10
—Cuatro minutos —dijo la voz—. Cinco, quizá seis. Deben de haberse movido deprisa y en silencio. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.
Abrí los ojos y contemplé un fría estrella borrosa. Estaba tumbado de espaldas. Me sentía mareado.
—Puede haber sido un poco más —dijo la voz—. Quizá incluso ocho minutos en total. Probablemente estaban entre la maleza, justo en el sitio donde se detuvo el coche. El tipo era asustadizo. Le echaron la luz de una linterna a la cara y se desmayó… de miedo. El muy mariquita.
Hubo un silencio. Me incorporé dejando una rodilla en el suelo. El dolor se disparó desde la nuca hasta los tobillos.
—Luego uno de ellos entró en el coche —dijo la voz—, y esperó a que regresaras. Los otros se escondieron de nuevo. Deben de haber imaginado que le daba miedo venir solo. O algo en su tono de voz les hizo sospecharlo cuando hablaron con él por teléfono.
Todavía atontado, traté de equilibrarme sobre las palmas de las manos, escuchando.
—Sí, más o menos fue así —dijo la voz.
Era mi voz. Hablaba conmigo mismo mientras me recuperaba. Sin darme cuenta, trataba de aclarar lo sucedido.
—Cállate, pedazo de mendrugo —exigí; y dejé de hablar solo.
Lejos, el murmullo de los motores; más cerca el canto de los grillos y el peculiar grito prolongado de las ranas arbóreas. Me pareció que aquellos sonidos iban a dejar de gustarme para siempre.
Alcé una mano del suelo, la sacudí tratando en vano de librarme del jugo pringoso de la salvia, y luego la restregué contra un lateral de la chaqueta. Buen trabajo por cien dólares. La mano saltó al bolsillo interior del abrigo. Nada de sobre amarillo, como era lógico. La mano pasó al interior de mi chaqueta. Mi cartera seguía allí. Me pregunté si aún conservaba los cien dólares. Probablemente no. Sentí un objeto duro contra las costillas del lado izquierdo. La pistola en la funda sobaquera.
Todo un detalle. Dejarme la pistola. Todo un detalle, sí señor… Como cerrarle a una persona los ojos después de haberla apuñalado.
Intenté tocarme la nuca. Aún tenía puesto el sombrero. Me lo quité, no sin molestias, y palpé la cabeza que había debajo. Mi pobre cabeza, con la que convivía desde hacía tanto tiempo. La encontré un poco blanda, un poco hinchada y más que un poco dolorida. Pero el cachiporrazo había sido más bien ligero. En parte gracias al sombrero. Aún podía usar la cabeza. Iba a poder usarla al menos un ario más.
Apoyé otra vez la mano derecha en el suelo, levanté la izquierda y la giré hasta ver mi reloj. En la medida en que me fue posible fijar la vista, la esfera luminosa marcaba las diez y cincuenta y seis minutos.
La llamada telefónica se había producido a las diez y ocho. Marriott no había hablado más allá de dos minutos. Otros cuatro para salir de la casa. El tiempo pasa muy despacio cuando ya se está haciendo algo. Quiero decir que puede uno moverse mucho en pocos minutos. ¿Es eso lo que quiero decir? ¿Qué demonios me importa lo que quiero decir? De acuerdo, hombres mejores que yo han querido decir incluso menos. De acuerdo, lo que quiero decir es que nos ponemos tan sólo en las diez y cuarto, digamos. Nuestro destino estaba a unos doce minutos de distancia. Las diez y veintisiete. Salgo del coche, voy andando hasta la hondonada, gasto casi ocho minutos haciendo el tonto y regreso para que me traten la cabeza. Diez treinta y cinco. Hay que darme un minuto para caer y golpear el suelo con la cara. Sé que di en el suelo con la cara porque tengo la barbilla raspada. Me duele. No; no me la veo. No necesito verla. Es mi barbilla y sé si está raspada o no. ¿Es que quieres buscarme las vueltas? Pues si no, cierra el pico y déjame pensar. ¿Qué tal si…?
El reloj marcaba las diez cincuenta y seis. Eso quería decir que había estado veinte minutos inconsciente.
Un sueño de veinte minutos. Una agradable cabezada. En ese tiempo había conseguido estropearlo todo y perder ocho mil dólares. Sí, ¿por qué no? En veinte minutos se puede hundir un acorazado, derribar a tres o cuatro aviones, consumar una doble ejecución. Te puedes morir, casarte, que te despidan y encontrar otro empleo, sacarte un diente, quitarte las amígdalas. En veinte minutos puedes incluso levantarte por la mañana. Conseguir que te traigan un vaso de agua en un club nocturno…, quizá.
Un sueño de veinte minutos. Muchísimo tiempo. Sobre todo en una noche fría y al aire libre. Empecé a tiritar.
