El rey de amarillo

1

George Millar, supervisor nocturno del hotel Carlton, era un hombrecillo pulcro y fibroso, de voz suave y profunda, como la de un cantante melódico. En ese momento la mantenía baja, pero tenía los ojos encendidos y coléricos mientras decía por el micrófono del teléfono interior:

—Lo siento mucho. No volverá a ocurrir. Enviaré a alguien inmediatamente.

Se quitó los auriculares, los colgó de las clavijas de la centralita y salió con prisa de detrás de la mampara de vidrio granulado al vestíbulo de entrada. Era pasada la una, y dos tercios de los huéspedes del Carlton eran residentes. En el vestíbulo principal, bajando tres escalones de poca altura, las lámparas estaban a media luz y el conserje de noche había terminado de recoger. El sitio estaba desierto: un amplio espacio con muebles indistintos y una alfombra gruesa. A lo lejos sonaba débilmente una radio. Millar bajó los escalones y caminó a paso ligero hacia el sonido. Pasó bajo un arco y miró a un hombre echado en un sofá verde claro y lo que parecían todos los cojines sueltos del hotel. Estaba tumbado de lado, con ojos soñadores, escuchando la radio situada a dos metros de él.

—¡Eh, tú! —ladró Millar—. ¿Eres el detective del hotel o la mascota?

Steve Grayce giró despacio la cabeza y miró a Millar. Era un hombre de pelo negro y largo, de unos veintiocho años, con ojos hundidos y callados y una boca bastante amable. Señaló la radio con un pulgar y sonrió.

—King Leopardi, George. Escucha esa trompeta. Suave como el ala de un ángel, chico.

—¡Genial! ¡Vuelve arriba y sácalo del pasillo!

Steve Grayce pareció sorprenderse.

—¿Cómo? ¿Otra vez? Pensaba que ya había mandado a la cama a esos pájaros hace mucho.

Puso los pies en el suelo y se incorporó. Le sacaba por lo menos una cabeza a Millar.

—Pues el de la 816 dice que no. Que está en el pasillo con dos de sus secuaces. Lleva puestos unos calzoncillos de raso amarillo, tiene un trombón, y él y sus compinches están montando una jam session. Y para colmo una de esas putillas que Quillan metió en la 811 está allí bailando con ellos. Manos a la obra, Steve. Y esta vez que no se levanten.

Steve Grayce sonrió maliciosamente.

—De todos modos, este no es sitio para Leopardi. ¿Puedo usar cloroformo, o solo mi cachiporra?

Sus largas piernas sobrepasaron rápidamente la alfombra gris clara, el arco y el vestíbulo principal, hasta llegar al único ascensor que estaba abierto e iluminado. Cerró las puertas correderas y subió al octavo. Cuando el ascensor se detuvo bruscamente, salió al pasillo.

El ruido lo golpeó como una ráfaga de viento. Retumbaba en las paredes. Había media docena de puertas abiertas, y en todas ellas huéspedes indignados con ropa de cama, mirando.

—Tranquilos, amigos —dijo Steve Grayce a toda prisa—. Este es el último número, se lo aseguro. Tómenselo con calma.

Dobló una esquina, y la tórrida música casi lo levantó del suelo. Tres hombres estaban alineados contra la pared, cerca de una puerta abierta de la que salía un chorro de luz. El del centro, el del trombón, era alto, fuerte y airoso, con un bigotito fino como un cabello. Tenía la cara congestionada y un brillo alcohólico en los ojos. Vestía unos calzoncillos de raso amarillo con grandes iniciales bordadas en negro en la pernera izquierda… y nada más. El torso estaba desnudo y bronceado.

Los dos que lo acompañaban estaban en pijama, los típicos músicos de banda, tirando a guapos, los dos borrachos, pero no tanto como para caerse. Uno soplaba como un loco un clarinete y el otro un saxo tenor.

Saltando de un lado a otro delante de ellos, contoneándose, bailando, acicalándose como una urraca, arqueando los brazos y las cejas, curvando hacia atrás los dedos hasta que las uñas pintadas de rojo casi le tocaban los brazos, una rubia platino se bamboleaba dejándose llevar por la música. Su voz era un chirrido ronco, sin melodía, tan falso como sus cejas y tan afilado como sus uñas. Llevaba zapatos de tacón alto y un pijama negro con un largo chal morado.

Steve Grayce se paró en seco e hizo un brusco movimiento hacia abajo con la mano.

—¡Se acabó! —rugió—. ¡A guardarlo todo! ¡Ponedlo en hielo! ¡Lleváoslo y enterradlo! ¡Se acabó la función! ¡Fuera de aquí, ahora mismo! ¡Fuera!

King Leopardi alejó un poco el trombón de los labios y bramó:

—¡Un toque de gala para el detective del hotel!

Los tres borrachos soplaron una nota espasmódica que sacudió las paredes. La chica se echó a reír como una loca y lanzó una patada al aire. El zapato dio a Steve Grayce en el pecho. Lo pescó en el aire, salió disparado hacia la chica y la agarró por la muñeca.

—Una chica dura, ¿eh? —Sonrió—. Empezaré por ti.

—¡A por él! —chilló Leopardi—. ¡Pegadle bajo! ¡Bailad un zapateado en su cuello!

Steve levantó a la chica del suelo, se la metió bajo el brazo y echó a correr. La llevaba con tanta facilidad como si fuera un paquete. Ella intentó darle patadas en las piernas. Él se rio y echó un vistazo por una puerta iluminada. Debajo de un aparador había unos zapatos marrones de hombre. Siguió adelante, llegó a una segunda puerta iluminada, irrumpió en ella, cerró la puerta de una patada y se volvió lo suficiente para hacer girar la llave con etiqueta en la cerradura. Casi inmediatamente, un puño golpeó la puerta. No hizo caso.

Empujó a la chica por el pasillo, dejó atrás el cuarto de baño y la soltó. Ella se alejó de él tambaleándose y finalmente apoyó la espalda en el aparador, jadeando, con la mirada furiosa. Un mechón de pelo húmedo, teñido de dorado, le cubrió un ojo. Sacudió la cabeza con violencia y enseñó los dientes.

—¿Te gustaría que te encerraran por golfa, hermanita?

—¡Vete a la mierda! —dijo ella, y le escupió—. El Rey es amigo mío, ¿te enteras? Más te vale no ponerme las zarpas encima, poli.

—¿Sigues a los muchachos por la gira?

Ella volvió a escupirle.

—¿Cómo sabías que estarían aquí?

Había una chica tumbada en la cama, con la cabeza pegada a la pared y el pelo negro enmarañado sobre la cara blanca. Tenía un desgarrón en la pernera del pijama. Estaba desplomada y gemía.

—Vaya, vaya —dijo Steve con dureza—. El numerito del pijama rasgado. Aquí no funciona, hermanita, no funciona para nada. Ahora escuchad, niñas. Podéis iros a la cama y pasar la noche o podéis conseguir que os echen. Vosotras decidís.

La chica del pelo negro gimió. La rubia dijo:

—¡Largo de mi habitación, poli de mierda!

Palpó detrás de ella y le tiró un espejo de mano. Steve lo esquivó. El espejo se estrelló contra la pared sin llegar a romperse. La chica del pelo negro dio una vuelta en la cama y dijo con voz cansada:

—Dejadlo ya. Me encuentro mal.

Se quedó tumbada con los ojos cerrados y los párpados palpitando.

La rubia meneó las caderas por la habitación hasta una mesa junto a la ventana, se sirvió medio vaso de whisky escocés en un vaso de agua y se lo trasegó antes de que Steve pudiera llegar a ella. Empezó a sacudirse violentamente, dejó caer el vaso y se desplomó sobre las manos y las rodillas.

—Ese es el trago que te da una coz en la cara, hermanita —dijo Steve en tono sombrío.

La chica se acurrucó, meneando la cabeza. Le dio una arcada y alzó las uñas color carmín para limpiarse la boca. Intentó levantarse, pero resbaló, cayó al suelo de costado y se quedó dormida al instante.

Steve suspiró, cerró la ventana y pasó el cierre. Hizo rodar a la chica del pelo negro, la estiró sobre la cama, sacó la colcha de debajo de ella y le colocó una almohada bajo la cabeza. Levantó a la rubia del suelo, la dejó caer sobre la cama y tapó a las dos chicas hasta la barbilla. Abrió el montante, apagó la luz del techo y giró la llave de la puerta. Una vez fuera, volvió a cerrarla, con una llave maestra colgada de una cadenita.

—Trabajo de hotel —murmuró—. ¡Puf!

El pasillo se había vaciado. Todavía quedaba una puerta abierta e iluminada. Era la número 815, a dos puertas de la habitación de las chicas. De ella salía una suave música de trombón… pero no lo bastante suave para la una y veinticinco de la mañana.

Steve Grayce entró en la habitación, cerró la puerta con el hombro y pasó de largo el cuarto de baño. King Leopardi estaba solo.

El músico estaba despatarrado en una butaca, con un vaso alto empañado junto al codo. Movía el trombón en círculos al tocarlo, y las luces bailaban sobre el instrumento.

Steve encendió un cigarrillo, exhaló una nube de humo y miró a Leopardi a través de ella, con una extraña expresión, una mezcla de admiración y desprecio.

—Se acabó la función, pantalón amarillo —dijo en voz baja—. Tocas muy bien la trompeta y con el trombón no lo haces nada mal. Pero aquí no se puede. Ya te he avisado. Déjalo. Guarda ya ese chisme.

Leopardi sonrió malignamente y soltó una vibrante pedorreta que sonó como una risa diabólica.

—Porque tú lo digas —se burló—. Leopardi hace lo que quiere, donde quiere y cuando quiere. Nadie le ha parado los pies todavía, polizonte. Vete a tomar vientos.

Steve encorvó los hombros y se acercó al hombre alto y moreno. Habló con paciencia.

—Guarda ese bazooka, figura. La gente está intentando dormir. Son así de raros. Eres un gran tipo en un escenario. Pero en cualquier otro sitio no eres más que un tío con mucha pasta y una reputación que apesta de aquí a Miami, ida y vuelta. Tengo un trabajo que hacer y lo estoy haciendo. Sopla otra vez ese chisme y te lo ato al cuello.

Leopardi bajó el trombón y bebió un largo trago del vaso que tenía junto al codo. Sus ojos tenían un brillo maligno. Se llevó otra vez el trombón a los labios, se llenó los pulmones de aire y soltó un trompetazo que hizo temblar las paredes. De repente se levantó ágilmente y estrelló el instrumento en la cabeza de Steve.

—Nunca me han gustado los fisgones de hotel —dijo con desprecio—. Huelen a retrete público.

Steve dio un pequeño paso hacia atrás y meneó la cabeza. Miró de reojo, adelantó un pie y le pegó a Leopardi con la mano abierta. No pareció un golpe muy fuerte, pero le hizo trastabillar por toda la habitación y acabar despatarrado al pie de la cama, sentado en el suelo y con el brazo derecho metido en una maleta abierta.

Durante un momento, ninguno de los dos se movió. Después, Steve apartó el trombón de una patada y aplastó su cigarrillo en un cenicero de vidrio. Sus ojos negros estaban vacíos pero su boca sonreía con blancura.

—Si quieres problemas —dijo—, yo vengo de donde los fabrican.

Leopardi compuso una sonrisa fina y tensa al tiempo que su mano derecha salía de la maleta con una pistola. El pulgar soltó el seguro. Sostenía la pistola sin temblar, apuntando.

—Fabrícame uno con esto —dijo, y disparó.

El cortante rugido de la pistola reverberó en la habitación cerrada. El espejo del aparador se hizo pedazos y volaron cristales. Un fragmento cortó la mejilla de Steve como una cuchilla de afeitar. Brotó la sangre en una delgada línea sobre la piel.

Saltó en plancha. Su hombro derecho chocó con el pecho desnudo de Leopardi y la mano izquierda le arrancó la pistola, que cayó bajo la cama. Rodó rápidamente hacia la derecha y se quedó de rodillas, girado hacia él.

—Te has equivocado de tío, hermano —dijo con voz áspera y pastosa.

Se abalanzó sobre Leopardi y lo puso en pie tirándole del pelo, por pura fuerza. Leopardi chilló y lo golpeó dos veces en la mandíbula. Steve sonrió y mantuvo la mano izquierda enredada en el largo y lacio pelo negro del músico. Giró la mano y el pelo se enroscó con ella, el tercer puñetazo de Leopardi fue a dar en el hombro de Steve. Después del golpe, Steve le agarró la muñeca y se la retorció, el músico cayó de rodillas, aullando. Steve lo levantó de nuevo tirando del pelo, soltó la muñeca y le pegó tres veces en el estómago, golpes cortos y brutales. Soltó el pelo y hundió el cuarto puñetazo casi hasta la muñeca.

Leopardi se dobló con los ojos cerrados, cayó de rodillas y vomitó.

Steve se apartó de él, entró en el cuarto de baño y cogió una toalla. Se la arrojó a Leopardi, puso la maleta abierta sobre la cama y empezó a tirar cosas dentro.

Leopardi se limpió la cara y se puso en pie, todavía con arcadas. Se tambaleó y se agarró a un extremo del aparador. Estaba tan blanco como un papel.

—Vístete, Leopardi —dijo Steve Grayce—. O lárgate tal como estás. A mí me da lo mismo.

Leopardi entró a trompicones en el cuarto de baño, palpando la pared como un ciego.

2

Millar estaba muy quieto detrás del mostrador cuando se abrió el ascensor. Tenía la cara blanca y asustada, y su recortado bigotito negro era un borrón sobre el labio superior. Leopardi salió el primero, con una bufanda al cuello, un abrigo ligero colgado del brazo y un sombrero torcido en la cabeza. Caminaba rígido, un poco doblado hacia delante, con los ojos ausentes. Su rostro tenía una palidez verdosa.

Steve Grayce salió detrás de él llevando una maleta, y Carl, el conserje de noche, salió el último con dos maletas más y dos fundas de instrumentos de cuero negro. Steve se dirigió al mostrador y dijo con voz áspera:

—La cuenta del señor Leopardi… si es que la tiene. Se marcha.

Millar lo miró con ojos desorbitados desde el otro lado del mostrador de mármol.

—Yo… creo que no, Steve…

—Está bien, ya lo suponía.

Leopardi sonrió de manera muy leve y desagradable y salió por las puertas batientes con marco de latón que el conserje le sujetó. Había dos taxis nocturnos en fila. Uno de ellos cobró vida y se acercó a la marquesina, y el conserje cargó en él las cosas de Leopardi. Este entró en el taxi y se inclinó hacia delante para asomar la cabeza por la ventanilla abierta. Habló despacio y con voz gruesa.

—Lo siento por ti, pies planos. Lo siento de veras.

Steve Grayce volvió hacia el coche y lo miró con cara de palo. El taxi se alejó calle abajo, dobló una esquina y desapareció. Steve giró sobre un talón, sacó un cuarto de dólar del bolsillo y lo lanzó al aire. Lo depositó con una palmada en la mano del conserje de noche.

