El telón

1

La primera vez que vi a Larry Batzel fue a las puertas del Sardi’s. Estaba borracho en un Rolls-Royce de segunda mano y le acompañaba una rubia alta con unos ojos de los que no se olvidan. Ayudé a la chica a convencerlo de que se quitara del volante y dejara que condujera ella.

La segunda vez que lo vi no tenía ni Rolls-Royce, ni rubia, ni trabajo en el cine. No le quedaban más que temblores y un traje que necesitaba un planchado. Se acordaba de mí. Era de esa clase de borrachos.

Le invité a copas suficientes para ponerse un poco bien y le di la mitad de mis cigarrillos. Seguí viéndolo de vez en cuando, «entre película y película». Hasta le presté dinero. No sé por qué. Era un patán alto y atractivo, con ojos de vaca en los que brillaba algo de honradez e inocencia, cualidades que no encuentro a menudo en mi trabajo.

Lo gracioso es que durante la Prohibición había sido contrabandista de licor con una banda bastante dura. Nunca llegó a triunfar en el cine, y al cabo de algún tiempo dejé de encontrármelo.

Hasta que un día, cuando menos me lo esperaba, recibí un cheque por todo lo que me debía y una carta en la que me decía que estaba trabajando en las mesas (las de juego, no las del comedor) del club Dardanella y que me pasara por allí a verlo. Así supe que había vuelto a las andadas.

No fui a visitarlo, pero de algún modo me enteré de que el club pertenecía a Joe Mesarvey y de que Joe Mesarvey estaba casado con la rubia de los ojos, la que iba con Larry Batzel en el Rolls-Royce aquella noche. Aun así, no fui a verle.

Y una mañana, muy temprano, descubrí que había una figura borrosa de pie junto a mi cama, entre la cama y las ventanas. Alguien había bajado las persianas, y aquello debió de ser lo que me despertó. La figura era grande y empuñaba una pistola.

Me di la vuelta y me froté los ojos.

—De acuerdo —dije en tono amargado—. Hay doce pavos en mis pantalones y mi reloj de pulsera me costó veintisiete con cincuenta. No creo que le den nada por él.

La figura se acercó a la ventana y corrió la persiana una pulgada hacia un lado para mirar a la calle. Cuando se volvió de nuevo hacia mí vi que era Larry Batzel.

Tenía el rostro demacrado, fatigado y sin afeitar. Todavía iba vestido de etiqueta, con un abrigo cruzado de color oscuro y una rosa colgando del ojal.

Se sentó y apoyó la pistola en la rodilla un momento, pero al instante se la guardó con un gesto de desconcierto, como si no entendiera cómo había ido a parar a sus manos.

—Tienes que llevarme en tu coche a Berdoo —dijo—. Tengo que salir de la ciudad. Van a por mí.

—Vale, cuéntamelo —dije.

Me senté en la cama, tocando la alfombra con los dedos de los pies, y encendí un cigarrillo. Eran poco más de las cinco y media.

—Abrí tu cerradura con un trozo de celuloide —dijo—. Tendrías que echar el pestillo de vez en cuando. No estaba seguro de cuál era tu piso y no quería despertar a todo el edificio.

—La próxima vez, mira los buzones —dije—. Pero continúa. No estás borracho, ¿verdad?

—Ya me gustaría, pero primero tengo que largarme de aquí. Estoy como atontado. Ya no soy tan duro como antes. Supongo que habrás leído lo de la desaparición de O’Mara.

—Sí.

—Pues escucha, porque si no hablo, me volveré loco. No creo que me hayan seguido hasta aquí.

—Un trago no nos vendrá mal a ninguno de los dos —dije—. El whisky está encima de esa mesa.

Sirvió rápidamente un par de vasos y me pasó uno. Me puse un batín y unas zapatillas. El vaso de Larry repiqueteaba contra sus dientes al beber.

Dejó el vaso vacío a un lado y juntó las manos.

—Yo conocía bastante bien a Dud O’Mara. Trabajábamos juntos, pasando licor en Punta Hueneme. Hasta nos gustaba la misma chica, que ahora está casada con Joe Mesarvey. Dud se casó con cinco millones de dólares: la hija divorciada y majara del general Dade Winslow.

—Ya sé todo eso —dije.

—Ya. Pues escucha. Ella lo sacó de un tugurio como quien se lleva un cenicero de una cafetería. Pero a él no le gustaba esa vida. Supongo que seguía viendo a Mona. Y se enteró de que Joe Mesarvey y Lash Yeager tenían un negocio paralelo de coches robados. Ellos se lo cargaron.

—Porque lo dices tú —dije—. Tómate otra copa.

—No. Escúchame. Solo dos detalles: la noche en que se bajó el telón para O’Mara… no, la noche en que salió la noticia en la prensa… Mona Mesarvey desapareció también. Aunque no del todo. La escondieron en una cabaña a un par de millas de Realito, en los campos de naranjos. Al lado de un garaje perteneciente a un granuja que se llama Art Huck y se dedica a vender coches robados. Lo averigüé y seguí a Joe hasta allí.

—¿Por qué te metiste en eso? —pregunté.

—Todavía me gusta la chica. Te cuento esto porque tú te portaste bien conmigo en otros tiempos. Quizá puedas hacer algo cuando yo me haya largado. La escondieron allí para que pareciera que Dud se había fugado con ella. Como es natural, la poli no tardó nada en ir a ver a Joe después de la desaparición. Pero no encontraron a Mona. Tienen un sistema para las desapariciones y lo siguen a rajatabla.

Se levantó y se acercó de nuevo a la ventana para mirar por el borde de la persiana.

—Hay un sedán azul ahí abajo que creo haber visto antes —dijo—. Aunque puede que me equivoque. Hay muchos iguales.

Se sentó otra vez. Yo no dije nada.

—Ese sitio está en la segunda desviación del Foothill Boulevard después de pasar Realito yendo hacia el norte. No tiene pérdida. No hay más que el garaje y la casa al lado. Por ahí cerca hay una vieja fábrica de cianuro. Te cuento todo esto…

—Ese es el primer detalle —le corté—. ¿Cuál es el segundo?

—El tipo que conducía el coche de Lash Yeager se largó hace un par de semanas y se marchó al Este. Estaba sin blanca y yo le presté cincuenta pavos. Me dijo que Yeager estuvo en casa de Winslow la noche en que desapareció Dud O’Mara.

Le miré fijamente.

—Eso es muy interesante, Larry, pero no aclara gran cosa. Al fin y al cabo, tenemos un cuerpo de policía.

—Ya. Pues añade esto: anoche me emborraché y le dije a Yeager lo que sabía. Luego dejé mi trabajo en el Dardanella. Y cuando llegué a la puerta de mi casa alguien me disparó. Desde entonces ando huyendo. Y ahora, ¿me vas a llevar a Berdoo?

Me levanté. Estábamos en mayo, pero tenía frío. También Larry Batzel parecía tener frío, hasta con el abrigo puesto.

—Pues claro —dije—. Pero tómatelo con calma. Será mucho más seguro esperar un poco. Toma otro trago. Además, no sabes con seguridad si ellos mataron a O’Mara.

—Si se enteró de lo de los coches robados, y estando Mona casada con Joe Mesarvey, tenían que matarlo. Era esa clase de tío.

Me levanté y me dirigí al cuarto de baño. Larry se acercó otra vez a la ventana.

—Aún sigue ahí —dijo por encima del hombro—. Podrían pegarte un tiro por ir conmigo.

—Eso no me haría ninguna gracia —dije.

—Eres un buen tipo, Carmady. Va a llover. No me gustaría nada que me enterraran en medio de la lluvia. ¿Y a ti?

—Hablas demasiado —dije, entrando en el cuarto de baño.

Esa fue la última vez que hablé con él.

2

Le oí dar vueltas por la habitación mientras yo me afeitaba, pero, como es natural, dejé de oírlo al meterme en la ducha. Cuando salí, él ya no estaba. Corrí a mirar en la cocina. No estaba allí. Agarré un albornoz y salí al rellano de la escalera. Estaba vacío, con excepción de los periódicos apoyados en las puertas cerradas y de un lechero que se encaminaba a la escalera de atrás con su cesto de alambre lleno de botellas.

—¡Eh! —le grité al lechero—. ¿Ha visto pasar a un hombre que salía de aquí?

Se volvió a mirarme desde la esquina y abrió la boca para responder. Era un chico bien parecido, con dientes muy grandes y blancos. Recuerdo bien sus dientes porque los estaba mirando cuando sonaron los disparos.

No sonaron ni muy cerca ni muy lejos. Me pareció que el ruido venía de la parte de atrás de la casa, junto a los garajes o en el callejón. Primero sonaron dos tiros secos y muy seguidos y luego la metralleta, una ráfaga de cinco o seis disparos, lo suficiente para un buen ametrallador. Y por último, el ruido del coche que se alejaba.

El lechero cerró la boca como si estuviera accionada por un resorte. Me miró con los ojos muy abiertos y sin expresión. Luego dejó sus botellas con mucho cuidado sobre el último escalón y se apoyó en la pared.

—Eso parecían disparos —dijo.

Todo esto sucedió en un par de segundos, pero a mí me pareció media hora. Volví a entrar en mi piso, me vestí de cualquier manera, agarré unas cuantas cosas de encima del escritorio y salí corriendo a la escalera. Ya no quedaba allí ni el lechero. Una sirena sonaba por alguna parte. Por una puerta asomó una cabeza calva y con resaca que dio un resoplido.

Bajé por la escalera de atrás.

En el vestíbulo de la planta baja había dos o tres personas. Salí por la puerta trasera. Los garajes estaban en dos hileras, una enfrente de la otra con un espacio de cemento en medio y dos más en el extremo, dejando espacio suficiente para salir al callejón. Un par de críos estaban saltando una valla a tres casas de distancia.

Larry Batzel estaba tendido de bruces, con el sombrero a un metro de la cabeza y una mano extendida, a un palmo de una automática grande y negra. Tenía los tobillos cruzados, como si hubiera girado al caer. La sangre le corría espesa por un lado de la cabeza, entre los cabellos rubios, sobre todo en la nuca. También había un espeso charco en el cemento del patio.

Dos polis de un coche patrulla, el repartidor de leche y un hombre con jersey marrón y mono sin peto estaban inclinados sobre él. El hombre del mono era el conserje de la finca.

Llegué hasta ellos casi en el mismo instante en que los dos chavales que saltaban la valla pisaban el suelo. El lechero me miró con una expresión extraña y tensa. Uno de los polis se incorporó y dijo:

—¿Alguno de ustedes lo conoce? Todavía le queda media cara.

No me hablaba a mí. El lechero negó con la cabeza y continuó mirándome con el rabillo del ojo. El conserje dijo:

—No es inquilino de esta casa. Puede que estuviera de visita. Aunque es muy pronto para hacer visitas, ¿no creen?

—Va vestido de fiesta. Usted conocerá esta cueva mejor que yo —dijo el policía en tono duro, sacando un cuaderno.

El otro poli se incorporó también, meneó la cabeza y se dirigió hacia la casa, con el conserje caminando a su lado.

El poli del cuaderno me señaló con un pulgar y dijo con rudeza:

—Usted ha sido el primero en llegar después de esos dos. ¿Tiene algo que decir?

Miré al lechero. A Larry Batzel ya le daba lo mismo y uno tiene que ganarse la vida. Además, no era asunto para contárselo a un patrullero.

