39

Eran cerca de las diez de la noche cuando llamé al teléfono de los Grayle en Bay City. Temía que quizá fuera demasiado tarde para encontrarla en casa, pero me equivocaba. Tuve que pelearme primero con una doncella y después con el mayordomo, pero finalmente me llegó su voz a través del hilo. La señora Gray le parecía despreocupada y tuve la impresión de que ya se había tomado alguna copa para preparar la velada.

—Prometí llamarte —dije—. Es un poco tarde, pero he tenido mucho que hacer.

—¿Me vas a dejar plantada otra vez? —La voz se le llenó de frialdad.

—Quizá no. ¿Hasta qué hora trabaja tu chófer?

—Hasta la hora que yo le diga.

—¿Qué tal si pasaras a recogerme? Estaré metiéndome como pueda en el traje de graduación.

—Qué amable por tu parte —dijo arrastrando las palabras—. ¿Merece la pena que me moleste?

Amthor había hecho sin duda un trabajo maravilloso con sus centros del lenguaje…, si es que alguna vez había tenido algún problema con ellos.

—Te enseñaré mi aguafuerte.

—¿Sólo tienes uno?

—Es un apartamento de soltero.

—Me han dicho que los solteros tienen cosas así. —Arrastró otra vez las palabras, luego cambió de tono—. No te hagas el difícil. Tienes una carrocería que no está nada mal. Y no te creas a nadie que te diga lo contrario. Vuelve a darme la dirección.

Se la di y el número del apartamento.

—La puerta del vestíbulo está cerrada —dije—. Pero voy a bajar a abrirla.

—Eso está bien —dijo ella—. No necesitaré la palanqueta.

Acto seguido colgó, dejándome la curiosa impresión de haber hablado con alguien que no existía.

Bajé al vestíbulo y descorrí el pestillo. Luego me duché, me puse el pijama y me tumbé. Podría haber dormido durante una semana, pero salí de nuevo de la cama para quitar el seguro de la puerta de mi apartamento, algo que había olvidado hacer; luego me costó tanto trabajo llegar a la cocina y sacar dos vasos y una botella de buen scotch (reservado para una seducción de mucha altura) como si hubiera tenido que atravesar la nieve acumulada durante varias ventiscas.

A continuación volví a tumbarme en la cama.

—Reza —dije en voz alta—. No queda otra cosa que hacer excepto rezar.

Cerré los ojos. Las cuatro paredes de la habitación parecían contener la vibración de un barco, y el aire inmóvil rezumar niebla y susurrar con el viento del mar. Me llegó el olor rancio y agrio de una bodega abandonada. Olí aceite de máquina y vi a un espagueti con una camisa morada leyendo bajo una bombilla sin pantalla con las gafas de su abuelo. Trepé y trepé por el tiro de un ventilador. Coroné el Himalaya y al llegar a la cima me encontré rodeado por tipos con metralletas. Hablé con un hombrecillo de ojos amarillos, pero con mucha humanidad, que era mafioso y probablemente algo peor. Pensé en el gigante de pelo rojo y ojos de color violeta, que era, tal vez, la mejor persona con quien me había tropezado.

Dejé de pensar. Hubo un movimiento de luces detrás de mis párpados cerrados. Estaba perdido en el espacio. Era un infeliz de primera clase de regreso de una aventura inútil. Era un paquete de dinamita de cien dólares que estallaba con un ruido como el de un prestamista ante un reloj de plástico. Era un coleóptero de color rosa trepando por la pared del ayuntamiento.

Estaba dormido.

Me desperté despacio, sin ganas, y mis ojos contemplaron la luz de la lámpara reflejada en el techo. Algo se movía con muchas precauciones por la habitación.

