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Nulty no parecía haberse movido. Seguía en el mismo sitio y con la misma actitud de paciencia agriada. Pero había otras dos colillas de puro en el cenicero y más cerillas gastadas en el suelo.

Me senté en la silla tras la otra mesa, Nulty dio la vuelta a una ficha que tenía sobre su escritorio y me la pasó. Eran unas fotos hechas por la policía, de frente y de perfil, con las correspondientes huellas digitales debajo. Malloy, sin duda alguna, y con una luz muy fuerte, de manera que daba toda la impresión de no tener más cejas que un panecillo.

—Ése es nuestro hombre. —Se la devolví.

—Nos ha llegado un telegrama de la penitenciaría de Oregón —dijo Nulty—. Cumplido el tiempo de condena, excluido el que le redujeron por buena conducta. Las cosas se enderezan. Lo tenemos acorralado. La dotación de un coche patrulla ha hablado con un cobrador de tranvía al final de la línea de la calle Séptima. El cobrador dijo que había visto a un tipo de ese tamaño y con el mismo aspecto. Se apeó en la esquina de la Tercera y Alexandria. Seguro que se habrá metido en alguna casa grande donde ya no vivan los dueños. Hay muchas por allí, sitios pasados de moda, demasiado cerca del centro y difíciles de alquilar. Se habrá metido en una de ellas por las bravas y le echaremos el guante. ¿Usted qué ha hecho?

—¿Llevaba un sombrero de fantasía y botones como pelotas de golf en la chaqueta?

Nulty frunció el entrecejo y crispó las manos sobre las rodillas.

—No, un traje azul. Quizá marrón.

—¿Está seguro de que no era un sarong?

—¿Eh? Ah, sí, muy divertido. Recuérdeme que me ría cuando tenga un día de permiso.

—No era Malloy —dije—. Malloy no viaja en tranvía. No le falta dinero. Piense en cómo iba vestido. No le sirve la ropa hecha. Todo a la medida.

—De acuerdo, ensáñese conmigo. —Nulty hizo una mueca—. ¿Qué ha hecho usted?

—Lo que usted debiera haber hecho. El local llamado Florian’s tenía el mismo nombre cuando la clientela era blanca. Hablé con el recepcionista de un hotel para negros, buen conocedor del barrio. El anuncio luminoso era caro, de manera que los morenos siguieron usándolo cuando ocuparon el sitio. El dueño se llamaba Mike Florian. Lleva varios años muerto, pero su viuda aún colea. Vive en el 1644 de West 54th Place. Se llama Jessie Florian. No está en la guía de teléfonos pero sí en el directorio urbano.

—Bien, y qué quiere que haga… ¿Salir con ella? —preguntó Nulty.

—Lo hice yo por usted. Le llevé una botella de bourbon. Se trata de una encantadora dama de mediana edad con una cara como de masa de pan, y si se ha lavado alguna vez la cabeza desde la segunda presidencia de Coolidge, estoy dispuesto a comerme mi rueda de repuesto, llanta incluida.

—Ahórreme los chistes —dijo Nulty.

—Le pregunté por Velma. ¿Se acuerda, señor Nulty, de la pelirroja llamada Velma que Moose Malloy está buscando? ¿No le aburro en exceso, verdad que no, señor Nulty?

—¿Qué mosca le ha picado?

—No lo entendería. La señora Florian dijo que no se acordaba de Velma. Su casa es un desastre, a excepción de una radio nueva, valor aproximado setenta u ochenta dólares.

—Todavía no me ha explicado por qué tengo que ponerme a dar gritos.

—La señora Florian, Jessie para los amigos, me dijo que su marido sólo le había dejado ropa vieja y un montón de fotos de la gente que trabajaba en su local. Insistí un poco con el bourbon, y es una chica muy dispuesta a echar un trago aunque tenga que dejarte fuera de combate para hacerse con la botella. Después de la tercera o la cuarta copa se trasladó a su casto dormitorio, revolvió algunas cosas y sacó una colección de fotografías del fondo de un viejo baúl. Pero sin que se diera cuenta, la estaba vigilando, y vi cómo retiraba una del paquete y la escondía. De manera que al cabo de un rato me colé allí y la recuperé.