—De parte del Rey —dijo—. Guárdala para enseñársela a tus nietos.

Volvió a entrar en el hotel, se metió en el ascensor sin mirar a Millar, subió otra vez al octavo, recorrió el pasillo y entró en la habitación de Leopardi con su llave maestra. Cerró con llave, separó la cama de la pared y se metió detrás. Recogió del suelo una automática del 32, se la guardó en el bolsillo y escudriñó el suelo con la mirada, en busca del casquillo expulsado. Lo encontró al lado de la papelera, se agachó para recogerlo y se quedó así, mirando el interior de la papelera. Apretó los labios. Recogió el casquillo y lo dejó caer en un bolsillo con aire ausente. Después, metió un dedo inquisitivo en la papelera y sacó un trozo de papel rasgado que llevaba pegadas letras de periódico. Entonces cogió la papelera, empujó la cama contra la pared y echó encima todo lo que había dentro.

Entre la basura de papeles rotos y cerillas fue separando varios trozos con letras de periódico pegadas. Se los llevó a la mesa y se sentó. Pocos minutos después había juntado los trozos rasgados como un rompecabezas y pudo leer el mensaje formado a base de recortar palabras y letras de revistas y pegarlas en una hoja de papel.

DIEZ GRandes EL JUE VE S POR LA NOCHE, LEO PAR DI. EL D ÍA DESPUÉS DE TU DEBUT EN EL CL U B SHAL OTTE. SI NO… SE ACABÓ. DEL HERMANO DE ELLA.

—Hum —dijo Steve Grayce.

Metió los trozos rasgados en un sobre del hotel, se guardó el sobre en el bolsillo del pecho y encendió un cigarrillo.

—El tío tenía agallas —dijo—. Eso se lo reconozco… eso y lo de su trompeta.

Salió, cerró con llave la habitación, escuchó un momento en el ya silencioso pasillo y después se dirigió a la habitación que ocupaban las dos chicas. Llamó con suavidad y aplicó la oreja al tablero. Una silla crujió y unos pies se acercaron a la puerta.

—¿Qué pasa? —La voz de la chica era fría, completamente despierta. No era la voz de la rubia.

—Seguridad del hotel. ¿Puedo hablar con usted un momento?

—Ya estás hablando conmigo.

—Sin la puerta en medio, señora.

—Tienes la ganzúa. Sírvete tú mismo.

Los pasos se alejaron. Steve abrió la puerta con la llave maestra, entró sin hacer ruido y cerró. Había una luz mortecina en una lámpara con la pantalla fruncida colocada en la mesa. En la cama, la rubia roncaba ruidosamente, con una mano enredada en su brillante pelo platino. La chica morena se sentó en la butaca junto a la ventana, con las piernas cruzadas en ángulo recto, como un hombre, y miró a Steve con ojos vacíos.

Él se le acercó y señaló el largo desgarrón en la pernera del pijama. Habló en voz baja.

—No estás enferma. No estabas borracha. Ese roto se hizo hace mucho tiempo. ¿Qué os traéis entre manos? ¿Estáis extorsionando al Rey?

La chica lo miró con frialdad, dio una chupada a un cigarrillo y no dijo nada.

—Se ha marchado —dijo Steve—. Ya no hay nada que hacer por ese camino, hermana.

La miraba como un halcón, con los ojos negros clavados con fuerza en el rostro de ella.

—¡Ay, los detectives de hotel me ponéis enferma! —exclamó la chica con repentina furia. Se puso en pie poco a poco y pasó junto a él para ir al cuarto de baño. Cerró la puerta y echó el pestillo.

Steve se encogió de hombros y le tomó el pulso a la chica dormida en la cama: un pulso pesado y arrastrado, un pulso de borrachera.

—Pobres putillas —dijo para sus adentros.

Miró un bolso grande y morado que había sobre el aparador, lo levantó con desgana y lo dejó caer. Sus facciones se tensaron otra vez. Había hecho un fuerte ruido contra el tablero de cristal, como si hubiera dentro una bola de plomo. Lo abrió de un tirón y metió la mano en él. Sus dedos tocaron el frío metal de una pistola. Abrió del todo el bolso y vio en su interior una pequeña automática del 25. Un trozo de papel blanco le llamó la atención. Lo pescó y lo arrimó a la luz. Era un recibo de alquiler con un nombre y una dirección. Se lo guardó en un bolsillo, cerró el bolso, y para cuando la chica salió del baño ya estaba junto a la ventana.

—Joder, ¿todavía me sigues acosando? —dijo ella en tono cortante—. ¿Sabes lo que les pasa a los fisgones de hotel que usan la llave maestra para meterse de noche en las habitaciones de las mujeres?

—Sí —respondió Steve en tono relajado—. Se meten en líos. Hasta es posible que les peguen un tiro.

La cabeza de la chica se quedó inmóvil, pero sus ojos se movieron hacia un lado y miraron el bolso morado. Steve la miraba a ella.

—¿Conociste a Leopardi en Frisco? —preguntó—. Aquí hace dos años que no toca. Y entonces no era más que un trompetista en la banda de Vane Utigore, un conjunto de segunda.

La chica frunció los labios, pasó junto a él y se sentó de nuevo junto a la ventana. Tenía el rostro blanco y rígido.

—Blossom lo conocía —dijo con voz apagada—. Blossom es esa que está en la cama.

—¿Sabíais que hoy vendría a este hotel?

—¿Y a ti qué te importa?

—Me extraña mucho que haya venido aquí —dijo Steve—. Este es un hotel tranquilo. Así que no me explico que venga alguien aquí a darle un sablazo.

—Pues ve a explicártelo a otra parte. Necesito dormir.

—Buenas noches, encanto —dijo Steve—. Y ten la puerta cerrada.


Un hombre delgado y rubio, de pelo fino y cara igual de fina, estaba de pie junto al mostrador de recepción, tamborileando en el mármol con dedos finos. Millar seguía detrás del mostrador con el mismo aspecto pálido y asustado. El hombre delgado vestía un traje gris oscuro, con una bufanda por dentro del cuello de la chaqueta. Parecía que acabase de levantarse. Volvió despacio unos ojos color verde mar hacia Steve cuando este salió del ascensor, y esperó a que llegara al mostrador y tirara encima una llave con etiqueta.

—La llave de Leopardi, George —dijo Steve—. Hay un espejo roto en su habitación y en la alfombra está su cena… a base de whisky. —Se volvió hacia el hombre delgado—. ¿Quería verme, señor Peters?

—¿Qué ha pasado, Grayce? —El hombre delgado tenía una voz tensa que esperaba que le mintieran.

—Leopardi y dos de sus muchachos estaban alojados en el octavo, y el resto de la banda en el quinto. Los del quinto se han ido a la cama. Un par de busconas muy evidentes se las han arreglado para registrarse a solo dos habitaciones de Leopardi. Han conseguido mezclarse con él y todos estaban de juerga en el pasillo, haciendo mucho ruido. La única manera de pararlo era poniéndome un poco duro.

—Tiene sangre en la mejilla —dijo Peters con frialdad—. Límpiese.

Steve se frotó la mejilla con un pañuelo. El hilillo de sangre se había secado.

—He metido a las chicas en su habitación —dijo—. Los otros dos músicos han entendido la indirecta y se han metido en su agujero, pero Leopardi aún pensaba que los huéspedes querían oír música de trombón. Lo he amenazado con enroscárselo al cuello y me ha atizado con él. Le he dado una bofetada y él ha sacado una pistola y me ha disparado. Aquí está la pistola.

Sacó del bolsillo la automática del 32 y la dejó sobre el mostrador. Puso a su lado el casquillo usado.

—Así que le he metido un poco de sensatez a golpes y lo he echado —añadió.

Peters tamborileó con los dedos en el mármol un poco más.

—Parece que su tacto habitual se ha hecho muy evidente.

Steve lo miró fijamente.

—Me ha disparado —repitió muy sereno—. Con una pistola. Esta pistola. Soy sensible a las balas. Ha fallado, pero ¿y si no hubiera fallado? Me gusta mi estómago tal como es, con una sola entrada y una sola salida.

Peters frunció las cejas leonadas. Habló con mucha cortesía.

—Le tenemos en nómina como recepcionista nocturno, porque no nos gusta el nombre de detective de hotel. Pero ni los recepcionistas nocturnos ni los detectives echan a huéspedes del hotel sin consultarme a mí. Nunca, señor Grayce.

—El tío me ha disparado, amigo —dijo Steve—. Con una pistola. ¿Lo pilla? No tengo por qué aguantar eso sin responder, ¿o sí? —El rostro se le puso un poco pálido.

—Y otro asunto para su consideración —dijo Peters—. La mayoría de las acciones de este hotel son propiedad del señor Halsey G. Walters. El señor Walters también es propietario del club Shalotte, donde King Leopardi empieza a actuar el miércoles por la noche. Y por eso, señor Grayce, es por lo que Leopardi tuvo la bondad de hacerse cliente nuestro. ¿Se le ocurre alguna otra cosa que yo pueda querer decirle?

—Sí, que estoy despedido —dijo Steve, abatido.

—Exacto, señor Grayce. Buenas noches, señor Grayce.

El hombre flaco y delgado se dirigió al ascensor y el conserje de noche lo llevó arriba.

Steve miró a Millar.

—Jumbo Walters, ¿eh? —dijo con suavidad—. Un tipo duro y listo. Demasiado listo para pensar que este basurero y el club Shalotte puedan atender al mismo tipo de clientes. ¿Peters le escribió a Leopardi para que viniera aquí?

—Supongo que sí, Steve. —La voz de Millar era baja y triste.

—Entonces, ¿por qué no lo instaló en una suite de la torre, con terraza privada para bailar, a veintiocho pavos diarios? ¿Por qué le puso en una planta de precio medio para gente de paso? ¿Y por qué Quillan dejó que esas chicas se alojaran tan cerca de él?

Millar se tiró del bigote negro.

—Es tacaño con el dinero… lo mismo que con el whisky, supongo. Y lo de las chicas, no sé.

Steve dio una palmada en el mostrador.

—Bueno, me han despedido, por no dejar que un golfo borracho convirtiera el octavo piso en sala de fiestas y galería de tiro. ¡Es la leche! Bueno, echaré de menos este garito.

—Y yo te echaré de menos a ti, Steve —dijo Millar amablemente—. Pero no la próxima semana. Tengo una semana de vacaciones a partir de mañana. Mi hermano tiene una cabaña en Crestline.

—No sabía que tenías un hermano —dijo Steve con aire ausente.

Abrió y cerró el puño sobre el mármol del mostrador.

—No viene mucho a la ciudad. Es un tío grandote. Fue boxeador.

Steve asintió y se enderezó separándose del mostrador.

—Bueno, creo que voy a terminar la noche —dijo—. Tumbado de espaldas. Guarda la pistola en algún sitio, George.

Sonrió fríamente y se fue hacia los escalones que llevaban al vestíbulo principal en penumbra, directo a la sala donde estaba la radio. Recolocó a puñetazos los cojines sobre el sofá verde claro, y de pronto se metió la mano en el bolsillo y sacó la hojita de papel blanco que había birlado del bolso de la chica morena. Era un recibo por el alquiler de una semana, a nombre de Marilyn Delorme, apartamento 211, Apartamentos Ridgeland, Court Street, 118.

Lo guardó en su cartera y se quedó mirando la radio apagada.

—Steve, creo que tienes otro trabajo —dijo para sus adentros—. En este montaje hay algo que apesta.

Entró en una cabina telefónica que parecía un armario, en un rincón de la sala, echó cinco centavos y marcó el número de una emisora de radio nocturna. Tuvo que llamar cuatro veces antes de que le pusieran en comunicación con el presentador del programa «El búho».

—¿Qué tal si pone otra vez «Solitude» de King Leopardi?

—Tengo un montón de peticiones amontonadas. Y ya la he puesto dos veces. ¿Quién llama?

—Steve Grayce, vigilante nocturno del hotel Carlton.

—Vaya, un tío sobrio que está trabajando. Por ti, colega, cualquier cosa.

Steve volvió al sofá, encendió la radio y se tumbó de espaldas, con las manos cruzadas detrás de la cabeza.

Diez minutos después, las agudas, penetrantes y dulces notas de la trompeta de King Leopardi llegaron suavemente de la radio, con el volumen tan bajo que casi era un susurro, y sosteniendo un re sobre un do alto durante un período de tiempo casi increíble.

—La leche —gruñó Steve cuando terminó la canción—. Un tío capaz de tocar así… a lo mejor he sido demasiado duro con él.

3

Court Street estaba en la parte vieja, era el barrio de los italianos, de los ladrones, de los artistas; al otro lado de la cima de Bunker Hill. Allí se podía encontrar cualquier cosa, desde antiguos habitantes del Greenwich Village venidos a menos hasta delincuentes fugitivos, desde mujeres para una noche hasta gente con ayudas del condado peleando con caseras macilentas en viejos y ostentosos caserones con porches con volutas, suelos de parquet e inmensas y fluidas barandillas de roble blanco, caoba y nogal circasiano.

Bunker Hill había sido un sitio agradable en otros tiempos, y de esos tiempos todavía quedaba el pequeño y entrañable funicular llamado Angel’s Flight, que subía y bajaba Hill Street por un barranco de arcilla amarilla. Era por la tarde cuando Steve Grayce, su único pasajero, se apeó en la parada de arriba. Caminó bajo el sol, un hombre alto, de hombros anchos y aspecto ágil, con un traje azul de buen corte.

En Court Street torció al oeste y empezó a fijarse en los números. El que buscaba estaba a dos casas de la esquina, enfrente de una funeraria de ladrillo rojo con un letrero dorado encima: «Paolo Perrugini — Pompas fúnebres». Un italiano de piel morena y grisácea, vestido con chaqué, estaba plantado delante de la puerta encortinada del edificio de ladrillo rojo, fumando un puro y esperando que alguien muriese.

El 118 era un edificio de apartamentos de tres pisos con estructura de madera. Tenía una puerta de cristal, bien disimulada por una sucia cortina de redecilla, una alfombra de pasillo de medio metro de anchura, puertas descoloridas con los números pintados con pintura descolorida, y una escalera a mitad de camino hacia el fondo. Los barrotes de latón de la escalera brillaban en la penumbra del pasillo.

Steve Grayce subió por la escalera y deambuló de vuelta a la parte delantera. El apartamento 211, de la señorita Marilyn Delorme, estaba a la derecha, uno de los que daba a la calle. Dio unos golpecitos en la madera, esperó, volvió a llamar. Nada se movió al otro lado de la silenciosa puerta, ni en el pasillo. Detrás de otra puerta, al otro lado del pasillo, alguien empezó a toser y ya no paró.