El movimiento era furtivo, silencioso y de mucho peso. Lo escuché atentamente. Luego volví despacio la cabeza y descubrí que estaba mirando a Moose Malloy. Había sombras y él se movía en las sombras, tan en silencio como ya se lo había visto hacer en otra ocasión. La pistola que empuñaba tenía un oscuro brillo lustroso muy eficiente. Llevaba el sombrero echado hacia atrás sobre el pelo negro y rizado y su nariz olisqueaba como la de un perro de caza.

Me vio abrir los ojos. Se acercó sin prisa al borde de la cama y se me quedó mirando.

—Me pasaron su nota —dijo—. Creo que no hay nadie más aquí. Y tampoco he visto polis fuera. Pero si esto es una encerrona, nos harán a los dos el pijama de pino.

Me aparté un poco y Malloy comprobó que no escondía nada debajo de la almohada. Seguía teniendo una cara ancha y pálida y los ojos, muy hundidos en las órbitas, conservaban un poso de amabilidad. Llevaba un abrigo que le quedaba estrecho y que, ya al ponérselo, probablemente, se le había descosido por un hombro. Sería la talla más grande que hubiera en la tienda, pero no lo bastante para Moose Malloy.

—Tenía la esperanza de que pasara a verme —dije—. Ningún piesplanos sabe nada de esto. Sólo quería verlo a usted.

—Adelante —dijo.

Se movió de lado hasta una mesa, dejó la pistola, se quitó el abrigo y se sentó en mi mejor butaca, que resistió, no sin lanzar un crujido ominoso. Malloy se recostó sin prisa y colocó la pistola de manera que estuviese cerca de su mano derecha. Agitando un paquete de cigarrillos que se sacó del bolsillo, consiguió que quedara uno suelto, y se lo puso en la boca sin tocarlo con los dedos. Luego encendió un fósforo con una uña. El intenso olor del humo se paseó por la habitación.

—¿No está enfermo ni nada parecido? —dijo.

—Sólo descansando. He tenido un día muy duro.

—La puerta estaba abierta. ¿Espera a alguien?

—Una prójima.

Me miró pensativo.

—Quizá no venga —dije—. Si aparece, me las apañaré para librarme de ella.

—¿Qué prójima?

—Nada más que una prójima. Si viene me libraré de ella. Prefiero hablar con usted.

Su tenue sonrisa apenas le movió la boca. Aspiró el humo torpemente, como si el cigarrillo fuese demasiado pequeño para que sus dedos lo sujetasen con comodidad.

—¿Qué le hizo pensar que yo estaba en el Monty? —preguntó.

—Un poli de Bay City. Es una historia larga y he dado demasiados palos de ciego.

—¿Los polis de Bay City me están buscando?

—¿Le molestaría que fuese así?

Sonrió de nuevo de la misma manera casi imperceptible. E hizo un mínimo gesto negativo con la cabeza.

—Ha matado a una mujer —dije—. Jessie Florian. Y ha sido una equivocación.

Pensó y luego asintió.

—Yo me olvidaría de eso —dijo con calma.

—Pero lo ha echado todo a perder —dije—. No le tengo miedo. Sé que no es usted un asesino. No tenía intención de matarla. Con el otro, el tipo de Central Avenue, aunque con dificultad, podría haberse arreglado. Pero aplastarle la cabeza a una mujer contra el pie de la cama es otra historia.

—Le gusta demasiado jugar con fuego, hermano —dijo sin levantar la voz.

—Teniendo en cuenta cómo me han tratado —repliqué—, ya no noto la diferencia. No era su intención matarla, ¿no es cierto?

Sus ojos se movieron inquietos. Tenía la cabeza inclinada en actitud de escuchar.

—Ya va siendo hora de que aprenda a medir su propia fuerza —dije.

—Demasiado tarde —dijo.

—Quería que Jessie Florian le contara algo —dije—. La agarró por el cuello y la zarandeó. Ya estaba muerta cuando le golpeó la cabeza contra el pie de la cama.

Se me quedó mirando.

—Sé lo que quería que le dijera —continué.

—Adelante.

