18

Se sentía en el aire la presencia del océano, porque estaba cerca, pero no se veía el agua desde delante de la finca. Aster Drive hacía allí una larga curva muy suave y las casas situadas hacia el interior no pasaban de ser viviendas agradables, pero del lado de la costa se extendían grandes propiedades silenciosas, con muros casi de cuatro metros de altura, verjas de hierro forjado y setos ornamentales; y dentro, si es que podías entrar, una variedad especial de luz de sol, muy silenciosa, almacenada, en contenedores a prueba de ruido, exclusivamente para las clases altas.

Un individuo con una casaca de color azul marino, brillantes polainas negras y pantalones anchos se hallaba delante de la verja a medio abrir. Un muchacho moreno, bien parecido, ancho de hombros y de pelo suave y reluciente. La visera de la gorra —ladeada con gracia— le arrojaba una sombra suave sobre los ojos. Tenía un cigarrillo en la comisura de la boca y la cabeza un poco inclinada, como para evitar que el humo se le metiera en la nariz. Llevaba una mano cubierta por una manopla negra y la otra descubierta, con una voluminosa sortija en el dedo corazón.

No se veía el número de la casa, pero debía de ser el 862. Detuve el coche, me asomé y le pregunté. El tipo de la casaca tardó un buen rato en contestar. Tuvo que examinarme con gran detenimiento. También el coche que conducía. Se me acercó y, al hacerlo, bajó distraídamente la mano desenguantada hacia la cadera. Era el tipo de descuido destinado a hacerse notar.

Se detuvo a medio metro de mi automóvil y volvió a mirarme de arriba abajo.

—Estoy buscando la residencia de los señores Grayle —dije.

—Es ésta. Pero no hay nadie.

—Me están esperando.

Asintió con la cabeza. Sus ojos brillaron como agua.

—¿Su nombre?

—Philip Marlowe.

—Espere ahí. —Se dirigió sin prisa hacia la verja y abrió una puertecita de hierro situada en uno de los sólidos pilares. Dentro había un teléfono. Habló brevemente, cerró con fuerza la puertecita y volvió hacia mí.

—¿Algún documento que acredite su identidad?

Le señalé el permiso de circulación encima de la guantera.

—Eso no prueba nada —dijo—. ¿Cómo sé yo que el coche es suyo?

Apagué el motor del coche, saqué la llave de contacto, abrí la portezuela y salí. Eso me dejó a menos de treinta centímetros de mi interlocutor. Le olía bien el aliento. Haig and Haig como mínimo.

—Te has servido otra vez del aparador —le dije.

Sonrió. Sus ojos me calibraron.

—Escucha —dije—: Hablaré por ese teléfono con el mayordomo y él reconocerá mi voz. ¿Bastará eso o tendrás que llevarme a caballo?

—No soy más que un empleado —dijo en tono conciliador—. Si no lo fuera… —Siguió sonriendo sin terminar la frase.

—Eres un chico simpático —dije, acompañando la frase con unas palmaditas en el hombro—. ¿Dartmouth o Dannemora?

—Dios —dijo—. ¿Por qué no me ha dicho que era policía?

Los dos sonreímos. Hizo un gesto con la mano y pasé por la verja a medio abrir. La avenida que conducía hasta la casa hacía una curva, y altos setos recortados de color verde oscuro la ocultaban por completo de la calle y de la casa. A través de una puerta de hierro pintada de verde vi a un jardinero japonés que quitaba las malas hierbas de una enorme extensión de césped. Estaba arrancando a un intruso de la aterciopelada superficie y lo trataba desdeñosamente, como tienen por costumbre los jardineros japoneses. Luego el alto seto se cerró de nuevo y no vi nada más por espacio de treinta metros, hasta que la avenida concluyó en un amplio círculo en el que estaba aparcada media docena de automóviles.