Plantado allí, a media luz, Steve Grayce se preguntó por qué había ido. La señorita Delorme tenía una pistola. Leopardi había recibido una especie de carta amenazadora y la había roto y tirado. La señorita Delorme se había marchado del Carlton una hora después de que Steve le dijera que Leopardi se había ido. Y aun así…

Sacó un llavero de cuero y estudió la cerradura de la puerta. Parecía de las que se dejan convencer. Probó una ganzúa, echó atrás el cerrojo y entró con cuidado en la habitación. Cerró la puerta, pero no pudo echar el cierre con la ganzúa.

La habitación estaba en penumbra, con las cortinas corridas en las dos ventanas que daban a la calle. El aire olía a polvos para la cara. Había muebles pintados en colores claros y una cama doble de pared que estaba bajada pero hecha. Encima había una revista, un cenicero de vidrio lleno de colillas, una botella de whisky medio llena y, en una silla al lado de la cama, un vaso. Alguien había usado dos almohadas para apoyar la espalda y todavía estaban hundidas por el centro.

En el vestidor había un tocador de material sintético, ni barato ni caro, un peine con cabellos negros, una bandeja con artículos de manicura, muchos polvos derramados… En el cuarto de baño, nada. En un armario al lado de la cama, mucha ropa y dos maletas. Los zapatos eran todos del mismo número.

Steve se quedó parado ante la cama y se pellizcó la barbilla.

—Blossom, la rubia escupidora, no vive aquí —dijo en voz baja—. Solo Marilyn, la morena de los pantalones rasgados.

Volvió al vestidor y empezó a abrir cajones. En el de más abajo, detrás de la hoja de papel de pared que lo forraba, encontró una caja de balas de cuproníquel para una automática del 25. Inspeccionó las colillas del cenicero; todas tenían pintura de labios. Se pellizcó otra vez la barbilla, y después empujó el aire con la palma de la mano, como si estuviera remando.

—Qué tontería —dijo en voz baja—. Estás perdiendo el tiempo, Steve.

Ya estaba en la puerta, con la mano en el picaporte, cuando volvió a la cama y la levantó tirando de la barra del pie.

Marilyn Delorme estaba en casa.

Estaba tumbada de lado, bajo la cama, con las largas piernas medio abiertas, como si estuviera corriendo. Tenía una babucha puesta y otra quitada. Por encima de las medias se veían las ligas y la piel, y una rosa azul sobre algo rosa. Tenía puesto un vestido de manga corta y escote cuadrado que no estaba demasiado limpio. El cuello estaba cubierto de magulladuras moradas.

La cara tenía un color ciruela oscuro, los ojos, el brillo apagado y rancio de la muerte, y la boca estaba tan abierta que le deformaba la cara. Estaba más fría que el hielo, y todavía bastante flácida. Llevaba muerta dos o tres horas por lo menos, seis como máximo.

A su lado estaba el bolso morado, tan abierto como su boca. Steve no tocó ninguna de las cosas esparcidas por el suelo. No había pistola, y tampoco papeles.

Volvió a ocultar el cuerpo con la cama y después volvió a recorrer el apartamento, limpiando todo lo que había tocado y un montón de cosas que no recordaba si había tocado o no.

Se paró a escuchar en la puerta y salió. El pasillo seguía desierto. El hombre que había al otro lado de la puerta de enfrente seguía tosiendo. Steve bajó por la escalera, miró los buzones y volvió por el pasillo de la planta baja hasta una puerta.

Detrás de la puerta, una mecedora crujía monótonamente. Llamó y una voz aguda de mujer le respondió. Steve abrió la puerta con un pañuelo y entró.

En medio de la habitación, una mujer se balanceaba en una vieja mecedora Boston, con el cuerpo en la actitud floja y sin huesos del agotamiento. Tenía la cara del color del barro, el pelo seco, medias de algodón gris… todo lo que debería tener una casera de Bunker Hill. Miró a Steve con los ojos interesados de un pez de colores muerto.

—¿Es usted la encargada?

La mujer dejó de balancearse, chilló «¡Eh, Jake! ¡Visita!» con toda la fuerza de sus pulmones, y empezó a balancearse de nuevo.

Se oyó la puerta de una nevera cerrarse de golpe detrás de una puerta interior medio abierta, y un hombre muy grande entró en la habitación con una lata de cerveza. Tenía una cara de tonto que parecía un pan, un poco de pelusa en lo alto de una cabeza por lo demás calva, el cuello grueso, una mandíbula de bruto y unos ojos castaños de cerdo casi tan inexpresivos como los de la mujer. Necesitaba un afeitado —ya le hacía falta el día anterior— y su camisa sin cuello se abría sobre un enorme pecho duro y peludo. Llevaba tirantes escarlata con grandes hebillas doradas.

Le tendió la lata de cerveza a la mujer. Ella se la arrancó de la mano y dijo con amargura:

—Estoy tan cansada que no puedo ni pensar.

—Ya —dijo el hombre—. Pues los pasillos no los has dejado tan bien.

La mujer gruñó.

—Los he hecho tan bien como he querido. —Y sorbió la cerveza, sedienta.

Steve miró al hombre y volvió a preguntar:

—¿El encargado?

—Sí, soy yo. Jake Stoyanoff. Ciento treinta kilos desnudo y todavía bastante duro.

—¿Quién vive en el 211? —preguntó Steve.

El hombretón se inclinó un poco hacia delante y chasqueó los tirantes. Nada cambió en sus ojos. Puede que la piel de su enorme mandíbula se estirara un poco.

—Una mujer —dijo.

—¿Sola?

—Venga, pregúnteme —dijo el hombretón.

Extendió una mano y cogió un cigarro del borde de una mesa de madera teñida. El cigarro se estaba quemando de manera irregular y olía como si alguien le hubiera pegado fuego al felpudo. Se lo introdujo en la boca con un fuerte empujón, como si esperara que su cuerpo lo rechazara.

—Le estoy preguntando —dijo Steve.

—Pregúnteme ahí, en la cocina —dijo el hombretón, arrastrando la voz.

Se volvió y sujetó la puerta abierta. Steve pasó a su lado.

El hombretón cerró la puerta de una patada que compitió con el chirrido de la mecedora, abrió la nevera y sacó dos latas de cerveza. Abrió una y se la pasó a Steve.

—¿Detective?

Steve bebió un poco de cerveza, dejó la lata en el fregadero y sacó de su cartera una tarjeta nuevecita, una tarjeta comercial que había hecho imprimir aquella misma mañana. Se la pasó.

El hombre la leyó, la dejó en el fregadero, la recogió y la volvió a leer.

—Uno de esos —gruñó por encima de la cerveza—. ¿Qué ha hecho la chica esta vez?

Steve se encogió de hombros y respondió:

—Supongo que lo habitual. El numerito del pijama rasgado. Solo que esta vez le han devuelto la jugada.

—¿Cómo es eso? Lo lleva usted, ¿eh? Debe de ser un buen asunto.

Steve asintió. El grandullón echó humo por la boca.

—Pues ande, llévelo —dijo.

—¿No le importa que haya una detención aquí?

El hombretón se echó a reír de buena gana.

—Déjate de tonterías, hermano —dijo con suficiente amabilidad—. Eres un detective privado. Así que hay que estar callado. Pues muy bien, a seguir callado. Y aunque hubiera una detención… me importa un pimiento. Tú sigue con lo tuyo. Ocupa todo el sitio que quieras. A Jake Stoyanoff no le preocupan los polis.

Steve miró fijamente al hombre. No dijo nada. El grandullón habló un poco más. Parecía que se iba interesando.

—Además —prosiguió, haciendo movimientos con el cigarro—, en el fondo soy un blanco. Nunca delato a una mujer. No me chivo de las chicas. —Se terminó la cerveza, tiró la lata a un cesto que había bajo el fregadero y mostró una mano, frotando despacio el enorme pulgar contra los dos dedos siguientes—. A menos que haya algo de esto —añadió.

—Tiene usted unas manos muy grandes —dijo Steve en voz baja—. Podría haberlo hecho usted.

—¿Eh? —Los correosos ojillos castaños se callaron, mirando.

—Sí —dijo Steve—. Podría ser inocente. Pero con esas manazas, los polis van a estar rondándole de todas maneras.

El hombretón se desplazó un poco hacia su izquierda, apartándose del fregadero. Dejó la mano derecha colgando floja a un costado. Apretó tanto los labios que el cigarro casi le tocaba la nariz.

—¿Qué cuento es este, eh? —ladró—. ¿Qué intentas colgarme, tío? ¿Qué…?

—Pare ya —le interrumpió Steve pausadamente—. La han matado. Estrangulada. Está arriba, en el suelo, debajo de la cama. A media mañana, diría yo. Lo han hecho unas manos grandes… unas manos como las suyas.

El hombretón se lució sacando una pistola de la cadera. Apareció tan de repente que parecía que le había crecido en la mano y que siempre había estado allí.

Steve frunció el ceño al verla pero no se movió. El hombretón lo miró de arriba abajo.

—Eres duro —dijo—. He estado en el ring el tiempo suficiente para saber cuánto vale un tío. Tú eres bastante duro, chico. Pero no tanto como el plomo. Ya puedes hablar deprisa.

—He llamado a su puerta. No ha respondido. La cerradura es una birria. He entrado. Casi no la he visto, porque la cama estaba bajada y ella había estado sentada encima, leyendo una revista. No había señales de lucha. He levantado la cama justo antes de marcharme… y allí estaba ella. Bien muerta, señor Stoyanoff. Deje esa pipa. Lo ha dicho hace un minuto, la poli no le preocupa.

—Sí y no —susurró el hombre—. Tampoco me hacen feliz. De vez en cuando tengo algún roce. Me tienen manía. Has dicho algo de mis manos, tío.

Steve negó con la cabeza.

—Era una broma —dijo—. La chica tiene marcas de uñas en el cuello. Usted se muerde las uñas hasta abajo. Está limpio.

El hombretón no se miró los dedos. Estaba muy pálido. Había sudor en su labio inferior, en el negro rastrojo de su barba. Todavía estaba inclinado hacia delante, inmóvil, cuando se oyeron golpes al otro lado de la puerta de la cocina, en la puerta de entrada. La crujiente mecedora se detuvo y la voz aguda de la mujer chilló:

—¡Eh, Jake! ¡Visita!

El hombretón torció la cabeza.

—Esa vieja zorra… no levantaría el culo aunque la casa se incendiara —dijo con voz pastosa.

Se dirigió a la puerta, cruzó, y cerró detrás de él.

Steve inspeccionó rápidamente la cocina con la mirada. Arriba, detrás del fregadero, había una pequeña apertura, y una trampilla a ras del suelo para el cubo de la basura y los paquetes, pero ninguna otra puerta. Echó mano a la tarjeta que le había dado a Stoyanoff y se la metió en el bolsillo. Después sacó un Detective Special de cañón corto del bolsillo izquierdo del pecho, donde lo llevaba boca abajo, como en una pistolera.

Hasta ahí había llegado cuando los tiros rugieron al otro lado de la pared, un poco amortiguados, pero todavía ruidosos, cuatro disparos unidos en un fuerte estallido.

Steve retrocedió dos pasos y golpeó la puerta de la cocina con la pierna extendida. La puerta aguantó y todo él tembló, sobre todo la articulación de la cadera. Maldijo, fue hasta el fondo de la cocina y cargó contra la puerta con el hombro izquierdo. Esta vez cedió. Irrumpió en el cuarto de estar. La mujer con cara de barro estaba sentada, inclinada hacia delante en la mecedora, con la cabeza echada a un lado y un mechón de pelo ratonil caído sobre su huesuda frente.

—Tiros, ¿eh? —dijo como una idiota—. Han sonado bastante cerca. Debe de haber sido en el callejón.

Steve atravesó la habitación en un suspiro, abrió de un tirón la puerta exterior y se precipitó al pasillo.

El hombretón todavía estaba de pie, pasillo abajo, en dirección a una puerta con tela metálica que daba a un callejón. Estaba agarrado a la pared, con la pistola a sus pies. La rodilla izquierda se dobló y cayó sobre ella.

Una puerta se abrió de par en par y una mujer de aspecto duro asomó la cabeza para cerrar de un portazo un momento después. En el interior, alguien subió de golpe el volumen de la radio.

El hombretón se incorporó sobre la rodilla izquierda y la pierna le tembló violentamente dentro de los pantalones. Se cayó de rodillas, recogió la pistola y empezó a reptar hacia la puerta que daba al callejón. De pronto se cayó de bruces, e intentó arrastrarse así, frotando la cara contra la estrecha alfombra del pasillo.

Por fin dejó de arrastrarse y de moverse en general. Su cuerpo quedó flácido y la mano que empuñaba la pistola se abrió y el arma escapó de sus dedos.

Steve empujó la puerta de rejilla y salió al callejón. Un sedán gris ganaba velocidad a medida que se alejaba. Steve plantó los pies en el suelo, se estabilizó, levantó el revólver y el sedán dobló la esquina y se perdió de vista.

Un hombre surgió de otra casa de apartamentos al otro lado del callejón. Steve empezó a correr, haciéndole gestos y señalando hacia delante. Mientras corría se guardó el arma en el bolsillo. Cuando llegó al extremo del callejón, el sedán gris ya no estaba a la vista. Steve patinó al doblar hacia la acera, frenó hasta quedar andando y por fin se detuvo.

A media manzana de distancia, un hombre aparcó un coche, se bajó y cruzó la acera para entrar en un restaurante. Steve lo miró entrar, después se recolocó el sombrero y caminó junto a la pared hacia el restaurante.

Entró, se sentó ante la barra y pidió café. Al poco rato se oyeron sirenas.

Steve se bebió el café, pidió otra taza y se la terminó. Encendió un cigarrillo y bajó por la larga cuesta hasta la Quinta, cruzó a Hill Street, volvió al pie de Angel’s Flight y sacó su descapotable de un aparcamiento.

Condujo hacia el oeste, más allá de Vermont, al hotel donde había alquilado una habitación aquella misma mañana.

4

Bill Dockery, gerente de sala del club Shalotte, se balanceó sobre los talones y bostezó en la entrada sin iluminar del comedor. Era una hora muerta para el negocio, tarde para los cócteles, demasiado pronto para cenar y prontísimo para el verdadero negocio del club, que era el juego de alto copete.

Dockery era una cara bonita con una chaqueta de esmoquin azul marino y un clavel marrón. Tenía una frente de cinco centímetros bajo un pelo negro engominado, buenas facciones tirando un poco a duras, ojos castaños y vigilantes y pestañas muy largas y arqueadas, que le gustaba dejar caer sobre los ojos para engañar a los borrachos camorristas e inducirles a que le dieran un puñetazo.

El portero uniformado abrió la puerta de entrada al vestíbulo para dejar paso a Steve Grayce.

—Ajá —dijo Dockery, al tiempo que hacía chocar los dientes e inclinaba su peso hacia delante.

Atravesó despacio el vestíbulo para salir al encuentro del cliente. Steve se detuvo nada más pasar las puertas y paseó la mirada por el lujoso vestíbulo, con paredes de cristal lechoso iluminadas suavemente desde atrás. Talladas en el cristal había imágenes de barcos de vela, fieras de la selva, pagodas de Siam, templos de Yucatán. Las puertas tenían marcos cuadrados de cromo, como marcos para fotografías. El club Shalotte tenía toda la clase que se puede tener, y el rumor de voces del salón bar de la izquierda no era demasiado ruidoso. La suave música hispana que servía de fondo a las voces era tan delicada como un abanico tallado.

