When the bulls run through the street
De pronto un gran gentío apareció en la calle, muy apretados, y sin cesar de correr calle arriba en dirección a la plaza de toros. Detrás iba otro grupo de hombres, que aún corrían más, y después los rezagados que más que correr parecían volar. Entre ellos y los toros, que les seguían pisándoles los talones, había un pequeño espacio vacío. Los toros iban galopando, subiendo y bajando la cabeza.
ERNEST HEMINGWAY
Fiesta, Cap. XV
De la luna bien poco queda. Lentamente, sin ruido, tímidas luces van seccionando la negrura de la noche hasta rasgar por completo el velo que oculta el alba.
No hace frío, como ocurre en muchas mañanas norteñas, pero desde que dieron las 6, estropajosos nubarrones, negros como toros de lidia, merodean por el cielo. Sin embargo, contienen su aliento. El chubasco, contemplando Pamplona desde el cielo, permanece quieto; dominando el gris, sobresaliendo el negro.
Zascandileando de acá para allá, que para algo es domingo, camina el tiempo hacia su destino: las 6 y cuarto; las 6 y media. Las campanas de San Cernin —joya del gótico y orgullo de los pamploneses— entonan el tercer cuarto cuando el ambiente se tiñe de luto riguroso y los oscuros depredadores se desperezan triturando casi por completo la blanca luz.
Por un instante, el aire se llena nuevamente de reliquias de noche. No obstante, la vivaz melodía de una diana confirma que aquello es un artificio porque, en realidad, es de día. La Banda Municipal de Pamplona —conocida cariñosamente como La Pamplonesa— lleva el ronzal de esa cabalgadura de acordes. Todos saben que no se dejará amedrentar por una colección juguetona de nublados, y por ello los jóvenes siguen sus pasos, pidiendo que repitan el ¡Quinto, levanta!
Mientras en el cielo porfían sol y nubes, los pamploneses levantan sus ojos expectantes. Los toros de Miura, protagonistas involuntarios de la mañana, que se hallan recluidos en el corralillo de Santo Domingo, no disputan ni importunan: aguardan en duermevela, rozando con sus lomos las antiguas murallas de Pamplona.
Las viejas campanas repican otra vez, son las 7 y cuarto. Toda la ciudad está despierta. La Pamplonesa recita un cántico; el aguacero lo aprovecha para adueñarse de la plaza. Llueve; los pamploneses ya saben a qué atenerse. Y, sin embargo, poco importa: con sol o lluvia el calendario va a parir un brillante día de encierro. Nerviosa como una primeriza, y ataviada con sus mejores galas, Pamplona espera el alumbramiento.
Los mozos rezagados, ajenos a las circunstancias, aceleran el paso para situarse entre la plaza del Ayuntamiento y la zona hábil de la Cuesta de Santo Domingo: después de las 7 y media, no se permite a nadie entrar en el recorrido.
Llovizna en gris bemol cuando empieza la cuenta atrás. Como si el aguacero hubiera prendido una invisible mecha, en tropel los balcones de la calle Estafeta se tocan con los colores de la fiesta: rojo por la sangre del Santo moreno; blanco como signo de paz.
Desde ventanas y balconadas, entre el sueño y el embeleso, niños y grandes siguen con atención académica el trabajo de los barrenderos que, retirando despojos de lata y cristal, pulen las losas. La lluvia facilita su trabajo, nadie puede hacerlo más agradable.
Algunos ojean el periódico, morosos de paciencia. Los agoreros confirman que la edición matinal del Diario de Navarra anuncia —con ese eufemismo propio de los meteorólogos— intervalos nubosos.
Las gentes congregadas en el recorrido miran en silencio cómo el cielo destila pizcas de agua templada. Por lo general, la concurrencia toma el infortunio con resignación; algunos, los bullangueros, reciben la lluvia con alegría: poco les importa mojarse por fuera si ya están empapados por dentro. Sin embargo, mirando cómo la amanecida termina en nubarrada, Miguel Reta —veterano pastor navarro— mueve la cabeza con disgusto. A sus treinta y siete años, tiene la experiencia de un anciano sabio, y ésta le dice que esa lluvia no es buen presagio. Sus dos aficiones —el encierro y su ganadería de pedigrí navarro— le permiten conocer de primera mano a aquellos animales y prever que este repentino cambio de tiempo agravará un momento de por sí complicado.