Uno de ellos era un pequeño cupé. Había un par de Buicks de dos colores muy bonitos y último modelo, lo bastante buenos sin duda para ir con ellos a recoger el correo. No faltaba, además, una limusina negra, con la rejilla del radiador de níquel mate y tapacubos del tamaño de ruedas de bicicleta. Y un largo deportivo descapotable. Una breve calzada muy ancha de cemento llevaba desde allí hasta la entrada lateral de la casa.

Hacia la izquierda, más allá del espacio reservado para aparcar, había un jardín situado a un nivel más bajo, con una fuente en cada una de sus cuatro esquinas. La entrada estaba cerrada por otra verja de hierro forjado, adornada en el centro por un Cupido en vuelo. Había bustos sobre esbeltos pilares y un asiento de piedra con grifos agazapados en los extremos. Y un estanque ovalado con nenúfares de piedra y una gran rana del mismo material sobre una de las hojas. Todavía más allá, una rosaleda conducía a algo muy parecido a un altar, resguardado por setos a ambos lados, pero no hasta el punto de evitar que la luz del sol formase un arabesco en los escalones. Y mucho más hacia la izquierda había un jardín silvestre, no muy grande, con un reloj de sol cercano a un ángulo del muro construido para dar apariencia de ruina. Tampoco faltaban las flores. Un millón de flores.

La casa misma no era para tanto. Más pequeña que el palacio de Buckingham, más bien gris tratándose de California y, probablemente, con menos ventanas que el edificio Chrysler.

Me deslicé hasta la entrada lateral, toqué un timbre y en algún lugar un carillón emitió un melodioso sonido profundo, como de campanas de iglesia.

Un sujeto con un chaleco a rayas y botones dorados abrió la puerta, hizo una reverencia, me cogió el sombrero y concluyó con ello la jornada de trabajo. Detrás de él, en la penumbra, otro individuo con pantalones a rayas impecablemente planchados, chaqueta negra y camisa de frac con corbata gris de rayas inclinó hacia adelante la canosa cabeza cosa de un centímetro y dijo:

—¿Señor Marlowe? Si tiene la amabilidad de seguirme…

Avanzamos por un corredor en completo silencio. Ni siquiera una mosca zumbaba en él. El suelo estaba cubierto de alfombras orientales y había cuadros a lo largo de las paredes. Doblamos una esquina y el corredor continuó. Una puertaventana me permitió ver a lo lejos un brillo de agua azul, lo que me hizo recordar, casi con sorpresa, que estábamos cerca del mar y que la casa se hallaba sobre el borde de una de las gargantas que terminan en el Océano Pacífico.

El mayordomo llegó a una puerta; al abrirla salió del interior un rumor de voces. Luego se hizo a un lado para dejarme pasar. Era una habitación muy agradable con amplios sofás y cómodos sillones tapizados de cuero amarillo pálido, distribuidos alrededor de una chimenea delante de la cual, sobre un suelo reluciente pero no resbaladizo, había una alfombra tan fina como si fuese de seda y tan antigua como la tía de Esopo. Una profusión de flores brillaba en un rincón, otra en una mesa baja y las paredes estaban pintadas de un color mate a imitación de pergamino. Todo era cómodo, espacioso, acogedor, con un toque de lo muy moderno y otro de lo muy antiguo, y había tres personas sentadas que guardaron silencio de repente mientras yo atravesaba la habitación.

Una de ellas era Anne Riordan, con el mismo aspecto que la última vez que la había visto, excepto que tenía en la mano un vaso con un líquido ambarino. Otra era un hombre alto y delgado, de rostro melancólico, barbilla saliente, ojos hundidos y sin otro color en la cara que el amarillo de una persona enferma. Tenía sus buenos sesenta años, probablemente no tan buenos. Llevaba un terno oscuro, un clavel rojo y parecía un tanto apagado.

