8. Sólo quedan las ratas
La señora Frisby comenzó a hablar con muchos nervios, intentando ordenar sus pensamientos:
—Se trata de mi hijo pequeño, Timothy. Está enfermo, mucho, y no puede levantarse de la cama. Y sólo quedan cinco días para el día de la mudanza.
—Aguarde —interrumpió el búho—. ¿Qué mudanza? ¿De dónde se van? ¿Adónde?
—De la huerta, en la que estamos viviendo, a los pastos al borde del manantial.
—¿Qué huerta es ésa?
La señora Frisby no se había parado a pensar hasta entonces que un pájaro, cuyos vuelos pueden cubrir distancias de kilómetros, vería muchas huertas distintas desde arriba.
—Pertenece al señor Fitzgibbon.
—¿La de la piedra grande?
—Sí. Mi casa está al lado.
—¿Por qué sabe, con tanta certeza, que la mudanza será dentro de cinco días?
La señora Frisby le contó lo del tractor y lo que el señor Fitzgibbon había dicho: «Faltan cinco días para arar.»
—Por supuesto podría volver a hacer frío —añadió ella— y a helar, incluso a nevar...
—No —dijo el búho tajantemente—, nada de eso ocurrirá. Ya han crecido las cebollas salvajes en los pastos.
A continuación le preguntó qué tipo de casa tenía y cuál era su posición exacta respecto a la piedra; aparentemente conocía bien el lugar.
Pero, a medida que se lo iba explicando, se iba convenciendo más y más de que no obtendría ninguna respuesta a su problema. Había sido una tontería por su parte haber creído lo contrario; incluso haber ido allí era una completa locura. Porque, se dijo a sí misma, no había nada que hacer. Por fin, se quedó en silencio y el búho ya no le hizo más preguntas, sino que, al cabo de un rato, le dijo:
—Estando su casa donde está, será inevitablemente afectada por el arado y, con muchas posibilidades, destrozada durante la operación. No hay forma de evitarlo. La única advertencia que puedo hacerle es que, si se quedan en la casa, tenga la certeza de que serán aplastados y morirán todos ustedes. Así pues, mejor sería que opten por el traslado, aunque tenga sus riesgos. Arropen bien a su hijo Timothy, ayúdenle todo lo posible durante el viaje y rueguen que haga buen tiempo el día de la mudanza. De esta manera, al menos asegurará su propia vida y la de sus otros hijos.
El búho se calló, le dio la espalda y volvió a mirar hacia la entrada del agujero; la luz que entraba por ella se iba debilitando cada vez más.
—Y ahora, con su permiso..., está cayendo la noche y ya no puedo perder más tiempo. Siento no haber podido ofrecerle una solución más satisfactoria a su problema. Buenas tardes, señora... —hizo una pausa—. No creo haber oído su nombre.
—Señora Frisby.
La pobre ratoncita lo pronunció con voz ahogada por un sollozo, ya que el búho había pronunciado exactamente las palabras que temía escuchar. Se habían desvanecido sus esperanzas de hacer algo por Timothy. En resumidas cuentas, el búho le había dicho: o bien moría Timothy solo, o todos juntos. Incluso, aunque el día de la mudanza fuera extremadamente caluroso, las noches serían gélidas, y eso supondría su fin. Pero había que ser educados y, por esta razón, añadió con voz triste:
—Muy amable, señor, por escucharme...
Pero desde que le había mencionado su nombre, un extraordinario cambio se había operado en el búho. Había vuelto la cabeza y la miraba con enorme interés. Más aún, batió agitadamente las alas y, medio volando, medio saltando, se plantó a su lado, y comenzó a inclinarse hasta que su afilado pico quedó a muy pocos centímetros del rostro de la señora Frisby. Esta retrocedió atemorizada. ¿Qué había hecho?
—¿Dijo usted... señora Frisby?
—Sí. Me preguntó cómo me llamaba.
—¿Pariente de Jonathan Frisby?
—Sí. Era mi marido. Murió el verano pasado. El padre de Timothy. Pero ¿le conocía usted?