Mientras las hurañas fachadas se zurcen con el alegre colorido de los paraguas, Miguel, erguido en la puerta del corralillo, se lamenta:
—Sí. Este aguacero complicará el encierro. Hay muchos mozos, algunos sobrios, otros macerados en vino, los astados llevarán la divisa verde y grana de Miura... Y además está el suplente.
La luz de julio combate con fiereza, el plomo se intensifica y el chirimiri arrecia.
«Quizás sea verdad», trata de convencerse. «Es posible, como sostienen los entendidos, que la legendaria divisa Miura haya perdido bravura.» Pero en el fondo de su ser, no lo cree. Los críticos taurinos hablan y hablan, pero él conoce el recorrido como la palma de su nudosa mano. Las estadísticas dicen que los miuras respetan el encierro. Por ello hoy ese hierro tomará el recorrido. Sin embargo, siguen siendo toros. «¡Y qué toros!», piensa el pastor, mientras les lanza miradas entre severas y cariñosas. «¿Qué más da una ganadería que otra?» Se trata de una lucha desequilibrada: un toro de 600 kilos, nervioso, arrancado de su ambiente, que corre como alma que lleva el diablo, frente a un mozo de 80, que no es capaz de ganarle en velocidad y carece de defensa.
—Sí —afirma—. Diga lo que diga el Diario de Navarra, hoy habrá trabajo.
Contempla a los astados, que se mueven inquietos, mirando, con recelo a todo el que se acerca. Son unos ejemplares magníficos. Quizás para la lidia sean mejores los pequeños. Pero Miguel piensa en el encierro del 12 de julio, donde corren cinco miuras, que lo son de casta y apariencia: tres de ellos pintan negro azabache; el cuarto es un sardo muy claro; el quinto, castaño bragado. Altos y bien armados, de largo cuello y ancho morro, con frente avacada y cuerpo estirado, permiten a duras penas que la lluvia y la amanecida besen sus enormes cuerpos.
Tras una de sus frecuentes peleas, muy propias de los de Zahariche, el veterinario se ha visto obligado a rechazar al sexto por incapaz: el número 34 —un bonito ejemplar ensabanado y capirote— fue corneado de gravedad por uno de sus hermanos, el 25, un azabache de 602 kilos que deseaba afianzar su posición jerárquica. El ganadero no tiene animales de reserva, por eso le sustituye un toro de otro hierro: un carriquiri casi auténtico de nombre Lentejillo. El animal, colorado encendido y muy brillante, se distingue perfectamente del resto: es terciado, barrigudo, más bien cuellicorto, y cuenta con unos bellos ojos de perdiz. Solo en su armadura —amplia, peligrosa, veleta— y en su cara avacada se intuye un origen común. Su presencia ha levantado gran expectación, porque es la primera vez en siglos que un toro de encaste navarro trota por las entrecalles pamplonesas, y nadie imagina cuál será su reacción.
Los toros navarros, que con gusto pintara Goya, pequeños pero listos y bravos como pocos, antaño extendían su fama por toda la Península y más allá. Sin embargo, ante el mejor trapío de los sureños, perdieron el mercado. Pero a base de comer merengues grandes, alguien recordó lo auténtico: aquellos mosquitos de Santacara, Guendulain o Lizaso, mirones y pegajosos como pocos; aquellos Zalduendo, Carriquiri, Lecumberri o Pérez-Laborda ante cuya presencia los toreros sudaban.
Lentejillo, el suplente, no es aún de pura casta. Tiene mucho de miura, y por ello supera los 500 kilos, pero Miguel Reta, que lo ha criado personalmente, sabe que desborda bravura. Eso le enorgullece y le angustia. Aún pervive en su memoria el recuerdo de aquel encierro en la villa de Ampuero en el que los animales de su ganadería mataron a dos mozos. Levanta la vista y echa un nuevo rezo al Santo navarro.
Faltan diez minutos para las ocho. La Pamplonesa ya se ha retirado. La sustituye el sol, enardeciendo sentimientos y avivando sudores de lucha. Como por ensalmo, cesa la lluvia. Quizás haya sido el empuje de los rayos; tal vez San Fermín se puso serio. Se pliegan los paraguas, aparece por fin el calor de la mañana festiva. Es 12 de julio y se bautiza un nuevo encierro.
