Pamplona: donde se detiene el tiempo

La Fiesta había comenzado de verdad, e iba a durar así, día y noche, a lo largo de toda una semana. Se seguiría bebiendo, bailando, haciendo ruido. Ocurrirían cosas esos días que sólo pueden suceder durante la Fiesta. Todo adquiría un tinte de irrealidad.

       ERNEST HEMINGWAY

       Fiesta, Cap. X

 

—¡Lola! ¡Lola! ¡Despierta!

La puerta de roble de la habitación se entreabrió mostrando a una mujer de mediana edad y aspecto desgarbado. Lola MacHor acababa de levantarse. Eso decían sus rojizos cabellos alborotados, sus ojos verdes a medio abrir y el estrecho pijama de batista que marcaba las pronunciadas formas de sus caderas.

—¡Nos hemos dormido! —sentenció cuando fue consciente de dónde estaba y quién había llamado a su puerta—. ¿Qué hora es?

—Cerca de las diez.

—De modo que nos hemos perdido el encierro...

—En efecto, pero como ya nada se puede hacer, duchémonos con calma y vayamos a desayunar.

—De acuerdo, pasa tú primero. Yo todavía tengo que despertarme.

Jaime no replicó. Cogió un juego de toallas y se metió en el cuarto de baño.

Mientras su marido se duchaba, Lola se entretuvo contemplando las excelentes vistas que el mirador de su luminosa habitación le ofrecía.

Los visitantes que habían mullido durante décadas aquellos colchones habían conferido fama al hotel La Perla. Sin embargo, Alfonso XIII, Ernest Hemingway —cuando tuvo dinero para costeárselo—, Pablo Sarasate, Orson Well —que se marchó sin pagar— o un don Juan de Borbón, disfrazado de albañil en época de la dictadura, habían acudido a alojarse allí por su envidiable emplazamiento: desde sus balcones orientados a Estafeta, no sólo se veía el encierro en primera fila, sino que también se vivía; su proximidad al meollo de la fiesta permitía disfrutar de todo sin otro coste que el ruido y unos elevados precios.

El balcón de la habitación de Lola y Jaime desaguaba en la ancha calle Chapitela, donde la animación era notable. Parecía mentira que a esa hora de la mañana pudiera haber tanta gente deambulando por las calles, tantas ganas de fiesta, tantos olores sabrosos en el aire... Aunque el día prometía calor, todavía la temperatura era agradable y algunas chaquetas lucían en más de un hombro.

Pese a los estímulos que Pamplona ofrecía a sus sentidos, Lola miró el ambiente con desinterés. Entró de nuevo en la habitación, cerró la cancela y los visillos y, desganada, se dejó caer otra vez en la cama. La fecha y la magnífica ubicación del hotel hubieran levantado el ánimo de cualquier visitante. El pequeño saloncito, el baño completo y el coqueto dormitorio que conformaban la habitación hubieran sido la envidia de muchos forasteros. Pero en Lola aquel ambiente de vetusto sabor festivo no produjo el mismo efecto. La habitación 305, lejos de hacer las delicias de sus moradores, les había ocasionado un nuevo conato de crisis.

Cuando la puerta se abrió, el vapor de agua de la ducha lo invadió todo. Como una aparición, de la nebulosa emergió un cuerpo alto y esbelto, con el torso desnudo y una toalla blanca anudada a la cintura. Lola sonrió. Ajeno a la sonrisa burlona de su esposa, Jaime comenzó a secarse con su habitual meticulosidad, imponiendo el orden que solía establecer en todas sus rutinas. Primero el lado derecho, luego el izquierdo; comenzando por los hombros, inmediatamente después los brazos... En ningún momento se desprendió de la toalla que pendía de su cintura, aunque su esposa conocía al milímetro su anatomía. Él era así. Modales refinados hasta para eso. Un extraño recato, quizás sólo un exquisito respeto por los ojos del prójimo, mezclado con una vergüenza casi infantil otorgaban a Jaime Garache un encanto ancestral, puro, siempre sin estrenar.

Lola y Jaime habían recorrido juntos muchos kilómetros; habían toreado astados de todos los pelajes; habían aprendido a vivir de la mano, a saborear los entresijos del amor, a ablandar el egoísmo sin permitir que la ilusión envejeciera. Durante todos esos años, ambos se habían forzado a respetar los pequeños espacios del otro, aunque en el fondo de su ser pensaran que no eran sino manías. Sin ir más lejos, a Lola le encantaba contemplar el cuerpo desnudo de su marido, aunque aceptaba sin quejarse que él se vistiera con la puerta cerrada. Por el contrario, él admitía con una sonrisa su lágrima fácil, sus sentimientos contradictorios y hasta sus celos.

Todos aquellos cuidados habían merecido la pena, juntos habían tejido una pausada felicidad. No había sido fácil. A las penurias económicas de los primeros años, les habían seguido cuatro hijos. Ellos habían hecho sus delicias pero, como todos los niños, habían resultado pesados y posesivos, dispuestos a violar la intimidad marital con cualquier excusa. El exceso de trabajo y la familia política tampoco habían ayudado mucho. Mil y un azares, mil y una remoras, pero habían conseguido sortear todos los obstáculos. Habían tenido peleas y crisis, sin embargo nada había hecho bascular el edificio... hasta que llegó Clara; y con ella, un conflicto que hasta entonces no habían tenido que enfrentar. La pelota estaba en el tejado de Jaime, y Lola no podía hacer nada.

