o Carol, ¿qué más da eso? El pequeñajo murió. Se considerará asesinato. Y ustedes no averiguaron lo que querían saber. Por eso estoy yo aquí. Creen que tengo información que ustedes no han podido obtener. Pues olvídese de eso. Si yo supiera bastante, no estaría aquí. Y si ustedes supieran bastante, no querrían que yo estuviera, ¿no cree?
Sonrió muy despacio, como si le doliera. Se revolvió en su asiento y abrió uno de los cajones inferiores del lateral de su escritorio, puso sobre el tablero una botella parda bellamente moldeada y dos vasos a rayas, y susurró:
—Vamos a medias. Usted y yo. Dejo fuera a Carol. Es demasiado violenta, Carmady. He visto mujeres duras, pero ella es como el casco de un acorazado. Nadie lo pensaría al verla, ¿verdad?
—¿Es que la he visto?
—Eso tengo entendido. Ella dice que sí.
—Ah, la chica del Dodge.
Asintió, sirvió dos copas de buen tamaño, guardó la botella y se puso en pie.
—¿Agua? A mí me gusta con agua.
—No —dije—. Pero ¿por qué darme una parte? Yo no sé más de lo que usted ha dicho. O muy poco más. Desde luego, no tanto como debe de saber usted para haber llegado tan lejos.
Sonrió maliciosamente a través de los vasos.
—Sé dónde puedo conseguir cincuenta mil por las perlas Leander, el doble de lo que podría conseguir usted. Puedo darle su parte y todavía me queda otro tanto. Usted tiene la fachada que yo necesito para trabajar al descubierto. ¿Qué me dice del agua?
—Nada de agua —dije yo.
Se acercó al lavabo empotrado, hizo correr el agua y volvió con su vaso medio lleno. Se volvió a sentar, sonrió, alzó el vaso.
Bebimos.
5
Hasta aquel momento, yo solo había cometido cuatro errores. El primero fue meterme en el asunto, aunque fuera por Kathy Horne. El segundo, seguir metido después de encontrar muerto a Peeler Mardo. El tercero, dejar que Rush Madder viera que yo sabía de qué me estaba hablando. El cuarto, el whisky, fue el peor.
Me supo raro nada más tragarlo. Luego vino aquel súbito momento de aguda lucidez en el que supe, como si lo hubiera visto, que Madder había cambiado su bebida por otra inofensiva, escondida en el armario.
Me quedé inmóvil un instante, con el vaso vacío en el extremo de los dedos, haciendo acopio de fuerzas. La cara de Madder empezó a agrandarse, a parecerse a la luna, a difuminarse. Mientras me miraba, una amplia sonrisa aparecía y desaparecía bajo su bigote de Charlie Chan.
Metí la mano en mi bolsillo lateral y saqué un pañuelo hecho una bola floja. No parecía que se viera la cachiporra que había dentro. Por lo menos Madder no se movió, después de haber hecho un primer ademán de coger algo bajo su chaqueta.
Me puse en pie, me tambaleé hacia delante como un borracho y le aticé de lleno en lo alto de la cabeza.
Abrió mucho la boca. Empezó a incorporarse. Le sacudí en la mandíbula. Se quedó sin fuerzas y la mano que tenía dentro de la chaqueta cayó en arco, tirando su vaso sobre el tablero del escritorio. Puse el vaso en pie y me quedé callado, escuchando, luchando contra una oleada cada vez más grande de náusea y estupor.
Me acerqué a una puerta de comunicación y probé el pomo. Estaba cerrada. Ya casi no me tenía en pie. Arrastré una silla de oficina hasta la puerta de entrada y la coloqué inclinada, con el respaldo encajado bajo el pomo. Me apoyé en la puerta jadeando, rechinando los dientes, maldiciéndome. Saqué unas esposas y eché a andar hacia Madder.
Una chica muy guapa, de pelo negro y ojos grises, salió del armario de la ropa y me apuntó con un revólver del 32.
Vestía un traje azul cortado con mucha gracia. Un sombrero que parecía un plato invertido le caía en una línea dura sobre la frente. A los lados asomaba pelo negro y lustroso. Sus ojos eran de color gris pizarra, fríos y aun así alegres. El rostro era lozano, joven y delicado, y tan duro como un cincel.
—Está bien, Carmady. Échate y duérmela. Estás acabado.
Me tambaleé hacia ella esgrimiendo mi cachiporra. Ella meneó la cabeza. Cuando su cara se movía, yo la veía agrandarse. Sus contornos cambiaban y bailoteaban. El revólver que tenía en la mano parecía cualquier cosa, desde un túnel hasta un palillo de dientes.
—No seas idiota, Carmady —dijo—. Unas pocas horas de sueño para ti, unas pocas horas de ventaja para nosotros. No me obligues a disparar, porque lo haría.
—Maldita seas —murmuré—. Creo que serías capaz.
—Ya puedes estar seguro, encanto. Soy una mujer que quiere las cosas a su manera. Eso está bien. Siéntate.
El suelo subió y me golpeó. Me senté en él como si fuera una balsa en un mar embravecido. Me apoyé en las manos abiertas. Apenas podía sentir el suelo. Tenía las manos entumecidas. Todo mi cuerpo estaba entumecido.
Traté de someterla con la mirada.
—¡Ajá! ¡Ase… asesina! —balbuceé.
Me soltó una risa gélida que yo apenas oí. En mi cabeza había un redoble de tambores, tambores de guerra procedentes de una selva lejana. Había ondas de luz que se movían, y sombras oscuras y un rumor como el del viento en las copas de los árboles. No quería tumbarme. Me tumbé.
La voz de la chica llegó de muy lejos, una voz traviesa.
—A medias, ¿eh? No le gustan mis métodos, ¿eh? Dios bendiga su tierno corazón. Ya me ocuparé de él.
Mientras me alejaba flotando, me pareció sentir vagamente una sacudida amortiguada, que podría haber sido un disparo. Deseé que hubiera matado a Madder, pero no era eso. Simplemente me había ayudado a hacer mutis… con mi propia cachiporra.
Cuando recuperé el sentido era de noche. Algo chasqueó encima de mí haciendo mucho ruido. Por la ventana abierta, detrás del escritorio, una luz amarilla bañó las altas fachadas laterales de un edificio. La cosa chasqueó de nuevo y la luz se apagó. Un anuncio luminoso en el tejado.
Me levanté del suelo como si saliera trepando de un barrizal. Chapoteé hasta el lavabo, me eché agua en la cara, me palpé la coronilla y me llevé un susto, chapoteé otra vez hasta la puerta y encontré el interruptor de la luz.
Encima del escritorio había un montón de papeles, lápices rotos, sobres, una botella de whisky tostado vacía, colillas y ceniza. No me molesté en inspeccionar nada. Salí del despacho, bajé hasta la calle en el temblequeante ascensor, me colé en un bar y me tomé un brandy, y después me metí en mi coche y me fui a casa.
Me cambié de ropa, hice una maleta, bebí un poco de whisky y respondí al teléfono. Eran más o menos las nueve y media.
La voz de Kathy Horne dijo:
—Veo que aún no te has ido. Tenía la esperanza de que no te hubieras ido.
—¿Estás sola? —pregunté, todavía con voz pastosa.
—Sí, pero he tenido compañía. La casa ha estado llena de polis durante horas. Han sido muy amables, teniendo en cuenta la situación. Un ajuste de cuentas, suponen.
—Y seguramente, tu teléfono estará pinchado —gruñí—. ¿Dónde se suponía que iba a ir yo?
—Bueno… ya sabes. Me lo dijo tu chica.
—¿Una morena y menuda? ¿Muy fría? ¿Se llamaba Carol Donovan?
—Tenía tu tarjeta. ¿Por qué? ¿No era…?
—Yo no tengo ninguna chica —dije muy serio—. Y apuesto a que de la manera más natural, sin pensártelo, se te escapó un nombre de la boca… el nombre de una población del norte. ¿Es así?
—S-sí —admitió Kathy Horne débilmente.
Cogí el avión nocturno al norte.
Fue un viaje agradable, si dejamos aparte que me dolía la cabeza y tenía una sed insaciable de agua helada.
6
El hotel Snoqualmie de Olympia estaba en Capitol Way, enfrente del habitual parquecito de las ciudades convencionales. Salí por la puerta de la cafetería y bajé una cuesta hasta el sitio donde la última y más solitaria rama de la ría de Puget moría y se descomponía contra una línea de muelles en desuso. La parte delantera estaba llena de cordadas de leña, y unos cuantos viejos deambulaban entre los montones o se sentaban en cajas, con pipas en las bocas y letreros detrás de las cabezas que decían «Leña y astillas partidas. Reparto gratis».
