3. El cuervo y el gato
La señora Frisby volvió a mirar al sol y se dio cuenta de que se enfrentaba con un desagradable dilema. Podía optar por regresar dando el mismo rodeo de antes, en cuyo caso terminaría, con toda segundad, caminando de noche sola por el bosque. Aquel panorama no era muy halagüeño porque, a esa hora, el bosque cobra una vida llena de peligros: es cuando el búho sale a cazar, y zorros, comadrejas y extraños gatos salvajes acechan emboscados tras los troncos de los árboles.
La otra posibilidad también podía resultar peligrosa; pero, si tenía suerte, estaría en casa antes de que anocheciese del todo. Consistía en tomar la ruta más corta, atravesando el patio de la granja entre el granero y el gallinero, sin acercarse demasiado a la casa, lo cual acortaría el viaje en la mitad. Seguramente el gato andaría por allí; pero a la luz del día y a cielo descubierto, lejos de la maleza, probablemente le detectaría antes de que él la viera a ella.
El gato... se llamaba Dragón. La mujer del granjero Fitzgibbon le había puesto ese nombre en broma cuando no era más que un cachorrillo que quería parecer feroz. Pero, al crecer, resultó que el nombre le sentaba bastante bien. Era enorme, con una cabeza inmensa y una gran bocaza llena de colmillos curvos y puntiagudos como alfileres. Tenía siete uñas en cada zarpa y una cola pilosa que repartía bruscos mandobles a diestro y siniestro. Tenía un pelaje naranja y blanco, y los ojos de color amarillo chillón. Y, cuando saltaba para atacar, lanzaba un chillido ahogado, muy agudo, que paralizaba a sus víctimas en el sitio.
Pero la señora Frisby prefería no pensar en eso de momento. Para evitarlo, mientras salía del bosque de casa del señor Cronos y llegaba al patio, concentró sus pensamientos en Timothy: en cómo le brillaban los ojos de picardía cuando urdía alguna bromilla, cosa que hacía con frecuencia, y en lo amable que era siempre con la cabeza de chorlito de su hermana Cynthia. Sus otros hijos a veces se reían de ella cuando se confundía o se impacientaban porque siempre lo perdía todo, pero Timothy nunca. Es más, él la ayudaba siempre. Y una vez cuando la propia Cynthia estuvo en la cama con un resfriado, él se pasó horas sentado a su lado, entreteniéndola con cuentos que iba inventando y para los que parecía tener una inspiración ilimitada.
Aferrando con fuerza los sobres de medicinas, la señora Frisby pasó por debajo de la valla y se encaminó hacia la granja. El primer trecho era un amplio terreno de pasto. El granero, cuadrado, rojo y grande, se alzaba a su derecha; a su izquierda, más allá, estaban los gallineros.
Cuando, por fin, llegó a la altura del granero, vio la tela metálica que cercaba el otro extremo del pastizal; y, mientras se aproximaba, un ruido repentino la sobresaltó. Al principio creyó que se trataba de una gallina extraviada que había sido... ¿capturada por un zorro? Miró al otro lado de la valla y vio que no se trataba de nada de eso, sino de un cuervo joven que aleteaba sobre la hierba y que hacía unas cosas rarísimas. Mientras ella lo estaba observando, él voló hasta el alambre superior de la cerca, a donde se encaramó durante un minuto, como si estuviera en una percha. Después desplegó las alas otra vez; empezó a aletear con fuerza y despegó. Pero apenas metro y medio más allá frenó en seco, dando un chasquido, y se precipitó contra el suelo, mientras en la caída perdía una nube de plumas negras al tiempo que lanzaba un graznido.
Estaba atado a la cerca. Algo que parecía un alambre se había enrollado a una de sus patas por un lado y a la valla por el otro. La señora Frisby se acercó unos pasos y pudo comprobar que, después de todo, no era un alambre, sino una cinta plateada, probablemente de un regalo de Navidad que había ido a parar allí.
El cuervo estaba sentado en la cerca, picoteando inútilmente la cuerda, y se graznaba suavemente a sí mismo un lamentoso quejido. Al cabo de un rato volvió a extender las alas, y la señora Frisby se dio cuenta de que iba a intentar volar otra vez.
—¡Espera! —le gritó.
El cuervo miró hacia abajo y la vio entre la hierba.
—¿Por qué? ¿Es que no ve que estoy atrapado? Tengo que soltarme.
—Pero si vuelves a hacer todo ese ruido, ten por seguro que el gato te oirá. Si es que no lo ha hecho ya.
—Usted también haría ruido si tuviese una pata enganchada a la cerca por un trozo de cuerda y viera que la noche se le echa encima.
—Yo no lo haría —respondió la señora Frisby— si estuviera en mis cabales y supiera que el gato anda cerca. ¿Quién te ató?
Intentaba calmar al cuervo, que, lógicamente, estaba muy asustado.
El se azaró y fijó la vista en sus patas.
—Yo cogí la cuerda y se me enrolló en el pie. Me senté en la cerca para intentar quitármela y se quedó prendida a ella.
