22. El valle de los Abrojos
—Sería casi más sencillo decir lo que no había allí—continuó Nicodemus—. Aquel camión tenía la capacidad de un pequeño autobús y el anciano no había desaprovechado ni un centímetro cuadrado de su superficie. No quiero decir que fuera un amasijo de cosas; al contrario, todo estaba en su sitio: en un estante, en un gancho o en el armario.
* * *
Nos llevó cierto tiempo darnos cuenta cabal de qué clase de tesoro habíamos encontrado. La camioneta contenía, como cabría imaginar, gran cantidad de juguetes. También contaba con los utensilios cotidianos que el anciano utilizaba en su sencilla vida: una cama empotrada, una mesa de trabajo, una silla plegable, un cubo para acarrear agua, un plato, botes, cacerolas... Había una diminuta nevera con comida y algunas latas de guisantes, de judías, de melocotón en almíbar y cosas por el estilo.
Al principio, pensamos que la mayoría de los juguetes no nos servían para nada. Eran coches y camiones en miniatura, molinos de viento, tiovivos, aviones, barcos y muchas cosas más que, en su mayoría, funcionaban a pilas. Era divertido verlos, e incluso nos montamos en algunos. Aquello pareció, durante un rato, la mañana de Reyes.
Cuando nos cansamos, seguimos explorando el interior de la camioneta. Un poco más adelante encontramos varias cajas grandes, llenas de motores eléctricos de diversos tamaños, con los cuales reponía aquellos otros que se hubieran roto o descompuesto. Los había a docenas, desde unos muy pequeños, apenas mayores que un carrete de hilo, hasta otros que no podíamos casi mover.
E inmediatamente, junto a todas estas cosas, encontramos el auténtico tesoro: las herramientas del anciano. Estaban ordenadas en estanterías dentro de un armario metálico tan grande como un baúl. Allí había destornilladores, sierras, martillos, abrazaderas, tornillos de banco, llaves inglesas, alicates. Además tenía tornos para soldar, soldadores y taladros eléctricos. Y lo que resultaba más maravilloso aún: al ser herramientas para juguetes, tenían casi todas un tamaño diminuto y podíamos manejarlas fácilmente. Sin embargo, no eran de juguete: estaban forjadas de un acero bien templado, tan bueno como el instrumental de un relojero o de un dentista. Arthur fue el primero en percatarse.
—¿Os dais cuenta de lo que tenemos aquí? Podríamos crear nuestra propia tienda de maquinaria. Con todas estas herramientas y esos motores podríamos hacer cualquier cosa que nos propusiéramos...
—Podríamos —dijo Jenner—, pero olvidas una cosa.
—¿Qué?
—No tenemos electricidad. El anciano no podía hacer funcionar estos aparatos con pilas. Los pequeños motores de los juguetes, sí, pero no los de verdad, no esas herramientas mecánicas. Tenía que enchufarlas a la corriente. Ahí, en la pared, está el cable que usaba.
En efecto, un gran rollo de cable negro colgaba de un gancho de la pared, rematado con enchufes, macho y hembra, en ambos extremos.
En ese momento intervino otra rata de nombre Sullivan. Era muy amigo de Arthur y, como él, estaba interesadísimo en todo lo relacionado con los motores y la electricidad.
—Quizá —sugirió— nosotros también podamos conectarlo a la red de una casa.
—Y ¿cómo? —dije yo—. ¿Quién nos va a dejar?
—¿Recuerdan la cueva que vimos el otro día? ¿Aquella que nos pareció demasiado próxima a la granja?
* * *
Aquello supuso el principio de todo. El final ya lo ha visto usted misma. Se refería a la cueva que ha visitado esta noche.
Todos volvimos allí en tropel y la examinamos con más detenimiento. Estaba demasiado próxima a un asentamiento humano, al menos más de lo que habíamos previsto en un principio. Pero vimos el enorme rosal que crecía junto al chamizo del tractor donde, tras un buen trabajo de excavación, podíamos disimular una entrada.
