26
El armario estaba cerrado y la silla resultaba demasiado pesada para mí. No era casualidad. Quité las sábanas y aparté el colchón. Debajo, la tela metálica del somier estaba sujeta en la cabecera y en los pies por muelles de metal, esmaltados de negro, de unos veinte centímetros de largo. Puse manos a la obra para soltar uno. Fue el trabajo más duro que he hecho en toda mi vida. Diez minutos después, aunque con dos dedos ensangrentados, tenía un muelle a mi disposición. Lo agité en el aire y comprobé que podía manejarlo bien. Pesaba bastante y sería eficaz.
Después de haber hecho todo aquello, mis ojos se tropezaron con la botella de whisky, que también hubiera servido como arma, pero de la que me había olvidado por completo.
Bebí algo más de agua. Luego descansé un poco sobre el somier. Finalmente me acerqué a la puerta, coloqué la boca del lado de las bisagras y grité:
—¡Fuego! ¡Fuego!
Fue una espera corta y agradable. Mi carcelero llegó corriendo a todo correr por el pasillo, metió la llave en la cerradura y la hizo girar con ferocidad.
La puerta se abrió de golpe. Yo me había pegado a la pared del lado por donde se abría. Esta vez llevaba la cachiporra en la mano, un simpático instrumento de unos quince centímetros, cubierto de tiras de cuero marrón entrelazadas. Se le salieron los ojos de las órbitas al ver el estado de la cama y, a continuación, empezó a torcer la cabeza.
No pude evitar reírme mientras le atizaba. Le golpeé con el muelle en un lado de la cabeza y cayó hacia adelante. Lo seguí hasta que estuvo de rodillas y le golpeé dos veces más. Dejó escapar un gemido. Le quité la cachiporra. Volvió a gemir.
Le puse una rodilla en la cara y me hice daño. No me dijo si también le dolía. Mientras seguía gimiendo lo dejé inconsciente con la cachiporra.
Retiré la llave del exterior de la puerta, cerré por dentro y procedí a registrarlo. Encontré otras llaves. Una de ellas era la del armario, donde estaba colgada mi ropa. Miré en los bolsillos. Habían desaparecido los billetes de mi cartera. Volví a mi carcelero de la bata blanca. Llevaba demasiado dinero para el trabajo que hacía. Me quedé con lo que yo tenía antes de ir a casa de Amthor, lo arrastré hasta la cama, le até muñecas y tobillos con las correas y le metí medio metro de sábana en la boca. Tenía rota la nariz. Esperé lo suficiente para asegurarme de que podía respirar por ella.
Sentí pena por él. Un hombrecillo ingenuo y trabajador que trataba de conservar su empleo y recibir su paga semanal. Quizá con mujer e hijos. Una verdadera lástima. Y todo lo que tenía para ayudarse era una cachiporra. No parecía justo. Puse el whisky drogado donde podría haberlo alcanzado de no tener las manos atadas.
Le di unas palmaditas en el hombro. A punto estuve de derramar algunas lágrimas.
Toda mi ropa, incluida la funda sobaquera y el revólver, aunque sin balas, estaba en el armario. Me vestí con dedos temblorosos y entre continuos bostezos.
El ocupante de la cama descansaba. Lo dejé allí y cerré con llave al salir de la habitación.
Fuera encontré un amplio corredor silencioso con tres puertas cerradas. De ninguna me llegó el menor ruido. La alfombra de color vino situada en el centro parecía acentuar el ambiente de silencio del resto de la casa. El pasillo torcía luego en ángulo recto y en el nuevo corredor encontré el inicio de una gran escalera a la antigua usanza, con pasamanos de roble, que se curvaba elegantemente hasta perderse en la penumbra del piso inferior. Dos puertas interiores con vidrieras de colores cerraban el pasillo inferior. El suelo era de mosaico y estaba cubierto por espesas alfombras. Una puerta casi cerrada dejaba escapar un rayo de luz. Pero seguía sin oírse nada.
Una casa antigua, construida como ya no se construyen los edificios. Probablemente se alzaba en una calle tranquila con una rosaleda lateral y gran abundancia de flores delante de la fachada principal. Hermosa, elegante y tranquila bajo el brillante sol californiano. Y dentro…, a quién le importa, si se evita que griten con demasiada fuerza.
Me disponía a bajar la escalera cuando oí toser a alguien. Eso hizo que me diera la vuelta bruscamente y descubriera una puerta abierta a medias al extremo del otro corredor. Avancé de puntillas por la alfombra. Esperé, muy cerca de la puerta abierta a medias, pero sin entrar. Una cuña de luz caía sobre la alfombra junto a mis pies. La persona tosió de nuevo. Era una tos profunda, de un pecho amplio. La tos de alguien sin preocupaciones. No era asunto mío. Lo mío era salir de allí. Pero, en aquella casa, un huésped cuya puerta estuviera abierta me interesaba. Seria sin duda una persona de posición, merecedora de que uno se quitase el sombrero. Me introduje un poco en la curia de luz. Se oyó el crujido de un periódico.
Veía ya parte de una estancia que estaba amueblada como una habitación y no como una celda. Un sombrero y varias revistas sobre una cómoda de color oscuro. Ventanas con visillos de encaje y una buena alfombra.
Los muelles de una cama gimieron pesadamente. Un tipo de gran tamaño, como su tos. Con la punta de los dedos empujé la puerta unos centímetros. Todo siguió igual. Nada ha avanzado nunca más despacio que mi cabeza al asomarse. Vi entonces la habitación, la cama, al hombre que estaba en ella y el cenicero tan lleno de colillas que algunas habían caído sobre la mesilla de noche e incluso en la alfombra. Una docena de periódicos destrozados por toda la cama. Uno de ellos entre un par de manos gigantescas delante de un rostro también enorme. Vi los cabellos por encima del borde del periódico: rizados, oscuros —negros incluso— y muy abundantes. Una franja de piel blanca por debajo. El periódico se movió un poco más, yo no respiré y el individuo que ocupaba la cama no levantó la vista.
Necesitaba un afeitado. Siempre necesitaría un afeitado. Lo había visto antes, en Central Avenue, en un local para negros llamado Florian’s, con un traje muy llamativo —bolas blancas de golf a modo de botones en la chaqueta— y un whisky sour en la mano. Y también lo había visto con un Colt del ejército que, al empuñarlo él, parecía de juguete, cuando salía sin prisa por una puerta que previamente había descerrajado. Había visto algunas muestras de su manera de trabajar; las cosas que hacía quedaban hechas.
Tosió de nuevo, movió las posaderas, bostezó con toda el alma y buscó sobre la mesilla de noche un maltratado paquete de cigarrillos, uno de los cuales acabó en su boca. Una llama se encendió al final de su dedo gordo y por su nariz empezó a salir humo.
—Ah —dijo, poniéndose de nuevo el periódico delante de la cara.
Lo dejé allí y regresé por el pasillo hacia la escalera, que me dispuse a bajar. El señor Moose Malloy parecía estar en muy buenas manos.
Una voz murmuró desde detrás de la puerta casi cerrada. Esperé a que alguien contestara. Nadie respondió. Era una conversación telefónica. Me acerqué mucho a la puerta y escuché. Apenas se oía nada, era un simple murmullo. Ninguna sucesión de palabras que tuviera un significado. Finalmente se oyó un clic que concluía la comunicación. Después sólo hubo más silencio.
Era el momento de marcharse, de irse muy lejos. De manera que empujé la puerta para abrirla y entré sin hacer ruido.