—Había un poli conmigo cuando la encontramos. Tuve que decir la verdad.

—¿Cuánta verdad?

—Bastante —dije—. Pero nada sobre esto de ahora.

Me miró fijamente.

—De acuerdo, ¿cómo supo que estaba en el Monty? —Ya me lo había preguntado antes. Parecía haberlo olvidado.

—No lo sabía. Pero la manera más segura de escapar era hacerlo por mar. Tal como funcionan las cosas en Bay City, podía usted trasladarse a uno de los casinos flotantes. Y desde allí desaparecer. Con la ayuda adecuada.

—Laird Brunette es un buen tipo —dijo abstraídamente—. Eso he oído. No he hablado nunca con él.

—Le hizo llegar mi mensaje.

—Radio macuto funciona en todos los ambientes, socio. ¿Cuándo hacemos lo que decía usted en la tarjeta? Tuve la corazonada de que no me estaba engañando. No me hubiera arriesgado a venir aquí de lo contrario. ¿Dónde vamos?

Aplastó lo que le quedaba del cigarrillo y se me quedó mirando. Su sombra —la sombra de un gigante— ocupaba toda la pared. Malloy era tan grande que resultaba irreal.

—¿Qué le hizo pensar que yo liquidé a Jessie Florian? —preguntó de repente.

—La distancia entre las huellas de dedos que tenía en el cuello. El hecho de que había algo que usted quería que le dijera, además de que tiene la fuerza suficiente para matar a alguien sin proponérselo.

—¿También me lo ha colgado la policía?

—No lo sé.

—¿Qué quería yo de Jessie Florian?

—Usted pensaba que tal vez conociera el paradero de Velma.

Asintió en silencio y siguió mirándome.

—Pero no lo sabía —dije—. Velma era demasiado lista para ella. Se oyeron unos suaves golpes en la puerta.

Malloy se inclinó un poco hacia adelante, sonrió y cogió la pistola. Alguien movió el tirador de la puerta. Malloy se levantó despacio, se inclinó, agachándose, y escuchó. Luego se volvió hacia mí después de mirar hacia la puerta.

Me incorporé en la cama, puse los pies en el suelo y me levanté. Malloy me miró en silencio, sin moverse en lo más mínimo. Me dirigí hacia la puerta.

—¿Quién es? —pregunté con los labios pegados a la madera.

—Abre, tonto. —No había duda de que era su voz—. Soy la duquesa de Windsor.

—Un segundo.

Me volví para mirar a Malloy. Tenía el ceño fruncido. Me acerqué mucho y le dije en voz muy baja:

—No hay otra manera de salir. Métase en el vestidor detrás de la cama y espere. Me libraré de ella.

Escuchó lo que le decía y pensó. Su expresión resultaba indescifrable. Era una persona que tenía ya muy poco que perder y que no conocería nunca el miedo, algo que no entraba en la composición de aquel cuerpo gigantesco. Asintió finalmente con un gesto, recogió sombrero y abrigo y se movió en silencio alrededor de la cama para entrar después en el vestidor. La puerta se cerró, pero dejando una mínima rendija.

Miré alrededor para comprobar que no quedaba ningún otro rastro suyo. Nada, excepto la colilla de un pitillo que podría haber fumado cualquiera. Me dirigí a la puerta del apartamento y abrí. Malloy había puesto otra vez el seguro después de entrar.

La señora Grayle sonreía a medias, con la capa de zorro blanco y cuello alto de la que me había hablado. Los pendientes de esmeraldas casi se hundían en la suave piel blanca. Sus dedos, también suaves, se curvaban sobre el bolso de noche, más bien pequeño, que llevaba en la mano.

La sonrisa se le murió en los labios al verme. Me miró de arriba abajo. En sus ojos ya no quedaba más que frialdad.

—Es éste el programa —dijo con severidad—. Pijama y bata. Para mostrarme su encantador aguafuerte. Estúpida de mí.

