20. La sala principal

En ese momento llamaron al despacho de Nicodemus; se abrió la puerta y entraron Justin y el señor Cronos.

—¿Ya de vuelta? —se extrañó Nicodemus.

—¿Ya? —exclamo Justin—... Si es más de mediodía. La hora de comer.

—¿Tan tarde? —La señora Frisby se levantó, acordándose de que sus hijos la estaban esperando. Allí abajo, en la casa de las ratas, con aquella luz artificial, era difícil notar el paso del tiempo.

Y ella había estado tan ensimismada en la narración que no se había preocupado de mirar el reloj de la estantería.

Justin llevaba una bolsa como la de Nicodemus y, de ella, sacó un pequeño envoltorio.

—Aquí está la medicina de Dragón —dijo, dejándola sobre la mesa. Después preguntó a la señora Frisby—: ¿Le ha hablado ya del buhonero?

Nicodemus le contestó:

—No. Estábamos a punto de llegar a eso.

—Pero ahora no puedo quedarme a oírlo —dijo la señora Frisby—. Me estarán esperando para comer.

Acordaron que la señora Frisby fuera a su casa a ocuparse de sus hijos y, mientras, Nicodemus, Justin, Arthur y las demás ratas implicadas en el asunto discutirían los detalles del traslado de la casa, que se llevaría a cabo aquella misma noche a las once...

—En cuanto los Fitzgibbon estén dormidos y sepamos con seguridad que Dragón también lo está —dijo Nicodemus.

La señora Frisby volvería al rosal después de comer.

El señor Cronos anunció:

—Yo quiero echarme un rato. Después de la caminata que me he dado, arrastrando este vendaje, estoy cansado.

—Puedes escoger habitación—le dijo Nicodemus—. Ahora que Jenner y sus amigos se han ido, tenemos siete vacías.

—Gracias —contestó el señor Cronos—. Señora Frisby, cuando vuelva le explicaré, con la mayor precisión de que sea capaz, cómo se echan los polvos en la comida de Dragón.

Mientras regresaba apresuradamente a su casa, la señora Frisby iba considerando qué cosas debía contar a sus hijos de las sucedidas... y de las que aún estaban por suceder. Decidió que, al menos de momento, no les diría nada de la relación entre su padre y las ratas. Tampoco les contaría que se había ofrecido para poner el somnífero en la escudilla de Dragón. Eso les hubiera preocupado inútilmente; ya se lo diría cuando estuviera de vuelta después de hacerlo. Cuando, entre otras cosas, ya Martin no pudiera ofrecerse voluntario para ir en su lugar.

Sencillamente les diría que, tal y como le recomendara el búho, había ido a ver a las ratas para pedirles ayuda. Y éstas habían resultado amistosas e inteligentes y que un grupo de ellas iría esa noche a trasladar la casa a otro lugar donde quedaría a salvo del arado. Con eso sería bastante. La historia completa la sabrían más adelante..., cuando ella misma la conociera.

Pero no les bastó. Los chicos se mostraron escépticos al principio y, después, tremendamente picados en su curiosidad, especialmente Timothy, el cual se encontraba más fuerte y con más energía, pero aún en la cama, más que nada porque Teresa y Martin le habían obligado.

—Pero ¿por qué nos van a ayudar las ratas? —dijo Timothy—. No las conocemos de nada. No suelen ser muy amables.

—Quizá porque iba de parte del búho —dijo la señora Frisby, buscando una respuesta que la satisfaciera—. Parece que el búho las impresiona mucho.

—Si es por eso —dijo Timothy—, aún entiendo menos que él quisiera ayudarte. Tampoco es amigo nuestro.

—A lo mejor pensaron que algún día les devolveríamos el favor.

—Pero ¡madre! —dijo Cynthia—. ¿Qué podríamos hacer por ellas?

—Olvidas que ayudé a Jeremy; aquello fue el principio de todo lo demás.

—Eso y mi enfermedad —comentó Timothy—. ¡Ojalá me pudiera levantar! Estoy harto de la cama.

—Todavía no —dijo la señora Frisby, encantada de cambiar de conversación—. Debes reservar tus fuerzas para esta noche, porque tendrás que salir un rato mientras trasladan la casa. Te abrigaremos bien, y esperemos que la noche sea cálida.

—Lo será —afirmó Martin—. Está haciendo bastante calor.

Comieron el almuerzo.