Sin embargo, lo más decisivo fue darnos cuenta de que en aquel garaje había luz eléctrica.
El señor Fitzgibbon había tendido un cable bajo tierra que conducía la electricidad desde la casa hasta allí. Nosotras cavamos otro túnel, hicimos una derivación en esa acometida y así conseguimos recibir toda la electricidad que necesitábamos. Por allí cerca pasaba una tubería de agua. Con ella hicimos otro tanto y de esta forma conseguimos agua corriente. Después fuimos trasladando poco a poco las herramientas y los motores desde el camión del buhonero a la cueva. Ya casi habíamos acabado de cogerlas todas cuando, un día, el camión desapareció. Volvimos por lo que quedaba y vimos que ya no estaba allí; sólo quedaba la huella de la rueda embarrancada. Se conoce que los guardas del bosque habían dado con él y lo habían remolcado. Pero no llegaron nunca a descubrir el túmulo donde yacía enterrado el anciano.
* * *
Así construimos todo lo que puede usted ver a su alrededor. Nuestra colonia prosperó y creció hasta alcanzar los ciento quince miembros. Enseñamos a leer y a escribir a nuestros hijos. Disponíamos de gran cantidad de alimento, de agua corriente, electricidad, un ventilador que proporciona aire fresco, un ascensor, una nevera. Nuestros hogares, soterrados a bastante profundidad, eran templados en invierno y frescos en verano. Llevábamos una existencia cómoda, casi lujosa.
Y, sin embargo, no todo iba bien. Tras aquel primer brote de energía con que emprendimos el traslado de la maquinaria, y las tareas de excavación de túneles y dependencias..., se apoderó de nosotros, al terminar, una sensación de descontento como si se tratara de una enfermedad contagiosa.
Nos negamos a aceptarla en un principio, tratando de ignorarla o de combatirla con nuevas tareas: ampliamos habitaciones, fabricamos muebles más bonitos, alfombras para las entradas..., cosas que, en realidad, no eran necesarias. Aquello me recordó un libro que leí en la mansión Bonifaz mientras buscaba artículos sobre las ratas. Contaba la historia de una mujer, la señora Jones, que vivía en una pequeña ciudad. Un día compró una aspiradora. Hasta entonces ella, como el resto de sus vecinas, con una escoba y una fregona había mantenido su casa limpia como un espejo. Pero con la aspiradora lo hacía más rápido y mejor y, muy pronto, la señora Jones se convirtió en la envidia de todas las amas de casa de la ciudad..., hasta que ellas también compraron el aparato en cuestión.
El negocio de aspiradoras tuvo tanto éxito que, de resultas, la compañía que las fabricaba abrió una filial en aquella ciudad. La nueva fábrica consumía mucha electricidad, por supuesto, y también las mujeres con sus aspiradoras; por todo ello, la compañía eléctrica del municipio no tuvo más remedio que levantar una planta eléctrica más grande para satisfacer tanta demanda. En sus hornos se quemaba carbón y sus chimeneas vertían día y noche una negra columna de humo que cubría toda la ciudad de una gruesa capa de hollín y que hacía que los suelos de todas las casas estuviesen más sucios que nunca. Pero las mujeres de aquella ciudad, gracias a un trabajo redoblado, conseguían mantener sus suelos casi tan limpios como antes de que la señora Jones comprase su aspiradora.
Aquel relato formaba parte de un libro de ensayo, y el motivo por el cual lo leí con tanto interés fue su título: «Carrera de ratas», que, según entendí, se refiere a una carrera en la que, por mucho que se corra, no se llega a ninguna parte. Pero no se ocupaba para nada de las ratas en todo el libro, y sentí que le hubieran puesto ese título porque pensé que aquello no era una carrera de ratas sino de humanos y que ninguna de nosotras, con dos dedos de frente, cometería semejante tontería.
Y, sin embargo, ¡ahí tiene usted! Nosotras estábamos atrapadas en algo muy parecido a una «carrera de hombres» y sin nada que lo justificara. Y lo peor de todo es que, incluso, nuestros proyectos de trabajo no nos llenaban. Llevábamos una vida muy cómoda. Yo pensaba en lo que aquel científico había escrito sobre nuestros antepasados de las praderas y aquello me preocupaba.
