38
Por el ventilador bajaba con fuerza aire frío. Me pareció muy largo el camino hasta arriba. Después de tres minutos que me pesaron como una hora, asomé cautelosamente la cabeza por la abertura en forma de trompa. Cerca, botes cubiertos con lonas no eran más que manchas grises. Un murmullo de voces me llegó desde la oscuridad. El haz del reflector se movía lentamente en círculo. Procedía de un punto situado más arriba, probablemente una cofa en lo alto de uno de los cortos mástiles. Allí, además, habría alguien con una metralleta, o incluso una ametralladora ligera. Un trabajo gélido, con muy pocas compensaciones cuando alguien dejaba una puerta de carga tan oportunamente mal cerrada.
A lo lejos la música vibraba como los falsos bajos de una radio de mala calidad. Una luz brillaba en lo alto de un mástil y a través de las capas más altas de niebla algunas estrellas heladas miraban en nuestra dirección.
Salí del ventilador, saqué la pistola del 38 de la funda sobaquera y la mantuve pegada a las costillas, ocultándola con la manga. Di tres pasos en silencio y escuché. No sucedió nada. Los murmullos habían cesado, pero no por mi culpa. Ahora los situé ya entre dos botes salvavidas. Y procedente de la noche y de la niebla, como, misteriosamente, es capaz de hacerlo, se congregó en un punto focal la luz suficiente para dejar al descubierto la silueta glacial de una ametralladora montada sobre un trípode y asomada por encima de la barandilla de la cofa. A su lado había dos hombres inmóviles, sin fumar, y sus voces empezaron de nuevo a murmurar, un susurro tranquilo que nunca se transformaba en palabras.
Lo estuve escuchando demasiado tiempo. Otra voz habló con claridad detrás de mí.
—Lo siento, pero los invitados no deben entrar en la cubierta de botes.
Me volví, sin darme demasiada prisa, y le miré las manos. Eran manchas claras y estaban vacías.
Me aparté al tiempo que asentía con la cabeza, y el extremo de una lancha nos ocultó. El otro me siguió sin precipitarse, sin que sus zapatos hicieran ruido sobre la cubierta húmeda.
—Debo de haberme perdido —dije.
—Eso parece. —Tenía una voz juvenil, sin resonancias pétreas—. Pero hay una puerta al final de la escalera de toldilla que tiene una cerradura de resbalón. Es una buena cerradura. Antes había una escalera abierta con una cadena y un cartel. Pero descubrimos que los más curiosos se la saltaban.
Llevaba mucho tiempo hablando, ya fuera para mostrarse amable o porque estaba esperando. Yo no sabía cuál de las dos cosas.
—Alguien —dije— debe de haber dejado abierta esa puerta.
La cabeza en la sombra asintió. Estaba por debajo de la mía.
—Ya se da usted cuenta de que eso nos coloca ante una disyuntiva. Si alguien la dejó abierta, al jefe no le va a gustar un pelo. Si no es así, nos gustará saber cómo ha llegado usted hasta aquí. Estoy seguro de que lo entiende.
—No parece difícil de entender. Podemos entrar y hablar con él para aclararlo.
—¿Viene usted con alguien?
—Con alguien muy agradable.
—No deberían haberse separado.
—Ya sabe lo que pasa… Uno vuelve la cabeza y otro la está invitando a una copa.
Mi interlocutor rió entre dientes. Luego movió ligeramente la barbilla arriba y abajo.
Me agaché y salté hacia un lado y el silbido de la cachiporra fue un largo suspiro que se perdió en el aire tranquilo. Empezaba a tener la impresión de que todas las cachiporras de la zona se lanzaban sobre mí automáticamente. El más alto dijo una palabrota.
—Intentadlo de nuevo y os convertiréis en héroes —dije.
Amartillé la pistola haciendo bastante ruido.
A veces una escena detestable consigue que el teatro se venga abajo con los aplausos. El alto se inmovilizó y vi la cachiporra colgándole de la muñeca. Mi interlocutor se lo pensó sin prisa.
—Eso no le va a servir de nada —dijo con mucha seriedad—. No conseguirá salir del barco.
—He pensado en eso. Y luego pensé en lo poco que les importaría a ustedes. Seguía siendo una escena detestable.
