Asesino bajo la lluvia
1
Estábamos sentados en una habitación del Berglund. Yo estaba en un costado de la cama, y Dravec en la butaca. La habitación era la mía.
La lluvia golpeaba con fuerza las ventanas. Estaban cerradas herméticamente, hacía calor, y yo tenía un pequeño ventilador funcionando encima de la mesa. El aire le daba a Dravec en lo alto de la cara, levantaba su espeso pelo negro, movía las cerdas más largas del grueso sendero que era la ceja que le atravesaba el rostro en una línea continua. Tenía toda la pinta de un matón que ha pillado pasta.
Me enseñó algunos de sus dientes de oro y dijo:
—¿Qué sabe usted de mí?
Lo dijo dándose importancia, como si cualquiera que estuviese mínimamente enterado tuviera que saber un montón de cosas sobre él.
—Nada —dije yo—. Que yo sepa, está limpio.
Levantó una mano grande y peluda y la miró fijamente durante un momento.
—No me entiende. Me envía aquí un tipo que se llama M’Gee. Violets M’Gee.
—Estupendo. ¿Cómo está Violets últimamente?
Violets era un poli de Homicidios de la oficina del sheriff.
Él miró su enorme mano y frunció el ceño.
—No, sigue sin entenderme. Tengo un trabajo para usted.
—Ya no salgo mucho por ahí —dije—. Ando un poco delicado de salud.
Paseó la mirada por la habitación, faroleando un poco, como un hombre que no es observador por naturaleza.
—A lo mejor es por dinero —dijo.
—A lo mejor es por eso —dije yo.
Llevaba puesta una gabardina de ante con cinturón. Se la abrió con gesto descuidado y sacó una cartera que no llegaba a ser tan grande como una bala de heno. Sobresalían billetes de ella en todos los ángulos. Cuando se golpeó la rodilla con ella, hizo un sonido pastoso que era un placer para el oído. La agitó para sacar dinero, seleccionó unos cuantos billetes del montón, volvió a embutir el resto, arrojó la cartera al suelo y la dejó allí tirada, ordenó cinco billetes de cien como si fuera una mano de póquer y los colocó en la mesa, bajo la base del ventilador.
Aquello había sido mucho trabajo. Le hizo gruñir.
—Tengo montones de pasta —dijo.
—Ya lo veo. ¿Qué tengo que hacer para ganarla, si me la gano?
—Ya me va conociendo mejor, ¿eh?
—Un poco mejor.
Saqué un sobre de un bolsillo interior y le leí en voz alta algo que llevaba escrito en el dorso.
—«Dravec, Anton o Tony. Ha trabajado en una fundición de acero, como camionero y en trabajos de fuerza en general. Tuvo una metedura de pata y lo encerraron. Dejó su ciudad, vino al Oeste. Trabajó en un rancho de aguacates en El Seguro. Acabó teniendo rancho propio. Llegó a lo más alto cuando estalló el boom del petróleo en El Seguro. Se hizo rico. Perdió mucha pasta comprando parcelas de otros granjeros. Aún le queda mucha. Nacido en Serbia, un metro ochenta, ciento ocho kilos, una hija, no se sabe que haya estado casado. Sin antecedentes policiales de importancia. Nada en absoluto desde lo de Pittsburgh».
Encendí una pipa.
—Caray —dijo él—. ¿De dónde ha sacado todo eso?
—Contactos. ¿De qué se trata?
Recogió la cartera del suelo y hurgó durante un rato en su interior con un par de dedos cuadrados y la lengua asomándole entre los gruesos labios. Por fin sacó una tarjeta parda y estrecha y unos papeles arrugados. Lo empujó hacia mí.
La tarjeta tenía letras de oro, un trabajo muy delicado. Decía: «HAROLD HARDWICKE STEINER», y en una esquina, en letras muy pequeñas, «Libros raros y ediciones de lujo». Ni dirección ni número de teléfono.
Los papeles blancos, tres en total, eran simples pagarés por valor de mil dólares cada uno, firmados «Carmen Dravec» con una letra desordenada y como de tonta.
Se lo devolví todo y dije:
—¿Chantaje?
Negó lentamente con la cabeza y en su cara apareció algo amable que antes no estaba allí.
—Es mi niña, Carmen. Ese Steiner la acosa. Ella va constantemente a su garito, a pasarlo bien. Supongo que él se acuesta con ella. No me gusta.
Asentí.
—¿Y los pagarés?
—El dinero no me importa nada. Ella juega con él. Eso da lo mismo. Le vuelven loca los hombres. Vaya a decirle a ese Steiner que deje en paz a Carmen. O le rompo el cuello con mis manos. ¿Está claro?
Todo esto lo dijo de corrido, jadeando. Los ojos se le pusieron pequeños, redondos y furiosos. Casi le rechinaban los dientes.
—¿Por qué me envía a mí a decírselo? —pregunté—. ¿Por qué no se lo dice usted mismo?
—¡Podría ponerme furioso y matar al muy…! —chilló.
Saqué una cerilla del bolsillo y hurgué en la ceniza suelta en la cazoleta de mi pipa. Lo miré detenidamente durante un momento, mientras le daba forma a una idea.
—De eso nada, es que le da miedo hacerlo —dije.
Levantó los dos puños a la vez. Los mantuvo a la altura de los hombros y los agitó, grandes nudos de hueso y músculo. Los bajó lentamente, emitió un profundo suspiro de sinceridad y dijo:
—Sí, me da miedo. No sé qué hacer con ella. Un tío nuevo cada vez, y siempre chorizos. Hace algún tiempo le pagué cinco mil a un tipo llamado Joe Marty para que la dejara en paz. Todavía está enfadada conmigo.
Miré hacia la ventana, observé cómo la lluvia chocaba contra ella, se extendía y se deslizaba hacia abajo en una gruesa ola, como gelatina fundida. Aunque estábamos en otoño, era demasiado pronto para ese tipo de lluvia.
—Untarlos de pasta no le servirá de nada —dije—. Puede pasarse toda la vida haciéndolo. Así que ha pensado que le gustaría que yo me pusiera serio con este, con Steiner.
—¡Dígale que le romperé el cuello!
—Yo no me molestaría —dije—. Conozco a Steiner. Yo mismo le partiría el cuello de su parte, si eso sirviera de algo.
Se inclinó hacia delante y me cogió la mano. Sus ojos se volvieron infantiles. Una lágrima gris flotaba en cada uno.
—Escuche. M’Gee dice que es usted buena gente. Le voy a decir algo que no le he dicho nunca a nadie. Carmen… no es hija mía. La recogí en Smoky, una niñita tirada en la calle. No tenía a nadie. Supongo que se podría decir que la robé, ¿eh?
—Esa impresión da —dije, y tuve que luchar para soltar mi mano de la suya. Le devolví la sensibilidad frotándomela con la otra mano. El tío tenía una presa capaz de romper un poste de teléfonos.
—Entonces me reformé —dijo con tristeza, pero con ternura—. Vine aquí y me porté bien. Ella va creciendo. Yo la amo.
—Ajá. Es natural —dije yo.
—No me entiende. Quiero casarme con ella.
Lo miré fijamente.
—Al hacerse mayor se volverá más sensata. Tal vez se case conmigo, ¿eh?
Su voz me imploraba, como si aquello dependiera de mí.
—¿Alguna vez se lo ha propuesto?
—No me atrevo —dijo humildemente.
—¿Cree que a ella le gusta ese Steiner?
Asintió.
—Pero eso no significa nada —añadió.
Eso me lo creí. Me levanté de la cama, abrí una ventana y dejé que la lluvia me diera en la cara unos segundos.
—Vamos a dejar las cosas claras —dije, bajando de nuevo la ventana y volviendo a la cama—. Puedo quitarle a Steiner de encima. Es fácil. Pero no sé qué va a conseguir con eso.
Intentó agarrarme la mano de nuevo, pero esta vez fui más rápido que él.
—Ha entrado aquí haciéndose el duro, alardeando de pasta —seguí diciendo—. Se marcha más blando. Y no por nada que yo haya dicho. Usted ya lo sabía. No soy Dorothy Dix, y solo soy puritano a ratos. Pero le quitaré a Steiner de la chepa, si de verdad quiere que lo haga.
Se puso en pie torpemente, balanceó el sombrero y me miró los pies.
—Quítemelo de la chepa, como usted dice. Además, él no es de su tipo.
—Puede que le duela la chepa un poco.
—No pasa nada. Para eso está —dijo.
Se abrochó los botones, depositó el sombrero sobre su enorme y peluda cabeza y se puso en marcha. Cerró la puerta con cuidado, como si saliera de la habitación de un enfermo.
Me pareció que estaba tan loco como una pareja de ratones bailarines, pero me cayó bien.
Guardé sus papiros en lugar seguro, me preparé una generosa copa y me senté en la butaca, que todavía conservaba su calor.
Mientras jugaba con mi copa, me pregunté si Dravec tenía alguna idea de a qué se dedicaba Steiner.
Steiner tenía una colección de libros porno, raros y medio raros, que prestaba hasta por diez dólares diarios… a la gente adecuada.
2
Al día siguiente llovió sin parar. A última hora de la tarde yo estaba sentado en un Chrysler azul de dos plazas, aparcado en diagonal en el bulevar, al otro lado de la calle enfrente de una tienda de fachada estrecha, sobre la cual había un letrero de neón verde que en letras caligráficas decía: «H. H. STEINER».
La lluvia rebotaba en las aceras hasta la altura de las rodillas, llenaba los canalones, y unos polis enormes con impermeables que brillaban como cañones de fusil se lo pasaban en grande transportando nenas con medias de seda y bonitas botitas de goma a través de los peores sitios, con abundante manoseo.
La lluvia tamborileaba en el capó del Chrysler, golpeaba y arañaba la tensa lona de la capota, se colaba por los sitios abotonados y formaba un charco en el suelo para que yo pudiera meter los pies en él.
Yo tenía una buena petaca de whisky escocés. La usé con la frecuencia suficiente para mantener el interés.
Steiner hacía negocio, incluso con aquel tiempo; puede que especialmente con aquel tiempo. Delante de su tienda se paraban coches muy elegantes, y gente muy elegante entraba sigilosamente y después salía sigilosamente con paquetes envueltos bajo el brazo. Por supuesto, es posible que fueran a comprar libros raros y ediciones de lujo.
A las cinco y media, un chico lleno de granos con una cazadora de cuero salió de la tienda y subió al trote rápido la cuesta de la calle lateral. Volvió con un bonito cupé crema y gris. Steiner salió y se metió en el cupé. Vestía una gabardina de cuero verde oscuro, un cigarrillo en boquilla de ámbar, y no llevaba sombrero. A aquella distancia no le pude ver el ojo de cristal, pero yo sabía que tenía uno. El chico de la cazadora sostuvo un paraguas sobre él mientras cruzaba la acera. Después lo cerró y se lo dio al ocupante del cupé.
Steiner condujo hacia el oeste por el bulevar. Yo conduje hacia el oeste por el bulevar. Pasada la zona comercial, en Pepper Canyon, torció hacia el norte y yo le seguí con facilidad a una manzana de distancia. Estaba bastante seguro de que iba a su casa, que era lo natural.
Salió de Pepper Drive, tomó una pista curva de cemento mojado llamada La Verne Terrace, y la subió casi hasta arriba del todo. Era una carretera estrecha, con un terraplén alto a un lado y unas cuantas casas de tipo cabaña, bien espaciadas, en la empinada pendiente del otro lado. Los tejados no sobrepasaban mucho el nivel de la carretera. Las fachadas estaban ocultas por matorrales. Árboles chorreantes goteaban por todo el paisaje.
La guarida de Steiner tenía delante un seto cuadrado de boj más alto que las ventanas. La entrada era una especie de laberinto, y la puerta de la casa no se veía desde la carretera. Steiner metió su cupé gris y crema en un pequeño garaje, lo cerró con llave, atravesó el laberinto con el paraguas alzado, y en la casa se encendió la luz.
Mientras él hacía eso, yo le había adelantado y llegado hasta lo alto de la colina. Allí di la vuelta, volví hacia abajo y aparqué delante de la casa anterior a la suya por arriba. Parecía que estaba cerrada o vacía, pero no había carteles. Celebré una conferencia con mi petaca de escocés y después me quedé simplemente sentado.
