25. La escapada

Cuando el reloj de la cocina marcaba las diez, los Fitzgibbon se marcharon a la cama. Sacaron a Dragón, cerraron la puerta con llave y apagaron las luces. La primera de estas tareas la realizó Billy a instancias de su madre y no sin cierta dificultad. Le abrió la puerta.

—Venga, Dragón, fuera.

—No se va a levantar.

—No he visto un gato más perezoso en mi vida. Cada día está peor.

Por fin hubo que cogerlo en brazos, entre gruñidos de protesta lanzados en sueños, y depositarlo en el porche de atrás. Apenas llegó a abrir los ojos.

Para entonces ya era de noche. La señora Frisby esperó unos minutos hasta asegurarse de que se habían ido de verdad y también para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y pudiera ver los barrotes de su jaula. Eran varillas verticales, del grosor de una cerilla, y bastante resbaladizas a la hora de escalar por ellas, pero se puso más o menos de lado y pudo asirlas bastante bien. Centímetro a centímetro fue ascendiendo hasta alcanzar la puerta; intentó levantarla.

Supo, desde el primer intento, que no había nada que hacer. La puerta estaba trabada, pesaba bastante y no podía hacer mucha fuerza porque no conseguía una posición estable, ni agarrándose a ella ni a los barrotes. Pero siguió intentándolo; primero empujó del centro, luego por una esquina, por la otra, haciendo uso de cada uno de sus músculos. Al cabo de media hora se dio por vencida, al menos de momento, y descendió al fondo de la jaula. Se sentó, temblando por el esfuerzo realizado, y recapacitó.

Tenía que salir de allí como fuera. Sus hijos, en ese mismo instante, estarían solos en la casa oscura, solos de noche por primera vez. Martin y Teresa intentarían tranquilizar a los pequeños, pero también ellos estarían preocupados y tristes. ¿Qué pensarían? Como no les había contado lo de Dragón y lo del somnífero, esperaba que hubiesen llegado a la conclusión de que seguía aún con las ratas.

Pero a las once, que no podían estar muy lejos —no podía ver el reloj de la cocina con esa oscuridad—, llegarían las ratas a trasladar la casa. ¿O ya no lo harían, cuando Justin les contara que ella no había salido de la cocina? Esperaba que sí se decidieran a ir y que Justin fuera a hablar con sus hijos e intentara calmar sus miedos. Justin tenía algo especial que daba confianza.

Se esfumaron todas sus dudas sobre si las ratas irían a su casa. ¡Por supuesto que sí! Era una muestra de gran generosidad por su parte, especialmente en un momento en que estaban apremiadas por su Plan, por su propio traslado. Y aún no sabían el poco tiempo que en realidad les quedaba, ni el nuevo peligro que se cernía sobre ellas. ¡Si pudiera salir! Correría a avisarlas. ¡A lo mejor no era demasiado tarde todavía!

Pensó que aquel Plan era bueno y atrevido. Sería la primera vez en la historia que unos seres inteligentes, no humanos, intentaban construir una civilización propia. Deberían darles una oportunidad. No había derecho a que las mataran en el último minuto o las capturaran. ¿Sería posible que los hombres aquellos que iban a venir tuvieran algo que ver con Nimh? ¿O sería cierto, como pensaba Paul, que sólo estuvieran preocupados por un brote de rabia? Concluyó que eso no tenía importancia. El resultado sería el mismo en cualquier caso. Al cabo de dos días llegaría el camión con su gas venenoso y sería el fin de sus planes. A no ser que alguien las avisara. Con mucha determinación se levantó dispuesta a volver a subir por la pared y empujar la puerta.

En eso oyó un ruido.

Era en la cocina, junto a su jaula; un pequeño arañazo en el duro suelo de linóleo.

—Y ¿qué clase de pájaro será ése, que no tiene alas?

Era la voz de Justin hablando muy bajito. Se estaba riendo.

—¡Justin!

—Pensé que le gustaría regresar a su casa. Sus hijos preguntan por usted.

—¿Están todos bien?

—Sí, señora. Estaban preocupados, pero yo les dije que la llevaría de vuelta. Y creo que se fiaron de mí.

—Pero ¿cómo sabía que...?