Detrás de ellos, se alzaba un acantilado de poca altura y los enormes pinos del norte se recortaban contra un cielo gris azulado.
Dos de los viejos estaban sentados en sendas cajas a unos seis metros uno de otro, sin hacerse ningún caso. Pululé hasta acercarme a uno de ellos. Llevaba pantalones de pana y una cosa que había sido un chaquetón rojo y negro. En su sombrero de fieltro se veía el sudor de veinte veranos. Una de sus manos aferraba una pipa corta y negra, y con los mugrientos dedos de la otra se tiraba lenta, cuidadosa y extáticamente de un largo y ondulado pelo que le salía de la nariz.
Puse de canto una caja, me senté, llené mi pipa, la encendí, expulsé una nube de humo. Señalé el agua con una mano y dije:
—Nadie pensaría que eso comunica con el océano Pacífico.
Me miró. Yo dije:
—Un callejón sin salida. Tranquilo, apacible, como su ciudad. Me gustan las ciudades como esta. —Él siguió mirándome—. Apuesto a que quien se haya movido por una ciudad así conoce a todos los que viven en ella y en el campo de los alrededores.
—¿Cuánto apuesta? —dijo él.
Saqué del bolsillo un dólar de plata. Por allí arriba todavía quedan unos cuantos. El viejo lo miró bien, asintió, se arrancó de golpe el pelo de la nariz y lo sostuvo en alto para mirarlo a la luz.
—Perdería —afirmó.
Me puse el dólar sobre la rodilla.
—¿Conoce a alguien de por aquí que tenga un montón de peces de colores? —pregunté.
Él siguió mirando el dólar. El otro viejo que había cerca llevaba un mono y zapatos sin cordones. También miraba fijamente el dólar. Los dos escupieron en el mismo instante. El que había hablado conmigo volvió la cabeza y gritó con todas sus fuerzas:
—¿Conoces a alguien que tenga peces de colores?
El otro viejo se levantó de un salto, cogió un hacha grande, colocó un tronco delante de él y abatió el hacha. El tronco se partió en dos. Entonces, el viejo miró al otro con aire triunfal y gritó:
—Yo tampoco.
El primer viejo dijo:
—Un poco sordo.
Se levantó despacio y se dirigió a un cobertizo hecho con tablas viejas de diferentes longitudes. Se metió en él y cerró de un portazo.
El segundo viejo tiró su hacha con desinterés, escupió en dirección a la puerta cerrada y se marchó por entre los montones de leña.
La puerta del cobertizo se abrió, y el hombre del chaquetón asomó la cabeza.
—Cangrejos de cloaca y nada más —dijo, y volvió a cerrar de un portazo.
Me guardé mi dólar en el bolsillo y volví a subir la cuesta. Sospechaba que me iba a costar demasiado tiempo aprender su idioma.
Capitol Way iba de norte a sur. Un tranvía de color verde apagado pasó rumbo a un sitio llamado Tumwater. A lo lejos se veían los edificios oficiales. En dirección norte, la calle pasaba por dos hoteles y algunas tiendas, y tenía bocacalles a derecha e izquierda. La de la derecha iba a Tacoma y Seattle. La de la izquierda pasaba por un puente y salía a la península Olímpica.
Más allá de esta ramificación a derecha e izquierda, la calle se volvía de golpe vieja y destartalada, con pavimento de asfalto roto, un restaurante chino, un cine con las puertas cerradas con tablas, una casa de empeños. Sobre la sucia acera colgaba un letrero que decía «La Casa del Humo», y debajo, en letras pequeñas, como con la esperanza de que nadie las mirara, «Billares».
Pasé junto a un estante de revistas chillonas y una vitrina de tabaco que tenía moscas dentro. Había una larga barra de madera a la izquierda, unas cuantas máquinas tragaperras, una sola mesa de billar. Tres chavales jugaban a las máquinas, y un hombre alto y flaco con nariz larga y sin barbilla jugaba solo al billar, con un puro apagado en la cara.
Me senté en un taburete, y un tipo calvo de mirada dura que estaba detrás de la barra se levantó de una silla, se limpió las manos en un basto delantal gris y me enseñó un diente de oro.
—Un poco de centeno —dije—. ¿Conoce a alguien que críe peces de colores?
—Sí —dijo él—. No.
Sirvió algo por detrás de la barra y empujó hacia mí un vaso de cristal grueso.
—Un cuarto.
Olfateé el brebaje y arrugué la nariz.
—¿El «sí» se refería al centeno?
El calvo levantó una botella grande con una etiqueta que decía algo parecido a «La Crema de Dixie Whisky Puro de Centeno Cuatro Meses de Edad Mínima Garantizada».
—Vale —acepté—. Ya veo que acaba de llegar.
Le eché un poco de agua y me lo bebí. Sabía como un cultivo de bacilos del cólera. Puse un cuarto de dólar sobre la barra. El camarero me enseñó un diente de oro del otro lado de la boca, se agarró a la barra con las dos manos y apuntó su barbilla hacia mí.
—¿Qué gracia ha dicho?
—Acabo de mudarme aquí —dije—. Estoy buscando peces de colores para un escaparate. Peces de colores.
El camarero habló muy despacio:
—¿Tengo cara de ser de los que conocen a gente que tiene peces de colores? —Se le había puesto un poco blanca la cara.
El tipo de nariz larga que había estado jugando solo al billar dejó su taco en el soporte, dio un paseo hasta ponerse a mi lado y arrojó cinco centavos sobre la barra.
—Échame una Coca-Cola antes de que te mees encima —le dijo al camarero.
El camarero se soltó de la barra con bastante esfuerzo. Bajé la mirada para ver si sus dedos habían dejado marcas en la madera. Sirvió una Coca-Cola de barril, la agitó con una varilla para mezclar combinados, la depositó encima de la barra, respiró hondo y echó el aire por la nariz, gruñó y se marchó hacia una puerta con el rótulo de «Servicios».
El hombre de la nariz larga levantó su Coca-Cola y se miró en el manchado espejo que había detrás de la barra. El lado izquierdo de la boca le tembló un momento. De ella salió una voz apagada que decía:
—¿Cómo anda Peeler?
Junté el pulgar y el índice, me los llevé a la nariz, aspiré y meneé la cabeza con gesto triste.
—Poniéndose hasta arriba, ¿eh?
—Sí —dije—. No he pillado su nombre.
—Llámame Sunset. Siempre estoy yendo hacia el oeste. ¿Crees que se quedará callado?
—Se quedará callado —respondí.
—¿Cómo hay que llamarte?
—Dodge Willis, de El Paso —dije.
—¿Tienes habitación en alguna parte?
—En el hotel.
Dejó en la barra su vaso vacío.
—En marcha.
7
Subimos a mi habitación, nos sentamos y nos miramos uno a otro mientras tomábamos un par de vasos de escocés con agua y hielo. Sunset me estudiaba con sus ojos juntos e inexpresivos, un poquito cada vez, pero sumándolo todo daba un resultado muy completo.
Di sorbos a mi whisky y esperé. Por fin habló con su voz «carcelera» sin mover los labios:
—¿Cómo es que no ha venido Peeler en persona?
—Por la misma razón que no se quedó cuando estuvo aquí.
—¿Y eso qué significa?
—Adivínalo tú mismo —dije.
Asintió, como si yo hubiera dicho algo que tuviera sentido.
—¿Cuál es el precio máximo?
—Veinticinco mil.
—Y un cuerno. —Sunset se puso rotundo, incluso grosero.
Me eché hacia atrás y encendí un cigarrillo, solté el humo hacia la ventana abierta y lo contemplé mientras la brisa lo recogía y lo hacía pedazos.
—Escucha —se quejó Sunset—. No tengo ni repajolera idea de quién eres. Podrías ser un tipo legal. No lo sé.
—¿Por qué te viniste conmigo? —pregunté.
—Sabías la contraseña, ¿no?
Ahí decidí jugármela. Le sonreí.
—Eso es. Peces de colores era la contraseña. Y el sitio era La Casa del Humo.
Su falta de expresión me indicó que había acertado. Era uno de esos golpes de suerte con los que uno sueña, pero que no te salen bien ni en sueños.
—Bueno, y ahora, ¿qué? —inquirió Sunset, chupando un trozo de hielo que había sacado de su vaso y dándole mordiscos.
Me eché a reír.
—Vale, Sunset. Me parece bien que seas prudente. Pero podemos tirarnos semanas así. Vamos a poner las cartas sobre la mesa. ¿Dónde está el viejo?