Tras pescar al último borracho, los pacientes policías locales dejan completamente expedito el recorrido.
Los corredores del encierro, hermanados en suspiros y silencios, calientan y estiran los músculos rígidos por el frío y el temor. Muchos de ellos, que se conocen desde hace años, corren por parejas, disfrutando del consuelo de la proximidad ajena; sin embargo, en el ínterin no conversan (¿Qué podrían decir?): los tragos se toman siempre en silencio. Otros corredores son forasteros y bisoños, hombres de blanco y rojo que sudan miedo pegados a un periódico enrollado. Estos, que no saben qué hacer con su alma, intercambian gestos por doquier. Flota en el aire una energía extraña, evanescente, casi eléctrica. Los que rozan sus hombros quizás no vuelvan a verse, pero el contacto lo torna todo cercano, como si las lacerías del encierro engancharan sin remedio. Los que ahora se sonríen no cruzarán postales, no compartirán alegrías ni consumirán penas juntos, pero minutos antes de las ocho todos forman un racimo compacto. Es un hatillo grande, aderezado de brotes de miedo, de ramas de temor, de pavor profundo, mayor cuanto más saboreado. Hay mucha gente en Pamplona y es domingo, pero lo que produce recelo es el toro: bravo, fiero, violento.
Nervioso, Jokin enrolla compulsivamente el periódico. Quedan pocos minutos, pero las ocho parecen tan lejanas como la muerte. Desea sin piedad que le aborde ya el momento, que se le trague el toro bravo, que le arrolle la mañana, pero, simultáneamente, le tienta secuestrar el tiempo para que lo que tiene que ser no sea. Como todos, Jokin mastica en silencio el miedo, paladea con angustia la espera. Finalmente, tratando de matar la tregua, desenrolla el diario y lo ojea. A su lado, Juan sonríe: su compañero lo está viendo al revés, pero no se ha dado cuenta. Faltan seis minutos. Saltos y más saltos a lo bantú, intentando templar los músculos y contener los temores. Hasta los ateos se santiguan: por si acaso.
Rayando el momento mágico, sobre el ruido de fondo se eleva una voz. Es la crónica de Javier Solano para Televisión Española que llega procedente de aparatos varios. En Pamplona se conoce al veterano periodista como la voz del encierro porque las cámaras evitan sacar su enjuto rostro y su cuidada barba y conservan sólo su voz: una dicción profunda, curtida, tostada a fuego de haya. Es un gran reportero, historiador y enamorado del encierro, que lo ha mamado como corredor, por lo que sus juicios se juzgan casi siempre como certeros. En este momento explica el efecto de la lluvia en el enlosado.
Mientras las cámaras enfocan los balcones de Estafeta, llenos de caras sonrientes y charlas animadas que matan la espera, la densa voz hiberna momentáneamente. Cinco minutos antes de las ocho, los micrófonos captan a lo lejos el primer ruego: «A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro, dándonos su bendición.»
—¿Qué ser patrón? —pregunta a su guía una dama de ojos rasgados, pequeña y tímida, impecablemente vestida de pamplónica.
El responsable británico fija en ella su mirada: «Viniendo de Kioto», piensa, «es más que probable que sea taoísta, de forma que el concepto de santo le será totalmente ajeno.» Así pues, corta por las bravas:
—A las nueve, en el hotel Maisonave, hay tertulia taurina en lengua inglesa. Pregunte allí. Javier Solano, de Televisión Española, le contestará.
Al oír el melodioso ruego, Lentejillo, el mosquito navarro, se vuelve desafiante. Es el más ágil y, en sus 525 kilos, el más esbelto. Se mantiene en pie, olfateando el aire con la testuz alta.
«Una estampa bella como pocas. Un cincueño en estado puro», piensa Miguel.
En efecto, es un toro bien puesto, veleto, elegante, y colorado encendido. Hasta sus astas están teñidas de miel. Miguel, que lo ha estado contemplando ensimismado, se estremece al ver cómo el animal levanta la cabeza en su dirección y mantiene la mirada. Tiene un aire tan extraño que el pastor se convence de que piensa.