—¿Que estaba usted aquí? No tiene ningún mérito. La estaba esperando debajo del aparador y oí lo que sucedía. Me dieron ganas de arrearle a Billy unos buenos mordiscos. Pero en cuanto oí que usted estaba a salvo en su jaula, fui a decirle a sus hijos que se encontraba bien, pero que llegaría a casa un poco tarde. No les expliqué el porqué. Y ahora vamos a sacarla de aquí.

—Lo he intentado, pero no he podido abrir la puerta.

—Yo la abriré. He traído unas cuantas herramientas en el saco, como los ladrones. ¿Me subo por el soporte? No, parece resbaladizo. Creo que será mejor por la cortina.

En cuestión de segundos, Justin trepó por una cortina que estaba a medio metro de distancia y, enseguida, la señora Frisby le oyó caer sobre el techo de la jaula, que se balanceó bajo el impacto. El ruido fue leve, pero ambos se quedaron escuchando un momento por si, como consecuencia de éste, se producían otros en el piso de arriba. Todo tranquilo.

—Ahora déjeme ver esa puerta.

Con gran facilidad, Justin descendió por un lado de la jaula.

—¡Vaya! Espero que pueda abrirla.

—Claro que puedo —dijo Justin examinándola—, sin ningún problema. Pero me parece que no lo voy a hacer.

—¿Por qué no?

—Porque usted no sería capaz de hacerlo —dijo Justin— y ellos lo saben. Para que no se extrañen, vamos a hacer que ella misma se abra. Como imaginaba, no tiene bisagras de verdad.

Había sacado una pequeña barra metálica de su saco y siguió hablando sin dejar de trabajar.

—No tiene más que unos anillos de alambre. De cuarta categoría. Chismes baratos y endebles. Se rompen enseguida.

Mientras lo estaba diciendo, uno de los anillos se soltó; la puerta cedió y quedó absurdamente colgada de una esquina.

—¿Lo ve? ¿Qué culpa tiene usted de que la pusieran en una jaula en malas condiciones?

La señora Frisby saltó de la jaula y se reunió con Justin en el techo de la jaula.

—Y ahora —le dijo éste— vamos a dejarnos caer resbalando por el perchero como hacen los bomberos. Salga por el mismo camino de antes, por debajo del armario y luego por el agujero. Y yo seguiré el mío: por el ático. Nos reuniremos fuera.

—Justin —dijo la señora Frisby—, hay algo que tengo que decirle: he oído que...

—Espere hasta que hayamos salido —contestó Justin—. Tenemos que darnos prisa. Nos hemos encontrado con ciertos problemas para trasladar su bloque de cemento.

Partió, corriendo silenciosamente, hacia la entrada de la casa, desde donde salía la escalera que, dos pisos más arriba, llevaba al ático.

La señora Frisby reptó bajo el aparador buscando completamente a ciegas el pequeño agujero, y, por fin, una de sus patas se metió en él. Se dejó caer. No fue difícil de encontrar la abertura cuadrada en los cimientos; brillaba pálidamente frente a ella, iluminada por la luna.

Justin ya estaba fuera esperándola cuando apareció por la esquina de la rendija. La noche era templada y una luna mediada brillaba sobre la granja.

—Ahora, dígame —le insistió con gravedad—, ¿qué me quería contar?

Había captado un tono de emergencia en la voz de ella. Marcharon rápidamente a la huerta, dando un rodeo para pasar por el porche de atrás. Allí vieron un bulto oscuro a la luz de la luna.

—Van a venir unos exterminadores a envenenarlas a todas ustedes.

La señora Frisby le relató, resumiendo todo lo que pudo, la conversación que oyera en la mesa de los Fitzgibbon.

—Siete ratas —dijo Justin—. La rabia. Pudiera ser. Pero apostaría por que se trataba de Jenner. ¿Cuándo se supone que van a llegar los hombres?

—Pasado mañana.

Para su sorpresa, Justin se paró. La miró con admiración.

—Sabe usted —le dijo—, desde la primera vez que la vi, tuve la impresión de que nos traería buena suerte.

—¿Buena suerte? —exclamó sorprendida.

—Bueno, son malas noticias. El asunto es serio. Tenemos que cambiar nuestros planes y deprisa. Pero piense cuánto peor hubiera sido si usted no hubiera oído esa conversación. No tendríamos la menor oportunidad de salvarnos.

Llegaron a la huerta.

—¿Está aquí Nicodemus? —preguntó ella.