—Oí los tiros y vine corriendo —dije.

El policía se conformó con aquella respuesta. El lechero levantó la mirada hacia el cielo nublado y no dijo nada.

Al cabo de un rato regresé a mi piso y terminé de vestirme. Al recoger el sombrero, que estaba en la mesa de la ventana, junto a la botella de whisky, vi un capullo de rosa sobre un papel escrito.

Era una nota y decía:

Eres un buen tipo, pero creo que me voy a ir solo. Si tienes ocasión, dale esta rosa a Mona. LARRY

Me guardé todo en la cartera y me tomé un trago para darme fuerzas.

3

Aquella tarde, a eso de las tres, me encontraba en el vestíbulo principal de la mansión Winslow, esperando a que regresara el mayordomo.

Me había pasado la mayor parte del día sin acercarme a mi oficina ni a mi casa y sin toparme con ningún agente de Homicidios. Era solo cuestión de tiempo que me localizaran, pero antes quería hablar con general Dade Winslow, y este no se dejaba ver con facilidad.

A mi alrededor colgaban numerosos cuadros al óleo, en su mayoría retratos. Había un par de estatuas y varias armaduras oscurecidas por el tiempo sobre pedestales de madera oscura. Muy por encima de la enorme chimenea de mármol colgaba una vitrina con dos estandartes de caballería acribillados a balazos —o comidos por las polillas—, cruzados sobre el retrato de un hombre delgado y de aspecto ágil, con barba y bigote negros y vestido con un uniforme de los tiempos de la guerra con México. Debía de tratarse del padre del general Dade Winslow. El general era bastante anciano, pero no podía ser tan viejo.

Por fin regresó el mayordomo, diciendo que el general Winslow se encontraba en el invernadero de orquídeas y que tuviera la bondad de seguirle.

Salimos por las puertas correderas del fondo y atravesamos varios jardines hasta llegar a un gran pabellón de cristal, situado muy por detrás de los garajes. El mayordomo abrió la puerta, que daba a una especie de antesala, y la cerró en cuanto entramos. Hacía bastante calor. Entonces abrió la puerta interior y supe lo que era calor de verdad.

El aire era puro vapor. El agua goteaba por las paredes y el techo del invernadero. En la media luz, enormes plantas tropicales extendían sus ramas y brotes por todas partes, emitiendo un olor casi tan intoxicante como el del alcohol hirviendo.

El mayordomo, que era viejo y delgado, muy tieso y con el pelo blanco, fue apartando las ramas de las plantas para que yo pasara, y así llegamos a un claro en medio de la espesura. Una gran alfombra turca de color rojizo se extendía sobre las baldosas hexagonales. En medio de la alfombra había un hombre muy viejo sentado en una silla de ruedas, con una manta de viaje envolviéndole el cuerpo, que nos miraba llegar.

Lo único vivo en su rostro eran los ojos. Ojos negros, hundidos, brillantes, intocables. El resto de la cara era una plomiza máscara de muerte: sienes hundidas, nariz afilada, orejas con los lóbulos vueltos hacia fuera, una boca que era una fina ranura blanca. El cráneo conservaba unos cuantos mechones dispersos de pelo blanco.

El mayordomo anunció:

—El señor Carmady, general.

El anciano me miró. Al cabo de un rato, una voz cascada y regañona dijo:

—Ponga una silla para el señor Carmady.

El mayordomo arrastró una silla de mimbre y me senté en ella, dejando el sombrero en el suelo. El mayordomo lo recogió.

—Brandy —dijo el general—. ¿Cómo le gusta el brandy, caballero?

—De todas las maneras —dije yo.

Soltó un bufido. El mayordomo se esfumó. El general me miraba fijamente, con ojos que no pestañeaban. Bufó de nuevo.

—Yo siempre lo tomo con champán —dijo—. Un tercio de brandy y el champán encima. Y el champán tan frío como el valle Forge. Más frío, si puede ser.

Emitió un ruido que podría haberse tomado por una risita.

—No es que yo haya estado en el valle Forge —dijo—. No lo he pasado tan mal. Puede usted fumar, caballero.

Le di las gracias y le dije que de momento no tenía ganas de fumar. Saqué un pañuelo y me sequé la cara.

—Quítese la gabardina, caballero. Dud siempre se la quitaba. Las orquídeas necesitan calor, señor Carmady…, lo mismo que los viejos achacosos.

Me quité la gabardina que llevaba puesta. Me había parecido que iba a llover. Larry Batzel había dicho que iba a llover.

—Dud es mi yerno, Dudley O’Mara. Creo que usted tenía algo que decirme sobre él.

—Son solo habladurías —dije—. Y no quiero meterme en esto sin su autorización, general Winslow.

Los ojos de basilisco se clavaron en mí.

—Usted es un detective privado. Supongo que querrá que le paguen.

—Me dedico a eso —dije—, pero eso no significa que tengan que pagarme cada vez que respiro. Se trata solo de algo que oí. Puede que usted quiera comunicárselo personalmente al Departamento de Personas Desaparecidas.

—Ya veo —dijo—. Alguna clase de escándalo.

El mayordomo regresó antes de que yo pudiera responder. Hizo rodar un carrito de té a través de la jungla, lo colocó junto a mi codo y me preparó un brandy con soda. Luego se retiró.

Di un sorbo a la bebida.

—Parece que había una chica —dije—. Se conocían desde antes de que él conociera a su hija. Ahora está casada con un bandido. Parece que…

—Estoy enterado de todo eso —me cortó—. Y me importa un comino. Lo que quiero saber es dónde está y si está bien. Si es feliz.

Le miré con los ojos saliéndoseme de las órbitas. Al cabo de un momento dije con voz débil:

—Tal vez pueda encontrar a la chica, o quizá puedan encontrarla los chicos de azul con lo que yo les cuente.

Tiró del borde de su manta y movió la cabeza aproximadamente una pulgada. Supuse que estaba asintiendo. Luego dijo muy despacio:

—Es posible que esté hablando más de lo que conviene a mi salud, pero quiero dejar clara una cosa. Soy un inválido. Tengo inutilizadas las dos piernas y la parte inferior del vientre. Apenas como ni duermo. Soy una lata para mí mismo y un fastidio insufrible para todos los demás. Por eso echo de menos a Dud. Él pasaba mucho tiempo conmigo. Solo Dios sabe por qué.

—Bueno… —empecé.

—A callar. Usted es muy joven para mí, así que puedo ser grosero. Dud se largó sin ni siquiera despedirse de mí. Eso no era propio de él. Un día salió en su coche y nadie ha sabido nada de él desde entonces. Si se hartó de la tonta de mi hija y de su mocoso malcriado, si quería a otra mujer, pues muy bien. Pero le dio el pronto y se marchó sin despedirse de mí, y ahora se arrepiente. Por eso no recibo noticias suyas. Encuéntrelo y dígale que lo entiendo. Eso es todo… a menos que necesite dinero. En tal caso, puede pedirme lo que quiera.

Sus mejillas plomizas habían adquirido un imperceptible tono rosado. Sus ojos negros brillaban más que antes, si tal cosa era posible. Se echó hacia atrás muy despacio y cerró los ojos.

Me bebí un trago bien largo y dije:

—Suponga que está en apuros. Por ejemplo, a causa del marido de la chica, que es Joe Mesarvey.

Abrió los ojos y parpadeó.

—No conoce a O’Mara —dijo—. Es el otro tipo el que estaría en apuros.

—Muy bien. ¿Les cuento a los del Departamento dónde me han dicho que está esa chica?

—Desde luego que no. Hasta ahora no han hecho nada. Pues que sigan haciéndolo. Encuéntrelo usted. Le pagaré mil dólares… aunque solo tenga que cruzar la calle. Dígale que por aquí todo va bien. Que el viejo va aguantando y le manda recuerdos. Eso es todo.

No pude decírselo. De pronto, me resultó imposible decirle nada de lo que me había contado Larry Batzel, ni de lo que le había ocurrido a Larry, ni nada de nada. Me terminé mi copa, me levanté y volví a ponerme la gabardina.

—Es demasiado dinero para ese trabajo, general Winslow —dije—. Ya hablaremos de eso más adelante. ¿Tengo su autorización para actuar en su nombre a mi manera?

El general apretó un timbre de su silla de ruedas.

—Usted dígale eso —insistió—. Quiero saber si él está bien y quiero que él sepa que yo estoy bien. Y eso es todo… a menos que necesite dinero. Ahora tendrá que disculparme. Estoy cansado.

Cerró los ojos. Atravesé de nuevo la jungla. El mayordomo me aguardaba en la puerta con mi sombrero.

Respiré un poco de aire fresco y dije:

—El general desea que hable con la señora O’Mara.

4

Esta otra habitación tenía una alfombra blanca de pared a pared. En las numerosas ventanas, cortinas color marfil de altura incalculable caían descuidadamente sobre la alfombra blanca. Las ventanas daban a las oscuras laderas de las colinas, y también el aire estaba oscuro al otro lado del cristal. Aún no había empezado a llover, pero se notaba la presión en la atmósfera.

La señora O’Mara se encontraba tendida en un diván blanco. Se había quitado las sandalias y tenía las piernas enfundadas en unas medias de malla de las que ya no se llevan. Era alta y morena, con un mohín en la boca. Atractiva, pero sin llegar a ser hermosa.

—¿Se puede saber qué desea de mí? —dijo—. Ya se sabe todo. Se sabe demasiado, maldita sea. Pero yo no le conozco a usted. ¿O sí?

—Lo dudo mucho —dije yo—. Solo soy un detective privado con un asunto de poca monta.

Ella echó mano a un vaso en el que yo no me había fijado, aunque debí haberlo buscado desde el primer momento habida cuenta de su manera de hablar y del hecho de que tuviera las sandalias quitadas. Bebió con aire lánguido, haciendo brillar un anillo.

—Le conocí en un garito —dijo, con una risa aguda—. Era un contrabandista de licor guapísimo, con mucho pelo rizado y sonrisa de irlandés. Total, que me casé con él. Por aburrimiento. En cuanto a él, el negocio del contrabando empezaba a resultar poco seguro…, eso suponiendo que no existieran otros atractivos.

Aguardó a que yo dijera que sí que existían, pero haciendo como que no le importaba mucho si lo decía o no. Me limité a decir:

—¿No le vio marcharse el día que desapareció?

—No. Casi nunca le veía salir, ni tampoco volver a casa. Así estaban las cosas.

Bebió un poco más de su vaso. Yo gruñí.

—Hum. Pero no se peleaban, claro. —Esta clase de gente nunca se pelea.

—Hay muchas maneras de pelearse, señor Carmady.

—Sí. Me gusta que diga eso. Desde luego, usted sabía lo de la chica.

—Me alegra poder ser franca con el viejo detective de la familia. Sí, sabía lo de la chica.

Se enroscó un mechón de pelo negro detrás de la oreja.

—¿Lo sabía desde antes de que él desapareciera?

—Desde luego.

—¿Cómo?

—Es usted bastante directo, ¿no? Contactos, como se suele decir. Soy una vieja asidua de los garitos golfos. ¿O es que no lo sabía?

—¿Conoce a la gente del Dardanella?

—He ido por allí. —No parecía escandalizada, ni siquiera sorprendida—. De hecho, se podría decir que viví allí una semana. Allí fue donde conocí a Dudley O’Mara.

