30
La vieja entrometida sacó la nariz un par de centímetros después de abrir la puerta, olisqueó cuidadosamente como si estuviese esperando un florecimiento prematuro de las violetas, barrió la calle en ambas direcciones con una mirada implacable y luego inclinó la canosa cabeza. Randall y yo nos quitamos el sombrero. En aquella barriada, aquel gesto nos puso probablemente a la altura de Rodolfo Valentino. La dueña de la casa parecía acordarse de mí.
—Buenos días, señora Morrison —dije—. ¿Podemos entrar un minuto? Le presento al teniente Randall, de Jefatura.
—Estoy muy nerviosa, demontres. Tengo muchísimo que planchar —dijo.
—No le robaremos más de un minuto.
Se apartó un poco de la puerta y entramos en su recibidor con el aparador tallado —procedente de Mason City o de dondequiera que fuese— y de allí al ordenado cuarto de estar con las cortinas de encaje en las ventanas. Un olor a planchado nos llegó desde el fondo de la casa. La señora Morrison procedió a cerrar la puerta de comunicación con tanto cuidado como si estuviera hecha de hojaldre.
Llevaba un delantal azul y blanco. Sus ojos seguían siendo igual de penetrantes y no le había crecido nada la barbilla.
Se situó a menos de medio metro de mí, adelantó el rostro y me miró a los ojos.
—No la recibió.
Puse cara de hacerme cargo. Asentí con un gesto, miré a Randall y Randall también inclinó la cabeza. Luego se acercó a una ventana y contempló un lateral de la casa de la señora Florian. A continuación regresó despacio, el sombrero bajo el brazo, afable como un conde francés en una representación teatral de aficionados.
—No la recibió —dije yo.
—No, señor; no la recibió. El sábado fue primero de mes. El día de los inocentes. —Inició una risa que fue más bien un cacareo. Se interrumpió y estaba para limpiarse los ojos con el delantal cuando recordó que era de goma. Aquello la amargó un poco. Su boca adquirió aspecto de ciruela pasa.
—Cuando pasó el cartero y no se acercó a su puerta, salió y lo llamó. Él movió la cabeza y siguió adelante. Ella volvió a entrar y dio un portazo tan tremendo que pensé que se había roto una ventana. Como si estuviera furiosa.
—¡Qué me dice! —contesté.
La vieja entrometida se volvió bruscamente hacia Randall:
—Déjeme ver su placa, joven. A su compañero le olía el aliento el otro día. Nunca he llegado a fiarme de él.
Randall se sacó del bolsillo la placa esmaltada de oro y azul y se la mostró.
—Parece de verdad —reconoció la vieja—. Bien; no sucedió nada el domingo. Salió a la calle y volvió con dos botellas cuadradas.
—Ginebra —dije—. Eso le da una idea. La gente de bien no bebe ginebra.
—La gente de bien no bebe alcohol de ninguna clase —dijo ella con mucha intención.
—Claro —dije yo—. Llega el lunes, es decir, hoy, y el cartero ha vuelto a pasar de largo. Esta vez sí que estaba enfadada.
—Se las sabe usted todas, ¿no es eso, joven? Ni siquiera es capaz de esperar a que otras personas empiecen a abrir la boca.
—Lo siento, señora Morrison. Se trata de un asunto muy importante para nosotros…
—A este otro joven no parece costarle ningún trabajo mantener la boca cerrada.
—Está casado —dije—. Tiene práctica.
Su rostro adquirió una tonalidad violeta que me hizo pensar, desagradablemente, en alguien al borde de la apoplejía.
—¡Salga de mi casa antes de que llame a la policía! —gritó.
—Tiene usted un oficial de policía a su lado, señora —dijo Randall de manera un tanto brusca—. No corre usted ningún peligro.
—Tiene razón —reconoció ella. La tonalidad violeta empezó a desaparecer de su cara—. No me gusta este individuo.
—Está usted bien acompañada, señora. Su vecina tampoco ha recibido hoy su carta certificada, ¿no es eso?
—Sí. —La voz era cortante y brusca. La mirada, huidiza. Empezó a hablar deprisa, demasiado deprisa—. Anoche hubo gente en su casa. Ni siquiera los vi. La familia me llevó al cine. Precisamente cuando volvíamos…; no, nada más marcharse ellos, también salió un coche de la puerta de al lado. Muy deprisa y con las luces apagadas. No vi la matrícula.
Me lanzó una furtiva mirada de reojo, y me pregunté cuál podía ser el significado de tina mirada tan huidiza. Fui hasta la ventana y alcé el visillo de encaje. Una persona con uniforme gris azulado se acercaba a la casa; llevaba una pesada bolsa de cuero al hombro y gorra de visera.