Sunset apretó los labios, se los humedeció y los apretó de nuevo. Dejó su vaso muy despacio y apoyó flojamente la mano derecha en el muslo. Comprendí que había metido la pata, que Peeler sabía con exactitud dónde estaba el viejo. Por lo tanto, yo debería saberlo.
En la voz de Sunset no había nada que indicara que yo había cometido un error. Habló en tono contrariado:
—Quieres decir que por qué no enseño yo mis cartas para que tú les eches un vistazo. Ni hablar.
—Entonces, a ver qué te parece esto —gruñí—. Peeler está muerto.
Le tembló una ceja y una esquina de la boca. Los ojos se le pusieron un poco más inexpresivos que antes, si eso era posible. Su voz raspaba un poco, como un dedo rascando cuero seco.
—¿Cómo ha sido?
—Unos competidores con los que vosotros no contabais. —Me eché hacia atrás y sonreí.
El revólver brilló con un suave reflejo azul metálico a la luz del sol. Casi no vi de dónde había salido. De pronto, la boca del cañón me miraba, redonda, oscura y vacía.
—Si estás de farol, te equivocas de tío —dijo Sunset con una voz sin vida—. Conmigo no se queda ningún mangante.
Crucé los brazos, procurando que la mano derecha quedara por fuera, a la vista.
—Eso sería si estuviera de farol. Pero no lo estoy. Peeler tonteó con una chica, y la chica le tiró de la lengua… hasta cierto punto. No le dijo dónde encontrar al viejo. Así que ella y su jefe fueron a ver a Peeler a donde vivía. Le quemaron los pies con una plancha. Murió de la impresión.
Sunset no pareció sorprendido.
—Todavía me queda mucho sitio en los oídos —dijo.
—Y a mí —gruñí, fingiendo un repentino enfado—. ¿Qué demonios me has dicho tú que sirva para algo, aparte de que conoces a Peeler?
Hizo girar el revólver sobre el dedo del gatillo, mirándolo dar vueltas.
—El viejo Sype está en Westport —dijo como si tal cosa—. ¿Te sirve eso de algo?
—Sí. ¿Tiene él las piezas?
—¿Cómo demonios voy a saberlo? —Dejó quieto el revólver y lo bajó hasta el muslo. Ya no me estaba apuntando—. ¿Dónde está esa competencia de la que hablabas?
—Espero haberles dado esquinazo —dije—. Pero no estoy seguro. ¿Puedo bajar las manos y echar un trago?
—Sí, adelante. ¿Cómo entraste tú en esto?
—Peeler era inquilino de la mujer de un amigo mío que está en chirona. Una chica legal, de las que te puedes fiar. Él la metió y ella acudió a mí… después.
—¿Después de que se lo cargaran? ¿Cuántas partes hay por tu lado? Mi mitad no se toca.
Me bebí mi copa y aparté el vaso vacío.
—Y un cuerno.
El revólver subió un par de centímetros, volvió a bajar.
—¿Cuántos en total? —dijo cortante.
—Tres, ahora que Peeler no está. Si podemos librarnos de la competencia.
—¿Los tostadores de pies? Sin problemas. ¿Cómo son?
—El tío se llama Rush Madder, un picapleitos del sur, cincuenta años, gordo, bigote fino curvado hacia abajo, pelo oscuro que clarea por arriba, uno setenta y cinco, más de ochenta kilos, sin muchas agallas. La chica, Carol Donovan, pelo negro, melenita, ojos grises, guapa, facciones pequeñas, de veinticinco a veintiocho años, uno cincuenta y cinco, cincuenta y pocos kilos, la última vez que la vi vestía de azul, dura como el que más. Es el verdadero hueso del equipo.
Sunset asintió con indiferencia y se guardó el revólver.
—Ya la ablandaremos, si mete las narices en esto —dijo—. Tengo un cuatrorruedas en casa. Vámonos para Westport y echamos un ojo. Tal vez puedas entrarle con el rollo de los peces de colores. Dicen que está chiflado por ellos. Yo me quedaré a cubierto. El tío es demasiado listo, con tanta cárcel que chupó. A mí me olería la tostada.
—Perfecto —acepté, muy animado—. Siempre me han gustado los peces de colores.
Sunset echó mano a la botella, se sirvió dos dedos de escocés y la dejó. Se puso en pie, se colocó bien el cuello de la camisa y luego estiró hacia delante la mandíbula sin mentón todo lo que pudo.
—Pero no te equivoques, colega. Va a haber que aplicar presión. Será cuestión de meterse en el bosque y retorcer unos cuantos dedos. Tipo secuestro.
—Por mí, vale —dije—. Los del seguro nos respaldan.
Sunset tiró de las puntas de su chaleco y se frotó la parte posterior de su delgado cuello. Yo me puse el sombrero, guardé el escocés en la maleta que había junto al sillón en el que estaba sentado y fui a cerrar la ventana.
Echamos a andar hacia la puerta. Unos nudillos la golpearon justo cuando yo iba a agarrar el pomo. Le hice un gesto a Sunset para que se pegara a la pared. Miré la puerta un instante y después la abrí.
Las dos armas se adelantaron casi a la misma altura: una pequeña, un 32, la otra un Smith & Wesson de los grandes. No podían entrar los dos a la vez en la habitación, así que la chica entró primero.
—Vale, figura —dijo secamente—. Objetivo, el techo. A ver si lo alcanzas.
8
Retrocedí despacio al interior de la habitación. Los dos visitantes se me vinieron encima, uno por cada lado. Tropecé con mi maleta y caí hacia atrás, choqué contra el suelo y rodé sobre un costado, gimiendo.
Sunset dijo con naturalidad:
—Las manos arriba, chicos. Pero ¡ya!
Dos cabezas se volvieron bruscamente, dejando de mirarme, y yo saqué mi revólver, poniéndomelo a un costado. Seguí gimiendo.
Hubo un silencio. No oí que cayera ningún arma. La puerta de la habitación seguía abierta de par en par y Sunset estaba aplastado contra la pared, más o menos detrás de la puerta.
La chica habló entre dientes:
—Cubre al sabueso, Rush. Y cierra la puerta. Este esmirriado no puede disparar aquí. Nadie puede. —Después, en un susurro que yo apenas capté, dijo—: ¡De un portazo!
Rush Madder retrocedió, andando patosamente hacia atrás y manteniendo el Smith & Wesson apuntado hacia mí. Le daba la espalda a Sunset, y solo de pensar en ello se le ponían los ojos en blanco. Yo podría haberle disparado con facilidad, pero no me pareció bien. Sunset estaba con los pies separados y la lengua asomando. Algo que podría haber sido una sonrisa arrugaba sus ojos inexpresivos.
Miraba fijamente a la chica y la chica le miraba fijamente a él. Sus pistolas se miraban la una a la otra.
Rush Madder llegó a la puerta, agarró el canto y le dio un fuerte impulso. Yo sabía con exactitud lo que iba a ocurrir. Cuando la puerta se cerrara de golpe, el 32 iba a disparar. Si disparaba en el mismo instante, no se oiría. La explosión se perdería en el ruido del portazo.
Estiré la mano, agarré a Carol Donovan por un tobillo y tiré con fuerza.
La puerta se cerró de golpe. La pistola se disparó y arrancó fragmentos del techo.
Ella se revolvió contra mí, a patadas. Sunset dijo con su hablar arrastrado, tenso pero algo penetrante:
—Si tiene que ser así, así será. ¡Vamos allá!
Su Colt se amartilló con un chasquido.
Algo en su voz frenó a Carol Donovan. Se relajó, dejó caer su automática a un costado y se apartó de mí con una mirada feroz.
Madder echó el cierre a la puerta y se apoyó en la madera, respirando con mucho ruido. El sombrero se le había caído sobre una oreja y por debajo del ala asomaban los extremos de dos tiras de esparadrapo.
Nadie se movió mientras yo pensaba todo esto. No se oía ruido de pisadas fuera, en el pasillo, ni alarmas. Me puse de rodillas, oculté mi revólver, me alcé sobre mis pies y me acerqué a la ventana. Abajo en la acera no había nadie mirando hacia los pisos altos del hotel Snoqualmie.
Me senté en el amplio y anticuado alféizar y puse cara de ligero embarazo, como si el cura hubiera dicho una palabrota.
La chica me habló en tono mordaz:
—¿Este paleto es tu socio?
No respondí. Su cara se puso roja poco a poco y sus ojos echaban llamas. Madder extendió una mano y se puso melindroso.
—Escucha, Carol, escucha un momento. Esta no es manera de actuar…
—¡Cállate!
—Sí —dijo Madder con voz ahogada—. Claro.