Dockery llegó e inclinó levemente su lustrosa cabeza hacia delante.

—¿En qué puedo servirle?

—¿Está por aquí King Leopardi?

Dockery volvió a echarse hacia atrás. Parecía menos interesado.

—¿El director de la banda? Debuta mañana por la noche.

—Pensé que podría estar aquí… ensayando o algo.

—¿Es amigo suyo?

—Conocido. No busco trabajo ni compongo canciones, si es a lo que se refiere.

Dockery se balanceó sobre los talones. No tenía oído musical y para él Leopardi no era más importante que una bolsa de cacahuetes. Sonrió a medias.

—Hace un rato estaba en el bar. —Señaló con la barbilla cuadrada y rocosa. Steve Grayce entró en el bar.

Había un tercio del aforo, era acogedor y confortable, ni muy oscuro ni muy iluminado. La orquestilla hispana estaba en una arcada, tocando con sordina pequeñas melodías seductoras que eran más recuerdos que sonidos. No había pista de baile. Había una barra larga con asientos cómodos, y aquí y allá mesas redondas con tablero sintético. Un banco de pared recorría tres lados de la sala. Los camareros revoloteaban entre las mesas como polillas.

Steve Grayce vio a Leopardi en el rincón del fondo, con una chica. A cada lado había una mesa vacía. La chica era despampanante.

Parecía alta y su pelo tenía el color de un fuego de maleza visto a través de una nube de polvo. Encima y ladeada llevaba una boina de terciopelo negro con dos puntas y dos mariposas artificiales hechas de plumas a lunares y sujetas con largos alfileres de plata. Su vestido rojo borgoña era de punto, y el zorro azul que llevaba sobre los hombros medía por lo menos sesenta centímetros de anchura. Tenía los ojos grandes, de color azul humo, y parecían aburridos. Con la enguantada mano izquierda daba vueltas despacio a un vaso pequeño sobre la mesa.

Leopardi estaba frente a ella, inclinado hacia delante, hablando. Sus hombros parecían muy anchos dentro de una chaqueta deportiva holgada, de color crema. Por encima del cuello de la chaqueta, el pelo formaba una punta sobre su cuello moreno. Estaba riéndose cuando Steve se acercó, su risa tenía un sonido confiado y burlón.

Steve se detuvo, y entonces pasó por detrás de la mesa más cercana. El movimiento llamó la atención de Leopardi. Volvió la cabeza, pareció molesto y de pronto sus ojos se abrieron y brillaron mucho y todo su cuerpo giró lentamente, como un juguete mecánico.

Leopardi puso las dos manos, bastante pequeñas y bien formadas, sobre la mesa, a ambos lados de un vaso largo. Sonrió. Después retiró su silla y se puso de pie. Levantó un dedo y se tocó el fino bigote, con una delicadeza teatral. Y después dijo muy despacio pero con mucha claridad:

—¡Hijo de puta!

Un hombre de una mesa cercana volvió la cabeza y compuso una mueca de desagrado. Un camarero que había empezado a acercarse se detuvo en seco y desapareció entre las mesas. La chica miró a Steve Grayce y después se recostó sobre los cojines del banco de pared, se mojó la punta de un dedo de la mano derecha y se alisó una ceja castaña.

Steve se mantuvo inmóvil. Había un fuerte y repentino rubor en sus mejillas. Habló en voz baja:

—Anoche se dejó una cosa en el hotel. Creo que debería hacer algo al respecto. Tenga.

Sacó del bolsillo un papel doblado y se lo tendió. Leopardi lo agarró, todavía sonriente, lo desdobló y lo leyó. Era una hoja de papel amarillo con trozos recortados de papel blanco pegados encima. Leopardi arrugó el papel y lo dejó caer a sus pies.

Dio un paso ágil hacia Steve y repitió en voz más alta:

—¡Hijo de puta!

El hombre que había mirado antes se puso de pie bruscamente y se volvió. Dijo con claridad:

—No me gusta esa clase de lenguaje delante de mi mujer.

Sin tan siquiera mirar al hombre, Leopardi respondió:

—A la mierda tú y tu mujer.

El rostro del hombre se puso rojo oscuro. La mujer que estaba con él se levantó, agarró un bolso y un abrigo y se marchó. Tras un momento de indecisión, el hombre la siguió. A estas alturas, todos los presentes estaban mirando. El camarero que había desaparecido salió por la puerta hacia el vestíbulo de entrada, caminando muy deprisa.

Leopardi dio otro paso, más largo, y golpeó a Steve Grayce en la mandíbula. Steve encajó el golpe, retrocedió, apoyó la mano en una mesa y volcó un vaso. Se volvió para pedir disculpas a la pareja de la mesa. Leopardi se abalanzó y lo golpeó detrás de la oreja.

Dockery entró en el bar, separó a dos camareros como quien pela un plátano y atravesó el salón enseñando todos los dientes.

Steve tuvo una arcada y se apartó. Se volvió y dijo con voz pastosa:

—Espera un momento, imbécil… Eso no es todo… Hay…

Leopardi se acercó con rapidez y le pegó en plena boca. Del labio de Steve brotó sangre, que se deslizó por la comisura de la boca y brilló en la barbilla. La pelirroja echó mano a su bolso con la cara blanca de ira y empezó a levantarse.

Leopardi giró bruscamente sobre sus talones y empezó a alejarse. Dockery extendió una mano para detenerlo. Leopardi se desentendió y siguió andando hasta salir del salón.

La chica alta y pelirroja volvió a dejar el bolso sobre la mesa y dejó caer el pañuelo al suelo. Miró a Steve muy tranquila y habló en voz baja:

—Límpiese la sangre de la barbilla antes de que le caiga en la camisa. —Tenía una voz suave y ronca, con un poco de vibración.

Dockery se acercó con expresión dura, agarró a Steve por un brazo y apretó.

—Muy bien. ¡Vamos!

Steve permaneció inmóvil, con los pies clavados al suelo, mirando a la chica. Se limpió la boca con un pañuelo. Medio sonreía. Dockery no pudo moverlo ni un centímetro, así que dejó caer la mano, hizo una señal a dos camareros y estos se situaron detrás de Steve, pero sin tocarlo.

Steve se palpó el labio con cuidado y miró la sangre en el pañuelo. Se volvió hacia los que estaban en la mesa detrás de él y dijo:

—Lo siento muchísimo. He perdido el equilibrio.

La chica cuya bebida había derramado se estaba frotando el vestido con una servilleta bordada. Le sonrió y dijo:

—No ha sido culpa suya.

De pronto, los dos camareros agarraron los brazos de Steve por detrás. Dockery hizo un gesto con la cabeza y lo soltaron.

—¿Le ha pegado usted? —preguntó Dockery con voz tensa.

—No.

—¿Ha dicho algo para que le pegara?

—No.

La chica de la mesa del rincón se agachó para recoger su pañuelo caído. Le llevó bastante tiempo. Por fin lo recogió y se deslizó de nuevo en el rincón, detrás de la mesa. Habló con frialdad.

—Es verdad, Bill. Ha sido otra muestra del exquisito comportamiento del Rey con su público.

—¿Eh? —dijo Dockery, girando la cabeza sobre su grueso y duro cuello. Después sonrió y volvió a mirar a Steve.

—Me ha dado tres buenos puñetazos —dijo Steve en tono sombrío—. Uno de ellos por la espalda, sin que yo respondiera. Usted parece bastante duro. A ver si puede hacer lo mismo.

Dockery lo midió con la mirada. Habló con voz serena.

—Usted gana. No podría —respondió—. ¡Marchaos! —añadió en tono cortante hacia los camareros. Estos se marcharon. Dockery olió su clavel y dijo muy tranquilo—: Aquí no toleramos las peleas.

Sonrió de nuevo a la chica y se retiró, dejando caer una palabra aquí y otra allá por las mesas. Salió hacia el vestíbulo.

Steve se tocó el labio, guardó el pañuelo en un bolsillo y escudriñó el suelo con la mirada.

—Creo que tengo lo que buscas —dijo la pelirroja con mucha calma—. En mi pañuelo. ¿Quieres sentarte?

Su voz tenía una cualidad conocida, como si la hubiera oído antes. Steve se sentó frente a ella, en la silla que había ocupado Leopardi.

—Yo invito —dijo la pelirroja—. Estaba con él.

—Coca con un chorrito de bíter —le pidió Steve al camarero.

—¿Y la señora? —preguntó el camarero.

—Brandy con soda. Poco brandy, por favor.

El camarero se inclinó levemente y se alejó. La chica habló en tono divertido.

—Coca con un chorrito de bíter. Es lo que me gusta de Hollywood, aquí puedes conocer a un montón de neuróticos.

Steve la miró a los ojos y dijo en voz baja:

—Soy un bebedor ocasional, uno de esos tíos que salen a tomar una cerveza y se despiertan en Singapur con la barba crecida.

—No me creo ni una palabra. ¿Hace mucho que conoces al Rey?

—Lo conocí anoche. No nos caímos bien.

—Ya me he dado cuenta.

Se rio. Tenía una risa suave y cálida.

—Deme ese papel, señorita.

—Huy, uno de esos hombres impacientes. Hay tiempo de sobra. —El pañuelo con el papel amarillo arrugado estaba firmemente apretado en su mano enguantada. El dedo medio de la mano derecha jugó con una ceja—. No trabajas en el cine, ¿verdad?

—Demonios, no.

—Yo tampoco. Soy demasiado alta. Los príncipes azules tienen que ponerse zancos para apretarme contra su pecho.

El camarero depositó las bebidas delante de ellos, hizo una floritura en el aire con su servilleta y se alejó.

—Deme ese papel, señorita —insistió Steve en voz baja, testarudo.

—No me gusta eso de «señorita». Me suena a poli.

—No sé tu nombre.

—Ni yo el tuyo. ¿Dónde conociste a Leopardi?

Steve suspiró. La música de la orquestilla hispana tenía un melancólico sonido menor, dominado por el repique amortiguado de las maracas.

Steve lo escuchó con la cabeza ladeada.

—La cuerda de mi está bajada medio tono. Un efecto curioso —dijo.

La chica lo miró con interés.

—Nunca me habría dado cuenta —dijo—. Y se supone que canto muy bien. Pero no has respondido a mi pregunta.

—Ayer por la noche —empezó él despacio—, yo era el detective del hotel Carlton. Aunque me llamaran recepcionista nocturno, ese era mi trabajo. Leopardi estaba alojado allí y se puso violento. Lo eché, y me despidieron.

—Ah, empiezo a hacerme una idea —dijo la chica—. Él estaba siendo el Rey y tú, a ver si lo adivino, un detective de la rama dura.

—Algo parecido. Ahora, si me haces el favor…

—Todavía no me has dicho tu nombre.

Él echó mano a su cartera, sacó una de las tarjetas nuevas y se la pasó por encima de la mesa. Dio un sorbo a su bebida mientras ella la leía.

—Bonito nombre —comentó ella despacio—. Pero la dirección no es muy buena. Y lo de «Detective privado» está mal. Debería decir «Investigaciones», en letra muy pequeña, en la esquina inferior izquierda.

—Todo lo pequeña que quieras. —Steve sonrió—. Y ahora, por favor…

Ella extendió de pronto el brazo por encima de la mesa y dejó caer el papel arrugado que tenía en la mano.

—Por supuesto, no lo he leído… y, por supuesto, me gustaría. Espero que me concedas eso… —Miró otra vez la tarjeta y añadió—: Steve. Sí, y tu oficina debería estar en un edificio georgiano o muy modernista del Sunset, número ochenta y tantos, suite tal o cual. Y tu ropa debería ser muy vistosa. Pero que muy vistosa, Steve. Ser discreto en esta ciudad es ser una promesa frustrada.

Él sonrió. En sus hundidos ojos negros había lucecitas. Ella guardó la tarjeta en su bolso, le dio un tirón a su chal de piel y se bebió aproximadamente la mitad de su copa.

—Tengo que irme.

Llamó al camarero y pagó la cuenta. Este se marchó y ella se puso de pie.

—Siéntate —dijo Steve, cortante.

Ella lo miró suspicaz. Después se volvió a sentar y se recostó contra la pared sin apartar la mirada. Steve se inclinó sobre la mesa y preguntó:

—¿Cómo de bien conoces a Leopardi?

—Nos hemos ido viendo desde hace años, si tanto te interesa. No te pongas mandón conmigo, por el amor de Dios. Odio a los hombres mandones. Fui cantante en su banda, pero no mucho tiempo. Con Leopardi no puedes ser solo la cantante… no sé si me entiendes.

—Estabas tomando una copa con él.

Ella asintió ligeramente y se encogió de hombros.

—Debuta aquí mañana por la noche. Estaba intentando convencerme de que cantara para él otra vez. Le he dicho que no, pero puede que tenga que hacerlo de todos modos durante una o dos semanas. El dueño del Shalotte es también propietario de mi contrato… y de la emisora de radio en la que trabajo muchas veces.

—Jumbo Walters —dijo Steve—. Dicen que es duro pero legal. Nunca me he encontrado con él, pero me gustaría. Uno tiene que ganarse la vida. Toma.

Abrió la mano sobre la mesa y dejó caer el papel arrugado.

—Y tu nombre era…

—Dolores Chiozza.

Steve lo repitió lentamente.

—Me gusta. Y también me gusta cómo cantas. Te he escuchado muchas veces. No exageras las canciones como la mayoría de esas melódicas que ganan pasta.

Sus ojos relucían. La chica extendió el papel sobre la mesa y lo leyó despacio, sin expresión. Después preguntó en voz baja:

—¿Quién lo rompió?

—Leopardi, supongo. Los trozos estaban en su papelera anoche. Yo los reuní después de que se fuera. El tío tiene agallas… o bien estas cosas le pasan tan a menudo que ya no les da importancia.

—O creyó que era una broma —dijo ella mirándolo a los ojos. Después dobló el papel y se lo devolvió.

—Es posible. Pero si es la clase de tío que dicen que es… uno de estos va a ser en serio, y el tío que lo mande va a hacer algo más que exprimirle.

—Es la clase de tío que dicen que es —dijo Dolores Chiozza.

—Entonces no sería difícil para una mujer llegar hasta él, ¿verdad? Una mujer con una pistola.

Ella seguía mirándolo fijamente.

—No. Y si quieres mi opinión, todo el mundo la aplaudiría. Yo que tú me olvidaría de todo este asunto. Si quiere protección, Walters puede darle mucha más que la policía. Y si no la quiere… ¿a quién le importa? A mí no. Te aseguro que a mí no.

—Tú también eres bastante dura, señorita Chiozza… para algunas cosas.

Ella no dijo nada. Su cara estaba un poco pálida y más que un poco tensa.