A las seis y cuarto, unas luces se movieron colina arriba. Para entonces estaba ya bastante oscuro. Un coche se detuvo delante del seto de Steiner. De él salió una chica alta y delgada con impermeable. A través del seto se filtraba suficiente luz para que yo viera que era morena y posiblemente guapa.
Llegaron voces arrastradas por la lluvia y se cerró una puerta. Salí del Chrysler y caminé cuesta abajo. Apliqué un lápiz-linterna al coche. Era un Packard descapotable de color marrón o castaño. La licencia estaba a nombre de Carmen Dravec, Lucerne Avenue, 3596. Volví a mi trasto.
Una hora pesada y lenta pasó arrastrándose. No llegaron más coches, ni cuesta arriba ni cuesta abajo. Parecía una zona muy tranquila.
Entonces, un único relámpago de luz blanca e intensa salió de la casa de Steiner, como un rayo de verano. Al caer de nuevo la oscuridad, un chillido fino y tintineante se filtró a través de las tinieblas y resonó débilmente entre los árboles mojados. Yo ya había salido del Chrysler y emprendido la marcha antes de que se extinguiera el último eco.
No era un grito de miedo. Tenía el tono de un susto medio agradable, un acento de borrachera y un toque de pura idiotez.
La mansión Steiner estaba en absoluto silencio cuando yo me metí por la abertura del seto, me escabullí por el recodo que ocultaba la puerta de entrada y levanté la mano para llamar a la puerta.
En aquel preciso instante, como si alguien hubiera estado esperándolo, sonaron tres tiros muy seguidos en el interior. Después hubo un largo y ronco suspiro, un golpe sordo, pasos rápidos que se alejaban hacia la parte posterior de la casa.
Perdí tiempo cargando con el hombro contra la puerta sin tomar suficiente carrerilla. Salí rebotado como si me hubiera coceado una mula del ejército.
La puerta daba a un sendero estrecho, como un puentecito que venía del terraplén de la carretera. No había porche lateral, ni había modo de llegar a las ventanas en caso de apuro. No había manera de llegar a la parte de atrás, salvo a través de la casa o subiendo un largo tramo de escaleras que llegaban a la puerta trasera desde el callejón de abajo. En aquellas escaleras se oía ahora un estrépito de pasos.
Aquello me dio impulso y volví a cargar contra la puerta con todo el cuerpo, de los pies para arriba. Cedió por la parte de la cerradura y bajé a trompicones dos peldaños, entrando en una habitación grande, en penumbra y abarrotada. En aquel momento no vi casi nada de lo que había en la pieza. La atravesé como pude hacia la parte trasera de la casa.
Estaba bastante seguro de que allí estaba la muerte.
Un coche retumbó en la calle de abajo cuando yo llegaba al porche trasero. Se alejó a toda velocidad, sin luces. No había nada que hacer. Volví a la sala de estar.
3
Aquella habitación ocupaba toda la parte delantera de la casa y tenía un techo bajo con vigas y los muros pintados de marrón. Había tapices colgando por todas las paredes. Libros que llenaban estanterías bajas. Había una alfombra gruesa y tirando a rosa, sobre la que caía algo de luz de dos lámparas de pie con pantallas de color verde claro. En medio de la alfombra había un escritorio grande y bajo, y un sillón negro con un cojín de raso amarillo. Encima del escritorio había un montón de libros.
En una especie de estrado, cerca de la pared de un extremo, había un sillón de teca con brazos y respaldo alto. Sentada en el sillón, sobre un chal rojo con flecos, había una chica de pelo oscuro.
Estaba sentada muy derecha, con las manos en los brazos del sillón, las rodillas muy juntas, el cuerpo tieso y rígido, la barbilla alzada.
Parecía no tener conciencia de lo que estaba ocurriendo, pero no tenía la postura de una persona inconsciente. Tenía una postura como de estar haciendo algo muy importante y sacándole mucho partido.
De su boca salía una especie de risita sibilante que no le cambiaba la expresión ni le movía los labios. Parecía que no me veía.
Llevaba puesto un par de pendientes largos de jade, y aparte de eso estaba completamente desnuda.
Desvié la mirada de ella y miré al otro extremo de la habitación.
Steiner estaba tendido de espaldas en el suelo, más allá del borde de la alfombra rosa y delante de una cosa que parecía un pequeño tótem. La cosa tenía una boca redonda y abierta, por la que asomaba el objetivo de una cámara. El objetivo parecía apuntar a la chica del sillón de teca.
En el suelo, junto a la mano estirada de Steiner, que sobresalía de una ancha manga de seda, había un flash. El cordón del flash pasaba por detrás de la cosa que parecía un tótem.
Steiner llevaba zapatos chinos con gruesas suelas de fieltro blanco. Las piernas estaban enfundadas en unos pantalones de raso negro, y la parte superior en una chaqueta china bordada. Casi toda la parte delantera era sangre. Su ojo de cristal brillaba intensamente, y era lo más vivo que había en él. Por lo que se veía, ninguno de los tres disparos había fallado.
El flash había sido el relámpago que yo había visto filtrarse fuera de la casa, y el gritito mezclado con risa tonta había sido la reacción de la chica drogada y desnuda. Los tres disparos habían sido idea de algún otro para acentuar debidamente los acontecimientos. Seguramente, idea del chico que había bajado con tanta prisa los escalones de atrás.
Me pareció que había algo de lógica en su punto de vista. En aquel momento se me ocurrió que sería buena idea cerrar la puerta delantera y asegurarla con la cadenita. La cerradura había quedado inutilizada por mi violenta entrada.
En un extremo del escritorio, sobre una bandeja de laca roja, había un par de copas finas y moradas. También un frasco barrigudo de algo marrón. Las copas olían a éter y láudano, una mezcla que yo no había probado nunca, pero que parecía encajar bastante bien con la escena.
Encontré la ropa de la chica en un diván que había en el rincón, recogí un vestido marrón de manga larga para empezar y me acerqué a ella. También ella olía a éter, a más de un metro de distancia.
La risita sibilante continuaba, y por la barbilla le resbalaba un poco de espuma. La abofeteé, no muy fuerte. No quería sacarla del trance en el que estaba, fuera el que fuese, para que le diera un ataque y se pusiera a chillar.
—Vamos —dije en tono alegre—. Sea buena y vístase.
—Ve-vete al infi-fierno —dijo, sin ninguna emoción apreciable.
La abofeteé un poco más. Las bofetadas le daban lo mismo, así que me puse a la faena de ponerle el vestido.
También el vestido le daba igual. Dejó que yo le levantara los brazos, pero extendió del todo los dedos, como si aquello fuera una monería. Me obligó a hacer un montón de maniobras con las mangas. Por fin conseguí colocarle el vestido. Recogí sus medias y sus zapatos y después la puse en pie.
—Vamos a dar un paseo —dije—. Vamos a dar un bonito paseo.
Paseamos. En algunos momentos sus pendientes me golpeaban el pecho, y en otros momentos parecíamos una pareja de bailarines de adagio abriéndose de piernas. Caminamos hasta el cadáver de Steiner y volvimos. Ella no hizo ni caso de Steiner y su reluciente ojo de cristal.
Le pareció divertidísimo no poder andar y trató de decírmelo, pero no consiguió más que balbucear. Le apoyé el brazo en el diván mientras yo hacía una pelota con su ropa interior y me la metía en un profundo bolsillo de mi gabardina, guardándome su bolso de mano en el otro profundo bolsillo. Me acerqué al escritorio de Steiner y encontré un pequeño cuaderno azul escrito en clave que me pareció interesante. También me lo guardé.
Después intenté abrir la parte posterior de la cámara que había en el tótem para sacar la placa, pero no encontré el cierre a la primera. Me estaba poniendo nervioso, y pensé que si volvía más tarde a buscarla y me topaba con la policía, podría inventarme una excusa mejor que cualquier explicación que pudiera dar si me pillaban allí en aquel momento.
Volví con la chica y le puse su impermeable, eché un vistazo por si quedaban por allí más cosas suyas, limpié un montón de huellas dactilares mías que probablemente no había dejado y al menos algunas de las que la señorita Dravec tenía que haber dejado. Abrí la puerta y apagué las dos lámparas.
La rodeé otra vez con mi brazo izquierdo, salimos a trompicones a la lluvia y entramos atropelladamente en su Packard. No me hacía mucha gracia dejar allí mi tartana, pero no quedaba más remedio. Su coche tenía las llaves puestas. Nos pusimos en marcha colina abajo.
Durante el camino a Lucerne Avenue no ocurrió nada, aparte de que Carmen dejó de balbucear y soltar risitas y se puso a roncar. No pude apartarle la cabeza de mi hombro. Era la única manera de que no la pusiera en mi regazo. Tuve que conducir despacio y el camino era largo, todo derecho hasta el límite oeste de la ciudad.
La residencia de Dravec era una casa de ladrillo, grande y anticuada, en un terreno extenso con una tapia alrededor. Un sendero de cemento gris pasaba por unos portones de hierro y subía una cuesta entre jardines y macizos de flores, hasta una gran puerta principal con estrechos paneles de cristal emplomado a cada lado. Detrás de los paneles había una luz tenue, como si no hubiera prácticamente nadie en casa.
Empujé la cabeza de Carmen contra un rincón, desparramé sus pertenencias sobre el asiento y salí del coche.
Una doncella abrió la puerta. Dijo que el señor Dravec no estaba y que no sabía dónde se encontraba. En el centro, seguramente. Tenía un rostro amable, alargado y amarillento, la nariz también larga, nada de barbilla y ojos grandes y húmedos. Parecía un bonito caballo viejo, jubilado en los prados tras muchos años de servicio, y daba la impresión de que se ocuparía bien de Carmen.
Señalé el Packard y gruñí:
—Será mejor que la meta en la cama. Tiene suerte de que no la encerremos en una celda. Mira que ir conduciendo, con la tajada que lleva.
La mujer sonrió con tristeza y yo me marché.
Tuve que andar cinco manzanas bajo la lluvia antes de que me dejaran entrar en el vestíbulo de una estrecha casa de apartamentos para llamar por teléfono. Y después dejar pasar otros veinticinco minutos a que llegara un taxi. Mientras esperaba, empecé a preocuparme por lo que había dejado sin hacer.
Todavía tenía que sacar la placa impresionada de la cámara de Steiner.
4
Despedí el taxi en Pepper Drive, delante de una casa en la que había bastante gente, y subí andando la cuesta en curva de La Verne Terrace hasta la casa de Steiner, detrás de sus matorrales.
Nada parecía haber cambiado. Entré por la abertura del seto, abrí la puerta con un suave empujón y olí humo de cigarrillo.
Aquel olor no estaba allí antes. Había habido una complicada combinación de olores, incluyendo el picante vestigio de pólvora sin humo, pero el humo de cigarrillo no había destacado en la mezcla.
Cerré la puerta, hinqué una rodilla en tierra y escuché conteniendo la respiración. No oí nada más que el sonido de la lluvia en el tejado. Probé a proyectar el rayo de mi linterna-lápiz a lo largo del suelo. Nadie me disparó.
Me incorporé, encontré el interruptor colgante de una de las lámparas y encendí la luz en la habitación.
Lo primero que noté fue que en la pared faltaba un par de tapices. No los había contado, pero los espacios en los que habían colgado me llamaron la atención.
Después vi que el cadáver de Steiner ya no estaba delante de la cosa que parecía un tótem con el ojo de una cámara en la boca. En el suelo, más allá del borde de la alfombra roja, alguien había extendido otra sobre el lugar que había ocupado el cuerpo de Steiner. No me hizo falta levantarla para saber por qué la habían puesto allí.
Encendí un cigarrillo y me quedé de pie en medio de la habitación mal iluminada, pensando en ello. Al cabo de un rato me acerqué a la cámara del tótem. Esta vez encontré el cierre. No había portaplacas dentro de la cámara.
Mi mano se dirigió al teléfono de color morado que había sobre el escritorio bajo de Steiner, pero no llegó a cogerlo.
Crucé hasta el pequeño pasillo que había detrás de la sala de estar y husmeé en una alcoba muy recargada, que más parecía el cuarto de una mujer que el de un hombre. La cama tenía una colcha larga adornada con volantes. Levanté el borde y alumbré con la linterna debajo de la cama.
Steiner no estaba debajo de la cama. No estaba en ninguna parte de la casa. Alguien se lo había llevado. Mal podía haberse ido por sí solo.