Me aparté y sujeté la puerta.

—No es éste el programa. Me estaba vistiendo cuando se presentó un poli. Acaba de marcharse.

—¿Randall?

Asentí. Mentir con un movimiento de cabeza sigue siendo mentir, pero es una mentira fácil. La señora Grayle vaciló un momento y luego entró, acompañada de un remolino de pieles perfumadas.

Cerré la puerta. Mi visitante cruzó despacio la habitación, mirando a la pared sin verla, y luego se dio la vuelta muy deprisa.

—Entendámonos mutuamente —dijo—. No soy tan pan comido como todo eso. No me interesan las aventuras que van directamente del vestíbulo a la cama. En otra época de mi vida tuve más de las necesarias. Ahora me gustan las cosas con cierta elegancia.

—¿No tomarás una copa antes de marcharte? —Yo seguía apoyado contra la puerta, al otro extremo de la habitación.

—¿Me voy a ir?

—He tenido la sensación de que no te gusta este sitio.

—Quería dejar las cosas claras. Y tengo que mostrarme un tanto vulgar para hacerlo. No soy una de esas hembras que se van con todos. Se me puede conseguir…, pero no basta con extender la mano. Sí, acepto una copa.

Pasé a la cocina y preparé un par de whiskis con mano no demasiado segura. Volví con ellos al dormitorio y le ofrecí uno.

No llegaba el menor ruido del vestidor, ni siquiera el de una respiración.

La señora Grayle aceptó el vaso, probó el whisky y miró más allá, a la pared del fondo.

—Me molesta que los hombres me reciban en pijama —dijo. Es curioso. Me gustabas. Me gustabas mucho. Pero lo puedo superar. Lo he hecho con frecuencia.

Hice un gesto de asentimiento y bebí de mi vaso.

—La mayoría de los hombres no son más que animales asquerosos —dijo—. Si quieres saberlo, el mundo entero es una cosa bastante asquerosa.

—El dinero debe ayudar algo.

—Eso lo piensas cuando no siempre has tenido dinero. En realidad sólo sirve para crear nuevos problemas. —Sonrió de una manera peculiar—. Y para olvidar lo difíciles que eran los problemas antiguos.

Sacó del bolso una pitillera de oro y yo me acerqué y le ofrecí una cerilla encendida. Luego lanzó una incierta bocanada de humo y se quedó contemplándola con los ojos medio cerrados.

—Siéntate a mi lado —dijo de repente.

—Hablemos un poco antes.

—¿Sobre qué? Ah, ¿mi collar de jade?

—Sobre asesinatos.

No se produjo cambio alguno en su expresión. Lanzó otra bocanada de humo, esta vez con más cuidado, más despacio.

—Es un tema muy desagradable. ¿Tenemos que hacerlo?

Me encogí de hombros.

—Lin Marriott no era un santo —dijo—. Pero de todos modos no quiero hablar de eso.

Me miró fríamente durante un buen rato y después hundió la mano en el bolso en busca de un pañuelo.

—En mi opinión, tampoco creo que fuera confidente de una banda de ladrones de joyas —dije—. La policía finge creerlo, pero ya se sabe que los polizontes fingen una barbaridad. Ni siquiera creo que fuera chantajista, en el sentido estricto de la palabra. Curioso, ¿no es cierto?

—¿Sí? —Su voz se había vuelto más que fría, helada.

—Bueno; en realidad, no —asentí, antes de acabarme el whisky—. Ha sido muy amable al venir aquí, señora Grayle. Pero parece que el ambiente no es de lo más propicio. Ni siquiera creo, por ejemplo, que a Marriott lo matara una banda. Tampoco creo que fuese a aquel sitio tan apartado a comprar un collar de jade. Ni siquiera creo que alguien llegara a robar un collar de jade. Creo que fue a aquel sitio a que lo asesinaran, aunque pensó que iba allí para ayudar a cometer un asesinato. Pero Marriott era un asesino detestable.