Metí la mano en el bolsillo y le puse a la chica vestida de Pierrot encima de la mesa. Nulty la levantó, estuvo mirándola y esbozó un conato de sonrisa.

—Bonita —dijo—. No está nada mal. No me importaría pasar un rato con ella. Ja, ja. Velma Valento, ¿eh? ¿Qué ha sido de esa muñeca?

—La señora Florian dice que ha muerto…, pero eso no explica, ni mucho menos, por qué escondió la foto.

—No, desde luego. ¿Por qué lo hizo?

—No me lo explicó. Al final, después de decirle que Moose había salido de la cárcel, empezó a mirarme con malos ojos. ¿Verdad que no parece posible?

—Siga —dijo Nulty.

—No hay más. Le he contado lo que pasó y le he entregado la prueba. Si no es usted capaz de llegar a algún sitio a partir de aquí, nada de lo que yo diga le ayudará.

—¿Adónde quiere que llegue? Sigue siendo un moreno el asesinado. Espere a que atrapemos a Malloy. Demonios, lleva ocho años sin echarle el ojo a la chica a no ser que fuese a visitarlo a la cárcel.

—Muy bien —dije—. Pero no olvide que la está buscando y que no es un hombre que se deje intimidar. Por cierto, lo metieron en chirona por robar un banco. Eso significa una recompensa. ¿Quién se la llevó?

—No lo sé —dijo Nulty—. Quizá me pueda enterar. ¿Por qué?

—Alguien dio el chivatazo. Quizá Malloy sepa quién. Ése es otro trabajillo al que quizá dedique tiempo. —Me puse en pie—. Bueno, hasta la vista y buena suerte.

—¿Me va a dejar tirado?

Fui hasta la puerta.

—Tengo que ir a casa, darme un baño, hacer gárgaras y arreglarme las uñas.

—¿No estará enfermo?

—Sólo sucio —dije—. Pero sucio sucio.

—Bueno, ¿y qué prisa tiene? Siéntese un minuto. —Se inclinó hacia atrás y metió los pulgares en las sisas del chaleco, lo que le dio un poco más aspecto de policía, pero no mejoró en lo más mínimo su magnetismo.

—Ninguna prisa —dije—. Ninguna en absoluto. No hay nada más que pueda hacer. Parece que la tal Velma está muerta, si la señora Florian dice la verdad…, y en este momento no sé de ninguna razón para que esté mintiendo. No hay nada más que me interese.

—Claro —dijo Nulty con desconfianza, por pura fuerza de la costumbre.

—Y como usted tiene a Malloy en el saco de todos modos, no hay más que hablar. De manera que yo me vuelvo a casa, a intentar otra vez ganarme la vida.

—Puede que no nos salga bien lo de Malloy —dijo Nulty—. La gente se escabulle de cuando en cuando. Incluso pesos pesados. —También había desconfianza en sus ojos, en la medida en que se les podía atribuir una expresión—. ¿Cuánto le ha dado ella?

—¿Qué?

—¿Cuánto le ha dado la vieja por dejarlo?

—¿Dejar qué?

—Lo que sea que va usted a dejar de ahora en adelante. —Sacó los pulgares de las sisas del chaleco, y los unió delante del pecho, empujándolos uno contra otro. Sonrió.

—¡Por el amor de Dios! —dije, marchándome del despacho y dejándolo con la boca abierta.

Cuando ya tenía la puerta a mi espalda, di marcha atrás, la abrí de nuevo sin hacer ruido y miré dentro. Nulty estaba sentado en la misma postura, apretando los pulgares, uno contra otro. Pero ya no sonreía. Parecía preocupado. Y seguía con la boca abierta.

No se movió, ni alzó los ojos. No sé si me oyó o no. Cerré la puerta de nuevo y me marché.