Impotente para impedir que los celos la embargaran, primero se derritió llorando, pero ése es un sentimiento demasiado difícil de domar sólo mojándolo. Agotadas las lágrimas, Lola se refugió en la fortaleza más próxima: el trabajo. Cuando éste también falló, tomó sin vacilar la senda de la desesperación. Sólo cuando estaba desmoralizada hasta el punto de perder el orgullo, habló con Jaime, que se burló de ella con una risa que a Lola le pareció sincera. La tormenta cedió de inmediato, pero momentáneamente. Quizás todo aquello viviera sólo en su imaginación. Quizás, como la experiencia tantas veces le había mostrado, no eran sino una colección de malentendidos. Quizás. Pero quizás no es sinónimo de no. Creía en Jaime. Quería creer en él, como siempre, como antes. No obstante, al mismo tiempo que confiaba en él, dejaba sueltos sus sentimientos, que se escoraban por su cuenta hacia la exageración. Y esa exageración había sembrado la duda, y una vez sembrada resulta imposible cosechar paz. Había que volver a empezar de nuevo, otra vez.. ...

Había pensado que estos días en Pamplona les ofrecían una de esas raras ocasiones de tejer pasiones sin prisas. Podían pasar veladas y noches juntos, cenas y desayunos sin niños, sin llamadas inoportunas a la puerta, sin reloj, como antaño. Durante todo el viaje se había relamido pensando en los momentos tiernos e irresistiblemente dulces que habrían de venir. Y, en efecto, por unas horas todo volvió a ser como antes, como los períodos que ambos tenían cuidadosamente acantonados en sus memorias. El ambiente festivo, la atracción de una simple vestimenta blanca y roja, las sonrisas cómplices, las manos enlazadas y aquella coqueta habitación con vistas...

Pero los azucarados instantes se esfumaron en cuanto la luz amarillenta que nacía del techo murió.

La mujer mantenía la mirada, aunque sabía que a su marido no le gustaba. Ahora el cuerpo de Jaime estaba tapado, y sus rizos color noche habían sido encerrados en los grilletes de un fijador extrafuerte. Sin embargo, su alma se exhibía completamente desnuda y sus proporciones mostraban todo su esplendor.

Olía a colonia y a confianza; a cariño... y a un ligero enfado. «Verdaderamente le quiero», pensó. «Mucho más que hace quince años... Infinitamente más.»

—¿Qué miras, fisgona? —oyó decir a Jaime, que se colocaba las gafas, dejando ver parcialmente aquellos ojos azul verdoso que a Lola tanto le gustaban.

—Mis posesiones —replicó ella—. Tengo que proteger mi inversión. Al fin y al cabo, es lo único valioso que tengo.

—Tu inversión se está volviendo obsoleta y perdiendo pelo, y además está cansada.

—Sí, lo siento muchísimo. Soy un desastre. Trescientas veces en la misma piedra. ¿Qué tal ha sido el resto de la noche?

—Estupenda, tú no estabas allí. Siempre te olvidas de que nuestro matrimonio pierde su validez cuando la noche se cose a tu piel y te convierte en rana.

Lola recibió el comentario con tranquilidad. Aunque Jaime tenía razones para estar disgustado, sabía que nunca hubiera pronunciado esa frase en serio.

Cuando había recibido la carta del despacho de abogados citándola junto a su marido en Pamplona como beneficiarios del testamento de don Niccola Mocciaro, olvidó mencionar su problema. El joven letrado le comunicó que les habían reservado habitaciones en un hotel céntrico. Una semana antes del viaje, de improviso, se dio cuenta de que lo más probable es que, siendo un matrimonio, hubieran elegido para ellos una habitación doble. Llamó al bufete y se lo confirmaron: la 305 tenía cama de matrimonio.

Lola no se atrevió a decir nada. Sabía con certeza que, durante la fiesta grande, en Pamplona no cabe ni un alfiler. Además le dio vergüenza que pensaran que algo iba mal entre ellos. Pero sobre todo creyó que les vendría bien emplear la misma cama por una vez. Por eso no dijo nada. Por eso guardó silencio utilizando la política de hechos consumados que tanto le gustaba.

Los tapones fueron inútiles. La valeriana no funcionó. Un ruido rítmico y bronco, estrepitoso, apabullante, desesperante, arañó minuto tras minuto, hora tras hora, la espalda de su marido hasta hacerle desesperar. Ella que, feliz, se había dormido enseguida, fue despertada con sacudidas histéricas e impelida a encontrar de inmediato solución al problema que, desde hacía años, les obligaba a verse de día y huirse de noche.

A las tres de la madrugada, el joven recepcionista del hotel vio bajar del ascensor a un caballero que, pese a tratar de domar sus nervios pidiendo permanentes disculpas, se encontraba al borde de la histeria. Un paso por detrás, una mujer llorosa. Ambos suplicando desesperadamente una habitación más. Cualquiera, donde fuera, como fuera. «Preferiblemente en otra planta», dijo él, con gran disgusto de su esposa.

El recepcionista escuchó los lamentos sin inmutarse, aunque no se creyó en absoluto las explicaciones. Quizás porque usualmente el ronquido sea patrimonio del varón, y suele ser la dama la que pierde los nervios, entendió que lo que veía no era más que una riña marital que no merecía ser atendida, de modo que les informó de que no había ninguna habitación disponible en el hotel.

Si no era posible, entonces se acomodaría en la butaca. «Como usted desee», fue la respuesta a la amenaza. A las seis de la mañana, Jaime se levantó de aquel trozo de terciopelo con patas, que no había resultado tan cómodo como había supuesto, y realizó nuevamente la solicitud. El recepcionista le prestó la misma educada e ineficiente atención.

—De acuerdo, no hay habitaciones. Lo entiendo. Llame por favor al director del hotel. Quiero hablar con él. Supongo que ya se habrá levantado.

—Lo siento, señor —respondió con dureza el recepcionista al ver que el caballero porfiaba con bastante impaciencia—, pero no puedo molestarle.

—Si prefiere lo hago yo. Tengo aquí su móvil.

—¿Tiene el móvil de don Rafael?