Sunset examinó perezosamente a la chica por tercera o cuarta vez. La mano que empuñaba el revólver estaba apoyada airosamente en la cadera, y toda su actitud era de completa relajación. Habiéndole visto sacar una vez el revólver, yo confiaba en que la chica no se dejara engañar por esa actitud.
Sunset habló despacio.
—Hemos oído hablar de vosotros dos. ¿Cuál es vuestra oferta? No pienso hacer ni caso, pero no soporto hablar a tiros.
—Hay suficiente para cuatro —repuso la chica.
Madder asintió vigorosamente con su cabezota, y casi consiguió sonreír.
Sunset me miró. Yo asentí.
—Que sean cuatro —suspiró—. Pero eso es el máximo. Vamos a mi casa a parlamentar. No me gusta este sitio.
—Debemos de parecer idiotas —dijo la chica en tono desagradable.
—Idiotas de los que matan —puntualizó Sunset arrastrando las palabras—. Los he conocido a montones. Por eso tenemos que hablar. No es cuestión de tiroteos.
Carol Donovan se sacó un bolso de ante de debajo del brazo izquierdo y metió en él su 32. Sonrió. Era guapa cuando sonreía.
—Hago mi apuesta —dijo en voz baja—. Jugaré. ¿Dónde está la casa?
—Al lado de Water Street. Iremos en taxi.
—Tú nos guías, guaperas.
Salimos de la habitación y bajamos en el ascensor, cuatro amigotes saliendo por un vestíbulo lleno de astas de ciervo y pájaros disecados y flores prensadas en marcos con cristal. El taxi salió de Capitol Way, atravesó la plaza, pasó por un enorme edificio de apartamentos que era demasiado grande para aquel pueblo, excepto cuando había sesiones del cuerpo legislativo. Recorrió pistas más allá de los lejanos edificios del Capitolio y las altas verjas cerradas de la mansión del gobernador.
Hileras de robles bordeaban las aceras. Unas cuantas residencias más bien grandes asomaban tras las tapias de los jardines. El taxi pasó a toda velocidad por allí y torció por una carretera que llevaba a la punta de la ría. Al poco rato, vimos una casa en un pequeño claro entre árboles altos. A lo lejos, detrás de los troncos de los árboles, brillaba el agua. La casa tenía un porche cubierto y un pequeño jardín plagado de malas hierbas y arbustos excesivamente crecidos. Había un cobertizo al final de un sendero de tierra, y bajo el cobertizo se agazapaba una antigualla de coche.
Salimos y pagué el taxi. Los cuatro lo miramos con atención hasta que se perdió de vista. Entonces Sunset dijo:
—Yo vivo arriba. En la parte de abajo vive una maestra. No está en casa. Subamos a parlamentar.
Cruzamos el jardín hasta el porche y Sunset abrió la puerta de un empujón y señaló unos escalones estrechos.
—Las señoras primero. Abre la marcha, guapa. En este pueblo nadie cierra la puerta.
La chica le dirigió una mirada fría y pasó ante él para subir los peldaños. Yo fui detrás, y después Madder; Sunset, el último.
La habitación que ocupaba la mayor parte de la segunda planta estaba en penumbra a causa de los árboles y tenía una buhardilla, un amplio sofá cama metido bajo el techo inclinado, una mesa, varias sillas de mimbre, una radio pequeña y una estufa negra y redonda en medio del suelo.
Sunset se metió en una cocinita y volvió con una botella cuadrada y varios vasos. Llenó los vasos, cogió uno y dejó los otros en la mesa.
Cogimos nuestras bebidas y nos sentamos.
Sunset se bebió su copa de un trago, se inclinó para dejar el vaso en el suelo y se enderezó con el Colt desenfundado.
Oí que Madder tragaba saliva en el repentino y frío silencio. La boca de la chica tembló como si se fuera a echar a reír. Después se inclinó hacia delante, sosteniendo su vaso encima del bolso con la mano izquierda.
Muy despacio, Sunset estiró los labios en una fina línea recta. Habló lenta y cuidadosamente.
—Conque quemando pies, ¿eh?
Madder se atragantó y empezó a extender sus gordas manos. El Colt giró hacia él. Puso las manos sobre las rodillas y se agarró las rótulas.
—Y encima, primos —siguió diciendo Sunset en tono cansado—. Le queman los pies a un tío para hacerle cantar y después se meten directamente en casa de un amigo suyo. A ver con qué se come eso.
—E… está bien —dijo Madder, temblando—. ¿Qué… qué nos va a pasar?
La chica sonrió levemente, pero no dijo nada. Sunset sonrió.
—Cuerda —aclaró en voz baja—. Mucha cuerda, atada con nudos fuertes, y mojada. Después, mi colega y yo nos vamos de excursión a cazar luciérnagas, perlas para vosotros, y cuando volvamos… —Calló y se pasó el canto de la mano izquierda por el cuello—. ¿Te gusta la idea? —añadió mirando hacia mí.
—Sí, pero no le eches tanto teatro —dije—. ¿Dónde está la cuerda?
—En la cómoda —respondió Sunset, señalando el rincón con una oreja.
Eché a andar en aquella dirección, siguiendo las paredes. De pronto, Madder soltó una especie de lloriqueo, puso los ojos en blanco y cayó directamente de bruces al suelo, desmayado.
Aquello sobresaltó a Sunset, que no se esperaba algo tan tonto. Su mano derecha se movió a un lado y a otro, hasta que el Colt quedó apuntando a la espalda de Madder.
La chica deslizó la mano por debajo de su bolso. El bolso se elevó un par de centímetros. La pistola, que estaba allí sujeta con una ingeniosa pinza —la misma que Sunset creía que estaba dentro del bolso—, escupió y llameó durante unos breves instantes.
Sunset tosió. Su Colt se disparó y una astilla de madera se desprendió del respaldo de la silla en la que había estado sentado Madder. Sunset dejó caer el Colt y bajó la barbilla hasta el pecho intentando mirar al techo al mismo tiempo. Sus largas piernas se deslizaron por delante de él, y los talones hicieron ruido al raspar el suelo. Se quedó tal cual, sin fuerzas, con la barbilla en el pecho, los ojos mirando hacia arriba. Más muerto que un pepinillo en vinagre.
De una patada, le quité la silla de debajo a la señorita Donovan, que se pegó un batacazo de costado, en medio de un torbellino de piernas enfundadas en seda. El sombrero le quedó torcido sobre la cabeza. Pegó un grito. Le pisé la mano, giré el pie de golpe y le di un puntapié a la pistola, mandándola al otro lado del ático.
—Arriba.
Se incorporó despacio y retrocedió para apartarse de mí mordiéndose el labio, con los ojos enloquecidos, convertida de repente en una niña malcriada y con cara de mala que se ve acorralada. Siguió retrocediendo hasta que la pared la detuvo. Sus ojos echaban chispas en un rostro horripilante.
Bajé la mirada hacia Madder y me dirigí a una puerta cerrada. Detrás había un cuarto de baño. Puse la llave al otro lado y le hice un gesto a la chica.
—Adentro.
Pasó a través de la puerta con las piernas rígidas, delante de mí, casi tocándome.
—Escucha un momento, sabueso…
La empujé por la puerta, cerré de un portazo y eché la llave. Me daba igual que intentara saltar por la ventana. Había visto las ventanas desde abajo.
Me acerqué a Sunset, le cacheé, palpé en su bolsillo el bulto pequeño y duro de unas llaves en un llavero, y las saqué sin tirarle del todo de la silla. No busqué nada más.
En el llavero había unas llaves de coche.
Miré otra vez a Madder y me fijé en que sus dedos estaban blancos como la nieve. Bajé las estrechas y oscuras escaleras hasta el porche, di la vuelta a la casa y me metí en el viejo turismo que había bajo el cobertizo. Una de las llaves del llavero entraba en el encendido.
El coche se resistió todo lo que pudo antes de ponerse en marcha y permitirme que lo hiciera bajar marcha atrás por el sendero de tierra hasta la acera. Que yo viera u oyera, nada se movía en la casa. Los altos pinos que había detrás y a los lados agitaban con indiferencia sus ramas más altas, y a través de ellas se colaban intermitentemente fríos y tímidos rayos de sol.
Volví a Capitol Way y al centro urbano lo más rápido que me atreví, pasé la plaza y el hotel Snoqualmie y crucé el puente hacia el océano Pacífico y Westport.
9
Una hora de conducir deprisa por zonas boscosas bastante clareadas, interrumpida por tres paradas para echar agua y puntuada por la tos de una junta defectuosa, me llevó hasta el sonido de las olas. La ancha carretera blanca, con su raya amarilla en el centro, rodeaba el flanco de una colina; a lo lejos, un conjunto de edificios se alzaba frente al brillo del océano, y la carretera se bifurcaba. La rama de la izquierda tenía un letrero, «A Westport, 14,5 kilómetros», y no iba hacia los edificios. Cruzaba un puente voladizo muy oxidado y penetraba en una zona de manzanales con los árboles deformados por el viento.