Lo mismo les ocurría a muchos otros miembros de la colonia. Convocamos una asamblea, mejor dicho, una larga serie de reuniones que se prolongaron durante más de un año. En ellas hablamos, discutimos, sopesamos argumentos y recordamos nuestras veladas en la mansión Bonifaz en las cuales habíamos imaginado cómo podría ser una civilización de ratas. Con bastante extrañeza observé que Jenner, mi viejo e íntimo amigo, intervenía poco en aquellas discusiones; permanecía en silencio, bastante taciturno y sin interés. Pero la gran mayoría compartía mi parecer y, lentamente, ciertas cosas fueron quedando claras; comprendimos nuestros problemas y, hasta donde pudimos, les dimos una respuesta.
En primer lugar, llegamos a la conclusión de que el hallazgo del camión del buhonero, que nos había parecido una suerte enorme, en realidad nos condujo a una trampa que más bien debíamos haber evitado. Como resultado estábamos robando más que nunca: no sólo comida, sino electricidad y agua. Hasta el aire que respirábamos nos llegaba gracias a un ventilador robado, que movía una electricidad también robada.
Desde luego, eso nos permitía llevar una vida aparentemente sin espinas. No teníamos apenas trabajo porque la vida de un ladrón se basa siempre en el trabajo de los demás.
En segundo lugar existía el miedo, presente en todos nuestros corazones, a que nos sorprendieran. Quizá no tanto a eso, ya que habíamos tomado nuestras precauciones, como a ser descubiertos. Estábamos seguros de que el señor Fitzgibbon se había dado cuenta de que parte de su cosecha desaparecía. Y, a medida que nuestro grupo crecía, teníamos que coger más y más.
Había empezado a revestir algunas cubetas de grano con chapas metálicas. Aquello no nos preocupaba en sí, porque sabíamos cómo abrir las puertas. Pero supongamos que se viera obligado a cerrarlas con un candado; podríamos cortar los candados o, incluso, horadar las láminas protectoras, ya que disponíamos de herramientas para hacerlo, pero eso conducía a un callejón sin salida: ¿qué pensaría el señor Fitzgibbon de unas ratas capaces de atravesar el metal?
Todas esas cosas nos preocupaban y de ellas hablábamos, esforzándonos por solucionarlas. Pero no podíamos encontrar respuestas sencillas... porque no las había.
Lo que, sin embargo, sí existía era una solución drástica.
* * *
Yo comencé a dar largos paseos por el bosque. Una idea rondaba en mi mente. Unas veces iba solo; otras, alguien me acompañaba.
Cierto día salí con Jenner. No le había hablado aún de mi idea, ni lo hice aquella mañana tampoco; tan sólo le propuse una dirección. Nos aprovisionamos de comida para el almuerzo. Recuerdo que era un día de otoño, luminoso y templado; las hojas de los árboles, movidas por el aire, susurraban y algunas ya amarilleaban.
En mis paseos había explorado las sendas de los jeeps con intención de descubrir a qué lugares iban y cuáles no pisaba nadie, ni siquiera los guardas. ¿Cuáles eran los rincones más salvajes del bosque?
De vez en cuando intentaba recabar información. Así, por ejemplo, pregunté a dos ardillas si sabían qué había al otro lado de una montaña que se alzaba ante mí. Pero eran unas tontas criaturas temerosas y, después de mirarme sorprendidas, las dos treparon velozmente a un roble desde donde, a grandes voces y agitando sus colas, me soltaron una sarta de improperios que no acabaron hasta que me alejé de allí. También pregunté a unas ardillas listadas, que fueron más educadas. No podían contestar a lo que les preguntaba. ¡No se habían alejado nunca de donde habían nacido más que unos cuantos metros! Me aconsejaron que preguntara a los pájaros y se refirieron a uno en concreto: un viejo búho, que era famoso en todo aquel bosque. Incluso me dijeron cómo llegar al enorme árbol en el que tenía su nido.