La tercera era la rubia, que llevaba un vestido de calle, de color azul verdoso pálido. No me fijé demasiado en la ropa. Era lo que su modisto diseñaba para ella y sin duda la señora Grayle iba al mejor. El efecto era hacer que pareciese muy joven y muy azules sus ojos de color lapislázuli. Sus cabellos estaban hechos con el oro de los viejos maestros y peinados lo justo, pero no demasiado. Poseía un perfecto conjunto de curvas que nadie habría sido capaz de mejorar. El traje era bastante sencillo a excepción de un broche de brillantes en la garganta. No tenía las manos pequeñas, pero sí bien formadas, y las uñas, pintadas de color morado, ofrecían la habitual nota discordante. Y me estaba obsequiando con una de sus sonrisas. Daba la impresión de sonreír con facilidad, pero sus ojos tenían un aire tranquilo, como si pensaran despacio y con cuidado. Y su boca era sensual.

—Le agradezco mucho que haya venido —dijo—. Le presento a mi marido. Prepárale un whisky al señor Marlowe, cariño.

El señor Grayle me estrechó la mano; la suya estaba fría y un poco húmeda. Había tristeza en sus ojos. Mezcló scotch con soda y me ofreció el vaso.

Luego se sentó en un sillón y guardó silencio. Yo bebí la mitad de lo que me habían dado y sonreí a la señorita Riordan. Ella me miró con aire ausente, como si estuviera pensando en otra cosa.

—¿Cree que podrá hacer algo por nosotros? —preguntó la rubia muy despacio, contemplando el vaso que tenía en la mano—. Si cree que sí, me dará una gran alegría. Pero la pérdida tiene poca importancia, si se compara con tener que seguir tratando con gánsteres y otras personas horribles.

—No sé mucho de ese asunto, en realidad —dije.

—Espero que pueda. —Me obsequió con otra sonrisa que sentí hasta en el bolsillo trasero del pantalón.

Me bebí la otra mitad del whisky. Empezaba a sentirme descansado. La señora Grayle tocó un timbre colocado en el brazo del sofá de cuero y entró un lacayo. La dueña de la casa señaló discretamente la bandeja. El criado miró alrededor y preparó dos whiskis más. La señorita Riordan seguía utilizando como decoración el que tenía en la mano y al parecer el señor Grayle no era partidario. El lacayo salió del cuarto.

La señora Grayle y yo alzamos nuestros vasos. La dueña de la casa cruzó las piernas de manera un tanto descuidada.

—No sé si voy a poder ayudarles —dije—. Tengo mis dudas. ¿Disponemos de algo nuevo en que apoyarnos?

—Estoy segura de que podrá. —La señora Grayle me obsequió con otra sonrisa—. ¿Hasta qué punto se confió Lin Marriott con usted?

Miró de reojo a la señorita Riordan, que no pudo captar la mirada y se limitó a seguir sentada, mirando, también de reojo, en la dirección opuesta.

La señora Grayle se volvió hacia su marido.

—No hace falta que pierdas el tiempo con estas cosas tan poco interesantes, cariño.

El señor Grayle se levantó, dijo que se alegraba mucho de haberme conocido y que iba a echarse un rato. No se sentía muy bien. Confiaba en que supiera disculparle. Se mostró tan cortés que tuve deseos de sacarlo personalmente de la habitación para testimoniarle mi aprecio.

Al marcharse, el señor Grayle cerró la puerta con muchísima suavidad, como temeroso de despertar a alguien que durmiera. Su mujer contempló la puerta un momento, luego recobró la sonrisa y me miró.

—Doy por supuesto que no tiene usted secretos con la señorita Riordan.

—Nadie conoce todos mis secretos, señora Grayle. Sucede que está al tanto de este caso…, lo que sabemos de él.

—Claro. —Bebió un par de sorbitos, luego terminó el vaso y se desprendió de él.

—Al diablo con el ambiente de fiesta de sociedad —dijo de repente—. Hablemos de cosas serias. Es usted un hombre muy bien parecido para dedicarse a lo que se dedica.

—El aroma no siempre es de rosas —dije.

—No me refería a eso. ¿Se gana dinero…, o es una pregunta impertinente?

—Dinero más bien poco. Y es mucho lo que se sufre. Pero también es muy divertido. Y siempre existe la posibilidad de un caso importante.