—¿Qué es lo que quiere? —dijo con calma.
—Tengo una pistola cargada —dije—. Pero no hay por qué dispararla. Quiero hablar con Brunette.
—Ha ido a San Diego por cuestión de negocios.
—Hablaré con el que haga sus veces.
—Tiene agallas —dijo el simpático—. Iremos abajo. Pero entregará ese juguete antes de que pasemos por la puerta.
—Entregaré el juguete cuando esté seguro de que voy a pasar por la puerta. Mi interlocutor rió discretamente.
—Vuelve a tu sitio, Slim. Ya me ocupo yo de esto.
Se movió sin prisa delante de mí y el alto pareció desaparecer en la oscuridad.
—Sígame.
Recorrimos la cubierta uno detrás de otro. Descendimos por escalones resbaladizos con bordes de latón. Al final había una pesada puerta. Mi acompañante la abrió y examinó el cierre. Sonrió, movió afirmativamente la cabeza, sostuvo la puerta, y yo crucé, guardándome la pistola.
El cierre automático hizo clic detrás de nosotros.
—Una noche tranquila hasta ahora —dijo él.
Había un arco dorado delante de nosotros y más allá una sala de juego, no muy llena. Se parecía mucho a cualquier otra sala de juego. Al fondo divisé un pequeño bar con espejos y algunos taburetes. Desde el centro del local descendía una escalera por la que subía a ráfagas la música. Oí ruedas de ruletas. Un crupier jugaba al faraón con un único cliente. No había más de sesenta personas en la sala. Sobre la mesa de faraón había billetes suficientes como para justificar la apertura de un banco. La persona que jugaba era un caballero de edad y pelo cano que miraba al crupier con cortés atención, pero nada más.
Dos individuos silenciosos, vestidos de esmoquin, cruzaron el arco con aire despreocupado, sin mirar a nada. Era de esperar. Se dirigieron hacia nosotros y la persona esbelta y de poca estatura que me acompañaba los esperó. Habían pasado con creces el arco cuando buscaron con la mano un bolsillo lateral, para sacar cigarrillos, por supuesto.
—A partir de ahora tenemos que organizarnos un poco —dijo mi acompañante—. Supongo que no le importará.
—Usted es Brunette —dije de repente.
Se encogió de hombros.
—Por supuesto.
—No parece tan duro —dije.
—Espero que no.
Los dos individuos con esmoquin me fueron llevando discretamente.
—Aquí —dijo Brunette— podremos hablar con tranquilidad.
Abrió una puerta y los otros dos me metieron dentro.
La habitación sólo parecía en parte un camarote. Dos lámparas de latón colgaban de suspensiones de cardán encima de un escritorio oscuro que no era de madera, probablemente plástico. Al fondo había dos literas en madera veteada. La cama de abajo estaba hecha y sobre la de arriba descansaba media docena de montones de álbumes de discos. En un rincón había un mueble de gran tamaño, combinación de radio y fonógrafo. Completaban el mobiliario un sofá de cuero rojo, una alfombra roja, ceniceros muy altos, un taburete con cigarrillos, una licorera con vasos y un barecito colocado en diagonal en el extremo opuesto a las literas.
—Siéntese —dijo Brunette, dando la vuelta alrededor de la mesa, sobre la que había muchos papeles de aspecto comercial, con columnas de cifras, hechas con una máquina de calcular, y sentándose en un sillón de respaldo alto; después lo echó un poco para atrás y me examinó detenidamente. A continuación se levantó otra vez, se desprendió del abrigo y la bufanda y los arrojó a un lado. Finalmente se sentó de nuevo. Cogió una pluma y se acarició con ella el lóbulo de la oreja. Tenía sonrisa de gato, pero a mí me gustan los gatos.
No era ni joven ni viejo, ni gordo ni delgado. Pasar mucho tiempo en el mar o cerca del mar le había dado aspecto de disfrutar de muy buena salud. Cabello castaño con ondas naturales que el aire del mar acentuaba. Frente estrecha, aire inteligente y algo sutilmente amenazador en sus ojos, de color un tanto amarillento. Tenía manos agradables, no mimadas hasta la insipidez, pero sí bien cuidadas. Su esmoquin era de color azul marino, razón por la que parecía completamente negro. También tuve la sensación de que la perla que llevaba en la corbata era un poco demasiado grande, pero puede que fueran celos.