Aquella tarde, la señora Frisby les dijo a sus hijos que tenía que volver a salir para ultimar con las ratas los detalles del traslado. Al pensar en el peligro que iba a correr al cabo de unas horas, le entraron ganas de abrazar a todos sus hijos por última vez. Pero como sabía que por lo menos Timothy sospechaba algo, no se atrevió; les dijo que no se preocuparan si llegaba un poco tarde a cenar aquella noche.

De camino al rosal se sentía bastante aliviada, casi alegre. Su problema estaba a punto de resolverse y tenía la solución final al alcance de la mano. Si todo salía bien, Timothy se salvaría.

Si todo salía bien. La imagen de su próxima tarea acudió de nuevo a su mente como la alarma de un despertador. Le preocupaba no tanto el echar los polvos en el comedero del gato como que en el último momento los nervios la traicionaran. Eso estropearía todo el plan.

Miró a la casa de los Fitzgibbon. Allí estaba Dragón, tumbado al sol en el porche de atrás. Estaba contemplando a un par de gorriones, que jugaban en medio del patio sobre la hierba; trazaba círculos con la punta de su cola mientras meditaba sobre si merecía la pena saltar sobre los pájaros o no. ¡Qué grande y qué peligroso parecía!

Al menos no miraba en dirección a donde ella estaba, así que, aligerando el paso, se dirigió a la entrada del rosal y se coló en su interior. Cuando llegó al arco de entrada, vio a Brutus de guardia, pero esta vez le saludó cortésmente.

—La estaba esperando —le dijo.

—¿Puedo entrar?

—¿Le importa esperar un minuto? Voy a avisar a Justin.

Atravesó la puerta y pulsó un pequeño botón que había en la pared. La señora Frisby no lo había visto antes.

—¡Un timbre! —dijo.

—Está conectado a una alarma en el piso de abajo, si lo tocara tres veces, vería usted bastante actividad.

—¿Y eso?

—Es una señal convenida. Una docena de ratas vendrían a esta puerta, dispuestas a luchar. El resto, con las hembras y las crías, saldrían corriendo por la puerta de atrás.

—No sabía que hubiera otra salida.

—Sí, en el bosque, disimulada en una zarzamora. Se llega a través de un túnel más largo que éste.

Cuando apareció Justin, los dos marcharon por el mismo vestíbulo que la vez anterior, pero en esta ocasión, al llegar a la sala del ascensor y de la escalera, Justin se detuvo.

—Nicodemus había pensado que a lo mejor le gustaría a usted ver nuestra sala principal..., sólo un vistazo. Dice que usted se interesó por el Plan.

—Pues sí —contestó la señora Frisby—. Pero no me contó nada.

—Ahora es más que un Plan, pero seguimos llamándolo así. Cuando vea el salón principal, se hará una idea de lo que estamos tramando.

De esta forma, en lugar de bajar como la vez anterior, Justin guio a la señora Frisby al otro lado de la habitación donde, como imaginó, continuaba el túnel. Siguieron andando varios minutos más.

—Por aquí, en algún punto —señaló Justin—, entramos en el bosque. Notará que el túnel no es recto. Tuvimos que hacerlo así para evitar las raíces centrales de los árboles, algunas de las cuales son del grosor de un poste.

Siguieron andando hasta llegar a una bifurcación.

—El camino de la derecha conduce a la zarzamora —explicó Justin—. Por la izquierda llegaremos al salón principal; ahora, prepárese para recibir una sorpresa.

De delante llegaban varios ruidos mezclados: voces de ratas hablando todas a la vez, corriendo y dando golpes sordos, y sonidos de máquinas. Entraron en una habitación que bullía con la actividad de una fábrica.

Era la habitación más grande que la señora Frisby había visto en su vida, la mitad del tamaño de una casa, con el techo y el suelo de dura roca gris. Estaba iluminada con unas bombillas grandes que allí no tenían pantallas, y, bajo ellas, por todas partes, se veían ratas en plena actividad. Unas controlaban unos motores eléctricos que, mediante cinturones, hacían girar pequeñas sierras circulares, tornos, fresas, piedras de amolar y demás herramientas cuyos nombres ignoraba la señora Frisby; otras se dedicaban a martillear, a soldar y a cortar. Pero la mayor parte acarreaba fardos.

Una incesante procesión iba y venía hasta el extremo de la nave. Y cada rata llevaba unos arneses de los cuales colgaban un par de sacos grandes y toscos, uno a cada lado, a modo de alforjas en miniatura. Al entrar traían sus respectivos sacos vacíos. Después desaparecían en una zona de la habitación oculta por una alta pared de madera, y al rato salían con los sacos cargados.