—¿Cómo se llega a ser detective privado? ¿No le importa que me haga una idea acerca de usted? Y empuje esa mesa hacia aquí, si es tan amable. Para que pueda ocuparme de las bebidas.

Me levanté y empujé la enorme bandeja de plata, con su base, por el suelo resplandeciente hasta colocarla a su lado. La señora Grayle preparó otros dos whiskis. Todavía me quedaba la mitad del segundo.

—La mayoría somos antiguos policías —dije—. Trabajé en el despacho del fiscal del distrito durante algún tiempo. Pero me despidieron.

La señora Grayle sonrió amablemente.

—Estoy segura de que no fue por incompetencia.

—No; por contestar cuando nadie me lo pedía. ¿Ha recibido más llamadas telefónicas?

—Bueno… —Miró a Anne Riordan. Esperó. Sus ojos decían cosas.

Anne Riordan se puso en pie. Llevó su vaso, todavía lleno, hasta la bandeja y lo dejó allí.

—Probablemente no les faltará —dijo—. Pero en caso contrario…, y muchísimas gracias por hablar conmigo, señora Grayle. No voy a utilizar nada de lo que me ha dicho. Tiene usted mi palabra.

—Caramba, no irá usted a marcharse —dijo la señora Grayle sin perder su sonrisa.

Anne Riordan se mordió el labio inferior y lo mantuvo así un momento como si vacilara entre apretar, cortárselo y escupirlo o mantenerlo donde estaba un poco más de tiempo.

—Lo siento, pero debo irme, mucho me temo. No trabajo para el señor Marlowe, ¿sabe usted? Sólo es un amigo. Hasta la vista, señora Grayle.

La rubia la obsequió con la más deslumbrante de las sonrisas.

—Espero que vuelva por aquí muy pronto. En cualquier momento.

Tocó dos veces el timbre, lo que hizo aparecer al mayordomo, que mantuvo la puerta abierta.

La señorita Riordan salió a buen paso y la puerta volvió a cerrarse. Durante un buen rato la señora Grayle se la quedó mirando con la sombra de una sonrisa en los labios.

—Es mucho mejor así, ¿no le parece? —dijo después de un silencio. Asentí con la cabeza.

—Probablemente se preguntará usted por qué está tan bien informada si no es más que una amiga —dije—. Se trata de una muchachita muy especial. Algunas de las cosas las ha averiguado ella misma, como saber quién era usted y a quién pertenecía el collar de jade. Otras, sencillamente, sucedieron. Anoche se presentó en el sitio donde asesinaron a Marriott. Estaba dando un paseo en coche. Vio una luz y se acercó.

—Oh. —La señora Grayle alzó el vaso e hizo una mueca—. Es horrible pensar en ello. Pobre Lin. Era más bien un sinvergüenza. La mayoría de los amigos que tiene una lo son. Pero morir así es espantoso. —Se estremeció. Los ojos se le dilataron y oscurecieron.

—De manera que no hay nada que temer de la señorita Riordan. No se irá de la lengua. Su padre fue el jefe de policía de esta zona durante mucho tiempo —dije.

—Sí. Eso es lo que me ha contado. No está usted bebiendo.

—A esto que hago le llamo yo beber.

—Usted y yo deberíamos entendernos. ¿Le contó Lin…, el señor Marriott…, le contó cómo había sido el atraco?

—En algún sitio entre Bay City y el Trocadero. No fue muy preciso. Tres o cuatro individuos.

La señora Grayle asintió con su resplandeciente cabeza dorada.

—Sí. Déjeme decirle que hubo algo bastante curioso acerca de ese atraco. Me devolvieron una de las sortijas, bastante buena, por añadidura.

—Marriott me lo contó.

—Pero, por otra parte, el collar de jade no me lo pongo casi nunca. Si bien se mira, es una pieza de museo, probablemente no hay muchos así en el mundo, un tipo de jade muy poco frecuente. Pero se abalanzaron sobre él. Nunca hubiera pensado que se dieran cuenta al instante de su mucho valor. ¿Qué le parece a usted?

—Quizá sabían que usted no se lo habría puesto si no fuese valioso. ¿Quién estaba al tanto?

