9

La casa estaba en completo silencio. De muy lejos llegaba un ruido que podría haber sido el golpear del oleaje, coches a gran velocidad por una autopista o el viento entre los pinos. Era el mar, por supuesto, rompiendo contra la costa mucho más abajo. Yo me limitaba a escuchar y a dar vueltas a largos pensamientos cuidadosos.

El teléfono sonó cuatro veces durante la hora y media siguiente. La llamada importante se produjo a las diez y ocho minutos. Marriott habló muy poco, en voz baja, colgó el aparato sin hacer el menor ruido y se levantó con un movimiento que también tuvo algo de silencioso. Su rostro parecía desencajado. Se había puesto ropa de color oscuro. Regresó en silencio al cuarto de estar y se sirvió una generosa cantidad de coñac en una copa que alzó un momento contra la luz con una extraña sonrisa triste; luego hizo girar una vez el contenido muy rápidamente, echó la cabeza hacia atrás y se lo bebió de un trago.

—Bien…, todo a punto, Marlowe. ¿Listo?

—Eso es lo único que he estado toda la noche. ¿Dónde vamos?

—A un lugar llamado Purissima Canyon.

—No he oído nunca ese nombre.

—Vamos a mirarlo en un mapa. —Encontró uno, lo abrió rápidamente y la luz brilló un instante en su pelo dorado mientras se inclinaba. Luego señaló con el dedo. Se trataba de una de las muchas gargantas por debajo del bulevar que tuerce en dirección al centro de la ciudad desde la carretera de la costa al norte de Bay City. Yo tenía una vaga idea de aquellos parajes, pero nada más. Purissima Canyon parecía encontrarse al final de una calle llamada Camino de la Costa.

—Serán unos doce minutos desde aquí —dijo Marriott muy deprisa—. Más vale que nos marchemos cuanto antes. Sólo disponemos de veinte minutos.

Me tendió un abrigo de color claro que me convertía en un blanco excelente. Casi parecía hecho a mi medida. En cuanto al sombrero, me puse el mío. Llevaba la pistola en una funda sobaquera, pero no se lo dije a Marriott.

Mientras me ponía el abrigo él siguió hablando en tono casual, aunque con nerviosismo, al tiempo que daba vueltas en las manos al abultado sobre amarillo con los ocho mil dólares.

—Purissima Canyon termina en algo semejante a una plataforma, me han dicho. Está separada de la carretera por una cerca blanca, pero es posible entrar, aunque el espacio sea muy justo. Un camino de tierra lleva hasta una pequeña hondonada y hemos de esperar allí con los faros apagados. No hay casas alrededor.

—¿Hemos?

—Bueno, quiero decir «he de esperar»…, teóricamente.

—Ah.

Me entregó el sobre amarillo, lo abrí y comprobé lo que había dentro. Era dinero de verdad, un grueso fajo de billetes. No lo conté. Volví a colocar la goma que sujetaba el sobre y me lo metí en el bolsillo del abrigo. Casi me hundió una costilla.

Nos dirigimos hacia el exterior y Marriott apagó todas las luces. Luego abrió la puerta principal con cuidado y escudriñó el aire neblinoso. Descendimos por la escalera deslustrada por el salitre y llegamos al nivel de la calle y del garaje.

Había un poco de niebla, como siempre sucede de noche por aquella zona. Tuve que utilizar el limpiaparabrisas durante algún tiempo.

El enorme automóvil extranjero se conducía solo, pero yo empuñaba el volante para guardar las apariencias.

Durante dos minutos trenzamos y destrenzamos nuestro camino por la ladera de la montaña hasta que aparecimos de pronto al lado del café con la terraza al aire libre. Ahora entendía por qué Marriott me había dicho que subiera andando las escaleras. Podría haber conducido durante horas por aquellas calles retorcidas sin avanzar más que un gusano para cebo dentro de una lata.

En la autopista los faros de los coches que pasaban producían unos rayos casi sólidos en ambas direcciones. Los grandes camiones de transporte rodaban hacia el norte entre gruñidos, engalanados por todas partes con luces verdes y amarillas. Tres minutos más y torcimos hacia el interior, a la altura de una importante gasolinera, y serpenteamos por el borde de las estribaciones. Se me quitaron las ganas de hablar. Se sentía la soledad, el olor a algas y el aroma a salvia que bajaba de las colinas. De cuando en cuando, una ventana con luz amarilla, completamente aislada, como la última naranja de un árbol. Pasaban los coches, rociando la calzada de fría luz blanca, para luego perderse refunfuñando en la oscuridad. Mechones de niebla perseguían a las estrellas por el cielo.

Marriott se inclinó hacia adelante desde el asiento de atrás y dijo:

—Esas luces a la derecha son el Club Belvedere Beach. La próxima garganta es Las Pulgas y la siguiente Purissima. Hemos de torcer a la derecha en lo alto de la segunda cuesta. —Su voz era apagada y tensa.