No había sido la poli, porque en ese caso todavía habría alguien allí. Solo había pasado una hora y media desde que Carmen y yo salimos de la casa. Y ni rastro del barullo que habrían dejado los fotógrafos y tomadores de huellas de la policía.
Volví al cuarto de estar, empujé con el pie el flash metiéndolo detrás del tótem, apagué la lámpara, salí de la casa, me metí en mi empapado coche y le di al carburador para hacerlo volver a la vida.
Me parecía de perlas que alguien quisiera mantener en secreto el asesinato de Steiner durante algún tiempo. Eso me daba la oportunidad de ver si podía contarlo dejando fuera el tema de Carmen desnuda y la foto.
Eran más de las diez cuando volví al Berglund, aparqué mi carromato y subí a mi apartamento. Me metí bajo la ducha y después me puse un pijama y me preparé un pelotazo de ponche caliente. Miré el teléfono un par de veces, pensando en llamar para ver si Dravec había vuelto ya a casa, aunque podría ser buena idea dejarle en paz hasta el día siguiente.
Llené una pipa y me senté con mi ponche caliente y el cuaderno azul de Steiner. Estaba en clave, pero la disposición de las entradas y las sangrías de las hojas dejaban claro que era una lista de nombres y direcciones. Había más de cuatrocientas cincuenta. Si aquella era la lista de pardillos de Steiner, el tío tenía una mina de oro… y eso dejando aparte la cuestión del chantaje.
Cualquiera de los nombres de la lista tenía posibilidades de ser el asesino. No envidiaba el trabajo que iban a tener los polis cuando se la entregara.
Bebí demasiado whisky tratando de descifrar la clave. A eso de la medianoche me fui a la cama y soñé con un hombre con chaqueta china, con toda la parte delantera ensangrentada, que perseguía a una chica desnuda con pendientes largos de jade, mientras yo intentaba fotografiar la escena con una cámara que no tenía placa.
5
Violets M’Gee me llamó por la mañana, antes de que me hubiera vestido pero después de que le hubiera echado un vistazo al periódico sin encontrar nada acerca de Steiner. Su voz tenía el alegre sonido de un hombre que ha dormido bien y no debe demasiado dinero.
—Bueno, ¿qué tal, chico?
Le dije que estaba bien aunque tenía algunos problemas con el libro de lectura de tercer curso. Se rio con aire un poco ausente, y después su voz se volvió demasiado natural.
—Ese tío, Dravec, que mandé a verte… ¿has hecho ya algo por él?
—Llovía demasiado —respondí, como si aquello fuera una respuesta.
—Ajá. Parece ser un tipo al que le ocurren cosas. Un coche de su propiedad está lavándose en las olas frente al muelle de pesca de Lido.
No dije nada. Apreté el teléfono con fuerza.
—Sí —prosiguió M’Gee muy animado—. Un bonito Cadillac nuevo, que se ha puesto perdido de arena y agua de mar. Ah, se me olvidaba. Hay un hombre dentro.
Dejé salir mi aliento despacio, muy despacio.
—¿Dravec? —susurré.
—No, un chico joven. Aún no se lo he dicho a Dravec. Está debajo de la marquesina. ¿Quieres bajar a verlo conmigo?
Le dije que me gustaría.
—Date prisa. Estaré en mi guarida —dijo M’Gee, y colgó.
Afeitado, vestido y casi sin desayunar, llegué al Edificio del Condado en media hora, más o menos. Encontré a M’Gee mirando una pared amarilla y sentado ante un pequeño escritorio del mismo color en el que no había nada, aparte del sombrero de M’Gee y uno de los pies de M’Gee. Quitó ambas cosas de encima del escritorio, bajamos al aparcamiento oficial y nos metimos en un pequeño sedán negro.
Había parado de llover durante la noche, y la mañana estaba toda azul y dorada. Flotaba en el aire energía suficiente para que la vida te pareciera simple y agradable, si no tenías demasiadas cosas en la cabeza. Yo las tenía.
Había cuarenta y ocho kilómetros hasta Lido, los dieciséis primeros a través del tráfico urbano. M’Gee los hizo en tres cuartos de hora. Al cabo de ese tiempo frenamos derrapando delante de un arco de estuco, detrás del cual se extendía un largo muelle negro. Levanté los pies del suelo del coche y nos apeamos.
Nos encontramos con unos cuantos coches y bastante gente delante del arco. Un motorista de la policía impedía que la gente se acercara al muelle. M’Gee le enseñó una estrella de bronce y echamos a andar en medio de un olor intenso que ni siquiera dos días de lluvia habían conseguido quitar.
—Ahí está, en el remolcador —dijo M’Gee.
Un remolcador bajo y negro aguardaba agazapado al final del muelle. En su cubierta, delante de la cabina del timón, había algo grande, verde y niquelado. Varios hombres estaban de pie a su alrededor.
Bajamos por unos escalones resbaladizos a la cubierta del remolcador.
M’Gee saludó a un agente de uniforme caqui y a otro hombre vestido de paisano. Los tres tripulantes del remolcador se retiraron hacia la cabina del timón y apoyaron en ella la espalda, sin dejar de observarnos.
Miramos el coche. El parachoques delantero estaba abollado, al igual que un faro y la cubierta del radiador. La pintura y el niquelado estaban rayados por la arena, y la tapicería estaba empapada y negra. Aparte de eso, el coche no estaba nada mal. Era un cacharro grande, en dos tonos de verde, con una franja de color vino y rebordes del mismo color.
M’Gee y yo miramos adentro, en la parte de delante. Un chico delgado, de cabello oscuro, que había sido atractivo, estaba enroscado alrededor de la barra del volante, con la cabeza en un ángulo raro con el resto del cuerpo. Tenía la cara de un blanco azulado. En los ojos subsistía un leve brillo apagado bajo los párpados caídos. Tenía arena en la boca abierta. Había manchas de sangre en un costado de la cabeza, que el agua del mar no había limpiado del todo.
M’Gee retrocedió despacio, hizo un ruido con la garganta y empezó a mascar un par de caramelos contra el mal aliento con aroma de violetas, que era a lo que debía su apodo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó tranquilamente.
El agente de uniforme señaló el extremo del muelle. La sucia barandilla blanca, hecha de listones de cinco por diez, estaba rota y dejaba un amplio espacio, y la madera partida se veía amarilla y brillante.
—Cayó por ahí. Debió de embestir con bastante fuerza. Por aquí dejó de llover pronto, a eso de las nueve, y la madera rota está seca por dentro. Eso quiere decir que pasó después de que dejara de llover. Eso es todo lo que sabemos, aparte de que cayó cuando había agua suficiente para no aplastarse más: por lo menos a mitad de la marea, diría yo. O sea, justo después de que parara de llover. Apareció bajo el agua cuando los chicos vinieron a pescar esta mañana. Utilizamos el remolcador para sacarlo. Entonces encontramos al muerto.
El otro poli rascó la cubierta con la punta del zapato. M’Gee me miró de reojo con sus ojillos de zorro. Yo me quedé inexpresivo y no dije nada.
—El chico estaría borracho —dijo M’Gee suavemente—. Exhibiéndose bajo la lluvia. Seguro que le encantaba conducir. Sí, borracho como una cuba.
—De borracho, nada —dijo el policía de paisano—. El acelerador de mano estaba a medio bajar, y al tío le han dado un cachiporrazo en la sien. Si quiere mi opinión, yo diría que es asesinato.
M’Gee lo miró educadamente, y después al hombre de uniforme.
—¿Y usted qué cree?
—Para mí que es un suicidio. Tiene el cuello roto y podría haberse dado en la cabeza al caer. Y la mano podría haber bajado sin querer el acelerador. Aunque también me inclino por el asesinato.
M’Gee asintió y dijo:
—¿Lo han registrado? ¿Saben quién es?
Los dos agentes me miraron primero a mí y después a la tripulación del remolcador.
—Vale. Pasemos por alto esa parte —dijo M’Gee—. Yo ya sé quién es.
Un hombre bajito con gafas, cara de cansancio y un maletín negro vino despacio por el muelle y bajó los resbaladizos escalones. Localizó un sitio de la cubierta que estaba bastante limpio y dejó en él su maletín. Se quitó el sombrero, se frotó la nuca y sonrió con aire de fatiga.
—Buenos días, doctor. Ahí tiene a su paciente —le dijo M’Gee—. Se zambulló desde el muelle anoche. Eso es lo único que sabemos de momento.
El forense estudió detenidamente al difunto. Le pasó los dedos por la cabeza, la movió un poquito, palpó las costillas. Levantó una mano inerte y le miró las uñas. La dejó caer, retrocedió y recogió de nuevo su maletín.
—Hace unas doce horas —dijo—. Fractura de cuello, desde luego. No creo que haya tragado agua. Será mejor sacarlo de ahí antes de que empiece a ponerse rígido. Les diré el resto cuando lo tenga en una mesa.
Saludó con la cabeza, volvió a subir los escalones y se marchó por el muelle. Una ambulancia se estaba colocando marcha atrás junto al arco de estuco, en la cabecera del muelle.
Los dos agentes gruñeron, tiraron para sacar al muerto del coche y lo dejaron tendido en la cubierta, en el lado del coche que no daba a la playa.
—Vámonos —me dijo M’Gee—. Aquí termina esta parte del espectáculo.
Nos despedimos, y M’Gee les dijo a los agentes que mantuvieran la boca cerrada hasta que tuvieran noticias suyas. Volvimos a recorrer el muelle, nos metimos en el pequeño sedán negro y regresamos a la ciudad por una carretera blanca que la lluvia había dejado limpia, pasando por ondulantes colinas bajas de arena blanca-amarillenta, con terraplenes cubiertos de musgo. Unas cuantas gaviotas revoloteaban y se lanzaban en picado sobre algo que había en el agua. Mar adentro, en el horizonte, un par de yates blancos parecían suspendidos en el cielo.
Dejamos atrás unos cuantos kilómetros sin decirnos nada. Por fin, M’Gee me hizo un gesto con la barbilla y dijo:
—¿Se te ocurre algo?
—No me atosigues —dije yo—. No había visto nunca a ese tío. ¿Quién es?
—Maldita sea, yo creía que me lo ibas a decir tú.
—No me atosigues, Violets.
Gruñó, se encogió de hombros y nos medio salimos de la carretera, entrando en la arena suelta.
—Era el chófer de Dravec. Un chico llamado Carl Owen. ¿Que cómo lo sé? Lo tuvimos en chirona hace un año por violar la ley Mann. Se llevó a la calentorra de la hija de Dravec a Yuma. Dravec fue a por ellos, los trajo de vuelta e hizo meter al chico en la pecera. Entonces la chica se le echó encima, y a la mañana siguiente el viejo vino corriendo a suplicar que lo soltáramos. Dijo que el chico tenía la intención de casarse con ella, solo que ella no quiso. Y qué demonios, lo puso de nuevo a trabajar para él, y ahí seguía desde entonces. ¿Qué te parece eso?
—Parece muy típico de Dravec —dije.
—Sí… pero puede que el chaval reincidiera.
M’Gee tenía el pelo plateado, la barbilla nudosa y una boquita de labios salientes que parecía hecha para besar bebés. Le miré la cara de soslayo y de pronto capté su idea. Me eché a reír.
—¿Crees que Dravec pudo matarlo? —pregunté.
—¿Por qué no? El chaval le vuelve a tirar los tejos a la chica y Dravec le sacude demasiado fuerte. Es un tiarrón y podría partirle el cuello a uno sin dificultad. Entonces se asusta. Lleva el coche a Lido bajo la lluvia y deja que se deslice por el extremo del muelle. Piensa que no se notará. A lo mejor no piensa nada de nada. Solo está hecho un lío.
—No puede ser más fácil —dije—. Y ya, lo único que tenía que hacer era volver a casa andando cuarenta y cinco kilómetros bajo la lluvia.
—Eso, búrlate de mí.
—Lo mató Dravec, qué duda cabe —dije—. Pero fue jugando a saltar el potro. Dravec se le cayó encima.
—De acuerdo, amigo. Algún día querrás tú jugar con mi ratoncito.
—Escucha, Violets —dije, ya en serio—. Si el chico fue asesinado, y todavía no estás seguro de que así sea, el crimen no es del estilo de Dravec. Podría matar a un hombre en un ataque de furia, pero lo dejaría ahí tirado. No montaría todo ese tinglado.