La señora Grayle se dedicó a pensar. Era agradable verla pensar. Aún tenía las piernas cruzadas y de manera no muy cuidadosa.

—Todo tipo de personas, imagino.

—Pero no todas estaban al tanto de que iba a llevarlo esa noche. ¿Quién lo sabía?

Se encogió de hombros, pálidamente azules. Traté de mantener los ojos donde debían estar.

—Mi doncella. Pero ha tenido cientos de ocasiones, y me fio de ella…

—¿Por qué?

—No lo sé. De algunas personas me fio. De usted, por ejemplo.

—¿Se fiaba usted de Marriott?

El gesto se le endureció un poco. La mirada un poco vigilante.

—En algunas cosas, no. En otras, sí. Hay grados. —Tenía una agradable manera de hablar, tranquila, medio cínica, sin llegar a dura. Redondeaba bien las palabras.

—De acuerdo… ¿Quién más, aparte de la doncella? ¿El chófer?

Movió la cabeza para decir que no.

—Fue Lin quien me llevó aquella noche, en su coche. Creo que George libraba. ¿No era jueves?

—Yo no estaba allí. Marriott habló de cuatro o cinco días antes. Jueves habría sido una semana entera contando desde anoche.

—Bien, pero era jueves. —Extendió el brazo en busca de mi vaso, sus dedos rozaron los míos y me resultaron muy suaves al tacto—. George libra el jueves por la tarde. Es el día habitual, ¿sabe? —Vertió una buena cantidad de whisky de aspecto añejo en mi vaso y añadió un poco de soda. Era el tipo de bebida alcohólica que piensas que puedes beber eternamente y que te hace temerario. La señora Grayle se aplicó el mismo tratamiento.

—¿Lin le dio mi nombre? —preguntó suavemente, la mirada cauta todavía.

—Tuvo buen cuidado de no hacerlo.

—En ese caso, quizá le engañó también sobre la hora. Veamos lo que tenemos. Doncella y chófer, descartados. No los consideramos como cómplices, quiero decir.

—Yo no los excluyo.

—Bien, al menos lo estoy intentando —rió ella—. Luego está Newton, el mayordomo. Pudo vérmelo puesto esa noche. Pero cuelga bastante bajo y llevaba una capa de zorro blanco; no, no creo que lo viera.

—Apuesto cualquier cosa a que parecía usted un sueño —dije.

—¿No estará usted un poco piripi, por casualidad?

—Se sabe de ocasiones en las que estuve más sobrio.

Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Sólo he conocido a cuatro mujeres en mi vida capaces de hacerlo sin dejar de parecer bellas. La señora Grayle era una de ellas.

—Newton está descartado —dije—. No es del tipo de los que se asocian con malhechores. Son meras suposiciones, de todos modos. ¿Qué hay del lacayo? Pensó y recordó; luego movió la cabeza.

—No me vio.

—¿Alguien le pidió que se pusiera el collar de jade?

Sus ojos se volvieron al instante más cautelosos.

—Si cree que no le veo venir, está muy equivocado —dijo.

Tomó de nuevo mi vaso para volver a llenarlo. La dejé hacerlo, aunque todavía me quedaban un par de dedos. Estudié las encantadoras curvas de su cuello.

Cuando hubo llenado los vasos y estábamos otra vez jugando con ellos, le dije:

—Vamos a dejarlo todo bien claro y luego le diré algo. Describa la velada. Se miró el reloj de pulsera, subiéndose, para hacerlo, la manga hasta el hombro.

—Debería estar…

—Déjelo que espere.

Sus ojos lanzaron un destello de enojo al oír aquello. Me gustaron así.

—Existe la posibilidad de pasarse un poco en la franqueza —dijo.

—En mi profesión, no. Descríbame la velada. O póngame de patitas en la calle. Lo uno o lo otro. Esa cabeza suya tan encantadora es la que tiene que tomar la decisión.

—Será mejor que venga a sentarse a mi lado.