—Ya. Su padre se casó bastante mayor, ¿no?

El color desapareció de sus mejillas. Yo quería ponerla furiosa, pero no había nada que hacer. Sonrió y el color reapareció. Hizo sonar una campanilla con un cordón que bajaba hasta los cojines de plumón de su diván.

—Muy mayor —dijo—. Pero eso a usted no le importa.

—Pues no —dije.

Entró una doncella de aspecto recatado, que preparó dos copas en una mesita lateral. Le dio una a la señora O’Mara, dejó la otra a mi lado y volvió a marcharse, exhibiendo un buen par de piernas bajo una falda corta.

La señora O’Mara aguardó a que se cerrara la puerta y entonces dijo:

—Todo este asunto ha puesto a papá de los nervios. Ojalá Dud le escribiera o le telegrafiara, o algo por el estilo.

Hablé despacio:

—Es un hombre viejo, muy viejo, inválido, con un pie en la tumba. Solo un fino hilo de interés lo mantenía atado a la vida. Ese hilo se ha roto y a nadie le importa un pepino. Él procura actuar como si a él tampoco le importara. Yo no llamaría a eso estar de los nervios. Lo llamaría un magnífico despliegue de fortaleza intestinal.

—Muy galante —dijo, con unos ojos que eran como puñales—. Pero no ha tocado usted su bebida.

—Tengo que irme —dije—. Gracias de todos modos.

Extendió una mano fina y de buen color y yo me incliné para tocarla. De repente, retumbó un trueno más allá de las montañas que la sobresaltó. Una ráfaga de aire sacudió las ventanas.

Bajé al vestíbulo por una escalera alicatada y el mayordomo surgió de entre las sombras para abrirme la puerta.

Contemplé desde lo alto una serie de terrazas decoradas con macizos de flores y árboles importados. Al fondo se alzaba una alta verja metálica, rematada con puntas de lanza doradas, y por dentro un seto de dos metros. Un sendero hundido serpenteaba hasta el portalón de entrada y la caseta de guardia que había en la parte de dentro.

Más allá de la finca, la ladera de la colina descendía hacia la ciudad y los viejos pozos petrolíferos de La Brea, parte de los cuales se han transformado en un parque mientras que el resto es una franja de terreno baldío y vallado. Todavía se mantenían en pie algunas de las torres de madera. De ahí procedía la fortuna de la familia Winslow. Después, la familia se había ido apartando de los pozos, huyendo colina arriba hasta alejarse lo suficiente del hedor de los colectores, pero no tan lejos como para no poder mirar por las ventanas y ver lo que les había hecho ricos.

Bajé por una escalinata de ladrillo que atravesaba las terrazas cubiertas de césped. En una de ellas, un chaval de diez u once años, pálido y de pelo moreno, lanzaba dardos contra una diana colgada de un árbol. Me acerqué a él.

—¿Eres tú el joven O’Mara? —pregunté.

Se apoyó en un banco de piedra, con cuatro dardos en las manos, y me miró con unos ojos fríos y viejos, de color pizarra.

—Soy Dade Winslow Trevillyan —dijo muy serio.

—Entonces ¿Dudley O’Mara no es tu padre?

—Pues claro que no —su voz estaba cargada de desprecio—. ¿Quién es usted?

—Soy un detective. Voy a encontrar a tu…, quiero decir al señor O’Mara.

Aquello no contribuyó lo más mínimo a estrechar nuestros lazos. Para él, un detective no era nada. En las montañas retumbaban los truenos como una manada de elefantes jugando a «tú la llevas». Se me ocurrió otra idea.

—Apuesto a que no eres capaz de meter cuatro de cinco en la diana a diez metros.

Su cara se animó de golpe.

—¿Con estos?

—Ajá.

—¿Cuánto apuesta? —saltó.

—Pues… un dólar.

Corrió hacia la diana, desprendió los dardos clavados, regresó y tomó posición junto al banco.

—Eso no son diez metros —dije.

Me dirigió una mirada feroz y retrocedió unos pasos. Yo sonreí, pero enseguida se me borró la sonrisa.

Su manita se movió con tal rapidez que apenas si pude seguirla con la vista. Cinco dardos se clavaron en el centro dorado de la diana en menos de cinco segundos. Me miró con gesto de triunfo.

—Caramba, es usted muy bueno, señor Trevillyan —gruñí, sacando mi dólar.

Lo agarró con su manita como una trucha mordiendo un anzuelo y lo hizo desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.

—Eso no es nada —soltó una risita—. Tendría que verme en la galería de tiro al blanco que hay detrás de los garajes. ¿Quiere que vayamos allí y apostemos algo más?

Volví la mirada hacia lo alto de la cuesta y vi parte de un edificio blanco y bajo, construido de espaldas al terraplén.

—Bueno, hoy no —dije—. Quizá la próxima vez que venga por aquí. Así que Dud O’Mara no es tu padre. De todas maneras, si lo encuentro, ¿a ti te parecería bien?

Encogió sus delgados y angulosos hombros, envueltos en un jersey marrón.

—Pues claro. Pero ¿qué puede hacer usted que la policía no pueda?

—Buena pregunta —dije, alejándome.

Bajé siguiendo la tapia de ladrillo hasta el fondo de las terrazas y luego seguí el seto hasta la garita de entrada. A través del seto se veían retazos de la calle. Cuando estaba a mitad de camino de la caseta de guardia vi el sedán azul en la puerta. Era un coche pequeño y bonito, de suelo bajo, muy limpio, más ligero que un coche de policía pero aproximadamente del mismo tamaño. Más allá se veía mi deportivo, aguardando bajo un árbol.

Me quedé parado, mirando el sedán desde detrás del seto. Pude ver a través del parabrisas el humo de un cigarrillo que alguien fumaba dentro del coche. Me volví de espaldas al seto y miré hacia lo alto de la colina.

El chaval Trevillyan se había perdido de vista. Seguramente habría ido a guardar mi dólar en alguna parte, aunque un dólar no debía de significar gran cosa para él.

Me agaché y desenfundé la Luger del 7,65 que llevaba aquel día. Me la metí con el cañón hacia abajo en el calcetín izquierdo, hasta dentro del zapato. De aquella manera podía andar, siempre y cuando no pretendiera ir muy rápido. Me acerqué a las puertas.

Estas estaban siempre cerradas y nadie entraba sin que lo identificaran desde la casa. El vigilante, un tipo enorme con un revólver bajo el brazo, salió a recibirme y me abrió un portillo a un lado de los portalones. Me quedé un minuto hablando con él a través de los barrotes, mientras observaba el sedán.

Todo parecía en orden. Me pareció que había dos hombres en el coche. Estaba a unos treinta metros de distancia, a la sombra de la tapia del otro lado. Era una calle muy estrecha, sin aceras. No tenía que andar mucho para llegar a mi deportivo.

Caminé un poco rígido sobre el oscuro pavimento, entré en mi coche y metí rápidamente la mano en un pequeño compartimento de la parte delantera del asiento, donde guardo un arma de repuesto. Era un Colt de los que usa la policía. Lo deslicé en la sobaquera y puse el coche en marcha.

Solté el freno y arranqué. De pronto, la lluvia empezó a caer en grandes gotas y el cielo se puso tan negro como la boina de Carrie Nation, aunque no tan negro como para impedirme ver que el sedán se ponía en marcha detrás de mí.

Accioné el limpiaparabrisas y aceleré rápidamente hasta setenta por hora. Llevaba recorridas unas ocho manzanas cuando hicieron sonar la sirena. Aquello me hizo picar. Era una calle tranquila, mortalmente tranquila. Reduje velocidad y me acerqué al encintado. El sedán se deslizó a mi lado y yo me quedé mirando el negro cañón de una metralleta que asomaba por la ventanilla de la puerta trasera.

Detrás de la metralleta había una cara estrecha con los ojos enrojecidos y la boca apretada. Por encima del sonido de la lluvia, del limpiaparabrisas y de los dos motores, una voz dijo:

—Sube aquí con nosotros. Y pórtate bien o ya sabes.

No eran policías. Pero ya no importaba. Apagué el motor, dejé caer las llaves del coche al suelo y salí, quedándome de pie en el estribo. El hombre que iba al volante del sedán ni me miró. El que iba detrás abrió la puerta con el pie y se deslizó sobre el asiento hacia el fondo del coche, sosteniendo la metralleta con verdadero estilo.

Me metí en el sedán.

—Muy bien, Louie. Regístrale.

El conductor dejó el volante, salió del coche y se situó detrás de mí. Me sacó el Colt de debajo del brazo y me palpó las caderas, los bolsillos y la línea del cinturón.

—Limpio —dijo, volviendo a entrar en la parte delantera del automóvil.

El hombre de la metralleta estiró la mano izquierda y cogió el Colt que le entregó el conductor. Luego colocó la metralleta en el suelo del coche y extendió una alfombrilla marrón por encima. Se apoyó de nuevo en el rincón, tranquilo y relajado, sosteniendo el Colt sobre la rodilla.

—Vale, Louie. En marcha.

5

Rodamos lenta y suavemente, con la lluvia repiqueteando sobre la capota y corriendo en regueros por las ventanillas de los lados. Recorrimos calles que serpenteaban por las colinas, entre fincas que ocupaban hectáreas y cuyas viviendas eran lejanos conjuntos de frontones mojados detrás de árboles borrosos.

Un fuerte olor a humo de tabaco flotó bajo mi nariz y el hombre de los ojos rojizos preguntó:

—¿Qué coño te contó?

—Poca cosa —respondí—. Que Mona desapareció de la ciudad la noche que los periódicos dieron la noticia. El viejo Winslow ya lo sabía.

—No tenía que escarbar mucho para averiguar eso —dijo Ojos Rojos—. A la poli no le costó nada enterarse. ¿Qué más?

—Dijo que le habían disparado. Quería que yo le sacara de la ciudad. En el último momento, decidió irse solo. No sé por qué.

—Desembucha, fisgón —dijo Ojos Rojos con sequedad—. Es tu única salida.

—Eso es todo lo que hay —dije, mirando la lluvia por la ventanilla.

—¿Investigas el caso para el viejo?

—No. Es un tacaño.

Ojos Rojos se echó a reír. La pistola que llevaba en el zapato me parecía muy pesada, inestable y demasiado lejana.

—A lo mejor, eso es todo lo que hay que saber sobre O’Mara —dije.

El hombre del asiento delantero volvió la cabeza y gruñó:

—¿Dónde coño dijiste que estaba esa calle?

—En lo alto de Beverly Glen, idiota. En Mulholland Avenue.

—¿Esa? Joder, el pavimento está hecho una mierda.

—La pavimentaremos con el fisgón —dijo Ojos Rojos.

Las mansiones se iban haciendo más escasas y los retoños de roble se adueñaban de las laderas.

—No eres mal tipo —dijo Ojos Rojos—. Solo un poco tacaño, lo mismo que el viejo. ¿No captas la idea? Queremos saber todo lo que dijo, y lo vamos a saber aunque tengamos que hacerte pedacitos.

—Vete a la mierda —dije—. De todos modos, no me ibais a creer.

—Ponnos a prueba. Para nosotros, esto no es más que un trabajo. Lo hacemos y seguimos nuestro camino.

—Debe de ser un trabajo agradable —dije—. Mientras dure.

—Un día, tus gracias te van a costar caras, amigo.

