27. El doctor
A la mañana siguiente, el señor Fitzgibbon arrancó el más grande de los dos tractores que tenía: uno enorme que guardaba en el granero, con el cual remolcaba la segadora cuando había que recoger la cosecha. Con ayuda de Paul y Billy ajustó la gran pala niveladora en la parte delantera. Después, lo hizo salir bramando por la puerta del granero y lo detuvo junto al rosal.
—Esperaremos hasta que vengan —dijo, apagando el motor.
La señora Frisby no podía soportar verlo; pero aún menos dejar de hacerlo. Sabía que nada se ganaría con que ella fuera allí; no podía hacer nada. Sin embargo, ¿cómo aguantar en casa mientras diez ratas, entre las cuales estaban Justin y Brutus, aguardaban valientemente bajo tierra? De ninguna manera.
Al principio pensó en ir a su puesto de observación en el poste de la esquina. Después se decidió por algo mejor: más cerca del rosal, en la linde del bosque, se alzaba un nogal; su corteza escalonada invitaba a trepar por ella. A poco más de dos metros de la base arrancaba una rama recta hacía fuera. Subida a ella, junto al tronco, tendría una buena panorámica, sin que a ella se la viera. Podría mirar tanto al rosal como a un zarzal del bosque donde, aunque nunca lo hubiese comprobado, estaba segura de que debía ocultarse la salida trasera de las ratas. Se acomodó dispuesta a esperar. Era una mañana heladora. Y una brisa húmeda arrastraba jirones de neblina gris.
Había transcurrido alrededor de media mañana cuando un camión blanco y cuadrado se adentró por la vereda. Se dirigió en primer lugar a la casa. Un hombre, vestido con un uniforme blanco, descendió de él y llamó a la puerta de los Fitzgibbon. La señora Frisby estaba demasiado lejos para oír los golpes y tampoco pudo entender lo que le dijo a la señora Fitzgibbon cuando ésta salió al porche. Pero diez segundos más tarde Billy salía corriendo hacia el granero, en donde el señor Fitzgibbon se encontraba trabajando. El hombre volvió al camión y esperó de pie junto a la puerta abierta de la cabina. A través del parabrisas, la señora Frisby vio a otros dos sentados en el asiento delantero. Uno de ellos llevaba gafas de montura de concha.
En ese momento, el señor Fitzgibbon se aproximaba al camión; Billy danzaba tras él aparentemente bastante excitado. Estuvieron conferenciando sin que la señora Frisby captara nada de lo que se decía, aunque sí los gestos que hacían, señalando al rosal y la apisonadora, parada ante él. El hombre de blanco se subió al asiento del conductor y condujo su camión por el césped, hasta dejarlo junto al tractor, a unos dos metros del rosal.
La señora Frisby lo miró detenidamente. Si tenía algo escrito, debía de estar al otro lado, fuera del alcance de su vista. Los tres hombres descendieron y, entonces, ya sí pudo oír su conversación.
—Es muy grande, la verdad —dijo uno de ellos—, y fíjense en esas espinas. Cuesta entender cómo, siquiera una rata, puede penetrar en él.
El hombre de las gafas de concha rodeó el rosal, examinándolo meticulosamente. Se inclinó.
—Miren esto —dijo él—. Hay un agujero de entrada, muy bien disimulado. Y detrás, ¡fíjense! Un camino hacia el interior.
Se volvió hacia el señor Fitzgibbon, que se había acercado con Billy.
—Tiene usted razón. Hay que arrancarlo. Nos llevaría un día entero abrirnos paso por aquí. Pero córtelo tan al ras del suelo como le sea posible. Si excava mucho se descubrirá la madriguera y escaparán.
Después añadió:
—Será mejor que diga al chico que se eche hacia atrás. Vamos a utilizar cianuro, y es peligroso.
Billy, después de protestar un rato, fue despachado al porche trasero, desde donde la señora Fitzgibbon observaba la operación.
Uno de los hombres había ido al otro extremo del rosal, el extremo más próximo al árbol de la señora Frisby.
—¡Doc! —gritó—. Aquí hay otra entrada al arbusto y un agujero justo al lado.
«Doc» era el hombre de las gafas de concha. Le llamaban así porque era doctor. La señora Frisby pensó: «Este es el doctor no sé qué.» Él era el responsable del grupo.
—¿Puedes acceder a él? —le preguntó.
—No muy bien. Hay demasiadas espinas.
El doctor dio la vuelta y lo estudió.
—No —dijo—. De todas formas, ésta será posiblemente la salida de urgencia. Encontraremos la madriguera principal más cerca del tronco del arbusto.