Me estuvo mirando durante mucho tiempo antes de decir:
—Tiene una pistola.
Uno de los elegantes tipos duros apoyó sobre el centro de mi columna vertebral algo que, probablemente, no era una caña de pescar. Manos exploratorias me quitaron la pistola y buscaron otras armas.
—¿Algo más? —preguntó una voz.
Brunette hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ahora no.
Uno de los guardaespaldas empujó mi automática por encima de la mesa en dirección a Brunette, que dejó la pluma, cogió un abridor de cartas y dio vueltas suavemente a la pistola encima de su secante.
—Bien —dijo tranquilamente, mirando por encima de mi hombro—. ¿Tengo que explicar lo que quiero ahora?
Uno de ellos salió rápidamente y cerró la puerta. El otro se quedó tan quieto como si no estuviera allí. Hubo un largo silencio sin tensión, roto por un distante murmullo de voces, una música de acordes graves y, en algún lugar mucho más abajo, una monótona vibración, casi imperceptible.
—¿Whisky?
—Gracias.
El guardaespaldas preparó dos en el bar. No trató de ocultar los vasos mientras lo hacía. Luego colocó uno a cada lado de la mesa, sobre dos posavasos de cristal negro.
—¿Un cigarrillo?
—Gracias.
—¿Le parecen bien los egipcios?
—Por supuesto.
Encendimos los pitillos y bebimos. El whisky parecía de buena calidad. El guardaespaldas no se había servido.
—Lo que quiero… —empecé.
—Perdóneme, pero eso tiene muy poca importancia, ¿no es cierto?
La suave sonrisa como de gato y el perezoso cerrarse a medias de los ojos amarillos.
La puerta se abrió para dar paso al otro guardaespaldas; iba acompañado del muchacho de la chaquetilla corta, con su boca de gánster y todo lo demás. Al reconocerme palideció.
—Yo no le dejé pasar —dijo muy deprisa, torciendo la boca.
—Tenía una pistola —dijo Brunette, empujándola con el abrecartas—. Ésta. Incluso me encañonó con ella, más o menos, en la cubierta de botes.
—No pasó por donde estaba yo, jefe —dijo el de la chaquetilla corta, hablando siempre a gran velocidad.
Brunette alzó ligeramente las cejas y me sonrió.
—¿Y bien?
—Échelo —dije—. Aplástelo en otro sitio.
—El piloto del taxi corroborará lo que digo —gruñó el de la chaquetilla.
—¿Has dejado la plataforma desde las cinco y media?
—Ni siquiera un minuto, jefe.
—Esa respuesta no me sirve. Un imperio puede venirse abajo en un minuto.
—Ni un segundo, jefe.
—Pero se le puede comprar —dije, y me eché a reír.
El de la chaquetilla adoptó una postura de boxeador y disparó el puño como si fuera un látigo. Casi me alcanzó en la sien. Se oyó un golpe sordo. El puño pareció derretirse a mitad de camino. Mi fallido agresor se derrumbó de lado e intentó agarrarse a la esquina de la mesa, pero acabó cayendo boca arriba. Era agradable, para variar, ver cómo ponían fuera de combate a otra persona.
Brunette siguió sonriéndome.
—Espero que no haya sido usted injusto con él —dijo—. Aún está sin resolver el asunto de la puerta de la escalera de toldilla.
—Abierta por accidente.
—¿Se le ocurre alguna otra explicación?
—No en medio de una multitud.
—Hablaremos a solas —dijo Brunette, sin mirar a nadie excepto a mí.
El guardaespaldas alzó al de la chaquetilla por los sobacos, cruzó el camarote y su compañero abrió una puerta interior. Los tres pasaron del otro lado. La puerta se cerró.
—Bien —dijo Brunette—. ¿Quién es usted y qué es lo que quiere?
—Soy detective privado y quiero hablar con un individuo llamado Moose Malloy.
—Demuéstreme que es detective privado.
Le enseñé la licencia. Me devolvió la cartera arrojándola por encima de la mesa. Sus labios, curtidos por el viento, seguían sonriendo, pero la sonrisa empezaba a ser excesivamente teatral.