—Ya me pasó. Hace mucho, cuando vosotros todavía estabais en el reformatorio. Y todavía sigo cayendo mal a la gente.

Ojos Rojos se echó a reír de nuevo. No parecía un fanfarrón.

—Que nosotros sepamos, la poli no tiene nada contra ti. Esta mañana no te dio por ponerte gracioso, ¿a que no?

—Si digo que sí, me liquidas ahora mismo. Pues vale.

—¿Qué te parece una propina de mil pavos por olvidarte del asunto?

—Tampoco os lo ibais a creer.

—Sí que nos lo creeríamos. Esa es la idea. Nosotros hacemos nuestro trabajo y seguimos nuestro camino. Somos una organización. Pero tú vives aquí, estás a gusto y tienes un negocio. Jugarás limpio.

—Claro —dije—. Jugaría limpio.

—Nosotros no —dijo Ojos Rojos con mucha suavidad—. Pero nunca liquidamos a tíos legales. Es malo para el negocio.

Se recostó en su rincón, con el revólver sobre la rodilla derecha, y metió la mano libre en un bolsillo interior. Abrió sobre su regazo una gran cartera cobriza y sacó de ella dos billetes, que empujó doblados sobre el asiento. La cartera regresó a donde había salido.

—Son tuyos —dijo muy serio—. Si metes la pata, no durarás ni veinticuatro horas.

Recogí los billetes. Dos de quinientos. Me los guardé en la chaqueta.

—Claro —dije—. Entonces ya no sería un tío legal, ¿verdad?

—Piénsatelo bien, sabueso.

Nos sonreímos el uno al otro, como un par de buenos chicos que se abren camino en un mundo duro y hostil. Luego Ojos Rojos volvió la cabeza de golpe.

—Vale, Louie. Olvídate de lo de Mulholland y para.

El coche estaba a la mitad de una larga curva que rodeaba la colina. La lluvia caía por la ladera en oleadas grises. No se distinguía ni cielo ni horizonte. En un cuarto de milla a la redonda no se veía nada vivo, aparte de nuestro coche.

El conductor se arrimó a la orilla del terraplén y apagó el motor. Encendió un cigarrillo y apoyó un brazo en el respaldo del asiento.

Me sonrió. Tenía una sonrisa tan agradable como la de un caimán.

—Vamos a tomar un trago para celebrarlo —dijo Ojos Rojos—. Ya me gustaría a mí ganarme uno de los grandes con tanta facilidad, solo por atarme la nariz a la barbilla.

—Tú no tienes barbilla —dijo Louie, sin dejar de sonreír.

Ojos Rojos dejó el Colt en el asiento y sacó de un bolsillo una petaca de cuarto de litro. Parecía buen material, etiqueta verde, embotellado en fábrica. Desenroscó el tapón con los dientes, olfateó el licor y se relamió los labios.

—Esto no es de garrafón —dijo—. La casa invita. Empínala.

Estiró el brazo desde su lado del asiento y me pasó la petaca. Podría haberle agarrado de la muñeca, pero estaba Louie y mi tobillo quedaba muy lejos.

Respiré con toda la fuerza de mis pulmones, me acerqué la petaca a los labios y olí con precaución. Por detrás del olor picante del bourbon se notaba otro muy débil, un olor a frutas que si hubiéramos estado en otra parte no habría significado nada para mí. Pero de pronto, sin ninguna razón en particular, me acordé de algo que había dicho Larry Batzel, algo así como «Al este de Realito, hacia las montañas, cerca de la vieja fábrica de cianuro». Cianuro. Aquella era la palabra.

Al llevarme la botella a la boca sentí una súbita tensión en las sienes. Sentí cómo se me arrugaba la piel y cómo se enfriaba el aire. Empiné bien la botella y tomé un largo trago. Alegre y confiado. Me entró en la boca aproximadamente media cucharadita de licor, y ni eso se quedó allí.

Tosí con fuerza y me doblé hacia delante, presa de violentas arcadas. Ojos Rojos se echó a reír.

—No me digas que te mareas con un solo trago, amigo.

Dejé caer la botella y me doblé más hacia el asiento, con náuseas cada vez más violentas. Corrí las piernas hacia la izquierda, con la izquierda por debajo, y me dejé caer sobre ellas, con los brazos inertes. Ya tenía la pistola.

Disparé por debajo del brazo izquierdo, casi sin mirar. No llegó a tocar el Colt, excepto para hacerlo caer del asiento. Con aquel tiro bastó. Le oí derrumbarse. Disparé otra vez, ahora hacia arriba, donde debería haber estado Louie.

Louie no estaba allí. Se había agachado tras el asiento delantero. No hacía ningún ruido. El coche, el paisaje entero, todo estaba en silencio. Hasta la lluvia parecía completamente silenciosa en aquel momento.

Aún no había tenido tiempo de mirar a Ojos Rojos, pero este no estaba haciendo nada. Dejé caer la Luger y agarré la metralleta de debajo de la alfombrilla. La sujeté por la empuñadura y me la encajé bien en el hombro. Louie seguía sin emitir un solo sonido.

—Escucha, Louie —dije en voz baja—. Tengo la tartamuda. ¿Qué me dices?

Un disparo atravesó el asiento, aunque Louie sabía que eso no iba a servirle de nada. La bala dejó una marca en forma de estrella en el cristal irrompible. Más silencio. Louie dijo con voz pastosa.

—Tengo aquí una granada. ¿La quieres?

—Tira de la anilla y sostén la granada —dije—. Nos apañará a los dos.

—¡Mierda! —exclamó Louie con furia—. ¿Lo has liquidado? No tengo ninguna granada.

Entonces miré a Ojos Rojos. Parecía muy cómodo, apoyado hacia atrás en el rincón del asiento. Ahora parecía que tenía tres ojos, uno de ellos aún más rojo que los otros dos. Para haber disparado por debajo del brazo aquello era casi como para sentirse orgulloso. Había salido demasiado bien.

—Sí, Louie, lo he liquidado —dije—. ¿Cómo quedamos?

Ahora podía oírle resoplar, y la lluvia había dejado de ser silenciosa.

—Sal del coche —gruñó—, y yo me largo.

—Sal tú, Louie, y me largo yo.

—Joder, no puedo ir andando desde aquí, tío.

—No tendrás que andar, Louie, yo enviaré un coche a buscarte.

—Joder, yo no he hecho nada. Yo solo conducía.

—Entonces te acusarán de conducción temeraria. Podréis arreglarlo… tú y tu organización. Sal antes de que descorche la metralleta.

Sonó el chasquido de un picaporte y unos pies pisaron el estribo y luego la carretera. Me enderecé bruscamente con la ametralladora. Louie estaba en la carretera bajo la lluvia, con las manos vacías y la sonrisa de caimán todavía en la cara.

Me agaché junto a los pies pulcramente calzados del muerto, recogí mi Colt y la Luger y dejé en el suelo del coche la pesada metralleta de seis kilos. Saqué unas esposas del bolsillo y me acerqué a Louie, que se dio la vuelta con un gesto de amargura y puso las manos a la espalda.

—No tienes nada contra mí —se lamentó—. Y estoy respaldado.

Le puse las esposas y lo registré por si llevaba armas, poniendo mucho más cuidado que él al registrarme a mí. Tenía otra, además de la que había dejado en el coche.

Saqué a Ojos Rojos a rastras del vehículo y dejé que se las apañara solo sobre la carretera mojada. Empezó a sangrar otra vez, pero estaba muerto y bien muerto. Louie lo miró con amargura.

—Era un tío listo —dijo—. Diferente. Le gustaban los trucos. Hola, tío listo.

Saqué la llave de las esposas y abrí una, tiré de ella hacia abajo y la cerré en torno a la muñeca del cadáver.

A Louie se le desorbitaron los ojos de horror y le desapareció todo rastro de sonrisa.

—¡Joder! —gimió—. ¡Me cago en…! ¡Joder! ¿No irás a dejarme así, amigo?

—Adiós, Louie —dije—. El que liquidasteis esta mañana era amigo mío.

—¡Me cago en…! —gimió Louie.

Me metí en el sedán, lo puse en marcha, conduje hasta un sitio donde se pudiera dar la vuelta y regresé cuesta abajo, volviendo a pasar junto a él. Estaba rígido como un árbol quemado, con la cara blanca como la nieve, y el muerto a sus pies, con una mano alzada, encadenada a la de Louie. En los ojos de este se reflejaba el horror de mil pesadillas.

Lo dejé allí, bajo la lluvia.

Estaba oscureciendo bastante deprisa. Paré el sedán a un par de manzanas de donde estaba mi coche, lo cerré bien y metí las llaves en el filtro de aceite. Subí a mi deportivo y regresé al centro.

Llamé a la Brigada de Homicidios desde una cabina, pregunté por un tal Grinnell, le conté en pocas palabras lo sucedido y le expliqué dónde encontrar a Louie y el sedán. Le dije que creía que aquellos eran los asesinos que habían ametrallado a Larry Batzel. No le hablé para nada de Dud O’Mara.

—Buen trabajo —dijo Grinnell con una voz extraña—. Pero más vale que vengas para acá a toda prisa. Hay una orden de busca y captura contra ti por algo que ha declarado un lechero que telefoneó hace una hora.

—Estoy hecho polvo —dije—. Tengo que comer algo. Evita que lo digan por la radio y llegaré en cuanto pueda.

—Más vale que vengas, muchacho. Lo siento, pero más te vale.

Colgué y me alejé de la zona sin entretenerme. Había que arreglar aquello. O lo arreglaba o yo sí que estaba arreglado.

Comí cerca del Plaza y me puse en camino hacia Realito.

6

A eso de las ocho divisé dos farolas amarillentas que brillaban muy altas en medio de la lluvia y un borroso letrero colgado sobre la carretera que decía: BIENVENIDOS A REALITO.

Casas prefabricadas en la calle principal, un conjunto apretado de tiendas, las luces de la farmacia de la esquina tras los cristales esmerilados, un cúmulo de coches congregados como moscas delante de una diminuta sala de cine, un banco con las luces apagadas en otra esquina y un puñado de hombres esperando enfrente, bajo la lluvia. Eso era Realito. Seguí adelante. Los campos baldíos me rodearon de nuevo.

Había dejado atrás la tierra de naranjos; no quedaba nada más que los campos sin labrar, las colinas achaparradas y la lluvia.

Más que una milla, me pareció que tuve que recorrer tres hasta que vi una desviación, y en ella una luz difusa, como la de una casa con las persianas bajadas. Y en aquel preciso instante se me pinchó el neumático delantero izquierdo, soltando un silbido irritado. Aquello me encantó. Después le sucedió exactamente lo mismo a la rueda posterior derecha.

Me paré casi en la misma intersección. Aquello sí que estaba bien. Salí del coche, me subí el cuello de la gabardina, saqué una linterna y vi una buena cantidad de tachuelas galvanizadas de las más gruesas, con cabezas tan grandes como monedas de diez centavos. La base plana y brillante de una de ellas me lanzaba destellos desde un neumático.

Dos ruedas pinchadas y una sola de repuesto. Agaché la cabeza y eché a andar hacia la difusa luz que se veía en lo alto del camino secundario.

Era el lugar que buscaba. La luz salía por una claraboya en el tejado inclinado del garaje. La puerta principal, grande y de doble hoja, estaba cerrada, pero por las junturas se veía una luz blanca e intensa. Apunté con la linterna hacia lo alto y leí: ART HUCK — REPARACIONES Y ACONDICIONAMIENTO DE COCHES.