—Llevo un buen rato pensando en esa posibilidad —dije—. Desde que cruzó usted las piernas, para ser exactos.

Se tiró de la falda.

—En cuanto te descuidas estos malditos chismes se te suben hasta el cuello. Me senté a su lado en el sofá de cuero amarillo.

—¿No va usted un poco demasiado deprisa? —preguntó en voz baja. No le respondí.

—¿Tiene mucha práctica en este tipo de cosas? —me preguntó, mirándome de reojo.

—Ninguna, en realidad. Soy un monje tibetano en mi tiempo libre.

—Excepto que no tiene usted tiempo libre.

—Vamos a centrarnos —dije—. A concentrar la capacidad mental que nos quede (o que me queda a mí) en el problema. ¿Cuánto me va a pagar?

—Ah. Es ése el problema. Creía que iba usted a recuperar mi collar. O a intentarlo al menos.

—Tengo que trabajar a mi manera. Esta manera. —Bebí un trago muy largo que estuvo a punto de acabar conmigo. Respiré hondo—. E investigar un asesinato —dije.

—Eso no tiene nada que ver con nuestro problema. Quiero decir que de eso se encarga la policía, ¿no es cierto?

—Claro…, pero el pobre Marriott me pagó cien dólares para que cuidara de él. Eso hace que me sienta culpable y que tenga ganas de llorar. ¿Debo llorar?

—Tómese mejor otra copa. —Me sirvió un poco más de scotch. A ella la bebida no parecía afectarle más que un vaso de agua a las cataratas del Niágara.

—Bien, ¿adónde hemos llegado? —dije, tratando de sujetar el vaso de manera que el whisky siguiera dentro—. Ni la doncella, ni el chófer, ni el mayordomo, ni el lacayo. El paso siguiente será hacernos nuestra propia colada. ¿Cómo se produjo el atraco? La versión de usted quizá incluya unos cuantos detalles que Marriott no me proporcionó.

La señora Grayle se inclinó hacia adelante y apoyó la barbilla en la mano. Una actitud seria, sin caer en la exageración.

—Fuimos a una fiesta en Brentwood Heights. Luego a Lin se le ocurrió que pasásemos por el Troc para tomar unas copas y bailar un poco. Y fue lo que hicimos. Sunset estaba en obras y muy polvoriento. De manera que a la vuelta tomamos el camino de Santa Mónica. Pasamos por delante de un sitio muy venido a menos que se llama Hotel Indio, en el que me fijé por un motivo muy tonto y sin sentido. Del otro lado de la calle había una cervecería con un coche aparcado delante.

—¿Sólo un coche…, delante de una cervecería?

—Sí. Sólo uno. Era un sitio muy deprimente. Bien; lo cierto es que aquel automóvil se puso en marcha y nos siguió y, por supuesto, tampoco a aquello le di ninguna importancia. No había motivo alguno. Después, antes de que llegáramos a donde Santa Mónica desemboca en el bulevar Arguello, Lin dijo: «Vayamos por la otra carretera», y se metió en una calle residencial con muchas curvas. A continuación, de golpe, otro coche aceleró para adelantarnos, nos rozó el guardabarros y se detuvo delante. Un tipo con abrigo y bufanda y el sombrero tapándole la cara se acercó para pedir disculpas. La bufanda era blanca, estaba anudada por fuera y me llamó la atención. Creo que fue lo único suyo que vi, a excepción de que era alto y delgado. Tan pronto como estuvo cerca… Luego recordé que en ningún momento se había situado delante del haz de luz de nuestros faros…

—Es lo lógico. A nadie le gusta mirar de frente unos faros. Otro trago. Esta vez invito yo.

Estaba inclinada hacia adelante, las delicadas cejas —que no eran pintadas— unidas por el esfuerzo del recuerdo.

—Tan pronto como estuvo cerca del coche por el lado de Lin —continuó la señora Grayle—, se subió la bufanda más arriba de la nariz y nos puso delante una pistola reluciente. «Arriba las manos», dijo. «Esténse muy quietos y no tendremos el menor problema». Luego un segundo individuo apareció por el otro lado.