—Lo tengo. Rafael Moreno y yo somos amigos desde la infancia. ¡He pasado más tiempo en este hotel que en mi casa!

—¡Por Dios, haberlo dicho antes! —El recepcionista perdió momentáneamente el color, y atacado por un acceso de prisa, rebuscó convulsivamente en uno de los cajones hasta encontrar lo que buscaba—. Tenga. Esta es la llave de una habitación de la última planta. No está abierta al público, porque pertenece a las estancias privadas de don Rafael. Sólo la usamos en caso de emergencia. No dispone de baño integrado en la pieza, pero posee una cómoda cama y sábanas limpias...

—Por eso no se preocupe; me ducharé en la habitación de mi esposa. Gracias, no sabe qué gran favor me acaba de hacer.

Tanta felicidad esperaba encontrar en la soledad del sueño profundo que hasta desconectó el móvil. El despertador programado no pudo hacer su función. Y se habían dormido...

—Arréglate, Lola, y bajemos a desayunar. Quiero pasar cuanto antes a dar las gracias a Rafael.

—No tardo nada. Estoy pensando en que Alejandro nos va a poner verdes por no haberle visto correr.

—No te preocupes por eso. Habrá miles de fotos que inmortalicen el momento.

A las diez y cuarto de la mañana, ambos entraron en la estancia habilitada como comedor en la que Jaime, junto a Rafael Moreno y su familia, que vivían en el hotel, habían pasado tan buenos ratos.

Esbeltas sillas de madera de época rodeaban mesitas redondas cubiertas de pálidos manteles. Recogidos a ambos lados de falsas ventanas, pues se trataba de un semi-sótano, amplios cortinajes tejidos en adamascadas rayas granates y con altura de principal ocultaban las paredes. En una esquina, lucía sus sinuosas curvas un piano antiguo; en la otra, una caja acristalada de ascensor, el primero que funcionó en Pamplona allá por el año 22.

Una graciosa señorita, elegantemente vestida con uniforme negro y delantal de encaje blanco, acababa de servir una taza de café a un cliente alemán. Al ver a Jaime y Lola, sonrió mientras les indicaba con un gesto una mesa vacía a la izquierda, junto a las reliquias del antiguo elevador.

Desde las demás mesas se prodigaron tenues saludos a los recién llegados. Casi todos trataron de hacerlo en español, como mandan los cánones, pero con éxito diverso. Los holandeses del fondo, que llevaban ya muchos años viniendo puntualmente cada 6 de julio, pronunciaron un buenos días con perfecto acento. Los australianos de al lado, un hi a lo americano. Como Lola y Jaime, todos, incluyendo a las camareras, lucían en sus cuellos el moderno símbolo de la Fiesta. Tras los saludos, cada uno volvió a sus cuchicheos.

—¡Me encanta esta ciudad! —exclamó Jaime nostálgico—. ¡Es verdaderamente extraordinaria!

—¿Lo dices por los sanfermines?

—Sí, por supuesto. Medio mundo está pendiente de Pamplona en estos días en que mozos y toros se hacen juntos un solo arte. Pero estoy seguro de que no es lo único que logra que la ciudad aparezca junto a las endiosadas Madrid, Barcelona o Sevilla en las guías mundiales de turismo. Hay mucho más que eso; un factor oculto, misterioso, singular. Algo que, por no poder explicarse, no figura en las guías.

—Sinceramente, Jaime, no sé a qué te refieres.

—¿Estás segura? ¡Mira a tu alrededor! Es fácil percibirlo en esta sala.

Lola giró levemente la cabeza. Flotaban en el aire olores a cera de abeja bien lustrada; sobre ellos, planeaban susurros de vieja taima de roble.

—¡Vamos! ¡Tú has vivido aquí! ¡Has tenido que descubrirlo! Observa este entorno, ¿qué es lo que ves?

—¿Qué es lo que veo? No sé... Es como si el reloj se hubiera parado en los años 20, quizás en los 30, puede que hasta en los 40 o en los tres a la vez... Sin embargo...

—Sin embargo, ¿qué?

—Nada, estaba pensando una tontería.

—No lo creo. Tus ronquidos son horribles, pero tus pensamientos suelen ser muy acertados.

—Iba a decir que pese al vetusto sabor de esta habitación, aquella pantalla de TFT de la esquina no desentona en absoluto. No sé, es como si en esta estancia todas las épocas convivieran juntas. Como si fueran los dominios de un lugar sin pasado ni mañana. Como si por arte de magia alguien hubiera congelado el tiempo.

—¡Sabía que serías capaz de vislumbrar el misterio! ¡Congelar el tiempo! Así es cómo lo has llamado, ¿no? Yo no lo hubiera expresado mejor. ¡Ése es el misterio que alberga Pamplona! Madrid, Barcelona, Sevilla... Todas esas capitales orgullosas poseen cosas verdaderamente extraordinarias, dignas de envidia, pero carecen de este misterio. Cuando vivía aquí, estaba tan habituado a esta joya única y de incalculable valor que casi no la apreciaba. Pero llevo tantos años fuera que tengo ojos de extranjero, y como ellos soy capaz de cazar al vuelo la diferencia.

Lola miró a su marido sin decir nada. Había estudiado en Pamplona cinco años, y había palpado la realidad de la ciudad hasta atarse a ella con lazos de respeto y cariño, pero era bilbaína. Pamplona no dejaba de presentarse ante ella como una ciudad pequeña y tradicional. «Naturalmente», pensó, «no es un espacio provinciano de triste anatomía: su ambiente universitario permite mezclar permanentemente su antiguo carácter con sangre nueva; su vigor económico anula esa sombría emoción de las plazas que se mueren. Sin embargo, es obvio que Pamplona no se puede comparar con Bilbao. Incluso lo que Jaime califica de originalidad, yo lo tildaría sin dudar de descuido.»