Aún seguía de rodillas. El olor de la salvia empezaba a fastidiarme. El pringoso jugo del que las abejas silvestres fabrican su miel. La miel era dulce, demasiado dulce. El estómago se me arremolinó. Apreté los dientes con toda mi alma y conseguí apenas que no se me saliera por la garganta. En la frente se me formaron grumos de sudor frío, pero seguí tiritando igual. Me alcé sobre un pie, después sobre los dos, me enderecé, tambaleándome un poco. Tenía la sensación de que me habían amputado una pierna.
Me di la vuelta despacio. El coche había desaparecido. El camino de tierra, vacío, retrocedía, colina arriba, hacia la calzada pavimentada, hacia el final del Camino de la Costa. A la izquierda, la barrera pintada de blanco destacaba en la oscuridad. Más allá de la breve pared de maleza, el pálido resplandor en el cielo debía de ser el reflejo de las luces de Bay City. Y más hacia la derecha y no tan lejos se veían las del Club Belvedere.
Me llegué hasta donde se había detenido el coche, saqué del bolsillo una linterna del tamaño de una pluma estilográfica y con un minúsculo rayo de luz enfoqué el suelo, de color rojo arcilla: aunque muy duro en tiempo seco, en aquel momento la niebla espesaba un tanto el aire, y había recibido humedad suficiente para mostrar la posición del automóvil de Marriott antes de que me atacaran. Vi, aunque muy débiles, las marcas de los pesados neumáticos Vogue. Las iluminé con la linterna y me incliné, aunque el dolor hizo que se me fuera la cabeza. Empecé a seguir las marcas, que continuaban rectas por espacio de unos tres metros y luego se desviaban hacia la izquierda, sin dar la vuelta. Iban hacia el hueco en el extremo izquierdo de la barrera blanca. Luego se perdían.
Llegué hasta la barrera e iluminé la maleza con la débil luz de la linterna. Tallos recién quebrados. Pasé por el hueco y seguí hacia abajo por el camino que se curvaba. Allí el suelo aún estaba más blando. Más señales de los pesados neumáticos. Seguí bajando, doblé la curva y llegué al borde de la hondonada rodeada de maleza.
Allí estaba, efectivamente, con los cromados y la lustrosa pintura que brillaban un poco incluso en la oscuridad, y el cristal reflectante rojo de las luces traseras lanzando destellos al recibir la luz de la linterna. Allí estaba, silencioso, a oscuras, cerradas todas las portezuelas. Me dirigí lentamente hacia él, apretando los dientes a cada paso. Abrí una de las traseras y enfoqué el interior con la linterna. Vacío. También estaban vacíos los asientos delanteros. Y apagado el motor. La llave de contacto seguía en su sitio, con una cadena muy fina. Ni tapicerías rasgadas, ni cristales rotos, ni sangre, ni cadáveres. Todo limpio y en perfecto orden. Cerré las puertas y di la vuelta alrededor del coche, muy despacio, buscando indicios y sin encontrar ninguno.
Un ruido hizo que me detuviera.
Más allá del borde de la maleza vibraba un motor. No salté más de medio metro. La linterna que sostenía se apagó. Una pistola apareció en mi mano como por arte de magia. Luego los rayos de luz de unos faros se desviaron primero hacia el cielo, para volver a continuación a la tierra. El ruido del motor hacía pensar en un coche pequeño. Producía el ruido amortiguado que acompaña a la humedad en el aire.
Las luces se volvieron todavía más hacia el suelo y aumentó su intensidad. Un coche se acercaba por la curva del camino de tierra. Recorrió dos terceras partes de la distancia y luego se detuvo. Se encendió un foco que giró hacia un lado y se quedó así durante un buen rato antes de volver a apagarse. El coche siguió descendiendo por la pendiente. Me metí la pistola en el bolsillo y me agaché detrás del motor del coche de Marriott.
Un pequeño cupé sin forma ni color particulares penetró en la hondonada y giró de tal manera que sus faros barrieron el sedán de un extremo a otro. Agaché la cabeza a toda prisa. La luz pasó por encima de mí como una espada. El cupé se detuvo. Se apagó el motor. Se apagaron las luces. Silencio. Luego se abrió una portezuela y un pie ligero tocó el suelo. Más silencio. Hasta los grillos se habían callado. Luego un rayo de luz cortó la oscuridad a poca altura, sólo unos centímetros por encima del suelo y paralelo a él. La luz se movió y me fue imposible lograr que mis tobillos desaparecieran con la rapidez suficiente. La luz se detuvo sobre mis pies. Silencio. La luz se alzó y barrió de nuevo la parte alta del capó.
Luego se oyó una risa. Una risa de muchacha. Forzada, tensa como una cuerda de mandolina. Un sonido extraño en aquel lugar. El rayo de luz volvió de nuevo bajo el coche y se detuvo en mis pies.