Caminamos de un lado a otro de la carretera mientras M’Gee se lo pensaba.
—Vaya un amigo —se lamentó—. Se me ocurre una teoría estupenda y mira lo que has hecho con ella. Ojalá no te hubiera traído. Vete al infierno. De todos modos, voy a ir a por Dravec.
—Claro —coincidí—. Tendrás que hacerlo. Pero Dravec no mató a ese chico. En el fondo es demasiado blando para tratar de encubrirlo.
Era mediodía cuando llegamos a la ciudad. Yo no había cenado nada más que whisky la noche anterior, y había desayunado muy poco por la mañana. Me bajé en el bulevar y dejé que M’Gee fuera solo a ver a Dravec.
Me interesaba lo que le había ocurrido a Carl Owen; pero no me parecía nada interesante la idea de que Dravec pudiera haberlo matado.
Comí en la barra de un bar y miré por encima un periódico de la tarde. No esperaba encontrar nada sobre Steiner, y no lo encontré.
Después de comer, anduve seis manzanas por el bulevar para echar un vistazo a la tienda de Steiner.
6
Era un local dividido en dos; la otra mitad estaba ocupada por una joyería de venta a plazos. El joyero estaba de pie a la entrada: un judío corpulento, de pelo blanco y ojos negros, que llevaba en la mano unos nueve quilates de diamante. Una leve sonrisa de enterado curvó sus labios cuando pasé a su lado para entrar en la tienda de Steiner.
Una gruesa alfombra azul cubría el suelo del establecimiento de pared a pared. Había butacas de cuero azul, con ceniceros de pie a los lados. Colocadas sobre unas mesas estrechas había unas cuantas colecciones de libros encuadernados en piel. El resto de la mercancía estaba en vitrinas de cristal. Un tabique de madera con una sola puerta separaba la tienda de la trastienda, y en el rincón junto a la puerta había una mujer sentada detrás de un pequeño escritorio con un flexo encima.
Se levantó y vino hacia mí, balanceando unos muslos prietos dentro de un vestido ajustado, hecho de algún tejido negro que no reflejaba nada de luz. Era rubia ceniza, con ojos verdosos bajo unas pestañas muy recargadas. Grandes pendientes de azabache en los lóbulos de las orejas. Detrás de ellas, el pelo ondeaba con fluidez. Llevaba las uñas plateadas.
Me dedicó lo que para ella sería una sonrisa de bienvenida, pero que a mí me pareció una mueca nerviosa.
—¿Desea algo?
Me eché el sombrero sobre los ojos y titubeé.
—¿Está Steiner? —dije.
—Hoy no va a venir. ¿Puedo enseñarle…?
—Vengo a vender —dije—. Es algo que él quería desde hace mucho tiempo.
Las uñas plateadas tocaron el pelo por encima de una oreja.
—Ah, un vendedor… Bueno, pues venga mañana.
—¿Está enfermo? Podría ir a su casa —sugerí esperanzado—. Va a querer ver lo que tengo.
Aquello la sobresaltó. Tuvo que esforzarse un instante para recuperar el aliento. Pero su voz, cuando salió, era bastante tranquila.
—Eso no… no serviría de nada. Ha salido de la ciudad.
Asentí, me mostré adecuadamente decepcionado, me toqué el sombrero y estaba empezando a dar media vuelta cuando el chico con granos de la noche anterior asomó la cabeza por la puerta del tabique. La volvió a meter en cuanto me vio, pero me dio tiempo a distinguir detrás de él, en el suelo de la trastienda, unas cuantas cajas de libros amontonadas.
Las cajas eran pequeñas y estaban abiertas y llenas de cualquier manera. Un hombre con un mono nuevecito andaba alborotando con ellas. Estaban trasladando parte de la mercancía de Steiner.
Salí del local, caminé hasta la esquina y me metí por el callejón. Detrás de la tienda de Steiner había una camioneta negra con laterales de tela metálica. No tenía ningún rótulo. A través de la tela metálica se veían cajas y, mientras yo miraba, el hombre del mono salió con otra y la cargó.
Volví al bulevar. A media manzana, un muchacho con cara de pillo leía una revista en un taxi Green Top aparcado. Le enseñé algo de dinero y dije:
—¿Qué tal se te da seguir a otro coche?
Me miró de arriba abajo, abrió la puerta del coche y encajó la revista detrás del espejo retrovisor.
—Es mi especialidad, jefe —dijo alegremente.
Nos metimos hasta un extremo del callejón y aguardamos junto a una boca de incendios.
Había aproximadamente una docena de cajas en la camioneta cuando el hombre del mono nuevecito subió a la parte delantera y puso en marcha el motor. Salió disparado callejón abajo y torció a la izquierda en la calle del fondo. Mi conductor hizo lo mismo. La camioneta fue hacia el norte hasta llegar a Garfield, y allí torció al este. Iba muy deprisa y en Garfield había mucho tráfico. El taxista la seguía desde demasiado lejos.
Se lo estaba diciendo cuando la camioneta volvió a torcer al norte, saliéndose de Garfield. La calle por la que dobló se llamaba Brittany. Cuando llegamos a Brittany, había desaparecido, ni rastro de ella.
El chico con cara de pillo que me conducía hizo sonidos consoladores a través de la mampara de cristal del taxi, y subimos por Brittany a cinco por hora buscando la camioneta detrás de las matas. Yo me negaba a dejarme consolar.
Dos manzanas más arriba, Brittany tiraba un poco al este y confluía con la siguiente calle, Randall Place, en una lengua de tierra en la que había un edificio blanco de apartamentos cuya fachada principal daba a Randall Place y cuya entrada al garaje del sótano daba a Brittany, una planta más abajo. Estábamos pasando por allí y mi conductor me decía que la camioneta no podía estar muy lejos, cuando la vi en el garaje.
Dimos la vuelta a la manzana hasta la puerta principal del edificio de apartamentos y yo me bajé y entré en el vestíbulo.
No había centralita telefónica. Había un escritorio que habían empujado contra la pared, como si ya no se usara. Encima del escritorio había nombres en una serie de buzones dorados.
El nombre correspondiente al apartamento 405 era Joseph Marty. Joe Marty se llamaba el hombre que había estado tonteando con Carmen Dravec hasta que su papá le dio cinco mil dólares para que se largara a tontear con alguna otra chica. Podía tratarse del mismo Joe Marty.
Bajé unas escaleras y empujé una puerta con un panel de vidrio alambrado que daba a la penumbra de un garaje. El hombre del mono nuevecito estaba cargando cajas en el ascensor automático.
Me situé cerca de él, encendí un cigarrillo y me quedé mirándole. No le hizo mucha gracia, pero no dijo nada. Al cabo de un rato dije:
—Cuidado con el peso, compañero. Solo aguanta media tonelada. ¿Adónde va eso?
—A Marty, en el 405 —dijo él, y al instante pareció arrepentido de haberlo dicho.
—Bien —le dije—. Parece un buen montón de lectura.
Volví a subir la escalera, salí del edificio y me metí de nuevo en el Green Top.
Volvimos al centro, al edificio donde tengo la oficina. Le di al taxista demasiado dinero, y él me dio una tarjeta sucia que yo tiré a la escupidera de latón que había junto a los ascensores.
Dravec estaba apoyado en la pared de la puerta de mi oficina.
7
Después de la lluvia, el día era cálido y luminoso, pero él seguía llevando puesta la gabardina de ante con cinturón. La tenía abierta por delante, igual que la chaqueta y el chaleco de debajo. Llevaba la corbata por encima del hombro. La cara parecía una máscara de masilla gris con un rastrojo negro en la parte inferior.
Tenía un aspecto lamentable.
Abrí la puerta, le palmeé la espalda, le di un empujoncito para que pasara y lo instalé en un sillón. Respiraba ruidosamente, pero no dijo nada. Saqué del escritorio una botella de whisky de centeno y escancié un par de copas. Se bebió las dos sin decir palabra. Después se desplomó en el sillón, parpadeó, gimió y sacó de un bolsillo interior un sobre blanco cuadrado. Lo puso sobre el escritorio y dejó encima su mano grande y peluda.
—Siento lo de Carl —dije—. He estado con M’Gee esta mañana.
Me dirigió una mirada vacía. Al cabo de un rato dijo:
—Sí. Carl era un buen chico. No le he hablado mucho de él.
Aguardé, mirando el sobre que tenía bajo la mano. Él también lo miró.
—Tengo que dejar que lo vea —murmuró.
Lo empujó lentamente sobre el escritorio y levantó la mano como si con aquel movimiento estuviera renunciando a casi todo lo que hace que la vida merezca la pena. Dos lágrimas afloraron en sus ojos y se deslizaron por sus mejillas sin afeitar.
Cogí el sobre cuadrado y lo miré. Iba dirigido a él, a su casa, con pulcras letras de imprenta escritas a pluma, y llevaba un sello de «ENTREGA ESPECIAL». Lo abrí y miré la reluciente fotografía que había dentro.
Carmen Dravec sentada en el sillón de teca de Steiner, ataviada con sus pendientes de jade. Sus ojos parecían más enloquecidos, si eso era posible, que como yo los había visto. Miré el dorso de la foto, vi que estaba en blanco y la dejé boca abajo en mi escritorio.
—Cuéntemelo —dije con cuidado.
Dravec se limpió las lágrimas de la cara con una manga, apoyó las manos en el escritorio y se miró las uñas sucias. Los dedos temblaban sobre el tablero.
—Un hombre me llamó —dijo con voz muerta—. Diez mil por la placa y las copias. Hay que cerrar el trato esta noche, o le pasarán la foto a algún periódico sensacionalista.
—Eso es un farol —dije—. Un periódico sensacionalista no podría utilizar la foto, excepto para respaldar una historia. ¿Cuál es la historia?
Levantó los ojos lentamente, como si pesaran mucho.
—Eso no es todo. El tipo dice que hay un lío gordo. Que más vale que me dé prisa, o veré a mi hija en el calabozo.
—¿Cuál es la historia? —volví a preguntar, mientras llenaba mi pipa—. ¿Qué dice Carmen?
Meneó su enorme e hirsuta cabeza.
—No le he preguntado. No he tenido valor. Pobre niña. Sin nada de ropa… No, no he tenido valor… Usted aún no ha hecho nada con Steiner, supongo.
—No ha hecho falta —dije—. Alguien se me adelantó.
Se me quedó mirando con la boca abierta, sin comprender. Era evidente que no sabía nada de lo ocurrido la noche anterior.
—¿Salió Carmen anoche? —pregunté con precaución.
Seguía mirándome con la boca abierta, buscando a tientas en su mente.
—No. Está enferma. Estaba enferma en la cama cuando yo llegué a casa. No salió para nada… ¿Qué ha querido decir… con lo de Steiner?
Eché mano a la botella de whisky y serví una copa para cada uno. Después encendí la pipa.
—Steiner ha muerto —dije—. Alguien se hartó de sus trucos y lo llenó de agujeros. Anoche, cuando llovía.
—Caray —dijo admirado—. ¿Estaba usted allí?
Negué con la cabeza.
—Yo no. Carmen sí que estaba. Ese es el lío al que se refería su hombre. No fue ella la que disparó, eso desde luego.
El rostro de Dravec se puso rojo y furioso. Cerró los puños. Su respiración sonaba ronca y había una visible palpitación en los lados del cuello.
—¡Eso no es verdad! Está enferma. No salió para nada. ¡Estaba en cama enferma cuando yo llegué!
—Eso ya me lo ha dicho —dije yo—. Pero eso no es verdad. Yo llevé a Carmen a su casa. La doncella lo sabe, pero está procurando ser leal. Carmen estaba en casa de Steiner y yo estaba vigilando fuera. Hubo disparos y alguien salió huyendo. Yo no lo vi. Carmen estaba demasiado borracha para verlo. Por eso está enferma.
Sus ojos intentaron enfocar mi cara, pero estaban erráticos y vacíos, como si detrás de ellos se hubiera apagado la luz. Se agarró a los brazos del sillón. Sus grandes nudillos se tensaron y se pusieron blancos.
—Ella no me lo dijo —susurró—. No me dijo nada. A mí, que haría cualquier cosa por ella.
No había emoción en su voz; solo el mortal agotamiento de la desesperación.