—Todo eso en Beverly Hills —dije—. Los seis kilómetros cuadrados mejor vigilados de toda California.

Mi interlocutora se encogió de hombros.

—Sucedió, de todos modos. Me pidieron las joyas y el bolso, El de la bufanda. El que estaba por mi lado nunca dijo nada. Le entregué las cosas a Lin para que se las entregara al de la bufanda, que me devolvió el bolso y una sortija. Dijo que esperásemos algún tiempo antes de llamar a la policía y al seguro. Nos harían una proposición muy sencilla por poco dinero. Dijo que les resultaba más conveniente limitarse a un tanto por ciento. Daba la sensación de tener todo el tiempo del mundo. Dijo que también podían trabajar con la gente del seguro, si no les quedaba otro remedio, pero eso significaba recurrir a un picapleitos con pocos escrúpulos y preferían no hacerlo. Parecía una persona con cierta educación.

—Podría haber sido Eddie el Elegante —dije—, si no fuera porque acabaron con él en Chicago hace algún tiempo.

La señora Grayle se encogió de hombros. Bebimos un poco más de scotch.

—Luego se fueron —continuó ella— y nosotros nos volvimos a casa y le dije a Lin que no contase nada. Al día siguiente recibí una llamada. Tenemos dos teléfonos, uno con extensiones y otro en mi dormitorio. Me llamaron a este último. No figura en la guía, por supuesto.

Asentí con la cabeza.

—Los números de teléfono se compran por unos pocos dólares. Es algo que se hace constantemente. Algunas personas que trabajan en el cine tienen que cambiar de número todos los meses.

Bebimos un poco más.

—Le dije al que llamó que se entendiera con Lin, que él me representaría y que si eran razonables quizá llegásemos a un acuerdo. Respondió que muy bien, y a partir de entonces imagino que dieron largas el tiempo suficiente para poder vigilarnos un poco. Finalmente, como usted ya sabe, nos pusimos de acuerdo para entregarles ocho mil dólares…

—¿Podría reconocer a alguno de ellos?

—Por supuesto que no.

—¿Randall está enterado de todo esto?

—Claro. ¿Tenemos que seguir hablando de ello? Es muy aburrido. —Me obsequió con otra de sus encantadoras sonrisas.

—¿Hizo Randall algún comentario?

La señora Grayle bostezó.

—Probablemente. Se me ha olvidado.

Me quedé quieto con el vaso vacío en la mano y pensé. La dueña de la casa me lo quitó y empezó a llenarlo de nuevo.

Tomé el vaso que me ofrecía y me lo pasé a la mano izquierda, al tiempo que me apoderaba de su mano izquierda con mi derecha. Me pareció suave y delicada y tibia y consoladora y noté que su mano apretaba la mía. Los músculos eran de verdad. Se trataba de una mujer hecha y derecha y no de una florecilla de papel.

—Creo que tenía una idea —explicó—. Pero no dijo cuál.

—Cualquiera tendría una idea con tanta información —respondí yo.

La señora Grayle se volvió despacio hacia mí y me miró. Luego asintió con la cabeza.

—Es difícil no darse cuenta, ¿verdad?

—¿Desde cuándo conocía usted a Marriott?

—Hace años. Era locutor en la emisora de radio propiedad de mi marido. KFDK. Fue donde lo conocí. También conocí allí a mi marido.

—Eso lo sabía. Pero Marriott vivía como si tuviera dinero. Nada del otro mundo, pero lo bastante como para vivir con comodidad.

—Heredó cierta cantidad y dejó la radio.

—¿Sabe con certeza que heredó o fue tan sólo algo que Marriott le dijo? Se encogió de hombros y me apretó la mano.

—O quizá no fuera mucho dinero y tal vez se lo gastó muy deprisa. —Le devolví el apretón de manos—. ¿Le pidió dinero prestado?

—Usted está un poco chapado a la antigua, ¿no es cierto? —Contempló la mano que yo tenía sujeta.