—¿Por qué la cogiste?
El cuervo, que realmente era muy jovencito, de un año sólo, contestó avergonzado:
—Porque era brillante.
—Para que aprendas.
—Ya me lo han dicho.
«¡Cabeza de pájaro!», pensó la señora Frisby, y recordó lo que su marido solía decir: «El tamaño del cerebro no es índice de su capacidad.» Y bien traído a colación estaba, ya que la cabeza del cuervo era el doble de grande que la suya.
—Siéntate calladito —le dijo—. Mira hacia la casa y dime si ves al gato.
—No está, pero no puedo ver detrás de los arbustos. Vaya, si pudiera volar un poco más alto...
—No —dijo la señora Frisby.
Miró al sol. Se estaba poniendo detrás de los árboles. Pensó en Timothy y en la medicina que le llevaba. Sin embargo, sabía que no podía abandonar a aquel alocado cuervo a una muerte segura, y muy probablemente antes de la puesta del sol, por unos minutos de trabajo. Quizá pudiera hacerlo durante el crepúsculo, si se daba prisa.
—Baja aquí —le dijo— y yo te quitaré la cuerda.
—¿Cómo? —preguntó el cuervo, perplejo.
—No discutas. No dispongo más que de un momento —le contestó ella con una voz tan autoritaria que el cuervo descendió inmediatamente.
—Pero, si viene el gato... —dijo él.
—Si viniera el gato, te derribaría de la cerca de un zarpazo y del siguiente te atraparía. Estate en silencio.
Ella ya se había puesto a la tarea, mordisqueando el cordel con sus afilados dientes. Lo tenía enroscado varias veces al tobillo derecho y, enseguida, se dio cuenta de que tendría que cortarlo por tres sitios para lograr soltarlo.
Al acabar la segunda hebra, el cuervo, que miraba fijamente hacia la casa, gritó de repente:
—¡Veo al gato!
—¡Calla! —susurró la señora Frisby—. ¿Nos ha visto?
—No lo sé. Sí, me está mirando a mí. Me parece que a usted no la ve.
—Estate completamente quieto. No te pongas nervioso.
Ella no levantó la vista, y continuó trabajando en la tercera hebra.
—Se está moviendo hacia aquí.
—¿Deprisa o despacio?
—Normal. Creo que está intentando imaginarse lo que estoy haciendo.
Ella acabó de cortar la cuerda de un tirón y ésta cayó al suelo.
—Venga, ya estás libre. Echa a volar. Rápido.
—Pero ¿y usted?
—A lo mejor ni me ha visto.
—Pero lo hará, está acercándose.
La señora Frisby miró a su alrededor. No había ni un solo cobijo en los alrededores; ni una roca, ni un agujero, ni un leño, nada en absoluto. Lo más cercano era el gallinero, pero se encontraba en la dirección por la que venía el gato, y había un buen trecho hasta allí.
—Escuche —dijo el cuervo—, súbase a mi espalda. Deprisa, agárrese.
La señora Frisby lo hizo tal como le ordenaba, no sin antes agarrar fuertemente con los dientes los paquetes de la preciosa medicina.
—¿Está arriba?
—Sí.
Se agarró a las plumas traseras; sintió el batir de las poderosas alas negras, un vertiginoso despegue en vertical y cerró los ojos.
—Justo a tiempo —dijo el cuervo, y hasta ellos llegó el furioso chillido del gato al saltar hacia donde ellos habían estado sólo un momento antes—. Es una suerte que pese tan poco. Casi ni me doy cuenta de que la llevo.
«Menuda suerte —pensó la señora Frisby—. Si no hubiera sido por tu atolondramiento, no me habría encontrado en semejante apuro.»
Sin embargo, juzgó que no era prudente decirlo en voz alta, en las actuales circunstancias.
—¿Dónde vive? —preguntó el cuervo.
—En la huerta, junto a la piedra grande.
—La bajaré allí.
Se estaban ladeando de forma alarmante y, por un momento, la señora Frisby pensó que más que bajarla iba a tirarla. Pero segundos después, así vuelan los cuervos de deprisa, ya estaban planeando, para aterrizar a un metro de la puerta principal de su casa.
—Muchísimas gracias —dijo la señora Frisby saltando al suelo.
—Soy yo el que debería dárselas —contestó el cuervo—. Me ha salvado la vida.
—Y tú la mía.
—Ah, pero no es lo mismo. La suya no se hubiera puesto en peligro si no hubiera sido por mí; por mí y por mi trozo de cuerda.
Puesto que la señora Frisby pensaba eso también, no le replicó.
—Todos nos ayudamos unos a otros contra el gato —dijo ella.
—Cierto. De todas formas, estoy en deuda con usted. Si alguna vez me necesita, espero que no dude en pedirme ayuda. Me llamo Jeremy. Dígaselo a cualquier cuervo de estos bosques y él me buscará.
—Gracias —dijo la señora Frisby—. Lo recordaré.
Jeremy se perdió volando en el bosque y ella entró en su casa, llevando consigo las tres dosis de medicina.