Steve se terminó la bebida, echó hacia atrás su silla y recogió el sombrero. Se puso de pie.

—Muchas gracias por la copa, señorita Chiozza. Ahora que te he conocido, estoy deseando volver a oírte cantar.

—Qué formal te has puesto de pronto —dijo ella.

Él sonrió.

—Hasta la vista, Dolores.

—Hasta la vista, Steve. Buena suerte en el negocio detectivesco. Si me entero de algo…

Él dio media vuelta y caminó entre las mesas hasta salir del salón bar.

5

En el fresco anochecer de otoño, las luces de Hollywood y Los Ángeles le hacían guiños. Los rayos de unos reflectores sondeaban el cielo sin nubes como si buscaran bombarderos.

Steve sacó el descapotable del aparcamiento y condujo por el Sunset hacia el este. En el cruce de Sunset con Fairfax compró un periódico de la tarde y paró en una acera para echarle un vistazo. El periódico no decía nada del 118 de Court Street.

Dio unas cuantas vueltas más con el coche y terminó cenando en un pequeño café al lado de su hotel. Fue a un cine. Cuando salió, compró una edición local del Tribune, un periódico matutino. Y allí estaban: los dos.

La policía sospechaba que Jake Stoyanoff podía haber estrangulado a la chica, pero no había habido agresión sexual. A ella la describían como a taquimecanógrafa sin empleo en aquel momento. No había fotos suyas. Solo una de Stoyanoff que parecía una fotografía policial retocada. La policía estaba buscando a un hombre que había hablado con Stoyanoff justo antes de que lo mataran. Varias personas habían declarado que era un hombre alto con un traje oscuro. Aquella era la única descripción que la policía tenía… o decía tener.

Steve sonrió con amargura, hizo una parada en un café para tomar una taza de buenas noches y subió a su habitación. Faltaban unos minutos para las once. Cuando estaba abriendo la puerta, el teléfono empezó a sonar.

Cerró la puerta y se quedó parado en la oscuridad, recordando dónde estaba el teléfono. Después caminó derecho hacia él, como un gato en una habitación a oscuras. Se sentó en una butaca y agarró el teléfono, que estaba en el estante inferior de una mesita. Se llevó el auricular al oído y contestó:

—¿Diga?

—¿Es Steve? —preguntó una voz cálida, ronca, baja, vibrante, con una nota de tensión.

—Sí, soy Steve. Te oigo. Sé quién eres.

Se oyó una risa suave y seca.

—Al final sí que vas a servir para detective. Y parece que te voy a proporcionar tu primer caso. ¿Puedes venir ahora mismo a mi casa? Es en Renfrew, número 2412… Norte, no hay sur. A media manzana de Fountain, hacia abajo. Es una especie de colonia de bungalows. Mi casa es la última de la fila, en la parte de atrás.

—Sí, claro —dijo Steve—. ¿Qué es lo que pasa?

Hubo una pausa. Un claxon sonó en la calle, fuera del hotel. Por el techo cruzó una oleada de luz de un coche que doblaba la esquina cuesta arriba. La voz baja habló muy despacio:

—Leopardi. No puedo librarme de él. Está… se ha quedado desmayado en mi alcoba. —Y después, una risita tintineante que no pegaba nada con la voz.

Steve apretó tanto el teléfono que le dolió la mano. Le chocaron los dientes en la oscuridad. Habló en tono plano, con una voz apagada y quebradiza.

—Ya. Te costará veinte pavos.

—Claro. Date prisa, por favor.

Steve colgó y se quedó sentado en la habitación a oscuras, resoplando. Se echó el sombrero hacia atrás y después se lo volvió a echar hacia delante de un violento tirón al tiempo que empezaba a reírse en voz alta.

—Demonios —dijo—. Es esa clase de mujer.

El 2412 de Renfrew no era una colonia de bungalows en un sentido estricto. Era una hilera escalonada de seis bungalows, todos orientados hacia el mismo sitio, pero dispuestos de tal manera que ninguna de las entradas era visible desde las otras. Al fondo se levantaba una tapia de ladrillo, y una iglesia al otro lado. Había un césped largo y liso, plateado por la luna.

La puerta tenía dos escalones, faroles a cada lado y una rejilla de hierro forjado sobre la mirilla. Se abrió cuando él llamó y el rostro de una chica asomó, un rostro pequeño y ovalado con una boca como el arco de Cupido, cejas arqueadas y depiladas, pelo castaño y ondulado. Los ojos eran como dos castañas frescas y relucientes.

Steve dejó caer el cigarrillo que se estaba fumando y lo aplastó con el pie.

—La señorita Chiozza. Me está esperando. Steve Grayce.

—La señorita Chiozza se ha retirado, señor —dijo la chica con un gesto medio insolente en los labios.

—Menos rollo, chiquilla. Ya me has oído, me está esperando.

La ventanilla se cerró de golpe. Steve esperó, mirando malhumorado la estrecha franja de césped iluminado por la luna, hacia la calle. «Muy bien. Conque así estaban las cosas… Bueno, por veinte pavos valía la pena hacer un desplazamiento a la luz de la luna».

La cerradura chasqueó y la puerta se abrió de par en par. Steve pasó junto a la doncella a una habitación cálida y alegre, con estampados pasados de moda. Las lámparas no eran ni viejas ni nuevas, y había bastantes, en los sitios adecuados. Había una chimenea detrás de una rejilla de cobre plegable, un sofá y un mueble bar con radio en un rincón.

—Lo siento, señor —dijo la doncella, muy tiesa—. La señorita Chiozza se había olvidado de avisarme. Por favor, tome asiento.

La voz era suave, y tal vez desconfiada. La muchacha salió de la habitación, con su falda corta, sus medias de seda y sus tacones de aguja de diez centímetros.

Steve se sentó, se puso el sombrero sobre una rodilla y le hizo una mueca a la pared. Oyó el sonido de una puerta batiente al cerrarse. Sacó un cigarrillo, lo hizo rodar entre los dedos y después, deliberadamente, lo aplastó y lo redujo a una masa informe y plana de papel blanco y hebras de tabaco. Lo tiró contra el guardafuegos.

Dolores Chiozza fue hacia él. Vestía un cómodo pijama de terciopelo verde con un cinturón largo de bordes dorados. Hacía girar el extremo del cinturón como si fuera a echar el lazo con él. Sonreía leve y artificialmente. La cara parecía lavada y los párpados estaban azulados y temblaban.

Steve se levantó y miró las zapatillas de tafilete que asomaban bajo el pijama cuando ella andaba. Cuando estuvo cerca, levantó la mirada hacia su cara y saludó en tono apagado.

Ella lo miró fijamente y después habló en voz alta y potente.

—Sé que es tarde, pero sé que estás acostumbrado a estar levantado toda la noche. Así que he pensado que lo que teníamos que hablar… ¿No quieres sentarte?

Giró un poquito la cabeza, como si estuviera escuchando algo.

—Nunca me acuesto antes de las dos —dijo Steve—. Está bien.

Ella se alejó y apretó un timbre que había junto a la chimenea. Al cabo de un momento, la doncella llegó a través del arco.

—Trae cubitos de hielo, Agatha. Y después, vete a casa. Se está haciendo tarde.

—Sí, señora.

La muchacha desapareció.

Se impuso un silencio que casi aullaba hasta que la chica alta, con aire ausente, sacó un cigarrillo de un paquete, se lo puso entre los labios y Steve rascó torpemente una cerilla en la suela de un zapato. Ella arrimó la punta del cigarrillo a la llama y sus ojos de color azul humo se clavaron en los negros de él. Ella agitó muy ligeramente la cabeza.

Llegó la doncella con un cubo de cobre lleno de hielo. Colocó una mesita de latón entre ellos, delante del sofá, puso encima el cubo de hielo y después un sifón, vasos y cucharillas, y una botella triangular que habría parecido buen escocés, si no fuera por las filigranas plateadas y el tapón.

—¿Quieres preparar unas copas? —dijo Dolores Chiozza en tono formal.

Él preparó dos bebidas, las removió y le pasó una. Ella dio un sorbo y negó con la cabeza.

—Demasiado flojo —dijo. Él añadió más whisky y le devolvió el vaso—. Mejor.

Y se recostó en una esquina del sofá.

La doncella entró otra vez en la habitación. Llevaba un elegante sombrero rojo sobre el pelo castaño y ondulado y un abrigo gris con bonitos rebordes de piel. Colgando del brazo, un bolso de brocado negro en el que cabría el contenido de una nevera de buen tamaño.

—Buenas noches, señorita Dolores —dijo.

—Buenas noches, Agatha.

La muchacha salió por la puerta de la calle y la cerró con cuidado. Sus tacones repicaron por la acera. A lo lejos, un coche se abrió y se cerró, y un motor arrancó. Su sonido se alejó pronto. Era un vecindario muy tranquilo.

Steve dejó su vaso en la bandeja y miró a los ojos a la chica alta. Habló en tono áspero:

—¿Eso significa que nos hemos librado de ella?

—Sí. Se marcha a casa en su coche. Me trae del estudio en el mío… cuando voy al estudio, como esta noche. No me gusta conducir.

—Bueno, ¿a qué estás esperando?

La pelirroja miró fijamente el cortafuegos articulado y los troncos sin encender que había detrás. Un músculo le tembló en la mejilla. Al cabo de un momento, dijo:

—Es curioso que te haya llamado a ti y no a Walters. Él me habría protegido mejor de lo que puedes hacerlo tú. Pero él no me habría creído. Pensé que tal vez tú sí. No lo invité. Que yo sepa… nosotros dos somos las únicas personas en el mundo que sabemos que está aquí.

Algo en su voz hizo que Steve se enderezara de golpe.

Ella sacó un pañuelito almidonado del bolsillo del pecho de su pijama de terciopelo verde, lo dejó caer al suelo, lo recogió rápidamente y se lo apretó contra la boca. De pronto, sin hacer ningún sonido, empezó a temblar como una hoja.

Steve se apresuró a decir:

—Qué demonios, puedo manejar a ese sinvergüenza con una mano. Lo hice anoche… y él tenía una pistola y me disparó.

Ella volvió la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos y fijos en él.

—Pero no pudo ser con mi pistola —dijo con voz muerta.

—¿Eh? Claro que no. ¿Qué…?

—Esta noche es mi pistola —dijo con la mirada aún fija—. Tú dijiste que a una mujer le sería muy fácil acercársele con una pistola.

Él le devolvió la mirada. Se había puesto pálido y un sonido indefinido le salió de la garganta.

—No está borracho, Steve —dijo ella con suavidad—. Está muerto. Con un pijama amarillo… en mi cama. Con mi pistola en la mano. No creías que estaba solo borracho, ¿verdad, Steve?

Él se puso de pie con un rápido movimiento y después se quedó absolutamente inmóvil, mirándola desde lo alto. Movió la lengua entre los labios y después de mucho tiempo formó palabras con ella.

—Vamos a verlo —dijo en un susurro.

6

La habitación estaba al fondo de la casa, a la izquierda. La chica sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. Había una luz baja sobre una mesa, y las persianas venecianas estaban cerradas. Steve pasó junto a ella en silencio, con andares de gato.

Leopardi estaba tendido en medio de la cama, un tipo grande, suave y callado, que la muerte hacía parecer céreo y artificial. Hasta su bigote parecía falso. Los ojos medio abiertos, ciegos como canicas, miraban como si jamás hubieran visto. Estaba tendido de espaldas sobre la sábana, y el resto de la ropa de cama estaba tirado a los pies de la cama.

El Rey vestía un pijama amarillo de seda, de los que se ponen por la cabeza, con cuello vuelto. Era fino y holgado. El pecho estaba oscuro por la sangre que había empapado la seda como si fuera papel secante. Había un poco de sangre en el cuello moreno y desnudo.

Steve lo miró y habló sin entonación:

—El Rey de amarillo. Una vez leí un libro con ese título. Supongo que le gustaba ese color. Anoche metí algunas de sus cosas en una maleta. Pero no era un cobarde. Por lo general, los tipos como él lo son, ¿no?

La chica se dirigió a un rincón y se sentó en una pequeña butaca sin brazos, mirando al suelo. Era una habitación bonita, tan modernista como informal era el cuarto de estar. Tenía una alfombra de felpa color café con leche, muebles muy angulosos de madera taraceada y un tocador con un espejo como tablero, un hueco para las piernas y cajones como un escritorio. Encima tenía un espejo plegable, y sobre el espejo había una lámpara de pared semicilíndrica, de cristal esmerilado. En un rincón había una mesa de cristal con un galgo del mismo material encima, y una lámpara con la pantalla más larga que Steve había visto en su vida.

Dejó de prestar atención a todo aquello y volvió a mirar a Leopardi. Levantó con cuidado el pijama del Rey y examinó la herida. Estaba directamente sobre el corazón, y allí la piel estaba chamuscada y moteada. No había demasiada sangre. Había muerto en una fracción de segundo.

Había una pequeña automática Mauser encajada en su mano derecha, arriba, sobre la segunda almohada de la cama.

—Muy artístico —dijo Steve, señalando—. Sí, es un bonito detalle. Parece una típica herida de contacto. Hasta se subió la camisa del pijama. He oído que hacen eso. Una Mauser 763, diría yo. ¿Seguro que esa pistola es tuya?

—Sí. —Ella seguía mirando al suelo—. Estaba en un cajón en el cuarto de estar. No estaba cargada. Pero había balas. No sé por qué. Alguien me la dio hace tiempo. Ni siquiera sé cargarla.

Steve sonrió. Ella alzó de repente la mirada, vio su sonrisa y se estremeció.

—No espero que nadie crea eso —dijo—. Bueno, supongo que podríamos llamar a la policía.

Steve asintió con aire ausente, se metió un cigarrillo en la boca y lo movió arriba y abajo con los labios, aún hinchados por el puñetazo de Leopardi. Encendió una cerilla con la uña del pulgar, exhaló una nubecilla de humo y habló en voz baja:

—Nada de polis. Todavía no. Cuéntamelo.

—Canto en la KFQC, como ya sabes —dijo la pelirroja—. Tres noches por semana, en un programa de un cuarto de hora de una marca de automóviles. Hoy era una de esas noches. Agatha y yo hemos vuelto a casa… aproximadamente a las diez y media. En la puerta me he acordado de que no nos quedaba agua de Seltz en casa, así que la he mandado a la licorería, que está a tres manzanas, y he entrado sola. He notado un olor raro en la casa. No sé qué era. Como si varios hombres hubieran estado aquí, o algo así. Cuando he entrado en la alcoba… estaba exactamente como está ahora. He visto la pistola y he ido a mirar, he sabido que estaba perdida. No sabía qué hacer. Aunque la policía no me acusara, en cualquier parte a donde vaya a partir de ahora…

—Entró aquí. ¿Cómo? —la interrumpió Steve bruscamente.

—No lo sé.

—Sigue —dijo él.