Veinte minutos más y entré petardeando en Westport, una lengua de tierra arenosa con casas de madera esparcidas por el terreno en cuesta que había detrás. Al final de la lengua, un muelle largo y estrecho; y al final del muelle, un grupo de veleros con las velas a medio arriar golpeteando contra los mástiles. Y detrás de ellos, un canal señalizado con boyas y una larga línea irregular donde el agua espumeaba sobre un banco de arena sumergido.
Más allá del banco de arena, el Pacífico ondulaba hasta Japón. Aquel era el punto más avanzado de la costa, lo más al oeste que se podía estar sin salir del territorio continental de Estados Unidos. Un buen sitio para que un expresidiario se escondiera con un par de perlas ajenas del tamaño de patatas nuevas… siempre que no tuviera enemigos.
Frené delante de una casita que tenía un letrero en el patio de delante: «Comidas, meriendas, cenas». Un tipo bajito con cara de conejo y pecas amenazaba con un rastrillo a dos gallinas negras. Parecía que las gallinas le mantenían a raya con impertinencias. Se volvió cuando el motor del coche de Sunset se paró con una tos.
Me bajé, pasé por un portillo y señalé el letrero.
—¿Está lista la comida?
Él les tiró el rastrillo a las gallinas, se limpió las manos en los pantalones y sonrió con malicia.
—Eso lo puso mi mujer —me confió con voz fina y traviesa—. Significa huevos con jamón.
—Huevos con jamón me parecen bien —dije.
Entramos en la casa. Había tres mesas cubiertas con hule estampado, algunas láminas en las paredes, un barco con todos sus aparejos dentro de una botella en la repisa de la chimenea. Me senté. El patrón se marchó por una puerta de batientes, alguien le chilló y se oyó un ruido siseante en la cocina. Volvió, se inclinó sobre mi hombro y colocó cubiertos y una servilleta de papel sobre el hule.
—Es demasiado pronto para un licor de manzana, ¿no? —susurró.
Le dije lo equivocado que estaba. Se volvió a marchar y regresó con vasos y un litro de fluido ámbar claro. Se sentó conmigo y sirvió. En la cocina, una bonita voz de barítono estaba cantando «Chloe» por encima del chisporroteo.
Chocamos los vasos, bebimos y esperamos a que el calor nos subiera por la espina dorsal.
—Forastero, ¿verdad? —preguntó el hombrecillo.
Le dije que sí.
—¿De Seattle, tal vez? Está muy bien ese traje que lleva.
—De Seattle —confirmé.
—Por aquí no vienen muchos forasteros —dijo, mirándome la oreja izquierda—. No pilla de paso a ninguna parte. En cambio, antes de la Desprohibición… —Se interrumpió y trasladó su aguda mirada de pájaro carpintero a mi otra oreja.
—Ah, antes de la Desprohibición… —repuse con un gesto amplio, y bebí con aire de enterado.
Él se inclinó hacia delante y me echó el aliento en la barbilla.
—Qué narices, se podía uno entrompar en cualquier puesto de pescado del muelle. Traían el género debajo de las capturas de cangrejos y ostras. Caray, Westport estaba a rebosar. A los niños les daban cajas de whisky escocés para que jugaran. No había en todo el pueblo un coche que durmiera en un garaje. Los garajes estaban hasta los topes de licor canadiense. Caray, tenían un guardacostas frente al muelle, vigilando la descarga de los barcos un día a la semana. El viernes. Siempre el mismo día. —Guiñó un ojo.
Encendí un cigarrillo y en la cocina continuaron el chisporroteo y la versión barítono de «Chloe».
—Pero hombre, usted no estará en el negocio del licor —dijo.
—Ni hablar. Yo compro peces de colores —repliqué.
—Vale —dijo enfurruñado.
Serví otra ronda de licor de manzana.
—Esta botella la pago yo —dije—. Y me voy a llevar un par más.
Aquello le animó.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Carmady. Cree que lo de los peces de colores lo he dicho en broma. Pues no.
—Caray, no creo que uno se pueda ganar la vida con esos bichos, ¿o sí?
Le enseñé la manga de mi chaqueta.
—Ha dicho usted que le gustaba mi traje. Claro que se puede uno ganar la vida con las especies de moda. Nuevas modas, nuevas variedades constantemente. Me han informado de que por aquí hay un viejo que tiene una colección de las buenas. A lo mejor quiere venderla. Algunos los ha criado él mismo.
Una mujer grandota con bigote abrió de una patada la puerta de batientes un palmo y gritó:
—¡Ven a por los huevos con jamón!
Mi anfitrión salió corriendo y volvió con mi comida. Comí. Él me miraba con atención. Al cabo de un rato, se dio una repentina palmada bajo la mesa en su escuálida pierna.
—El viejo Wallace —dijo con una risita—. Claro, viene usted a ver al viejo Wallace. Caray, no le conocemos mucho. No se trata apenas con los vecinos.
Se giró en su asiento y señaló una colina lejana a través de los delgados visillos. En lo alto de la colina había una casa amarilla y blanca que relucía al sol.
—Caray, allí es donde vive. Tiene un montón de ellos. Peces de colores, ¿eh? Caray, me ha dejado usted turulato.
Con aquello se terminó mi interés por el hombrecillo. Me zampé mi comida, pagué la consumición y tres botellas de licor de manzana a un dólar la botella, nos estrechamos la mano y volví al turismo.
Parecía que no había ninguna prisa. Rush Madder volvería en sí de su desmayo y liberaría a la chica. Pero no sabían nada de Westport. Sunset no había mencionado el nombre en su presencia. Ellos no lo sabían cuando llegaron a Olympia, porque de saberlo habrían ido directamente. Y si hubieran estado escuchando detrás de la puerta de mi habitación del hotel, habrían sabido que yo no estaba solo. Y no habían actuado como si lo supieran cuando irrumpieron.
Tenía muchísimo tiempo. Conduje hasta el muelle y eché un vistazo. Parecía resistente. Había puestos de pescado, tugurios para beber, un pequeño salón de baile para pescadores, unos billares, una galería de máquinas tragaperras y varios antros de espectáculos guarros. En el agua, a lo largo de los pilares, peces para cebo se retorcían y nadaban veloces en grandes tanques de madera. Había tipos holgazaneando que parecían un peligro para cualquiera que se cruzara en su camino. No vi a ningún agente de la ley.
Subí en el coche a la colina, hasta la casa amarilla y blanca. Estaba bastante aislada, como a cuatro manzanas de la vivienda más próxima. Delante tenía flores, un césped verde y bien cortado, un jardín de rocalla. Una mujer con un vestido estampado marrón y blanco atacaba a los pulgones con un pulverizador.
Dejé que mi cacharro se parara solo, bajé y me quité el sombrero.
—¿Vive aquí el señor Wallace?
Tenía una cara atractiva, tranquila, de aspecto firme. Asintió.
—¿Quiere usted verle? —También la voz era tranquila y firme, con buen acento.
No sonaba como la voz de la mujer de un atracador de trenes.
Le dije mi nombre, dije que había oído hablar de sus peces en la ciudad, que me interesaban los peces de fantasía.
Ella dejó el pulverizador y entró en la casa. Alrededor de mi cabeza zumbaron abejas, abejas grandes y peludas a las que no parecía importar el viento frío que venía del mar. A lo lejos, como música de fondo, las olas rompían en los bancos de arena. El sol del norte me parecía flojo, no tenía calor interno.
La mujer salió de la casa y mantuvo la puerta abierta.
—Está en el piso de arriba —dijo—. Si quiere subir…
Pasé junto a un par de mecedoras rústicas y entré en la casa del hombre que había robado las perlas Leander.
10
Había acuarios por toda la enorme habitación, dos hileras de ellos en estantes reforzados, grandes tanques oblongos con armazones metálicos, algunos con luces encima y otros con luces debajo. Detrás de los cristales cubiertos de algas había festones de plantas acuáticas en diseños descuidados, y el agua tenía una luz verdosa fantasmal; y a través de la luz verdosa se movían peces de todos los colores del arco iris.
Había peces largos y delgados que parecían dardos dorados, y betas japoneses que arrastraban fantásticas colas a modo de velos, y peces de rayos X tan transparentes como el vidrio coloreado, y gupis diminutos de un centímetro de longitud, peces algodonosos de ojos saltones, moteados como el delantal de una novia, y grandes y pesados moros chinos con ojos telescópicos, cara de rana y aletas innecesarias, que pululaban por el agua verdosa como hombres gordos que van a comer.