—No. Dentro de un rato iré a decírselo. Pero antes necesitamos la colaboración de usted para empezar a mover la casa.

—¿Mi colaboración? ¿Qué puedo hacer yo?

—Hablar con su vecina. Parece que ella cree que estamos robando su bloque. Ha mordido a Arthur en un pie.

A un lado de la gran piedra, en medio de la huerta, diez ratas cavaban afanosamente, usando para la tarea algo que más parecía una cucharilla de postre que una pala, y apilaban con cuidado la tierra así extraída a los lados de un agujero de un tamaño ya casi tan grande como la casa de la señora Frisby.

Pero al otro lado de la piedra había cesado toda actividad.

Allí, otras diez ratas, completamente desconcertadas, formaban un semicírculo. Tras ellas yacía un amasijo de herramientas: barras metálicas de formas extrañas, poleas, estructuras de madera con forma de escalera y otras piezas, también de madera, semejantes a pequeños troncos. Pero entre las ratas y la puerta principal de la casa se erguía una figurilla desafiante. Las ratas, enormes en comparación, permanecían alejadas de ella a prudente distancia.

—¡Vaya! —le dijo la señora Frisby a Justin—. Pero ¡si es la musaraña!

—Sí —contestó Justin—, y se comporta como una fiera.

Una de las ratas estaba hablando. La señora Frisby reconoció la voz de Arthur.

—... pero ya le he dicho, señora, que sí tenemos permiso de la señora Frisby. Ella quiere que traslademos su casa. Pregunte a sus hijos. Dígales que salgan.

—No haré tal cosa. ¿Qué le han hecho a la señora Frisby? Menos mal que los chicos no las han oído. ¡Estarían medio muertos de miedo! Si ella quisiera que ustedes trasladaran su casa, estaría aquí presente.

—No se preocupe —gritó la señora Frisby, corriendo a su encuentro—. Ya estoy aquí.

—¡Señora Frisby! —dijo la musaraña—. Llega justo a tiempo. Oí un ruido, salí a ver qué era y encontré a estas... criaturas intentando excavar su casa.

—He intentado explicárselo —dijo Arthur—, pero no me cree.

—Pues claro que no —dijo la musaraña—. Me contó que usted les había pedido que levantaran su casa. ¡Ratas ladronas!

—Es verdad —replicó la señora Frisby—. Se lo pedí y ellas me dijeron que lo harían. Son muy amables.

—¿Amables? —repitió la musaraña—. Bestiazas, eso es lo que son. ¿Qué quiere usted decir?

Les costó varios minutos más razonar con ella antes de que, de mala gana, se pusiera a un lado. Y aún siguió murmurando consejos entre dientes.

—No me fiaría de ellas. ¿Cómo puede estar segura de que cumplirán lo que dicen?

Por supuesto, a esto no contestó la señora Frisby.

Enseguida las ratas se pusieron manos a la obra, extrayendo el barro del techo y de los costados del bloque. Justin dijo entonces:

—Tengo que ir a hablar con Nicodemus. Y más vale que usted saque a sus hijos.

La señora Frisby entró deprisa en su casa.

Los encontró esperando en el salón, ajenos a la pequeña crisis surgida en el exterior. Como Justin dijo, no parecían preocupados.

—Al principio tuvimos miedo —dijo Teresa—, pero después una rata vino a vernos. No podía entrar, nos llamó y salimos afuera. Martin y yo. Nos dijo que se llamaba Justin, ¿le conoces? Es muy simpático.

—Sí, le conozco —dijo la señora Frisby—. Y ahora sería mejor que saliéramos. Ya está todo listo para trasladar la casa.

—Yo también —dijo Timothy—. Con más ropa encima que un espantapájaros.

Martin y Teresa habían cogido piezas de tela gruesa de la cama y se las habían atado. La señora Frisby no le podía ver en aquella oscuridad, pero le fue palpando y comprobó que hasta en la cabeza le habían atado una, a modo de gorro, que le cubría las orejas.

—¡Muy bien! —afirmó—. Y tenemos suerte: es una noche templada y no amenaza lluvia.

Ascendieron por el pequeño túnel hasta la huerta y, unos pasos más allá, se subieron a un montículo desde donde podían observar, a la luz de la luna, toda aquella actividad. Las ratas habían terminado de cavar el nuevo agujero y en ese momento las veinte trabajaban juntas alrededor de la casa. Era digno de verse.