Se volvió hacia el señor Fitzgibbon, que ya estaba montado en su tractor, y le dijo:
—De acuerdo. Dele por aquí, para que caiga lejos del cobertizo.
El señor Fitzgibbon hizo un gesto afirmativo y el motor arrancó en medio de un rugido. Empujó una palanca e hizo que la pesada pala de acero subiera y después bajara hasta casi tocar el suelo con la parte de abajo. La pala tendría por lo menos dos metros y medio de anchura. Tiró de otra palanca y, esta vez, las ruedas de neumáticos claveteados, tan grandes como ventanas, escarbaron en la tierra y la pala avanzó lamiendo el suelo.
El arbusto se resistió en un primer momento, para ceder después, entre chasquidos y crujidos, al inexorable empuje de la pala. Con un solo empellón, un tercio del rosal se derrumbó, convirtiéndose en una masa retorcida de espinas que quedó apilada unos seis metros más allá. La tierra temblaba bajo las ruedas y la señora Frisby pensó en las diez ratas que se acurrucaban en el interior de la galería. ¿Qué pasaría si la tierra, allí donde habían excavado la cueva, se derrumbaba y las atrapaba?
Un nuevo empellón barrió otro tercio. Ya sólo quedaban unos rastrojos espinosos donde, apenas un momento antes, se alzaba el arbusto. En el porche, la señora Fitzgibbon se tapó los ojos con las manos mientras Billy alentaba con alegres gritos la operación.
A la vista quedaron dos agujeros: sencillas entradas redondas a una madriguera de ratas. No había ni rastro del pequeño montículo ni de la elegante entrada en arco. Arthur había realizado su trabajo a conciencia. La señora Frisby se sorprendió al ver ese segundo agujero. Pero en seguida recordó lo que la rata había dicho:
«Démosles otra salida para que la intercepten». ¡Pues claro! Habían excavado otro agujero. Lo más seguro, se dijo a sí misma, que fuera ciego y que no condujese a ninguna parte.
Los hombres de los monos blancos entraron en acción. Las puertas traseras del camión se abrieron de par en par y desenrollaron una larga manguera flexible. Era como la de los bomberos, excepto que aquélla, en vez de terminar en una boquilla, lo hacía en un émbolo redondo parecido a una gran pelota de goma a la que hubieran cortado por la mitad. Uno de los operarios se colocó una máscara con un cristal a la altura de los ojos y un tubo conectado a una mochila que llevaba a la espalda. Una máscara de gas.
Aquel hombre tiró de la manguera, llevándola al agujero del centro, haciendo presión sobre él y cubriéndolo completamente.
De la parte de atrás del camión, los otros dos hombres tomaron una gran caja de madera y alambre, de casi un metro de anchura, y la colocaron sobre el segundo agujero. Era una jaula, pero en el centro del suelo tenía una puerta de bisagras sólidas. La abrieron colocando la abertura directamente sobre el hueco de la tierra. Después se retiraron. Uno de ellos sostenía un cordel que utilizaría para cerrar la jaula una vez que las ratas estuvieran dentro.
—¿Todo listo? —gritó el doctor al hombre de la máscara.
Este hizo un gesto afirmativo.
—Échese atrás —dijo el doctor al señor Fitzgibbon, que había dejado el tractor para ir a observar la operación. Caminó hacia el camión, se metió en su interior y pulsó un botón. La señora Frisby oyó la suave vibración de una bomba.
Ese era el momento.
Se volvió y observó el zarzal del bosque. ¿Habrían oído la bomba? ¿Dónde estarían? ¡Por favor, que salieran!
Pasó, por lo menos, un minuto. Los hombres de blanco vigilaban la trampa. Nada se movió.
En aquel momento ella vio tras las zarzas, medio oculta por un remolino de niebla, una silueta parda, una rata, que se sacudía la suciedad de las orejas. Luego, otra. Después, tres más. Se apiñaban en silencio, esperando. Más. ¿Cuántas? ¿Diez? Siete. Sólo siete. ¿Dónde estarían las otras tres? Siguieron aguardando...
Al rato, como si se hubieran puesto de acuerdo, abandonaron la espera. Echaron a correr todas juntas pero no hacia el bosque a ponerse a salvo, sino en dirección contraria, hacia los restos del rosal hacia los hombres. Al llegar al borde del arbusto, aparentando estar presas de la confusión, corrieron unas a la derecha, otras a la izquierda para, después, volver al bosque. Los hombres no las habían visto, pero la señora Frisby, sí. Al instante se reagruparon detrás del zarzal y una vez más volvieron a la carga, aunque ahora lo hicieron en grupos más pequeños: primero dos, luego tres, después dos otra vez. Ella se dio cuenta de lo que tramaban. No estaban confundidas en absoluto; lo que hacían era que siete ratas parecieran veinte o cuarenta: un goteo constante. Entre la niebla, en medio de las vertiginosas vueltas, carreras, revueltas y escondidas, la señora Frisby no podía reconocer a ciencia cierta a ninguna rata.