—Ya sé qué es lo que estás pensando —afirmó Jaime con un gesto—. Bilbao es Bilbao, una ciudad cosmopolita y abierta, pero no posee el don con que esta pequeña ciudad ha sido agraciada. Verás, en otras plazas como Bilbao, los entornos se desencajan y transfiguran hechizados por la belleza de la modernidad y, como las gentes, se adaptan a los nuevos tiempos. Algunos edificios mueren a manos de los depredadores de hierro; otros se empolvan con los colores y materiales de moda; nacen, por fin, otros nuevos, de manera que el tiempo va poco a poco horadando los recuerdos. Pero en Pamplona las cosas no ocurren así. Esta mañana, al levantarme, lo pensaba mirando el paisaje desde mi ventana. Estamos en el siglo XXI, una época que ha abandonado voluntariamente hasta lo postmoderno. Sin embargo, en Pamplona, no se ha querido dejar nada atrás. Se ha avanzado sin soltar lastre. Por eso, paseando por sus entrecalles, se pueden saborear simultáneamente mil y una épocas.

»Fíjate en este hotel. Mira esta habitación —continuó Jaime emocionado—. Sin esforzarme mucho, puedo ver ahí mismo, sentado sobre una de estas mesas, a Ernest Hemingway soñando medio ebrio con ser torero; a don Juan de Borbón, vestido con mono azul para escapar de Franco, o a todos los toreros de renombre... ¡Cierra los ojos! Parece que en cualquier momento va a aparecer Albaicín, luciendo taleguilla y fajín, liado en su capote de paseo en honor a la Virgen del Carmen. O Luis Miguel Dominguín, susurrando al pasar historias de valentías. O el mismo Hemingway, dispuesto a tomar un café español.

—¿Quién es Albaicín? Suena a torero.

—Lo era, en efecto, y de los buenos. Además era un artista que se salía de lo común, un hombre bastante culto. En el hotel se le recuerda porque invariablemente antes de una corrida bajaba a tocar el piano. Lo hacía de oído, sin partitura, con los ojos cerrados y la cabeza erguida. ¡Tantas veces se lo oí contar al padre de Rafael Moreno que puedo verlo ahí mismo, vestido de luces, sentado delante de aquel piano tocando alguna pieza de Mozart...!

Lola, que había perdido hacía rato interés por la conversación, escuchaba a su marido sin demasiada atención. Tenía los ojos hinchados por el sueño y el llanto. Necesitaba un café. Comenzó a mirar a un lado y a otro buscando la atención de la camarera. Fue entonces cuando lo percibió.

—¿No notas algo raro en la gente? —especuló.

—Sí —confirmó Jaime, que también había tenido una extraña sensación.

—Coffee or tea? —preguntó la camarera, estudiante de filología inglesa, que finalmente se había dado por aludida.

—Café, gracias, con leche. Bien caliente —respondió. Dándose cuenta de su falta de cortesía, se volvió hacia su marido, y con cara de disculpa le dijo—: Templado, ¿no? —Jaime afirmó con un significativo gesto, mientras preguntaba a la camarera lo que rondaba por su cabeza.

—¿Mal encierro?

—¿No se han enterado? —A la joven camarera, la pregunta le desató la lengua, de por sí floja. —¡Ya me parecía a mí raro que estuvieran tan campantes pidiendo un café y hablando de tonterías!

—¿Enterarnos? Enterarnos ¿de qué?

—De lo del encierro, ¿qué otra cosa iba a ser? ¿No lo han visto?

—Desgraciadamente se nos han pegado las sábanas —respondió Jaime algo cortante; era poco aficionado al palique fácil.

—Y eso que uno de nuestros amigos iba a correr —remachó Lola, cuyo carácter era bastante diferente—. ¡Nos va a matar cuando nos vea!

—Pues un cliente ha sido el protagonista. Un caballero rubio con barba a lo Hemingway. No sé si le habrán visto. Alto, con ojos azules, quizás un poco rellenito, con pinta de vivales...

—¡Vaya memoria tiene usted, señorita! —exclamó Jaime.

—Sí. Soy buena fisonomista; en especial, naturalmente, con los hombres atractivos. Y con éste, ¡como para no tenerla! Figúrense que esta mañana me ofreció...

—¡Está hablando de Alejandro! ¡Ni yo mismo le hubiera descrito mejor! —sentenció Lola.

—¿Le conocían? —preguntó extrañada la camarera.

—¡Pues claro! Hemos venido juntos —respondió Jaime—. Cuéntenos; ¿por qué dice que ha sido protagonista?

—En fin —respondió la camarera—. Lo de protagonista es un decir...

Un silencio incómodo dominó repentinamente el local. Todas las miradas confluyeron en aquella chiquilla vestida de uniforme negro y delantal de encaje blanco. Jaime y Lola esperaban la narración con los ojos fijos en ella, pero la muchacha no se decidía. Tras algunos segundos de reflexión, se colocó la bandeja metálica redonda bajo el brazo y espetó:

—Primero voy por el café, usted caliente y el caballero templado —dijo—. Regreso en un santiamén y se lo cuento.

—Ha debido de haber alguna cogida grave, Jaime. ¿No ves lo cariacontecida que está la gente?

—Sí. Yo también lo creo. Espero que a Alejandro no le haya pasado nada. ¿De dónde habrá sacado la estúpida idea de correr los toros con su mala forma física?

—Ya sabes cómo es. ¡Qué no daría por una foto que le permitiera exhibirse ante sus amistades! «Voy a buscar mi migaja de gloria», dijo.

—¡Bah! ¡Tonterías! Sólo quería emular las andanzas que Gabriel Uranga y tú narrasteis ayer durante la cena.

—Sí, naturalmente. Pero nosotros teníamos veinticinco años menos y no le dábamos a la cocaína.