Me aparté de la ventana sonriendo.
—Está usted perdiendo facultades —le dije groseramente—. El año que viene jugará de suplente en un equipo de tercera regional.
—No hay motivo para hablar así —dijo Randall con frialdad.
—Mire por la ventana.
Lo hizo y su gesto se endureció. Se quedó muy quieto mirando a la señora Morrison. Estaba esperando un sonido que no se parece a ninguna otra cosa, y que llegó al cabo de un momento.
Era el ruido de algún objeto postal al ser empujado por la ranura de la puerta principal. Podría haber sido un folleto de propaganda, depositado por un cartero comercial, pero no lo era. Se oyeron los pasos que se alejaban por el camino y después por la calle. Randall regresó de nuevo junto a la ventana. El cartero no se detuvo en la casa de la señora Florian. Siguió adelante, la espalda, de color gris azulado, acompasada y tranquila bajo la pesada bolsa de cuero.
Randall volvió la cabeza y preguntó con terrible cortesía:
—¿Cuántas veces pasa el cartero por este distrito durante la mañana, señora Morrison?
La interpelada trató de hacerle frente.
—Sólo una —dijo con tono cortante—. Una vez por la mañana y otra por la tarde.
Pero los ojos la traicionaban, saltando de aquí para allá. También le temblaba la barbilla conejil, al límite de su resistencia. Con las manos apretaba el fleco de goma que adornaba el delantal blanco y azul.
—Acaba de pasar el cartero —dijo Randall con aire soñador—. ¿Es el cartero habitual quien trae el correo certificado?
—Siempre le llega por correo exprés. —A la vieja entrometida se le quebró la voz.
—Sí, pero el sábado la señora Florian salió corriendo para hablar con el cartero porque no se había detenido en su casa. Y usted no ha dicho nada sobre correo exprés.
Era fascinante verlo trabajar…, tratándose de otra persona.
A ella se le abrió mucho la boca, mostrando una dentadura con el aspecto reluciente que adquiere después de pasarse toda la noche en un vaso con una solución limpiadora. Luego, de repente, lanzó algo semejante a un graznido, se cubrió la cabeza con el delantal y salió corriendo de la habitación.
Randall contempló algún tiempo la puerta por donde había desaparecido, más allá del arco que comunicaba con el comedor, y luego sonrió con una sonrisa más bien cansada.
—Muy preciso y nada chabacano —dije—. La próxima vez hace usted de duro. No me gusta ser descortés con señoras ancianas, aunque sean cotillas que además mienten.
Randall siguió sonriendo.
—La misma historia de siempre. —Se encogió de hombros—. Trabajo de policía. Vaya broma. Empezó contándonos hechos, tal como ella los entiende. Pero no sucedían con bastante rapidez ni parecían del todo emocionantes. De manera que empezó a rizar el rizo.
Se dio la vuelta y salimos al recibidor. Un débil eco de sollozos nos llegó desde el fondo de la casa. Para algún varón con mucha paciencia, que llevaba años muerto, aquélla había sido —probablemente— el arma definitiva de su derrota. Para mí no era más que una anciana sollozando, aunque nada que me produjera especial regocijo.
Salimos de la casa sin hacer ruido, cerramos la puerta principal en silencio y nos aseguramos de que no golpeara la puerta mosquitera. Randall se encasquetó el sombrero y suspiró. Luego se encogió de hombros, y extendió las manos, elegantes y bien cuidadas, apartándolas lo más posible del cuerpo. Desde la casa, aún llegaban, audibles, los sollozos de la señora Morrison.
La espalda del cartero estaba ya dos casas más allá.
—Trabajo de policía —repitió Randall casi para su coleto y torciendo la boca.
Cruzamos el espacio que separaba las dos casas. La señora Florian ni siquiera había recogido la colada. Todavía se agitaba, tiesa y amarillenta, en el tendedero de alambre del patio lateral. Subimos los escalones y llamamos al timbre. Nadie respondió. Golpeamos la puerta con los nudillos. Nada.
—La última vez no estaba cerrada con llave —dije.
