12
Hora y media después habían levantado el cadáver, habían examinado el lugar de los hechos y yo había contado mi historia tres o cuatro veces. Éramos cuatro las personas reunidas en el despacho del oficial de guardia en la comisaría de Los Ángeles Oeste. Todo el edificio estaba muy tranquilo, a excepción de un borracho que, desde su celda, seguía lanzando la llamada australiana de la selva mientras esperaba a que lo llevaran al centro de la ciudad para un juicio matutino.
La intensa luz blanca de un reflector iluminaba una mesa sobre la que estaban extendidos los objetos encontrados en los bolsillos de Lindsay Marriott, objetos que ahora parecían tan muertos y tan perdidos como su dueño. La persona sentada frente a mí se apellidaba Randall y pertenecía a la Brigada Criminal de Los Ángeles, un individuo delgado y callado de unos cincuenta años con cabellos grises muy bien peinados, ojos fríos y aire distante. Llevaba una corbata de color rojo oscuro con lunares negros y los lunares no cesaban de bailar delante de mis ojos. Detrás de él, más allá del cono de luz, dos individuos muy fornidos, con aspecto de guardaespaldas y repantigados en sus asientos, vigilaban mis orejas, una cada uno.
Jugueteé con un cigarrillo antes de encenderlo, y cuando aspiré el humo no me gustó el sabor. Me quedé quieto viendo cómo se me quemaba entre los dedos. Me parecía tener ochenta años y sentí que me deterioraba a toda velocidad.
—Cuantas más veces cuenta usted esa historia más improbable resulta. El tal Marriott había negociado durante días el rescate y luego, tan sólo unas horas antes de la cita definitiva, llama a un perfecto desconocido y lo contrata para llevarlo con él como guardaespaldas.
—No era exactamente como guardaespaldas —dije. Ni siquiera le expliqué que llevaba un arma. Sólo quería que lo acompañara.
—¿Quién le había dado su nombre?
—Primero dijo que un amigo común. Luego que se había limitado a sacarlo del listín de teléfonos.
Randall jugueteó con las cosas que había sobre la mesa y separó una tarjeta de visita con aire de tocar algo que no estaba del todo limpio. Luego la empujó hacia mí sobre la madera.
—Marriott tenía una tarjeta suya. Donde consta su profesión.
Examiné la tarjeta. Había salido del billetero de Marriott, junto con otras tarjetas que no me había molestado en revisar mientras estábamos en la hondonada de Purissima Canyon. Era una de las mías, desde luego. Y a decir verdad parecía bastante sucia, sobre todo tratándose de un hombre como Marriott. Tenía una mancha redonda en una esquina.
—Claro —dije—. Las reparto siempre que se presenta una ocasión. Como es lógico.
—Marriott le dio el dinero para que usted lo llevara —dijo Randall—. Ocho mil dólares. Era más bien un tipo confiado.
Aspiré el humo del cigarrillo y lo arrojé contra el techo. La luz me hacía daño en los ojos. Me dolía la nuca.
—No tengo los ocho mil dólares —dije—. Lo siento.
—No. No estaría aquí si tuviera el dinero. ¿O quizá sí? —Ahora había en su rostro una fría expresión desdeñosa, pero me pareció artificial.
—Haría muchas cosas por ocho mil dólares —dije—. Pero si quisiera matar a un individuo con una cachiporra sólo le daría dos veces como máximo, y en la parte trasera de la cabeza.
Randall hizo un leve gesto de asentimiento. Uno de los polizontes que tenía detrás escupió en la papelera.
—Ésa es una de las cosas desconcertantes. Parece un trabajo de aficionados, aunque, claro está, alguien puede haber querido que parezca un trabajo de aficionados. El dinero no era de Marriott, ¿no es cierto?
—No lo sé. Saqué la impresión de que no, pero no es más que una impresión. No quiso decirme quién era la víctima del atraco.
—No sabemos nada de Marriott…, aún —dijo Randall muy despacio—. Supongo que existe la posibilidad de que se propusiera robar él los ocho mil.
—¿Eh? —Aquello me sorprendió. Probablemente se notó mi sorpresa. En el rostro terso de Randall no se produjo el menor cambio.
—¿Contó usted el dinero?
—Por supuesto que no. Marriott me pasó un paquete. Había dinero dentro y parecía mucho. Dijo que eran ocho de los grandes. ¿Para qué iba a querer robármelo cuando ya lo tenía antes de que yo apareciera?
Randall examinó una esquina del techo y bajó las comisuras de la boca. Luego se encogió de hombros.