—¿Tú también lo notaste? —inquirió Lola en voz baja, mirando de reojo.

—Era inevitable no hacerlo: del estado cuasi-depresivo en el que se encontraba antes de su visita a los servicios, a la euforia y la locuacidad de su vuelta. Sudoración, pupilas dilatadas... En fin, creo que te puedo decir hasta a quién se la compró.

—¿Compró la droga allí mismo?

Habían cenado —mal y caro— en una tasca abierta ex profeso para los sanfermines, junto a la noria. Prefirieron eso a perderse los fuegos artificiales lanzados desde la muralla de la ciudad: otro de los espectáculos que Pamplona ofrecía durante sus fiestas.

—¡Claro! ¡Y luego dicen que las mujeres sois observadoras! ¿No te fijaste en aquel tipo de la barra? Unos treinta y tantos, vaqueros, cazadora de ante... ¿No te diste cuenta de cómo nos miraba?

Lola lo recordaba perfectamente, pero en todo momento había pensado que a quien miraba tan insistentemente era a Clara, la hermana de Alejandro. No hubiera sido de extrañar que sus ojos se dirigieran a ella, habida cuenta de su indumentaria.

—¡Pues claro que me fijé! Pero apuesto que te equivocas. A quien miraba era a Clara o, más bien, a sus transparencias.

—Pues no, te equivocas; no miraba los dos pegotes de silicona a los que te refieres.

—Vale, listillo —protestó Lola, menos enfadada por haber reducido las dotes de observación de su género que por el hecho de que su marido se hubiera fijado en el pronunciado escote de Clara—. ¿Cómo estás tan seguro de tener razón?

—¡Elemental, querido Watson! En cuanto Alejandro se acercó a él, simulando comprar cigarrillos, el tipo dejó de mirarnos y se empleó con los de la mesa de atrás. Está claro que, si buscaba un buen rato con Clara, no hubiera cejado hasta obtener su presa.

—En eso tienes razón. ¡Hubieras sido un buen policía! De todas formas es curiosa la forma de contacto. Supongo que entre los yonquis y camellos terminan creándose lazos que les permiten comunicarse sin siquiera hablar.

—Sí, así es. Se huelen. Y en diversiones como ésta, lo que es difícil es no toparte con la droga delante de tus narices. Oferta y demanda no faltan. Además, una vez afiliado en el club, eres socio de por vida.

Los olores animaron pronto el olfato de los huéspedes. Sin embargo, tras la repleta bandeja y el delantalito blanco de la camarera, asomaba el canoso bigote navarro de Rafael Moreno.

—¡Rafael! —Tanto Lola como Jaime se levantaron—. Debo pedirte disculpas, tuve que utilizar tu nombre para resolver un pequeño problema.

—Ya me han informado. No te preocupes, Jaime; hiciste bien.

—¡Te lo agradezco muchísimo! ¡Al final he conseguido dormir como un lirón! ¡Tanto que nos acabamos de despertar!

El semblante del navarro, que era como un poema, no pareció cambiar con los agradecimientos. Sus larguísimos bigotes blanquecinos, habitualmente enhiestos, aparecían ahora mustios y deslucidos... Trató de decir algo, pero no pudo, de forma que cogió una silla y sin más contemplaciones se sentó junto a ellos. Lola y Jaime volvieron a acomodarse. Al mover el mobiliario, los susurros de la tarima de roble y los nuevos vapores de cera llenaron el ambiente.

—¿Ocurre algo, Rafael? —preguntó Jaime alarmado.

—A vuestro amigo Alejandro le ha cogido un toro. El suplente, el de encaste navarro.

El director del hotel, intentando vanamente alargar la conversación, ofreció al matrimonio todos los datos técnicos que fue capaz de recordar

—¿Pero ha sido grave? —preguntó Lola angustiada. A Jaime no le hizo falta.

—En realidad —prosiguió Rafael—, la radio acaba de decir que la cogida le ha seccionado el hígado. Por lo que yo he visto, el morlaco embrocó a Alejandro entre sus astas para acabar empitonándole sin piedad... ¡No sabéis cómo lo lamento!

—¿Está... muerto? —Lola no salía de su asombro.

—Lo está. Son las cosas del encierro.

—¿Y Clara? ¿Se habrá enterado? ¡Tenemos que ir a buscarla...! —Lola volvió a ponerse en pie—. Ella es la hermana del...

—Lo sé. Ya he hecho las averiguaciones pertinentes. Estuvo en el hotel. Llegó de madrugada con... con un amigo... pero ambos volvieron a salir cerca de las seis. Supongo que al recorrido. Si es así, lo habrá visto en vivo. Además, me ha llamado la Policía Científica. Les he explicado lo poco que yo sabía: que las habitaciones habían sido reservadas por el despacho de abogados de Gonzalo Eregui, un viejo conocido de la familia, para la lectura de un testamento; que Alejandro había venido de madrugada y había vuelto a salir a las siete, supongo que para correr el encierro. Les he facilitado el teléfono móvil de Clara y el vuestro, ya que ambos figuraban en el registro. Sin embargo, vosotros lo tenéis apagado.

Sus últimas palabras quedaron suspendidas en la atmósfera de aquel lugar perenne. El aroma a cafeína recién exprimida y a napolitanas rellenas de crema, el perfume a densa cera de anticuario, el fantasma de Alfonso XIII, Hemingway bailando al son de un bolero, Albaicín vestido de nazareno y oro, la luz irrumpiendo a raudales... Aquellos espectros convertían en irreales los hechos que Rafael Moreno había narrado.

Todos los clientes sin excepción miraban a Lola, miraban a Jaime, compadecían a Pamplona por un nuevo deceso. Nadie se movía. Todos callaban. Rafael miraba el vacío; la camarera, el suelo.

—¿Dónde...? En fin, ¿debemos ir a la plaza, al hospital...? —preguntó Jaime con su habitual espíritu práctico.