Empujó el sillón un poco hacia atrás.
—Iré a por la pasta —dijo—. Los diez mil. Puede que el tío no hable.
Y entonces se derrumbó. Su enorme y tosca cabeza cayó sobre el escritorio y los sollozos estremecieron todo su cuerpo. Me puse en pie, pasé al otro lado del escritorio y le palmeé la espalda, y seguí dándole palmaditas sin decir nada. Al cabo de un rato levantó el rosto cubierto de lágrimas y me agarró la mano.
—Caray, es usted un buen tío —sollozó.
—No sabe usted ni la mitad.
Liberé mi mano de un tirón, cogí una copa, se la puse en la zarpa, le ayudé a levantarla y a beberla. Después le quité de la mano la copa vacía y la dejé sobre el escritorio. Volví a sentarme.
—Tiene usted que recomponerse —le dije muy serio—. La policía aún no sabe lo de Steiner. Yo llevé a Carmen a casa y he mantenido la boca cerrada. Quería darles una oportunidad a usted y a Carmen. Eso me pone en una situación difícil. Usted tiene que cumplir su parte.
Asintió despacio, con pesadez.
—Sí, haré lo que usted diga. Lo que usted diga.
—Consiga el dinero —dije—. Téngalo preparado para cuando llamen. Se me ocurre una idea y es posible que no tenga que utilizarlo. Pero no es momento de hacerse el listo. Consiga el dinero, quédese quieto y mantenga la boca cerrada. El resto déjemelo a mí. ¿Puede hacer eso?
—Sí —dijo—. Caray, es usted un buen tío.
—No hable con Carmen —le dije—. Cuanto menos recuerde al pasársele la borrachera, mejor. Esta foto… —Toqué el dorso de la foto sobre el escritorio— demuestra que alguien estaba trabajando con Steiner. Tenemos que atraparlo, y deprisa… aunque le cueste diez mil dólares.
Se puso en pie despacio.
—Eso no importa. No es más que dinero. Voy a por él. Después iré a casa. Hágalo usted a su manera. Yo haré lo que me diga.
Me agarró otra vez la mano, me la estrechó y salió pausadamente de la oficina. Oí sus pesados pasos arrastrándose por el pasillo.
Me bebí un par de copas a toda prisa y me lavé la cara.
8
Conduje mi Chrysler despacio por la subida de La Verne Terrace, hacia la casa de Steiner.
A la luz del día, pude ver la empinada cuesta de la colina y el tramo de escalones de madera por donde había escapado el asesino. La calle de abajo era casi tan estrecha como un callejón. Dos casas pequeñas daban a ella, no muy cerca de la de Steiner. Con el ruido que hacía la lluvia al caer, era muy dudoso que alguno de sus ocupantes hubiera oído los disparos.
La casa de Steiner tenía un aspecto apacible bajo el sol de la tarde. Las ripias sin pintar del tejado todavía estaban húmedas a causa de la lluvia. Los árboles del otro lado de la calle tenían hojas nuevas. No había coches aparcados.
Algo se movió detrás de la cuadrada espesura del seto de boj que tapaba la puerta principal de Steiner.
Carmen Dravec, con una chaqueta a cuadros verdes y blancos y sin sombrero, salió por la abertura, se detuvo bruscamente y me miró con ojos enloquecidos, como si no hubiera oído el coche. Volvió a meterse rápidamente detrás del seto. Yo seguí conduciendo y aparqué delante de la casa vacía.
Salí y me dirigí allí andando. A la luz del sol me pareció un acto expuesto y peligroso.
Pasé a través del seto y encontré a la chica, muy tiesa y callada, apoyada en la puerta medio abierta de la casa. Se llevó lentamente una mano a la boca, y sus dientes mordisquearon un pulgar de aspecto raro, que parecía un dedo de más. Bajo sus ojos asustados había intensas sombras de color morado oscuro.
Sin decir nada, la empujé hacia atrás para que entrara en la casa y cerré la puerta. Una vez dentro, nos quedamos mirándonos el uno al otro. Ella bajó la mano despacio e intentó sonreír. Después, toda expresión desapareció de su rostro pálido, que parecía tan inteligente como el fondo de una caja de zapatos.
Infundí amabilidad en mi voz y dije:
—Tranquilícese. Está con un amigo. Siéntese en ese sillón, junto al escritorio. Soy amigo de su padre. No tenga miedo.
Fue a sentarse en el cojín amarillo del sillón negro, ante el escritorio de Steiner.
A la luz del día, el sitio parecía decadente y descolorido. Todavía apestaba a éter.
Carmen se lamió las comisuras de la boca con la punta de una lengua blanquecina. Ahora sus ojos oscuros parecían más estúpidos y aturdidos que asustados. Le di vueltas a un cigarrillo entre los dedos y aparté unos cuantos libros para sentarme en el borde del escritorio. Lo encendí, di un par de caladas y después pregunté:
—¿Qué está haciendo aquí?
Pellizcó la tela de su chaqueta y no respondió. Lo intenté de nuevo.
—¿Cuánto recuerda de lo de anoche?
A eso sí que respondió.
—¿Recordar qué? Anoche estuve enferma… en casa.
Su voz era un sonido cauteloso y ronco que apenas si llegaba a mis oídos.
—Antes de eso —dije—. Antes de que yo la llevara a casa. Aquí.
Un lento rubor fue subiendo desde su cuello, y los ojos se le agrandaron.
—¿Fue… fue usted? —jadeó, y empezó otra vez a morderse su curioso pulgar.
—Sí, fui yo. ¿Cuánto sigue recordando?
—¿Es usted de la policía? —dijo.
—No. Ya le he dicho que soy amigo de su padre.
—¿No es de la policía?
—No.
Por fin lo asimiló. Dejó escapar un largo suspiro.
—¿Qué… qué quiere?
—¿Quién lo mató?
Sus hombros se estremecieron dentro de la chaqueta a cuadros, pero no hubo grandes cambios en su cara. Los ojos se fueron volviendo evasivos poco a poco.
—¿Quién… quién más lo sabe?
—¿Lo de Steiner? No lo sé. La policía no, porque habría alguien aquí. Tal vez Marty.
Fue solo un palo de ciego, pero le arrancó un grito brusco y agudo.
—¡Marty!
Los dos nos quedamos callados un momento. Yo chupaba mi cigarrillo y ella se mordía el pulgar.
—No se pase de lista —dije—. ¿Lo mató Marty?
Su barbilla bajó un par de centímetros.
—Sí.
—¿Por qué lo hizo?
—No… no lo sé. —Estaba como atontada.
—¿Le ha visto mucho últimamente?
Apretó las manos.
—Solo una o dos veces.
—¿Sabe dónde vive?
—¡Sí! —Más que decírmelo, me lo escupió.
—¿Qué pasa? Creía que le gustaba Marty.
—¡Le odio! —dijo casi gritando.
—Entonces, le gustaría que le dieran lo suyo. —Aquello no lo captó. Tuve que explicárselo—. Quiero decir: ¿está dispuesta a decirle a la policía que fue Marty?
Un pánico repentino llameó en sus ojos.
—Si yo me encargo primero del tema de la foto desnuda —dije para tranquilizarla.
Soltó una risita tonta. Aquello me produjo una sensación desagradable. Si hubiera chillado, o se hubiera puesto blanca, o incluso si se hubiera desmayado, habría sido bastante natural. Pero no hizo más que soltar risitas.
Empecé a detestar su mera visión. Me ponía malo solo con mirarla.
Siguió con sus risitas, que correteaban por la habitación como ratas. Poco a poco se fueron volviendo histéricas. Me bajé del escritorio, di un paso hacia ella y la abofeteé.
—Igual que anoche —dije.
Las risitas pararon de golpe y comenzó otra vez a succionarse el pulgar. Por lo visto, mis bofetadas seguían sin importarle. Me senté otra vez en el extremo del escritorio.
—Ha venido aquí a buscar la placa… la de la foto con el traje de recién nacida —dije.
Su barbilla subió y bajó de nuevo.
—Demasiado tarde. Ya la busqué yo anoche, y no estaba. Probablemente la tendrá Marty. ¿No me engaña al decirme eso de Marty?
Negó vigorosamente con la cabeza. Se levantó despacio del sillón. Tenía los ojos medio cerrados, negros como endrinas y tan poco profundos como una concha de ostra.
—Tengo que irme —dijo, como si nos hubiéramos estado tomando una taza de té.
Fue hasta la puerta y estaba extendiendo el brazo para abrirla cuando llegó un coche por la cuesta y se detuvo delante de la casa. Alguien salió del vehículo.
Ella se volvió y me miró aterrorizada.
La puerta se abrió con naturalidad y un hombre nos miró desde ella.
9
Era un hombre con cara de cuchillo, traje marrón y sombrero negro de fieltro. El puño de su manga izquierda estaba doblado y sujeto a la chaqueta con un gran imperdible negro.
Se quitó el sombrero, cerró la puerta empujándola con el hombro, miró a Carmen con una sonrisa agradable. Tenía el pelo negro, cortado al rape, y el cráneo huesudo. La ropa le sentaba muy bien. No parecía violento.
—Soy Guy Slade —dijo—. Perdonen que haya entrado sin llamar. El timbre no funciona. ¿Está Steiner?
No había tocado el timbre. Carmen lo miró con los ojos en blanco, después me miró a mí, y después volvió a mirar a Slade. Se lamió los labios, pero no dijo nada. Hablé yo.
—Steiner no está aquí, señor Slade. No sabemos dónde está.
Asintió y se tocó la larga mandíbula con el ala del sombrero.
—¿Son ustedes amigos suyos?
—Solo hemos venido a por un libro —dije, devolviéndole su sonrisa—. La puerta estaba medio abierta. Llamamos y después entramos. Igual que usted.
—Ya veo —dijo Slade, pensativo—. Está muy claro.
Yo no dije nada. Carmen no dijo nada. Se había quedado absorta mirándole la manga vacía.
—Un libro, ¿eh? —siguió diciendo Slade. Lo dijo de una manera que me reveló bastante. Estaba enterado del chanchullo de Steiner, seguramente.
Me moví hacia la puerta.
—Solo que usted no llamó a la puerta —dije.
Sonrió, ligeramente embarazado.
—Es verdad. Tendría que haber llamado. Lo siento.
—Bueno, ya nos íbamos —dije como si tal cosa, cogiendo a Carmen del brazo.
—¿Algún recado… por si vuelve Steiner? —preguntó Slade con suavidad.
—No queremos molestarle.
—Es una pena —dijo, con demasiada intención.
Solté el brazo de Carmen y di un paso lento separándome de ella. Slade todavía tenía el sombrero en la mano. No se movió. Sus ojos hundidos titilaban agradablemente.
Abrí de nuevo la puerta. Slade habló:
—La chica puede irse. Pero me gustaría charlar un poquito con usted.
Lo miré fijamente, procurando parecer muy inexpresivo.
—Un gracioso, ¿eh? —dijo Slade en tono amable.
Carmen hizo un ruido repentino a mi lado y salió corriendo por la puerta. Un instante después oí sus pasos bajando la cuesta. No había visto su coche, pero supuse que estaría por allí cerca.
—¿Qué demonios…? —empecé a decir.
—Ahórrese eso —interrumpió Slade fríamente—. Aquí pasa algo raro, y voy a averiguar qué es.
Empezó a andar de un lado a otro de la habitación despreocupadamente, demasiado despreocupadamente. Tenía el ceño fruncido y no me prestaba mucha atención. Aquello me dio que pensar. Eché un rápido vistazo por la ventana, pero no vi nada más que la capota de su coche por encima del seto.
Slade encontró el frasco barrigudo y las dos finas copas moradas sobre el escritorio. Olió una de las copas. Una sonrisa de asco arrugó sus finos labios.
—Chulo asqueroso —dijo sin entonación.
Miró los libros que había sobre el escritorio, tocó uno o dos, pasó al otro lado del escritorio y se paró ante la cosa que parecía un tótem. Se la quedó mirando. Después, su mirada bajó al suelo, a la alfombrilla que habían colocado en el sitio donde había estado el cadáver de Steiner. Apartó la alfombra con el pie y se puso tenso de golpe, mirando hacia abajo.
Era una buena actuación… y si no lo era, Slade poseía un olfato que me habría venido muy bien en mi oficio. Todavía no estaba seguro de cuál de las dos cosas era, pero me estaba haciendo pensar mucho.
