23. Atrapada
—Hablando de plazos y cuentas atrás —dijo de repente el señor Cronos—, tenemos una cita esta tarde. Nos estamos retrasando.
El reloj del despacho de Nicodemus marcaba las cinco.
—La señora Fitzgibbon pone la comida a Dragón a las seis —dijo pausadamente, aunque en su voz la señora Frisby captó un deje de frialdad. Todos la miraron a ella.
—Estoy dispuesta —dijo quedamente—, pero aún quedan unos minutos y hay una pregunta que no han contestado todavía. ¿Por qué Jonathan nunca me contó nada de Nimh, ni de los demás?
El señor Cronos tomó la palabra:
—Intentaré explicártelo. Cuando Nicodemus y sus compañeros se trasladaron a la cueva junto al rosal, nos invitaron a Jonathan y a mí a vivir con ellos, ya que, después de todo, para entonces habíamos estado juntos muchos meses, y eso fue lo que hicimos en un principio. Pero, después de unas semanas, decidimos marcharnos. Hazte cargo, éramos diferentes y los dos nos sentíamos extraños al tratar siempre y exclusivamente con ratas, a pesar de que fueran nuestras mejores y más íntimas amigas. Por lo que a mí respecta, yo quería más soledad y menos bullicio; Jonathan, por el contrario, era joven y sentía la falta de una compañera. De modo que nos fuimos a vivir los dos, al principio, al sótano de la vieja granja donde todavía resido. Después Jonathan te conoció a ti; en algún arroyuelo del bosque, creo recordar que me dijo...
—Sí—dijo la señora Frisby—, de eso me acuerdo.
—De ahí en adelante comenzaron sus preocupaciones. Él no quería tener secretos contigo, pero no sabía cómo decirte una cosa; me consta que Nicodemus te ha explicado que las inyecciones de Nimh tenían dos efectos. Uno de ellos consistía en que ninguno de nosotros parecía envejecer en absoluto. Los niños sí crecían, pero los adultos se habían estancado. Al menos en apariencia, las inyecciones habían logrado que nuestra vida aumentara aún más de lo que el doctor Schultz previera.
»Ahí tienes la razón de por qué a Jonathan le resultaba espantoso tener que decirte eso. Tú no habías sido inyectada nunca. Aquello significaba que él seguiría siendo joven, mientras tú envejecerías más y más hasta que, por fin, morirías. Él te amaba y apenas podía soportar aquella idea. Sin embargo, pensaba que si a él le resultaba descorazonador, ¡cuánto más doloroso sería para ti! Aquello era lo que le impedía contarte nada.
»Llegado el momento, te lo hubiera dicho; yo sé que ésa era su intención. En realidad, tú misma lo hubieras descubierto al ver lo que sucedía. Pero era una tarea comprometida y la fue aplazando hasta que... fue demasiado tarde.
—¡Pobre Jonathan! —dijo la señora Frisby—. Debió habérmelo dicho. No me hubiera importado. Pero mis hijos, ¿ellos también...
—¿... tendrán vidas más largas? —completó Nicodemus—. No lo sabemos aún. Creemos que sí, pero nuestros propios hijos no han crecido lo suficiente para estar seguros. Lo que sí sabemos es que han heredado nuestra capacidad para aprender. Dominan la lectura casi sin esfuerzo.
Se levantó, cogió sus gafas de leer y miró el reloj. Pero la señora Frisby volvió a reclamar su atención.
—Una última cuestión —y preguntó—: ¿Qué fue de Jenner?
—Se marchó —dijo Nicodemus—. Estuvo en contra del Plan desde el principio. Durante las discusiones intentó persuadir a los demás para que se opusieran a él. Sólo unos cuantos le secundaron. Pero hay otros más que no están convencidos del todo; éstos van a quedarse con nosotros para intentar llevarlo a cabo.
»Aunque las discusiones se mantuvieron en un clima amistoso, lo que colmó la paciencia de Jenner fue nuestra decisión de destruir las máquinas.
—¿Que las van a destruir?
—Por dos razones: la primera, por si alguien descubre la cueva alguna vez, para no dejar evidencias de lo que hemos estado haciendo; que no vean más que trozos descabalados de metal y escombros semejantes a cualquier otro basurero. Arrancaremos los cables eléctricos, las luces y las conducciones de agua. Taparemos todos los túneles que conduzcan al interior.