Casi toda la luz provenía de un gran tragaluz oblicuo. Debajo del tragaluz, de pie junto a una mesa de madera sin nada encima, había un hombre alto y sombrío, con un pez rojo retorciéndose en su mano izquierda; en la mano derecha tenía una cuchilla de afeitar forrada de cinta adhesiva.
Me miró desde debajo de unas cejas anchas y grises. Sus ojos estaban hundidos, incoloros, opacos. Me acerqué a él y miré el pez que tenía sujeto.
—¿Hongos? —pregunté.
Asintió despacio.
—Hongo blanco.
Colocó el pez sobre la mesa y extendió con cuidado la aleta dorsal. La aleta estaba desgarrada y partida, y los bordes rasgados tenían un color blanco mohoso.
—El hongo blanco no es tan malo —dijo—. Voy a recortar a este amigo y quedará como una rosa. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?
Hice rodar un cigarrillo entre los dedos y le sonreí.
—Son como la gente —comenté—. Los peces, digo. A ellos también les pasan cosas malas.
Sujetó al pez contra la madera y recortó la parte dañada de la aleta. Extendió la cola y la recortó también. El pez había dejado de retorcerse.
—Algunas se pueden curar —dijo— y otras no. Por ejemplo, no se pueden curar las enfermedades de la vejiga natatoria. —Alzó la mirada hacia mí—. Esto no les duele, si es lo que estaba pensando. Se puede matar a un pez de un susto, pero no se le puede hacer daño como a una persona.
Dejó la cuchilla, empapó una bola de algodón en un líquido violáceo y embadurnó los sitios cortados. Después metió un dedo en un tarro de vaselina blanca y la olió. Dejó caer el pez en un pequeño acuario a un lado de la habitación. El pez se puso a nadar apaciblemente, satisfecho de la vida.
El hombre sombrío se limpió las manos, se sentó en el borde de un banco y me miró con ojos sin vida. En otro tiempo había sido guapo, hacía muchísimo tiempo.
—¿Le interesan los peces? —preguntó. Su voz tenía el tonillo discreto y cuidadoso de la galería de celdas y el patio de ejercicios.
Negué con la cabeza.
—No demasiado. Era solo una excusa. Vengo desde muy lejos para verle, señor Sype.
Se humedeció los labios y siguió mirándome. Cuando volvió a salir su voz, sonaba suave y cansada.
—Me llamo Wallace, señor.
Expulsé un aro de humo y metí el dedo por él.
—Para mi trabajo, va a tener que llamarse Sype.
Se inclinó hacia delante y dejó caer las manos entre sus rodillas huesudas y separadas, cruzándolas a continuación. Manos grandes y nudosas que en sus tiempos habían hecho mucho trabajo duro. Alzó la cabeza hacia mí y sus ojos muertos se veían fríos bajo las frondosas cejas. Pero su voz seguía siendo suave.
—Hacía un año que no veía un poli. Para hablar con él. ¿A qué viene?
—Adivínelo —dije.
Su voz se volvió aún más suave.
—Escuche, poli. Aquí tengo una casa bonita y tranquila. Nadie me molesta ya. Nadie tiene derecho a molestarme. Me dieron un indulto directamente de la Casa Blanca. Tengo los peces para entretenerme, y uno se aficiona a lo que hace. No le debo ni un centavo al mundo. Ya pagué. Mi mujer tiene dinero suficiente para ir viviendo. Solo quiero que me dejen en paz, poli. —Se detuvo y negó una vez con la cabeza—. Ya no me pueden hacer la puñeta… ya no.
No dije nada. Le sonreí un poquito y le observé.
—Nadie puede tocarme —insistió—. Me dieron un indulto directamente del despacho del presidente. Solo quiero que me dejen en paz.
Negué con la cabeza y seguí sonriéndole.
—Eso es lo único que no va a conseguir nunca… hasta que ceda.
—Escuche —dijo en tono suave—. Puede que sea usted nuevo en este caso. Para usted es una novedad. Quiere hacerse una reputación. Pero yo llevo casi veinte años con esto, y como yo otras muchas personas, algunas de ellas bastante listas. Saben que yo no tengo nada que no me pertenezca. Nunca lo he tenido. Algún otro se lo quedó.
—Sí, claro, el empleado de Correos —dije.
—Escuche —dijo él, todavía con suavidad—. Cumplí mi condena. Sé cómo es esto. Sé que no van a parar de preguntárselo, mientras quede alguien vivo que se acuerde. Sé que cada cierto tiempo van a mandarme un pardillo para remover el asunto. Me parece bien. Sin rencores. Ahora, ¿qué tengo que hacer para que se vuelva a su casa?
Negué con la cabeza y miré más allá de sus hombros, a los peces que vagaban en sus grandes y silenciosos tanques. Me sentía cansado. La tranquilidad de la casa creaba fantasmas en mi cerebro, fantasmas de muchos años atrás. Un tren traqueteando en la oscuridad, un atracador escondido en un coche correo, el fogonazo de una pistola, un empleado muerto en el suelo, una discreta escapada en alguna parada para echar agua, un hombre que había guardado un secreto durante diecinueve años… que casi lo había guardado.
—Cometió usted un error —dije despacio—. ¿Se acuerda de un tipo llamado Peeler Mardo?
Levantó una mano. Pude verlo rebuscar en su memoria. El nombre no parecía decirle nada.
—Un tipo que conoció en Leavenworth —aclaré—. Un pequeñajo que estaba allí por abrir billetes de veinte dólares y ponerles reversos falsos.
—Sí —dijo—. Ya me acuerdo.
—Usted le dijo que tenía las perlas —afirmé.
Se notó que no me creía.
—Le estaría tomando el pelo —masculló despacio, con voz vacía.
—Es posible. Pero lo que importa es que a él no se lo pareció. Estuvo por esta zona hace algún tiempo con un colega, un tipo que se hacía llamar Sunset. Le vieron en alguna parte, y Peeler le reconoció. Se puso a pensar en cómo podría ganarse algo de pasta. Pero estaba enganchado a la cocaína y hablaba en sueños. Una chica se enteró, y después otra chica, y un picapleitos. A Peeler le quemaron los pies, y murió.
Sype me miraba sin pestañear. Las arrugas que tenía a los lados de la boca se acentuaron.
Agité mi cigarrillo y seguí:
—No sabemos cuánto contó, pero el picapleitos y una chica están en Olympia. Sunset también está en Olympia, solo que muerto. Ellos lo mataron. No sé si saben dónde está usted. Pero acabarán enterándose, ellos u otros como ellos. Puede usted aburrir a los polis, mientras ellos no encuentren las perlas y usted no trate de venderlas. Puede aburrir a la compañía de seguros, e incluso a la gente de Correos.
Sype no movió ni un músculo. Sus grandes manos nudosas, cruzadas entre las rodillas, no se movieron. Sus ojos sin vida se limitaban a mirar fijamente.
—Pero no puede aburrir a los mangantes —dije—. Jamás abandonarán. Siempre habrá dos o tres de ellos con suficiente tiempo y suficiente dinero y suficiente mala uva para insistir. De un modo u otro, averiguarán lo que quieren saber. Secuestrarán a su mujer, o le llevarán a usted al bosque y le torturarán. Y usted tendrá que abrir el pico. En cambio, yo le hago una propuesta decente y honrada.
—¿En qué bando está usted? —preguntó de pronto Sype—. Pensé que olía a poli, pero ya no estoy tan convencido.
—Seguros —declaré—. Este es el trato. Hay una recompensa de veinticinco mil. Cinco para la chica que me pasó la información. La consiguió sin malas artes y tiene derecho a ese pellizco. Diez mil para mí. He hecho todo el trabajo y me han apuntado con todas las pistolas. Diez mil para usted, a través de mí. Directamente no podría sacar ni un centavo. ¿Le interesa la oferta? ¿Qué le parece?
—Me parece bien —dijo con suavidad—. Excepto por una cosa: que no tengo las perlas, polizonte.
Le miré con el ceño fruncido. Había echado el resto. Ya no podía hacer más. Me enderecé, separándome de la pared, tiré la colilla del cigarrillo al suelo de madera y la aplasté con el pie. Di media vuelta para marcharme.
Él se puso en pie y extendió una mano.
—Espere un momento —dijo muy serio—, y se lo demostraré.
Pasó por delante de mí y salió de la habitación. Me quedé mirando los peces y me mordí el labio. Oí el ruido de un motor de coche en alguna parte, no muy cerca. Oí que un cajón se abría y se cerraba, parecía que en una habitación cercana.