Randall trató de abrirla, ocultando cuidadosamente el movimiento con su cuerpo. Esta vez sí estaba cerrada. Bajamos del porche y dimos la vuelta alrededor de la casa por el lado más alejado de la vieja entrometida. El porche trasero tenía también una pantalla cerrada con un gancho. Randall llamó con la mano. No sucedió nada. Bajó los dos escalones de madera casi completamente despintada y utilizó la entrada de coches, llena de malas hierbas, que nadie utilizaba, para llegar hasta el garaje. Las puertas de madera crujieron al abrirlas. El garaje estaba lleno de todo y de nada. Había unos cuantos baúles de madera, muy baqueteados y pasados de moda, que ni siquiera merecía la pena romper para utilizarlos como leña. Oxidadas herramientas de jardinería, latas viejas, muchísimas, dentro de cajas de cartón. A los lados de la puerta, en las esquinas de la pared, sendas arañas negras de buen tamaño esperaban pacientemente en sus descuidadas telarañas. Randall cogió del suelo un trozo de madera y las mató con aire ausente. Luego cerró el garaje, recorrió de nuevo la entrada de coches llena de malas hierbas hasta la puerta principal, siempre a cubierto de vistas de la señora Morrison. Nadie respondió ni al timbre ni a los golpes con los nudillos.
Regresó junto a mí sin apresurarse, mirando por encima del hombro al otro lado de la calle.
—La puerta trasera es la más fácil —dijo. La vieja cotorra de ahí al lado no hará nada esta vez. Ha mentido demasiado.
Subió los dos escalones traseros, deslizó limpiamente la hoja de un cortaplumas por la rendija de la puerta y alzó el gancho interior, lo que nos situó en el porche protegido por la pantalla, que estaba lleno de latas y algunas de las latas llenas de moscas.
—¡Vaya manera de vivir! —dijo Randall.
La puerta trasera resultó muy fácil. Una llave maestra de cinco centavos bastó para correr el cerrojo. Pero había además un pestillo.
—Eso no me gusta nada —dije—. Me parece que ha puesto pies en polvorosa. No habría cerrado la casa de esa manera. Es demasiado descuidada.
—Su sombrero es más viejo que el mío —dijo Randall. Examinó el cristal de la puerta trasera—. Déjemelo para hundir el cristal. ¿O lo hacemos por las bravas?
—Dele una patada. No le va a importar a nadie.
—Allá va.
Dio un paso atrás y se lanzó contra la cerradura con la pierna paralela al suelo. Algo crujió de manera casi imperceptible y la puerta cedió unos centímetros. Terminamos de abrirla empujando, recogimos del linóleo un trozo irregular de hierro forjado que depositamos cortésmente en el escurreplatos, junto a unas nueve botellas vacías de ginebra.
Las moscas zumbaban, golpeándose contra las ventanas cerradas de la cocina. La casa apestaba. Randall, desde el centro de la estancia, lo examinó todo cuidadosamente.
Luego atravesó despacio la puerta batiente sin tocarla excepto con la punta del pie y utilizándola para empujarla hasta conseguir que quedara abierta. El cuarto de estar era casi exactamente como yo lo recordaba, aunque la radio no sonaba.
—Una radio de buena calidad —dijo Randall—. Cara. Si es que está pagada. Aquí hay algo.
Puso una rodilla en tierra y examinó de cerca la alfombra. Luego fue a un lado de la radio y movió con el pie un cable suelto, hasta que apareció el enchufe. Se inclinó y estudió los mandos de la radio.
—Claro —dijo—. Lisos y bastante grandes. Muy inteligente. No se dejan huellas en un cable eléctrico, ¿no es cierto?
—Enchúfelo para ver si la radio está encendida.
Randall fue hasta la pared y enchufó la radio. El aparato se iluminó de inmediato. Esperamos. El altavoz zumbó durante algún tiempo y luego, de repente, empezó a emitir un notable volumen de sonido. Randall dio un salto hacia el cable y tiró de él para desenchufarlo. El sonido se cortó bruscamente.
Cuando se incorporó le brillaban los ojos.
Fuimos rápidamente al dormitorio. La señora Jessie Pierce Florian estaba tumbada en diagonal sobre la cama, con una bata de algodón muy arrugada, la cabeza cerca del pie de la cama. En la esquina del tablero había una mancha oscura producida por una sustancia que a las moscas les gustaba.
Hacía bastante tiempo que estaba muerta.
Randall no la tocó. La estuvo mirando durante mucho rato y luego me miró al tiempo que enseñaba los dientes con un gesto que tenía algo de lobuno.
—El cráneo destrozado y los sesos al aire —dijo. Parece, decididamente, el leitmotiv de este caso. Aunque esta vez el arma ha sido un par de manos. Pero ¡qué par de manos! Mire los cardenales en la garganta, la distancia entre las huellas de los dedos.
—Más valdrá que las mire usted —dije, dándome la vuelta—. Pobre Nulty. Ya no son asesinatos de gente de color.