33
El coche se deslizó sin prisa por una calle tranquila donde sólo había viviendas. Turbintos de ramas arqueadas casi se unían por encima de la calzada para formar un túnel verde. El sol centelleaba a través de sus ramas más altas y de sus hojuelas lanceoladas. Un cartel en la esquina decía que era la calle 18.
Yo iba al lado de Hemingway, que conducía muy despacio, absorto en sus pensamientos.
—¿Qué es lo que le ha dicho? —preguntó, decidiéndose por fin.
—Le dije que Blane y usted fueron allí, me sacaron, me metieron en el coche y me atizaron por detrás en la cabeza. No le dije lo demás.
—Nada sobre la calle 23 y Descanso, ¿eh?
—No.
—¿Por qué no?
—Pensé que quizá consiguiera más cooperación por parte de usted si no lo hacía.
—Es una idea. ¿Quiere ir realmente a Stillwood Heights, o era un simple pretexto?
—Nada más que un pretexto. Lo que realmente quiero es que me diga usted por qué me metieron en esa casa de locos y por qué me retuvieron allí. Hemingway estuvo pensando. Pensó con tanta intensidad que los músculos de la mejilla formaron pequeños nudos bajo la piel grisácea.
—Ese Blane —dijo—. Ese pedazo de carne con ojos. No era mi intención que le atizara. Ni tampoco que tuviera usted que volver andando a casa. Sólo se trataba de hacer un número, en razón de que somos amigos del gurú ese y procuramos evitar que la gente lo moleste. Le sorprendería comprobar la cantidad de gente que trata de molestarlo.
—Me asombraría —dije.
Volvió la cabeza hacia mí. Sus ojos grises eran trozos de hielo. Luego miró otra vez a través del polvoriento parabrisas y siguió pensando un rato.
—A los policías viejos de vez en cuando les entran unas ganas locas de atizar a alguien —dijo—. Necesitan abrir alguna cabeza. Tuve el corazón en un puño, porque cayó usted como un saco de cemento. No crea que no le dije cuatro verdades a Blane. Luego lo llevamos al sitio de Sonderborg porque estaba un poco más cerca, es una buena persona y se iba a ocupar de usted como es debido.
—¿Sabe Amthor que me llevaron ustedes allí?
—Claro que no. Fue idea nuestra.
—Porque Sonderborg es una buena persona y se iba a ocupar de mí como es debido. Y sin molestas consecuencias. Sin la menor posibilidad de que un médico respaldara una denuncia si yo hubiera intentado presentarla. Aunque es cierto que una denuncia nunca hubiera tenido muchas posibilidades en esta idílica ciudad.
—¿Se va usted a poner en mal plan? —preguntó Hemingway con aire pensativo.
—Yo no —dije—. Y, por una vez en su vida, tampoco usted. Porque su puesto pende de un hilo. Miró usted al jefe y lo vio en sus ojos. En esta ocasión no he venido sin referencias.
—De acuerdo —dijo Hemingway antes de escupir por la ventanilla—. No tenía intención alguna de ponerme en mal plan a excepción de darle un poco a la sin hueso, como es de rigor. ¿Qué más?
—¿Es cierto que Blane está muy enfermo?
Hemingway asintió con la cabeza, pero ni siquiera aparentó ponerse triste.
—Ya lo creo que sí. Dolores en el vientre anteayer y el apéndice reventado antes de que pudieran operarlo. Hay posibilidades de que salga adelante, pero no muchas.
—Desde luego sentiríamos mucho perderlo —dije. Una persona como él es todo un puntal para cualquier departamento de policía.
Hemingway mascó aquello durante un rato y luego lo escupió por la ventanilla del coche.
—De acuerdo, otra pregunta —dijo.
—Me ha dicho por qué me llevaron a la clínica de Sonderborg. Pero no por qué me retuvieron allí cuarenta y ocho horas, encerrado y poniéndome todo el tiempo inyecciones de droga.
Hemingway frenó el coche suavemente, acercándolo a la acera. Luego puso las manos —muy grandes— en la parte inferior del volante y se frotó los pulgares.