Aquello fue el inicio de mis contactos con el búho. Él conocía cada árbol, cada senda y cada piedra del bosque. Como usted sabe, su instinto no le predisponía amistosamente hacia nosotras, ni tampoco hacia los ratones, pero cuando le referí nuestra vida pasada en Nimh y nuestra fuga, su interés creció. Aunque nunca llegó a confesarlo, yo creo que varias noches había estado observando nuestras actividades desde el aire. Sea como fuere, era curioso y escuchó con atención el relato de nuestros problemas y mis ideas para solucionarlos. He hablado con él muchas veces desde aquel día.
Fue él quien me habló del valle de los Abrojos.
Este valle se encuentra en el corazón del bosque, más allá del gran árbol. Las huellas de los jeeps no lo cruzan, ni siquiera pasan por las cercanías ya que las montañas que lo rodean lo impiden; son demasiado escarpadas y rocosas incluso para vehículos todo terreno y, además, están cubiertas de matorrales espinosos. El búho me aseguró que en todos los años que él había volado sobre la comarca, jamás había visto ser humano alguno.
Sin embargo, el fondo del valle es un llano abierto, de más de un kilómetro de largo; una muralla de paredes escarpadas lo rodea. Hay tres lagunas a las que deben de afluir arroyuelos, ya que nunca se secan. El búho me dijo que, en días claros, había visto peces en ellas. Y yo pensé si las ratas seríamos capaces de tejer redes o aparejar anzuelos para pescar.
Aquel valle fue el que buscaba el día que salí con Jenner.
Seguí el meticuloso itinerario que el búho me había trazado; pero, aun así, tardamos medio día, a buen paso, en llegar a la falda de la montaña. Después, durante más de una hora, trepamos y trepamos por zonas muy escarpadas que no presentaban mayor dificultad, ya que nosotras somos mucho mejores escaladoras que los hombres y, además, al ser más pequeñas, tenemos pocos problemas para sortear los bosquecillos de maleza. Desde la cima de aquella cordillera pudimos, al fin, contemplar la otra parte. Allí abajo vimos el valle que se extendía a nuestros pies.
Era un hermoso paraje solitario y tranquilo. Entre las copas verdes y amarillas de los árboles acerté a ver una de las lagunas, en cuyas aguas se reflejaba el sol. Se me ocurrió pensar que mis ojos y los de Jenner eran los primeros que lo veían. Pero no era cierto, pues, al descender al valle, apareció de repente un ciervo entre los árboles frente a nosotros y se alejó saltando colina abajo. Allí había animales salvajes. ¿Sospecharían ellos que al otro lado de aquellas paredes existían ciudades, carreteras y personas?
Un bosque de robles y arces, de gran extensión, cubría la mayor parte del valle, pero junto a una de las lagunas vi aquello que esperaba descubrir: una amplia zona despejada, un claro donde sólo crecía hierba y flores salvajes. Se encontraba en el otro extremo del valle y detrás se alzaba la pared de la montaña: una vertiente escarpada con grandes promontorios de piedra, es decir, trampolines de granito que sobresalían dos tres metros encima del valle.
—Podríamos vivir aquí—le insinué a Jenner.
—Supongo que sí—se limitó a decir él—. Es un bello lugar. Pero está muy lejos del granero. Piensa en la distancia que tendríamos que recorrer con el grano a cuestas. Y no hay electricidad.
—Podríamos cultivar nuestros propios alimentos —dije yo. Iba a añadir, aunque no lo hice: y quizás, algún día, podamos producir esa electricidad por nuestros medios, si decidimos que la necesitamos.
—No sabemos hacerlo —replicó Jenner—; y, en todo caso, ¿dónde los cultivaríamos?
—Aquí mismo. Sería fácil despejar esto de yerbajos y arbustos, y si cavamos en la ladera de la montaña, debajo de las rocas salientes, tendremos una cueva todo lo espaciosa que queramos, seca y cálida, con un buen techo y con capacidad suficiente para albergar a miles de ratas.