Se agachó despacio, poniendo una rodilla en el suelo. El escritorio le ocultaba parcialmente de mi vista.
Saqué un revólver de la sobaquera, puse las dos manos a la espalda y me apoyé en la pared.
Hubo una exclamación brusca y cortante, y Slade se puso en pie de un salto. Su brazo se movió como un rayo, y una Luger larga y negra se acopló expertamente a él. No me moví. Slade sostuvo la Luger con sus dedos largos y pálidos, sin apuntarme a mí, sin apuntar a nada en particular.
—Sangre —dijo en voz baja, muy serio, con sus ojos hundidos más negros y duros que antes—. Hay sangre ahí en el suelo, debajo de una alfombra. Mucha sangre.
Le sonreí.
—Ya la había visto —dije—. Es sangre vieja. Sangre seca.
Se deslizó de costado al sillón negro situado detrás del escritorio de Steiner y se acercó el teléfono rastrillándolo con la Luger. Miró ceñudo el teléfono y después me miró ceñudo a mí.
—Creo que habrá que llamar a la poli —dijo.
—Por mí, vale.
Los ojos de Slade eran estrechos y duros como el azabache. No le gustó que yo estuviera de acuerdo con él. Se le había descascarillado la capa de barniz, dejando un tipo duro y bien vestido con una Luger. Y parecía muy capaz de usarla.
—A ver, ¿quién demonios es usted? —gruñó.
—Un sabueso. El nombre no importa. La chica es mi cliente. Steiner la ha estado acosando con un chantaje guarro. Hemos venido a hablar con él. Pero no está.
—Y entraron como si tal cosa, ¿eh?
—Exacto. ¿Qué pasa? ¿Cree que hemos matado a Steiner, señor Slade?
Sonrió un poquito, muy levemente, pero no dijo nada.
—¿O cree que Steiner ha matado a alguien y ha huido? —sugerí.
—Steiner no ha matado a nadie —dijo Slade—. Steiner tenía menos agallas que un gato enfermo.
—Por aquí no se ve a nadie, ¿no? —dije—. A lo mejor Steiner tenía pollo para cenar, y le gusta matar a sus pollos en el salón.
—No lo pillo. No capto su juego.
Sonreí otra vez.
—Adelante, llame a sus amigos de comisaría. Pero no le va a gustar su reacción.
Se lo pensó sin mover ni un músculo, apretando los labios contra los dientes.
—¿Por qué no? —preguntó por fin, en tono cauteloso.
—Le conozco, señor Slade —dije—. Lleva usted el club Aladdin, en los Palisades. Toda clase de juegos, luces suaves, vestidos de noche y cenas frías, por si fuera poco. Conoce a Steiner lo bastante como para entrar en su casa sin llamar. El negocio de Steiner necesitaba algo de protección de vez en cuando. Podría ser usted.
El dedo de Slade se tensó en la Luger, y después se relajó. Dejó la Luger en el escritorio, pero mantuvo la mano sobre ella. Su boca se convirtió en una mueca dura y blanca.
—Alguien se ha cargado a Steiner —dijo con suavidad. Su voz y su expresión parecían pertenecer a dos personas diferentes—. No se ha presentado en la tienda hoy. No contestaba el teléfono. He venido a ver qué pasaba.
—Me alegra saber que no se lo ha cargado usted —dije.
La Luger se alzó de nuevo y tomó por blanco mi pecho.
—Bájela, Slade —dije—. Todavía no sabe lo suficiente para liarse a tiros. He tenido que acostumbrarme a la idea de que no estoy hecho a prueba de balas. Bájela. Le voy a decir una cosa… por si acaso no la sabe. Hoy, alguien se ha llevado de la tienda los libros de Steiner… los libros con los que hacía su auténtico negocio.
Slade dejó su pistola sobre el escritorio por segunda vez. Se echó hacia atrás y forzó su cara para que adoptase una expresión amable.
—Le escucho —dijo.
—Yo también creo que alguien se ha cargado a Steiner —dije—. Creo que esa sangre es suya. El que hayan trasladado los libros de la tienda de Steiner nos da un motivo para que se llevaran su cadáver de aquí. Alguien se está haciendo con su negocio y no quiere que encuentren a Steiner hasta que esté todo a punto. Quien lo haya hecho debería haber limpiado la sangre. No la limpió.
Slade escuchaba en silencio. Las cúspides de sus cejas formaban ángulos agudos que contrastaban con la piel blanca de su frente acostumbrada a los interiores.
Seguí hablando:
—Matar a Steiner para quedarse con su negocio es una jugada idiota, y no estoy seguro de que haya ocurrido así. Pero sí que estoy seguro de que quien se haya llevado los libros sabe lo que ha pasado, y de que la rubia de la tienda está muerta de miedo por algún motivo.
—¿Algo más? —preguntó Slade en tono llano.
—Por ahora, no. Hay un asunto de chismorreo escandaloso que quiero investigar. Si llego a alguna parte, puede que se lo diga. Entonces podría meter baza.
—Sería mejor ahora —dijo Slade. Y entonces, apretó los dientes contra los labios y dio dos silbidos agudos.
Di un bote. Fuera se abrió un coche. Se oyeron pasos.
Saqué el revólver de detrás de mi cuerpo. La cara de Slade se contrajo y su mano se lanzó a por la Luger que tenía delante, buscando la culata.
—¡No la toque! —dije.
Se puso en pie, rígido, con la mano en la pistola pero sin la pistola en la mano. Pasé rápidamente a su lado para llegar al pasillo y me volví justo cuando dos hombres entraban en la habitación.
Uno tenía el pelo rojo y corto, la cara blanca y arrugada, los ojos inestables. El otro era sin duda un boxeador; un chico atractivo, si dejábamos aparte la nariz aplastada y una oreja tan gorda como un bocadillo de carne.
Ninguno de los recién llegados tenía un arma a la vista. Se detuvieron y se quedaron a la expectativa.
Yo me quedé detrás de Slade, en el umbral de la puerta. Slade se inclinaba sobre el escritorio delante de mí, sin mover ni un dedo.
La boca del boxeador se abrió al máximo para gruñir, mostrando unos dientes blancos y afilados. El pelirrojo parecía tembloroso y asustado.
Slade tenía muchas agallas. Con voz suave y baja, pero muy clara, dijo:
—Este chulo ha matado a Steiner, chicos. ¡A por él!
El pelirrojo se sujetó el labio inferior con los dientes y echó mano a algo que llevaba bajo el brazo izquierdo. No llegó a alcanzarlo. Yo estaba preparado y muy atento. Aunque me dolió mucho hacerlo, le pegué un tiro en el hombro derecho. El revólver hizo un gran estruendo en la habitación cerrada. Me pareció que se había tenido que oír en toda la ciudad. El pelirrojo cayó al suelo y allí se retorció y pataleó como si le hubiera disparado en la barriga.
El boxeador no se movió. Probablemente sabía que no era lo bastante rápido de pegada. Slade agarró su Luger y empezó a volverse. Di un paso adelante y le propiné un revés detrás de la oreja. Cayó inerte sobre el escritorio y la Luger se disparó contra una hilera de libros.
Slade no me oyó decir:
—Me sienta fatal pegarle a un manco por la espalda, Slade. Y no me entusiasman las exhibiciones. Usted me ha obligado.
El boxeador me sonrió y dijo:
—De acuerdo, amigo. ¿Y ahora, qué?
—Me gustaría salir de aquí, si es posible sin pegar más tiros. O podemos quedarnos a esperar a la poli. A mí me da lo mismo.
Se lo pensó con calma. El pelirrojo soltaba gemidos en el suelo. Slade estaba completamente inmóvil.
El boxeador levantó las manos despacio y las cruzó detrás de la nuca. Dijo fríamente:
—No sé de qué va esto, pero me importa un comino dónde vayas y lo que hagas cuando llegues allí. Y este no me parece el sitio adecuado para una fiesta de plomo. Ahueca.
—Un chico listo. Eres más sensato que tu jefe.
Caminé de costado rodeando el escritorio, y seguí así hasta alcanzar la puerta abierta. El boxeador fue girando lentamente, dándome la cara, manteniendo las manos detrás de la cabeza. En su rostro había una sonrisa perversa, pero casi afable.
Me escurrí a través de la puerta, salí rápidamente por la abertura del seto y eché a correr cuesta arriba, medio esperando que volara plomo detrás de mí. No llegó nada.
Salté al interior del Chrysler, subí a toda velocidad hasta la cresta de la colina y me alejé de aquel vecindario.
10
Eran más de las cinco cuando frené enfrente del edificio de apartamentos de Randall Place. Ya había unas cuantas luces encendidas y las radios vociferaban una algarabía de programas diferentes. Subí en el ascensor automático hasta el cuarto piso. El apartamento 405 estaba al final de un largo pasillo enmoquetado en verde y con paredes color marfil. Una brisa fresca soplaba a lo largo del corredor, procedente de las puertas abiertas que daban a la escalera de incendios.
Al lado de la puerta marcada con el 405 había un pequeño timbre color marfil. Lo apreté.
Al cabo de mucho tiempo, un hombre abrió la puerta aproximadamente un palmo. Era un hombre delgado, patilargo, con ojos castaños oscuros en una cara muy morena. Los pelos como alambres empezaban a crecer bastante atrás, dejando una gran cantidad de frente morena en forma de cúpula. Sus ojos castaños me sondearon de un modo impersonal.
—¿Steiner? —dije.
No hubo ni un cambio en la cara del hombre. Sacó un cigarrillo de detrás de la puerta y lo colocó despacio entre los apretados labios morenos. Una bocanada de humo vino hacia mí, y detrás de ella llegaron palabras dichas con voz tranquila, sin apresuramientos, sin inflexiones:
—¿Qué ha dicho?
—Steiner. Harold Hardwicke Steiner. El de los libros.
El hombre asintió. Consideró mi comentario sin prisas. Miró la punta de su cigarrillo y dijo:
—Me parece que lo conozco. Pero no viene por aquí. ¿Quién lo anda buscando?
Sonreí. No le gustó.
—¿Es usted Marty? —pregunté.
El rostro moreno se endureció.
—¿Por qué? ¿Se trae algún negocio, o solo está de cachondeo?
Moví un pie con naturalidad, lo suficiente para que él no pudiera cerrar la puerta de golpe.
—Usted tiene los libros —dije—. Yo tengo la lista de pardillos. ¿Qué tal si lo hablamos?
Marty no apartaba los ojos de mi cara. Su mano derecha volvió a meterse detrás del panel de la puerta, y por la postura del hombro me dio la impresión de que estaba moviendo la mano. Se oyó un ruido débil en la habitación detrás de él, muy débil. Una anilla de cortina chocó levemente con una barra.
Entonces abrió del todo la puerta.
—¿Por qué no? Si cree que tiene algo… —dijo con frialdad.
Entré en la habitación pasando junto a él. Era una estancia alegre, con buenos muebles y no demasiados. En la pared del fondo, un balcón con balaustrada de piedra daba a los pies de las colinas, que empezaban a ponerse púrpuras con el atardecer. Cerca del balcón había una puerta cerrada. En la misma pared, pero más cerca, había otra puerta con cortinas corridas, que colgaban de una barra de latón por debajo del dintel.
Me senté en un sofá pegado a la pared que no tenía puertas. Marty cerró la de entrada y caminó de lado hasta un escritorio alto de roble, tachonado de clavos cuadrados. Apoyada en la hoja abatible del escritorio había una cigarrera de cedro con bisagras doradas. Marty la cogió sin quitarme los ojos de encima y la llevó a una mesita baja situada al lado de una butaca, donde se sentó.
Dejé el sombrero a mi lado, me desabroché el botón superior de la chaqueta y sonreí a Marty.
—Bueno, le escucho —dijo él.
Apagó su cigarrillo, levantó la tapa de la cigarrera y sacó un par de puros gordos.
—¿Un cigarro? —propuso con naturalidad, arrojándome uno.
Alcé la mano para cogerlo y quedé como un imbécil. Marty dejó caer el otro puro en la caja y levantó rapidísimamente la mano con un revólver.
Miré el revólver educadamente. Era un Colt negro de la policía, un 38. Por el momento, yo no tenía ningún argumento en contra de él.