«Mal día. Malo. Llovizna, domingo, miuras y mi animal», juzga mientras se despide del resto.
Normalmente son diez los pastores que siguen el encierro, ocupándose cada uno de un tramo específico. Aunque todos completan el recorrido, se van alternando para poder mantener la formidable velocidad de los astados. Miguel, que salta habitualmente en la curva de Mercaderes con Estafeta, enfila hacia su destino abriéndose paso entre la masa compacta que llena las calles de miedo y silencios. Las pocas conversaciones que se oyen cesan respetuosamente cuando los mozos suplican de nuevo al Santo que con su capotillo les proteja de las malas astas. Quedan tres minutos para la suelta. El pastor aprovecha para acelerar su zancada.
Viendo a los congregados, el Santo sonríe complacido. Han venido de todas partes; hay hasta alguna mujer. Al fondo se oculta un chaval. Como está prohibido correr antes de alcanzar los dieciocho años, lleva todo el invierno sin afeitarse, intentando disfrazar su infancia.
«Es verdad que mi pañuelo anuda a gentes del mundo entero», exclamará el Santo satisfecho. «Aun así, deberían rezar más. Unos minutos al año es bien poco.»
Por aquí y por allá, Miguel va saludando con gestos a los corredores veteranos con los que se topa. Mientras recorre con la vista la masa desconocida, un mozo le llama la atención. Apoyado en la pared de piedra, cenicienta por humos y tiempos, descansa un corredor novato. Su cuerpo grita exceso de equipaje; su barba rubia, entreverada de canas, muestra sin lugar a dudas que ha consumido al menos media vida. Está claro que aquel hombre no va en busca de bonitas carreras; a lo sumo, un cóctel de excitantes experiencias que le hagan rememorar su juventud. Sin embargo, a Miguel no le pasa inadvertida su actitud.
El hombre se atusa compulsivamente la abundante barba y se frota con ahínco el glúteo derecho. Todos juzgan que son los nervios, y aunque, en efecto, los hay, ninguno de los congregados puede intuir lo que ocurre. El mozo ha sentido un fuerte pinchazo. Luego se ha mareado un poco y ha tenido que apoyarse en el muro. Cuando faltan dos minutos para las 8, inopinadamente se alza. Como si despertara de un falso sueño y no supiera dónde se halla, mira a derecha e izquierda. Está completamente desesperado, grita, se le muda el color, comienza a transpirar profusamente con una sudoración fría; el corazón, no sabe por qué, cabalga sin orden de batalla; le cuesta respirar; el labio superior se mueve involuntariamente en un temblor histérico. Empujado por la angustia, sin pensarlo mucho, sale huyendo en dirección al coso. Consigue sortear una valla, pero cuando llega a la siguiente barrera de contención la autoridad le detiene: no se abrirá hasta que suene el cohete.
—¡Por favor, tengo que salir! ¡Tengo que salir de aquí! ¡Estoy enfermo!
—No te preocupes, Hemingway —le tranquiliza un miembro de la Policía Foral, acostumbrada a esta suerte de pánico repentino—. Falta un minuto para las 8. Te dará tiempo a llegar. Son pocos metros.
—¡No lo entiende! ¡Tengo que salir!
—Otro ataque de pánico. Espero que no la arme como el de ayer —comenta el joven agente a su compañero—. Y tienes razón, ¡cuánto se asemeja al norteamericano! ¡Es más, parece el clon de la escultura de la plaza!
—Esperemos que no dé la nota, pero lo sabremos de inmediato. Lo normal es que acelere como alma que lleva el diablo. ¡Dejará a los animales atrás!
—¡Quita, quita! —sentencia un tercero más experimentado—. Ya sabes cómo corren estos bichos: como el dinero en las fiestas, ¡a velocidad de vértigo!
Mientras el uniformado trío se enzarza en el análisis de la galopante inflación de los precios durante la Fiesta, el hombre de la barba blanca suplica, apoyado en el vallado, que le permitan pasar. Sin embargo, nadie le hace caso. De repente, una imagen se abre paso en su mente. Busca en sus bolsillos una y otra vez, pero no encuentra su móvil.
En la Cuesta de Santo Domingo, los mozos entonan el tercer canto.