—Retrocedamos un poco —dijo—. Alguien atracó a Marriott y a una señora, llevándose su collar de jade y otras cosas, y luego se ofreció a devolverlo por una cantidad que parece francamente pequeña si se tiene en cuenta el valor que se atribuye al collar. Marriott iba a ocuparse del pago. Pensó en hacerlo solo y no sabemos si la otra parte insistió en ello o si ni siquiera se mencionó. De ordinario son bastante quisquillosos en esos casos. Pero Marriott, por lo que parece, decidió que no era ningún problema llevarlo a usted. Los dos supusieron que estaban tratando con una banda organizada y que se atendrían a las reglas establecidas por su profesión. Marriott estaba asustado. Parece lógico. Quería compañía. Usted era esa compañía. Pero también era un desconocido, nada más que un nombre en una tarjeta que le había pasado otro desconocido que, según Marriott, era un amigo común. Luego, en el último minuto, el muerto decide que lleve usted el dinero y sea quien hable mientras él se esconde en el coche. Nos ha dicho que fue usted mismo quien tuvo la idea, pero quizá él estaba deseoso de que lo sugiriera, y si usted no lo hacía, quizá se le hubiera ocurrido a él.
—En un primer momento no le gustó la idea —dije.
Randall se encogió de hombros una vez más.
—Fingió que no le gustaba la idea, pero acabó cediendo. De manera que por fin se produce la llamada telefónica y salen ustedes hacia el sitio que él describe. Todo procede de Marriott. No hay nada que usted sepa por su cuenta. Cuando llegan allí parece que no hay nadie. Se supone que han de bajar con el coche hasta la hondonada, pero tienen la impresión de que no hay hueco suficiente para pasar con un automóvil tan grande. No lo había, de hecho, porque el coche quedó bastante arañado por el lado izquierdo. Usted se apea y baja a pie hasta la hondonada, no ve ni oye nada, espera unos minutos, vuelve al coche y entonces alguien que está dentro le golpea en la nuca. Supongamos ahora que Marriott quería el dinero y pensaba utilizarlo a usted de cabeza de turco…, ¿no habría actuado precisamente de la manera en que lo hizo?
—Es una teoría estupenda —dije—. Marriott me atizó con la cachiporra, me quitó los ocho grandes, luego se arrepintió y, después de enterrar el dinero bajo unos matorrales, se machacó los sesos.
Randall me miró impasible.
—Tenía un cómplice, por supuesto. Iba a dejarlos a los dos sin sentido, y el cómplice se largaría con el dinero. Sólo que el cómplice traicionó a Marriott matándolo. Con usted no tuvo que acabar porque no lo conocía.
Lo miré con admiración y aplasté lo que quedaba del cigarrillo en un cenicero de madera que tuvo en otro tiempo un recubrimiento de cristal.
—Encaja con los hechos…, al menos con lo que sabemos —dijo Randall con mucha calma—. No es peor que cualquier otra teoría que se nos pueda ocurrir en este momento.
—Hay un hecho que no encaja: a mí me golpearon desde el coche, ¿no es cierto? Eso me haría sospechar que era Marriott el agresor…, si aceptamos que todo lo demás no cambia. Pero lo cierto es que no sospeché de él después de que lo mataran.
—La manera de golpearle es lo que mejor encaja —dijo Randall—. Usted no le dijo a Marriott que tenía una pistola, pero él pudo notar el bulto bajo el brazo o sospechar al menos que sí la tenía. En ese caso querría golpearlo cuando usted no sospechara nada. Y usted no esperaba que lo atacaran desde dentro del coche.
—De acuerdo —dije—. Usted gana. Es una buena teoría, siempre que supongamos que el dinero no era de Marriott, que quería robarlo y que tenía un cómplice. De manera que su plan es que los dos nos despertemos con sendos chichones, el dinero ha desaparecido, los dos decimos cuánto lo siento y yo me voy a mi casa y olvido todo lo que ha pasado. ¿Es así como termina? Pregunto si es así como él esperaba que terminase. Porque también él tenía que quedar bien, ¿no es eso?
Randall sonrió irónicamente.
—Tampoco a mí me gusta. Sólo estaba ensayándola. Encaja con los hechos…, hasta donde los conocemos, que no es mucho.
—Creo que no sabemos lo suficiente para empezar siquiera a teorizar —dije—. ¿Por qué no dar por bueno que decía la verdad y que quizá reconoció a uno de los atracadores?
—Pero usted dice que no oyó ruido de forcejeo ni grito alguno.
—No. Pero puede ser que lo agarrasen del cuello, por sorpresa. O que estuviera demasiado asustado para gritar cuando se le echaron encima. Pongamos que lo vigilaban desde la maleza y que me vieron salir pendiente abajo. Me alejé un buen trecho, ¿sabe? Treinta metros largos. Los atracadores se acercan al coche a mirar y ven a Marriott. Alguien le pone un arma delante de las narices y le obliga a salir, en silencio. Entonces le golpean. Pero algo que dice, o su manera de mirar, les hace creer que ha reconocido a alguien.