—Realmente no lo sé —confesó el director de La Perla—. Pero supongo que la mejor manera de acertar es acercarse al Hospital de Navarra. Allí llevan a los heridos serios, y también allí está instalada la morgue... En fin, creo que es la mejor solución.

—Rafael —preguntó Lola. Su instinto de abogada estaba muy desarrollado—, ¿dices que te ha llamado la Policía Científica?

—Sí, así es.

—Pues es raro...

El conserje de día, nervioso y con la cabeza gacha, interrumpió la conversación. Un cliente rico, extranjero y completamente borracho estaba empeñado en llevarse a su habitación a una orquestilla que había contratado: doce miembros con sus correspondientes instrumentos. Tenía capricho de dormir la mona oyendo peisodobres.

—¿Me perdonáis? —interrogó Rafael.

—Por supuesto —respondieron ambos.

—No hace falta que os diga que estoy a vuestra entera disposición. Estoy seguro que acierto si digo que Beatriz se ofrece de la misma manera.

 

 

Del cielo llegaban noticias de ardientes soles cuando Jaime y Lola llegaron al Hospital de Navarra. La puerta de Urgencias, literalmente tomada por reporteros novatos, parecía un enjambre. Sin embargo, dentro imperaba un pastoso silencio. Los miuras se habían portado como se esperaba y el encierro había sido limpio. Sólo los estragos de Lentejillo les habían hecho trabajar en serio. Naturalmente, se habían sucedido golpes y contusiones, pero nadie más que el agente municipal que había tratado de socorrer al difunto había quedado ingresado. Los demás heridos ya habían recibido el alta médica. Salieron. Una celadora les había informado de que la persona por la que preguntaban no estaba allí.

—Debéis ir al pabellón F. Nada más salir, siempre a mano derecha. No tiene pérdida, pero en todo caso, si os perdéis, preguntad a cualquiera por el velatorio o por los de medicina legal, seguro que os informarán. ¡Y también allí está prohibido fumar! ¡Agur!

No fue necesario preguntar. Desde la calle percibieron una silueta conocida. Entraron. En la sala de espera de la entrada del Instituto Anatómico encontraron a Clara, inclinada hacia delante, con la cara oculta por su larga melena. Los rizos de oro volaron hacia atrás cuando oyó su nombre. Tenía los ojos enrojecidos y el rímel corrido; una mirada que pedía a gritos una respuesta racional a aquella absurda situación.

Clara, que vestía una impoluta vestimenta blanca y roja algo arrugada, se puso en pie, rozó la mejilla de Lola con un amago de beso y, al son del tintineo de las múltiples pulseras de oro que ceñían su muñeca, se abrazó a Jaime. Fue un abrazo intenso que él completó frotando con sus manos la espalda de la mujer. Tras el saludo, los tres se sentaron en silencio. Jaime parecía absorto, apoyada la espalda en el respaldo, recostando su largo cuerpo en aquella incómoda silla, mirando el techo, inmerso en algún alto pensamiento. Lola tomó la mano de Clara, pero ella rechazó el gesto y volvió a su posición original; erguida, casi enhiesta. La espalda al aire, sus esculturales piernas cruzadas en un difícil equilibrio que le permitía mostrarlas a la perfección. No lloraba, se limitaba a jugar con su collar de perlas de tres vueltas, enroscándolo en su dedo índice, esperando que la joya deshiciese por propia inercia el nudo formado artificialmente. La camisa de seda que vestía había perdido el primer botón, como si alguien lo hubiera arrancado violentamente; en su lugar había un amplio agujero que permitía ver el sujetador de seda blanca. Aunque aquel volcán atraía inevitablemente todas las miradas e incluso algún sublime deseo, ella no hizo ademán de taparse.

De una de las puertas que daban al vestíbulo, salió de improviso un hombre con una bata blanca. Era difícil saber de quién se trataba, quizás un conserje: un tipo rechoncho, serio, perfectamente mimetizado. Tenía una cara de velatorio perpetuo, sólo empañada por el subido tono rojo del rostro y el cuello. Jaime se levantó de inmediato. Manifestando su condición de médico, y apoyado en esa camaradería que siempre acompaña a esta profesión, decidió ir en busca del forense, y se perdió por los pasillos de la morgue acompañado por aquel individuo. Lola permaneció en la sala de espera junto a Clara.

—Lo siento de veras. Me imagino que estarás destrozada —Lola se sintió en la obligación de decir aquello aunque, con la excitación y la premura, en realidad no se había parado a pensar lo que aquella muerte podría representar para ella—. He llamado a mi madre pidiéndole que encargue una misas por Alejandro. Es lo único que hemos podido hacer con estas prisas.

Ella no contestó. Lola, por respeto, guardó silencio. Tras unos minutos de calma, Clara quebró el silencio con su voz aflautada.

—¿Sabes? Ni siquiera se han molestado en operarle. Simplemente han certificado que estaba muerto. Me han hecho entrar: estaba muy pálido, completamente desnudo y con la tripa abierta de arriba abajo. ¡Ha sido horrible! Parecía de cera. Es la primera vez que veo un muerto; cuando llegué a ver a papá, ya estaba amortajado. El parecía que se hubiera quedado dormido, pero Alejandro... Tenía un color espantoso. No parecía él. Era otra persona.

Lola no respondió. Siempre había dudado de que Clara fuera capaz de tener algún sentimiento altruista. Todo hombre paga el peaje de pertenecer a la raza humana, un género tendente a la horizontal y a aherrojarse en el propio yo; sin embargo, Clara superaba en ese aspecto al común de los mortales. A ella no le preocupaba el hambre en el mundo, las catástrofes naturales o la capa de ozono. Las únicas cosas que entraban en la cabeza de Clara tenían que ver con el colágeno, la pasarela Cibeles o los hombres. Escuchando ahora sus palabras, Lola dudaba de su objetividad. En realidad, nunca podría ser objetiva al juzgar a Clara. La prueba estaba en la punzada en el alma que había sentido al ver el abrazo que su marido acababa de darle; en la rabia que había sentido al verla ataviada de esa guisa. Ese pantalón ceñido, ese maquillaje sobreabundante, esos zapatos de tacón rojo evidenciaban que estaba dispuesta para la caza del hombre.