—Estoy investigando un asesinato —dije—. Un tipo llamado Marriott, en el acantilado que está cerca de su club Belvedere, el jueves por la noche. Se trata de una muerte relacionada con otro asesinato, el de una mujer, obra de Malloy, expresidiario, ladrón de bancos y tipo duro donde los haya.
Brunette asintió con la cabeza.
—No le voy a preguntar todavía qué tiene todo eso que ver conmigo. Doy por sentado que llegaremos a ello. Pero supongamos que antes me dice cómo ha entrado en mi barco.
—Ya se lo he dicho.
—No me ha dicho la verdad —dijo amablemente—. ¿Es Marlowe su apellido? No me ha dicho la verdad, Marlowe. Y usted lo sabe. El chico de la plataforma no miente. Selecciono a mis hombres con cuidado.
—Es usted dueño de una parte de Bay City —dije—. No sé de qué tamaño, pero el suficiente para sus necesidades. Un sujeto llamado Sonderborg dirigía allí un lugar donde esconder gente. Distribuía marihuana, organizaba atracos y escondía a gente buscada por la policía. Como es lógico, todo eso no se hace sin estar bien relacionado. No creo que haya podido hacerlo sin usted. Malloy estaba en su clínica. Malloy se ha marchado de allí. Malloy mide dos metros y no resulta fácil de esconder. Creo, en cambio, que no costaría demasiado trabajo ocultarlo en un casino flotante.
—Es usted un ingenuo —dijo Brunette sin alterarse—. Supongamos que quisiera esconderlo, ¿por qué tendría que arriesgarme a traerlo aquí? —Bebió un sorbo de su whisky—. Después de todo, me dedico a otro negocio. Ya es bastante difícil mantener en funcionamiento un buen servicio de taxis acuáticos sin montones de problemas. El mundo está lleno de sitios donde esconder a un delincuente. Si tiene dinero. ¿No se le ocurre otra idea mejor?
—Se me podría ocurrir, pero al diablo con ella.
—Lo siento, pero no puedo hacer nada por usted. Así que dígame cómo entró en el barco.
—No me apetece contárselo.
—Mucho me temo que tendré que conseguir que me lo diga, Marlowe. —Le brillaron los dientes con la luz de las lámparas de latón—. Ya sabe que se puede hacer.
—Si se lo cuento, ¿le hará llegar mi mensaje a Malloy?
—¿Qué mensaje?
Recogí mi cartera, que seguía encima de la mesa, saqué una tarjeta y le di la vuelta. Me guardé la cartera y saqué un lápiz. Escribí cinco palabras y empujé la tarjeta hacia el otro lado de la mesa. Brunette la cogió y leyó lo que había escrito.
—Para mí no significa nada —dijo.
—Malloy lo entenderá.
Brunette se recostó en el asiento y me miró fijamente.
—No consigo entenderle. Se juega la piel para venir aquí, sin otro fin que entregarme una tarjeta para que se la pase a un delincuente que ni siquiera conozco. No tiene sentido.
—No lo tiene si no conoce a Malloy.
—¿Por qué no dejó la pistola en tierra y vino a bordo como todo el mundo?
—La primera vez se me olvidó hacerlo. Luego comprendí que el muchacho de la chaquetilla nunca me dejaría entrar. Y después me tropecé con alguien que conocía otro camino.
Los ojos amarillos se encendieron como con una nueva luz. Sonrió y no dijo nada.
—Ese otro individuo no es un delincuente pero ha estado en la orilla con los oídos bien abiertos. Tiene usted una puerta de carga que ha sido desatrancada desde el interior y un tiro de ventilación del que se ha retirado la rejilla. Basta con deshacerse de un tripulante para llegar a la cubierta de botes. Será mejor que repase la lista de sus hombres.
Brunette movió los labios muy despacio, uno sobre otro. Contempló de nuevo la tarjeta.
—Nadie llamado Malloy se encuentra en este barco —dijo. Pero si me ha dicho la verdad sobre esa puerta, trato hecho.
—Vaya y compruébelo.
Siguió mirando hacia abajo.
—Si hay alguna manera de hacer llegar el mensaje a Malloy, lo haré. No sé por qué me tomo esa molestia.