—No somos tantas.
—Pero podríamos serlo algún día.
—¿Para qué trasladarnos? Estamos en un sitio mejor que éste. Tenemos toda la comida que queremos. Y, además, electricidad, luz y agua corriente. No puedo entender por qué todo el mundo se obstina en cambiar las cosas de como están.
—Porque todo lo que tenemos es robado.
—¡Qué tontería! ¿Es un robo que los granjeros aprovechen la leche que sacan de sus vacas o los huevos de sus gallinas? Lo que sucede es que son más espabilados que ellas y ya está. Pues bien, la gente es nuestra vaca. Si somos lo bastante listos, ¿por qué no vamos a cogerles su comida?
—No es lo mismo. Los granjeros alimentan a sus vacas y sus gallinas y las cuidan. Nosotras no hacemos nada a cambio de lo que tomamos. Además, sí seguimos así, acabarán por descubrirnos.
—Y ¿qué importa? ¿Qué puede sucedernos? Los humanos han tratado de exterminarnos durante siglos, pero nunca lo han logrado. Y, encima, nosotras somos las más listas de nuestra especie. ¿Qué van a hacer? ¿Dinamitarnos? Deja que lo intenten. Ya daremos con el lugar donde hayan colocado la dinamita y la utilizaremos contra ellos.
—Y entonces se darán cuenta de todo. ¿No te das cuenta, Jenner? Si hiciéramos algo así se darían cuenta de quiénes somos y de lo que sabemos. Y entonces sólo pueden pasar tres cosas: o nos dan caza y nos matan; o, tras capturarnos, nos ponen en una barraca de feria; o, peor aún, nos devuelven a Nimh. Y esta vez para siempre.
—No me creo nada de eso —dijo Jenner—. Tú tienes esa idea metida en la cabeza: tenemos que empezar desde cero, trabajar mucho y construir una civilización de ratas. Y yo me pregunto: ¿por qué empezar sin nada cuando podemos tenerlo todo? Tenemos ya una civilización.
—No, no es cierto. Vivimos a expensas de otros, como las pulgas del lomo de un perro. Si el perro se ahoga, las pulgas van detrás.
* * *
Así empezó una discusión que nunca tuvo un fin definitivo. Jenner no aceptaba mi punto de vista, ni yo el suyo. No se trataba de que fuese perezoso y no quisiese trabajar. Lo que sucedía se resume en que él era más cínico que nosotros y no le importaba robar. Era un pesimista. Nunca creyó con firmeza que pudiéramos abrirnos paso por nuestros propios medios. Y a lo mejor tenía razón. Pero yo, y la mayoría de nosotros, nos sentíamos en la obligación de intentarlo, por lo menos. Si fracasábamos..., bueno, entonces, supongo que tendríamos que volver aquí o buscar alguna otra finca. O, incluso, olvidarnos de todo aquello que hemos aprendido y volver a robar basuras.
Y así empezamos a preparar el Plan. Hemos tardado mucho tiempo. Esta primavera hará tres años que empezamos a fijarnos en lo que hacía el señor Fitzgibbon y en cómo lo hacía para obtener alimento de la tierra. Recopilamos libros y revistas sobre agricultura. En seguida nos dimos cuenta de que para dejar de robar definitivamente, debíamos robar durante un tiempo más que nunca. Hemos acumulado provisiones para dos años, de manera que incluso si el primer año no conseguimos una buena cosecha, estamos seguros de que no pasaremos hambre. Ya hemos transportado dos tercios al valle de los Abrojos y hemos cavado una cueva para almacenarlas debajo de una gran roca y que se conserven secas. Tenemos semillas y arados propios, hemos limpiado y roturado la parte de las tierras que están junto a la laguna y, dentro de unos días, empezaremos a sembrar por primera vez. Hemos hecho hasta canales de irrigación para caso de inundación.
Nos hemos fijado unas fechas, una especie de cuenta atrás, y a principios de junio estaremos, fuera de esta cueva, lejos del granero del señor Fitzgibbon, y espero que sea para siempre.