—He cerrado la puerta. Después me he desvestido… con eso encima de mi cama. He ido al cuarto de baño a ducharme y despejarme la cabeza. Al salir de este cuarto, he cerrado la puerta y me he llevado la llave. Agatha ya había vuelto, pero no creo que me haya visto. Bueno, me he duchado y eso me ha reanimado un poco. Me he tomado una copa, y he venido aquí y te he llamado.

Dejó de hablar, se humedeció la punta de un dedo y se alisó el extremo de la ceja izquierda.

—Eso es todo, Steve, absolutamente todo.

—El servicio doméstico puede ser muy cotilla. Esta Agatha es más fisgona que la mayoría… o no entiendo de esas cosas. —Se acercó a la puerta y miró la cerradura—. Apuesto a que en la casa hay tres o cuatro llaves que abren esto.

Fue hacia las ventanas y palpó los cierres, miró las persianas a través del cristal y dijo por encima del hombro, como sin intención:

—¿Estaba el Rey enamorado de ti?

La voz de ella sonó aguda, casi furiosa.

—Nunca estuvo enamorado de ninguna mujer. Hace un par de años, en San Francisco, cuando estuve con su banda una temporada, se hizo un poco de publicidad tonta sobre nosotros. Pero no había nada. Aquí se ha revivido aquello en las notas para la prensa, para promocionar su presentación. Esta tarde yo le estaba diciendo que no pensaba consentirlo, que no quería que nadie me relacionará con él de ese modo. Su vida privada era una guarrería. Apestaba. En la profesión todos lo saben. Y no es una profesión en la que crezcan muchas margaritas pudorosas.

—¿Tu cama fue la única en la que no pudo meterse? —dijo Steve.

La chica se ruborizó hasta las raíces del pelo rojo oscuro.

—Sé que suena mal —dijo él—, pero tengo que pensar en todas las posibilidades. Más o menos es así, ¿no?

—Sí… supongo que sí. Yo no diría que la única.

—Anda, ve al otro cuarto y ponte una copa.

Ella se levantó y lo miró de frente, de un lado a otro de la cama.

—Yo no lo he matado, Steve. Yo no lo he traído a casa esta noche. No sabía que iba a venir, y no tenía ningún motivo para venir. Lo creas o no. Pero aquí hay algo que no cuadra. Leopardi sería el último hombre del mundo que se quitaría su preciosa vida.

—Y no lo hizo, guapa —dijo Steve—. Ve a por esa copa. Lo han asesinado. Todo esto es un montaje… para obtener protección de Jumbo Walters. Anda, sal.

Él se quedó en silencio, inmóvil, hasta que oyó sonidos en el cuarto de estar que indicaban que ella estaba allí. Entonces sacó su pañuelo y cogió la pistola de la mano derecha de Leopardi, la limpió con cuidado por fuera, sacó el cargador y lo limpió, extrajo todas las balas y las limpió una a una, expulsó la que había en la recámara y la limpió. Volvió a cargarla y la devolvió a la mano muerta de Leopardi, cerró los dedos a su alrededor y apretó el dedo índice contra el gatillo. Después dejó que la mano volviera a caer naturalmente sobre la cama.

Palpó las ropas de cama y encontró un casquillo expulsado. Lo limpió y lo volvió a poner donde lo había encontrado. Se llevó el pañuelo a la nariz, lo olfateó con una mueca de disgusto, rodeó la cama hasta un armario y lo abrió.

—Eres descuidado con tu ropa, muchacho —dijo en voz baja.

La chaqueta deportiva de color crema estaba allí colgada en una percha, sobre unos pantalones de color gris oscuro con un cinturón de piel de lagarto. A su lado había una camisa amarilla de raso y una corbata de color vino. Un pañuelo a juego con la corbata brotaba con soltura del bolsillo del pecho de la chaqueta, asomando unos diez centímetros. En el suelo había un par de zapatos deportivos de piel de gacela color nuez moscada, y calcetines sin ligas. Y tirados cerca había unos calzoncillos de raso amarillo con grandes iniciales negras.

Steve palpó concienzudamente los pantalones grises y sacó un llavero de cuero. Salió de la habitación, recorrió el pasillo y entró en la cocina. Tenía una puerta maciza y una buena cerradura de muelle con una llave puesta. La sacó y probó las llaves del llavero, no encontró ninguna que encajara, volvió a meter la otra llave y pasó al cuarto de estar. Abrió la puerta de la calle, salió y volvió a cerrarla sin mirar a la chica acurrucada en un rincón del sofá. Fue probando llaves hasta encontrar la buena. Entró de nuevo, regresó a la alcoba y volvió a meter el llavero en el bolsillo de los pantalones grises. Después salió al cuarto de estar.

La chica seguía acurrucada e inmóvil, mirándolo fijamente. Él apoyó la espalda en la repisa de la chimenea y dio una calada a un cigarrillo.

—¿Agatha estuvo contigo todo el tiempo en el estudio?

Ella asintió.

—Supongo que sí. Así que el Rey tenía una llave. Eso es lo que has estado haciendo, ¿no?

—Sí. ¿Hace mucho que Agatha está contigo?

—Aproximadamente un año.

—¿Te roba? Cosas pequeñas, quiero decir.

Dolores Chiozza se encogió de hombros, con gesto de fatiga.

—¿Y eso qué importa? Casi todas roban algo. Un poco de crema o polvos para la cara, un pañuelo, un par de medias de vez en cuando. Sí, creo que sí. Consideran que más o menos tienen derecho a ese tipo de cosas.

—Las buenas no, guapa.

—Bueno… Los horarios eran bastante duros. Trabajo de noche, muchas veces vuelvo a casa muy tarde. Le gusta vestirse bien, además de ser doncella.

—¿Algo más? ¿Toma cocaína o hierba? ¿Le da a la botella? ¿Alguna vez le dan ataques de risa?

—No creo. ¿Qué tiene que ver ella con esto, Steve?

—Mira, chica, ella le vendió a alguien una llave de tu casa. Eso es evidente. Tú no se la diste, el casero no se la habría dado, pero Agatha tenía una, ¿a que sí?

Los ojos de ella tenían una expresión afligida. Le temblaba un poco la boca, no mucho. A su lado había un vaso sin probar. Steve se inclinó y bebió un poco.

—Estamos perdiendo el tiempo, Steve —dijo ella muy despacio—. Tenemos que llamar a la policía. Nadie puede hacer nada. Estoy acabada como persona decente, aunque no lo esté como mujer en general. Pensarán que fue una pelea de amantes y que yo lo maté y ya está. Y aunque pudiera convencerlos de que no lo hice, se mató en mi cama y seguiré estando hundida. Más vale que me haga a la idea y siga la música.

—Mira esto —dijo Steve en voz baja—. Mi madre solía hacerlo.

Se llevó un dedo a la boca, se inclinó y le tocó los labios en el mismo sitio con el mismo dedo. Sonrió y dijo:

—Acudiremos a Walters… Bueno, acudirás tú. Él elegirá a los polis, y los polis que él elija no irán tocando la sirena en plena noche con periodistas sentados en el regazo. Actuarán con sigilo y en silencio, como funcionarios de juzgado. Walters puede ocuparse de eso. Con eso ya contaba. Yo voy a buscar a Agatha. Quiero una descripción del tipo al que le vendió esa llave… y la quiero pronto. Y por cierto, me debes veinte pavos por venir aquí. Que no se te borre de la memoria.

La chica se puso en pie, sonriendo.

—Eres la bomba, de verdad —dijo—. ¿Por qué estás tan seguro de que lo han asesinado?

—No lleva puesto su propio pijama. El suyo tiene sus iniciales. Yo le hice el equipaje anoche… antes de echarlo del Carlton. Vístete, guapa. Y dame la dirección de Agatha.

Steve entró en la alcoba y colocó una sábana sobre el cuerpo de Leopardi, la sostuvo un momento por encima de la inmóvil cara de cera antes de dejarla caer.

—Adiós, tío —dijo con suavidad—. Eras un asqueroso… pero qué música tenías dentro.

Era una casa de madera en Brighton Avenue, cerca de Jefferson, en una urbanización con todas las casas iguales, todas de estilo antiguo, con porches delante. Esta tenía un estrecho sendero de hormigón que la luna hacía parecer más blanco de lo que era.

Steve subió los escalones y miró la persiana iluminada de la ancha ventana delantera. Llamó a la puerta. Se oyeron pasos arrastrados y una mujer abrió la puerta y lo miró a través de la tela metálica sujeta con ganchos. Una mujer mayor y regordeta, con el pelo gris y ensortijado. El cuerpo envuelto en una bata carecía de forma, y los pies estaban embutidos en unas zapatillas flojas. Un hombre con la calva pulida y los ojos lechosos estaba sentado en un sillón de mimbre junto a una mesa. Tenía las manos en el regazo y hacía girar los nudillos sin saber por qué. No miró hacia la puerta.

—Vengo de parte de la señorita Chiozza —empezó Steve—. ¿Es usted la madre de Agatha?

—Eso creo —dijo la mujer con voz apagada—. Pero no está en casa, señor.

El hombre del sillón sacó un pañuelo de algún sitio y se sonó la nariz. Soltó una risita contenida y siniestra.

—La señorita Chiozza no se encuentra bien esta noche —dijo Steve—. Tenía la esperanza de que Agatha volviera a pasar la noche con ella.

El hombre de ojos lechosos soltó otra risita, más aguda. La mujer dijo:

—No sabemos dónde está. No ha venido a casa. Papá y yo la esperamos levantados hasta que vuelve. Está fuera de casa hasta que nos ponemos enfermos.

El viejo intervino con una voz aflautada:

—Estará por ahí hasta que la policía la pille uno de estos días.

—Papá está medio ciego —dijo la mujer—. Por eso está de mal humor. ¿No quiere pasar?

Steve negó con la cabeza y le dio vueltas al sombrero entre las manos, como un vaquero tímido en una película del Oeste barata.

—Tengo que encontrarla —dijo—. ¿Adónde suele ir?

—A beber alcohol por ahí con gente de mala vida —cacareó papá—. Afeminados con pañuelos de seda en lugar de corbatas. Si aún viera, la azotaría con la correa hasta que cayera al suelo.

Agarró los brazos del sillón y los músculos formaron nudos en el dorso de las manos. Después, se echó a llorar. De sus ojos lechosos brotaron lágrimas que corrieron entre los rastrojos blancos de sus mejillas. La mujer fue hacia él, le quitó el pañuelo de la mano cerrada y le limpió la cara. Después se sonó la nariz con el pañuelo y volvió a la puerta.

—Puede estar en cualquier parte —le dijo a Steve—. Es una ciudad grande, señor. No sé cómo ayudarle.

—Volveré —dijo Steve en tono apagado—. Si vuelve, ¿querrán retenerla? ¿Cuál es su número de teléfono?

—¿Cuál es el número de teléfono, papá? —dijo la mujer por encima del hombro.

—No pienso decirlo —bufó papa.

—Ya me acuerdo —dijo la mujer—. Sur 2-4-5-4. Llame a cualquier hora. Papá y yo no tenemos nada que hacer.

Steve le dio las gracias y volvió a bajar por el sendero blanco hasta la calle y siguió media manzana por la acera hasta donde había dejado el coche. Echó una mirada indolente a lo largo de la calle y empezó a entrar en el coche, pero de pronto dejó de moverse, con la mano agarrando la puerta del coche. La soltó, dio tres pasos de lado y se quedó mirando al otro lado de la calle con la boca apretada.

Todas las casas de la manzana eran más o menos iguales, pero la de enfrente tenía un cartel de «Se alquila» pegado en la ventana de delante y un letrero de una inmobiliaria clavado en el cuadradito de césped delantero. La casa misma parecía abandonada, completamente vacía, pero en el pequeño sendero de entrada había un pequeño y pulcro cupé negro.

—Corazonada —dijo Steve para sus adentros—. Síguela, Stevie.

Caminó casi delicadamente cruzando la ancha y polvorienta calle, con la mano tocando el duro metal del revólver en su bolsillo. Llegó hasta la parte trasera del coche, se detuvo y escuchó. Se movió en silencio por el costado izquierdo del coche, volvió la mirada al otro lado de la calle y por fin miró por la ventanilla delantera del coche, que estaba abierta.

La chica estaba sentada casi como si estuviera conduciendo, solo que la cabeza estaba demasiado inclinada hacia un rincón. El sombrero rojo seguía todavía en su cabeza, y el abrigo gris con rebordes de piel todavía le envolvía el cuerpo. A la luz reflejada de la luna, la boca estaba abierta y forzada. Tenía la lengua sacada. Y sus ojos castaños miraban el techo del coche.

Steve no la tocó. No tenía que tocarla ni mirar más de cerca para saber que habría fuertes magulladuras en el cuello.

—Qué mal trata a las mujeres esta gente —murmuró.

El gran bolso de brocado negro de la chica estaba en el asiento del copiloto, tan abierto como su boca, como la boca de Marilyn Delorme y el bolso morado de Marilyn Delorme.

—Sí… Tratan muy mal a las mujeres.

Retrocedió hasta quedar bajo una pequeña palmera a la entrada del sendero. La calle estaba tan vacía y desierta como un teatro cerrado. Cruzó en silencio hasta su coche, se metió en él y se alejó.

Nada importante. Una chica vuelve sola a casa a altas horas de la noche y es atacada y estrangulada a pocas puertas de su casa por algún matón. Sencillísimo. El primer coche patrulla que pasara por aquel bloque —si los muchachos iban medio despiertos— echaría un vistazo en cuanto divisaran el letrero de «Se alquila». Steve pisó con fuerza el acelerador y se alejó de allí.

En el cruce de Washington con Figueroa entró en un drugstore abierto y se encerró en la cabina telefónica que había al fondo. Echó cinco centavos y marcó el número de la comisaría de policía.

Preguntó por el agente de guardia y dijo:

—Apunte esto, ¿quiere, sargento? Brighton Avenue, bloque 3200, lado oeste, en el sendero de entrada de una casa vacía. ¿Lo tiene ya?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Un coche con una mujer muerta dentro —dijo Steve, y colgó.

7

Quillan, recepcionista jefe de día y subgerente del hotel Carlton, estaba haciendo el turno de noche porque Millar, el supervisor nocturno, tenía una semana de vacaciones. Era la una y media, todo estaba muerto y Quillan se aburría. Hacía mucho que había terminado todo lo que tenía que hacer, porque llevaba veinte años trabajando en hoteles y aquello no era nada para él.

El conserje de noche ya había hecho la limpieza y estaba en su cuartito, al lado de los ascensores. Uno de ellos estaba abierto e iluminado, como de costumbre. El vestíbulo principal estaba recogido y las luces estaban debidamente reducidas. Todo estaba exactamente como de costumbre.

Quillan era un hombre bastante bajo y bastante rechoncho, con ojos de sapo claros y brillantes, que parecían mantener una expresión amistosa sin que en realidad tuvieran expresión alguna. Tenía las manos pálidas cruzadas sobre el mármol del mostrador de recepción. Tenía la estatura justa para apoyar su peso sin que pareciera que estaba recostado. Estaba mirando la pared de enfrente del vestíbulo de entrada, pero no la estaba viendo. Estaba medio dormido, a pesar de tener los ojos bien abiertos, aunque si el conserje de noche hubiera encendido una cerilla detrás de su puerta, Quillan se habría enterado y habría golpeado su campanilla.

