21. El buhonero

—Nos fuimos de la mansión Bonifaz el día uno de mayo —dijo Nicodemus—. Sabíamos mucho más que al llegar, ocho meses antes.

—Y después —intervino Justin— fue cuando encontramos al buhonero.

Estaban, de nuevo, en el despacho de Nicodemus; el señor Cronos, ya más descansado, se les había unido.

—No tan deprisa —intervino.

—No —insistió Nicodemus—. Eso sucedería a fines de verano. Cuando salimos, nos pusimos a buscar un lugar donde instalarnos definitivamente o, por lo menos, mientras nos conviniera. Nos habíamos hecho una idea bastante clara de lo que queríamos. Tuvimos mucho tiempo para discutirlo en las largas veladas de invierno, interrumpiendo las lecciones de lectura de la biblioteca.

—¡Lo que pudimos leer! —continuó Nicodemus—. ¡Sabíamos tan poco del mundo y teníamos tanta curiosidad! Aprendimos los rudimentos de la astronomía, electricidad, biología y matemáticas, música y arte. Yo, incluso, leí bastantes libros de poesía, a la que llegué a cobrar gran afición.

Pero lo que más me gustaba era la historia: los libros sobre el antiguo Egipto, los griegos y romanos, y sobre la Edad Media. En aquella época sólo los monjes sabían leer y escribir. Vivían retirados en monasterios; llevaban vidas sencillas, dedicados al estudio y a la escritura; se alimentaban de lo que cultivaban, construían sus propias casas que ellos mismos amueblaban. También fabricaban las herramientas requeridas y hasta el papel donde escribían. La lectura de estas cosas me fue dando ideas sobre cómo deberíamos organizar nuestra vida.

La mayoría de los libros versaban sobre los seres humanos; intentamos encontrar algo que se refiriera a nosotras, pero no había demasiado.

Es verdad que algo encontramos. Dos enciclopedias distintas incluían artículos sobre las ratas. En ellos descubrimos que éramos los animales más odiados de la tierra, después de las serpientes y de los virus. Lo cual nos pareció raro e injusto. Especialmente, al enterarnos de que a algunos parientes cercanos, como por ejemplo las ardillas y los conejos, se les aprecia bastante. Pero para la gente nosotras somos las que propagamos enfermedades. Supongo que llevan razón, aunque lo hacemos sin querer y, desde luego, nunca hemos causado tantas calamidades como los propios humanos.

Sin embargo, nos pareció que el principal motivo de su odio debía buscarse en el hecho de que viviéramos del robo. Desde los tiempos más remotos, las ratas han vivido en los alrededores de las granjas y de las ciudades humanas, han viajado en sus embarcaciones, han roído los suelos y han robado alimentos. Algunas veces hemos sido acusadas de morder a niños, pero ni yo ni ninguna de nosotras creemos que sea cierto, a menos que se tratara de alguna rata degenerada, criada en los peores tugurios urbanos. Y eso, por supuesto, puede ocurrir también entre las personas.

¿Se deducía de todo esto que no teníamos ninguna utilidad en el mundo? Una enciclopedia incluía una frase de elogio: «La rata común tiene un alto valor como animal, de experimentación en el campo médico debido a su resistencia, inteligencia, adaptabilidad y similitud biológica con el hombre.» Sobre eso nosotras ya sabíamos un rato.

Pero había un libro escrito por un científico famoso que dedicaba un capítulo entero a las ratas. En él se decía que, millones de años atrás, las ratas habían estado por delante del resto de los animales y, en apariencia, habían intentado desarrollar una civilización propia. Estaban bien organizadas y construían unas colonias bastante sofisticadas en los campos. Sus actuales descendientes son las conocidas como «perros de las praderas».