San Fermín, situado en su hornacina de piedra, y rodeado de la pareja de velas y de los pañuelos de las peñas pamplonesas, cierra los ojos. Tres veces le han sido pedidos capotillo y bendición. Da el placet el Santo, silba el cohete, se abre el corral.
Seis toros y ocho cabestros se abren paso, dispuestos a correr los 848 metros que les separan de la arena. Rápida y compacta, asustada por el ruido y el cohete, se arranca la manada en estampida; primero los cabestros, luego los de Zahariche, finalmente el mosquito navarro.
Suena el segundo cohete. Su estruendo confirma que las calles pamplonesas se llenan de olor a toro bravo. El joven Hemingway echa a correr atropelladamente. Jokin y Juan sujetan fuertemente su periódico. Acaban de perder el miedo: ha llegado la hora de la verdad.
Por sus cortas manos, al enfrentarse a la pronunciada pendiente, los bureles ascienden velozmente la Cuesta de Santo Domingo. Es una estampa magnífica, única, inenarrable. La vida en bruto cruzando la historia enlosada; la fuerza condensada en jirones de pelo oscuro y pitones astifinos.
Los mozos contemplan la escena metros después, periódico en mano. Aunque en manada las astas de los toros no son peligrosas, la fuerza y velocidad punta de los animales hacen que el primer tramo sea un erial.
Lentejillo sale el último, casi descolgado, sin preocuparse por la carrera de la manada. Es extraño; ante el miedo, los animales gregarios tienden a unirse al grupo. Quizás este Carriquiri tenga otras querencias. Por si acaso, a corta distancia le sigue la larga vara de uno de los pastores. El toro navarro va frenándose. Parece no tener prisa. Contempla a diestro y siniestro el panorama blanco y rojo. Se le descubre una mirada lenta, tan racional que asusta. Dos de sus hermanos, ambos negros, han corrido con rapidez y, sin hacer caso de los colores y movimientos que tientan sus sentidos, ya han llegado a la plaza del Ayuntamiento.
Jadeando, los toros comienzan el recorrido por la pequeña calle Mercaderes, que desemboca en Estafeta. La entrada en esta rúa obliga a un amplio giro de 90 grados, y además el suelo está mojado. Los astados no se lo esperan. Caen sin remedio, chocando con el vallado del lado izquierdo. No han logrado levantarse cuando el resto de la miurada, seguida por los cabestros, se les echa encima. El golpe es brutal. Emplean más de un minuto en deshacer el lío de pezuñas que allí se ha formado. Dos toros y un manso salen del montón cojeando levemente.
Lentejillo, cerrando el cortejo, casi paseando, gira el pronunciado arco sin perder las manos, y con sólo un pequeño resbalón adelanta al resto de la manada. Va el primero; solo, al paso, sin prisas, concentrado en su derecha. Un ignorante se abraza a su lomo y es abucheado desde los balcones. El toro gira dos veces sobre sí mismo, fijando los ojos en aquel estúpido, pero los varazos de Miguel —que ahora ejerce de juez inapelable— le hacen seguir. El mozo también recibe; esta vez de los demás corredores, que castigan su falta de consideración: distraer a los animales pone en peligro la vida de muchos de ellos.
Sus derrotes ya apuntan pero, comenzando Estafeta, Lentejillo aún no ha protagonizado ningún incidente. Las carreras son pocas y cortas, pues es ingente la masa que trata de acercarse, pero algunos consiguen lucirse y disfrutar.
«Quizás me haya equivocado con él», rectifica el pastor, mientras ve distanciarse la manada. «¡Dios lo quiera! Es más noble de lo que esperaba.»
Jokin y Juan están alerta. Ambos suelen incorporarse tras la curva de Mercaderes. Llevan muchos años de encierro, y la edad no perdona hasta ese punto: la carrera es demasiado rápida. Ven pasar primero a los que sólo desean entrar en la plaza sin pagar. Luego llega la masa: un arco iris de colores con el sol de frente, dominando el blanco, sobresaliendo el rojo. Ellos siguen esperando su momento.