Más allá del garaje se alzaba una casa, algo apartada del camino embarrado, del que la separaba una pequeña arboleda. También en ella había luces. Delante del porche de madera vi un pequeño cupé con la capota echada.

Lo primero era arreglar los neumáticos, si es que era posible. Aquella gente no me conocía y la noche no estaba como para darse un paseo a pie.

Apagué la linterna y golpeé con ella la puerta. La luz de dentro se apagó. Me quedé allí plantado, lamiéndome la lluvia del labio superior, con la linterna en la mano izquierda y la derecha metida por dentro de la gabardina. Llevaba otra vez la Luger bajo el brazo.

Una voz habló a través de la puerta, y no parecía de muy buen humor.

—¿Qué quiere? ¿Quién es?

—Abra —dije—. Estoy en la carretera, con dos ruedas pinchadas y un solo repuesto. Necesito ayuda.

—Ya hemos cerrado, amigo. Realito está a una milla hacia el oeste.

Empecé a patear la puerta. Oí palabrotas dentro y luego otra voz, mucho más suave.

—Un listillo, ¿eh? Ábrele, Art.

Chirrió un cerrojo y una hoja de la puerta se abrió hacia dentro. Encendí de nuevo la linterna e iluminé un rostro demacrado. Entonces un brazo se movió y de un golpe me arrancó la linterna de la mano. Al extremo del brazo había una pistola que me apuntaba.

Me agaché a buscar la linterna y me quedé quieto. No intenté sacar mi arma.

—Deje de jugar, amigo. Podría hacerse daño.

La linterna brillaba sobre el barro. La agarré y me incorporé con ella en la mano. Se encendió la luz en el interior del garaje, recortando la silueta de un hombre alto vestido con un mono. Retrocedió hacia dentro sin dejar de apuntarme.

—Entre y cierre la puerta.

Hice lo que me decía.

—El extremo del camino está todo lleno de tachuelas —dije—. Pensé que querían animar el negocio.

—¿Es tonto o qué? Hoy asaltaron un banco en Realito.

—No soy de por aquí —dije, acordándome del grupo de hombres reunido bajo la lluvia, delante del banco.

—Vale, vale. Pues eso ha pasado, y dicen que los atracadores están escondidos en alguna parte de las colinas. Seguramente usted haya pisado las tachuelas que ellos tiraron.

—Eso parece —dije, mirando al otro hombre que había en el garaje.

Era bajo, corpulento, de rostro moreno y frío y ojos castaños y fríos. Llevaba un abrigo de cuero marrón con cinturón. Su sombrero marrón estaba airosamente ladeado y estaba seco. Tenía las manos en los bolsillos y parecía aburrido.

Flotaba en el aire un olor dulzón y picante a pintura de piroxilina. En un rincón había un sedán grande, con una pistola de pintar apoyada en el guardabarros. Era un Buick casi nuevo. No le hacía falta la pintura que le estaban dando.

El hombre del mono se guardó la pistola en un bolsillo lateral y miró al hombre moreno. Este, a su vez, me miró a mí y dijo con suavidad:

—¿De dónde es usted, forastero?

—De Seattle —respondí.

—¿Se dirige al oeste…, a la gran ciudad? —tenía una voz suave, suave y seca como el roce del cuero muy usado.

—Sí. ¿Queda muy lejos?

—Unas cuarenta millas. Con este tiempo se hace más largo. Ha venido por el camino más largo, ¿no? ¿Por Tahoe y Lone Pine?

—Por Tahoe, no —dije—. Por Reno y Carson City.

—Sigue siendo el camino más largo. —Una sonrisa fugaz brilló en los labios castaños—. Coge un gato y saca sus llantas, Art.

—Mira, Lash… —gruñó el hombre del mono, pero se interrumpió como si le hubieran rebanado la garganta de oreja a oreja.

Habría podido jurar que le vi temblar. Hubo un silencio mortal. El hombre moreno no movió ni un músculo. Algo empezó a asomar en sus ojos, pero entonces bajó la mirada, casi con timidez. Su voz seguía teniendo el mismo sonido suave, de roce seco.

—Coge dos gatos, Art. Tiene dos ruedas pinchadas.

El hombre demacrado tragó saliva. Luego se acercó a un rincón y se puso un impermeable y una gorra. Agarró una llave de neumáticos y un gato de mano e hizo rodar otro con ruedas hasta la puerta.

—Abajo en la carretera, ¿no?

—Sí. Si tiene usted mucho trabajo, podemos usar la rueda de repuesto —dije.

—No tiene mucho trabajo —dijo el hombre moreno, mirándose las uñas.

Art salió con sus herramientas. La puerta se cerró de nuevo. Miré el Buick, pero no miré a Lash Yeager. Sabía que era Lash Yeager. No podía haber dos hombres llamados Lash que anduvieran por aquel garaje. No lo miré porque habría tenido que mirarlo por encima del cadáver despatarrado de Larry Batzel y se me habría notado en la cara. Al menos, durante un momento.

También él miró el Buick.

—Solo había que arreglar un arañazo —dijo en tono lento y pesado—. Pero el dueño tiene pasta y el conductor necesitaba unos pavos. Ya sabe cómo es esto.

—Claro.

Transcurrieron diez minutos como si pasaran de puntillas. Fueron minutos largos y pesados. Luego se oyeron pasos fuera y la puerta se abrió de un empujón. La luz cayó sobre los trazos de lluvia, convirtiéndolos en hilos de plata. Con gesto huraño, Art hizo rodar hacia dentro dos neumáticos embarrados, cerró la puerta de una patada y dejó que uno de los neumáticos cayera de plano. La lluvia y el aire fresco le habían devuelto el valor. Me miró con furia.

—Seattle —rugió—. ¡Y una mierda, Seattle!

El hombre moreno encendió un cigarrillo como si no hubiera oído nada. Art se despojó de su impermeable y sujetó mi neumático en un soporte, lo atacó con furia, desprendió la llanta y la parcheó en un abrir y cerrar de ojos. Caminó enfurruñado hacia la pared más próxima a mí y agarró una bomba de aire, inyectó en la llanta aire suficiente para ponerla tensa y la levantó con las dos manos para sumergirla en una pila de agua.

No me di cuenta de nada, su trabajo de equipo fue muy bueno. No se habían mirado el uno al otro desde que entró Art con mis neumáticos.

Art lanzó descuidadamente al aire la llanta inflada, la recogió con las manos abiertas, la examinó con el ceño fruncido junto a la pila de agua, dio un paso con rapidez y me la encasquetó por la cabeza y los hombros.

Saltó como un rayo detrás de mí, apoyó su peso en la llanta y la hizo bajar, apretándome bien el pecho y los brazos. Aún podía mover las manos, pero no podía ni acercarlas a la pistola.

El hombre moreno sacó la mano derecha del bolsillo y empezó a lanzar al aire un cilindro hecho con monedas envueltas en un papel. Lo arrojaba y lo recogía en la palma de la mano mientras avanzaba con soltura.

Empujé con fuerza hacia atrás y, de pronto, lancé todo mi peso hacia delante. Con igual prontitud, Art soltó la llanta y me pegó un rodillazo por detrás.

Me desplomé, pero no llegué a sentir el contacto con el suelo. El puño cargado con el tubo de monedas me acertó en plena caída. Perfectamente calculado, con la fuerza justa y con mi propio peso ayudándolo.

Me desvanecí como una mota de polvo en una corriente de aire.

7

Me pareció que había una mujer y que estaba sentada junto a una lámpara. La luz me daba en la cara, así que cerré de nuevo los ojos y procuré mirarla a través de las pestañas. Era una rubia tan platino que la cabeza le brillaba como un frutero de plata.

Vestía un traje de viaje verde, de corte masculino, con una blusa de cuello blanco y ancho que le caía sobre las solapas. A sus pies tenía un bolso reluciente y anguloso. Estaba fumando y junto a su codo tenía un vaso largo con una bebida de color claro.

Abrí más los ojos y dije:

—Hola.

Sus ojos eran los ojos que yo recordaba de haberlos visto a la puerta del Sardi’s, en un Rolls-Royce de segunda mano. Ojos muy azules, muy suaves, encantadores. No eran los ojos de una aventurera que rondaba a los chicos del dinero fácil.

—¿Cómo se encuentra? —También su voz era suave y encantadora.

—Fenomenal —dije—. Solo que alguien ha construido una gasolinera en mi mandíbula.

—¿Qué esperaba, señor Carmady? ¿Orquídeas?

—Conque sabe mi nombre.

—Ha dormido mucho. Tuvieron tiempo de sobra para registrarle los bolsillos. Le han hecho de todo menos embalsamarle.

—Seguro que sí —dije.

Podía moverme un poco, pero no mucho. Tenía las muñecas esposadas a la espalda. Aquello tenía un toque de justicia poética. De las esposas partía una cuerda que me llegaba a los tobillos, los ataba y luego se perdía de vista por el extremo del sofá; debía de estar atada a alguna otra parte. Me encontraba casi tan indefenso como si estuviera metido en un ataúd atornillado.

—¿Qué hora es?

Se miró la pulsera de soslayo, a través de la espiral de humo de su cigarrillo.

—Las diez y diecisiete. ¿Tiene una cita?

—¿Es esta la casa de al lado del garaje? ¿Dónde están los muchachos? ¿Cavando una tumba?

—No se preocupe, Carmady. Ya volverán.

—Si no tiene la llave de estas pulseras, podría darme un sorbito de ese vaso.

Se puso en pie y se me acercó, con el vaso largo y ambarino en la mano. Se inclinó sobre mí. Tenía un aliento delicado. Torcí el cuello hacia arriba y bebí del vaso.

—Espero que no le hagan daño —dijo en tono distante, retrocediendo—. Detesto los asesinatos.

—¿Y es usted la mujer de Joe Mesarvey? Qué vergüenza. Deme un poco más de zumo.

Me dio un poco más. La sangre empezó a circular por mi cuerpo.

—Creo que me gusta usted —dijo—. Aunque tiene la cara que parece un parachoques.

—Aproveche la ocasión —dije—. No durará mucho con tan buen aspecto.

Miró rápidamente a nuestro alrededor y me pareció que escuchaba. Una de las dos puertas estaba entreabierta. Miró hacia allá y creí verla palidecer. Pero solo se oía el sonido de la lluvia.

Se sentó de nuevo junto a la lámpara.

—¿Por qué vino aquí a meter las narices? —preguntó despacio y mirando al suelo.

La alfombra era a cuadros rojos y pardos. El papel de las paredes tenía pintados pinos de color verde brillante y las cortinas eran azules. El mobiliario, o lo poco que yo podía ver de él, parecía salido de uno de esos sitios que se anuncian en los asientos de los autobuses.

—Tenía una rosa para usted —dije—. De parte de Larry Batzel.

Ella cogió algo de la mesa y lo hizo girar lentamente. Era la rosa enana que Larry había dejado para ella.

—La recibí —dijo con voz tranquila—. También había una nota, pero no me la dejaron ver. ¿Era para mí?

—No, para mí. La dejó en mi mesa antes de salir a que lo mataran.

Su rostro se descompuso como las imágenes que se ven en una pesadilla. La boca y los ojos eran agujeros negros. No emitió ni un sonido. Al cabo de un momento el rostro recuperó sus líneas tranquilas y armoniosas.