Pero, por alguna razón, fracasaron. En opinión del científico, quizá se debiera a que la vida de aquellas ratas fue muy relajada. Mientras otros animales, concretamente los monos que habitaban los bosques, se iban robusteciendo tanto física como mentalmente, los perros de las praderas, por el contrario, se hicieron acomodaticios y perezosos y no realizaron progreso alguno. Llegó el día en que los monos salieron del bosque, caminando erguidos sobre sus patas traseras, y se apoderaron de las praderas y de casi todo lo demás. Y entonces, a las ratas no les quedó más remedio que convertirse en carroñeras y ladronas, y establecerse en los márgenes de un mundo regido por hombres.

Sin embargo, nos resultó de sumo interés que, al menos durante un período de tiempo, las ratas hubieran sido las más adelantadas. Nuestra pregunta era: si hubieran continuado en cabeza, llegando a desarrollar una auténtica civilización propia, ¿cómo sería ésta? ¿Habrían perdido la cola ellas también y caminarían ahora sobre las dos patas de atrás? ¿Habrían fabricado herramientas? Probablemente sí, aunque no en épocas tan remotas, ni en tal cantidad, pensamos nosotros, ya que una rata tiene una serie de herramientas naturales de las que el mono carece: nuestros dientes afilados y puntiagudos que jamás dejan de crecer. Tenga presente que los roedores pueden realizar tareas de construcción sin más utensilio que sus dientes.

Seguramente las ratas habrían desarrollado la lectura y la escritura, a juzgar por la afición con que nosotros lo habíamos tomado. Pero ¿y las máquinas? ¿Habríamos llegado a construir aviones? Quizás eso, no. Después de todo, los monos, al vivir en los árboles, sentían la necesidad de volar y emular a los pájaros con los que convivían. Quizá las ratas no tuvieran ese mismo anhelo.

Siguiendo con el razonamiento, una civilización ratonil nunca hubiese construido rascacielos, ya que las ratas prefieren vivir bajo tierra. Pero imagínese el interminable entramado de subterráneos a distintos niveles que habrían creado.

Dedicamos bastante tiempo a hablar y pensar sobre estas cosas y llegamos a la conclusión de que si esta civilización hubiera llegado a desarrollarse, no se parecería en nada a la humana. Prueba de ello fue que, al abandonar la mansión Bonifaz, tras permanecer ocho meses en ella, ninguno de nosotros sintió la más mínima tristeza. Nos había proporcionado cobijo, alimento y educación, pero no nos sentíamos realmente cómodos en ese lugar. Todas las cosas estaban concebidas para animales que miraban, se movían y pensaban de forma distinta a la nuestra. Aparte de que, al estar sobre la superficie de la tierra, no nos llegamos a sentir a nuestras anchas.

Así pues, al marcharnos, acordamos que nuestro nuevo hogar debería ser subterráneo; preferiblemente en una cueva, si dábamos con ella. Pero ¿dónde buscar? Lo pensamos cuidadosamente. Estudiamos mapas y atlas, de los cuales había muchos en la biblioteca. Al final, llegamos a ciertas conclusiones: para encontrar una cueva debíamos dirigirnos a una zona montañosa; no hay muchas cuevas en las llanuras. Y desde el punto de vista de la alimentación, debía estar situada cerca de una ciudad o, mejor aún, cerca de una granja.

En resumen, nuestra pretensión era una parcela cultivada, a ser posible grande, que tuviera un amplio granero y silos repletos de grano y que estuviera situada en una zona montañosa. Seguimos estudiando los mapas y creo que fue Jenner el que señaló esta área como la idónea. Gran parte de ella aparecía, en el mapa, rayada con líneas de cotación muy juntas, lo cual sirve para indicar las montañas, y encima de ellas las palabras «Parque Nacional de Montañas de los Abrojos». Más abajo, con letra menor: «Reserva de flora y fauna». Alrededor de esta zona, las montañas se convertían en colinas, y el mapa indicaba una campiña ondulada con bastantes carreteras, pero sin apenas ciudades, lo que, a nuestro parecer, daba a entender que aquellas tierras eran de labranza.