La señora Grayle se inclinó un poco hacia adelante y su sonrisa se crispó un poco. De repente, sin que se produjera ningún cambio real en ella, dejó de ser hermosa. Parecía tan sólo una mujer que podría haber sido peligrosa cien años antes, y osada hacía veinte, pero que en la actualidad no pasaba de serie B hollywoodense.

No dijo nada, pero con la mano derecha tamborileaba sobre el broche del bolso.

—Un asesino deplorable —dije—. Como el Segundo Asesino de Shakespeare en aquella escena de Ricardo III. El tipo al que aún le quedan algunos posos de conciencia, pero sigue queriendo el dinero y al final no hace el trabajo que le han encomendado porque no acaba de decidirse. Asesinos como ése son muy peligrosos. Hay que eliminarlos…, a veces con cachiporras.

La señora Grayle sonrió.

—¿Y quién supones que se disponía a asesinar?

—A mí.

—Eso debe de ser muy difícil de creer…, que alguien te odie tanto. Y has dicho que nadie robó mi collar de jade. ¿Tienes alguna prueba de todo eso?

—No he dicho que la tuviera. Sólo he dicho que era lo que pensaba.

—Entonces, ¿por qué has sido tan estúpido como para hablar de ello?

—La prueba —dije— es siempre una cosa relativa. Es la acumulación de probabilidades lo que termina por inclinar la balanza. E incluso entonces es un problema de interpretación. Había un motivo para asesinarme, muy poca cosa: el hecho de que estuviera tratando de localizar a una antigua cantante de tres al cuarto en el mismo momento en que un preso llamado Moose Malloy salía de la cárcel y también empezaba a buscarla. Quizá le estaba ayudando a encontrarla. Evidentemente, era posible encontrarla, de lo contrario no hubiera merecido la pena convencer a Marriott de que había que acabar conmigo y lo antes posible. Como es lógico, él no se lo hubiera creído de no ser así. Pero había un motivo mucho más importante para asesinar a Marriott, motivo que él, por vanidad o por amor o por avaricia, o una mezcla de las tres cosas, no supo valorar. Marriott tenía miedo, pero no se sentía amenazado. Tenía miedo de la violencia de la que él era parte y por la que se exponía a ser condenado. Pero, por otro lado, estaba luchando por lo que le daba de comer. De manera que se arriesgó.

Dejé de hablar.

Asintió con la cabeza y dijo:

—Muy interesante. Si una sabe de lo que estás hablando.

—Y una sabe —dije.

Nos miramos. La señora Grayle tenía otra vez la mano derecha dentro del bolso. Yo estaba bastante seguro de lo que empuñaba. Pero no había empezado aún a sacar el arma. Todos los acontecimientos requieren su tiempo.

—Dejémonos de bromas —dije—. Estamos completamente solos. Nada de lo que diga uno tiene más valor que lo que diga el otro. Nos anulamos mutuamente. Una chica que empezó en el arroyo se convirtió en esposa de un multimillonario. En su camino hacia la cumbre, una vieja venida a menos la reconoció; probablemente la oyó cantar por la radio, reconoció la voz y fue a ver…, y a aquella vieja había que tenerla callada. Pero sus apetencias eran modestas y sabía muy poco en realidad. El hombre que trataba con ella, en cambio, el que hacía los pagos mensuales, poseía un contrato fiduciario y podía echarla a la calle si causaba la menor molestia…, ese hombre lo sabía todo y era caro. Pero eso tampoco importaba, siempre que no lo supiera nadie más. Aunque algún día un tipo duro llamado Moose Malloy iba a salir de la cárcel y empezaría a enterarse de cosas acerca de su antigua amiguita. Porque el muy tonto la quería, y todavía la quiere. Eso es lo que hace que todo sea tan divertido, tan trágicamente divertido. Y por entonces también un detective privado empezó a meter la nariz en el asunto. De manera que el eslabón más débil de la cadena, Marriott, dejó de ser un lujo para convertirse en una amenaza. Si llegaban a él, se vendría abajo. Era una de esas personas. Con el calor, se derretía. Lo asesinaron antes de que pudiera derretirse. Con una cachiporra. Y lo hizo usted.