Pero Clara era así; siempre había sido así. Era muy probable que muriera así, coqueteando con el enterrador. Lo único que a Lola le importaba era que no cortejase al único hombre que a ella le importaba.

Dolida de su duro corazón, se decidió a decir algo, pero en ese instante Clara se puso en pie.

—¡Dios mío qué calor hace en esta sala! ¿Has visto que poco gusto? ¡A quién se le ocurre poner sillas grises de plástico en una sala de espera! Arquitectos pueblerinos, ¿dónde tenéis la conciencia?... ¿Se podrá fumar? ¡Necesito una buena dosis de nicotina! Supongo —siguió riéndose de su propia gracia— que como aquí los enfermos están definitivamente caput no habrá inconveniente en que sean fumadores pasivos. Además, estos cigarrillos Cartier son muy saludables, nada que ver con ese asco de Winston que venden por ahí.

Sorprendida por aquella disentería de palabras, Lola tardó en contestar, esforzándose en convencerse de que se trataba de una reacción normal tras un acontecimiento traumático. «Al fin y al cabo», se dijo, «Alejandro era su hermano.»

—A pesar de que no les afecta el humo, no se puede fumar aquí —respondió Lola—. Hay carteles por todos los lados. Pero si quieres te acompaño fuera, a los jardines, para que puedas encender un pitillo.

—¡Ni hablar! ¿Has visto qué cantidad de buitres hay fuera? ¡Vuelan en círculo esperando posar sus garras sobre su presa!

—¿Buitres?

—Periodistas, hija, que no te enteras de nada. Somos una familia aristocrática, de alcurnia. Todos los medios querrán sacar la noticia. Pero yo únicamente hablaré con Hola. Con ninguna otra. Ni siquiera con Semana, la editora es una borde... ¿Sabes lo que me vendría bien? Un café. ¿Crees que aquí habrá café?

—Mujer, café hay en todas partes —argumentó Lola desconcertada.

—Nada de eso —afirmó Clara muy seria—. Tú debes referirte a ese líquido negro que sale de las cafeteras industriales. Yo hablo de café. ¿Tendrán en este sitio leche desnatada y sacarina? ¡Me sienta fatal la grasa de la leche! Luego me pesa el estómago durante toda la mañana —argumentó, palpándose con gestos desmesurados su cintura de avispa—. Ah, por cierto, no te molestes con lo de las misas, Alejandro era ateo. Si hubiera sido creyente, estoy segura de que hubiera ido directamente al infierno. Ahora que, al no creer en esas cosas, lo lógico es que simplemente se haya muerto.

—Mujer... —respondió Lola, incapaz de dar réplica a argumentos tan ilógicamente formulados.

Sin más conversación, Clara y Lola abandonaron la sala de espera y fueron en busca de una cafetería. La encontraron en el pabellón D. El edificio —de nueva planta, diseñado en cristal y mármol gris— poseía un local pequeño y muy limpio. Se sentaron a esperar la llegada de Jaime o de alguna noticia. A Lola el café le pareció excelente. Para el refinado gusto de Clara, el líquido era agrio, poco denso y estaba asquerosamente templado. Para arreglar aquel estropicio provinciano, la joven sacó una petaca de plata labrada y añadió a su vaso un generoso chorro de coñac. Clara no hizo mención de los demás ingredientes que hace unos momentos tanto le preocupaban.

Tras aquel descanso, se le soltó la lengua.

—Me alegro de que papá nos haya dejado. Él hubiera sufrido mucho con todo esto. Y eso que le encantaba Pamplona. No sé muy bien por qué, la verdad. Yo la veo simple y descuidada, como cualquier otra capital provinciana. ¡Caramba, perdona! —se disculpó—. Olvidaba que tu marido nació aquí. Aunque, claro, fue por azar: Jaime tiene la prestancia propia de un madrileño.

Lola se mordió el labio. Se había prometido no entrar en ese juego, pero violó su promesa, incluso tirando piedras contra su propio tejado.

—Pues ya ves: Jaime, provinciano de pura cepa.

Tras aquel corto cruce de espadas, ambas mujeres permanecieron calladas. Estaban solas en la cafetería acristalada. Lola se decidió a retomar la conversación sobre la muerte de Alejandro.

—Clara, supongo que en vista de las circunstancias será necesario que tomes algunas decisiones, desagradables pero necesarias. Si te podemos ayudar en eso, o en alguna otra cosa, dínoslo, por favor. ¿Quieres que avisemos a alguien? ¿Quieres que nos encarguemos de los preparativos o de organizar un funeral? En fin —repitió—, aquí nos tienes para lo que desees.

—¡Un funeral! ¡Sí, deberíamos hacer uno! Quizás varios. Alejandro siempre decía que los funerales resultaban acontecimientos sociales de primer orden. Lo menos importante, por supuesto, es el muerto, pero es una disculpa excelente; la mejor. Tratándose de una boda o un ágape, es posible excusar la asistencia con una tonta evasiva, sin embargo toda el mundo se siente obligado a asistir a los sepelios, de modo que a la salida de estos actos se forma una interesante reunión donde resulta posible hacer buenos negocios o pescar provechosas citas. Ahora, ¡fíjate!, el muerto va a ser él y las citas y negocios los harán los demás.

—Supongo que, como siempre, Alejandro hablaría en broma. Además, tarde o temprano, nos irá tocando a todos, ¿no? —afirmó Lola con lógica aplastante.