Dejé escapar un gruñido y seguí conduciendo.

—Mantenga la cabeza baja —le dije sin volverme—. Puede que nos vigilen durante todo el camino. Este coche destaca como un sombrero de copa en una fiesta campestre. Puede que a esos chicos no les guste que seamos hermanos gemelos.

Descendimos a una hondonada al extremo de un cañón y luego volvimos a subir; y, al cabo de un rato, abajo y arriba otra vez. Luego la tensa voz de Marriott me dijo al oído:

—La próxima calle a la derecha. La casa con una torre cuadrada. Tuerza allí.

—No les habrá ayudado a elegir el sitio, ¿verdad?

—¡Claro que no! —dijo, y rió tristemente—. Pero sucede que conozco muy bien estos parajes.

Giré el coche a la derecha después de una casa grande que hacía esquina, con una torre blanca cuadrada, rematada con azulejos redondos. Los faros del coche iluminaron por un instante el letrero que decía: «Camino de la Costa». Nos deslizamos por una amplia avenida bordeada por postes para la luz nunca terminados y aceras invadidas por las malas hierbas. El sueño de algún agente inmobiliario convertido en pesadilla. Los grillos cantaban y las ranas croaban en la oscuridad detrás de las aceras cubiertas de maleza. Tan silencioso era el coche de Marriott.

Primero encontramos una casa por manzana, luego una casa cada dos manzanas y finalmente desaparecieron las casas. Apenas una o dos ventanas estaban iluminadas, si bien, al parecer, la gente de la zona se iba a la cama con las gallinas. Luego la avenida pavimentada se terminó de repente para convertirse en camino de tierra, tan endurecida, en tiempo seco, como el cemento, que se fue estrechando y fue descendiendo lentamente colina abajo entre paredes de maleza. Las luces del Club Belvedere Beach colgaban en el aire a la derecha y, a lo lejos, por delante, se advertía un resplandor de agua en movimiento. El aroma acre de la salvia llenaba la noche. Luego apareció en nuestro camino una barrera pintada de blanco y Marriott se me acercó al hombro para hablarme.

—No creo que pueda pasar —dijo—. Me parece que no hay espacio suficiente.

Apagué el motor, reduje la luz de los faros y me quedé quieto, escuchando. Nada. Apagué los faros y salí del automóvil. Los grillos dejaron de cantar. Durante unos instantes el silencio fue tan completo que se oía el ruido de los neumáticos en la autopista a más de un kilómetro. Luego, uno a uno, los grillos reanudaron su canto hasta que la noche se llenó con ellos.

—No se mueva. Voy a bajar y a echar una ojeada —susurré hacia la parte trasera del coche.

Toqué la culata de la pistola dentro de la chaqueta y eché a andar. Entre la maleza y el final de la barrera blanca quedaba más hueco de lo que parecía desde dentro del coche. Alguien había cortado la maleza a machetazos y se distinguían señales de neumáticos en la tierra. Probablemente parejas de jóvenes que iban allí a besarse en noches cálidas. Pasé del otro lado de la barrera. La calle descendía y se curvaba. Por debajo había oscuridad, un vago sonido de mar a lo lejos y los faros de los coches en la autopista. Seguí adelante. El camino terminaba en una hondonada poco profunda y vacía, rodeada de maleza. No parecía existir otra manera de llegar hasta allí. Me detuve sin hacer ruido y escuché.

Los minutos, uno tras otro, fueron pasando lentamente, pero yo seguí esperando algún ruido nuevo. Ninguno se produjo. Tuve la impresión de que aquella hondonada era exclusivamente mía.

Miré hacia el Club, bien iluminado. Desde las ventanas del piso alto un individuo con unos buenos prismáticos podía probablemente vigilar sin problemas el sitio donde yo estaba. Ver un coche que llegaba y se marchaba, ver quién se apeaba, si se trataba de un grupo o de una sola persona. En una habitación a oscuras con unos buenos prismáticos se puede ver mucho más de lo que uno se imagina.

Me di la vuelta para emprender el regreso. Al pie de un matorral un grillo se puso a cantar con tanta energía que di un salto. Seguí adelante, más allá de la curva, hasta atravesar la barrera blanca. Nada todavía. El coche negro relucía apenas sobre un fondo gris que no era ni oscuridad ni luz. Me llegué hasta él y puse un pie en el guardabarros junto al asiento del conductor.

—Parece un ensayo —dije entre dientes, pero lo bastante alto para que Marriott me oyera desde atrás—. Se trata de comprobar si obedece usted las órdenes.

Se produjo un vago movimiento en el interior del automóvil, pero mi acompañante no respondió. Yo seguí tratando de ver algo entre los matorrales.

Quienquiera que fuese podía pegarme un tiro en la nuca sin problemas. Después pensé que tal vez había oído el susurro de una cachiporra agitada en el aire. Quizá siempre se piensa eso…, después.