La voz dijo, sin caer del todo en la estridencia:
—Eh, usted, oiga. Salga con las manos en alto y vacías, si sabe lo que le conviene. Le estoy apuntando.
No me moví.
La luz vaciló un poco, como si también lo hiciera la mano, que la sostenía, y luego, una vez más, recorrió lentamente el capó. La voz me lanzó otro dardo.
—Escuche, quienquiera que sea. Estoy empuñando una pistola automática con diez proyectiles. Y me ofrece los dos pies como blanco. ¿Quiere apostar algo?
—¡Deje de apuntarme o le vuelo la pistola de la mano! —gruñí. Mi voz sonó como alguien arrancando tablas de un gallinero.
—Ah…, un tipo duro. —Hubo un ligero temblor en la voz, un agradable temblorcillo. Pero enseguida recobró la firmeza—. ¿No sale? Voy a contar hasta tres. Considere las oportunidades que le estoy dando… Doce cilindros, quizá dieciséis. Pero los pies le van a doler. Y los huesos del tobillo tardan años y años en restablecerse y a veces no se recuperan nunca del todo…
Me incorporé despacio y me encaré con el rayo de luz de la linterna.
—También yo hablo mucho cuando estoy asustado —dije.
—No…, ¡no se mueva un centímetro más! ¿Quién es usted?
Di la vuelta alrededor de la parte delantera del automóvil para avanzar hacia ella. Cuando estuve a dos metros de la esbelta silueta oscura detrás de la linterna, me detuve. La linterna siguió deslumbrándome, impertérrita.
—Quédese donde está —me dijo muy enfadada, cuando me hube detenido—. ¿Quién es usted?
—Déjeme ver la pistola.
La sacó delante de la luz. Apuntando a mi estómago. Era un arma pequeña; parecía un pequeño Colt automático de bolsillo.
—Ah, eso —dije—. Ese juguete. No es cierto que tenga diez proyectiles. Sólo seis. No es más que una pistolita, una pistola para mariposas. Las matan con ésas. Debería darle vergüenza decir a sabiendas una mentira así.
—¿Está loco?
—¿Yo? Un atracador me ha atizado con una cachiporra. Puede que esté un poco atontado.
—¿Es ése su coche?
—No.
—¿Quién es usted?
—¿Qué era lo que estaba mirando ahí detrás con la linterna?
—Ya entiendo. Responde con preguntas. Todo un hombre. Estaba mirando a un individuo.
—¿Es rubio y con ondas en el pelo?
—Ahora no —dijo con mucha calma—. Quizá lo fuera…, antes. Aquello me afectó. Por alguna razón no me lo esperaba.
—No lo he visto —dije patéticamente—. Estaba siguiendo las marcas de los neumáticos pendiente abajo con una linterna. ¿Está malherido? —Di otro paso hacia ella. La pistolita me encañonó con decisión y la mano que empuñaba la linterna se mantuvo firme.
—Sin prisa —dijo con calma—. Tiene todo el tiempo del mundo. Su amigo está muerto.
No respondí nada en un primer momento.
—De acuerdo —dije después—; vamos a echarle una ojeada.
—Nos quedaremos aquí y no nos moveremos hasta que me diga quién es y qué es lo que ha pasado. —La voz era tajante. No estaba asustada. Sabía lo que decía.
—Marlowe. Philip Marlowe. Detective privado.
—Ése es usted, si es cierto lo que dice. Demuéstrelo.
—Voy a sacar el billetero.
—Será mejor que no. Limítese a dejar las manos donde las tiene. Prescindiremos de la prueba por el momento. Cuénteme lo que ha pasado.
—Ese individuo puede no estar muerto.
—Está bien muerto, no le quepa duda. Con los sesos al aire. Su versión, y deprisa.
—Como ya he dicho, quizá no esté muerto. Vamos a verlo. —Avancé un pie.
—¡Muévase y lo dejo seco! —me ladró.
Avancé el otro pie. La linterna se agitó un poco. Creo que dio un paso atrás.
—Se arriesga usted demasiado, forastero —dijo, siempre sin perder la calma—. De acuerdo, vaya delante; yo le seguiré. Parece usted enfermo. Si no hubiera sido por eso…
—Habría disparado contra mí, lo sé. Me han golpeado con una cachiporra. Eso siempre hace que tenga ojeras.
—Agradable sentido del humor…, de guardián de depósito de cadáveres —gimió casi.
Me volví de espaldas a la luz y al instante el haz de la linterna brilló en el suelo delante de mí. Dejé atrás el pequeño cupé, un cochecito corriente, limpio y brillante bajo la difusa luz de las estrellas. Seguí adelante, por el camino de tierra, hasta dejar atrás la curva. Los pasos de la muchacha me seguían de cerca y la linterna me guiaba. No se oía otra cosa que el ruido de sus pasos y su respiración. Los míos yo no los oía.