Sype volvió a entrar en la habitación de los peces. Traía un Colt 45 reluciente en su demacrado puño. Parecía tan largo como el antebrazo de un hombre.
Me apuntó con él y dijo:
—Aquí tengo perlas, seis perlas, perlas de plomo. Puedo peinarle las patillas a una mosca a sesenta metros. Usted no es un poli. Ahora, salga de aquí pitando y dígales a esos amigos suyos tan duros que estoy dispuesto a arrancarles los dientes a tiros cualquier día de la semana, y los domingos dos veces.
No me moví. Había locura en los ojos sin vida de aquel hombre. No me atreví a moverme.
—Muy grandilocuente —repuse despacio—. Puedo demostrar que soy detective. Usted es un expresidiario y comete un delito solo con tener ese cacharro. Déjelo y hable con sensatez.
El coche que yo había oído parecía estar deteniéndose a la puerta de la casa. Los frenos gimieron sobre los cilindros. Ruido de pies que subían por un sendero, que subían escalones. Voces bruscas, una exclamación contenida.
Sype retrocedió por la habitación hasta que estuvo entre la mesa y un enorme acuario de ochenta o cien litros. Me sonrió, con la sonrisa amplia y transparente de un luchador acorralado.
—Veo que sus amigos han venido a reunirse con usted —dijo arrastrando las palabras—. Saque su cacharra y tírela al suelo mientras aún tenga tiempo… y siga respirando.
No me moví. Miré el pelo tieso que tenía sobre los ojos. Él me miró a los ojos. Yo sabía que si me movía, aunque fuera para hacer lo que él decía, dispararía.
Se oyeron pasos que subían las escaleras. Eran pasos amortiguados, arrastrados, con un toque de forcejeo.
Tres personas entraron en la habitación.
11
La señora Sype entró la primera, con las piernas tiesas, los ojos vidriosos, los brazos doblados rígidamente por los codos y las manos engarfiadas y extendidas hacia la nada, palpando algo que no estaba allí. Traía una pistola a la espalda, la pequeña 32 de Carol Donovan, eficientemente esgrimida por la pequeña y despiadada mano de Carol Donovan.
Madder entró el último. Estaba borracho, con el valor que da la botella, enrojecido y feroz. Apuntó el Smith & Wesson hacia mí y sonrió con desprecio.
Carol Donovan empujó a la señora Sype a un lado. La vieja se tambaleó hacia el rincón y cayó de rodillas, con los ojos en blanco.
Sype miró a la Donovan. Se sentía desconcertado porque se trataba de una chica, y además joven y guapa. No estaba acostumbrado a esas cosas. Su sola visión le quitó la energía. Si hubieran entrado hombres, los habría hecho pedazos a tiros.
La chica menuda, morena y de tez blanca se le enfrentó fríamente y dijo con su voz tensa y helada:
—Muy bien, papi. Tira el hierro. Y con cuidadito.
Sype se agachó despacio, sin quitarle los ojos de encima, y dejó en el suelo su enorme Colt del Oeste.
—Aléjalo de una patada, papi.
Sype le dio una patada. El revólver se deslizó sobre las tablas del suelo, hacia el centro de la habitación.
—Así se hace, abuelo. Vigílalo, Rush, mientras yo descargo al sabueso.
Las dos armas cambiaron de orientación y los duros ojos grises me miraron a mí. Madder se acercó un poco más a Sype y apuntó su Smith & Wesson al pecho de Sype.
La chica sonrió, una sonrisa nada agradable.
—Un chico listo, ¿eh? No paras de buscar líos, ¿verdad que no? Pues metiste la pata, sabueso. No registraste a tu colega el flaco. Tenía un mapita en un zapato.
—No necesitaba mapa —dije con suavidad, y le sonreí.
Procuré que la sonrisa fuera interesante, porque la señora Sype estaba moviendo las rodillas sobre el suelo, y cada movimiento la llevaba más cerca del Colt de Sype.
—Pues ahora la has jorobado, tú y tus sonrisitas. Arriba las zarpas mientras te quito la artillería. Vamos, arriba.
Era una chica de uno cincuenta y cinco de estatura y que pesaría unos cincuenta y cuatro kilos. Nada más que una chica. Yo medía más de uno ochenta y pesaba casi noventa kilos. Levanté las manos y le aticé en la mandíbula.
Fue una locura, pero ya estaba hasta las narices del numerito de Donovan-Madder, las pistolas de Donovan-Madder, el lenguaje duro de Donovan-Madder. Le aticé en la mandíbula.
Salió hacia atrás un metro y su pistola se disparó. Una bala me quemó las costillas. Ella empezó a caer. Caía despacio, como en una película a cámara lenta. La cosa parecía un poco tonta.
La señora Sype cogió el Colt y le pegó un tiro en la espalda.
Madder se giró, y en el mismo instante en que volvió la cabeza Sype se lanzó sobre él. Madder saltó hacia atrás y volvió a apuntar a Sype. Sype se paró en seco y la amplia sonrisa de loco volvió a su demacrado rostro.
La bala del Colt empujó a la chica hacia delante, como cuando una corriente cierra una puerta de golpe. Un revoloteo de tela azul, y algo me golpeó el pecho: su cabeza. Vi su cara por un instante, cuando rebotaba hacia atrás: una cara extraña, que yo no había visto antes.
Y después ya no fue más que un bulto caído en el suelo a mis pies, una cosa pequeña, mortal, extinguida, con algo rojo que salía por debajo de ella; y detrás de ella, la mujer alta y callada que sostenía el Colt humeante con las dos manos.
Madder le pegó dos tiros a Sype. Sype se lanzó hacia delante, todavía sonriendo, y cayó sobre el extremo de la mesa. El líquido violáceo que había utilizado con el pez enfermo se derramó sobre él. Madder le disparó una vez más mientras caía.
Saqué rápidamente mi Luger y le disparé a Madder en el sitio más doloroso que se me ocurrió y que no fuera necesariamente fatal: la parte de atrás de la rodilla. Cayó exactamente como si hubiera tropezado con un alambre oculto. Antes de que empezara a gemir, yo ya le había puesto las esposas.
Pateé pistolas por aquí y por allá y me acerqué a la señora Sype y le quité de las manos el enorme Colt.
Durante un ratito, hubo mucha calma en la habitación. Volutas de humo se elevaban hacia la claraboya, sutiles y grises, más claras a la luz de la tarde. Oí el retumbar de las olas en la distancia. Después oí una especie de silbido más cerca.
Era Sype, que intentaba decir algo. Su mujer gateó hasta él, todavía de rodillas, y se acurrucó a su lado. Él tenía sangre en los labios, que burbujeaba. Parpadeó con fuerza, intentando aclarar la mente. Sonrió a su mujer. Su voz silbante dijo muy débilmente:
—Los moros, Hattie… los moros.
Después se le aflojó el cuello y la sonrisa se desvaneció de su cara. Su cabeza rodó a un lado sobre el suelo desnudo.
La señora Sype le tocó y después se puso en pie muy despacio y me miró, tranquila, con los ojos secos.
Habló en voz baja pero clara:
—¿Me ayuda a llevarlo a la cama? No quiero que esté aquí con esta gente.
—Claro —dije—. ¿Qué es lo que ha dicho?
—No sé. Alguna tontería sobre sus peces, supongo.
Levanté a Sype por los hombros, ella le cogió por los pies, lo llevamos a la alcoba y lo pusimos sobre la cama. Ella le cruzó las manos sobre el pecho y le cerró los ojos. Fue a la ventana y bajó la persiana.
—Eso es todo, gracias —dijo sin mirarme—. El teléfono está abajo.
Se sentó en una butaca al lado de la cama y apoyó la cabeza en la colcha, cerca del brazo de Sype.
Salí de la habitación y cerré la puerta.
12
La pierna de Madder sangraba despacio, sin peligro. Me miró con ojos enloquecidos por el miedo mientras yo le ataba un pañuelo bien apretado por encima de la rodilla. Calculé que tendría un tendón cortado y tal vez la rótula astillada. Puede que cojeara un poco cuando fueran a ahorcarle.
Bajé a la planta baja y me quedé un rato en el porche, mirando los dos coches que había delante, y después colina abajo, hacia el embarcadero. Nadie habría podido saber de dónde venían los tiros, a menos que pasara en aquel momento por allí. Lo más probable era que nadie los hubiera oído. Probablemente había muchos tiros en los bosques de los alrededores.
Volví a entrar en la casa y miré el teléfono de manivela que había en la pared del cuarto de estar, pero no lo toqué todavía. Había algo que me preocupaba. Encendí un cigarrillo y miré por la ventana, y una voz fantasmal me dijo al oído: «Los moros, Hattie, los moros».