En cuanto acabaron de despejar de tierra el techo y los lados del bloque, dejándolo completamente libre dentro de su agujero, todas las ratas se dirigieron a donde habían apilado las herramientas. Bajo la dirección de Arthur, las estructuras con forma de escalera se convirtieron en andamiajes: cuatro pequeñas torres instaladas en cada esquina del bloque. En su parte superior, las ratas atravesaron fuertes barras de metal ligero. Probablemente, pensó la señora Frisby, eran producto del tesoro del buhonero; las aseguraron en su posición.

De las barras colgaban unas poleas, con unos rollos de cuerda fina y resistente a cuyos extremos ataron unos garfios que pasaron por los agujeros ovales del bloque. Luego tiraron hasta tensar las cuerdas. Cinco fuertes ratas se colocaron en el extremo de cada cuerda. La señora Frisby observó que una de ellas era más grande que las demás: su amigo Brutus.

—¡Aaaarriba! —gritó Arthur.

Las veinte ratas tiraron de las cuerdas y el bloque se alzó un centímetro. Todas dieron un paso atrás.

—¡Arriba!

Otro centímetro más.

Poco a poco, el pesado bloque se fue elevando hasta quedar suspendido a cinco centímetros del suelo.

—¡Aguantad ahí! —dijo Arthur—. ¡Coged los rodillos!

Ocho ratas, dos de cada grupo, corrieron hacia los troncos redondos que la señora Frisby había visto antes; parecían trozos cortados del mango de una escoba, cada uno de unos treinta centímetros.

Cada pareja de ratas cogió un tronco y lo deslizó debajo del bloque apoyándolo a los lados del agujero, como los barrotes de una ventana.

—Dejadlo caer—dijo Arthur, y el bloque se posó suavemente sobre los cuatro rodillos.

—Veamos cómo rueda.

Sacaron las cuerdas de las poleas y volvieron a enganchar dos de ellas a la parte delantera del bloque. En esa ocasión, nueve ratas acudieron a cada cuerda, mientras otras dos vigilaban los rodillos.

—¡Tirad!

Los troncos giraron y el pesado bloque se desplazó hacia delante sin dificultad, como un camión sobre sus ruedas, en dirección al nuevo agujero. Cuando el último rodillo salía por detrás del bloque, lo cual pasaba con rapidez, las dos ratas lo cogían y rápidamente lo volvían a poner delante.

Casi como el juego del «salto de la rana», pensó la señora Frisby. Pero un juego con utilidad: las ratas lo habían planeado con cuidado, sabían exactamente lo que se traían entre manos, se movían con precisión y nunca hacían un gesto de más. Al poco tiempo, el primero de los rodillos ya atravesaba el agujero nuevo; después el segundo, y así hasta cuatro. El bloque quedó colocado en posición: el agujero era exactamente del tamaño y la forma adecuados. Las ratas habían llegado a cavar incluso un hueco para que sirviera de despensa en una esquina y también un pequeño túnel que conectaría las dos habitaciones de la casa.

Volvieron a elevarse las torres y poleas y todo el proceso de alzado y descenso se repitió en sentido inverso. Se apartaron los rodillos y el bloque fue descendiendo lentamente sobre su nuevo asentamiento.

—¡Ya está! —gritó la señora Frisby. Sentía ganas de aplaudir.

—No, todavía no —dijo Arthur, volviéndose hacia ella. Y dirigiéndose a las demás ratas, les dijo—: Coged las palas y las mochilas.

Haciendo una pausa para descansar, explicó a la señora Frisby:

—Vamos a cubrirla con turba y hierba y, después, tendremos que llenar el antiguo agujero con lo que hemos ido sacando de aquí, o si no el señor Fitzgibbon se extrañaría de ver un agujero en su huerta. Y, además, todavía tenemos que hacerle la entrada.

Con los nervios, la señora Frisby había olvidado ese pequeño detalle. No podría entrar en la casa. Miró, boquiabierta y admirada, cómo Arthur y Brutus, empuñando dos pequeñas palas afiladas y de mango largo, cavaban el estrecho túnel de bajada hasta el salón. En menos de cinco minutos estaba hecho. Ella hubiera tardado todo un día en hacer otro igual.

—Ahora —dijo Arthur— ya puede acostar a sus hijos. Nosotros nos encargaremos del resto.