—Todavía estoy en mi jornada laboral. Y su whisky es tan bueno que me mantiene sereno a medias. No es que tenga que estar borracho para…

—Claro. —Separó su mano de la mía y se la frotó—. No dudo de que tenga usted garra…, en su tiempo libre. Lin Marriott era un chantajista de lujo, por supuesto. Eso es evidente. Vivía de las mujeres.

—¿Sabía algo acerca de usted?

—¿Se lo debo contar?

—Lo más probable es que no sea prudente.

La señora Grayle rió con ganas.

—Se lo voy a contar, de todos modos. En una ocasión bebí un poco más de la cuenta en su casa y perdí el conocimiento. No me sucede casi nunca. Me hizo algunas fotos…, con la ropa por el cuello.

—El muy hijo de Satanás —comenté—. ¿Tiene alguna a mano? Me dio un golpe en la muñeca. Luego dijo con suavidad:

—¿Cómo te llamas?

—Phil. ¿Y tú?

—Helen. Bésame.

Se dejó caer suavemente sobre mi regazo y yo me incliné sobre su rostro y empecé a explorarla. Ella trabajó con las pestañas y me dio besos de mariposa en las mejillas. Cuando llegué a la boca, la tenía abierta a medias, quemaba, y su lengua era una serpiente veloz entre los dientes.

La puerta se abrió y el señor Grayle entró sin hacer ruido en la habitación. Yo tenía a su mujer entre mis brazos sin ninguna posibilidad de apartarme. Alcé la cara y lo miré. Me quedé tan frío como los pies de Finnegan el día que lo velaron.

La rubia sobre mi regazo no se movió, ni siquiera cerró la boca. Tenía una expresión soñadora y sarcástica a medias.

El señor Grayle se aclaró ligeramente la garganta y dijo:

—Les ruego me disculpen.

Luego salió otra vez del cuarto sin hacer el menor ruido. Había en sus ojos una tristeza infinita.

Empujé a la señora Grayle para apartarla, me puse en pie, saqué el pañuelo y me limpié la cara.

Ella se quedó donde yo la había dejado, recostada a medias en el sofá, mostrando una generosa extensión de piel por encima de una media.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó con lengua un poco estropajosa.

—El señor Grayle.

—No te preocupes.

Me aparté de ella y fui a sentarme en la silla que había ocupado al entrar en la habitación.

Al cabo de un momento la señora Grayle se irguió, volvió a sentarse normalmente y me miró de hito en hito.

—No tiene importancia. Lo entiende. ¿Qué otra cosa puede esperar?

—Supongo que lo sabe.

—Te digo que no tiene importancia. ¿No te basta? Es un enfermo. ¿Qué demonios…?

—No me grites. No me gustan las mujeres que gritan.

Abrió un bolso que tenía al lado, sacó un pañuelo pequeño, se limpió los labios y luego se miró en un espejito de mano.

—Supongo que tienes razón —dijo—. Demasiado whisky. Esta noche en el club Belvedere. A las diez. —No me estaba mirando. Respiraba agitadamente.

—¿Es un buen sitio?

—Laird Brunette es el propietario. Lo conozco muy bien.

—De acuerdo —dije. Aún tenía frío. Me sentía mal, como si hubiera robado a un pobre.

Helen se retocó ligeramente la pintura de los labios y luego me miró al tiempo que se estudiaba los ojos en el espejo. Terminó arrojándomelo. Lo atrapé y me miré la cara. También yo utilicé el pañuelo; luego me puse en pie y le devolví el espejito.

Estaba recostada en el respaldo del sofá, mostrando toda la curva de la garganta, y me miraba con aire somnoliento y los ojos medio cerrados.

—¿Qué sucede?

—Nada. A las diez en el club Belvedere. No te pases de elegancia. No tengo más que un traje de etiqueta. ¿En el bar?

Asintió con la cabeza, perdida todavía la mirada.

Atravesé la habitación y salí sin mirar atrás. El lacayo se reunió conmigo en el corredor y, con tan poca expresión como la de un rostro tallado en la piedra, me devolvió el sombrero.