Epílogo
Unos días más tarde, a primera hora de la mañana, llegó el arado surcando la huerta. La señora Frisby oyó el traqueteo del tractor y el suave roturar del acero sobre la tierra. Ella observaba desde el interior de su casa, al principio muy asustada, pero después con creciente confianza. El búho y las ratas habían hecho cuidadosos cálculos y el surco más próximo se abrió a casi un metro de su casa. Tras el arado, sobre el suelo húmedo y brillante, los rojizos gusanos de la tierra, que habían sido vueltos del revés sin ninguna consideración, se retorcían en un desesperado intento de volver a enterrarse otra vez; dando saltitos a lo largo de cada surco, una bandada de petirrojos intentaba atraparlos antes de que consiguieran perderse de vista. Y cuando la roturación terminó y todos los gusanos hubieron desaparecido, unos en los picos de los pájaros y otros bajo tierra, el señor Fitzgibbon volvió con la grada para deshacer los surcos y darles la vuelta otra vez. Fue un día de suerte para los petirrojos.
Tras la grada, durante los días que siguieron, los cuatro Fitzgibbon volvieron con azadas y bolsas de semillas. Plantaron lechugas, judías, espinacas, patatas, maíz y espárragos. La señora Frisby y su familia se quedaron en casa, sin dejarse ver. Previsoramente, Brutus y Arthur habían cavado la salida disimulada tras un grupo de hierbas de forma que ni siquiera Billy la vio.
Brutus y Arthur. La señora Frisby suponía que no volvería a verlos, ni a Nicodemus tampoco, ni a ninguna de las otras ratas. Brutus, tras tragar la medicina del señor Cronos y descansar durante media hora, había partido por el bosque para unirse a la colonia del valle de los Abrojos. Nada hablaron acerca de su vuelta, a no ser que el intento de cultivar sus propios alimentos fracasara..., y ella no creía que esto sucediera; las ratas eran demasiado listas. E incluso si eso llegaba a ocurrir, probablemente no volvieran a la granja del señor Fitzgibbon.
Le pareció que sería agradable visitarlas para ver su nueva casa, el pequeño lago y la plantación. Pero no tenía ni idea de dónde estaba el valle y, en todo caso, sería un viaje demasiado largo para ella y para sus hijos. Así que sólo podía imaginárselas: ¿estarían en ese momento, como los Fitzgibbon, plantando semillas detrás de su propio arado? Algunas, la madre de Isabella por ejemplo, refunfuñarían de la dureza de aquella nueva vida que habían elegido. Sin embargo, la historia de lo sucedido a Jenner y a sus amigos, si es que se trataba de ellos, para no hablar de la destrucción de su antigua morada, seguramente ayudaría a convencerlos de que las ideas de Nicodemus eran acertadas.
Los Fitzgibbon terminaron de plantar y durante una o dos semanas todo estuvo tranquilo. Pero no seguiría así mucho tiempo. Brotarían los cultivos, los espárragos estaban a punto de aparecer y, durante lo que quedaba de primavera y el verano, la huerta sería un lugar demasiado visitado para que un ratón pudiera vivir en paz.
Por eso, un día de mayo tan cálido como los de verano, a primera hora de la mañana, la señora Frisby y sus hijos colocaron un entramado de palos, hierbas y hojas en la entrada de su casa del bloque de hormigón y después, cuidadosamente, echaron tierra encima para ocultarla del todo. Si tenían suerte, no necesitarían cavar una nueva casa el próximo otoño.
Partieron hacia su madriguera de verano; tardarían medio día en llegar, y fueron andando lentamente al tiempo que disfrutaban del buen tiempo. Se detuvieron a comer unos berros salvajes recién brotados y champiñón duro y sabroso que había crecido al borde del bosque. Como plato fuerte, un poco más allá, encontraron un campo entero de trigo de invierno, con sus frutos ya maduros y tiernos.
Al llegar al arroyo, cerca del gran árbol que se alzaba en la hondonada entre cuyas raíces construirían su casa de verano, los chicos echaron a correr gritando y riendo. Timothy corría con ellos y la señora Frisby se alegró al ver que ya no presentaba ningún síntoma de enfermedad. Era un momento de gran excitación. En la huerta siempre estaban solos; en cambio allí, a la orilla del arroyo, vivían en verano otras cinco familias de ratones, todas ellas con crías. En menos de cinco minutos, los cuatro se habían ido con un grupo de ratones de su edad para ver cómo los renacuajos nadaban en el agua.
La señora Frisby se puso manos a la obra y comenzó por despejar su nueva residencia de la alfombra de hojas muertas que se habían acumulado durante el invierno. Más tarde acarreó musgo verde y lo dispuso en forma de lecho. La casa consistía en una espaciosa cámara con un agradable olor a tierra. El suelo era de barro endurecido y el techo de madera lo formaban raíces entrelazadas sobre las que se alzaba el árbol: un roble.