Teníamos razón, por supuesto, como usted ya sabe. Viajamos dos meses sin descanso, hasta llegar al «Parque Nacional Montañas de los Abrojos», pero al fin lo encontramos; ahora mismo estamos lindando con él. Hay muchas cuevas por aquí, la mayoría de las cuales nadie visita, ya que no se permite acceder en coche a las zonas protegidas. No hay más caminos forestales que unas pocas sendas para uso de los guardas y tampoco dejan que los aviones sobrevuelen el lugar.

Miramos en un montón de cuevas, grandes y pequeñas; algunas estaban secas, pero la mayoría eran húmedas. Sin embargo, antes de decidirnos por esta cueva y esta granja, ocurrió el encuentro con el buhonero.

Todo empezó de una forma bastante triste. Una mañana vimos a un hombre viejo tumbado en el bosque, junto a una de esas pistas para vehículos todo terreno, no lejos de aquí. Estaba muerto. No sabemos de qué murió; imaginamos que debió de sufrir un ataque al corazón. Vestía un traje negro, pasado de moda, pero limpio y sin remiendos. Tenía el pelo blanco y un rostro amable.

—¿Quién sería y a dónde iría? —preguntó Justin.

—Quien quiera que fuese —dijo Jenner—, no estaba autorizado a entrar aquí.

—Deberíamos enterrarle —dije yo.

Y así lo hicimos; no cavamos ninguna fosa, sino que lo cubrimos con hojas, piedras, ramas pequeñas y tierra hasta formar un gran montón, y fue, precisamente, al ir a buscar con qué levantar el túmulo, cuando Justin hizo el segundo descubrimiento. Este estaba oculto a nuestra vista, entre los arbustos.

—Miren esto —nos gritó—. He encontrado un camión.

Era un modelo muy antiguo, con un pequeño morro redondeado, pero prodigiosamente limpio y reluciente. Habían cambiado el chasis, que ahora era cuadrado y amplio, y estaba pintado de rojo y oro. Tenía pequeñas ventanas con cortinas blancas y, entre aquéllas, en letras doradas, estaba escrita la siguiente inscripción:

EL BUHONERO DE LOS JUGUETES

JUGUETES

REPARACIONES

CAJAS DE PASATIEMPOS

MODELOS A ESCALA

JUEGOS ELÉCTRICOS

TODOS LOS TRABAJOS GARANTIZADOS

Era fácil adivinar que la camioneta había sido propiedad del anciano, que sería un vendedor ambulante y reparador de juguetes, el cual había convertido aquel vagón rojo y oro en su tienda y su hogar. Debió de ir al bosque para pasar la noche. Pero como, por supuesto, eso está en contra de la ley, tuvo que ocultar su vehículo tras unos arbustos, bajo una gran haya. Encontramos el lugar en el que había encendido una hoguera. Alrededor había dispuesto cuidadosamente unas piedras, manteniendo una distancia prudencial de los arbustos para no provocar un incendio. Detrás del haya corría un pequeño arroyuelo. Era un lugar lleno de paz.

También descubrimos lo que pudo haber sido la causa de su muerte. Una rueda del camión había embarrancado. Había una pala a su lado. Probablemente intentó desenterrarla con ella. Aquel trabajo debió de ser demasiado arduo para él solo y, al ir en busca de ayuda, se había desplomado.

Eso fue lo que dedujimos de lo que pudimos observar. Entonces surgió la pregunta:

—¿De quién es el camión ahora?

—De sus herederos —afirmé yo.

—Si es que los hay —replicó Jenner—, porque, a lo mejor, no los tenía. Da la impresión de haber sido un solitario.

—De todas formas —dijo alguien—, ¿cómo podríamos ponernos en contacto con ellos?

—Eso es verdad —dije yo—. No sabemos quién era y, aunque lo supiéramos, no podemos notificárselo a nadie. Por tanto, supongo que el camión es nuestro, si lo queremos para algo.

—¿Por qué no miramos lo que hay dentro?