Volví a subir al cuarto de los peces. Madder estaba quejándose, con fuertes gemidos jadeantes. ¿Qué me importaba a mí un torturador como Madder?
La chica estaba muerta del todo. Ninguno de los acuarios había sido alcanzado. Los peces nadaban tranquilamente en su agua verde, lentos, apacibles y tranquilos. Tampoco a ellos les importaba Madder.
El tanque de los moros chinos se emplazaba en un rincón, y tendría una capacidad de unos cuarenta litros. Había solo cuatro peces, más bien grandes, como de unos diez centímetros de longitud, completamente negros como el carbón. Dos de ellos estaban aspirando oxígeno cerca de la superficie, y otros dos se movían perezosamente en el fondo. Tenían cuerpos gruesos y voluminosos, con mucha cola ondulante y grandes aletas dorsales y sus abultados ojos telescópicos que les hacían parecer ranas cuando estaban de frente a ti.
Los miré husmear en la cosa verde que crecía en el acuario. Un par de caracoles rojos estaban limpiando los cristales. Los dos peces del fondo parecían más gordos y más perezosos que los dos de arriba. Me pregunté por qué.
Entre dos de los tanques había una especie de colador de malla de cuerda con mango largo. Lo cogí y me puse a pescar en la pecera. Atrapé uno de los moros gordos y lo saqué. Le di la vuelta dentro de la red y le miré el vientre levemente plateado. Vi algo que parecía una sutura. Lo palpé. Debajo había un bulto duro.
Saqué el otro pez del fondo. La misma sutura, el mismo bulto duro y redondo. Pesqué uno de los dos que aspiraban aire en lo alto de la pecera. Ni sutura, ni bulto duro y redondo. También me costó más atraparlo.
Lo devolví al tanque. Eran los otros dos los que me interesaban. Me gustan los peces de colores tanto como a cualquiera, pero el negocio es el negocio y el crimen es el crimen. Me quité la chaqueta, me subí las mangas y cogí de la mesa la cuchilla forrada con cinta adhesiva.
Fue un trabajo muy sucio. Tardé unos cinco minutos. Y allí las tenía, en la palma de mi mano: casi dos centímetros de diámetro, pesadas, perfectamente redondas, de un blanco lechoso y resplandeciendo con esa luz interior que ninguna otra joya posee. Las perlas Leander.
Las lavé, las envolví en mi pañuelo, me bajé las mangas y me volví a poner la chaqueta. Miré a Madder, sus ojillos torturados por el dolor y el miedo, el sudor en su rostro. Me importaba un pepino Madder. Era un asesino, un torturador.
Salí de la habitación de los peces. La puerta de la alcoba seguía cerrada. Bajé a la planta baja y le di a la manivela del teléfono.
—Aquí la casa de Wallace, en Westport —dije—. Ha habido un accidente. Necesitamos un médico y habrá que llamar a la policía. ¿Puede hacer algo?
—Intentaré conseguirle un médico, señor Wallace —dijo la telefonista—. Pero puede que tarde un poco. Hay un alguacil en Westport. ¿Le sirve?
—Supongo que sí —dije. Le di las gracias y colgué. Después de todo, los teléfonos de pueblo tenían sus ventajas.
Encendí otro cigarrillo y me senté en una de las mecedoras rústicas del porche. Al cabo de un rato oí pasos y la señora Sype salió de la casa. Se quedó un momento mirando colina abajo y después se sentó en la otra mecedora, a mi lado. Sus ojos secos me miraban con firmeza.
—Supongo que es usted detective —repuso despacio, con timidez.
—Sí, represento a la compañía que aseguró las perlas Leander.
Ella miró hacia la distancia.
—Creí que aquí encontraría la paz —dijo—. Que nadie le molestaría más. Que este sitio sería una especie de santuario.
—No debió intentar quedarse las perlas.
Volvió la cabeza, esta vez rápidamente. Primero pareció confusa, después asustada.
Metí la mano en el bolsillo, saqué el pañuelo y lo desplegué sobre la palma de la mano. Allí estaban, juntas sobre el lino blanco, doscientos mil dólares de muerte.
—Podría haber tenido su santuario —afirmé—. Nadie quería quitárselo. Pero no le bastaba con eso.
Miró las perlas despacio, recreándose. Después le temblaron los labios. Su voz se volvió más ronca.
—Pobre Wally —dijo—. De modo que las ha encontrado. Es usted muy listo, ¿sabe? Mató docenas de peces hasta que aprendió a hacer el truco.
Me miró a la cara. En el fondo de sus ojos había un poco de extrañeza.
—Nunca me gustó la idea —confesó—. ¿Recuerda usted la vieja teoría bíblica del chivo expiatorio?
Negué con la cabeza. No.
—El animal al que se carga con los pecados de un hombre y después se le expulsa al desierto. Los peces eran su chivo expiatorio.
Me sonrió. No le devolví la sonrisa.
Siguió hablando, todavía sonriendo levemente:
—Verá, una vez tuvo las perlas, las auténticas, y le pareció que lo que había sufrido le daba derecho a ellas. Pero no habría podido sacarles ningún provecho, aun en el caso de que las hubiera vuelto a encontrar. Parece que alguna marca del terreno cambió mientras él estaba preso, y nunca pudo encontrar el sitio de Idaho donde las había enterrado.
Un dedo helado se movía despacio, subiendo y bajando por mi espina dorsal. Abrí la boca, y algo que supuse que podría ser mi voz dijo:
—¿Eh?
Ella estiró un dedo y tocó una de las perlas. Yo seguía sosteniéndolas, como si mi mano fuera un estante clavado a la pared.
—Así que se hizo con estas —dijo—. En Seattle. Son huecas, rellenas de cera blanca. Se me ha olvidado cómo se llama el proceso. Parecen muy buenas. Claro que yo nunca he visto perlas verdaderamente valiosas.
—¿Para qué las compró? —grazné.
—¿No lo entiende? Eran su pecado. Tenía que esconderlas en el desierto, en este desierto. Las escondió en los peces. Y ¿sabe usted? —Se inclinó hacia mí otra vez y le brillaban los ojos. Habló muy despacio, muy en serio—. A veces creo que en los últimos tiempos, el último año o así, creía de verdad que eran las perlas auténticas las que tenía escondidas. ¿Significa algo para usted todo esto?
Bajé la mirada hacia mis perlas. Mi mano y el pañuelo se cerraron lentamente sobre ellas.
—Soy un hombre sencillo, señora Sype —dije—. Esa historia del chivo expiatorio me viene un poco grande. Yo diría que solo estaba intentando engañarse un poco… como cualquier perdedor sano.
Ella sonrió de nuevo. Era atractiva cuando sonreía. Después se encogió ligeramente de hombros.
—Es natural que usted lo vea de ese modo. Pero yo… —Abrió las manos—. Bueno, ahora ya no tiene mucha importancia. ¿Puedo quedármelas de recuerdo?
—¿Quedárselas?
—Las… las perlas falsas. No creo que…
Me puse en pie. Un viejo Ford deportivo sin capota subía la colina petardeando. Dentro venía un hombre con una gran estrella en el chaleco. El traqueteo del motor era como el parloteo de un mono viejo y calvo en el zoológico.
La señora Sype estaba de pie junto a mí, con la mano medio extendida y una leve mirada suplicante en la cara.
Le sonreí con repentina ferocidad.
—Sí, ha estado usted muy bien durante un rato —dije—. Casi me hace picar. Hasta me han dado escalofríos en la espalda, señora. Pero usted me ha ayudado. Lo de «falsas» se sale un pelín de su personaje. Y su trabajo con el Colt ha sido rápido y más bien despiadado. Pero, sobre todo, las últimas palabras de Sype lo fastidian todo. «Los moros, Hattie, los moros». Si las piedras hubieran sido falsas, no se habría tomado la molestia. No estaba tan chiflado como para engañarse hasta ese punto.
Por un momento, su cara no cambió en absoluto. Y de pronto lo hizo. Algo horrible apareció en sus ojos. Adelantó los labios y me escupió. Después entró en la casa dando un portazo.
Me guardé los veinticinco mil dólares en el bolsillo del chaleco. Doce mil quinientos para mí y doce mil quinientos para Kathy Horne. Ya estaba viendo los ojos que pondría cuando le llevara el cheque, y cuando lo metiera en el banco, en espera de que a Johnny lo dejaran salir en libertad condicional de Quentin.
El Ford se había detenido detrás de los otros coches. El hombre que conducía escupió por un lateral, echó el freno de emergencia y se bajó sin utilizar la puerta. Era un tipo grandote, en mangas de camisa.
Bajé los escalones para ir a su encuentro.