Los hombres gritaron:
—¡Miren allá!
—¡Todo un grupo!
—¿Cómo habrán conseguido salir?
—¡Traigan las redes!
El doctor apagó la bomba y el hombre de la manguera se quitó la máscara. Mientras una nueva oleada de ratas danzaba en el borde de la zona despejada, los tres hombres se precipitaron al camión, del que sacaron unas redes de mango largo.
Pero la señora Frisby, encaramada a su rama, miraba en aquel momento hacia las zarzas. Vio algo de lo que nadie más, ni las mismas ratas, se percató. Una octava rata había salido. Emergió corriendo, pero al poco cayó al suelo; volvió a levantarse y siguió corriendo, aunque esta vez más lentamente, trazando un círculo hacia la derecha. Daba la sensación de que no sabía a dónde iba. Llegó a una zona donde crecían unos arbolitos formando matorrales dispersos. Quedaba casi fuera de su vista y allí se desplomó bruscamente y permaneció inmóvil en el suelo.
Mientras tanto, los tres hombres, blandiendo sus cazamariposas a poca distancia del suelo, corrían sobre los rastrojos hacia aquel desfile de ratas. Pero, al llegar allí, éste se había desvanecido. Las ratas, una vez cumplido su propósito, se escabulleron en el brumoso bosque y, en aquella ocasión, ya no volvieron a aparecer. La señora Frisby los siguió con la mirada hasta que desaparecieron de su vista, galopando como flechas, en una sola fila, en dirección a lo más profundo del bosque para después subir la montaña. La retaguardia se había ido, rumbo al valle de los Abrojos.
Pero la octava rata permanecía inmóvil entre los arbolitos. Y dos más no habían salido.
—Se han ido —dijo el que se había quitado la máscara—. Nos han burlado.
—¿Qué ha pasado? —dijo el señor Fitzgibbon, que continuaba junto al tractor.
—Muy sencillo —contestó el doctor—. Tenían dos agujeros de salida y han utilizado el otro.
Caminó hacia al zarzal y se inclinó, apartando con el pie las ramas.
—Aquí está —exclamó—. ¡Menuda longitud de túnel! Es uno de los más largos que he visto.
Les dijo a los otros dos hombres:
—Traigan los picos y las palas.
Cavaron durante media hora; abrieron una trinchera estrecha siguiendo el túnel. Desde el lugar en que se encontraba, la señora Frisby sólo podía ver la parte superior de la zanja y no el fondo. Continuó observando, diciéndose a sí misma que a lo mejor, después de todo, sólo había ocho. Quizá decidieron que ese número era suficiente.
Entonces una de las palas dio con la habitación de almacenamiento de las ratas.
—Aquí hay dos —dijo uno de los hombres.
A la señora Frisby le dio un vuelco el corazón. ¿Quiénes serían? Hubiera querido correr a mirar, pero no se atrevió.
—¡Cuidado! —advirtió el doctor—. Es posible que aún haya gas ahí.
—Buff... —dijo uno de los hombres—. Eso no es gas, es basura.
—Descúbranlo un poco más —dijo el doctor.
Uno de ellos continuó manejando la pala un rato; después, el doctor se asomó.
—Basura —dijo—. La cena de ayer noche. Basura y dos ratas muertas.
La señora Frisby pensó: «Parece decepcionado.»
—¿Sólo dos?
—Sí. Es fácil entender lo que ha pasado. Una madriguera de este tamaño puede haber albergado a un par de docenas, por lo menos. Pero estas dos debían de encontrarse delante, cerca de la entrada. Inhalaron el gas y eso las mató. Pero, antes de morir, debieron avisar a las demás. De forma que las otras pudieron huir.
—¿Avisarlas? —dijo el señor Fitzgibbon—. ¿Son capaces de hacer eso?
—Sí —dijo el doctor—. Son animales inteligentes. Y hay unas que saben hacer bastante más que eso.
Pero no dio más explicaciones, sino que se volvió a uno de sus ayudantes.
—Por otra parte, también podríamos llevarnos a estas dos.