Las puertas batientes con marcos de latón de la entrada se abrieron y entró Steve Grayce con una chaqueta de verano con el cuello subido, el sombrero echado hacia atrás y un cigarrillo encendido en la esquina de la boca. Parecía muy natural, muy alerta y muy relajado. Caminó a buen paso hasta el mostrador y dio un golpe seco en él.

—¡Despierta! —gruñó.

Quillan movió los ojos un centímetro y dijo:

—Todas son habitaciones exteriores con baño. Pero nada de fiestas en el piso octavo. Hola, Steve. Así que por fin te dieron la patada. Y sin razón. Así es la vida.

—No pasa nada —dijo Steve—. ¿Tenéis un nuevo vigilante nocturno?

—No lo necesitamos, Steve. En mi opinión, no lo hemos necesitado nunca.

—Necesitaréis uno mientras los viejos hoteleros como tú sigáis metiendo busconas en el mismo pasillo que gente como Leopardi.

Quillan medio cerró los ojos y después los abrió como antes. Habló en tono indiferente:

—Yo no fui, amigo. Pero cualquiera puede cometer un error. Millar en realidad es un contable, no un recepcionista.

Steve se echó hacia atrás y su cara se quedó totalmente inmóvil. El humo casi colgaba de la punta de su cigarrillo. Los ojos eran como cristal negro. Sonrió con poca sinceridad.

—¿Y por qué metieron a Leopardi en una habitación de ocho dólares en la octava, y no en una suite de la torre a veintiocho dólares diarios?

Quillan le devolvió la sonrisa.

—Yo no inscribí a Leopardi, viejo. Tenían reservas hechas. Supuse que era lo que querían. A algunos no les gusta gastar. ¿Alguna otra pregunta, señor Grayce?

—Sí. ¿Estaba vacía anoche la 814?

—La estaban reparando, así que estaba vacía. Algo de las tuberías. ¿Qué más?

—¿Quién dijo que estaba en reparaciones?

Los brillantes e insondables ojos de Quillan miraron a otro lugar y se quedaron extrañamente fijos. No respondió.

—Te diré por qué —dijo Steve—. Leopardi estaba en la 815 y las dos chicas en la 811. En medio, solo la 813. Un tipo con una llave maestra podría haber entrado en la 813 y correr los dos pestillos de las puertas de comunicación. Y así, si la gente de las otras dos habitaciones había hecho lo mismo, tendrían toda una suite.

—¿Y qué? —preguntó Quillan—. Nos timaron ocho dólares, ¿eh? Bueno, eso pasa, y en hoteles mejores que este. —Sus ojos volvían a parecer somnolientos.

—Millar podría haberlo hecho —dijo Steve—. Pero qué demonios, no tiene sentido. Él no es de esa clase. Arriesgar un empleo por una propina de un dólar… ni hablar. Millar no es un pringado de a dólar.

—Muy bien, policía —dijo Quillan—. Cuéntame lo que estás pensando.

—Una de las chicas de la 811 tenía una pistola. Leopardi recibió ayer una carta amenazadora. No sé dónde ni cómo. Pero no se asustó. La hizo pedazos. Así fue cómo me enteré. Recogí los trozos de su papelera. Supongo que los muchachos de Leopardi se han marchado todos de aquí.

—Desde luego. Se han ido al Normandy.

—Llama al Normandy, y pide que te pongan con Leopardi. Si está allí, todavía estará dándole a la botella, probablemente con una pandilla.

—¿Por qué? —preguntó Quillan con suavidad.

—Porque eres un buen tipo. Si Leopardi se pone, cuelga. —Steve hizo una pausa y se pellizcó con fuerza la barbilla—. Si ha salido, intenta averiguar a dónde.

Quillan se enderezó, le dirigió a Steve otra larga y silenciosa mirada y se metió detrás de la mampara de vidrio granulado. Steve se quedó muy quieto, escuchando, con una mano cerrada a un costado y la otra tamborileando sin ruido sobre el mostrador de mármol.

Unos tres minutos después, Quillan regresó, volvió a apoyarse en el mostrador y dijo:

—No está. Hay una fiesta en su suite, le han colocado en una grande, y hacen mucho ruido. He hablado con un tipo que estaba razonablemente sobrio. Dice que Leopardi recibió una llamada a eso de las diez… una chica. Salió de punta en blanco, me ha dicho. Dando a entender que era una cita muy jugosa. El tío estaba lo bastante achispado para contarme todo esto.

—Eres un amigo —dijo Steve—. Me revienta no contarte el resto. Bueno, me gustó trabajar aquí. No había mucho trabajo.

Echó a andar de nuevo hacia las puertas de entrada. Quillan le dejó poner la mano en el tirador de latón antes de llamarle. Steve se volvió y regresó despacio.

—Me han dicho que Leopardi te disparó —dijo Quillan—. No creo que nadie se percatara. Aquí abajo no se informó de nada. Y no creo que Peters se diera verdadera cuenta de ello hasta que vio el espejo de la 815. Si te interesa volver, Steve…

Este negó con la cabeza.

—Gracias por pensar en ello.

—Y cuando me contaron lo del tiro —añadió Quillan—, me vino una cosa a la memoria. Hace dos años, una chica se pegó un tiro en la 815.

Steve se puso tieso tan bruscamente que casi dio un salto.

—¿Qué chica?

Quillan parecía sorprendido.

—No lo sé, no recuerdo su verdadero nombre. Una chica cualquiera que había soportado más abusos de los que podía aguantar y quería morir en una cama limpia, a solas.

Steve alargó una mano y agarró el brazo de Quillan.

—Los archivos del hotel —dijo con voz ronca—. Los recortes, todo lo que saliera en la prensa estará allí. Quiero ver esos recortes.

Quillan lo miró fijamente durante un largo momento. Después dijo:

—No sé a qué estás jugando, chico, pero te guardas muy en secreto tu jugada. Eso te lo tengo que decir. Pero me muero de aburrimiento y hay que pasar la noche.

Estiró una mano sobre el mostrador y golpeó la campanilla de llamada. La puerta de la habitación del conserje de noche se abrió y este se acercó por el vestíbulo de entrada. Saludó a Steve con una inclinación de cabeza y una sonrisa.

—Quédate en mi puesto, Carl —dijo Quillan—. Tengo que ir un rato al despacho del señor Peters.

8

La cabaña estaba en lo alto de la ladera del monte, delante de un denso bosque de pinos de California, robles y cedros aromáticos. Era una construcción sólida, con una chimenea de piedra, tejas por todas partes y bien apuntalada en la pendiente. De día, el tejado era verde y las paredes rojizas, con los marcos de las ventanas y las cortinas de color rojo. A la espectral luz de una luna de mediados de octubre en las montañas, todos sus detalles destacaban con fuerza, excepto el color.

Estaba al final de un camino, a medio kilómetro de cualquier otra cabaña. A las cinco de la mañana, Steve tomó la curva que llevaba allí con las luces apagadas. En cuanto estuvo seguro de que era la cabaña que buscaba, paró el coche inmediatamente, salió y caminó sin hacer ruido por el borde del camino de grava, sobre una alfombra de lirios silvestres.

Al final del camino había un garaje de tablas de pino sin desbastar, y desde allí subía un sendero hasta el porche de la cabaña. El garaje no estaba cerrado con llave. Steve abrió con cuidado la puerta, palpó el oscuro bulto de un coche y puso la mano encima del radiador. Todavía estaba caliente. Sacó del bolsillo una pequeña linterna y la enfocó hacia el coche. Un sedán gris, cubierto de polvo, con el indicador de gasolina muy bajo. Apagó la linterna, cerró con cuidado la puerta del garaje y deslizó en su sitio la tablilla que servía de cierre. Después subió por el sendero que llevaba a la casa.

Había luz detrás de las cortinas rojas. El porche era alto, y en él había una pila de troncos de cedro, todavía con corteza. La puerta delantera tenía un cerrojo y un picaporte rústico encima.

Subió, ni muy en silencio ni haciendo mucho ruido, levantó una mano, suspiró desde el fondo de la garganta, y llamó. La mano tocó una vez la culata del revólver que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta y después salió vacía.

Una silla crujió, se oyeron pasos suaves sobre el suelo y una voz queda preguntó «¿Quién es?». La voz de Millar.

Steve acercó los labios a la madera y dijo:

—Soy Steve, George. ¿Todavía estás levantado?

La llave giró y la puerta se abrió. George Millar, el atildado supervisor nocturno del hotel Carlton, no parecía nada atildado. Vestía unos pantalones viejos y un grueso jersey azul de cuello alto. Tenía metidos los pies en calcetines de lana acanalados y zapatillas forradas de vellón. Su recortado bigote negro era una mancha curva que le atravesaba la pálida cara. Dos bombillas eléctricas chisporroteaban en sus casquillos en una viga baja que atravesaba la habitación, por debajo de la inclinación del techo alto. Había una lámpara de mesa encendida, cuya pantalla estaba inclinada para arrojar luz sobre una gran butaca Morris con asiento de cuero y respaldo acolchado. En la gran chimenea, un fuego ardía perezosamente sobre un montón de ceniza blanda.

Millar habló con su voz baja y rasposa:

—Demonios, Steve. Me alegro de verte. ¿Cómo nos has encontrado? Pasa, hombre.

Steve pasó y Millar cerró con llave.

—Costumbres de ciudad —dijo sonriendo—. En las montañas nadie cierra nada con llave. Siéntate. Caliéntate los pies. Hace frío a esta hora de la noche.

—Sí, mucho frío —dijo Steve.

Se sentó en la butaca Morris y dejó el sombrero y el abrigo en un extremo de la mesa de madera maciza que había detrás. Se inclinó hacia delante y extendió las manos hacia el fuego.

—¿Cómo demonios nos has encontrado, Steve? —dijo Millar.

Steve no lo miró. Habló en voz baja:

—No ha sido fácil. Anoche me dijiste que tu hermano tenía una cabaña por aquí arriba, ¿recuerdas? No tenía nada que hacer, así que se me ocurrió coger el coche y gorronear un desayuno. El tipo del hostal de Crestline no sabía quién tenía cabañas aquí. Él hace negocio con la gente de paso. Llamé por teléfono a un garaje y el hombre no conocía ninguna cabaña de Millar. Entonces vi una luz que salía a la calle de un depósito de carbón y leña, y un tipo bajito que es guardabosques y ayudante del sheriff y vendedor de leña y gasolina y media docena de cosas más estaba sacando su coche para ir a San Bernardino a por gasolina. Un hombrecillo muy listo. En cuanto dije que tu hermano había sido boxeador, cayó en la cuenta. Y aquí estoy.

Millar se acarició el bigote. En alguna parte del fondo de la cabaña crujieron unos muelles de cama.

—Claro, todavía utiliza su nombre de boxeador, Gaff Talley. Lo despertaré y tomaremos café. Parece que a ti y a mí nos pasa lo mismo: estamos acostumbrados a trabajar de noche y no podemos dormir. Todavía no me he acostado.

Steve lo miró despacio y apartó la mirada. Detrás de ellos, una voz gruesa dijo:

—Gaff está levantado. ¿Quién es tu amigo, George?

Steve se levantó con naturalidad y se volvió. Lo primero que miró fueron las manos del hombre. No pudo evitarlo. Eran unas manos grandes, bien cuidadas en cuanto a limpieza, pero toscas y feas. Un nudillo había estado fracturado. Era un hombre grande, de pelo rojizo. Llevaba un albornoz andrajoso sobre un pijama de moletón. Tenía una cara coriácea e inexpresiva, con cicatrices en los pómulos. También había finas cicatrices blancas sobre las cejas y en las comisuras de la boca. La nariz era ancha y aplastada. Toda su cara daba la impresión de haber parado muchos guantazos. Solo sus ojos se parecían vagamente a los de Millar.

—Steve Grayce —dijo Millar—. El vigilante nocturno del hotel… hasta anoche. —Su sonrisa era un poco indefinida.

Gaff Talley se acercó y le estrechó la mano.

—Encantado —dijo—. Voy a ponerme algo de ropa y buscaremos algo para desayunar en los estantes. Ya he dormido bastante. George no ha dormido nada, el muy idiota.

Cruzó otra vez la habitación hacia la puerta por la que había salido. Allí se detuvo y se apoyó en un viejo fonógrafo, metió una manaza detrás de un montón de discos con fundas de papel y se quedó así, sin moverse.

—¿Has tenido suerte buscando trabajo, Steve? —preguntó Millar—. ¿O todavía no has empezado?

—Sí. En cierto modo. Supongo que soy idiota, pero voy a probar el tema de la investigación privada. Ahí no hay mucho que hacer, a menos que consigas algo de publicidad. —Se encogió de hombros y después dijo con mucha calma—: Han liquidado a King Leopardi.

La boca de Millar se abrió mucho de golpe. Así se quedó casi un minuto, totalmente quieto con la boca abierta. Gaff Talley se apoyó en la pared y miró sin expresar nada en la cara. Por fin Millar dijo:

—¿Liquidado? ¿Dónde? No me digas que…

—No, en el hotel no, George. Qué lástima, ¿verdad? En casa de una chica. Y una chica muy agradable. Ella no lo llevó allí. El viejo truco del suicidio… solo que esta vez no funcionará. Y la chica es mi clienta.

Millar no se movió. El grandullón tampoco. Steve apoyó los hombros en la repisa de piedra de la chimenea y habló con suavidad.

—Esta tarde he ido al club Shalotte para pedirle disculpas a Leopardi. Una idea tonta, porque no le debía ninguna disculpa. Había una chica con él en el bar. Él me sacudió tres puñetazos y se largó. A la chica no le gustó eso. Nos hicimos bastante amigos y tomamos una copa juntos. Más tarde, esta noche… anoche… me llamó y me dijo que Leopardi estaba en su casa, que estaba borracho y que no podía librarse de él. Fui allá. Pero no estaba borracho. Estaba muerto, en la cama de ella, con un pijama amarillo.

El grandullón levantó la mano izquierda y se echó el pelo hacia atrás. Millar se apoyó lentamente en el borde de la mesa, como si tuviera miedo de que el borde pudiera estar lo bastante afilado para cortarle. Le temblaba la boca bajo el recortado bigote negro.

—Qué mal rollo —dijo con voz ronca.

—Bueno, hay que fastidiarse —secundó el hombretón.

—El problema es que el pijama no era de Leopardi —dijo Steve—. El suyo tenía iniciales, iniciales grandes y negras. Y el suyo era de raso, no de seda. Y aunque tenía una pistola en la mano, la pistola de la chica, por cierto… no se disparó en el corazón. La policía lo confirmará. A lo mejor no habéis oído hablar de la prueba Lund, con cera de parafina, para saber quién disparó o no disparó un arma recientemente. El asesinato se tendría que haber cometido anoche en el hotel, en la habitación 815. Yo lo estropeé al echarlo agarrado por el cuello antes de que aquella chica morena de la 811 pudiera llegar hasta él. ¿Verdad, George?