—Eso tampoco me lo habían dicho —declaró en voz baja.

—Lo acribillaron a tiros —dije con cuidado— porque descubrió lo que Joe y Lash Yeager hicieron con Dud O’Mara. Lo borraron del mapa.

Aquello no le afectó lo más mínimo.

—Joe no le hizo nada a Dud O’Mara —dijo tranquilamente—. Llevo dos años sin ver a Dud. Fue solo un invento de los periódicos, lo de que Dud y yo nos veíamos.

—Los periódicos no dijeron nada de eso —dije yo.

—Pues fue un invento de quien fuera que lo dijera. Joe está en Chicago. Se fue ayer en avión para vender su negocio. Si se cierra el trato, Lash y yo iremos a reunirnos con él. Joe no es ningún asesino.

La miré fijamente.

Sus ojos se sobresaltaron de nuevo.

—¿Está Larry… está…?

—Está muerto —dije—. Fue un trabajo profesional, con metralleta. No lo iban a hacer ellos en persona.

Se mordió un labio y durante un momento lo mantuvo bien apretado entre los dientes. Se podía oír su respiración lenta y dificultosa. Aplastó el cigarrillo en un cenicero y se puso en pie.

—¡Joe no lo hizo! —estalló—. ¡Me consta que no fue él! Él… —Se detuvo en seco, me fulminó con la mirada, se tocó el pelo y, de pronto, se lo arrancó. Era una peluca. Su verdadero pelo lo llevaba corto como el de un chico, con mechas amarillas y blanquecinas y más oscuro en las raíces. Ni así lograba estar fea.

Conseguí emitir una especie de risa.

—Solo ha venido aquí a mudar, ¿no es así, Peluca de Plata? Y yo que creía que la tenían aquí escondida… para que pareciera que se había fugado con Dud O’Mara.

Seguía mirándome con furia, como si no hubiera oído ni una palabra de lo que yo decía. Luego caminó a grandes zancadas hasta un espejo de pared, se colocó de nuevo la peluca, se la enderezó, se volvió y me hizo frente.

—Joe no ha matado a nadie —repitió, en voz baja y tensa—. Es un granuja…, pero no esa clase de granuja. Sabe tanto como yo sobre el paradero de Dud O’Mara. Y yo no sé nada.

—O sea, que se cansó de la ricachona y se las piró —dije en tono aburrido.

Se acercó más a mí, con los blancos dedos apoyados en las caderas y brillando a la luz de la lámpara. Su cabeza, muy por encima de mí, estaba casi en sombras. La lluvia tamborileaba. Sentía la mandíbula hinchada y caliente, y el nervio que recorría el maxilar me dolía, me dolía…

—Lash se ha llevado el único coche que había aquí —dijo en voz baja—. Si corto las cuerdas, ¿podrá llegar andando a Realito?

—Pues claro. Y después, ¿qué?

—Nunca me he mezclado en un asesinato y no pienso mezclarme ahora. Jamás.

Salió de la habitación a toda prisa y regresó con un cuchillo largo de cocina. Cortó la cuerda que me ataba los tobillos, la retiró, cortó el nudo que la sujetaba a las esposas. Se detuvo una vez para escuchar, pero no era más que la lluvia, como antes.

Rodé hasta quedar sentado y me puse en pie. Tenía los pies dormidos, pero eso se pasaría pronto. Podría andar, incluso correr, si era necesario.

—Lash tiene la llave de las esposas —dijo con voz apagada.

—Vámonos —dije—. ¿Tiene un arma?

—No, yo no voy. Lárguese pronto. Pueden volver en cualquier momento. Solo están sacando unas cosas del garaje.

Me acerqué a ella.

—¿Se va a quedar aquí después de dejarme escapar? ¿Va a esperar a ese asesino? Está loca. Vamos, Peluca de Plata, tiene que venir conmigo.

—No.

—Suponga que fue él quien mató a O’Mara —dije—. Entonces también mató a Larry. Tiene que ser así.

—Joe nunca ha matado a nadie.

—Bueno, suponga que lo hizo Yeager.

—Está mintiendo, Carmady. Pretende asustarme. Márchese. No me da miedo Lash Yeager. Soy la mujer de su jefe.

—Joe Mesarvey es una mierda —rugí—. Y las chicas como usted siempre se pringan por tipos que son una mierda. Andando.

—¡Márchese! —dijo con rabia.

—Muy bien.

Le di la espalda y eché a andar hacia la puerta. Ella me adelantó casi corriendo, pasó al vestíbulo, abrió la puerta y echó una mirada hacia la húmeda oscuridad. Me hizo señas de que podía salir.

—Adiós —susurró—. Espero que encuentre a Dud. Y que descubra quién mató a Larry. Pero puede estar seguro de que no fue Joe.

Me acerqué mucho a ella, casi hasta empujarla contra la pared con mi cuerpo.

—Estás loca, Peluca de Plata. Adiós.

Alzó las manos con rapidez y me las puso en la cara. Estaban frías como el hielo. Me dio un beso rápido en la boca, con los labios helados.

—Lárgate, tío duro. Ya nos veremos algún día. Puede que en el cielo.

Salí por la puerta, bajé los oscuros y resbaladizos escalones de madera del porche, atravesé una zona de grava, rodeé otra de césped y la pequeña arboleda, salí al camino y descendí por él hasta el Foothill Boulevard. La lluvia me acariciaba la cara con dedos de hielo, que no estaban tan fríos como los de ella.

El deportivo, con la capota echada, seguía donde yo lo había dejado, inclinado hacia un lado. El extremo izquierdo del eje delantero se apoyaba en el borde del asfalto. La rueda de repuesto y una rueda sin neumático estaban tiradas en la cuneta.

Seguramente lo habrían registrado, pero aún tenía esperanzas. Entré en el coche arrastrándome de espaldas, me di un golpe en la cabeza con el eje del volante y me contorsioné para meter las manos esposadas en el compartimento secreto para las armas. Mis dedos tocaron un cañón. Aún estaba allí.

Saqué el revólver, salí como pude del coche, lo agarré por el extremo correcto y lo miré.

Lo sujeté apretado contra la espalda para protegerlo un poco de la lluvia y emprendí el camino de vuelta a la casa.

8

Me encontraba a mitad de camino cuando el coche regresó. Sus faros estuvieron a punto de enfocarme cuando giró con rapidez para salir de la carretera. Me tiré a la cuneta, metí la nariz en el barro y me puse a rezar.

El coche pasó de largo zumbando. Oí el roce de sus neumáticos sobre la grava húmeda de delante de la casa. El motor se apagó y las luces también. Sonó un portazo. No oí la puerta de la casa, pero capté un leve resplandor a través de los árboles cuando se abrió.

Me puse en pie y seguí caminando. Llegué junto al coche, un cupé pequeño, bastante viejo. Llevaba el revólver al costado, tirando hacia la cadera tanto como me permitían las esposas.

El cupé estaba vacío. El agua burbujeaba en el radiador. Escuché y no oí ningún ruido procedente de la casa. Ni voces airadas, ni pelea. Solo el pesado bong-bong-bong de las gotas de lluvia al caer sobre los ángulos inferiores de los canalones de desagüe.

Yeager estaba en la casa. Ella me había dejado escapar y Yeager estaba allí con ella. Lo más probable era que ella no le dijera nada. Se limitaría a quedarse quieta, mirándolo. Era la mujer de su jefe. Con aquello mataría a Yeager de miedo.

Yeager no se quedaría mucho tiempo, pero no la dejaría allí, ni viva ni muerta. Se pondría en marcha y la llevaría con él. Lo que le ocurriera a la chica más adelante era otra cuestión.

Lo único que tenía que hacer yo era esperar a que saliera. No lo hice.

Me pasé el revólver a la mano izquierda y me agaché a coger un poco de grava. La arrojé contra la ventana delantera. Fue un esfuerzo inútil. Llegó poquísima grava al cristal.

Regresé corriendo al cupé, abrí la puerta y vi que tenía las llaves puestas. Me senté en el estribo, sujetándome contra el marco de la puerta.

Las luces de la casa se habían apagado, pero aquello era todo. No salía ningún ruido de ella. No es peloteo: Yeager era muy listo.

Extendí el pie hasta el arranque y luego forcé una mano para hacer girar la llave de contacto. El motor estaba caliente y arrancó al instante, ronroneando suavemente sobre el ritmo de la lluvia.

Salí y me arrastré por el suelo hasta la parte trasera del coche, agazapándome allí.

El ruido del motor le puso en acción. No podía quedarse allí sin coche.

Una ventana oscura se abrió una pulgada, apenas lo suficiente para arrancar un reflejo en el cristal. Por la rendija salieron llamaradas, una rápida serie de tres tiros. Una ventanilla del cupé se rompió.

Grité y dejé que el grito se extinguiera con un gemido gorgoteante. Me estaba convirtiendo en un experto en esta clase de cosas. Rematé el gemido con un jadeo ahogado. Estaba listo, acabado. Me has dado. Buen tiro, Yeager.

Dentro de la casa, un hombre se echó a reír. Después se hizo de nuevo el silencio, aparte de la lluvia y el tranquilo ronroneo del motor del cupé.

Entonces la puerta de la casa se abrió centímetro a centímetro. Una figura apareció en el umbral. La chica salió al porche, rígida. Se distinguía el blanco del cuello de la blusa y un poco de la peluca, pero no mucho. Bajó los escalones como si fuera una estatua de madera. Vi a Yeager que se protegía detrás de ella.

Empezó a caminar sobre la grava. Habló despacio, sin ninguna entonación.

—No veo nada, Lash. Las ventanas están todas tapadas.

Dio una ligera sacudida, como si la hubieran empujado con un revólver, y siguió andando. Yeager no dijo nada. Ahora podía verlo detrás del hombro de ella. Le veía el sombrero y parte de la cara, pero aquel no era un blanco contra el que se pudiera disparar con las manos esposadas.

La mujer se detuvo otra vez y su voz sonó horrorizada.

—¡Está detrás del volante! —chilló—. ¡Ha caído!

Yeager se lo tragó. La empujó a un lado y empezó a disparar de nuevo. Saltaron más cristales por todas partes. Una bala pegó en un árbol a mi lado. En alguna parte gimió un grillo. El motor seguía ronroneando.

Yeager estaba encorvado, agazapado contra un fondo negro. Su rostro era una masa gris sin forma que parecía irse recuperando muy despacio del resplandor de los disparos. Su propio fuego le había cegado durante un segundo. Con aquello bastó.

Le metí cuatro tiros, con el tembloroso Colt en las costillas.

Intentó volverse y el arma se le escapó de la mano. Trató de agarrarla en el aire, pero de pronto sus dos manos volaron hacia el estómago y allí se quedaron. Se sentó en la grava mojada y sus fuertes jadeos dominaron todos los demás sonidos de aquella noche pasada por agua.

Lo vi caer de costado muy despacio, sin apartar las manos del estómago. Cesaron los jadeos.

Debió transcurrir un siglo hasta que Peluca de Plata me llamó. Un instante después estaba a mi lado, cogiéndome del brazo.

—¡Apaga el motor! —le grité—. Y sácale del bolsillo la llave de estas malditas esposas.

—Me… menudo idiota —balbuceó—. ¿Por qué has vuelto?