—¿A oscuras?
—Sí —dije—. Tiene que haber sido una cosa así. Hay voces que se le quedan a uno en la cabeza. Incluso a oscuras se reconoce a la gente.
Randall negó con la cabeza.
—Si se trataba de un grupo organizado de ladrones de joyas, no matarían excepto por razones de fuerza mayor. —Se detuvo de repente y sus ojos adquirieron un aspecto vidrioso. Cerró la boca muy despacio, pero con mucha fuerza. Tenía una idea—. Secuestro —dijo.
Asentí con la cabeza.
—Creo que es una idea.
—Hay otra cosa más —dijo—. ¿Cómo llegó usted a casa de Marriott?
—En mi coche.
—¿Dónde estaba?
—En Montemar Vista, en el aparcamiento junto al café con terraza al aire libre.
Me miró con aire muy pensativo. Los polizontes que tenía detrás me contemplaron con desconfianza. El borracho que estaba en el calabozo trató de cantar al estilo tirolés, pero le falló la voz, se desanimó y empezó a llorar.
—Volví andando a la carretera —dije—. Hice señas a un coche para que parase. Lo conducía una chica sola. Me recogió y me llevó hasta Montemar Vista.
—Una valiente —dijo Randall—. Era muy de noche y estaban en una carretera poco frecuentada, pero se detuvo.
—Sí. Algunas lo hacen. No llegamos a intimar, pero parecía agradable. —Los miré fijamente, sabiendo que no me creían y preguntándome por qué les estaba mintiendo.
—Un coche pequeño —dije—. Un Chevrolet cupé. No recuerdo la matrícula.
—Ja, no recuerda la matrícula —dijo uno de los polizontes antes de escupir de nuevo en la papelera.
Randall se inclinó hacia adelante y me examinó con mucho cuidado.
—Si está usted ocultándonos algo con la idea de trabajar por su cuenta en este caso para hacerse un poco de publicidad, yo me lo pensaría dos veces, Marlowe. No me gustan todos los detalles de su historia y le voy a dar la noche para que haga memoria. Mañana, probablemente, le pediré una declaración jurada. Mientras tanto déjeme darle un consejo. Estamos ante un asesinato y ante un trabajo para la policía, y no querríamos su ayuda aunque fuese muy grande. Lo único que queremos de usted son hechos. ¿Me explico?
—Claro. ¿Me puedo ir a casa? No me siento nada bien.
—Se puede marchar.
Sus ojos eran de hielo.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta en medio de un silencio sepulcral. Cuando había dado cuatro pasos Randall se aclaró la garganta y dijo al desgaire:
—Ah, una pequeñez. ¿Se fijó usted en qué clase de cigarrillos fumaba Marriott?
Me volví hacia él.
—Sí. Marrones. Sudamericanos, en una pitillera francesa esmaltada. Randall se inclinó hacia adelante, apartó la pitillera de seda bordada del montón de pertenencias que había sobre la mesa.
—¿Ha visto esto antes alguna vez?
—Claro. La he estado mirando hace un momento.
—Quiero decir antes, en el curso de la tarde.
—Creo que sí —dije—. Encima de alguna mesa, quizá. ¿Por qué?
—¿No registró usted el cadáver?
—Está bien —dije—. Sí, le registré los bolsillos. Esa pitillera estaba en uno de ellos. Lo siento. Nada más que curiosidad profesional. No cambié nada de sitio. Después de todo era mi cliente.
Randall tomó la pitillera bordada con las dos manos, la abrió y se quedó mirándola. Estaba vacía. Los tres cigarrillos habían desaparecido.
Apreté los dientes con fuerza y conseguí que mi rostro no perdiera la expresión de cansancio. Pero no fue fácil.
—¿Le vio fumar algún cigarrillo sacado de aquí?
—No.
Randall asintió fríamente con la cabeza.
—No hay nada dentro, como puede usted ver. Pero Marriott la llevaba en el bolsillo de todos modos. Hay un poquito de polvo. Voy a hacer que lo examinen al microscopio. No estoy seguro, pero no me extrañaría que se tratase de marihuana.
—Si tenía de ésos —dije—, creo que debió de fumarse un par anoche. Necesitaba algo que lo alegrara un poco.
Randall cerró la pitillera con mucho cuidado y la dejó a un lado.
—Eso es todo —dijo—. No se meta en líos.
Salí del despacho.
La niebla se había levantado y las estrellas brillaban tanto como falsas estrellas de cromo en un cielo de terciopelo azul. Conduje muy deprisa. Necesitaba más una copa de lo que necesitaba respirar, pero todos los bares estaban cerrados.