Mientras ella miraba, diez ratas pasaron a su lado con los fardos llenos y salieron por el túnel; saludaron a Justin y a ella le dedicaron una inclinación de cabeza, pero no se detuvieron. Nada más entrar había visto un ventilador, dirigido hacia el interior; giraba sordamente insuflando aire fresco del bosque a la habitación.

La señora Frisby permanecía embobada al lado de Justin. Sintió vértigo ante todo aquel movimiento, aquel ruido y ante el tamaño de la sala, que, por lo menos, medía seis metros de largo y otros tantos de ancho.

—¿Cómo han podido excavar semejante habitación?

—No tuvimos que hacerlo —contestó Justin—. La encontramos tal cual. Es una cueva natural. Observe que tanto el suelo como el techo son de roca sólida. Esa fue la razón, o la principal razón, de que eligiésemos este lugar para vivir. Otros habían residido aquí antes que nosotros. Probablemente, siglos antes de que hubiera una granja, estuvo habitada por osos. Después se fueron sucediendo lobos, zorros y, finalmente, marmotas. Tuvimos que hacer una buena limpieza, se lo puedo asegurar.

»Cuando la encontramos, no era más que un agujero de unos pocos metros de largo, pero lleno de palos y de hojarasca que apenas lo dejaban ver. Nosotros cegamos esta entrada y abrimos otra más larga y estrecha..., la actual salida de atrás. Después hicimos nuestras dependencias bajo el rosal y el acceso por el que usted ha entrado. Pero esta cueva sigue siendo nuestro taller principal. Vayamos dentro.

Al entrar, algunas ratas levantaron la vista y varias saludaron con la mano y sonrieron, pero enseguida volvieron a la tarea que estaban realizando, como si tuviesen prisa.

—Todas tienen un plazo que cumplir —le explicó Justin, acercándose al oído de la señora Frisby para hacerse oír por encima de todo aquel barullo—, por eso no pueden dejar de trabajar.

Un grupo, especialmente atareado, rodeaba un objeto de forma extraña, hecho de madera y metal, de unos treinta centímetros de largo. Era curvo y tenía un extremo puntiagudo; la señora Frisby pensó que parecía la quilla de un barco. ¿Estarían las ratas haciendo un barco? Entonces vio cómo le juntaban un recio anillo metálico a la parte superior.

Justin la llevó hasta allí.

—Esto —proclamó— es nuestro logro más importante, la clave de todo el Plan. Hicimos un modelo de prueba el otoño pasado. Lo probamos y funcionó. De modo que ahora estamos construyendo otros tres más.

—Pero ¿qué es?

—Es un arado. El propio Nicodemus lo diseñó, después de haber leído todo cuanto sobre herramientas agrícolas cayó en nuestras manos. Es ligero y agudo, especialmente concebido para ser tirado por ratas. Se necesitan ocho para manejarlo..., más si el terreno es duro. Pero podemos remover, en un buen día de trabajo, un campo de tres metros por cuatro...

—Pero ¿para qué lo quieren?

—Venga aquí y se lo mostraré.

La condujo al fondo de la cueva donde estaban las paredes de madera. Abrió una puerta y le hizo señas de que entrara. Ella se encontró con un amplio recinto de madera; desde el suelo, y continuando en pendiente hasta la pared de la cueva, había una pequeña montaña de grano.

—Avena —proclamó Justin.

La condujo a otra habitación donde había otra montañita.

—Trigo.

Y, después, a otras:

—Cebada.

—Maíz.

—Judías de soja. Hemos almacenado estos silos durante mucho tiempo —le explicó—. Todo proviene del granero del señor Fitzgibbon. Ahora contamos con una reserva suficiente para alimentar ciento ocho ratas durante dos años, más semillas para dos siembras, por si acaso fracasamos la primera vez. Allí —Y señaló con un gesto al último contenedor de la fila— tenemos cajas llenas de semillas de tomate, remolacha, zanahoria, melón y muchas cosas más.

Durante el tiempo que estuvieron allí, la procesión de ratas continuó incesante. Entraban en los silos, se quitaban los sacos, los llenaban de grano, volvían a cargárselos y salían por el túnel hacia la puerta de atrás. Parecían, pensaba la señora Frisby, hormigas gigantes afanándose sin descanso en torno al hormiguero.

Justin debió de recibir la misma impresión, porque dijo:

—Si las hormigas pueden hacerlo, dice Nicodemus, y las abejas también, ¿por qué nosotras no?

—¿Hacer qué?

—¡Caramba! Vivir sin robar, naturalmente. Ésa es la idea central. Ése es el Plan.