6. Un favor de Jeremy
La señora Frisby, entre su preocupación por el día de la mudanza y el observar al tractor, al gato y, por último, a las ratas, se había olvidado de que, al salir, pensaba coger maíz para la cena. De pronto lo recordó y, en lugar de continuar hacia su casa, se dirigió al otro extremo de la huerta donde estaba el tocón-despensa del borde del bosque. Se sentía un poco cansada después de su veloz carrera ante el gato, así que continuó caminando sin prisa, sintiendo la caricia del sol y la fragancia del ambiente.
Una suave brisa traía el olor húmedo a primavera temprana y hacía volar hojas muertas aquí y allá. Algo más se movió también al otro lado de la huerta, junto a la cerca, que lanzó destellos al sol. La señora Frisby lo vio por el rabillo del ojo, se volvió y, como no era más que una chapa de latón o de aluminio, caída allí por casualidad, apartó la mirada. Inmediatamente miró hacia allá una segunda vez, ya que en ese momento se desplomaba del cielo un objeto negro en el que, enseguida, identificó a su amigo Jeremy, el cuervo.
Una idea cruzó por la mente de la señora Frisby. Cambió de dirección y, apretando el paso, corrió hacia Jeremy, que revoloteaba en torno a la lámina brillante, mirándola desde todos los ángulos.
A la señora Frisby se le había ocurrido que Jeremy, aunque no le pareciera el animal más listo de los alrededores y era muy joven, a lo mejor conocía más cosas y más sitios que ella; además, por alguien había que empezar. Cuando se estaba aproximando, él cogió la chapa con el pico y desplegó las alas, dispuesto a emprender el vuelo.
—Espera, por favor —le gritó ella.
Se volvió, replegó las alas y depositó cuidadosamente su botín en el suelo.
—¡Hola! —saludó.
—¿Te acuerdas de mí?
—Claro que sí; usted es la que me salvó del gato —después añadió—: ¿Qué le parece esta lámina?
La señora Frisby la miró sin mucho interés.
—Me parece una lámina —contestó—. No muy grande.
—Es verdad. Pero es brillante..., especialmente cuando le da el sol así.
—¿Por qué estás tan interesado en las cosas brillantes?
—Pues, la verdad, no lo estoy. Por lo menos, no demasiado. Pero tengo un amigo que sí lo está y, cuando encuentro una, se la llevo.
—Ya entiendo. Eres muy amable. Y ese amigo... ¿no será una chica?
—Pues, en realidad..., sí. ¿Cómo lo ha adivinado?
—Por casualidad —dijo la señora Frisby— ¿Te acuerdas de que me dijiste que si un día necesitaba tu ayuda, podía pedírtela?
—Sí, lo que quiera. No tiene más que preguntar por Jeremy. Cualquier cuervo me encontrará. Y, ahora, con su permiso...
Se inclinó hacia el suelo para recoger la lámina.
—Por favor, no te vayas todavía —dijo la señora Frisby—. Creo que quizá puedas ayudarme ahora.
—Ah —contestó Jeremy—. ¿Qué quiere que haga? ¿Tiene hambre? Le traeré unos granos del pajar. Sé dónde están guardados.
—No, gracias —contestó ella—. Tenemos suficiente para comer.
Entonces le contó, lo más brevemente que pudo, lo de la enfermedad de Timothy y lo del día de la mudanza. Jeremy sabía lo que significaba ese día. Los cuervos no necesitan cambiar de nido, pero siguen con interés las labores de roturación y de siembra, lo cual les permite obtener una buena ración de lo plantado, y, con su penetrante vista, ven irse a los animalillos de sus casas antes de que pase el arado. Así que emitió un graznido de compasión al oír la historia de la señora Frisby, ladeó la cabeza y se puso a pensar con todas sus fuerzas durante todo el tiempo que resistió, que fueron... unos treinta segundos. Había cerrado los ojos del esfuerzo.
—No sé qué podría usted hacer —dijo al fin—. Lo siento. Pero, de todas formas, a lo mejor puede servirle de ayuda si le digo lo que hacemos cuando no sabemos qué hacer.
—¿No sabemos...?
—Nosotros, los cuervos. Y casi todas las aves.
—¿Qué hacéis, entonces?
—Por allí —y señaló con la cabeza al fondo del bosque y a las montañas lejanas que se alzaban detrás de la valla—, a un kilómetro y medio, hay una enorme haya, el árbol más grande de todo el bosque. Casi en lo más alto hay un hueco en el tronco, donde vive un búho: el animal más viejo del bosque..., y algunos dicen que del mundo. Cuando no sabemos qué hacer, lo consultamos con él. Unas veces responde a nuestras preguntas, y otras, no. Depende de cómo se encuentre. O, como decía mi padre, «de qué humor esté».
«O, posiblemente —pensó la señora Frisby—, de si sabe la respuesta o no.» Pero le dijo:
—¿Podrías preguntarle tú si me puede aconsejar algo? —aunque le parecía poco probable que lo hiciera.
—Ah, no —contestó Jeremy—. Así no daría resultado. O sea, yo puedo preguntárselo, pero no creo que el búho me escuchara. Imagínese. Un cuervo pidiéndole que ayude a una ratona que tiene un hijo enfermo. No me creería.
—Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer?
—¿Lo que hay que hacer? Tiene que ir a preguntárselo usted misma.
—Pero yo nunca encontraría el árbol. Y si diera con él, no creo que pudiera escalar tan alto.
—Ah, pero ahora sí. Ahí es donde yo puedo ayudarla como le prometí. La llevaré sobre mi espalda, de la misma forma que lo hice la otra vez. Y, por supuesto, la traeré otra vez a casa.
La señora Frisby dudaba. Una cosa era saltar a lomos de un cuervo cuando hay un gato a menos de tres brincos de distancia y se acerca a toda prisa, y otra, bien distinta, hacerlo deliberadamente y sobrevolar el corazón de un bosque oscuro y desconocido. En pocas palabras, la señora Frisby estaba asustada.
Pero, después, pensó en Timothy y en el arado con su gran pala de acero y se dijo a sí misma: «No tengo elección. Si existe la más remota posibilidad de que el búho me dé algún consejo útil, mi deber es ir.» Y le dijo a Jeremy:
—Muchas gracias. Iré a hablar con el búho si tú me llevas. Este es un gran favor.
—De nada —contestó Jeremy—. No tiene importancia. Pero no podemos ir ahora.
—¿Por qué no?
—De día, mientras el sol está en lo alto, el búho se oculta en el fondo de su hueco y duerme. Vamos, eso dicen, pero yo no me lo creo. ¿Cómo puede haber alguien que duerma tanto? Yo creo que se sienta ahí y, por lo menos parte del tiempo, se dedica a pensar. Y por eso sabe tanto. Pero, en cualquier caso, no habla con nadie de día. Y por la noche está fuera volando. Volando y cazando...
—Ya me imagino —dijo la señora Frisby. Otra buena razón para estar asustada.
—Hay que ir a verle justo a la hora del crepúsculo; sale a la entrada y observa mientras se va haciendo oscuro. Ése es el momento de hacerle las preguntas.
—Comprendo —dijo la señora Frisby—. ¿Vamos esta tarde?
—A las cinco en punto —afirmó Jeremy— estaré en su casa.
Recogió la lámina con el pico, se despidió con un gesto y se alejó volando.