El hombre sacó del camión una bolsa blanca de papel y unos guantes de plástico. Se los puso, metió las manos en el agujero y depositó a las dos ratas en la bolsa. Lo hizo dando la espalda a la señora Frisby, de forma que ésta no tuvo oportunidad ni de echarles una ojeada.
—De acuerdo —dijo el doctor—. Vamos a taparlo.
Volvieron a rellenar la trinchera y regresaron al camión.
—¿Me harán el favor de comunicarme si tienen rabia? —dijo el señor Fitzgibbon.
—¿Rabia? —dijo el doctor—. Sí, desde luego. Pero lo dudo mucho. Tienen aspecto de gozar de una salud perfecta.
«Una salud perfecta—pensó la señora Frisby entristecida—, excepto que están muertas.» Miró hacia el bosque, a los arbolitos entre los que yacía la otra. ¿Estaría también muerta? Para su sorpresa, le pareció que se movía. ¿O no? Con aquella niebla era difícil asegurarlo. Pero algo se estaba moviendo.
Después de que el camión partiera, el señor Fitzgibbon se quedó mirando los restos del rosal. Parecía vagamente sorprendido y decepcionado; debía de estar preguntándose, pensó la señora Frisby, si había merecido la pena todo aquello para exterminar dos ratas. Él no podía saber, por supuesto, que las demás se habían marchado para no volver, y que su granero estaba a salvo. Al cabo de un rato se volvió y se fue caminando hacia su casa.
En cuanto le vio en casa, la señora Frisby bajó del árbol, escurriéndose en el bosque. Ya en tierra no podía ver a la rata ni el matorral bajo el cual yacía, pero sabía en qué dirección se encontraba y hacia allí se fue. Rodeó un tocón, saltó sobre un lecho de hojas muertas, pasó un cedro..., y llegó a los arbolitos entre los que estaba la rata aún tumbada sobre su costado.
Era Brutus. Junto a él, intentando inútilmente moverle, se encontraba el señor Cronos.
Ella llegó sin resuello, por la carrera que se había dado.
—¿Está muerto?
—No. Está inconsciente, pero sigue vivo y respira. Creo que se repondrá si consigo que trague esto.
El señor Cronos señalaba una botella de corcho, del tamaño de un dedal, junto a él en el suelo.
—¿Qué es eso?
—Un antídoto contra el veneno. Pensamos que esto podía suceder, así que lo preparamos anoche. Sólo inhaló un poco de gas, llegó hasta aquí y se desplomó. Ayúdeme a levantarle la cabeza.
El señor Cronos no podía levantar la cabeza de Brutus y, al mismo tiempo, la botella. Pero, con la ayuda de la señora Frisby, forzó la boca de la rata e hizo que la abriera, vertiendo en ella unas cuantas gotas del humeante líquido que contenía la botella. A los pocos segundos, Brutus hizo un ruido, tragó con esfuerzo y habló.
—Está oscuro —dijo—. No puedo ver.
—¡Abre los ojos! —le ordenó el señor Cronos.
Brutus los abrió y miró a su alrededor.
—Estoy fuera. ¿Cómo he llegado aquí?
—¿No lo recuerdas?
—No. Esperen. Sí... Estaba en el agujero. Olí el gas; un olor espantoso. Sofocante y dulzón. Intenté correr, pero me tropecé con alguien que estaba en el suelo y me caí. Debí de tragar más gas. No me pude levantar.
—¿Y después?
—Oí a las demás pasar corriendo a mi lado. No las podía ver. Estaba más oscuro que de noche. Entonces una de ellas se tropezó conmigo y se detuvo. Me puso de pie e intenté volver a correr. Pero estaba muy mareado y me caí de nuevo. La otra me ayudó a levantarme y yo di unos pasos más. Siguió tirando de mí y empujándome. Por fin, sin saber cómo, llegué al fondo del túnel. Vi la luz y el aire olía mejor. Pero allí no había nadie más; pensé que las otras se habían marchado y yo corrí un trecho más. Eso es todo lo que recuerdo.
La señora Frisby le preguntó:
—¿Qué le sucedió al que le ayudó?
—No sé quién era. No podía ver y él no dijo ni una palabra. Supongo que intentaba contener la respiración lo más posible. Cuando llegamos cerca del final y podía ver la luz, me dio un último empujón hacia allí. Y se volvió.
—¿Que se volvió?
—Sí. Dese cuenta, quedaba todavía otra rata allí dentro: aquella con la que tropecé. Creo que regresó a ayudarla.
—Quien quiera que fuese —dijo la señora Frisby—, nunca llegó a salir. Murió allí dentro.
—Quien quiera que fuese —proclamó el señor Cronos— fue un valiente.