Los mozos que no claudican en la curva corren en busca de un buen hueco; quizás sólo huyen. Jokin y Juan presencian el giro y el consiguiente golpe de los astados y siguen esperando. Cuando lo tienen encima, ven una gran mancha colorada: es Lentejillo, corto, veleto, bravo. Está muy cerca. Se le siente respirar. Levanta la testuz, saca la lengua. Los hombres sienten cómo el corazón cabalga en su garganta. Ambos echan a correr con él, por el medio de la calle. Por los laterales van los lentos y también los cansados. Todo pasa muy rápido, y sin embargo, ellos lo saborean a cámara lenta. No es nada misterioso: sólo un cóctel de adrenalina y miedo, de sudor y toro. Aguantan al astado unos pocos metros, en medio de Estafeta, solos los dos, cada uno a lo suyo, como si el mundo se hubiera detenido.
Lentejillo alcanza a Jokin. Con un suave toque, le acaricia primero la espalda; luego le empuja con la pala sacándole del recorrido. La canción del Santo flota sobre la calle adoquinada. En otro tiempo, la gente se habría santiguado. Ahora dicen que es el destino. San Fermín sonríe benigno: «Mucho trabajo y mal agradecido.»
—¡Habéis visto! —comentan en un balcón próximo—. ¡Vaya suerte que ha tenido!
—¿Y aquel chavalillo de allí? ¡Pero si no levanta un palmo del suelo!
—No digas cosas, hombre. Lo menos tiene diecisiete años.
—Pues hasta los dieciocho no se permite correr —insiste el primero.
—Pero vamos a ver, Fermincho, ¿a qué años empezamos a correr nosotros? ¡Tendríamos quince!
—De acuerdo, te lo concedo. Pero por aquel entonces éramos más mozos; no sé, más responsables. ¡Y no bebíamos si íbamos al recorrido! —protesta con aspavientos muy propios de su carácter.
—¡No digas cosas! —replica el más liberal—. ¡Cómo se nota que sólo recuerdas lo que quieres!
—¡Qué bonito el suplente! ¡Qué bonito! ¡Mirad con que altivez patea Estafeta! —interrumpe un tercero.
En efecto, el mosquito navarro continúa su particular peregrinación; y en solitario, abandona el largo y estrecho tramo de Estafeta para pisar el asfalto de Telefónica. Son apenas cien metros el peaje que se ha de pagar para estrenar el callejón, que desciende en forma de embudo hacia la plaza de Toros.
Cegado por los rayos del sol que se reflejan en el aire húmedo provocando una claridad espectral, el astado vuelve a pararse en la boca de aquel estrecho tramo. Nuevamente vigila su diestra, como buscando algo.
Las miradas se concentran en el morlaco, que se queda allí quieto, cruzado en el callejón, observando de frente el vallado derecho. Todos aguantan la respiración. Aquél es el tramo más peligroso del encierro, donde más hombres han perdido la vida: el callejón y la plaza, la plaza y el callejón.
Cuando Lentejillo emprende la arrancada definitiva, un cretino lo cita por detrás.
—¡Dios mío! ¡Se ha vuelto! —la gente contiene el aliento—. ¡Será imbécil! —Con voz tonante, media España increpa al estúpido mozo que incumple las reglas.
Comentando el amago, al principio nadie presta atención a un mozo que, envuelto en aquella luz fantasmal, sale del coso, desandando el camino para dirigirse al callejón. Va pues hacia el toro, en dirección contraria al encierro. Se trata de un hombre corpulento, bastante alto, algo pasado de peso y edad para esas hazañas. Su abundante cabello y su poblada barba, entre rubia y canosa, se hallan tan perfectamente cuidados como su indumentaria. Contrasta con ellas su actitud: anda pausadamente, pero no consigue caminar en línea recta si no se apoya en las paredes del túnel; lleva los brazos extendidos y tiene una extraña sonrisa.
El ojo de la cámara, sensible al movimiento, enfoca el final del callejón. Cuando aparece en pantalla, toda España —no en vano el encierro tiene una cuota de audiencia cercana al 90%— y medio mundo lanzan una exclamación unánime:
—¡Es la viva imagen de Hemingway!
Quizás la nariz más aguileña, puede que con menos atractivo; ciertamente, no demasiado atlético, pero aquel hombre parece la reencarnación del autor de Fiesta. La pantalla capta su imagen, entre la inmensidad de rostros. Si sabe que le enfocan, no lo demuestra. No presta atención a la gente ni a la carrera ni al toro, que acaba de verlo avanzando por el callejón.