9

El capitán Al Roof, del Departamento de Personas Desaparecidas, se balanceó en su asiento y miró por la ventana. Afuera lucía el sol. Era el día siguiente y la lluvia había cesado mucho antes.

—Está usted metiendo la pata a fondo, hermano —dijo en tono poco amistoso—. Dud O’Mara simplemente bajó el telón. Ninguno de esos tipos se lo cargó. El asesinato de Batzel no tiene nada que ver con eso. Han localizado a Mesarvey en Chicago y parece limpio. El pringado que dejó usted amarrado al muerto no tiene ni idea de para quién estaban trabajando. Nuestros muchachos lo han interrogado lo suficiente como para estar seguros de ello.

—Seguro que sí —dije—. Yo mismo he estado toda la noche metido en el ajo y tampoco podría decirles gran cosa.

Me miró despacio con sus ojos grandes, tristes y cansados.

—Supongo que lo de matar a Yeager estuvo justificado. Y al de la metralleta, dadas las circunstancias. Además, yo no soy de Homicidios. No encuentro ninguna relación entre todo esto y O’Mara. A lo mejor usted sí.

A lo mejor podía, pero lo cierto era que aún no la había encontrado.

—No —dije—. Supongo que no.

Llené mi pipa y la encendí. Después de una noche sin dormir, me supo amarga.

—¿Eso es todo lo que le preocupa?

—Me preguntaba por qué no encontraron ustedes a la chica en Realito. No les habría resultado muy difícil.

—Simplemente, no la encontramos. Deberíamos haberlo hecho, lo reconozco, pero no lo hicimos. ¿Algo más?

Soplé el humo por encima de su mesa.

—Estoy buscando a O’Mara porque el general me lo pidió. De nada sirvió que le dijera que ustedes harían todo lo que se pudiera hacer. Podía permitirse pagar a un hombre para que dedicara todo su tiempo al asunto. Supongo que está usted resentido por eso.

Aquello no le hizo gracia.

—En absoluto, que haga lo que quiera con su dinero. Los que están resentidos con usted son los de detrás de la puerta con el letrero que dice «BRIGADA DE HOMICIDIOS».

Plantó los pies de golpe en el suelo y apoyó los codos en la mesa.

—O’Mara llevaba encima quince de los grandes. Es un montón de pasta, pero a O’Mara le gustaba llevar mucho dinero. Así podía sacarlo para que todos sus amigotes lo vieran. Lo que pasa es que ellos no se creían que fuera dinero de verdad. Su mujer dice que sí que lo era. Ahora bien, en cualquier otro tipo que no fuera un excontrabandista forrado de pasta eso podría indicar una intención de desaparecer. Pero en O’Mara no. Siempre llevaba grandes cantidades.

Se metió un cigarro entre los dientes y lo prendió con una cerilla. Gesticuló con un dedo muy grande.

—¿Entiende?

Le dije que entendía.

—Muy bien. O’Mara llevaba quince de los grandes, y un tipo que baja el telón solo puede mantenerse oculto mientras le dure la pasta. Quince de los grandes es un buen fajo. Yo mismo podría desaparecer si tuviera toda esa suma. Pero en cuanto se le acabe, lo pillaremos. Cobrará un cheque, firmará un recibo, pedirá crédito en un hotel o una tienda, dará referencias, escribirá o recibirá cartas. Estará en otra ciudad y usará otro nombre, pero seguirá teniendo las mismas tendencias. De un modo u otro, tiene que volver a entrar en el sistema fiscal. Ningún hombre tiene amigos en todas partes; y aunque los tuviera, no todos se van a mantener callados para siempre, ¿o sí?

—Pues no —dije.

—Se marchó lejos de aquí —continuó Roof—, pero no hizo preparativos, aparte de llevarse los quince mil. Ni equipaje, ni reservas de tren, avión o barco, ni taxi; ni coche de alquiler para salir de la ciudad. Todo eso lo hemos investigado. Encontramos su propio coche a una docena de manzanas de su casa, pero eso no significa nada. Tenía amigos que le llevarían a cientos de millas de aquí y mantendrían la boca callada aunque se ofreciera una recompensa. Pero los tenía aquí, no en todas partes. Nada de amigos nuevos.

—Pero ustedes lo encontrarán.

—Cuando tenga hambre.

—Eso puede tardar un año o dos. Y el general Winslow puede que no llegue a finales de este. Es una cuestión de sentimientos, no de que el caso aún siga abierto cuando usted se retire.

—De los sentimientos ocúpese usted, hermano.

Movió los ojos, y con ellos se movieron las espesas cejas rojizas. Yo no le caía bien. Aquel día no le caía bien a nadie del Departamento de Policía.

—Me gustaría hacerlo —dije, poniéndome en pie—. Y puede que llegue muy lejos para satisfacer esos sentimientos.

—Claro —dijo Roof, que de repente se había quedado pensativo—. Bueno, Winslow es un personaje importante. Si puedo hacer algo, hágamelo saber.

—Podría averiguar quién mandó ametrallar a Larry Batzel —dije—. Aunque no exista ninguna relación.

—Lo haremos con mucho gusto —dijo con una risotada, esparciendo ceniza por toda la mesa—. Usted dedíquese a cepillarse a todo el que pueda decir algo y nosotros nos encargamos del resto. Nos encanta trabajar de esa manera.

—Fue en defensa propia —gruñí—. No pude evitarlo.

—Seguro. A tomar viento, hermano. Estoy ocupado.

Pero sus ojos grandes y tristes me hicieron un guiño cuando me iba.

10

Era una mañana azul y dorada, y después de la lluvia, los pájaros cantaban como locos en los árboles ornamentales de la mansión Winslow.

El vigilante me dejó entrar por el portillo y yo subí por el sendero hasta la última terraza y me detuve ante la enorme puerta tallada de estilo italiano. Antes de tocar el timbre miré hacia abajo y vi al chico Trevillyan sentado en su banco de piedra, con la cabeza entre las manos, mirando al infinito.

Bajé a su encuentro por el sendero de ladrillo.

—¿No tiras dardos hoy, hijo?

—No. ¿Lo ha encontrado?

—¿A tu padre? No, pequeño, aún no.

Meneó la cabeza y se le hincharon las narices de rabia.

—No es mi padre, ya se lo dije. Y no me hable como si fuera un crío de cuatro años. Mi padre es… está en Florida o algo así.

—Bueno, pues aún no lo he encontrado, sea quien sea tu padre —dije.

—¿Quién le machacó la mandíbula? —preguntó, mirándome con interés.

—Oh, un tipo con un rollo de monedas en la mano.

—¿Monedas?

—Sí, dan tan buen resultado como unos nudillos de acero. Pruébalo alguna vez, pero no conmigo —dije sonriendo.

—No lo encontrará —dijo con amargura, sin dejar de mirarme la mandíbula—. Me refiero a él, al marido de mi madre.

—Apuesto a que lo encuentro.

—¿Cuánto se apuesta?

—Más dinero del que llevas en los bolsillos.

Dio una patada furiosa al borde de un ladrillo rojo del sendero. Su voz seguía sonando malhumorada, pero algo más suave. Sus ojos hacían cálculos.

—¿Quiere hacer otra apuesta? Venga a la galería de tiro. Le apuesto un dólar a que acierto ocho de diez.

Me volví a mirar hacia la casa. Nadie parecía estar impaciente por recibirme.

—Bueno —dije—. Pero tendremos que darnos prisa. Vamos allá.

Pasamos bajo las ventanas de una fachada de la casa. Al fondo se veía la parte alta del invernadero de orquídeas, asomando por encima de unos árboles. Delante de los garajes un hombre pulcramente uniformado sacaba brillo a los cromados de un enorme coche. Pasamos de largo, hasta llegar al edificio blanco y bajo que se alzaba junto al terraplén.

El chico sacó una llave, abrió la puerta y entramos en una atmósfera cerrada que aún olía a humo de pólvora. El muchacho echó el seguro al picaporte interior de la puerta.

—Yo primero —dijo animadamente.

El recinto tenía el aspecto de una caseta de tiro al blanco pequeña, de las de playa. Había un mostrador con un rifle de repetición del 22 y una larga y estilizada pistola de tiro al blanco. Las dos armas estaban bien engrasadas, pero tenían polvo. Al otro lado del mostrador, a unos diez metros, había un tabique de aspecto sólido, que llegaba a la altura de la cintura y atravesaba todo el recinto de lado a lado. Y detrás, una sencilla instalación de cilindros de barro, patos y dos dianas redondas y blancas, con círculos negros y manchas de balas de plomo.

Los cilindros de barro estaban ordenados en fila en el centro. En el techo había un gran tragaluz y una hilera de focos con pantalla.

El chico tiró de un cordón que había en la pared, y una gruesa persiana de lona se corrió, tapando el tragaluz. Encendió los focos y entonces sí que dio la impresión de que estábamos en una caseta de tiro al blanco de playa.

Cogió el rifle y lo cargó rápidamente con cartuchos del 22 corto que sacó de una caja de cartón.

—¿Un dólar a que tiro ocho de los diez tubos?

—Dispara —dije, poniendo mi dinero sobre el mostrador.

Disparó casi sin apuntar y demasiado deprisa, con ganas de exhibirse. Falló tres de los tiros. Aun así, no estuvo nada mal. Arrojó el rifle sobre el mostrador.

—Vaya a colocar más. Esta vez no cuenta. No estaba preparado.

—No te gusta perder dinero, ¿eh, hijo? Colócalos tú mismo. Es tu galería.

Su enjuto rostro se enfureció y se le puso la voz chillona.

—¡Hágalo usted! Yo tengo que relajarme, ¿no entiende? Tengo que relajarme.

Me encogí de hombros, levanté la trampilla del mostrador y eché a andar junto a la pared encalada. Tuve que encogerme para pasar entre la pared y el extremo del tabique. A mi espalda, el chico montó con un chasquido el rifle, que había vuelto a cargar.

—¡Baja eso! —rugí—. No apuntes nunca un arma habiendo alguien delante de ti.

Bajó el rifle, con expresión ofendida.

Me agaché a recoger unos cuantos cilindros de barro de una gran caja con serrín que había en el suelo. Sacudí el serrín que tenían adherido y empecé a incorporarme.

Me detuve justo cuando mi sombrero asomaba por encima de la barrera. Solo la punta del sombrero. Nunca he sabido por qué me detuve. Puro instinto.

El rifle soltó un estampido y la bala de plomo se incrustó en la diana que tenía casi a la altura. El sombrero saltó levemente sobre mi cabeza, como si un mirlo hubiera intentado arrebatármelo para hacer un nido.

Un encanto de criatura. Siempre con trucos, como Ojos Rojos. Dejé caer los cilindros, agarré el sombrero por el ala y lo levanté unas pulgadas por encima de mi cabeza. El rifle volvió a disparar y un nuevo impacto resonó en la diana.

Me dejé caer a plomo en el suelo de tablas, entre los cilindros.

Una puerta se abrió y se cerró. Eso fue todo. Nada más. El intenso resplandor de los faros caía de lleno sobre mí. El sol penetraba por los bordes de la persiana del tragaluz. En el blanco más cercano había dos nuevas marcas brillantes, y en mi sombrero cuatro agujeritos redondos, dos a cada lado.

Me arrastré hasta el extremo de la barrera y eché un vistazo al otro lado. El chico se había largado. Sobre el mostrador se veían los cañones de las dos armas.

