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Florian’s estaba cerrado, por supuesto. Un inconfundible policía de paisano, dentro de un coche, fingía leer el periódico delante de la puerta. No entendía por qué se molestaban. Allí nadie sabía nada sobre Moose Malloy. Tampoco habían encontrado ni al gorila ni al barman, y no había nadie en la manzana que pudiera contarle a la policía algo acerca de ellos.

Pasé por delante muy despacio, estacioné el coche a la vuelta de la esquina y me quedé mirando a un hotel para negros situado al otro lado de la calle y más allá del cruce más próximo. Se llamaba Sans Souci. Salí del coche, crucé la calle y entré. Dos hileras de austeras sillas vacías se enfrentaban desde los lados de una tira de alfombra marrón. En la penumbra del fondo había un mostrador y, detrás de él, un individuo calvo con los ojos cerrados y las manos pacíficamente entrelazadas sobre la superficie que tenía delante. Dormitaba o parecía hacerlo. Llevaba una corbata estilo Ascot con un lazo anudado quizá hacia 1880. La piedra verde del alfiler no llegaba a tener el tamaño de una manzana. La barbilla, grande y un poco floja ya, descansaba mansamente sobre la corbata, y las tranquilas manos entrelazadas estaban muy limpias, con uñas bien arregladas y medias lunas grises en el morado de las uñas.

A la altura de su codo, un cartel metálico en relieve decía: «Este hotel se halla bajo la protección de la Agencia Internacional Consolidada, Sociedad Anónima».

Cuando el individuo moreno, de plácida apariencia, abrió un ojo y me contempló meditativamente, señalé el cartel.

—Empleado del DPH haciendo una comprobación. ¿Algún problema por aquí?

DPH significa Departamento de Protección de Hoteles, sección de un organismo más amplio que se ocupa de los que pagan con talones sin fondos y de las personas que se marchan por la escalera de atrás dejando facturas pendientes y maletas de segunda mano llenas de ladrillos.

—Los problemas, hermano —me respondió el recepcionista con voz sonora—, se nos han terminado hace muy poco. —Bajó la voz media octava y añadió—: ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?

—Marlowe, Philip Marlowe…

—Un nombre agradable, hermano. Limpio y alegre. Hoy tiene usted muy buen aspecto. —Bajó aún más la voz—. Pero no es empleado del DPH. Hace años que no veo a ninguno. —Separó las manos y señaló lánguidamente el cartel—. Lo compré de segunda mano, sólo por el efecto.

—Bien —dije. Me incliné sobre el mostrador y empecé a hacer girar una moneda de medio dólar sobre la gastada madera.

—¿Ya se enteró de lo que ha pasado esta mañana en Florian’s?

—Se me olvida todo, hermano. —Pero tenía los dos ojos bien abiertos y seguía la mancha de luz producida por la moneda que giraba.

—Al jefe le dieron el pasaporte —dije—. Un individuo llamado Montgomery. Alguien le rompió el cuello.

—Que el Señor se apiade de su alma. —La voz volvió a bajar—: ¿Poli?

—Detective privado…, en un trabajo confidencial. Y reconozco a una persona que sabe ser discreta cuando la veo.

Me estudió unos momentos, cerró los ojos y pensó. Volvió a abrirlos cautelosamente y miró otra vez a la moneda que giraba. No era capaz de apartar la vista.

—¿Quién ha sido? —preguntó en voz muy baja—. ¿Quién ha liquidado a Sam?

—Un tipo duro, recién salido de la cárcel, se enfadó porque Florian’s ya no es un local para blancos. Antes lo era, por lo que parece. ¿Quizá usted lo recuerda?

No dijo nada. La moneda cayó sobre el mostrador con un suave repiqueteo metálico y se quedó inmóvil.

—Enseñe sus cartas —le propuse—. Yo le leeré un capítulo de la Biblia o le invitaré a un trago. Diga lo que prefiere.

—Hermano, la Biblia me gusta leerla más bien en la intimidad de mi familia. —Los ojos le brillaban, tranquilos, con un algo de batracio.

—Quizá acabe usted de almorzar —dije.

—El almuerzo —dijo— es algo de lo que una persona de mi constitución y temperamento tiende a prescindir. —De nuevo bajó la voz—. Pase a este lado.