»Pero la otra razón es aún más importante. Cuando nos hayamos instalado en el valle de los Abrojos, pasaremos momentos difíciles. Lo sabemos y estamos preparados para resistirlos. Si esta cueva siguiese disponible, con máquinas y luces, y si las alfombras y el agua corriente continuasen aquí, la tentación de abandonar aquello y volver sería tremenda. Y queremos evitarla.
»Cuando Jenner oyó aquella decisión, que acordamos en una asamblea, se puso verdaderamente furioso. Nos llamó idiotas y soñadores, y se marchó de malos modos de la reunión. Unos días más tarde, él y sus seis seguidores abandonaron el grupo para siempre. No sabemos su paradero, pero suponemos que intentarán encontrar algún lugar donde empezar una vida semejante a ésta.
»Les deseo buena suerte, pero sé que tendrán problemas. No encontrarán ningún buhonero esta vez, y tendrán que robar las máquinas y todas las demás cosas. Eso nos preocupa en parte, ya que si los capturan ¿quién sabe lo que podría pasar? Pero nada podemos hacer. Nosotros seguiremos adelante con el Plan y, una vez llegados al valle de los Abrojos, creo que nuestras preocupaciones cesarán.
Justin se puso de pie.
—Es hora de irnos.
Recogió el papel que contenía el somnífero.
La señora Frisby, Justin y el señor Cronos recorrieron juntos el largo pasillo que conducía al rosal.
—Acuérdate: cuando salgas del agujero de la cocina —dijo el señor Cronos— te hallarás debajo de un armario. El espacio es estrecho, pero suficiente para moverse. Avanza unos pasos y podrás ver la habitación. La señora Fitzgibbon estará allí, preparando la cena a su familia. Cenan a las seis, más o menos. Cuando haya acabado le pondrá la comida a Dragón, que no estará en la cocina sino esperando fuera, en la puerta del porche. Ella no le deja pasar mientras cocina porque se pone pesadísimo y se mete entre las piernas.
»A la derecha verás la escudilla. Es azul y tiene varias veces escrita alrededor la palabra «Kitty». La cogerá, la llenará de comida y la volverá a dejar en el mismo lugar.
»Entonces, observa con mucha atención: irá a la puerta para dejar entrar al gato. Ése es el momento. Estará de espaldas a ti y tiene que recorrer unos seis metros; la cocina es muy grande. La escudilla estará a algo más de medio metro. Asegúrate de haber abierto el sobre. Entonces sal corriendo, vierte el contenido en la comida y vuelve a toda velocidad. No deberás estar a la vista cuando el gato entre. Te lo digo por experiencia propia.
—¿Fue así como se hirió?
—Llegué unos segundos tarde. Creí que aún me daba tiempo. Me equivoqué.
En el arco del rosal, el señor Cronos los dejó. Con su escayola no sería capaz de pasar por el agujero de la cocina; no tenía sentido continuar más allá.
La señora Frisby y Justin salieron del rosal y miraron a su alrededor. Aún había luz, aunque el sol estaba sobre el horizonte. Frente a ellos, a sesenta metros de allí, se alzaba la gran casa blanca. Dragón ya estaba en el porche, sentado justo delante de la puerta, a la que miraba pacientemente. A la derecha se encontraba la caseta del tractor, y detrás, la valla del patio del granero y el granero, el cual proyectaba una sombra muy larga. A su espalda se recortaban el bosque y las montañas; en el otro lado, la señora Frisby podía ver la gran piedra situada en el centro de la huerta, cerca de la cual sus hijos la aguardaban. En cuanto cumpliera su misión —pensaba ella—, iría a reunirse con ellos. Debía preparar todo para el traslado.
—Vamos a meternos por el lado derecho de la casa —dijo Justin en voz baja—. Sígame.
Fueron hacia allá, por el borde del patio, ocultándose entre las sombras, sin perder de vista a Dragón. Justin aún llevaba el zurrón al hombro y puso en él los paquetes del preparado.
Había un sótano bajo el cuerpo central de la casa de los Fitzgibbon, pero la gran cocina había sido añadida posteriormente. Descansaba sobre una cimentación de hormigón armado que sólo dejaba un espacio mínimo debajo. Mientras se aproximaban a aquellos bloques grises, la señora Frisby observó que hacia la mitad, a pocos centímetros del suelo, había un cuadrado de un gris más oscuro. Era un agujero de ventilación protegido por una mampara. Cuando llegaron allí, Justin cogió el marco, tiró de una esquina y la rejilla se abrió.
—La hemos aflojado un poco —explicó, sosteniéndola mientras pasaba la señora Frisby—. Con cuidado —le advirtió—. Está oscuro. Hay un escalón de unos treinta centímetros. Salte sin miedo. Hemos echado paja para que no esté tan duro.