—No tengo ni idea —dijo, con una voz que venía de muy lejos.
—Llevaba encima documentos que me acreditaban como detective privado —dije—. Llaves, algo de dinero, un par de fotografías. Si Sonderborg no los hubiera conocido muy bien a ustedes, podría haber pensado que la brecha en la cabeza era una estratagema para entrar en la clínica y echar una ojeada. Pero imagino que los conoce demasiado bien para eso. De manera que estoy desconcertado.
—Siga desconcertado, socio. Es mucho más seguro.
—No me cabe la menor duda —respondí—. Pero no produce ninguna satisfacción.
—¿Tiene usted a la policía de Los Ángeles apoyándole en esto?
—¿A qué «esto» se refiere?
—A su manera de pensar sobre Sonderborg.
—No exactamente.
—Eso no quiere decir ni sí ni no.
—No soy tan importante —dije—. La policía de Los Ángeles puede venir aquí siempre que le venga en gana, dos terceras partes, por lo menos. Los muchachos del sheriff y los del fiscal del distrito. Tengo un amigo en la oficina del fiscal del distrito. Trabajé allí en otros tiempos. Mi amigo se llama Bernie Ohls. Es investigador jefe.
—¿Le ha contado su historia?
—No. Hace un mes que no hablo con él.
—¿Está pensando en contársela?
—No, si interfiere con el trabajo que tengo entre manos.
—¿Trabajo privado?
—Sí.
—De acuerdo, ¿qué es lo que quiere saber?
—¿Cuál es el verdadero tinglado de Sonderborg?
Hemingway retiró las manos del volante y escupió por la ventanilla.
—Aquí estamos en una calle muy agradable, ¿no es cierto? Buenas casas, jardines muy bien cuidados, atmósfera cordial. ¿Oye usted hablar mucho sobre policías corruptos?
—De vez en cuando.
—De acuerdo, ¿cuántos policías encuentra usted que vivan en una calle que se parezca de lejos a ésta, con un césped bien cuidado y flores? Yo conozco a cuatro o cinco, y son de la Brigada Antivicio. Se llevan todos los extras. Los polis como yo vivimos en casas pequeñas de madera en la zona pobre de la ciudad. ¿Quiere ver dónde vivo?
—¿Qué probaría eso?
—Escuche, socio —dijo el grandullón con mucha seriedad—. Me tiene usted colgando de un hilo, pero el hilo se podría romper. Los policías no se hacen deshonestos por dinero. No siempre, ni siquiera con mucha frecuencia. Se ven atrapados por el sistema. Llevan a quien sea a donde tienen que llevarlo; hacen lo que les dicen que hagan o se acabó lo que se daba. Y tampoco da las órdenes el tipo ese que está sentado en un despacho tan bonito y tan amplio, con un traje de muy buena calidad y que huele a whisky caro aunque él crea que masticar esas pipas hace que huela a violetas, cosa que no es cierta… ¿Me entiende?
—¿Qué clase de persona es el alcalde?
—¿Qué clase de persona es un alcalde en cualquier sitio? Un político. ¿Cree usted que es él quien da las órdenes? Ni por el forro. ¿Sabe usted cuál es el problema con este país, muchacho?
—Demasiado capital inmovilizado, según tengo entendido.
—Nadie puede seguir siendo honrado aunque quiera —dijo Hemingway—. Ése es el problema con este país. Te quedas con el culo al aire si lo intentas. Tienes que jugar sucio si quieres comer. Muchos malnacidos creen que todo lo que necesitamos son noventa mil agentes del FBI con cuellos bien limpios y carteras. Tonterías. Las comisiones acabarían con ellos como sucede con todos nosotros. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que este mundo nuestro había que volver a hacerlo desde el principio. Fíjese por ejemplo en el Rearme Moral. Eso sí vale la pena. El RMA. Eso sí vale la pena, muchacho.
—Si Bay City es un ejemplo de cómo funciona, me quedo con la aspirina —dije.