La señora Grayle se limitó a sacar la mano del bolso de noche, empuñando una pistola. Luego se limitó a apuntarme con ella y a sonreír. Yo me limité a no hacer nada.

Pero no fue aquello todo lo que pasó. Moose Malloy salió del vestidor con el Colt 45, que seguía pareciendo un juguete en su peluda manaza.

A mí no me miró en absoluto. Sólo a la señora de Lewin Lockridge Grayle. Se inclinó hacia adelante, le sonrió y le dirigió la palabra con todo el afecto del mundo.

—Me ha parecido que conocía la voz —dijo. He pasado ocho años escuchándola…, todo lo que lograba recordar. Aunque creo que me gustaba más tu pelo cuando lo llevabas rojo. Qué tal, cariño. Mucho tiempo sin vernos.

La señora Grayle cambió la dirección de la pistola.

—Apártate de mí, hijo de la gran puta —dijo.

Malloy se detuvo en seco y bajó el brazo que empuñaba el Colt. Aún se hallaba a un metro de ella. Se respiración se hizo agitada.

—Nunca lo había pensado —dijo en voz baja—. Pero se me ha ocurrido de pronto. Fuiste tú quien me denunció a los polis. Tú. Mi pequeña Velma.

Tiré una almohada, pero no llegó a tiempo. La señora Grayle le disparó cinco veces en el estómago. Los proyectiles no hicieron más ruido que dedos al entrar en un guante.

Luego giró la pistola y disparó contra mí, pero el cargador estaba vacío. Entonces se lanzó a por el Colt de Malloy, caído en el suelo. No fallé con la segunda almohada. Y había dado la vuelta a la cama y lo había puesto fuera de su alcance antes de que se la apartara de la cara. Recogí el Colt y volví a dar la vuelta a la cama empuñándolo.

Malloy aún estaba en pie, pero se tambaleaba. Tenía la boca desencajada y movía las manos a ciegas. Luego se le doblaron las rodillas y cayó de lado sobre la cama, el rostro hacia abajo. Sus estertores llenaron la habitación.

Alcancé el teléfono antes de que la señora Grayle se moviera. Sus ojos eran de color gris mate, como agua medio helada. Corrió hacia la puerta y no traté de detenerla. La dejó completamente abierta, de manera que cuando terminé de telefonear fui a cerrarla. A Malloy le moví un poco la cabeza sobre la cama para que no se asfixiara. Seguía vivo, pero después de cinco balas en el estómago, ni siquiera un Moose Malloy vive demasiado tiempo.

Descolgué otra vez el teléfono y llamé a Randall a su casa.

—Malloy —dije—. En mi apartamento. Cinco disparos en el estómago, obra de la señora Grayle, que no se ha quedado a comprobar el daño causado. He llamado a urgencias.

—De manera que ha tenido que hacer la guerra por su cuenta —fue todo lo que dijo Randall antes de colgar.

Volví junto al herido, de rodillas ahora junto a la cama, tratando de levantarse, un revoltijo de sábanas en una mano. El sudor le caía a chorros por la cara. Parpadeaba de cuando en cuando y se le habían oscurecido los lóbulos de las orejas.

Aún seguía de rodillas y todavía trataba de levantarse cuando llegó la ambulancia. Se necesitaron cuatro personas para colocarlo en la camilla.

—Tiene una remota posibilidad…, si los proyectiles son del 25 —dijo el médico que llegó con la ambulancia—. Todo depende de lo que hayan alcanzado dentro. Pero tiene una posibilidad.

—No la querrá —dije.

Así fue. Murió aquella misma noche.