—No tiene importancia —dijo el búho apartándose un poco y mirándola ahora de una forma distinta, casi con deferencia—. Sólo le diré que su nombre no era desconocido en estos bosques. Y si usted es su viuda, el problema se puede enfocar de diferente manera.
Hubo algo, en la manera de decirlo, que dio nuevas esperanzas a la señora Frisby.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó.
—Quiero decir, madame, que existe una forma de salvar la vida de su hijo con gran probabilidad. No se lo dije antes porque creí que usted no podría llevarlo a cabo y no quería hacerle concebir falsas esperanzas. Pero si usted es la viuda de Jonathan Frisby..., entonces quizá se pueda hacer.
—No le comprendo en absoluto —dijo la señora Frisby—. ¿De qué se trata?
—No es algo que yo pueda hacer por mí mismo. ¡Tiene usted que acudir a las ratas!
—¿A las ratas? Pero yo no las conozco. No tenemos nada que ver.
—No lo dudo. Ésas tienen poco que ver con nadie, más que con ellas, y cada vez menos. Sin embargo, estoy seguro de que querrán ayudarla; y si quieren, pueden.
—Pero ¿qué tienen que hacer?
—Deben trasladar su casa a un lugar donde quede a salvo del arado.
El ánimo de la señora Frisby volvió a caer por los suelos, y dijo en tono casi de reproche:
—Se burla de mí, señor: no está hablando en serio. No hay rata capaz de mover mi casa. Pesa demasiado y es demasiado grande.
—Las ratas de la granja del señor Fitzgibbon tienen... cosas..., procedimientos..., de los que usted nunca ha oído hablar. No son como el resto de los animales. En mi opinión, ni siquiera se parecen a la mayoría de las ratas. Trabajan de noche, en secreto. Señora Frisby, ¿sabe dónde tienen la entrada principal?
—¿En el rosal? Sí.
—Vaya allí. Encontrará un centinela en la puerta. Se llama Justin. Identifíquese y dígale que va de mi parte. Pida que la lleven a presencia de otra rata, de nombre Nicodemus. Supongo que la permitirán entrar, aunque quizás insistan en tomarle juramento de que guardará el secreto. Si lo hicieran, usted debe, por supuesto, seguir su propio criterio; pero mi consejo es que lo haga.
La señora Frisby estaba ya al borde del aturdimiento total.
—¿Secreto? —dijo—. ¿Qué secreto?
—Eso no se lo puedo revelar. Yo también tuve que pasar por ello. Además, hay mucho que yo no sé, aunque las he aconsejado sobre ciertos aspectos de sus... proyectos.
—Bueno —dijo la señora Frisby—. No entiendo nada. Pero si eso puede ayudar a Timothy, intentaré hacer lo que dice.
—Dígales —continuó el búho— que mi sugerencia es poner la casa a sotavento de la piedra. Recuérdelo: a sotavento de la piedra... Y tampoco olvide los nombres: Justin y Nicodemus.
—Justin, Nicodemus, a sotavento de la piedra—repitió la señora Frisby—. Lo recordaré.
En ese momento se encontraba tan desconcertada que no se le ocurrió preguntar lo que quería decir esa frase. Probablemente, las ratas lo supieran.
—Y, señora Frisby —dijo el búho volviendo de nuevo a la entrada del hueco—, atienda, por favor: yo fui gran admirador de su difunto esposo, aunque nunca lo conocí personalmente. Le deseo éxito. Espero que la vida de su hijo pueda salvarse. Ya ve, yo entiendo su actual ansiedad, porque me enfrento con un problema parecido.
—¿Usted? —exclamó la señora Frisby—. Pero usted no tiene día de la mudanza.
—He vivido en este mismo lugar —dijo el búho— más años de los que nadie pueda recordar. Pero, ahora, cuando el viento sopla durante el invierno meciendo el bosque, me siento en la oscuridad y, de lo profundo del tronco, junto a las raíces, me llega un sonido nuevo. Son las fibras de la madera que crujen porque el frío las va quebrando una tras otra. Las ramas se caen; el árbol es viejo y se muere. Sin embargo, no puedo hacerme a la idea, después de tantos años, de marcharme, buscar un nuevo hogar y trasladarme a él, quizás incluso tener que luchar por él. Yo también me he hecho viejo. Cualquier día, uno de estos años, el árbol caerá y, cuando lo haga, si aún estoy con vida, caeré con él.