—Se puede uno pasar de listo —dijo Hemingway con suavidad—. Quizá usted no lo crea, pero puede suceder. Se puede llegar a ser tan listo que se deja de pensar en todo menos en ser más listo. Yo, por mi parte, no soy más que un piesplanos con pocas luces. Cumplo órdenes. Tengo mujer y dos hijos y hago lo que dicen los peces gordos. Blane podría contarle cosas. Yo no soy más que un ignorante.
—¿Seguro que Blane tiene apendicitis? ¿Seguro que no se pegó un tiro en el estómago por pura maldad?
—No sea así —se lamentó Hemingway al tiempo que golpeaba el volante con las manos—. Trate de pensar bien acerca de la gente.
—¿Acerca de Blane?
—Es un ser humano…, igual que todos nosotros —dijo Hemingway—. Es un pecador, pero tiene su corazoncito.
—¿Cuál es el tinglado de Sonderborg?
—Eso es lo que le estaba diciendo. Quizá me equivoque, pero me parecía que era usted un tipo al que se le puede vender una buena idea.
—Tampoco usted sabe a qué se dedica —dije.
Hemingway sacó el pañuelo y se limpió la cara.
—Colega, no me gusta nada tener que reconocerlo —dijo—. Pero debería usted saber mejor que nadie que si Blane o yo estuviéramos al tanto de que Sonderborg tenía un tinglado, o no le hubiéramos llevado allí o no habría salido nunca, al menos por su propio pie. Estoy hablando de un tinglado de verdad ilegal, como es lógico. No una cosa de poca monta como predecir el porvenir a unas pobres viejas mirando una bola de cristal.
—Creo que nadie tenía intención de que yo saliera de allí por mi propio pie —dije—. Hay una droga llamada escopolamina, también conocida como suero de la verdad, que a veces hace hablar a la gente sin que se dé cuenta. No es infalible, como tampoco lo es el hipnotismo. Pero a veces da resultado. Creo que me estuvieron interrogando para averiguar qué era lo que yo sabía, si bien sólo se me ocurren tres razones de que Sonderborg pudiera estar informado de que yo sabía algo capaz de perjudicarle. Se lo pudo decir Amthor, o Moose Malloy le mencionó que fui a ver a Jessie Florian, o tal vez pensó que llevarme allí era una estratagema de la policía.
Hemingway me miró con infinita tristeza.
—Ni siquiera sé de qué me está hablando —dijo—. ¿Quién demonios es Moose Malloy?
—Un gigantón que mató a un negro en Central Avenue hace pocos días. Está en su teletipo, si es que lo lee alguna vez. Puede incluso que hayan puesto una circular en el tablón de anuncios.
—Bien, ¿y qué?
—Pues que Sonderborg lo estaba escondiendo. Lo vi allí, leyendo periódicos en la cama, la noche que me escapé.
—¿Cómo lo hizo? ¿No lo tenían encerrado?
—Aticé al vigilante con un muelle de la cama. Tuve suerte.
—¿Le vio el tipo ese tan grande?
—No.
Hemingway apartó el coche de la acera y en su rostro apareció una sonrisa de catorce quilates.
—Saquemos conclusiones —dijo—. Es lo más lógico, sin duda alguna. Sonderborg escondía a tipos buscados por la policía. Si tenían dinero, claro está. Su clínica era perfecta para eso. Y es una actividad productiva.
Aumentó la velocidad y torció por la primera esquina.
—Ingenuo de mí, pensaba que vendía marihuana —dijo muy molesto—. Con la protección adecuada a sus espaldas. Pero eso es un apaño de nada. Una estafa de poca monta.
—¿Ha oído hablar alguna vez de la lotería ilegal? —le pregunté—. También eso es un apaño de nada, si no ves más que una parte de todo el conjunto.
Hemingway dobló otra esquina con brusquedad y movió la cabeza.
—Exacto. Y máquinas tragaperras y bingos y locales donde apostar a las carreras de caballos. Pero si se junta todo y lo controla un solo tipo, entonces sí tiene sentido.
—¿Qué tipo?