—Póngase de pie un momento —dijo Marty—. Acérquese unos dos metros. Y mientras lo hace, procure agarrar un poco de aire. —Su voz era elaboradamente natural.
Yo estaba furioso por dentro, pero le sonreí y dije:
—Es usted el segundo individuo que me encuentro hoy que cree que con un arma en la mano se tiene al mundo cogido por el rabo. Apártela y hablemos.
Las cejas de Marty se juntaron y adelantó un poco la barbilla. Sus ojos castaños parecían vagamente preocupados.
Nos observamos el uno al otro. No miré el zapato negro y puntiagudo que asomaba por debajo de las cortinas en la puerta de mi izquierda.
Marty vestía un traje azul oscuro, camisa azul y corbata negra. Su cara morena parecía sombría por encima de aquellos colores oscuros. Habló con suavidad, arrastrando las palabras.
—No me malinterprete. No soy un tipo violento; solo precavido. No tengo ni puñetera idea de quién es usted. Por lo que yo sé, podría ser un asesino.
—Pues no pone demasiado cuidado —dije—. El trabajito de los libros fue una chapuza.
Respiró hondo y dejó salir el aire en silencio. Después se echó hacia atrás, cruzó sus largas piernas y apoyó el Colt en una rodilla.
—No vaya a creer que no usaré esto si tengo que hacerlo. ¿Qué tiene que contarme?
—Dígale a su amiga, la de los zapatos puntiagudos, que salga de ahí detrás —dije—. Se estará cansando de contener la respiración.
Sin volver la cabeza, Marty llamó:
—Ven aquí, Agnes.
Las cortinas de la puerta se descorrieron y la rubia de ojos verdes de la tienda de Steiner se unió a nosotros en la habitación. No me sorprendió mucho verla allí. Me miró con furia.
—Sabía perfectamente que usted iba a traer problemas —me dijo irritada—. Le dije a Joe que se anduviera con cuidado.
—Déjate de rollos —le cortó Marty—. Joe se anda con mucho cuidado. Enciende alguna luz, que pueda ver lo suficiente para pegarle un tiro a este tío, si las cosas se ponen así.
La rubia encendió una gran lámpara de pie con pantalla roja y cuadrada. Se sentó debajo, en una gran butaca de terciopelo, y mantuvo fija en su cara una sonrisa de sufrimiento. Estaba asustada hasta el borde del agotamiento.
Me acordé del puro que tenía en la mano y me lo metí en la boca. El Colt de Marty me apuntó sin un temblor mientras yo sacaba cerillas y lo encendía.
Exhalé el humo y dije a través de la humareda:
—La lista de pardillos que le decía está en clave. Así que todavía no he podido leer los nombres, pero hay unos quinientos. Usted tiene doce cajas de libros, pongamos que unos trescientos. Tiene que haber otros tantos prestados. Digamos que en total son quinientos, tirando por lo bajo. Si la lista es buena y se mueve, y si usted puede ir colocando todos los libros, eso sería un cuarto de millón en alquileres. Pongamos una cuota de alquiler baja, digamos que un dólar. Es muy barato, pero digamos que un dólar. Eso es mucho dinero en estos tiempos. Bastante para liquidar a alguien por él.
La rubia soltó un chillido penetrante:
—¡Está usted loco si cree…!
—¡A callar! —le gritó Marty.
La rubia se mordió la lengua y echó atrás la cabeza, apoyándola en el respaldo de su butaca. Su cara se veía torturada por la tensión.
—No es un negocio para gualtrapas —seguí diciéndoles—. Hay que ganarse la confianza del cliente, y conservarla. Personalmente, opino que la cuestión chantaje es un error. Yo prescindiría de todo eso.
La mirada castaña oscura de Marty se clavó fríamente en mi rostro.
—Es usted un tío muy gracioso —dijo arrastrando las sílabas—. ¿Quién tiene ese negocio tan estupendo?
—Lo tiene usted —dije—. Casi.
Marty no dijo nada.
—Mató a Steiner para hacerse con él —dije—. Anoche, mientras llovía. El tiempo era ideal para pegar tiros. Lo malo es que él no estaba solo cuando ocurrió. O bien usted no se dio cuenta, o se asustó. Salió huyendo. Pero tuvo agallas suficientes para regresar y esconder el cadáver en alguna parte… para así poder arreglar lo de los libros antes de que se descubriera el pastel.
La rubia emitió un sonido ahogado y después volvió la cabeza y se quedó mirando la pared. Sus uñas plateadas se clavaron en las palmas. Los dientes mordieron con fuerza el labio.
Marty ni siquiera pestañeó. Ni se movió él ni se movió el Colt que tenía en la mano. Su rostro moreno estaba tan duro como una talla de madera.
—Tío, tú sí que le echas agallas —dijo por fin en voz baja—. Qué suerte tienes de que yo no haya matado a Steiner.
Le sonreí sin mucha alegría.
—Aun así, es posible que le cuelguen por ello —dije.
La voz de Marty era un sonido seco y crujiente.
—¿Crees que vas a poder cargármelo a mí?
—Desde luego.
—¿Y cómo?
—Hay una persona que dirá que fue así.
Marty empezó a maldecir.
—¡La muy…! ¡Sería capaz! ¡Maldita sea la tía!
No dije nada. Le dejé que lo fuera rumiando. Su rostro se serenó poco a poco, y dejó el Colt sobre la mesa, manteniendo la mano cerca de él.
—No hablas como los liantes que yo conozco —dijo despacio, con los ojos brillando fijamente entre los oscuros párpados entornados—. Y no veo ningún poli por aquí. ¿Qué vas buscando?
Di una calada a mi cigarro y le miré la mano del revólver.
—La placa que había en la cámara de Steiner. Y todas las copias que se hayan hecho. Ahora mismo. Las tiene usted… porque solo así habría podido saber quién estaba allí anoche.
Marty torció un poco la cabeza para mirar a Agnes. Esta seguía de cara a la pared y sus uñas seguían apuñalándole las palmas. Marty volvió a mirarme.
—Tío, estás metiendo la pata hasta el corvejón —me dijo.
Negué con la cabeza.
—No. Y es una tontería que intente ganar tiempo, Marty. Le pueden empapelar por la muerte con mucha facilidad. Es de cajón. Si la chica tiene que contar su historia, las fotos no importarán. Pero no quiere contarla.
—¿Eres detective? —preguntó.
—Sí.
—¿Cómo me has localizado?
—Tenía que presionar a Steiner. Él estaba presionando a Dravec. Dravec chorrea dinero. A usted mismo le llegó algo. Seguí los libros desde la tienda de Steiner hasta aquí. El resto fue fácil, en cuanto oí la historia de la chica.
—¿Ella dice que yo maté a Steiner?
Asentí.
—Pero podría estar equivocada.
Marty suspiró.
—Me la tiene jurada —dijo— porque le di puerta. Me pagaron por ello, pero lo habría hecho de todos modos. Está demasiado majara para mí.
—Las fotos, Marty —dije.
Se levantó despacio, bajó la mirada hacia el Colt, se lo guardó en un bolsillo. Alzó lentamente la mano hacia el bolsillo del pecho.
Alguien tocó el timbre de la puerta y continuó haciéndolo durante un rato.
11
A Marty aquello no le gustó nada. Su labio inferior se introdujo bajo los dientes, y se le arquearon hacia abajo los extremos de las cejas. Todo su rostro se endureció.
El timbre seguía sonando sin parar.
La rubia se puso en pie rápidamente. La tensión nerviosa envejecía y afeaba su cara.
Sin dejar de vigilarme, Marty abrió de golpe un cajoncito del escritorio alto y sacó de él una automática pequeña, de cachas blancas. Se la extendió a la rubia. Ella se le acercó y la cogió con titubeos, sin que le hiciera mucha gracia.
—Siéntate al lado del sabueso —dijo con voz ronca—. Apúntale con la pistola. Si hace algo raro, le metes cuatro tiros.
La rubia se sentó, a casi un metro de mí, en el lado más apartado de la puerta. Apuntó la pistola a mi pierna. No me gustó nada la expresión alterada de sus ojos verdes.
El timbre de la puerta dejó de sonar, y alguien empezó a repicar en la madera con golpes rápidos, ligeros e impacientes. Marty cruzó la habitación hasta la puerta. Se metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y la abrió con la mano izquierda, en un movimiento rápido.
Carmen Dravec lo empujó hacia atrás con el cañón de un pequeño revólver que le puso en su cara morena.
Marty retrocedió, apartándose de ella con suavidad y presteza. Tenía la boca abierta y una expresión de pánico en el rostro. Conocía muy bien a Carmen.
Carmen cerró la puerta y siguió embistiendo con su pequeño revólver. No miraba a nadie más que a Marty, no parecía ver nada más que a Marty. Su rostro tenía una expresión como de sonada.
La rubia se estremeció de pies a cabeza y alzó la automática de cachas blancas para apuntar a Carmen. Yo estiré la mano y le agarré la suya, cerré los dedos rápidamente, puse el seguro con el pulgar y dejé el dedo puesto. Hubo un breve forcejeo, al que ni Marty ni Carmen prestaron ninguna atención, y me hice con la pistola.
La rubia respiró hondo y clavó la mirada en Carmen Dravec. Carmen miró a Marty con ojos de sonada y dijo:
—Quiero mis fotos.
Marty tragó saliva y trató de sonreír.
—Pues claro, nena, pues claro —dijo con una voz plana y apocada que no se asemejaba en nada a la voz que había utilizado para hablarme a mí.
Carmen parecía casi tan enloquecida como cuando estaba sentada en el sillón de Steiner. Pero esta vez controlaba su voz y sus músculos.
—Has matado a Hal Steiner —dijo.
—¡Un momento, Carmen! —grité.
Carmen ni me miró. La rubia volvió a la carga a toda prisa, agachó la cabeza hacia mí como si fuera a darme un cabezazo, e hincó los dientes en mi mano derecha, la que empuñaba su pistola.
Grité un poco más. Tampoco le importó a nadie.
Marty dijo:
—Escucha, pequeña, yo no…
La rubia sacó los dientes de mi mano y me escupió mi propia sangre. Después se lanzó a por mi pierna y trató de mordérmela. Le aticé un ligero golpe en la cabeza con el cañón de la pistola e intenté ponerme en pie. Ella se escurrió por mis piernas y me rodeó los tobillos con los brazos. Volví a caer en el sofá. La rubia tenía esa fuerza que dan la locura y el miedo.
Marty hizo un intento de agarrar el arma de Carmen con la mano izquierda y falló. El pequeño revólver hizo un ruido sordo y pesado, aunque no demasiado fuerte. Una bala pasó rozando a Marty y rompió el cristal de una de las puertas abiertas del balcón.
Marty se quedó otra vez absolutamente inmóvil. Era como si todos sus músculos se hubieran declarado en huelga.
—¡Agáchate y derríbala, idiota! —le grité.
A continuación, volví a atizarle a la rubia en la cabeza, mucho más fuerte, y rodó a mis pies. Me desembaracé de ella y me aparté.
Marty y Carmen seguían frente a frente, como un par de imágenes reflejadas.
Algo muy grande y muy pesado golpeó la puerta por fuera, y la madera se rajó en diagonal de arriba abajo.
Aquello hizo que Marty volviera a la vida. Sacó el Colt del bolsillo y saltó hacia atrás. Yo le disparé al hombro derecho y fallé, por no querer herirle de gravedad. La cosa pesada volvió a golpear la puerta, con un estrépito que pareció sacudir el edificio entero.
Solté la pequeña automática y saqué mi propio revólver, mientras Dravec entraba arrastrando la puerta destrozada.
Tenía la mirada enloquecida, estaba ciego de rabia, frenético. Sus ojos inyectados en sangre echaban llamas, y había espuma en sus labios.
Sin mirarme siquiera, me dio un golpe tremendo en un lado de la cabeza. Caí contra la pared, entre el extremo del sofá y la puerta rota.
Estaba sacudiendo la cabeza y procurando despejarme de nuevo cuando Marty empezó a disparar.
Algo separó la chaqueta de Dravec de su espalda, como si una bala le hubiera atravesado. Se tambaleó, se enderezó al instante y embistió como un toro.
Apunté con mi revólver y disparé al cuerpo de Marty. Le dio una sacudida, pero el Colt que tenía en la mano siguió saltando y rugiendo. Entonces Dravec se interpuso entre nosotros y Carmen fue apartada a un lado como una hoja seca, y ya no hubo nada más que hacer.