Al ir a buscar el musgo se encontró con una de sus vecinas, una ratona llamada Janice, que también tenía, como ella, cuatro hijos. Janice se acercó corriendo a charlar con la señora Frisby.
—¿Cómo habéis llegado tan tarde? —le dijo—. Creíamos que os había sucedido algo.
—No —respondió la señora Frisby—. Estamos bien.
—Pero ¿no vivíais en la huerta? —insistió Janice—. Pensaba que el arado os asustaría.
—Pues la verdad —explicó la señora Frisby— es que el arado no pasó por el lugar en que vivíamos. Está detrás de un peñasco.
—¡Qué suerte!
—Pues sí.
Nada más le contó la señora Frisby; había prometido guardar el secreto y lo cumpliría.
Sin embargo, después de meditarlo mucho, llegó a la conclusión de que, debía relatar toda la historia a sus hijos, aunque antes les haría prometer que guardarían el secreto. Después de todo, eran hijos de Jonathan Frisby. Ella sabía, por lo que Nicodemus le había contado, que probablemente se convertirían en algo muy distinto a los otros ratones y tenían derecho a saber la razón.
Así pues, la noche siguiente, tras una merienda-cena, los puso a todos a su alrededor.
—¡Niños! Tengo que contaros una cosa. Es una larga historia.
—¡Qué bien! —gritó Cynthia—. ¿Qué clase de historia?
—Una verdadera. Sobre vuestro padre y las ratas.
—¿Cómo puede ser sobre nuestro padre y sobre las ratas al mismo tiempo? —preguntó Teresa.
—Porque él era su amigo.
—¿De verdad? —le dijo Martin incrédulo—. No lo sabía.
—Fue mucho antes de que nacieras.
Para sorpresa de todos, Timothy dijo:
—Lo sospechaba. Y creo que el señor Cronos también.
—¿Cómo lo sabías?
—No lo sabía. Sólo lo sospechaba. Vi un par de veces al señor Cronos salir del rosal. Y sabía que nuestro padre le iba a ver muy a menudo. Aunque a él nunca le vi por el rosal. «Probablemente —pensó la señora Frisby—, porque él siempre había tenido la precaución de entrar por el zarzal para que no pudieran verle.».
Se sentaron a la salida de la casa y, comenzando por el principio, por su primera visita a las ratas, les fue relatando todo lo que había hecho, así como lo que Nicodemus le dijo. Le llevó mucho tiempo acabar la historia y, mientras ella hablaba, el sol se iba hundiendo en el horizonte; el cielo se tornó rojo y se iluminaron las crestas de las montañas. Tras ellas, en alguna parte, las ratas de Nimh tenían su morada.
Los ojos de los chicos se abrieron como platos cuando ella les contó la fuga de Nimh, y todavía más cuando les describió su propia captura y la huida de la jaula de los pájaros. Pero, al llegar al fin, los ojos de Cynthia y Teresa estaban llenos de lágrimas y Martin y Timothy parecían entristecidos.
Teresa dijo:
—Pero, madre, eso es terrible. Debió de ser Justin. Él salvó a Brutus y después regresó.
La señora Frisby respondió:
—Pudo haber sido Justin. No podemos estar seguros. También pudo ser cualquier otra.
Martin dijo:
—Yo lo descubriré. Iré al valle de los Abrojos. Algún día lo haré.
—Pero está demasiado lejos. No sé dónde —continuó la madre.
—No. Pero ¿a que Jeremy sí? ¿Recuerdas que te dijo que las ratas habían abierto un claro tras las colinas? Allí estará el valle de los Abrojos —se detuvo a pensar un minuto y, después, añadió—: Incluso me podría llevar volando en su lomo, como hizo contigo.
—Pero tampoco sabemos dónde está. No vemos a los cuervos aquí abajo —le recordó la señora Frisby.
—No, pero en otoño, cuando volvamos a la huerta..., entonces le encontraré. Si tengo algo brillante y lo pongo al sol, bajará a cogerlo —Martin estaba cada vez más excitado con esa idea—. Madre, ¿verdad que me dejarás?
—No lo sé. Dudo que las ratas deseen recibir visitas.
—No les importará. Después de todo, tú las ayudaste y también padre. Y yo no les haré daño.
—Eso es algo que no podemos decidir esta noche —dijo la señora Frisby—. Lo pensaré. Ahora es tarde. Hay que irse a la cama.
El sol se había puesto. Entraron en la casa y se tumbaron sobre el mullido musgo que la señora Frisby había dispuesto en el suelo de su habitación sobre las raíces. Fuera, el arroyo saltaba silenciosamente entre los árboles, y arriba, sobre ellos, un cálido viento agitaba las hojas recién nacidas del gran roble. Todos se durmieron.
FIN