Enmudeció de nuevo. Cerró la boca con fuerza y vi que apretaba los dientes. Estábamos en la calle Descanso y avanzábamos en dirección este. Era una calle tranquila incluso a media tarde. Al acercarnos a la calle 23, empezó a estar menos tranquila de una manera un tanto vaga. Dos individuos examinaban una palmera como si estuvieran estudiando la mejor manera de moverla. Había un coche aparcado cerca de la casa del doctor Sonderborg, pero no se veía actividad dentro. A mitad de la manzana, otra persona estaba leyendo los contadores del agua.
De día la clínica de Sonderborg era un sitio alegre. Las begonias «rosa de té» formaban una pálida masa sólida debajo de las ventanas de la fachada y los pensamientos una mancha de color en torno a la base de una acacia blanca en flor. Una rosa trepadora de color escarlata empezaba a abrir sus capullos sobre un enrejado con forma de abanico. Había un arriete de guisantes de olor y un colibrí de color bronce y verde que los exploraba delicadamente. La casa tenía todo el aspecto de ser el hogar de un matrimonio de edad y desahogada situación económica a los que les gustaba trabajar en el jardín. Pero el sol de última hora de la tarde la dotaba de una inmovilidad silenciosa y amenazadora.
Hemingway pasó lentamente con el coche por delante de la casa mientras una sonrisita tensa luchaba con las comisuras de su boca. Su nariz captaba olores. Torció en la siguiente esquina, miró por el espejo retrovisor y aceleró el coche.
Al cabo de tres manzanas, frenó de nuevo para colocarse a un lado de la calle y se volvió, mirándome con dureza.
—Policía de Los Ángeles —dijo—. Uno de los tipos junto a la palmera se apellida Donnelly. Lo conozco. Tienen la casa vigilada. De manera que no le dijo nada a su compinche de allí, ¿no es eso?
—Ya le he dicho que no.
—Al jefe le va a encantar esto —ladró Hemingway—. Vienen hasta aquí, asaltan un local y ni siquiera se paran a saludar.
Yo no dije nada.
—¿Han atrapado a ese tal Moose Malloy?
Negué con la cabeza.
—No, hasta donde llega mi información.
—¿Y hasta dónde demonios llega, socio? —preguntó con mucha suavidad.
—No lo bastante lejos. ¿Existe alguna conexión entre Amthor y Sonderborg?
—No, que yo sepa.
—¿Quién manda en esta ciudad?
Silencio.
—He oído que un jugador profesional llamado Laird Brunette dio treinta mil dólares para elegir al alcalde. También he oído que es el dueño del club Belvedere y de los dos casinos flotantes.
—Podría ser —dijo Hemingway cortésmente.
—¿Dónde se puede encontrar a Brunette?
—¿Por qué me lo pregunta a mí, muchacho?
—¿Hacia dónde se dirigiría usted si perdiera su escondite en esta ciudad?
—Hacia México.
Me eché a reír.
—De acuerdo, ¿quiere hacerme un gran favor?
—Con mucho gusto.
—Lléveme otra vez al centro.
Puso el coche en marcha apartándolo de la acera y luego lo llevó sin tropiezos por una calle en sombra hacia el océano. Al llegar al ayuntamiento, Hemingway aparcó en la zona reservada para la policía y me apeé.
—Venga a verme alguna vez —dijo Hemingway—. Es probable que esté limpiando las escupideras.
Sacó una manaza por la ventanilla.
—¿Sin resentimiento?
—Rearme Moral —dije, y le estreché la mano.
Se le iluminó la cara con una gran sonrisa y volvió a llamarme cuando ya había echado a andar. Miró primero en todas direcciones y luego me acercó mucho la boca al oído.
—Se supone que los casinos flotantes están más allá de la jurisdicción de la ciudad y del estado —dijo—. Bandera de Panamá. Si fuera yo el que… —Se detuvo en seco, y sus ojos fríos se tiñeron de preocupación.
—Me hago cargo —dije—. A mí se me había ocurrido la misma idea. No sé por qué me he tomado tantas molestias para que la tuviéramos juntos. Pero no funcionaría…, no para una sola persona.
Asintió primero con la cabeza y luego sonrió.
—Rearme Moral —dijo.