Con la viva retórica de muecas y gritos que le caracteriza, la gente pregunta qué hace aquel loco.
—¡Está bebido! —argumentan unos, preocupados de que su fiesta sea culpada de lo que no debe.
—¡Está rematadamente loco! —apuntan otros—. ¡Como su doble, que se suicidó cuando lo tenía todo!
Tomás, policía municipal, se encuentra, como todos los años, en el espacio intermedio existente entre los dos vallados del callejón de entrada a la plaza. Pese a que los espectadores tienen vedado ese emplazamiento, el lugar está muy concurrido. Cámaras, prensa, médicos, algún que otro invitado... se apiñan para ver llegar la manada. Aun así, siempre habrá un sitio para un corredor en apuros.
Esa mañana, Tomás ha traspasado varias veces la primera valla y paseado por el recorrido cercano para confiscar a varios corredores extranjeros cámaras, mochilas y otros objetos inconvenientes para el buen orden del encierro. Cuando mira a su derecha, y ve al fantasma de Hemingway desandando el callejón, percibe un peligro mayor y se dispone a intervenir. Por un hueco entre dos tablones, saca medio cuerpo, mientras con gestos ostentosos conmina al hombre a que vuelva a la plaza. Pero, a diferencia de sus paseos anteriores, esta vez Lentejillo está demasiado cerca. En cuanto ve que una mancha azul en movimiento emerge entre las tablas, el toro se arranca. No hay escapatoria. El pitón derecho del animal atraviesa el brazo del municipal sacándole del vallado. Desde el suelo, el sorprendido policía serpentea hacia la empalizada y, ayudado por un fotógrafo, se aleja del toro, que permanece allí, atravesado en el dintel del callejón, al acecho.
El mozo que ha salido de la plaza va a su encuentro, ajeno a lo que le rodea. Lleva la vestimenta tradicional, limpia e impecablemente planchada. No lleva pañuelillo rojo, sino una bufanda atada con doble vuelta y una faja roja a la cintura. Por ella le engancha el toro la primera vez, mientras el aire se llena de gritos. No le ha sido difícil tomar la presa. Lo ha hecho en un santiamén. El bulto está quieto, envuelto en su vaina blanca y roja.
—¡San Fermín! —chilla un fotógrafo. La incredulidad se adueña de todos, mientras el mozo vuela por los aires sin que el toro le suelte.
El resto de la manada, que viene disgregada, va girando en Telefónica y entran de uno en uno en la plaza. Esta vez no se forma montón alguno. Lentejillo no les hace caso cuando pasan a su lado. Él sigue ocupado en el callejón. Los intentos de los mozos no consiguen apartarle de su trofeo. Tampoco la vara del pastor, que jugándose la vida se acerca peligrosamente al animal.
El pitón toca carne, y cuando casi ha salido, vuelve a penetrar, esta vez cruzando el abdomen del corredor anónimo. Su ropaje blanco comienza a teñirse de rojo sangre. Lentejillo no ceja; a empujones arrastra su triunfo hasta el albero. El hombre que ha sido cogido casi no se mueve. Una de las cámaras muestra cómo al mozo se le humedecen los ojos.
Miguel sigue insistiendo, primero con la vara, luego con las manos. Tras mucho esfuerzo, finalmente consigue que el burel suelte su golosina. Sube el toro su bien armada cabeza y enfila su mirada hacia el pastor. Los ojos de perdiz se clavan en su cuerpo. Durante un instante el mundo se para. Ojos contra ojos. Espera contra ruegos. Los dobladores no respiran. Sólo los pacientes cabestros de escoba consiguen que Lentejillo olvide el combate, llevándole sin complicaciones hasta el portón abierto. Finalmente, el número 51 atraviesa el colorido coso a galope. Las capas no tienen que hacer nada. El animal va directo a los chiqueros.
Como en chiqueros, la mitad de la plaza, ajena a la desgracia, jalea, esperando la suelta de vaquillas. La otra mitad mira sin creer lo que ha visto. Boca arriba, el mozo de mala fortuna se convulsiona con los brazos extendidos. Respira con dificultad. En el coso hay sangre, mucha y muy roja. Brilla en la arena, en su pantalón blanco y en su bufanda de doble vuelta.