Con esta triste predicción, el búho atravesó el umbral de su casa, desplegó las alas y se fue, descendiendo en silencioso planeo, hacia el interior del bosque en penumbra.
La señora Frisby le siguió y saltó a la rama. Con alivio comprobó que Jeremy seguía esperando donde ella le había dejado, aunque con bastante impaciencia.
—Debemos darnos prisa —dijo—. Es casi de noche. No estoy hecho para trasnochar.
La señora Frisby, a la cual le pasaba lo mismo, trepó a su lomo, esta vez mucho menos asustada por dos razones: la primera, porque empezaba a acostumbrarse a los viajes aéreos; y la segunda, porque, como abajo el bosque estaba oscuro, no sabía a qué distancia de la tierra se encontraban.
—Ha estado hablando con usted mucho rato —dijo Jeremy mientras volaban—. ¿Le ha dicho algo útil?
—No lo sé —dijo ella. Como el búho había sacado a colación el asunto del secreto y, en realidad, también él había estado bastante misterioso, no sabía con certeza hasta dónde podía contarle a Jeremy.
—¿Por qué no lo sabe?
—Quiero decir que me ha dado algunas pistas, pero no sé si serán útiles o no —decidió, entonces, contraatacar a su vez con una pregunta—: ¿Qué quiere decir «a sotavento»?
Jeremy, que como todos los pájaros estaba versado en vientos, podía saber la respuesta.
—Quiere decir el espacio que está en calma, a resguardo del viento. Cuando hay viento fuerte, hay que acercarse al granero volando a sotavento, para no estrellarse contra la pared. Mi padre me lo enseñó.
—Ah, ya —dijo la señora Frisby, y se quedó más confusa que antes. ¿Qué pintaría el viento en todo eso?—. Él me dijo —continuó finalmente, no viendo en ello ningún daño— que fuera a ver a las ratas.
—¿A las ratas? —Jeremy estaba perplejo—. Pero ellas no quieren saber nada de nadie...
—Ya. Pero él cree que me ayudarán.
—Pues ¿en qué?
—Según él, quizá puedan trasladarme toda la casa. Pero cómo lo vayan a hacer, no me lo puedo imaginar.
—Ah, yo no tengo ninguna duda de que podrían hacerlo —dijo Jeremy—. Todo el mundo sabe, por lo menos todos los pájaros, que las ratas son capaces de muchas cosas. Algo traman; nadie sabe lo que es a ciencia cierta. Pero se están construyendo una casa nueva allá, tras el bosque, pasadas las montañas. Incluso están desbrozando todo el terreno circundante. Se lo enseñaría, pero ya está muy oscuro.
»Antes acarreaban comida, como todos los demás. Pero ahora las vemos con otras cosas: trozos de metal, piezas de maquinaria que, a veces, ni siquiera puedo reconocer. Se las llevan a aquel rosal y cualquiera sabe lo que hacen con ellas. Pero el búho sabe más que la mayoría de nosotros. Sospecho que tiene ciertos tratos con ellas. De todas formas, nunca he oído que ayudaran a nadie más que a sí mismas.
—Ni yo tampoco. Pero yo voy a pedírselo pase lo que pase. No me quedan más que las ratas.
Cuando llegaron a la huerta, era casi completamente de noche y Jeremy no podía entretenerse más.
—Buenas noches, Jeremy —dijo la señora Frisby con un sentimiento casi de afecto hacia el cuervo—. Muchísimas gracias por llevarme y por esperar para traerme de regreso.
—De nada —dijo Jeremy—. Si me necesita otra vez, no tiene más que decirlo. Después de todo, si no fuera por usted, yo no estaría aquí para que me lo pidiera.
Y, dicho esto, se alejó volando en la oscuridad. Aquella noche fue el último cuervo en recogerse.