Las balas de Marty no detuvieron a Dravec. Nada podía detenerlo. Aunque hubiera estado muerto, habría alcanzado a Marty de todos modos.
Lo agarró por el cuello mientras Marty le tiraba su revólver vacío a la cara. Rebotó como una pelota de goma. Marty soltó un chillido agudo, y Dravec lo agarró del cuello y lo levantó del suelo.
Durante un instante, las manos morenas de Marty trataron de aferrarse a las muñecas del hombretón. Algo se partió con un chasquido, y las manos de Marty cayeron inertes. Hubo otro chasquido, más apagado. Justo antes de que Dravec soltara el cuello de Marty, vi que la cara de este se había puesto morada, casi negra. Me acordé, casi sin darle importancia, de que algunas veces, cuando a un hombre se le rompe el cuello, se traga la lengua antes de morir.
Entonces Marty cayó en un rincón y Dravec empezó a retroceder, apartándose de él. Retrocedía como cuando uno pierde el equilibrio y no es capaz de mantener los pies por debajo del centro de gravedad. Y después, su corpachón se inclinó hacia atrás y cayó al suelo de espaldas, con los brazos muy extendidos.
Le salía sangre de la boca. Sus ojos se esforzaron por mirar hacia arriba, como si intentaran ver a través de la niebla.
Carmen Dravec se agachó a su lado y empezó a gemir como un animal asustado.
Se oían ruidos fuera, en el pasillo, pero nadie se asomó por la puerta abierta. Había volado demasiado plomo.
Me acerqué rápidamente a Marty, me incliné sobre él y metí la mano en su bolsillo del pecho. Saqué un sobre grueso y cuadrado, que tenía dentro algo rígido y duro. Me puse en pie con el sobre y me volví.
A lo lejos, el aullido de una sirena sonaba débilmente en el aire de la tarde, y parecía que se iba haciendo más fuerte. Un hombre de rostro pálido asomó cautelosamente por la puerta. Me arrodillé junto a Dravec.
Intentó decir algo, pero no oí las palabras. Después, la tensión desapareció de sus ojos, que quedaron ausentes e indiferentes, como los ojos de alguien que mira algo muy lejano a través de una extensa llanura.
Carmen habló con voz pétrea.
—Estaba borracho. Me obligó a decirle dónde iba. No sabía que me había seguido.
—Tú qué ibas a saber —dije sin entonación.
Me puse en pie otra vez y abrí el sobre rasgándolo. Había unas cuantas fotos y un negativo de cristal. Tiré la placa al suelo y la hice añicos a taconazos. Empecé a rasgar las fotos y dejé que los trozos cayeran revoloteando de mis manos.
—Van a publicar un montón de fotos tuyas, nena —dije—. Pero esta no la publicarán.
—No sabía que venía siguiéndome —dijo de nuevo, y empezó a morderse el pulgar.
La sirena ya sonaba con fuerza a las puertas del edificio. Se transformó en un zumbido penetrante y después calló del todo, justo cuando yo terminaba de romper las fotos.
Me quedé de pie en medio de la habitación, preguntándome por qué me había tomado la molestia. Ya no tenía ninguna importancia.
12
Apoyando el codo en el extremo de la gran mesa de nogal del despacho del inspector Isham, y sosteniendo lánguidamente un cigarrillo encendido entre sus dedos, Guy Slade dijo sin mirarme:
—Gracias por meterme en el saco, sabueso. Me gusta ver de vez en cuando a los chicos de Jefatura.
Arrugó las comisuras de la boca en una sonrisa desagradable.
Yo estaba sentado delante de la mesa, enfrente de Isham. Isham era larguirucho y gris, y llevaba gafas de pinzas. No tenía pinta, ni actuaba, ni hablaba como un policía. Violets M’Gee y un poli irlandés de ojos alegres llamado Grinnell estaban en un par de sillas de respaldo redondo apoyadas en un tabique con la parte superior de cristal, que dividía el despacho convirtiendo una parte en una sala de recepción.
—Me pareció que había encontrado esa sangre demasiado pronto —le dije a Slade—. Supongo que me equivoqué. Le pido disculpas, señor Slade.
—Sí, con eso ya es como si no hubiera ocurrido. —Se puso en pie, recogió de la mesa un bastón de rotén y un guante—. ¿Necesita algo más de mí, inspector?
—Eso es todo por esta noche, Slade. —La voz de Isham era seca, fría, sardónica.
Slade se colgó el bastón de la muñeca para abrir la puerta. Sonrió a todo el mundo antes de salir. Probablemente, lo último en que se posaron sus ojos fue en mi nuca, pero yo no le estaba mirando.
Isham habló:
—No hace falta que le diga lo que opina el Departamento de Policía de esa clase de encubrimiento de un crimen.
Yo suspiré.
—Tiros —dije—. Un muerto en el suelo. Una chica desnuda y drogada en un sillón, que no sabía lo que había pasado. Un asesino que yo no habría podido atrapar, ni ustedes tampoco… en aquel momento. Detrás de todo eso, un pobre viejo palurdo que se estaba rompiendo el corazón intentando hacer lo correcto en una situación asquerosa. Adelante, échenme las culpas. No me arrepiento.
Isham descartó todo aquello con un gesto de la mano.
—¿Quién mató a Steiner?
—La rubia se lo dirá.
—Quiero que me lo diga usted.
Me encogí de hombros.
—Si quieren que haga conjeturas… Carl Owen, el chófer de Dravec.
Isham no pareció muy sorprendido. Violets M’Gee gruñó ruidosamente.
—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó Isham.
—Durante algún tiempo pensé que podía haber sido Marty, en parte porque lo dijo la chica. Pero eso no significaba nada. Ella no lo sabía y solo aprovechó la oportunidad para darle una puñalada a Marty. Es de las que no renuncian fácilmente a una idea. Pero Marty no se portaba como un asesino. Y un hombre tan frío como él no habría huido de esa manera. Yo todavía no había tocado la puerta cuando el asesino echó a correr.
»Por supuesto, también pensé en Slade. Pero Slade tampoco da el tipo. Va siempre con dos pistoleros, y estos habrían dado un poco de guerra. Además, Slade pareció verdaderamente sorprendido al encontrar la sangre en el suelo, esta tarde. Slade estaba compinchado con Steiner y vigilaba su negocio, pero no lo mató. No tenía ningún motivo para matarlo, y aunque lo tuviera, él no lo habría hecho de ese modo, delante de un testigo.
»Pero Carl Owen sí lo habría hecho así. En otro tiempo estuvo enamorado de la chica, y puede que nunca se le pasara del todo. Tenía posibilidades de espiarla, averiguar dónde iba y qué hacía. Acechó a Steiner, entró por la puerta de atrás, vio lo de la foto desnuda y se le cruzaron los cables. Le dio lo suyo a Steiner, y entonces le entró el pánico y salió corriendo.
—Y corrió hasta el final del muelle de Lido y siguió corriendo al acabarse el muelle —dijo Isham secamente—. ¿Ha olvidado que el chico Owen tenía un cachiporrazo en un lado de la cabeza?
—No —dije yo—. Y tampoco me olvido de que, de un modo u otro, Marty sabía lo que había en la placa fotográfica… o tenía una idea lo bastante aproximada como para hacerle ir allá a por la placa y además esconder un cadáver en el garaje de Steiner para ganar tiempo.
—Trae a Agnes Laurel, Grinnell —dijo Isham.
Grinnell se levantó con esfuerzo de su silla y recorrió todo el pasillo, hasta desaparecer por una puerta.
—Chico, menudo amigo estás hecho —dijo Violets M’Gee.
No le miré. Isham se tiró del pellejo delante de la nuez y se miró las uñas de la otra mano.
Grinnell volvió con la rubia. Esta tenía el pelo revuelto por encima del cuello del abrigo. Se había quitado de las orejas los pendientes de azabache. Se la veía cansada, pero ya no parecía asustada. Se dejó caer lentamente en el sillón donde había estado Slade, al extremo de la mesa, y cruzó delante del cuerpo las manos con las uñas plateadas.
Isham habló con voz tranquila.
—Bien, señorita Laurel. Ahora nos gustaría oír su historia.
La chica bajó la mirada hacia sus manos cruzadas y habló sin titubeos, con voz tranquila y firme.
—Conocí a Joe Marty hace unos tres meses. Supongo que hizo amistad conmigo porque yo trabajaba para Steiner. Yo creí que era porque yo le gustaba. Le conté todo lo que sabía sobre Steiner. Él ya sabía algo. Había estado viviendo del dinero que le sacó al padre de Carmen Dravec, pero ya se le había acabado y no le quedaba más que calderilla, así que andaba buscando otra cosa. Decidió que Steiner necesitaba un socio y estaba vigilándolo para ver si tenía amigos duros cubriéndole las espaldas.
»Anoche, él estaba en su coche en la calle de detrás de la casa de Steiner. Oyó los tiros, vio al chico bajar corriendo las escaleras, meterse de un salto en un sedán grande y salir a escape. Joe lo persiguió. A mitad del camino a la playa, le alcanzó y le hizo salirse de la carretera. El chico salió con un arma, pero estaba muy nervioso y Joe lo tumbó de un cachiporrazo. Mientras el chico estaba sin sentido, Joe lo registró y averiguó quién era. Cuando volvió en sí, Joe se hizo pasar por policía y el chico se derrumbó y lo contó todo. Mientras Joe se estaba preguntando qué hacer con aquello, el chico volvió a la vida, lo sacó del coche de un empujón y salió disparado otra vez. Conducía como un loco, y Joe dejó que se fuera. Volvió a casa de Steiner. Supongo que el resto ya lo saben. Cuando Joe hizo revelar la placa y vio lo que tenía, quiso pillar algo de pasta rápida para que pudiéramos irnos de la ciudad antes de que la poli encontrara a Steiner. Íbamos a llevarnos algunos de los libros de Steiner y abrir una tienda en otra ciudad.
Agnes Laurel dejó de hablar. Isham tamborileó con los dedos y dijo:
—Marty se le contaba todo, ¿no?
—Ajá.
—¿Seguro que él no mató a ese Carl Owen?
—Yo no estuve allí, pero Joe no actuaba como si hubiera matado a alguien.
Isham asintió.
—Eso es todo por ahora, señorita Laurel. Vamos a querer todo esto por escrito. Tendremos que retenerla, naturalmente.
La chica se puso en pie. Grinnell se la llevó. Salió sin mirar a nadie.
—Marty no podía saber que Carl Owen había muerto —dijo Isham—. Pero estaba seguro de que el chico procuraría esconderse. Para cuando lo encontráramos, Marty ya habría desplumado a Dravec y se habría largado. Creo que la historia de la chica suena razonable.
Nadie dijo nada. Después de un momento, Isham me dijo:
—Cometió usted un grave error. No debió mencionar a Marty delante de la chica hasta estar seguro de que era su hombre. A causa de eso han muerto dos personas innecesariamente.
—Ya —dije yo—. ¿Qué tal si vuelvo atrás y lo hago otra vez?
—No se ponga chulo.
—No me pongo chulo. Estaba trabajando para Dravec y procurando evitarle unas cuantas penas. No sabía que la chica estaba tan loca, ni que a Dravec le iba a dar la ventolera. Quería las fotos. Me importaban un pimiento escorias como Steiner o Joe Marty, y me siguen importando igual de poco.
—Vale, vale —dijo Isham con impaciencia—. Esta noche no le voy a necesitar más. Ya le van a freír de sobra en la investigación. —Se puso en pie y yo hice lo mismo. Extendió la mano—. Pero eso le hará mucho más bien que mal —añadió secamente.
Se la estreché y me marché. M’Gee vino detrás de mí. Bajamos juntos en el ascensor sin hablarnos. Cuando salimos del edificio, M’Gee fue por el lado derecho de mi coche y se metió en él.
—¿Tienes un trago en tu chabola?
—En abundancia —dije yo.
—Vamos a bebernos algo.
Puse el coche en marcha y fuimos hacia el oeste por la calle Primera, metiéndonos en un largo túnel lleno de ecos. Cuando salimos, M’Gee dijo:
—La próxima vez que te envíe un cliente, espero que no te chives, chaval.
Seguimos adelante en la apacible noche, hasta el Berglund. Me sentía cansado y viejo y bastante inútil en general.