—Supongo que sí… —dijo Millar— si supiera de qué estás hablando.

—Creo que sabes de lo que estoy hablando, George —insistió Steve muy despacio—. Habría sido una especie de justicia poética que liquidaran a Leopardi en la habitación 815. Porque esa fue la habitación en la que una chica se pegó un tiro hace dos años. Una chica que se inscribió como Mary Smith… pero que solía usar el nombre de Eve Talley. Y cuyo verdadero nombre era Eve Millar.

El hombretón se apoyó pesadamente en la gramola y dijo con voz pastosa:

—A lo mejor todavía no estoy despierto. Todo esto suena como una insinuación muy fea. Teníamos una hermana llamada Eve que se mató en el Carlton. ¿Y qué?

Steve sonrió un poco retorcidamente y dijo:

—Escucha, George. Tú me dijiste que Quillan inscribió a esas chicas en la 811. Pero lo hiciste tú. Me dijiste que Leopardi se alojó en la planta octava, y no en una buena suite, porque era un tacaño. No era tacaño. Simplemente, no le importaba dónde le pusieran, con tal de que hubiera compañía femenina a mano. Y tú te encargaste de eso. Lo planeaste todo, George. Incluso conseguiste que Peters escribiera a Leopardi al Raleigh de San Francisco, pidiéndole que se alojara en el Carlton cuando viniera… porque su propietario era también el dueño del club Shalotte. Como si a un tipo como Jumbo Walters le importara dónde se aloja un músico.

El rostro de Millar estaba blanco como la muerte, inexpresivo. Se le quebró la voz.

—Steve… por el amor de Dios, Steve, ¿de qué estás hablando? ¿Cómo demonios iba yo a…?

—Lo siento, chico. Me gustó trabajar contigo. Me caías muy bien. Creo que todavía me caes bien. Pero no me gusta la gente que estrangula mujeres… ni la que compromete a mujeres para encubrir un asesinato por venganza.

Su mano subió de golpe… y se detuvo. El hombretón dijo:

—Tómatelo con calma… y echa un vistazo a esto.

La mano de Gaff había salido de detrás de la pila de discos. En ella había un Colt 45. Habló entre dientes:

—Siempre pensé que los detectives de hotel eran una panda de aprovechados de poca monta. Creo que contigo me he equivocado. Tienes un poco de cerebro. Demonios, apuesto a que incluso te pasaste por el 118 de Court Street. ¿A que sí?

Steve dejó que su mano cayera vacía y miró directamente el enorme Colt.

—Pues sí. Vi a la chica, muerta, con tus dedos marcados en el cuello. Pueden medirlos, amigo. Matar a la doncella de Dolores Chiozza de la misma manera fue un error. Cotejarán los dos conjuntos de marcas, descubrirán que tu pistolera de pelo negro estaba en el Carlton anoche, y juntarán todas las piezas de la historia. Con la información que conseguirán en el hotel, no pueden fallar. Os doy dos semanas, si os largáis deprisa. Y quiero decir muy deprisa.

Millar se humedeció los labios y habló en voz baja:

—No tenemos prisa, Steve. Ninguna prisa. Nuestro trabajo está hecho. Puede que no de la mejor manera, puede que no de la manera más agradable, pero no era un trabajo agradable. Y Leopardi era un canalla de la peor especie. Queríamos a nuestra hermana, y él la convirtió en una golfa. Era una chica impresionable que se enamoró de un fantasmón engominado, y el fantasmón progresó en la vida y la dejó tirada por una cantante pelirroja que era más de su clase. La dejó tirada, le rompió el corazón y ella se mató.

—Sí —dijo Steve con dureza—. ¿Y vosotros qué estabais haciendo todo ese tiempo? ¿Arreglaros las uñas?

—No estábamos cerca cuando ocurrió. Tardamos algún tiempo en averiguar por qué pasó.

—Y valía la pena matar a cuatro personas por ello, ¿verdad? —dijo Steve—. En cuanto a Dolores Chiozza, ni se habría limpiado los pies en Leopardi. Ni entonces, ni nunca. Pero vosotros teníais que meterla en vuestra maldita venganza. Me das asco, George. Dile a tu hermano, tan grande y tan duro, que siga con su festival de asesinatos.

El hombretón sonrió y dijo:

—Basta de hablar, George. Mira a ver si tiene un arma… y no te pongas delante de él ni detrás. Este cacharro atraviesa cuerpos.

Steve miró el 45 del grandullón. Tenía el rostro tan duro como un hueso blanco. Había una leve sonrisa fría en sus labios, y los ojos estaban oscuros y fríos.

Millar se movió con suavidad en sus zapatillas con forro de vellón. Rodeó el extremo de la mesa, se acercó al costado de Steve y estiró una mano para palparle los bolsillos. Se echó atrás y señaló.

—Ahí dentro.

—Debo de estar loco —dijo Steve en voz baja—. Habría podido pillarte entonces, George.

—Apártate de él —ladró Gaff Talley.

Cruzó pesadamente la habitación e hincó con fuerza el gran Colt en el estómago de Steve. Alzó la mano izquierda y sacó el Detective Special del bolsillo interior del pecho. Sus ojos estaban clavados en los de Steve. Echó atrás la mano con el revólver de Steve.

—Toma esto, George.

Millar recogió el revólver, volvió al otro lado de la gran mesa y se quedó en la esquina más alejada. Gaff Talley retrocedió apartándose de Steve.

—Estás acabado, listillo —dijo—. Tienes que saberlo. Solo hay dos maneras de salir de estas montañas, y tenemos tiempo. A lo mejor no se lo has contado a nadie. ¿Entiendes?

Steve estaba plantado como una roca, el rostro blanco, con media sonrisa torcida. Miraba con fijeza el enorme revólver del hombre, y su mirada parecía un poco perpleja.

—¿Tiene que ser así, Gaff? —dijo Millar. Su voz era un graznido, sin tono, sin su habitual y agradable ronquera.

Steve giró un poco la cabeza y lo miró.

—Claro sí, George. Al fin y al cabo, no sois más que un par de maleantes baratos. Un par de sádicos de mente sucia jugando a vengadores de la pureza mancillada. Cosas de montañeses. Y en este mismo instante sois prácticamente carne muerta… carne fría y podrida.

Gaff Talley se echó a reír y amartilló el enorme revólver con el pulgar.

—Reza tus oraciones, amigo —dijo en tono de burla.

—¿Qué te hace pensar que me vas a liquidar con ese trasto? —preguntó Steve muy serio—. No tiene balas, estrangulador. Más te vale intentar hacerme lo mismo que a las mujeres… Usa las manos.

Los ojos del hombretón miraron hacia abajo, enturbiados. Después rugió de risa.

—Joder, debe de tener una capa de un palmo de polvo. —Volvió a reírse—. Mira.

Apuntó el arma hacia el suelo y apretó el gatillo. El percutor chasqueó en seco… en una recámara vacía. La cara del grandullón se convulsionó.

Durante un breve momento, nadie se movió. Después, Gaff giró lentamente sobre los talones y miró a su hermano.

—¿Tú, George? —dijo casi con suavidad.

Millar se humedeció los labios y tragó saliva. Tuvo que mover la boca de dentro afuera antes de poder hablar.

—Yo, Gaff. Estaba de pie mirando por la ventana cuando he visto a Steve salir de su coche camino abajo. Le he visto entrar en el garaje. Sabía que el coche todavía estaría caliente. Ya ha habido bastantes muertes, Gaff. Demasiadas. Así que he sacado las balas de tu revólver.

El pulgar de Millar echó hacia atrás el martillo del Detective Special. Los ojos de Gaff se desorbitaron. Miraba fascinado el revólver de cañón corto. Después se lanzó con violencia hacia él, empuñando el Colt vacío. Millar se afianzó, se quedó muy quieto y dijo en voz apagada, como un viejo:

—Adiós, Gaff.

El revólver saltó tres veces en la pequeña y pulcra mano. El humo se enroscó perezosamente en su boca. Un trozo de tronco quemado cayó fuera de la chimenea.

Gaff Talley sonrió de manera extraña, se detuvo y se quedó completamente inmóvil. El Colt cayó a sus pies. Se llevó las pesadas manazas al estómago y habló despacio, con voz pastosa:

—Está bien, chaval. Está bien. Creo… Creo que yo…

Su voz se desvaneció y las piernas empezaron a doblársele. Steve dio tres largos pasos, rápidos y silenciosos, y golpeó con fuerza a Millar en el ángulo de la mandíbula. El hombretón todavía estaba cayendo… tan despacio como cae un árbol.

Millar se tambaleó a través de la habitación y se estrelló contra la pared del fondo, un plato azul y blanco cayó de su montura y se rompió. El revólver salió volando de su mano. Steve se lanzó a por él y se incorporó con él en la mano. Millar se agachó y miró a su hermano.

La cabeza de Gaff Taller fue bajando hasta el suelo, sus manos se fueron deslizando y quedó tendido en silencio sobre el estómago, como si estuviera muy cansado. No hizo ningún tipo de sonido.

La luz del día entraba por las ventanas, alrededor de las cortinas rojas. El trozo de tronco desprendido humeaba al lado de la chimenea, y el resto del fuego era un montón de ceniza blanda y gris con un resplandor en el centro.

Steve habló con voz apagada:

—Me has salvado la vida, George… o al menos nos has ahorrado un buen tiroteo. He corrido el riesgo porque lo que quería eran pruebas. Ve ahí, a la mesa, escríbelo todo y fírmalo.

—¿Está muerto? —preguntó Millar.

—Está muerto, George. Lo has matado. Escribe eso también.

—Tiene gracia —dijo él—. Quería acabar con Leopardi yo mismo, con mis propias manos, cuando él estuviera arriba del todo, cuando la caída fuera más dura. Acabar con él y después aceptar lo que viniera. Pero Gaff fue el que quiso hacerlo bonito. Gaff, el tipo duro que nunca tuvo estudios y nunca en su vida esquivó un puñetazo, quiso hacerlo de manera inteligente, calculándolo todo. Bueno, a lo mejor por eso era él el que tenía propiedades, como esa casa de apartamentos de Court Street que Jake Stoyanoff alquilaba para él. No sé cómo llegó hasta la doncella de Dolores Chiozza. No importa mucho, ¿verdad?

—Anda, escríbelo —dijo Steve—. Fuiste tú el que llamó a Leopardi fingiendo ser la chica, ¿no?

—Sí —reconoció Millar—. Lo escribiré todo, Steve. Lo firmaré y después me dejarás marchar… solo una hora, ¿verdad, Steve? Una ventaja de una hora. No es mucho pedirle a un viejo amigo, ¿verdad, Steve?

Millar sonrió. Era una sonrisa pequeña, frágil, fantasmal. Steve se agachó al lado del hombretón caído y le palpó la arteria del cuello. Alzó la mirada y dijo:

—Completamente muerto… Sí, tienes una hora de ventaja, George… si lo escribes todo.

Millar caminó despacio hasta un escritorio alto con cajones, amarrado con clavos sucios de latón. Abrió la tapa, se sentó y echó mano a una pluma. Desenroscó el tapón de un tintero y empezó a escribir con su letra pulcra y clara de contable.

Steve Grayce se sentó ante el fuego, encendió un cigarrillo y miró las cenizas. Empuñaba el revólver con la mano izquierda, apoyada en la rodilla. Fuera de la cabaña, los pájaros empezaban a cantar. Dentro, el único sonido era el rascar de la pluma.

9

El sol estaba ya alto cuando Steve salió de la cabaña, la cerró con llave, bajó por el empinado sendero y siguió el estrecho camino de grava hasta su coche. El garaje estaba vacío. El sedán gris había desaparecido. El humo de otra cabaña flotaba perezosamente por encima de los pinos y los robles a casi un kilómetro de distancia. Puso en marcha el coche, dobló la curva, pasó ante dos viejos vagones de ferrocarril transformados en cabañas, salió a una carretera principal con su raya en medio y subió la cuesta hasta Crestline.

Aparcó en la calle principal, delante del hostal Rim-of-the-World, se tomó una taza de café en la barra y después se encerró en una cabina telefónica al fondo del local vacío. Pidió a la telefonista que buscara el número de Jumbo Walters en Los Ángeles para ponerse en contacto con el propietario del club Shalotte.

—Residencia del señor Walters —respondió una voz sedosa.

—Steve Grayce. Póngame con él, por favor.

—Un momento, por favor.

Un clic, otra voz, no tan suave y mucho más dura:

—¿Sí?

—Steve Grayce. Quiero hablar con el señor Walters.

—Lo siento, creo que no lo conozco. Es un poco temprano, amigo. ¿De qué se trata?

—¿Ha ido a casa de la señorita Chiozza?

—Ah. —Una pausa—. El sabueso. Ya veo. No cuelgue, amigo.

Una nueva voz, perezosa, con un levísimo toque irlandés:

—Puedes hablar, hijo. Soy Walters.

—Soy Steve Grayce. Soy el que…

—Ya sé todo eso, hijo. La chica está bien, por cierto. Creo que está dormida arriba. Sigue.

—Le llamo desde Crestline, en lo alto de la cuesta de Arrowhead. Dos hombres asesinaron a Leopardi. Uno fue George Millar, supervisor nocturno del hotel Carlton. El otro fue su hermano, un exboxeador llamado Gaff Talley. Talley ha muerto, lo ha matado su hermano. Millar ha escapado… pero me ha dejado una confesión firmada, detallada, completa.

—Trabajas deprisa, hijo —dijo despacio—, a menos que estés simplemente loco. Será mejor que vengas aquí cuanto antes. ¿Por qué lo hicieron?

—Tenían una hermana.

—Tenían una hermana… —repitió Walters en voz baja—. ¿Y qué hay del tipo que ha escapado? No queremos que a un sheriff de pueblo o a un fiscal del condado ansioso de publicidad se le ocurran ideas…

Steve lo interrumpió.

—No creo que tenga que preocuparse por eso, señor Walters. Creo que sé adónde ha ido.

Desayunó en el hostal, no porque tuviera hambre sino porque estaba débil. Se metió de nuevo en el coche y echó a rodar por la suave pendiente que va de Crestline a San Bernardino, un amplio bulevar pavimentado que discurre por el borde de un profundo precipicio con el valle abajo. Había sitios en los que la carretera se acercaba al borde, con blancas vallas protectoras.

El lugar estaba a tres kilómetros y medio de Crestline. La carretera describía una brusca curva alrededor de un saliente de la montaña. Había coches aparcados en la grava fuera del pavimento: varios coches particulares, un coche de policía y un camión de auxilio. La valla blanca estaba rota y en el sitio de la rotura había varios hombres mirando hacia abajo.

Doscientos cincuenta metros más abajo, lo que quedaba de un sedán gris yacía silencioso y arrugado al sol de la mañana.