—Sí, es cierto. Por eso es importante no perder tiempo, disfrutar de cada instante. Coger al vuelo las ocasiones. Sin ir más lejos, ayer conocí a un gitano que aseguraba ser canadiense. ¡Qué mono, qué forma tan sencilla de mentir! ¡Era divino, no te puedes imaginar qué maravilla de manos...! ¿Pero qué estoy diciendo?

—Sí —protestó Lola—, no creo que sea muy apropiado hablar de eso con Alejandro de cuerpo presente.

—Pues claro que es apropiado. Él está muerto y yo sigo viva. ¡Acabo de cumplir los treinta y ocho! Debo empeñarme en ser feliz rápidamente.

—Entonces, ¿qué querías decir? —preguntó Lola, que intuía la falacia.

—Es fácil. Me refería a que no debería hablar contigo de esto, porque tú eres incapaz de apreciar la esencia de lo que digo. Perteneces al tipo de mujer que permanece anclada en el pasado y atada a estúpidas supersticiones... ¡No me mires así! Ya sé que me vas a decir que eres universitaria y todas esas cosas. Pero eso no es lo importante. La liberación de la mujer no está en salir de casa, sino en abandonar la aburrida cama de 1,35. ¡Tú nada sabes de ese extremo! Te has limitado a desperdiciar a un hombre estupendo convirtiéndote en una matrona paridora de hijos. Cuatro, ¿no? ¡Qué barbaridad! ¡Qué estupidez! ¡Con ese marido tuyo yo hubiera hecho maravillas! ¡Qué desperdicio! En fin, de todo tiene que haber en la viña del Señor.

Lola la miró con pena. En aquella ocasión, no se sintió ofendida por los improperios que aquella boca acababa de vomitar. Vio a una mujer que se iba cubriendo inexorablemente con la capa de los años hasta penetrar sin remedio en la edad peligrosa; una mujer que se sentía sola y que estaba asustada. Los gitanos canadienses, a partir de cierta edad, visitan previo pago. Ese aspecto, que puede ser minimizado si quien desembolsa es un varón, no satisface a una mujer que busca ser apreciada y amada sin necesidad de pagar por ello.

—Clara, la vida no estriba en pasar de mano en mano. La felicidad está en otro sitio.

—¿Ah, sí? ¿En qué otro sitio está?

—Pues en sentirse querida, apreciada en mil y un detalles. Amar y ser amada por un mismo hombre quince años seguidos, por ejemplo; contemplar cómo crecen tus hijos; disfrutar de un buen libro... La felicidad completa no existe, pero la que está a nuestro alcance se halla tejida de miles de pequeños hechos deliciosos.

—¡Qué estupideces! ¡Dices esas cosas porque no sabes nada de nada! ¡Me recuerdas a mi padre! Vamos a ver, Lola, contéstame: ¿Has sentido alguna vez? ¿Te has dejado comer por un desconocido? ¿Has lamido cocaína sobre un cuerpo joven y fuerte, desnudo, encendido por la pasión? ¿Has...? En fin, déjalo. ¡No podrías entender lo que de verdad es vivir!

La aparición de Jaime, precedido por el agente Galbis, truncó la conversación.

Una lágrima acida rodaba por la mejilla de Clara, pero esa visión no frenó al agente Galbis. Como si tuviera prisa por acabar, informó a los tres interesados sobre el desarrollo de la autopsia. El procedimiento —les dijo— había concluido, aunque no sería posible retirar el cuerpo del difunto del Instituto Anatómico Forense hasta culminar algunos análisis. Un estudio preliminar, y no concluyente, había detectado una sustancia tóxica en la orina del finado: cocaína.

—A veces ocurren estas cosas, y no indican más que el fallecido ingirió una pequeña dosis de ese producto, lo cual es legal y no constituye problema alguno —ilustró amablemente el agente, por un momento sus ojos grises brillaron con una vivaracha chispa azulada—. No obstante, hay casos en que esa sustancia es indicio de algún delito. Por ello, es preceptivo estudiarlo. Así lo marcan las normas —afirmó—. Si lo desean, el médico forense que se ha encargado de realizar la autopsia les hará las aclaraciones que ustedes deseen. Por otro lado —les instruyó Galbis— uno de mis superiores, el inspector Juan Iturri, que se va a poner al frente de esta investigación preliminar, desea verles a los tres. Es asunto de puro trámite. Les ha citado en el despacho del forense. Normalmente estas diligencias se realizan en los Juzgados, pero como están colapsados, el inspector Iturri ha decidido venir a su encuentro. Llegará en pocos minutos. Es un hombre muy competente —añadió el policía de su cosecha—. ¡De lo mejorcito del Cuerpo, créanme! Así que, si les parece, podemos encaminarnos hacia el pabellón F.

Clara escrutó al joven sin ningún pudor, con ojos golosos, contoneándose como una paloma torcaz en busca de un macho nuevo. Pareció fijarse especialmente en su cabello pajizo, segado como un campo de trigo. Pero al percatarse de cómo brillaba su anillo de casado, señal inequívoca de que llevaba poco tiempo incrustado en su dedo anular, terminó por despreciarlo, volviendo a su ostra de seda y silencio. Lola tomó a su marido del brazo. Éste le devolvió una franca sonrisa.

Durante toda su vida se había creído la historia que ella misma había escrito. Había planteado su vida bajo la certeza de que a la felicidad se llegaba en silencio y en casa. Creía haber construido aquel escenario con Jaime, al alimón. Sin embargo, las palabras de Clara repicaban en sus oídos. ¿Se habría equivocado en el camino? Y, sobre todo, ¿se habría equivocado al interpretar los deseos de Jaime?

La procesión hacia el pabellón F discurrió así en silencio, en fila de a dos.