Me levanté y regresé pegado a la pared. Apagué las luces, giré el picaporte de la puerta y salí. El chófer de los Winslow silbaba mientras seguía sacando brillo delante de los garajes.

Apreté el sombrero en la mano y recorrí la fachada de la casa buscando al chico. No lo vi. Toqué el timbre de la puerta principal. Pregunté por la señora O’Mara. Esta vez, no permití que el mayordomo me cogiera el sombrero.

11

Llevaba puesta una cosa de color ostra, con piel blanca en los puños, el cuello y el borde inferior. Tenía una mesita de desayuno con ruedas al lado de su butaca y estaba esparciendo ceniza sobre la platería.

La doncella de aspecto recatado y piernas bonitas vino a retirar la mesita y cerró la gran puerta blanca. Me senté.

La señora O’Mara echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en un cojín y adoptó una pose de fatiga. El contorno de su cuello se veía distante y frío. Me dirigió una mirada fría y dura, cargada de disgusto.

—Ayer parecía usted bastante humano —dijo—. Pero ya veo que es un bruto como todos los demás. Un vulgar policía brutal.

—He venido a preguntarle acerca de Lash Yeager —dije.

Ni siquiera intentó disimular su disgusto.

—¿Y por qué se le ha ocurrido preguntarme a mí?

—Bueno…, si vivió una semana en el club Dardanella… —Agité mi arrugado sombrero.

Ella tenía la mirada fija en su cigarrillo.

—Pues sí, creo que lo conocí. Me suena ese nombre tan raro.

—Todos estos bestias tienen nombres por el estilo —dije—. Parece que Larry Batzel…, supongo que ha leído en los periódicos lo que le ocurrió…, había sido amigo de Dud O’Mara. Ayer no le dije nada de él. Es posible que cometiera un error.

Una vena empezó a latir en su cuello. Habló en voz baja.

—Tengo la sensación de que se va usted a poner muy insolente, hasta el punto de tener que hacer que lo echen.

—No me echará antes de que diga lo que tengo que decir. Parece que el chófer del señor Yeager…, además de nombres raros estos bestias también tienen chóferes…, le dijo a Larry Batzel que el señor Yeager vino para acá la noche que desapareció O’Mara.

De algo tenía que servirle la sangre militar de su familia. No movió ni un músculo. Se quedó como congelada.

Me levanté, le quité el cigarrillo de entre los dedos petrificados y lo aplasté en un cenicero de jade blanco. Con mucho cuidado coloqué mi sombrero sobre su blanca rodilla de raso. Me volví a sentar.

Al cabo de un rato, sus ojos se movieron. Giraron hacia abajo y miraron el sombrero. Su rostro se ruborizó muy lentamente, formando dos brillantes manchas en ambas mejillas. Forcejeó con la lengua y los labios.

—Ya sé que no es una maravilla de sombrero —dije—. No se lo estoy regalando. Solo quiero que mire los agujeros de bala.

Una de sus manos cobró vida y agarró el sombrero. Los ojos echaban llamas.

Desarrugó la copa del sombrero, miró los agujeros y se estremeció.

—¿Yeager? —preguntó con una voz casi inaudible. Era un vestigio de voz, una voz de anciana.

—Yeager no utilizaría un rifle del 22 para tiro al blanco, señora O’Mara —dije muy despacio.

La llama de sus ojos se apagó y quedaron convertidos en pozos de tinieblas, mucho más vacíos que la simple oscuridad.

—Usted es su madre —dije—. ¿Qué piensa hacer al respecto?

—¡Santo Dios! ¡Dade! ¡Le ha… le ha disparado!

—Dos veces —dije.

—Pero ¿por qué?…, ¿por qué?

—Usted se piensa que soy un listillo, señora O’Mara. Un fanfarrón más del otro lado de la calle. Si lo fuera, todo sería muy fácil. Pero no soy nada de eso, se lo aseguro. ¿Tengo que decirle por qué me disparó?

No dijo nada, pero asintió despacio. Su rostro era como una máscara.

—Yo diría que no pudo evitarlo —dije—. Para empezar, no quería que yo encontrara a su padrastro. Por otra parte, es un chaval al que le gusta mucho el dinero. Eso parece poca cosa, pero forma parte del conjunto. Iba a perder un dólar que apostó conmigo al tiro. Parece poca cosa, pero vive en un mundo pequeño. Pero lo principal, desde luego, es que es un pequeño maníaco sádico, que se vuelve loco por disparar.

—¡Cómo se atreve! —estalló. Pero aquello no significaba nada. Ella misma lo olvidó al instante.

—¿Que cómo me atrevo? Pues claro que me atrevo. Pero no nos molestemos en deducir por qué me disparó a mí. No soy el primero, ¿verdad que no? Usted sabía de lo que yo estaba hablando, o si no, no habría supuesto que lo hizo a propósito.

No se movió ni dijo nada. Yo respiré hondo.

—Así que hablemos de por qué le disparó a Dud O’Mara —dije.

Si me había creído que esta vez iba a chillar me llevé un buen chasco. Había heredado del viejo del invernadero algo más que la estatura, el pelo oscuro y los ojos temerarios.

Replegó los labios e intentó lamérselos, y por un instante, aquello la hizo parecer una niña asustada. Los contornos de sus mejillas se hicieron más marcados. Una mano se le levantó, como si fuera la mano de un títere movida por hilos, agarró el borde de piel blanca del cuello y lo estrujó hasta que los nudillos adoptaron el aspecto de huesos blanqueados. Después se limitó a mirarme fijamente.

El sombrero resbaló de su rodilla al suelo sin que ella se moviera. El ruido que hizo al caer fue uno de los más fuertes que he oído en mi vida.

—Dinero —dijo con un seco graznido—. Naturalmente, quiere dinero.

—¿Y cuánto dinero quiero?

—Quince mil dólares.

Asentí con el cuello rígido, como un supervisor de grandes almacenes que intentara ver por la nuca.

—Eso sería bastante correcto. La tarifa establecida. Más o menos, lo que él llevaba en los bolsillos y lo mismo que cobró Yeager por deshacerse del cuerpo.

—Es usted… jodidamente listo —dijo en un tono horrible—. Me gustaría matarlo con mis propias manos.

Intenté sonreír.

—Así soy yo. Listo y sin pizca de sentimientos. Lo que sucedió fue algo así: el chico pilló a O’Mara en el mismo sitio que a mí y utilizando el mismo truco. No creo que lo tuviera planeado. Odiaba a su padrastro, pero seguramente no había planeado matarlo.

—Sí que lo odiaba —dijo ella.

—Así que ahí los tenemos, en la pequeña galería de tiro, y O’Mara está muerto en el suelo, detrás de la barrera, donde no se le ve. Por supuesto, aquí los tiros no llaman la atención para nada. Y hay muy poca sangre, habiendo recibido el tiro en la cabeza y con una bala de poco calibre. De manera que el chico sale, cierra la puerta con llave y se esconde. Pero al cabo de un rato tiene que contárselo a alguien. No tiene más remedio. Y se lo cuenta a usted. Usted es su madre. ¿A quién se lo iba a contar si no?

—Sí —suspiró—. Eso fue lo que hizo.

Sus ojos habían dejado de odiarme.

—Primero se le ocurrió decir que había sido un accidente, y eso habría salido bien de no ser por un detalle. El chico no es normal, y usted lo sabe, el general lo sabe, los sirvientes lo saben. Y tiene que haber más gente que lo sepa. Y a la policía, aunque usted crea que son todos idiotas, se le da muy bien tratar con subnormales. ¡Tienen que tratar con tantos! Yo creo que el chico habría hablado. Incluso creo que, después de algún tiempo, se habría jactado de ello.

—Continúe —dijo.

—Usted no podía correr ese riesgo —dije—. Por su hijo y por el viejo enfermo del invernadero. Antes que correr ese riesgo, estaba dispuesta a hacer cualquier barbaridad criminal. Y la hizo. Conocía a Yeager y le pagó para que se deshiciera del cadáver. Eso fue todo… aparte de esconder a esa chica, Mona Mesarvey, para que pareciera una desaparición voluntaria y deliberada.

—Se lo llevó después de que oscureciera, en el propio coche de Dud —dijo con voz hueca.

Me agaché y recogí mi sombrero del suelo.

—¿Qué hay de la servidumbre?

—Norris, el mayordomo, lo sabe. Pero se dejaría matar en el potro antes que hablar.

—Ya. Y ahora ya sabe por qué liquidaron a Larry Batzel y por qué me llevaron a mí a dar un paseo, ¿verdad?

—Chantaje —dijo—. Aún no había empezado, pero lo veía venir. Habría pagado lo que me pidieran, y él lo sabía.

—Poco a poco, año tras año, habría sacado fácilmente un cuarto de millón. No creo que Joe Mesarvey estuviera metido en el asunto. Me consta que la chica no lo estaba.

No dijo nada. Seguía con los ojos clavados en mi cara.

—¿Por qué demonios no le quitó las armas? —gruñí.

—Es peor de lo que usted cree. Eso habría dado lugar a otra cosa peor. Yo misma… casi le tengo miedo.

—Lléveselo de aquí —dije—. Apártelo del viejo. Es lo bastante joven para poder curarse si lo pone en buenas manos. Lléveselo a Europa. Lo más lejos que pueda, y cuanto antes. El general se moriría de golpe si supiera lo que ha salido de su sangre.

Se incorporó a duras penas y arrastró los pies hasta la ventana. Allí se quedó inmóvil, casi fundida con las gruesas cortinas blancas. Las manos le colgaban a los costados, igualmente inertes.

Al cabo de un rato se volvió y pasó de largo junto a mí. Cuando estuvo a mis espaldas contuvo el aliento y dejó escapar un único sollozo.

—Fue algo vil. Lo más vil que he hecho en la vida. Pero lo volvería a hacer. Papá no, él lo habría confesado desde el primer momento y, como usted dice, eso lo habría matado.

—Lléveselo —insistí—. Está escondido por ahí fuera. Cree que me ha matado y se ha escondido en alguna parte como un animal. Búsquelo. No puede controlarse.

—Le he ofrecido dinero —dijo, todavía a mis espaldas—. Eso ha estado muy mal. No amaba a Dudley O’Mara, y también eso estaba muy mal. No sé cómo darle las gracias. No sé qué hacer.

—Olvídelo —dije—. Solo soy un viejo caballo de tiro. Concéntrese en el chico.

—Se lo prometo. Adiós, señor Carmady.

No nos dimos la mano. Bajé la escalera y, como de costumbre, el mayordomo me estaba aguardando en la puerta. Su cara era todo cortesía.

—¿No desea ver hoy al general, señor?

—Hoy no, Norris.

No vi al chico por el jardín. Salí por el portillo, me metí en mi Ford de alquiler y conduje cuesta abajo, hasta dejar atrás los viejos pozos de petróleo.

Alrededor de algunos de ellos, aunque no se veían desde la calle, todavía había sumideros llenos de agua estancada cubierta de espuma aceitosa.

Debían de tener tres o cuatro metros de profundidad, tal vez más. En su interior podía haber las cosas más espantosas. Tal vez en uno de ellos…

Me alegraba de haber matado a Yeager.

De camino al centro me detuve en un bar a tomar un par de copas. No me sirvieron de nada.

Lo único que consiguieron fue hacerme pensar en Peluca de Plata. Y nunca la he vuelto a ver.