—Eche una ojeada a la puerta de carga.
Se quedó muy quieto durante un momento, luego se inclinó hacia adelante y empujó la pistola en dirección mía.
—Hay que ver qué de cosas hago —reflexionó, como si estuviera solo—. Gobierno ciudades, elijo alcaldes, corrompo a la policía, vendo droga, escondo a delincuentes, despojo a ancianas que han sido estranguladas con collares de perlas. ¡Cómo me cunde el tiempo! —Rió sin ganas—. ¡Muchísimo!
Recogí la pistola y volví a colocármela en la funda sobaquera.
Brunette se puso en pie.
—No prometo nada —dijo, mirándome de hito en hito—. Pero le creo.
—Por supuesto que no.
—Se ha arriesgado mucho para averiguar muy poco.
Sí.
—Bien… —Hizo un gesto desprovisto de sentido y luego me ofreció la mano por encima de la mesa.
—Estréchesela a un mastuerzo —dijo a media voz.
Le di la mano. La suya era pequeña y firme y estaba más bien caliente.
—¿No me va a decir cómo ha descubierto lo de la puerta de carga?
—No me es posible. Pero la persona que me lo dijo no es un delincuente.
—Podría hacer que me lo contara —dijo, pero al instante movió la cabeza—. No. Le he creído una vez. Le sigo creyendo. No se mueva y tómese otro whisky.
Tocó un timbre. Se abrió la puerta de atrás y uno de los tipos duros que eran todo elegancia se presentó de nuevo.
—Quédate aquí. Dale de beber si quiere. Nada de violencia.
El pistolero se sentó y me obsequió con una sonrisa llena de benevolencia. Brunette salió rápidamente del despacho. Encendí un cigarrillo. Terminé el whisky y mi acompañante me preparó otro. Tuve tiempo de acabármelo y de fumar otro cigarrillo.
Brunette regresó y se lavó las manos en el rincón; luego se sentó de nuevo ante el escritorio e hizo un gesto con la cabeza al pistolero, que salió de la habitación sin decir nada.
Los ojos amarillos me estudiaron.
—Usted gana, Marlowe. Aunque tengo ciento sesenta y cuatro hombres en mi tripulación. Bien… —Se encogió de hombros—. Puede volver en el taxi. Nadie le molestará. Por lo que hace al mensaje, dispongo de algunos contactos. Los utilizaré. Buenas noches. Probablemente debería darle las gracias. Por la demostración.
—Buenas noches —respondí. Luego me levanté y salí del cuarto.
Había un tipo nuevo en la plataforma de embarque. Volví a tierra en un taxi distinto. Después me llegué hasta el bingo y me apoyé contra la pared entre la multitud.
Red se presentó al cabo de unos minutos y se colocó a mi lado.
—Fácil, ¿eh? —dijo suavemente, en contraste con las voces fuertes y nítidas de los crupieres anunciando los números.
—Gracias a ti. Aceptó el trato. Está preocupado.
Red miró en una dirección y en otra y luego acercó los labios un poco más a mi oído.
—¿Agarró a su hombre?
—No. Pero confío en que Brunette encuentre la manera de hacerle llegar un mensaje.
Red volvió la cabeza y miró de nuevo a las mesas. Bostezó y se estiró, apartándose de la pared. El individuo con cara de pájaro había reaparecido. Red se acercó a él, dijo «¿Qué tal, Olson?» y casi consiguió tirarlo al suelo al abrirse paso para seguir adelante.
Olson se le quedó mirando con cara de pocos amigos y procedió a enderezarse el sombrero. Luego escupió con rabia en el suelo.
Tan pronto como se marchó, dejé el bingo y volví al aparcamiento, cercano a las vías, donde había dejado el automóvil.
Regresé a Hollywood, dejé el coche y subí a mi apartamento.
Me quité los zapatos y paseé por las habitaciones en calcetines, sintiendo el suelo con los dedos de los pies. Aún se me volvían a dormir de vez en cuando.
Luego me senté en el borde de la cama plegable y traté de calcular el tiempo. No era factible. Quizá se necesitaran días para localizar a Malloy. Quizá no se le encontrara nunca hasta que la policía diera con él. Si es que lo encontraban… vivo.