Conteniendo la respiración, la señora Frisby saltó a ciegas en medio de la oscuridad y sus pies tocaron una almohada de paja. A los pocos instantes, Justin aterrizaba a su lado. Se encontraban bajo la cocina de los Fitzgibbon.
—Ahora —dijo con su voz suave— mire a su izquierda. ¿Ve esa mancha de luz? Ése es el agujero. La luz viene de la cocina. Hemos amontonado tierra debajo para que el acceso sea más fácil. ¡Vamos!
La señora Frisby le siguió; al llegar a aquel agujero brillante pudo ver algo de lo que la rodeaba. Había caminado sobre tierra seca y fresca al tacto; por encima de sus cabezas había gruesos travesaños de madera sobre los que descansaba el suelo, y encima de ellos, las tablas. Bajo el agujero se alzaba una pequeña montaña de barro. Subieron por ella y Justin susurró:
—Ya no puedo ir más allá, no quepo; la esperaré aquí. Vuelva a bajar en cuanto haya acabado. Aquí tiene el somnífero —le entregó el sobre de papel—; acuérdese de abrirlo antes de salir hacia la escudilla de Dragón. ¡Deprisa! Oigo moverse a la señora Fitzgibbon. Está haciendo la cena. ¡Tenga cuidado y... buena suerte!
La señora Frisby pasó primero el paquete. Después, con el mayor sigilo posible, se apoyó en ambos lados y, dándose impulso, se introdujo en la cocina.
Allí dentro había luz. Pero no exageraba el señor Cronos cuando afirmó que el techo estaría bajo. La distancia entre el suelo y el fondo del armario era de menos de tres centímetros. No podía desplazarse cómodamente, tuvo que pegarse al suelo y reptar. A los pocos pasos descubrió que estaba temblando.
«Mantén la serenidad —se dijo a sí misma—, no te pongas histérica o harás alguna tontería que lo estropeará todo.»
Después de esa reprimenda continuó a rastras hasta llegar casi al borde del armario. Se detuvo. Desde allí podía abarcar la cocina bastante bien. Al otro lado, justo enfrente de ella, había una gran cocina de gas y delante estaba la señora Fitzgibbon, que en ese momento tapaba una olla. Desde debajo del armario la señora Frisby no podía verle la cabeza, sólo llegaba hasta los hombros.
—Bueno —dijo la señora Fitzgibbon como para sí misma—, el estofado está hecho, el pan en el horno y la mesa puesta.
¿Dónde estaría la escudilla del gato? La señora Frisby miró a su derecha como le había dicho el señor Cronos. Allí estaba, de color azul, con unas letras escritas en un lado. Sin embargo, algo no concordaba. No se encontraba a medio metro del armario, sino a casi metro y medio; el lugar donde debía haber estado lo ocupaban cuatro patas de madera. Se dio cuenta de que lo que veía era la parte de abajo de un taburete.
«No importa—pensó—. Lo que hay de más no es tanto. El señor Cronos no mencionó el taburete, pero quizá lo han cambiado de sitio.»
Se arrastró hasta ponerse lo más cerca posible de la escudilla, sin dejarse ver, y rasgó el paquete.
Acababa de hacerlo cuando la señora Fitzgibbon se retiró de la cocina. Aparecieron sus manos que recogieron el tazón. La oyó dejarlo sobre una repisa encima de su cabeza; después, el sonido de un abridor y el de una cuchara al rebañar. A continuación volvió a ponerlo en el suelo; un fuerte olor a pescado emanaba de la comida del gato. La señora Frisby avanzó. ¡Ahora!
Atravesó como una flecha la habitación con los polvos en la mano, que se disolvieron instantáneamente en la gelatina de la comida. Sin soltar el papel, dio media vuelta y corrió hacia el aparador.
Se oyó un golpe seco y la luz se hizo más débil. El techo, inexplicablemente, se había hecho curvo y estaba lleno de pequeñas lunas redondas. La señora Frisby siguió corriendo... y dio con la cara en una pared metálica, dura y fría.
Una voz gritó:
—¡Madre! No dejes pasar a Dragón todavía, he atrapado un ratón.
Billy, el hijo pequeño de los señores Fitzgibbon, había estado todo el tiempo en la cocina, sentado en cuclillas sobre el taburete. Comía cerezas que iba cogiendo de un escurridor, el mismo que ahora, del revés, aprisionaba a la señora Frisby.