Di la vuelta alrededor del mostrador y saqué del bolsillo la botella plana con medio litro de bourbon de cuatro años y la coloqué en el estante. Mi interlocutor se inclinó y la examinó. Pareció satisfecho.

—Hermano —dijo—, esto no le da derecho a nada. Pero tomaré con gusto una copita en su compañía.

Abrió la botella, colocó dos vasitos sobre el mostrador y procedió a llenarlos calmosamente hasta el borde. Luego alzó uno, lo olió con cuidado y se lo echó al coleto con el dedo meñique levantado.

Saboreó el bourbon, reflexionó unos instantes, asintió con la cabeza y dijo:

—Sin duda procede de la botella adecuada, hermano. ¿De qué manera puedo serle de utilidad? No hay una grieta en la acera por estos alrededores que yo no conozca por su nombre de pila. Sí, señor, este whisky no ha estado en malas compañías. —Volvió a llenarse el vaso.

Le conté lo que había sucedido en Florian’s y por qué. Me miró con expresión solemne y agitó la calva cabeza.

—El de Sam también era un sitio tranquilo y agradable —dijo—. Nadie ha usado allí una navaja desde hace un mes.

—Cuando Florian’s era un local para blancos hace unos seis u ocho años, ¿cómo se llamaba?

—Los letreros luminosos son muy caros, hermano.

Asentí con la cabeza.

—Ya se me había ocurrido que quizá tuviera el mismo nombre. Probablemente Malloy habría dicho algo si lo hubieran cambiado. Pero ¿quién llevaba el local?

—Me deja usted un poco sorprendido, hermano. Aquel pobre pecador se llamaba Florian. Mike Florian…

—¿Y qué pasó con Mike Florian?

El negro extendió sus comprensivas manos oscuras. Su voz se hizo sonora y triste.

—Muerto, hermano. El Señor se lo llevó. Mil novecientos treinta y cuatro, quizá treinta y cinco. No lo recuerdo con precisión. Una vida malgastada, y un caso de riñones escabechados, según he oído decir. El impío cae como una res apuntillada, pero la misericordia divina lo espera en el más allá. —Su voz descendió al nivel de temas más mundanos—: Que me aspen si sé por qué.

—¿Dejó familia? Sirva otra copa.

Puso el tapón en la botella y la empujó con gesto firme hacia mí por encima del mostrador.

—Dos es el límite, hermano, antes de que se ponga el sol. Le estoy muy agradecido. Su método de acercamiento es tranquilizador para la dignidad del interrogado… Dejó viuda. Jessie de nombre.

—¿Qué ha sido de ella?

—La búsqueda del conocimiento, hermano, lleva a la multiplicación de las preguntas. Lo ignoro. Utilice la guía de teléfonos.

Había una cabina en el rincón más oscuro del vestíbulo. Entré y cerré la puerta lo suficiente para que se encendiera la luz. Miré el apellido en la maltrecha guía, encadenada a la pared. No había ningún Florian en ella. Regresé junto al mostrador.

—Nada de nada —dije.

Mi interlocutor se inclinó, muy a su pesar, y sacó con dificultad un directorio urbano; después de dejarlo sobre el mostrador, lo empujó en mi dirección. Luego cerró los ojos. Empezaba a aburrirse. En el directorio había una Jessie Florian, viuda. Vivía en el 1644 de West 54th Place. Me pregunté qué era lo que yo había estado usando en lugar de cerebro toda mi vida.

Escribí la dirección en un trozo de papel y empujé el directorio hacia el otro lado del mostrador. El recepcionista volvió a colocarlo donde lo había encontrado, me dio la mano y luego cruzó las suyas exactamente como las tenía antes de que yo entrara. Los ojos se le cerraron muy despacio y dio la impresión de quedarse dormido.

Para él, el incidente había terminado. A mitad de camino hacia la puerta, me volví a mirarlo. Con los ojos cerrados, respiraba con suavidad y de manera regular, resoplando un poco al final de cada ciclo. Le brillaba la calva.

Salí del hotel Sans Souci y crucé la calle para volver a mi coche. Parecía facilísimo. Demasiado fácil.